Durante todo el camino, mi madre se había preguntado cómo sería Yibin. ¿Tendría electricidad? ¿Habría montañas tan altas como las que bordeaban el Yangtzé? ¿Tendría teatros? A medida que ascendía por la colina en compañía de mi padre, se sintió extasiada al comprobar que acababa de llegar a un lugar hermosísimo. Yibin se extiende sobre una colina que domina un promontorio situado en la confluencia de dos ríos uno de ellos lodoso, el otro cristalino. Pudo ver luces eléctricas que brillaban en las hileras de cabañas. Los muros eran de barro y bambú, y las tejas curvas y delgadas que cubrían los tejados se le antojaban delicadas, casi de fino encaje, en comparación con las pesadas piezas que se precisaban para soportar los vientos y la nieve de Manchuria. En la distancia, podía distinguir a través de la niebla pequeñas casas de bambú y barro construidas en las laderas de montañas verdes y oscuras cubiertas por alcanforeros, secuoyas y arbustos de té. Al fin se sintió aliviada, en gran parte por el hecho de que mi padre permitiera que el guardaespaldas acarreara su colchoneta. Después de pasar por tantas ciudades y pueblos asolados por la guerra, le entusiasmaba ver un lugar libre de sus efectos. Allí, la guarnición del Kuomintang, compuesta por siete mil hombres, se había rendido sin disparar un solo tiro.
Mi padre vivía en una elegante mansión que había sido confiscada por el nuevo Gobierno para destinarla a oficinas y viviendas, y mi madre se instaló con él. Tenía un jardín lleno de plantas que nunca había visto antes: nanmus, papayas y bananos que crecían sobre un terreno cubierto de verde musgo. En una alberca nadaban peces de colores, y había incluso una tortuga. El dormitorio de mi padre tenía un sofá-cama doble, el lecho más suave en el que jamás había dormido mi madre, quien hasta entonces sólo había conocido los kangs de ladrillo. Incluso en invierno, lo único que se necesitaba en Yibin era una colcha. No había vientos glaciales ni una capa de polvo perpetua, como en Manchuria. Uno no tenía que cubrirse el rostro con una bufanda de gasa para poder respirar. El pozo no estaba cubierto con una tapa; de él asomaba un poste de bambú al que se había atado un cubo para extraer agua. La gente lavaba la ropa en placas de piedra pulidas y brillantes ligeramente inclinadas, y luego la frotaba con cepillos de fibra de palma. Aquellas operaciones habrían sido imposibles de realizar en Manchuria, donde las prendas se habrían visto inmediatamente cubiertas de polvo o congeladas. Por primera vez en su vida, mi madre podía comer arroz y verduras frescas todos los días.
Las semanas que siguieron representaron la auténtica luna de miel de mis padres. Por primera vez, mi madre podía vivir con mi padre sin ser criticada por «anteponer el amor». La atmósfera general era relajada; los comunistas se mostraban entusiasmados por sus rápidas victorias, y los colegas de mi padre no insistían en que las parejas casadas durmieran juntas únicamente los sábados por la noche.
Yibin había caído apenas dos meses antes, el 11 de diciembre de 1949. Mi padre había llegado seis días después y había sido nombrado jefe del condado, en el que vivían más de un millón de personas, de las cuales cien mil residían en la propia ciudad de Yibin. Había llegado en barco con un grupo de más de cien estudiantes que se habían «unido a la revolución» en Nanjing. Cuando el barco ascendía por el Yangtzé se había detenido en primer lugar en la central eléctrica de Yibin, situada en la margen opuesta a la ciudad, lugar que en su día había sido uno de los baluartes de la clandestinidad. Varios cientos de trabajadores salieron al muelle para recibir al grupo de mi padre. Agitaban pequeñas banderitas de papel rojo con cinco estrellas pintadas -la nueva bandera de la China comunista- y gritaban consignas de bienvenida. Las banderas tenían las estrellas mal puestas, ya que los comunistas locales ignoraban su ubicación correcta. Mi padre saltó a tierra en compañía de otro oficial para dirigirse a los obreros, quienes se mostraron encantados cuando le oyeron hablar en dialecto Yibin. En lugar de la habitual gorra militar que todo el mundo llevaba, se había puesto una vieja gorra de ocho picos del tipo que solía llevar el Ejército comunista durante los años veinte y treinta, lo que a los habitantes de la localidad se les antojó bastante inusual y elegante.
Luego cruzaron el río en el barco, hasta la ciudad. Mi padre había estado ausente diez años. Siempre había sentido un enorme afecto por su familia, especialmente por su hermana pequeña, a quien había escrito entusiastas misivas desde Yan'an en las que le hablaba de su nueva vida y de sus deseos de que la joven pudiera reunirse allí con él algún día. Las cartas habían ido dejando de llegar a medida que el Kuomintang estrechaba su bloqueo, y la primera noticia que había recibido la familia de mi padre después de muchos años había sido la fotografía que se hizo con mi madre en Nanjing. Durante los siete años anteriores ni siquiera habían sabido si se encontraba vivo. Le habían echado de menos, habían llorado al pensar en él y habían orado a Buda por su regreso sano y salvo. Con la fotografía, él les había enviado una nota comunicándoles que pronto estaría en Yibin y avisando de que se había cambiado de nombre. Como muchos otros, mientras estaba en Yan'an había adoptado un nom de guerre: Wang Yu. Yu significaba «Desinteresado hasta el punto de parecer estúpido». Tan pronto como llegó, mi padre retomó su verdadero apellido, Chang, pero le incorporó su nom de guerre y se hizo llamar Chang Shou-yu, que significaba «Mantente Yu».
Mi padre, que diez años antes había partido como un aprendiz pobre, hambriento y explotado, regresaba ahora sin haber cumplido aún treinta años convertido en un hombre poderoso. Se trataba de un sueño chino tradicional conocido con la denominación de yi-jin-huan-xiang, «regresar a casa ataviado con sedas bordadas». Sus familiares se sentían enormemente orgullosos de él, y no podían esperar el momento de ver qué aspecto tenía después de todos aquellos años, ya que habían oído decir toda clase de cosas extrañas acerca de los comunistas. Y su madre, claro está, tenía especiales deseos de conocer a su nueva esposa.
Mi padre hablaba y reía en tono sonoro y jovial. Era la imagen de una alegría desatada y casi infantil. Después de todo, no había cambiado, pensó su madre con un suspiro de alivio y felicidad. A través de su reserva tradicional y ancestral, la familia mostraba su alegría por medio de sus ojos anhelantes y llenos de lágrimas. Tan sólo su hermana pequeña demostraba su excitación. Hablaba vividamente mientras jugaba con sus largas trenzas, que de vez en cuando lanzaba por encima del hombro cuando inclinaba la cabeza para dar mayor énfasis a sus palabras. Mi padre sonreía, reconociendo el tradicional gesto sichuanés de regocijo femenino. Casi lo había olvidado a lo largo de sus diez años de austeridad en el Norte.
Había mucho tiempo perdido por recuperar. La madre de mi padre, quien se encargaba de relatarle todo cuanto había ocurrido en la familia desde su partida, le dijo que había una única cosa que le preocupaba: qué sería, dijo, de su hija mayor, la que había cuidado de ella en Chong-qing. El marido de aquella hija había muerto dejándole algunas tierras, y ella había contratado a unos cuantos trabajadores para cuidarla. Circulaban numerosos rumores respecto a la reforma agraria de los comunistas, y a la familia le preocupaba que pudiera ser considerada como terrateniente y tener que contemplar cómo le eran arrebatadas sus tierras. Las mujeres se emocionaban, vertiendo sus inquietudes en recriminaciones: «¿Qué va a pasar con ella? ¿Cómo va a poder vivir? ¿Cómo pueden los comunistas hacer una cosa así?»
Mi padre se sentía dolido y exasperado. Estalló: «¡Llevo tanto tiempo esperando este día, el día en que pudiera compartir con vosotros nuestra victoria! La injusticia va a ser cosa del pasado. Es hora de adoptar una actitud positiva, de alegrarse. Pero sois todas tan desconfiadas, tan críticas. Lo único que buscáis es encontrar faltas…» A continuación, rompió a llorar como un chiquillo. Las mujeres también lloraron. Para él, se trataba de lágrimas de decepción y frustración. Para ellas, debía de tratarse de sentimientos más complejos, entre ellos, la duda y la incertidumbre.
La madre de mi padre vivía en la antigua casa de la familia, situada nada más salir de la ciudad. La había heredado de su esposo a la muerte de éste. Se trataba de una casa de campo moderadamente lujosa: baja, construida de madera y ladrillo y separada de la carretera por un muro. Tenía un amplio jardín en su parte frontal, y en la parte trasera se extendía un campo de ciruelos de invierno que despedían un delicioso perfume y un espeso bosquecillo de bambúes que le proporcionaba una atmósfera similar a la de un jardín encantado. Todo aparecía inmaculadamente limpio. Las ventanas refulgían, y no se veía una mota de polvo. Los muebles estaban construidos con madera de padauk, reluciente y olorosa, de un color rojo oscuro que a veces se aproxima casi al negro. Mi madre se enamoró de la casa desde su primera visita, el mismo día en que llegó a Yibin.
Se trataba de una ocasión importante. Según la tradición china, la persona que más poder ejerce sobre una mujer casada es su suegra, y frente a ella debe mostrarse completamente obediente y permitir incluso que la tiranice. Más tarde, cuando esa misma mujer se convierta en suegra, podrá hacer lo mismo con su propia nuera. La liberación de las nueras constituía una cuestión importante dentro de la política comunista, y abundaban los rumores según los cuales las nueras comunistas eran dragonas arrogantes dispuestas a esclavizar a sus suegras. Todo el mundo estaba con el alma en vilo esperando a ver cómo se comportaría mi madre.
Mi padre tenía una enorme familia, y aquella tarde todos sus miembros se reunieron en la casa. Mientras se aproximaba a la verja principal, mi madre oyó susurrar a la gente: «¡Ya llega, ya llega!» Los adultos acallaban a sus pequeños, entretenidos en saltar de un lado a otro en su intento de obtener un atisbo de la extraña nuera comunista que llegaba desde el lejano Norte.
Cuando mi madre entró en el salón con mi padre vio a su suegra sentada en el extremo más alejado de la estancia sobre un severo sillón de madera de padauk tallada. Numerosas sillas talladas de padauk se alineaban formando dos hileras hasta donde ella se encontraba. Entre cada dos de ellas había una pequeña mesa que sostenía un jarrón u otra clase de ornamento. Mientras avanzaba por el pasillo central, mi madre advirtió que su suegra mostraba una expresión sumamente apacible, y que sus rasgos se caracterizaban por pómulos prominentes (heredados por mi padre), ojos pequeños, barbilla afilada y labios delgados y ligeramente curvados hacia abajo en los extremos. Era una mujer diminuta, y sus ojos parecían constantemente semicerrados, como si se hallara sumida en la meditación. Mi madre se acercó lentamente a ella en compañía de mi padre y se detuvo frente a su silla. A continuación, se arrodilló e hizo tres kowtows. De acuerdo con el ritual tradicional, se trataba del procedimiento correcto, pero todos se habían preguntado si la joven comunista lo realizaría. La estancia se llenó de suspiros de alivio. Los primos y hermanas de mi padre susurraban a su madre, ahora evidentemente satisfecha: «¡Qué nuera tan encantadora! ¡Tan gentil, tan bonita y tan respetuosa! ¡Madre, eres realmente una mujer afortunada!»
Mi madre se sentía considerablemente orgullosa de su pequeña conquista. Ella y mi padre habían estado un rato discutiendo acerca del mejor procedimiento. Los comunistas habían anunciado que iban a abolir la costumbre del kowtow, que consideraban un insulto a la dignidad humana, pero mi madre prefirió hacer una excepción para aquella ocasión. Mi padre se mostró de acuerdo con ella. No quería herir a su madre ni ofender a su esposa (y mucho menos después del aborto); por otra parte, aquel kowtow era distinto. Se hallaba destinado a proporcionar una imagen positiva de los comunistas. Sin embargo, él no lo realizaría, a pesar de que se suponía que también debía hacerlo.
Todas las mujeres de la familia de mi padre eran budistas, y una de sus hermanas, llamada Jun-ying y aún soltera, era especialmente devota. Llevó a mi madre a postrarse en kowtow frente a una estatua de Buda, a los santuarios de los antepasados familiares expuestos durante el Año Nuevo chino e incluso a los bosquecillos de ciruelos y bambúes del jardín trasero. Mi tía Jun-ying creía que cada flor y cada árbol poseían su propio espíritu. Solía pedir a mi madre que hiciera el kowtow doce veces frente a los bambúes para implorarles que no florecieran, fenómeno que los chinos consideraban un augurio catastrófico. A mi madre todo aquello le divertía considerablemente. Le recordaba su niñez y le proporcionaba la ocasión de desatar sus propios impulsos infantiles. Mi padre no lo aprobaba, pero ella le tranquilizó diciendo que no era más que una actuación destinada a mejorar una vez más la imagen de los comunistas. El Kuomintang había anunciado que los comunistas abolirían todas las costumbres tradicionales, y mi madre afirmó que era importante que la gente se diera cuenta de que no sucedía así.
La familia de mi padre se comportó muy amablemente con mi madre. A pesar de su formalidad inicial, mi abuela era una mujer de trato sumamente agradable. Rara vez emitía algún juicio, y nunca se mostraba crítica con los demás. Las redondas facciones de la tía Jun-ying aparecían señaladas por marcas de viruela, pero sus ojos eran tan dulces que cualquiera podía advertir que se trataba de una mujer bondadosa con la que uno podía sentirse tranquilo y a salvo. Mi madre no pudo evitar el comparar a sus nuevos parientes políticos con su propia madre. Si bien no exudaban la energía y vivacidad que se advertían en ésta, su cortesía y serenidad lograban que mi madre se sintiera por completo en casa. La tía Jun-ying cocinaba deliciosos platos de cocina sichuanesa repletos de especias y completamente distintos de la insípida comida de las regiones del Norte. Dichos platos poseían nombres exóticos que encantaban a mi madre: «La lucha entre el tigre y el dragón», «Pollo a la concubina imperial», «Pato picante en salsa», «Dorados pollitos que graznan al amanecer»… Mi madre acudía a la casa con frecuencia, y solía comer con la familia mientras contemplaba por la ventana el huerto de ciruelos, almendros y melocotoneros que en primavera se extendían como un océano de flores blancas y rosadas. Entre las mujeres de la familia Chang encontró una atmósfera cálida y afectuosa que le hacía sentirse profundamente apreciada.
Mi madre no tardó en obtener un puesto en el Departamento de Asuntos Públicos del Gobierno del condado de Yibin. Pasaba muy poco tiempo en la oficina. La principal prioridad consistía en alimentar a la población, lo que comenzaba a resultar difícil.
El Sudoeste se había convertido en el último baluarte del Gobierno del Kuomintang, y un cuarto de millón de soldados habían quedado abandonados en Sichuan al huir Chiang Kai-shek a Taiwan en diciembre de 1949. Por si fuera poco, Sichuan era uno de los pocos lugares en los que los chinos no habían ocupado la campiña antes de conquistar las ciudades. Numerosas unidades del Kuomintang, desorganizadas pero a menudo bien armadas, controlaban aún gran parte del territorio del sur de Sichuan, y la mayor parte de los alimentos disponibles se hallaban en manos de terratenientes simpatizantes del Kuomintang. Los comunistas necesitaban urgentemente suministros con que alimentar a las ciudades, así como a sus propias fuerzas y a las numerosas tropas del Kuomintang que iban rindiéndose.
Al principio, intentaron enviar emisarios para comprar comida. Muchos de los principales terratenientes habían contado tradicionalmente con sus propios ejércitos privados, que ahora se unían a las bandas de soldados del Kuomintang. Pocos días después de que mi madre llegara a Yibin, dichas fuerzas desencadenaron un alzamiento en gran escala al sur de Sichuan. Yibin se enfrentaba a la amenaza del hambre.
Los comunistas comenzaron a enviar grupos de funcionarios escoltados por guardias armados para recolectar alimentos. Prácticamente la totalidad de la población se vio movilizada. Las oficinas del Gobierno estaban vacías. De todo el funcionariado del Gobierno del condado de Yibin, tan sólo quedaron atrás dos mujeres: una era la recepcionista, y la otra acababa de tener unriiño.
Mi madre participó en numerosas de aquellas expediciones, que solían durar varios días. En su unidad había trece personas: siete civiles y seis soldados. El equipo de mi madre consistía en una colchoneta, un saco de arroz y un pesado paraguas construido con un lienzo pintado con aceite de t'ung [6]todo lo cual debía transportar a sus espaldas. El equipo debía caminar durante días a través de una campiña agreste atravesando lo que los chinos llaman «rastros de intestino de oveja», esto es, estrechos y traicioneros senderos de montaña que se curvaban en torno a profundas gargantas y precipicios. Cuando llegaban a un poblado, acudían al cuchitril más miserable e intentaban establecer una relación con los misérrimos campesinos, diciéndoles que los comunistas proporcionarían a la gente como ellos una tierra propia y una existencia feliz. A continuación, les preguntaban qué terratenientes tenían reservas de arroz. La mayoría de los campesinos habían heredado un miedo y una suspicacia tradicionales frente a cualquier tipo de autoridad. Muchos de ellos apenas habían oído hablar vagamente de los comunistas, y todo cuanto había llegado a sus oídos era negativo; mi madre, no obstante, había transformado rápidamente su dialecto del Norte en acento local y se mostraba particularmente comunicativa y convincente. La explicación de las nuevas políticas demostró ser su especialidad. Si el equipo lograba obtener información respecto a los terratenientes, acudía a ellos e intentaba persuadirles para que vendieran sus productos en puntos designados en los que se les pagaría contra la entrega de la mercancía. Algunos, asustados, cedían sin demasiada dificultad. Otros, sin embargo, informaban a las bandas armadas de la ruta que seguía el equipo. Mi madre y sus camaradas fueron tiroteados con frecuencia, y pasaban las noches a la defensiva. En ocasiones, tenían que trasladarse de un lugar a otro para evitar los ataques.
Al principio, pernoctaban con los campesinos más pobres. Sin embargo, si los bandidos descubrían que alguien les había ayudado asesinaban sin dudar a toda la familia. Tras algunas de estas masacres, los miembros del equipo decidieron que no podían poner en peligro las vidas de personas inocentes, por lo que comenzaron a dormir a la intemperie o en el interior de templos abandonados.
En su tercera expedición, mi madre comenzó a vomitar y a sufrir mareos. Estaba embarazada de nuevo. Regresó a Yibin exhausta y desesperada por conseguir un poco de descanso, pero su equipo tenía que partir de nuevo inmediatamente. No sé habían difundido sino vagas recomendaciones acerca de qué debían hacer las mujeres embarazadas, y mi madre se encontraba indecisa acerca de si debía ir o no. Quería ir, y ciertamente atravesaban una época en la que se imponía la abnegación y se consideraba vergonzoso protestar por motivo alguno. Sin embargo, se sentía atemorizada por el recuerdo del aborto que había tenido hacía tan sólo cinco meses y por la posibilidad de sufrir otro en medio de cualquier paraje solitario en el que no hubiera ni médicos ni medio alguno de transporte. Además, las expediciones habían de sostener enfrentamientos casi diarios con los bandidos, y era importante ser capaz de correr, y correr deprisa. Tan sólo caminar ya la mareaba.
Aun así, decidió ir. En la expedición había otra mujer, asimismo embarazada. Una tarde, el equipo decidió hacer un alto para almorzar en un patio desierto. Presumían que el dueño habría huido, ahuyentado probablemente por su presencia. Los muros de barro de apenas un metro de altura que rodeaban el recinto cubierto de hierbajos se habían derrumbado en varios sitios. La verja de madera estaba entreabierta y crujía mecida por la brisa de primavera. Mientras el cocinero del grupo preparaba el arroz en la cocina abandonada, apareció un hombre de mediana edad. Su aspecto era el de un campesino: calzaba sandalias de paja y llevaba unos pantalones holgados y un gran trozo de tela a modo de delantal enfundado en uno de los costados de una faja de algodón. Su cabeza aparecía cubierta por un sucio turbante. Les dijo que una banda de hombres pertenecientes a un célebre grupo de bandidos conocidos como la Brigada del Sable se encaminaba en aquella dirección, y que se hallaban especialmente interesados en capturar a mi madre y a la otra mujer del grupo porque sabían que se trataba de esposas de funcionarios comunistas.
El hombre no era un campesino corriente. Con el Kuomintang, había sido el cacique del municipio local que gobernaba una serie de pequeñas aldeas, incluida aquella en la que se encontraban los miembros de la expedición. Al igual que hacía con todos los terratenientes y antiguos miembros del Kuomintang, la Brigada del Sable había intentado obtener su colaboración. Él se había unido a la brigada, pero quería mantener abiertas sus opciones y había optado por avisar a los comunistas para asegurar su futuro. Así pues, les reveló la mejor ruta de escape.
Inmediatamente, el grupo se dispuso a emprender la huida. Sin embargo, mi madre y la otra mujer no podían desplazarse a mucha velocidad, por lo que el cacique las condujo a través de una oquedad del muro y las ayudó a ocultarse en un almiar cercano. El cocinero se entretuvo en la cocina para envolver el arroz ya cocinado y verter agua fría sobre el wok [7]con objeto de enfriarlo y poder llevarlo consigo. El arroz y el wok eran demasiado preciosos para abandonarlos, y un wok de hierro era difícil de conseguir, especialmente en tiempo de guerra. Dos de los soldados permanecieron en la cocina ayudándole y apremiándole. Por fin, el cocinero cogió el arroz y el wok y los tres partieron a la carrera en dirección a la puerta posterior. Los bandidos, sin embargo, entraban ya por la verja frontal y los alcanzaron al cabo de pocos metros. Cayeron sobre ellos y los apuñalaron. Sin embargo, andaban cortos de municiones, por lo que no pudieron disparar al resto del grupo, aún visible a cierta distancia. Mi madre y la otra mujer, ocultas en la paja del almiar, no fueron descubiertas.
Poco después, la banda fue capturada junto con el cacique, quien era a la vez uno de los jefes de la misma y una de las «serpientes en sus antiguas guaridas», lo que le convertía en candidato a ser ejecutado. Sin embargo, había avisado al grupo y había salvado la vida de las dos mujeres. En aquella época, las condenas a muerte debían ser ratificadas por un consejo de revisión formado por tres hombres. Casualmente, el presidente del tribunal no era otro que mi padre. El segundo miembro era el marido de la otra mujer embarazada, y el tercero era el jefe local de policía.
Los miembros del tribunal se enfrentaban por dos contra uno. El marido de la otra mujer había votado perdonar la vida al cacique. Mi padre y el jefe de policía habían votado por ratificar la condena a muerte. Mi madre intercedió frente al tribunal para que dejaran vivir al hombre, pero mi padre se mostró inflexible. Dijo a mi madre que aquello era exactamente con lo que había contado él: había elegido avisar precisamente a aquella expedición porque sabía que en ella se encontraban las esposas de dos importantes funcionarios. «Tiene demasiada sangre en las manos -dijo mi padre. Mientras, el marido de la otra mujer mostraba vehementemente su desacuerdo-. Pero -continuó mi padre, descargando el puño sobre la mesa-, si no podemos ser indulgentes se debe precisamente al hecho de que se trataba de nuestras mujeres. Si dejamos que los sentimientos personales influyan en nuestras decisiones, ¿qué diferencia habrá entre la nueva China y la vieja?» El cacique fue ejecutado.
Mi madre no pudo perdonar a mi padre por aquello. Pensaba que el hombre no debía morir debido a la gran cantidad de vidas que había salvado y a que mi padre, en particular, le «debía» una. En su opinión que, sin duda, habría sido compartida por la mayor parte de la gente, el proceder de mi padre constituía la prueba de que no la atesoraba, a diferencia de lo que había demostrado el marido de la otra mujer.
Apenas había concluido el juicio cuando el grupo de mi madre fue enviado a una nueva expedición. Aún se sentía sumamente mal debido a su estado, y vomitaba y se fatigaba constantemente. Había estado experimentando dolores abdominales desde que tuviera que correr a buscar refugio en el almiar. El marido de la otra mujer embarazada decidió que no iba a permitir a ésta que fuera de nuevo. «Protegeré a mi mujer embarazada -dijo- y a todas aquellas mujeres que lo estén. A ninguna mujer embarazada debería permitírsele arrostrar tales peligros.» Sin embargo, hubo de enfrentarse a la feroz oposición de la jefa de mi madre, la señora Mi, una campesina que había luchado con la guerrilla. Ninguna campesina -decía- hubiera soñado con permitirse un descanso por el hecho de estar embarazada. Aquellas mujeres, por el contrario, trabajaban hasta el momento del parto, y circulaban innumerables historias acerca de algunas que se habían cortado el cordón umbilical con una hoz y habían proseguido a continuación su labor. La señora Mi había parido a su propio hijo en un campo de batalla y se había visto obligada a abandonarlo allí mismo, ya que el llanto de un niño podría haber puesto en peligro a toda la unidad. Así, tras haber perdido a su hijo, parecía desear que las demás hubieran de correr una suerte parecida. Insistió en enviar de nuevo a mi madre, y para ello esgrimió un argumento notablemente persuasivo. En aquella época no se permitía la boda de ningún miembro del Partido, con la excepción de oficiales de rango relativamente superior (aquellos que alcanzaban la categoría de «28-7-regimiento-1»). Por ello, cualquier mujer embarazada debía necesariamente ser miembro de la élite. Si ellas no iban, ¿cómo podía el Partido convencer a las demás para que fueran? Mi padre se mostró de acuerdo con ella, y dijo a mi madre que debía ir.
A pesar del temor que sentía de abortar de nuevo, mi madre aceptó aquella decisión. Se sentía preparada para morir, pero había confiado en que mi padre se opondría a su partida… y en que así lo diría. De ese modo, habría sentido que había antepuesto su seguridad a otras consideraciones. Sin embargo, advirtió que mi padre, antes que nada, sentía lealtad hacia la revolución, lo que le produjo una amarga decepción.
Pasó varias semanas dolorosas y agotadoras caminando por colinas y montañas. Las escaramuzas eran cada vez más frecuentes. Casi todos los días llegaban noticias de otros grupos cuyos miembros habían sido torturados y asesinados por los bandidos. Se mostraban especialmente sádicos con las mujeres. Un día, el cadáver de una de las sobrinas de mi padre fue arrojado a las puertas de la ciudad: había sido violada y apuñalada, y tenía la vagina destrozada y ensangrentada. Otra joven fue asimismo capturada por la Brigada del Sable durante una escaramuza. Rodeados por los comunistas, los bandidos habían atado a la mujer y la habían ordenado gritar a sus camaradas que les permitieran escapar. Ella, por el contrario, había gritado: «¡Adelante, no os preocupéis por mí!» A cada uno de sus gritos, uno de los bandidos le había cortado un trozo de carne con un cuchillo. Había muerto horriblemente mutilada. Tras varios incidentes de aquel tipo, se decidió que las mujeres no debían volver a ser enviadas en expediciones de aprovisionamiento.
En Jinzhou, entretanto, mi abuela no había cesado de preocuparse por su hija. Tan pronto como le llegó carta de ella diciendo que había llegado a Yibin, decidió acudir para comprobar si se encontraba bien. En marzo de 1950, completamente sola, inició su Larga Marcha particular a través de China.
No sabía nada del resto de aquel inmenso país, e imaginaba que Sichuan no sólo era una región montañosa y aislada sino que también carecería de las necesidades cotidianas para la vida. Su primer instinto le impulsó a llevar consigo una gran cantidad de bienes de primera necesidad. Sin embargo, en el país continuaban las revueltas, y la ruta que había de seguir continuaba asolada por las luchas; se dio cuenta de que iba a tener que transportar su propio equipaje y, probablemente, caminar durante gran parte del trayecto, lo que resultaba sumamente difícil si se tenían los pies vendados. Por fin, decidió transportar tan sólo un pequeño petate que pudiera acarrear por sí misma.
Sus pies habían crecido desde que contrajera matrimonio con el doctor Xia. Tradicionalmente, los manchúes no eran dados al vendaje de pies, por lo que mi abuela se había despojado de sus ligaduras y había visto cómo sus pies crecían ligeramente. Aquel proceso fue casi tan doloroso como el vendaje inicial. Evidentemente, los huesos rotos no podían soldarse de nuevo, por lo que los pies no recuperaron su forma original sino que continuaron encogidos y tullidos. Mi abuela quería que tuvieran un aspecto normal, por lo que solía rellenar sus zapatos con algodón.
Antes de partir, Lin Xiao-xia -el hombre que la había llevado a la boda de mis padres- le entregó un documento en el que se certificaba que era madre de una revolucionaria; con aquel salvoconducto, las organizaciones del Partido que encontrara a lo largo del camino le suministrarían alimentos, alojamiento y dinero. Siguió prácticamente la misma ruta de mis padres. Parte del recorrido lo realizó en tren; a veces, viajaba en camiones y, cuando no había otro medio de transporte, caminaba. En cierta ocasión en que viajaba en un camión descubierto con otras mujeres y niños emparentados con familias comunistas, el camión se detuvo unos minutos para que los niños hicieran pipí. En ese instante, una lluvia de balas acribilló las planchas de madera que formaban uno de sus costados. Mi abuela se agachó en la parte trasera mientras las balas silbaban a escasos centímetros de su cabeza. Los guardias devolvieron el fuego con ametralladoras y lograron dominar a los atacantes, que resultaron ser soldados rezagados del Kuomintang. Mi abuela resultó ilesa, pero varios niños y guardias murieron.
Cuando llegó a Wuhan, una de las grandes ciudades de la China central, situada a unos dos tercios del camino, le dijeron que la siguiente etapa, que debería realizar en barco a lo largo del Yangtzé, no resultaba segura debido a los bandidos. Tendría que aguardar un mes hasta que la situación se tranquilizara. A pesar de ello, el barco que la transportó sufrió numerosos ataques desde las orillas. Se trataba de una embarcación bastante antigua, y la cubierta era lisa y descubierta por lo que los guardias edificaron con sacos de arena un muro protector de metro y pico de alto a babor y estribor. Lo dotaron de ranuras para sus propios fusiles, y parecía una fortaleza flotante. Cada vez que eran atacados, el capitán ponía los motores a toda máquina e intentaba salvar el ataque lo más aprisa posible mientras los guardias respondían al fuego desde sus troneras fortificadas. Mi abuela descendía a la bodega y aguardaba a que cesara el tiroteo.
En Yichang, cambió a una embarcación más pequeña y atravesó las gargantas del Yangtzé. En mayo se encontraba ya cerca de Yibin, en un barco cubierto por hojas de palma que navegaba apaciblemente, deslizándose entre las cristalinas ondas y la brisa impregnada del olor del azahar.
El barco navegaba río arriba impulsado por una docena de remeros. A medida que remaban, cantaban arias de óperas tradicionales de Sichuan e improvisaban canciones basadas en los nombres de las poblaciones que dejaban atrás, las leyendas de las colinas y los espíritus de los bosquecillos de bambú. También cantaban sobre sus estados de ánimo. Mi abuela se sintió sumamente divertida por las canciones amorosas que, con los ojos brillantes, solían cantar a una de las pasajeras. No podía entender la mayor parte de las expresiones que utilizaban debido a que hablaban en dialecto Sichuan, pero podía adivinar que contenían referencias al sexo por el modo en que los pasajeros reían a hurtadillas con placer y turbación. Ya había oído hablar de los habitantes de Sichuan, de los que se decía que eran tan sabrosos y picantes como su propia comida. Se sentía feliz. Ignoraba que mi madre se había encontrado varias veces al borde de la muerte, y tampoco sabía nada de su aborto.
Llegó a su destino a mediados de mayo. El viaje había durado más de dos meses. Mi madre, quien llevaba tiempo sintiéndose enferma y apesadumbrada, no cabía en sí de gozo al verla otra vez. Mi padre no se alegró tanto. Yibin representaba para él la primera vez que había estado solo con mi madre en una situación semiestable. Acababa, por así decirlo, de dejar a su suegra, y aquí estaba de nuevo cuando él confiaba en tenerla a mil quinietos kilómetros de distancia. Era perfectamente consciente de que él nunca podría igualar los lazos que existían entre, madre e hija.
Mi madre hervía de rencor contra mi padre. Desde que se había agudizado la amenaza de los bandidos, se había reinstaurado un sistema de vida cuasi militar. Por otra parte, apenas pasaban noches juntos debido a los frecuentes desplazamientos de ambos. Mi padre estaba de viaje la mayor parte del tiempo, investigando las condiciones de vida en las zonas rurales, escuchando las quejas de los campesinos y resolviendo toda clase de problemas, entre los que destacaba el del suministro de alimentos. Incluso cuando estaba en Yibin, mi madre solía quedarse trabajando hasta tarde en la oficina. En resumen, se veían cada vez menos y comenzaban a distanciarse de nuevo.
La llegada de mi abuela reabrió las viejas heridas. Se le asignó una habitación en el patio en el que vivían mis padres. En aquellos días, los funcionarios vivían de un sistema de subsidio general llamado gong-ji-zhi. No recibían salario alguno, pero el Estado les proporcionaba alojamiento, comida y ropa a la vez que se ocupaba de sus necesidades diarias. A ello añadía una mínima cantidad en metálico, igual que en el Ejército. Todo el mundo debía comer en cantinas en las que la comida era escasa y poco apetitosa. No se permitía a nadie cocinar en casa, incluso si disponía de una fuente alternativa de ingresos.
Cuando mi abuela llegó, comenzó a vender parte de sus joyas para comprar comida en el mercado. Tenía especial empeño en cocinar para mi madre, ya que, tradicionalmente, se consideraba imprescindible que las mujeres embarazadas comieran bien. Sin embargo, no tardaron en llegar quejas de la señora Mi, quien afirmaba que mi madre era una burguesa que obtenía un trato especial y consumía preciosos combustibles, tales como la comida, que otros habían de recolectar en el campo. También se la criticaba calificándola de mimada: la presencia de su madre era perjudicial para su reeducación. Mi padre realizó una autocrítica frente a la organización del Partido y ordenó a mi abuela que dejara de cocinar en casa. Aquello disgustó tanto a ella como a mi madre. «¿Acaso eres incapaz de defenderme aunque sólo sea por una vez? -dijo mi madre con amargura-. ¡El niño que llevo dentro es tan tuyo como mío, y necesita alimento!» Por fin, mi padre cedió en parte: mi abuela podría cocinar en casa dos veces a la semana, pero no más. Incluso aquello equivalía a una violación de las normas, dijo.
Por fin, resultó que mi abuela estaba violando una norma aún más importante. Tan sólo a los funcionarios de cierto rango les estaba permitido tener a sus parientes viviendo con ellos, y mi madre no alcanzaba dicha categoría. Dado que nadie recibía salario alguno, el Estado era el responsable de alimentar a aquellos que dependían de él, y procuraba que su cifra no se disparara. A ello se debía que mi padre permitiera que fuera la tía Jun-ying quien mantuviera a su madre. Mi madre señaló que la abuela no tenía por qué constituir una carga para el Estado, ya que poseía suficientes joyas como para mantenerse a sí misma, y además había sido invitada a quedarse en casa de la tía Jun-ying. La señora Mi dijo que mi abuela no tenía por qué estar allí en primer lugar y que debía regresar a Manchuria. Mi padre se mostró de acuerdo.
Mi madre discutió acaloradamente con él, pero él dijo que las normas eran las normas, y que personalmente haría lo posible para que éstas se observaran. En la antigua China, uno de los principales vicios había sido el hecho de que los poderosos se hallaban por encima de las normas, por lo que uno de los pilares fundamentales de la revolución comunista era que los funcionarios debían someterse a ellas al igual que todos los demás. Mi madre se echó a llorar. Tenía miedo de abortar de nuevo. ¿No querría mi padre tener en cuenta su seguridad y permitir que mi abuela se quedara hasta después del parto? Él continuó negándose. «La corrupción empieza siempre con detalles pequeños como éste. Éstas son la clase de cosas que pueden acabar desgastando nuestra revolución.» Mi madre no halló ningún argumento que pudiera convencerle. No tiene sentimientos, pensó. No antepone mis intereses. No me ama.
Mi abuela hubo de partir, cosa que mi madre jamás habría de perdonar a mi padre. La anciana había pasado con su hija poco más de un mes después de pasar dos meses viajando a través de China con grave riesgo de su vida. Le asustaba la posibilidad de que mi madre pudiera abortar de nuevo, y no confiaba en los servicios médicos de Yibin. Antes de marcharse, fue a ver a mi tía Jun-ying y la saludó con un solemne kowtow, diciendo que dejaba a mi madre a su cargo. Mi tía también se sentía apesadumbrada. Estaba preocupada por mi madre, y hubiera querido que la abuela estuviera allí durante el parto. Intercedió por ella ante su hermano, pero éste no se dejó conmover.
Con el corazón lleno de amargura y los ojos llenos de amargas lágrimas, mi abuela descendió lentamente hasta el muelle en compañía de mi madre, dispuesta a abordar el pequeño barquichuelo que habría de transportarla de nuevo Yangtzé abajo como inicio del largo e incierto viaje de regreso a Manchuria. Mi madre permaneció en la orilla, agitando la mano mientras la embarcación desaparecía entre la niebla y preguntándose si volvería a ver alguna vez a su madre.
Julio de 1950. Para mi madre, el período provisional de un año de pertenencia al Partido tocaba a su fin, y su célula la sometía constantemente a severos interrogatorios. Sólo poseía tres miembros: mi madre, el guardaespaldas de mi padre y la jefa de mi madre, la señora Mi. Había tan pocos miembros del Partido en Yibin que aquellos tres habían terminado por unirse de un modo un tanto incongruente. Los otros dos, ambos miembros reconocidos, se inclinaban por rechazar la solicitud de mi madre, pero no se decidían a emitir una negativa abierta. Se limitaban a interrogarla y a forzarla a realizar interminables autocríticas.
Por cada autocrítica, surgían numerosas críticas nuevas. Los dos camaradas de mi madre insistían en que se había comportado de un modo «burgués». Decían que no había querido salir al campo para contribuir al aprovisionamiento; cuando mi madre señaló que sí había acudido -de acuerdo con los deseos del Partido- respondieron: «Ah, pero ése no era tu deseo.» Luego, la acusaron de haber disfrutado de una alimentación privilegiada -y, por si fuera poco, cocinada en casa por su madre- y de haber sucumbido a la enfermedad más que la mayoría de las mujeres embarazadas. La señora Mi también la criticó debido al hecho de que su madre había fabricado ropas para el bebé. «¿Quién ha oído nunca que un bebé haya de vestir ropas nuevas? -dijo-. ¡Qué derroche tan burgués! ¿Por qué no puede arropar a la criatura con trapos viejos como todo el mundo?» El hecho de que mi madre hubiera dejado traslucir su tristeza ante la partida de mi abuela fue considerado como la prueba definitiva de que «anteponía la familia», algo considerado un grave delito.
El verano de 1950 fue el más caluroso que se recordaba; la atmósfera se hallaba impregnada de humedad y las temperaturas alcanzaban los cuarenta grados. Mi madre había mantenido la costumbre de lavarse a diario, y también hubo de recibir críticas por ello. Los campesinos -especialmente los del Norte, de donde procedía la señora Mi- se lavaban muy rara vez debido a la escasez de agua. En la guerrilla, los hombres y las mujeres solían competir para ver quién tenía más insectos revolucionarios (piojos). La higiene se consideraba algo antiproletario. Cuando el húmedo verano dio paso al fresco otoño, el guardaespaldas de mi padre descargó sobre ella una nueva acusación: mi madre «se estaba comportando como una de las altas damas de los oficiales del Kuomintang» debido a que había utilizado el agua caliente sobrante del lavado de mi padre. En aquella época, existía una norma destinada a ahorrar combustible que dictaba que tan sólo los oficiales de cierto rango tenían derecho a lavarse con agua caliente. Mi padre entraba dentro de dicho grupo, pero mi madre no. Las mujeres de la familia de mi padre le habían advertido seriamente que no tocara el agua fría cuando se acercara el momento del parto. Tras la crítica del guardaespaldas, mi padre dejó de permitir que mi madre utilizará su agua. Ésta sentía ganas de gritarle por no ponerse de su parte contra las interminables intromisiones que había de sufrir en los procesos más irrelevantes de su vida cotidiana.
El continuo entrometimiento del Partido en las vidas de las personas constituía la base fundamental del proceso conocido como «reforma del pensamiento». Mao no sólo perseguía una absoluta disciplina externa sino también el total sometimiento de los pensamientos del individuo, ya fueran profundos o no. Todas las semanas, aquellos que se encontraban «en la revolución» celebraban una reunión destinada al «examen del pensamiento». Todos habían de criticarse a sí mismos por haber concebido pensamientos incorrectos y eran posteriormente criticados por los demás. Las reuniones tendían a verse dominadas por personas soberbias y mezquinas que utilizaban a los asistentes para descargar sus envidias y frustraciones; la gente de origen campesino solía utilizarles para atacar a quienes procedían de un pasado «burgués». La idea era que la gente debía reformarse para parecerse más a los campesinos, porque la revolución comunista era esencialmente una revolución campesina. Este proceso estimulaba los sentimientos de culpabilidad de las personas ilustradas: habían vivido mejor que los campesinos, y ello era un hecho que debían subrayar en sus autocríticas.
Las reuniones representaban un importante medio de control para el Partido. Consumían el tiempo libre de la gente y eliminaban la esfera privada. La mezquindad que las dominaba se justificaba aduciendo que la investigación de los detalles personales proporcionaba un modo de asegurar una limpieza espiritual profunda. De hecho, la mezquindad constituía una de las principales características de una revolución en la que se estimulaban el entrometimiento y la ignorancia, y la envidia se vio incorporada al sistema de control. La célula de mi madre la interrogó semana tras semana, mes tras mes, intentando extraer de ella interminables autocríticas.
Ella se vio obligada a consentir aquel proceso agotador. La vida de un revolucionario carecía de sentido si el Partido lo rechazaba. Era como la excomunión para un católico. Por otra parte, no era sino el procedimiento habitual. Mi padre lo había atravesado y lo había aceptado como parte de las exigencias necesarias para «unirse a la revolución». De hecho, aún lo soportaba. El Partido nunca había ocultado el hecho de que se trataba de un proceso doloroso, y él le dijo a ella que debía considerar su angustia como algo normal.
Al concluir todo aquello, los dos camaradas de mi madre votaron en contra de su admisión en el Partido, y ella cayó en una profunda depresión. Se había volcado a la revolución, y no lograba aceptar la idea de que la revolución no la aceptara a ella. Resultaba especialmente mortificante el hecho de pensar que no podía unirse por completo a la misma a causa de motivos completamente mezquinos e irrelevantes decididos por dos personas cuyo modo de pensar parecía estar a años luz de lo que ella había imaginado que era la ideología del Partido. Se le estaba manteniendo apartada de una organización progresista por culpa de gente retrógrada, y sin embargo la revolución parecía estar diciéndole que era ella quien obraba mal. En los resquicios de su mente anidaba otro argumento más práctico que ni siquiera osaba mencionarse a sí misma: resultaba vital ingresar en el Partido, ya que de otro modo se vería condenada al desdoro y al ostracismo.
Con estos pensamientos bullendo en su mente, comenzó a sentir que el mundo entero la atacaba. Temía ver a la gente, y pasaba sola tanto tiempo como podía, llorando para sí. Incluso aquello debía ocultar, ya que se hubiera considerado como una falta de fe en la revolución. Descubrió que no podía culpar al Partido, el cual -en su opinión- aún conservaba la razón, por lo que pasó a culpar a mi padre, primero por dejarla embarazada y, después, por no apoyarla cuando se veía atacada y rechazada. En numerosas ocasiones se paseó a lo largo del muelle, observando las lodosas aguas del Yangtzé, y otras tantas pensó en suicidarse para castigarle, imaginándoselo lleno de remordimientos cuando descubriera que se había matado.
La recomendación de su célula tenía que ser aprobada por una autoridad superior consistente en tres intelectuales de mentes abiertas. Todos ellos pensaron que mi madre había sido tratada injustamente, pero las normas del Partido hacían que no fuera fácil cuestionar la recomendación de la célula. Así pues, la decisión fue aplazada. Ello no resultaba difícil, ya que rara vez coincidían los tres a la vez en un mismo lugar. Al igual que mi padre y el resto de los oficiales masculinos, solían hallarse ausentes en diversas partes del condado, recolectando alimentos y luchando contra los bandidos. Sabiendo que Yibin apenas contaba con defensa alguna y desesperados por el hecho de que todas sus rutas de escape -tanto hacia Taiwan como hacia Indochina y Burma a través de Yunnan- estuvieran cortadas, un considerable ejército de grupos aislados del Kuomintang, terratenientes y bandidos puso sitio a la ciudad. Durante algún tiempo, pareció como si ésta fuera a sucumbir. Mi padre se apresuró a regresar del campo tan pronto como oyó hablar del asedio.
La campiña comenzaba nada más salir de las murallas, y la vegetación llegaba a pocos metros de la puerta. Utilizándola como camuflaje, los atacantes lograron alcanzar las murallas y comenzaron a asaltar la puerta norte con enormes arietes. En vanguardia combatía la Brigada del Sable, compuesta en gran parte por campesinos desarmados que habían bebido «agua sagrada» y se creían, por ello, inmunes a las balas. Tras ellos, avanzaban los soldados del Kuomintang. Al principio, el jefe del Ejército comunista intentó dirigir el fuego al Kuomintang, y no a los campesinos, a quienes confiaba en asustar lo bastante como para lograr su retirada.
Aunque mi madre estaba embarazada de siete meses, se unió al resto de las mujeres que llevaban agua y comida a los defensores de las murallas y transportaban a los heridos a retaguardia. Se comportó con gran valentía. Al cabo de una semana aproximadamente, los atacantes abandonaron el asedio y los comunistas contraatacaron y eliminaron prácticamente la totalidad de la resistencia armada de la región de una vez por todas.
Inmediatamente después de aquello comenzó la reforma agraria en la región de Yibin. Aquel verano, los comunistas habían propuesto una ley que constituía la clave de su programa para la transformación de China. El concepto básico, que ellos denominaban «el regreso de la tierra a casa», consistía en redistribuir todas las tierras de labranza, los animales de tiro y las casas de tal modo que todo granjero poseyera aproximadamente la misma cantidad de tierras. A los terratenientes se les permitiría conservar una parcela en las mismas condiciones que a todos los demás. Mi padre fue una de las personas encargadas de implementar el programa. Mi madre fue excusada de trasladarse a los pueblos debido a su avanzado estado de gestación.
Yibin era una zona rica. Un dicho local afirmaba que con un año de trabajo los campesinos podían vivir fácilmente dos. Sin embargo, tantas décadas de guerras incesantes habían terminado por devastar la tierra, a lo que había que añadir los fuertes impuestos recaudados para la lucha y para los ocho años de guerra contra Japón. El latrocinio había aumentado al trasladar Chiang Kai-shek su capital de guerra a Sichuan, y los funcionarios y politicastros corruptos se habían abatido sobre la provincia. La gota que colmó el vaso había llegado cuando el Kuomintang convirtió Sichuan en su reducto final en 1949 y aplicó unos impuestos exorbitantes antes de la llegada de los comunistas. Todo aquello, unido a la codicia de los terratenientes, había logrado sumir a tan rica provincia en una abrumadora pobreza. El ochenta por ciento de los campesinos carecían de lo suficiente para alimentar a sus familias. Si la cosecha se perdía, muchos de ellos se veían reducidos a nutrirse con hierbas y hojas de batatas, alimento que normalmente se arrojaba a los cerdos. La penuria se extendía por doquier, y la esperanza de vida apenas alcanzaba los cuarenta años. La miseria en que se hallaban sumidas tan ricas tierras había sido uno de los primeros motivos por los que mi padre se sintió atraído por el comunismo.
En Yibin, la reforma agraria se desarrolló de modo casi incruento, en gran parte debido a que los terratenientes más feroces ya habían participado en las rebeliones que estallaron durante los primeros nueve meses de gobierno comunista y casi todos habían perecido en combate o habían sido ejecutados. Sin embargo, sí hubo algunos episodios violentos. En uno de estos casos, un miembro del Partido violó a todas las mujeres de la familia de un terrateniente y a continuación las mutiló cortándoles los pechos. Mi padre ordenó que fuera ejecutado.
Un grupo de bandidos había capturado a un joven comunista, un graduado universitario que había salido al campo en busca de comida. El jefe de la banda ordenó que fuera cortado por la mitad. Más tarde, fue capturado y apaleado hasta morir por uno de los líderes comunistas de la reforma agraria que había sido amigo del hombre asesinado. A continuación, el líder arrancó el corazón del jefe de los bandidos y lo devoró para demostrar su venganza. Mi padre ordenó que fuera relevado de su puesto, pero no fusilado. Argumentó que, si bien había cometido una atrocidad, la víctima no había sido una persona inocente, sino un asesino que, además, se contaba entre los más crueles.
La reforma agraria tardó un año en completarse. En la mayoría de los casos, lo peor que les ocurrió a los terratenientes fue la pérdida de la mayor parte de sus tierras y haciendas. Los así llamados terratenientes progresistas -aquellos que no se habían unido a la rebelión armada o que incluso habían colaborado con la clandestinidad comunista- fueron bien tratados. Mis padres tenían amigos cuyas familias eran terratenientes locales y a cuyas viejas haciendas habían acudido en ocasiones a cenar antes de que fueran confiscadas y repartidas entre los campesinos.
Mi padre se mostraba completamente absorto por su trabajo, y no se encontraba en la ciudad el 8 de noviembre, día en que mi madre dio a luz a su primer hijo: una niña. Dado que el doctor Xia había dado a mi madre el nombre De-hong, en el que se incorporaba el carácter correspondiente a «cisne salvaje» (Hong) acompañado del apellido generacional (De), mi padre llamó a mi hermana Xiao-hong, que significa «parecida» (Xiao) a mi madre. Siete días después del nacimiento de mí hermana, la tía Jun-ying hizo trasladar a mi madre desde el hospital a casa de los Chang en una litera de bambú transportada por dos hombres. Cuando mi padre regresó, pocas semanas después, dijo a mi madre que como comunista no debiera haber permitido que otro ser humano la transportara. Ella repuso que lo había hecho debido a que, de acuerdo con la sabiduría tradicional, las mujeres no debían caminar hasta transcurridos unos cuantos días después del parto. A ello respondió mi padre: «¿Y qué hay de las campesinas que tienen que seguir trabajando en el campo nada más dar a luz?»
Mi madre continuaba sumida en una profunda depresión. Ignoraba si podía permanecer en el Partido o no. Incapaz de descargar su ira sobre mi padre o el Partido, terminó culpando a su hijita de su desdicha. Cuatro días después de regresar del hospital, mi hermana se pasó una noche entera llorando. Mi madre, al borde de un ataque de nervios, acabó gritándole y propinándole unos fuertes cachetes. La tía Jun-ying, que dormía en la habitación contigua, entró corriendo y dijo: «Estás agotada. Permíteme que cuide de ella.» A partir de entonces, fue mi tía quien cuidó a mi hermana. Cuando mi madre regresó a su propia vivienda unas cuantas semanas después, mi hermana se quedó con la tía Jun-ying en el hogar familiar.
Mi madre ha recordado hasta hoy con arrepentimiento y amargura la noche en que golpeó a mi hermana. Xiao-hong solía esconderse cuando mi madre acudía a visitarla, y -en una trágica inversión de lo que le había ocurrido a ella de niña en la mansión del general Xue- ésta no permitía a la niña que la llamara «madre».
Mi tía encontró un ama de cría para mi hermana. Según el sistema de subsidios, el Estado pagaba un ama de cría por cada niño recién nacido en la familia de un oficial, a la vez que proporcionaba revisiones médicas gratuitas para dichas nodrizas, consideradas empleadas del Estado. No eran sirvientas, y ni siquiera tenían que lavar pañales. El Estado podía permitirse el lujo de pagarlas debido a que, según las normas del Partido que afectaban a los miembros de la revolución, los únicos autorizados para contraer matrimonio eran los funcionarios de alto rango, y éstos apenas producían descendencia.
La nodriza tendría apenas veinte años, y su propio hijo había nacido muerto. Se había casado con un miembro de una familia de terratenientes que para entonces había perdido los ingresos que antaño les proporcionara la tierra. No quería trabajar como campesina, pero quería permanecer con su marido, quien enseñaba y vivía en la ciudad de Yibin. A través de amigos comunes, se puso en contacto con mi tía y entró a vivir en casa de la familia Chang en compañía de su marido.
Poco a poco, mi madre comenzó a salir de su depresión. Tras el parto, se le permitió disfrutar de treinta días de vacaciones reglamentarias que pasó con su suegra y la tía Jun-ying. Sin embargo, cuando regresó al trabajo se trasladó a un nuevo puesto en la Liga de Juventudes Comunistas de la ciudad de Yibin, a la sazón ocupada en una absoluta reorganización de la región. La región de Yibin, que ocupa un área de unos diecinueve mil quinientos kilómetros cuadrados y cuenta con una población de más de dos millones de personas, fue nuevamente dividida en nueve condados rurales y una ciudad, Yibin. Mi padre se convirtió en miembro del comité de cuatro personas que gobernaba la totalidad de la región, así como en jefe del Departamento de Asuntos Públicos de la misma.
Aquella reorganización supuso el traslado de la señora Mi y la llegada de una nueva superiora para mi madre: la Jefa del Departamento de Asuntos Públicos de la ciudad de Yibin, bajo cuyo control se hallaba la Liga de las Juventudes. A pesar de las normas formales, la personalidad del superior resultaba para cualquier persona mucho más importante en la China comunista que en Occidente. La actitud del jefe es la actitud del Partido. El hecho de tener un jefe agradable puede suponer una diferencia esencial en la vida de cada uno.
La nueva jefa de mi madre era una mujer llamada Zhang Xi-ting. Tanto ella como su marido habían pertenecido a una unidad militar que formaba parte de las fuerzas encargadas de conquistar el Tíbet en 1950. Sichuan representaba el estacionamiento previo de las fuerzas destinadas a dicha región, que los chinos han consideraban poco menos que el quinto pino. Ambos habían solicitado ser licenciados y, en su lugar, habían sido enviados a Yibin. El marido de Zhang Xi-ting se llamaba Liu Jie-ting. Había cambiado su nombre a Jie-ting («Unido a Ting») como prueba de la admiración que sentía por su mujer. La pareja llegó a ser conocida como «los dos Tings».
En primavera, mi madre fue ascendida a Jefa de la Liga de Juventudes, un puesto importante para una mujer que aún no había cumplido los veinte años de edad. Para entonces, ya había recobrado su equilibrio y gran parte de su antigua vitalidad. Tal era, pues, la atmósfera en la que fui concebida, en junio de 1951.