Esta vez mi hogar no me sirvió de consuelo. Mis padres parecían ausentes, y apenas repararon en mi presencia. Mi padre caminaba sin cesar de un lado a otro del apartamento o bien se encerraba en su estudio. Mi madre se dedicaba a arrojar un cesto de papeles arrugados tras otro a la estufa de la cocina. También mi abuela parecía esperar la llegada de un desastre inminente. Su mirada intensa y llena de ansiedad permanecía fija en mis padres. Yo, atemorizada, me limitaba a observarles sin atreverme a preguntar qué ocurría.
Mis padres no me dijeron nada acerca de una conversación que habían mantenido pocas tardes atrás. Se habían sentado frente a una ventana abierta junto a la cual un altavoz atado a una farola atronaba con interminables citas de Mao, especialmente una de ellas referente al carácter violento por definición de todas las revoluciones: al «salvaje tumulto de una clase que derroca a otra». Las citas eran entonadas una y otra vez con un tono chillón que a algunos inspiraba miedo y a otros excitación. De vez en cuando se anunciaban nuevas victorias alcanzadas por la Guardia Roja: había asaltado más y más casas de los «enemigos de clase» y había «aplastado las cabezas de sus perros».
Mi padre, contemplando el resplandeciente ocaso, se había vuelto hacia mi madre y había dicho lentamente: «No comprendo la Revolución Cultural, pero estoy seguro de que se está produciendo una espantosa equivocación. No hay principio marxista ni comunista que pueda justificar esta revolución. La gente ha perdido sus derechos básicos y su protección. Todo esto es incalificable. Yo, que soy comunista, tengo el deber de impedir un desastre cada vez mayor. Debo escribir a los líderes del Partido. Debo escribir al presidente Mao.»
En China no existía prácticamente cauce alguno del que la gente pudiera servirse para expresar una protesta o influir con su opinión en la política. La única posibilidad consistía en apelar a los líderes supremos. En aquel caso en particular, tan sólo Mao podía cambiar la situación. Independientemente de lo que mi padre pensara o supusiera acerca del papel de Mao, lo único que podía hacer era escribirle.
La experiencia decía a mi madre que protestar era sumamente peligroso. Tanto aquellos que lo habían hecho como sus familias habían sufrido severas represalias. Durante largo rato, guardó silencio mientras contemplaba el cielo encendido y distante e intentaba controlar la angustia, la ira y la frustración que sentía.
– ¿Por qué quieres ser como la polilla que se precipita al fuego? -preguntó por fin.
Mi padre repuso:
– Éste no es un fuego ordinario. Se trata de la vida y la muerte de mucha gente. Esta vez debo hacer algo.
Mi madre exclamó, exasperada:
– ¡De acuerdo! No temes por ti mismo. No te preocupa tu mujer. Eso puedo aceptarlo, pero, ¿qué me dices de nuestros hijos? Sabes muy bien lo que les ocurrirá si tú tienes problemas. ¿Acaso quieres que se conviertan en «negros»?
Mi padre, hablando con tono reflexivo, como si intentara persuadirse a sí mismo, dijo:
– Todo hombre ama a sus hijos. Sabes bien que antes de abalanzarse sobre su presa, el tigre siempre vuelve la mirada atrás para asegurarse de que sus crías están bien. Si una bestia devoradora de hombres tiene esos sentimientos, imagínate cómo serán los de un ser humano. Pero un comunista tiene que ser algo más que eso. Tiene que pensar en los demás niños. ¿Qué pasa con los hijos de las víctimas?
Mi madre se puso en pie y se alejó. Era inútil. Cuando estuvo sola, rompió a sollozar amargamente.
Mi padre comenzó a escribir su carta, rompiendo un borrador tras otro. Siempre había sido un perfeccionista, y una carta al presidente Mao no era cosa de broma. No sólo tenía que formular exactamente aquello que quería decir sino que tenía que intentar minimizar sus posibles consecuencias, especialmente las que pudiera sufrir su familia. En otras palabras, sus críticas no debían aparecer como tales. No podía correr el riesgo de ofender a Mao.
Mi padre había comenzado a pensar en su carta en el mes de junio. Varios de sus amigos habían sucumbido ya a la caza de chivos expiatorios, y él había pensado en defenderles, aunque sus planes siempre se habían visto superados por los acontecimientos. Entre otras cosas, habían surgido cada vez más señales que indicaban que él mismo estaba a punto de convertirse en la próxima víctima. Un día, mi madre había visto un enorme cartel callejero instalado en el centro de Chengdu en el que se le atacaba por su nombre, calificándole de «oponente número uno de la Revolución Cultural en Sichuan». Dicha afirmación se basaba en dos acusaciones: el invierno anterior se había resistido a imprimir el artículo que denunciaba las obras del Mandarín Ming y que había constituido el llamamiento original de Mao a la Revolución Cultural; además, había esbozado el «Documento de Abril», en el que se rechazaban las persecuciones y se intentaba limitar la Revolución Cultural a un debate no político.
Cuando mi madre habló a mi padre del cartel, éste respondió inmediatamente que aquello era obra de los líderes provinciales del Partido. Las dos cosas de las que le acusaban tan sólo eran conocidas para un pequeño círculo de las altas esferas. Estaba convencido de que habían decidido que fuera él la próxima cabeza de turco, así como del motivo. Los estudiantes de las universidades de Chengdu estaban comenzando a dirigir su ofensiva hacia los líderes provinciales. La Revolución Cultural proporcionaba más información a los universitarios que a los alumnos de enseñanza media, y había revelado a los primeros que el auténtico objetivo de Mao era la destrucción de los seguidores del capitalismo, esto es, de los funcionarios comunistas. Por lo general, los universitarios no eran hijos de altos funcionarios, ya que la mayoría de éstos no se habían casado hasta después de la fundación de la República Popular en 1949, y aún no tenían hijos en edad universitaria. Así, dado que ello no se enfrentaba con sus intereses, los estudiantes se mostraron encantados de trasladar sus ataques a los funcionarios.
Las autoridades de Sichuan se habían visto indignadas por la violencia cometida por los jóvenes de enseñanza media, pero los estudiantes universitarios les producían auténtico pánico. Comprendieron que tenían que hallar un chivo expiatorio importante para aplacarles. Mi padre era uno de los máximos funcionarios en el campo de la cultura, la cual constituía uno de los principales objetivos de la Revolución Cultural. Asimismo, tenía la reputación de ser un hombre fiel a sus principios, por lo que decidieron que podían pasar sin él en un momento en el que lo que se exigía era obediencia y unanimidad.
La difícil situación de mi padre no tardó en confirmarse. El 26 de agosto se le pidió que asistiera a una asamblea para los estudiantes de la Universidad de Sichuan, la más prestigiosa de la provincia. Éstos, tras descargar sus ataques sobre el rector y los miembros más antiguos del profesorado, habían decidido elevar el punto de mira hacia los funcionarios provinciales del Partido. Teóricamente, el propósito de la asamblea era que los líderes provinciales escucharan las quejas de los estudiantes. El comisario Li tomó asiento en el escenario en compañía de todo el círculo de funcionarios superiores del Partido. El enorme auditorio, considerado el mayor de Chengdu, estaba abarrotado.
Los estudiantes habían acudido a la asamblea dispuestos a armar jaleo, y la sala no tardó en ser escenario de un tumulto en el que los estudiantes, gritando consignas y agitando banderas, saltaban al escenario en un intento de hacerse con el micrófono. Aunque mi padre no era el presidente de la mesa, se le dijo que se encargara de controlar la situación. Mientras estaba ocupado enfrentándose a los estudiantes, el resto de los funcionarios del Partido se marcharon.
Mi padre gritó: «¿Sois estudiantes inteligentes o matones? ¿Estáis dispuestos a razonar?» En China, por lo general, los funcionarios solían mantener una actitud impasible acorde con su categoría, pero mi padre había comenzado a vociferar como ellos. Desgraciadamente, su naturalidad no logró impresionarles y hubo de partir entre un griterío de consignas. Inmediatamente después, comenzaron a aparecer enormes carteles callejeros en los que se le describía como el más obstinado seguidor del capitalismo a la vez que como el intransigente que se opone a la Revolución Cultural.
Aquella asamblea señaló un hito del que se sirvieron los guardias rojos de la Universidad de Sichuan para bautizar su propio grupo con el nombre de «26 de agosto». Dicha organización había de convertirse en el núcleo de un bloque provincial integrado por millones de personas, así como en la fuerza principal de la Revolución Cultural en Sichuan.
Después de aquella asamblea, las autoridades provinciales ordenaron a mi padre que no abandonara nuestro apartamento bajo ninguna circunstancia, añadiendo que era por su propia seguridad. Mi padre era consciente de que primero le habían presentado deliberadamente como objetivo de los estudiantes y ahora le confinaban a lo que era prácticamente una situación de arresto domiciliario. Añadió su inminente situación de víctima a la carta de Mao, y una noche, con lágrimas en los ojos, pidió a mi madre que la llevara a Pekín ahora que él había perdido su libertad.
Mi madre nunca había querido que escribiera la carta, pero entonces cambió de opinión. Lo que inclinó la balanza fue el hecho de que mi padre estaba siendo convertido en una víctima. Ello significaba que sus hijos adquirirían la categoría de negros, y mi madre sabía muy bien lo que eso significaba. Su única posibilidad, por remota que fuera, de salvar a su esposo y a sus hijos consistía en viajar a Pekín y apelar a los líderes supremos. Prometió llevar la carta.
El último día del mes de agosto, desperté de una siesta agitada por un ruido procedente de las habitaciones de mis padres. De puntillas, me acerqué a la puerta entreabierta de su despacho. Mi padre se encontraba de pie en el centro de la habitación, rodeado por varias personas a quienes reconocí como miembros de su departamento. En lugar de sus habituales sonrisas aduladoras, mostraban todos una expresión sombría. Mi padre decía:
– ¿Querrían transmitir mi agradecimiento a las autoridades provinciales? Aprecio sinceramente su interés, pero prefiero no ocultarme. Un comunista no debe tener miedo de los estudiantes.
Hablaba con voz tranquila, pero se adivinaba en ella una sombra de emoción que me asustó. A continuación oí a un hombre que, a juzgar por su voz, debía de ser alguien importante, diciendo en tono amenazador:
– Pero director Chang, sin duda el Partido sabe lo que hace. Los estudiantes universitarios le están atacando, y pueden llegar a mostrarse violentos. El Partido piensa que debería estar sometido a protección. Es su decisión. Como bien sabe usted, un comunista debe obedecer las decisiones del Partido de un modo incondicional.
Tras un intervalo de silencio, mi padre dijo en voz baja:
– Obedezco la decisión del Partido. Iré con ustedes.
– Pero, ¿adonde? -oí que preguntaba mi madre.
Y, a continuación, la voz impaciente de otro hombre:
– Las instrucciones del Partido son: no debe saberlo nadie.
Al salir de su despacho, mi padre me vio y me cogió de la mano.
– Tu padre se marcha por un tiempo -dijo-. Compórtate como una buena chica con tu madre.
Mi madre y yo le acompañamos hasta la puerta lateral del complejo. A ambos lados del largo sendero se alineaban los miembros de su departamento. Mi corazón latía apresuradamente, y sentía las piernas como si fueran de algodón. Mi padre se hallaba en un estado de gran agitación. Su mano temblaba al asir la mía, y yo se la acaricié con la otra.
Frente a la verja había un automóvil aparcado. Alguien mantenía la portezuela abierta para que entrara. En el interior había dos hombres; uno en el asiento delantero y otro en la parte trasera. Mi madre mostraba las facciones tensas, pero conservaba la calma. Miró a mi padre a los ojos y dijo: «No te preocupes. Lo haré.» Sin abrazarnos a ninguna de las dos, mi padre partió. Los chinos apenas dan muestras físicas de afecto en público, ni siquiera en ocasiones extraordinarias.
Dado que todo había sido disfrazado como una medida de protección, yo no me di cuenta entonces de que mi padre estaba siendo mantenido bajo custodia. A mis catorce años, aún no había aprendido a descifrar la hipocresía del estilo del régimen. Lo tortuoso del procedimiento obedecía al hecho de que las autoridades aún no habían decidido qué hacer con mi padre. Como en la mayoría de aquellos casos, la policía no había desempeñado papel alguno. Las personas que habían acudido para llevarse a mi padre eran miembros de su departamento dotados de una autorización verbal del Comité Provincial del Partido.
Tan pronto como mi padre hubo partido, mi madre arrojó unas cuantas prendas en una maleta y nos dijo que salía hacia Pekín. La carta de mi padre aún conservaba su forma de borrador, con alteraciones y partes garabateadas. Tan pronto como había visto llegar al grupo de colaboradores se la había entregado apresuradamente a mi madre.
Mi abuela estrechó entre sus brazos a mi hermano Xiao-fang, de cuatro años de edad, y se echó a llorar. Yo dije que quería acompañar a mi madre a la estación. No había tiempo para esperar un taxi, por lo que saltamos al interior de un triciclo-taxi.
Me sentía confundida y atemorizada. Mi madre no me explicó lo que sucedía. Mostraba un aspecto tenso y preocupado, y parecía abstraída en sus pensamientos. Cuando le pregunté qué pasaba, repuso brevemente que ya lo sabría a su debido tiempo, y yo no insistí. Presumí que debía de juzgar el tema demasiado complicado para explicármelo, y ya estaba acostumbrada a que me dijeran que era demasiado joven para saber ciertas cosas. Asimismo, parecía demasiado ocupada estudiando la situación y planeando sus próximos pasos, y no deseaba distraerla. Lo que entonces ignoraba es que ella misma estaba librando su propia batalla por comprender aquella confusa situación.
Ambas permanecimos en silencio durante el trayecto. Mi madre mantenía asida mi mano con la suya, sin dejar de mirar por encima del hombro: sabía que las autoridades no querrían que viajara a Pekín, y si me había dejado ir con ella era para que fuera testigo de cualquier cosa que pudiera ocurrir. Al llegar a la estación, adquirió un «asiento duro» para el siguiente tren con destino a Pekín. No salía hasta el amanecer, por lo que ambas nos instalamos en la sala de espera, una especie de cobertizo sin paredes.
Me acurruqué contra ella, dispuesta a soportar las largas horas de espera que nos aguardaban. En silencio, contemplamos cómo descendía la oscuridad sobre la plaza de cemento que se extendía frente a la estación. Las bombillas de las escasas farolas de madera arrojaban una luz pálida y mortecina que se reflejaba en los charcos formados por la fuerte tormenta que se había abatido sobre la ciudad aquella mañana. Sentía frío, abrigada como estaba tan sólo por mi blusa de verano. Mi madre me arropó con su gabardina. Al caer la noche, me dijo que me durmiera, y yo, exhausta, me amodorré con la cabeza en su regazo.
Me despertó un movimiento de sus rodillas. Alzando la cabeza, vi frente a nosotras a dos personas cubiertas por impermeables con capucha. Discutían en voz baja acerca de algo. Aún medio atontada, me resultaba imposible entender de qué hablaban. Ni siquiera habría sabido determinar si se trataba de hombres o de mujeres. Oí vagamente que mi madre decía con voz tranquila y contenida: «Gritaré hasta que vengan los guardias rojos.» Las grisáceas siluetas envueltas por los impermeables guardaron silencio. A continuación, susurraron algo entre sí y se alejaron. Resultaba evidente que no querían llamar la atención.
Al amanecer, mi madre subió al tren de Pekín.
Años después, me dijo que aquellas dos personas eran mujeres que ella conocía, ambas jóvenes funcionarías del departamento de mi madre. Le habían dicho que las autoridades habían considerado su marcha a Pekín un acto anti-Partido. Ella había invocado los estatutos del Partido, en los que se especificaba que cualquier miembro del mismo tenía derecho a apelar a sus líderes. Cuando las emisarias le dijeron que había un automóvil con hombres dispuestos a retenerla por la fuerza, mi madre repuso que si lo hacían gritaría pidiendo ayuda a los guardias rojos estacionados en torno a la estación y les diría que estaban intentando impedirle trasladarse a Pekín para ver al presidente Mao. Le pregunté cómo podía estar tan segura de que los guardias rojos tomarían partido por ella y no por sus perseguidores.
– ¿Y si te hubieran denunciado a la Guardia Roja como una enemiga de clase que intentaba huir?
Mi madre sonrió y dijo:
– Pensé que no querrían correr el riesgo. Decidí jugarme el todo por el todo. No tenía alternativa.
Al llegar a Pekín, mi madre llevó la carta de mi padre a una «oficina de quejas». A lo largo de la historia, los gobernantes chinos nunca habían permitido el establecimiento de un sistema legal, pero habían dispuesto oficinas en las que las personas corrientes pudieran presentar quejas contra sus jefes. Durante la Revolución Cultural, cuando pareció que éstos comenzaban a perder su poder, Pekín se inundó de numerosas personas que, habiéndose visto perseguidas anteriormente por ellos, intentaban plantear sus casos. Sin embargo, la Autoridad de la Revolución Cultural se había apresurado a dejar bien claro que los «enemigos de clase» no podrían presentar quejas ni siquiera contra los seguidores del capitalismo. Si intentaban hacerlo, serían doblemente castigados.
Las oficinas de quejas apenas recibieron casos procedentes de altos funcionarios como mi padre, por lo que mi madre obtuvo una atención especial. Asimismo, era una de las pocas esposas de víctimas que habían mostrado el valor de acudir a apelar a Pekín, ya que en aquellos casos solían verse presionadas para trazar una línea de separación entre ellas y los acusados en lugar de buscar nuevos problemas defendiéndoles. Mi madre fue recibida casi inmediatamente por el viceprimer ministro Tao Zhu, jefe del Departamento Central de Asuntos Públicos a la vez que uno de los líderes de la Revolución Cultural en aquel momento. Mi madre le entregó la carta de mi padre y le suplicó que ordenara a las autoridades de Sichuan que le pusieran en libertad.
Un par de semanas más tarde, Tao Zhu la recibió de nuevo. Le entregó una carta en la que se decía que mi padre había actuado de un modo perfectamente constitucional y de acuerdo con los procedimientos de las autoridades del Partido en Sichuan, por lo que debería ser puesto en libertad inmediatamente. Tao no había investigado el caso. Había aceptado la palabra de mi madre debido a que lo ocurrido con mi padre se había convertido en un caso frecuente: China se hallaba plagada de funcionarios del Partido que, acosados por el pánico, se dedicaban a escoger chivos expiatorios para salvar sus propios pellejos. Tao, sabiendo que los cauces habituales del Partido se encontraban sumidos en un completo desorden, prefirió entregarle la carta personalmente en lugar de servirse de ellos.
Tao Zhu le aseguró su comprensión y se mostró de acuerdo con el resto de las inquietudes que reflejaba la carta de mi padre: la epidemia de designación de chivos expiatorios y la generalización de actos de violencia fortuitos. Mi madre advirtió en él el deseo de controlar la situación. Poco después -y precisamente de resultas de aquello- él mismo se vio condenado como «el tercero de los mayores seguidores del capitalismo» después de Liu Shaoqi y Deng Xiaoping.
Por el momento, mi madre copió a mano la carta de Tao Zhu, envió la copia a mi abuela y le pidió que se la mostrara a los miembros del departamento de mi padre y que les dijera que no regresaría hasta que no le pusieran en libertad. Temía que si regresaba a Sichuan las autoridades la detuvieran, le arrebataran la carta y mantuvieran a mi padre bajo custodia. Decidió que, en conjunto, la mejor opción que tenía era quedarse en Pekín, desde donde podía seguir ejerciendo presión.
Mi abuela entregó la copia manuscrita que mi madre había realizado de la carta de Tao Zhu, pero las autoridades provinciales afirmaron que se había tratado todo de un malentendido y que su propósito era, sencillamente, proteger a mi padre. Insistieron en que mi madre debía regresar y poner fin a sus gestiones individualistas.
A nuestro apartamento acudieron en numerosas ocasiones funcionarios que intentaron persuadir a mi abuela para trasladarse a Pekín y traer a mi madre de regreso. Uno de ellos le dijo: «En realidad, se lo decimos en interés de su hija. ¿Por qué empeñarse en seguir malinterpretando al Partido? El Partido se ha limitado a intentar proteger a su yerno. Su hija no quiso escuchar sus consejos y marchó a Pekín. Me preocupa que sea considerada como antipartidista si no regresa, y ya sabe usted lo grave que eso sería. Dado que es usted su madre, debe hacer lo mejor para ella. El Partido ha prometido que será perdonada si vuelve y realiza una autocrítica.»
Ante la posibilidad de que su hija pudiera tener problemas, mi abuela estuvo a punto de derrumbarse. Tras varias sesiones como aquélla, comenzó a vacilar. Por fin, un día se decidió: se le dijo que mi padre había sufrido una crisis nerviosa y que no le trasladarían al hospital hasta la vuelta de mi madre.
El Partido le entregó dos billetes, uno para ella y otro para Xiao-fang, y ambos partieron en tren hacia Pekín, situado a treinta y seis horas de trayecto. Tan pronto como mi madre se enteró de las noticias envió un telegrama al departamento de mi padre anunciando su regreso y comenzó a disponer lo necesario para su vuelta, que se produjo en compañía de la abuela y de Xiao-fang en la segunda semana de octubre.
Durante su ausencia, yo había permanecido en casa durante todo el mes de septiembre para hacer compañía a mi abuela. No me resultaba difícil advertir que se hallaba consumida por la preocupación, pero ignoraba qué podía estar ocurriendo. ¿Dónde estaba mi padre? ¿Estaba detenido o se encontraba bajo protección? ¿Tenía problemas mi familia o no? No sabía nada… nadie decía nada.
Aquellos días pude permanecer en casa gracias a que los guardias rojos no ejercían un control tan férreo como el Partido. Además, contaba con una especie de padrino en la persona de Geng, mi timorato jefe de quince años, quien aún no había tomado medida alguna para hacerme regresar a la escuela. A finales de septiembre, sin embargo, me telefoneó para advertirme de que debía acudir antes del 1 de octubre -día de la Fiesta Nacional – o nunca podría ingresar en la Guardia Roja.
Nadie me forzaba a ingresar en la Guardia Roja. Era yo quien deseaba hacerlo. A pesar de todo cuanto ocurría a mi alrededor, mi aversión y mi miedo no se hallaban centrados en un objeto claro, y nunca se me ocurrió poner en tela de juicio a la Revolución Cultural o a la Guardia Roja de un modo explícito. Ambas eran creación de Mao, y Mao se hallaba fuera de toda duda.
Al igual que muchos chinos, me hallaba entonces imposibilitada para desarrollar un pensamiento racional. Nos sentíamos todos tan acobardados y confundidos por el miedo y el adoctrinamiento que nos hubiera resultado inconcebible apartarnos del camino señalado por Mao. Además, estábamos tan abrumados por las falacias de la retórica, la desinformación y la hipocresía que resultaba prácticamente imposible vislumbrar la realidad de la situación y llegar a un juicio sensato.
Ya de regreso en la escuela, supe que varios rojos habían presentado numerosas quejas exigiendo saber por qué no se les admitía en la Guardia Roja. A ello se debía que fuera tan importante estar allí el día de la Fiesta Nacional, pues iba a tener lugar un alistamiento generalizado del resto de los rojos. Así pues, me convertí en Guardia Roja precisamente en el momento en el que la Revolución Cultural acababa de abatir una catástrofe sobre mi familia.
Estaba encantada con mi brazalete rojo de caracteres dorados. Por entonces se había puesto de moda entre los guardias rojos lucir viejos uniformes del Ejército con cinturones de cuero similares al que había solido vestir Mao al comienzo de la Revolución Cultural. Yo estaba ansiosa por seguir aquella moda, por lo que nada más alistarme corrí a casa, y del fondo de un viejo baúl extraje una chaqueta Lenin de color gris pálido que había formado parte del uniforme de mi madre a comienzos de los cincuenta. Me venía un poco grande, por lo que le pedí a mi abuela que la estrechara. Con un cinturón de cuero de los pantalones de mi padre completé mi uniforme. Al salir a la calle, sin embargo, me sentí incómoda. Encontraba mi imagen demasiado agresiva, pero a pesar de todo conservé el atuendo.
Poco después, mi abuela se marchó a Pekín. Yo acababa de ingresar en la Guardia Roja, por lo que tenía que permanecer en la escuela, lugar en el que me sentía constantemente atemorizada y sobresaltada debido a lo ocurrido en mi casa. Cuando veía a los negros y a los grises forzados a limpiar los retretes y a mantener la cabeza inclinada, me inundaba una sensación de pavor, como si yo fuera una de ellos. Cuando los guardias rojos salían por las noches para llevar a cabo asaltos domiciliarios sentía fallarme las piernas como si me hubieran dicho que el objetivo iba a ser mi propia casa. Cuando advertía que algún alumno susurraba cerca de mí, mi corazón galopaba a un ritmo frenético: ¿estaría quizá diciendo que me había convertido en una negra o que mi padre había sido detenido?
No obstante, logré hallar un refugio: la oficina de recepción de los guardias rojos.
La escuela recibía gran número de visitantes. Desde septiembre de 1966, los caminos se hallaban cada vez más frecuentados por jóvenes que viajaban por todo el país. Para animarles a hacerlo y mantener con ello la agitación, el Gobierno les proporcionaba transporte, comida y alojamiento gratuitos.
La oficina de recepción se hallaba instalada en lo que en otro tiempo había sido una sala de conferencias. A los errantes viajeros -quienes a menudo carecían de destino definido- se les daba una taza de té y algo de conversación. Si afirmaban estar realizando algún encargo importante, la oficina les organizaba una cita con alguno de los líderes de la Guardia Roja de la escuela. Había buscado trabajar en aquella oficina debido a que sus miembros no tenían que participar en la custodia de negros y grises ni en asaltos domiciliarios. Me gustaba también por las cinco muchachas que trabajaban en ella. Entre nosotras se creó una atmósfera cálida y apacible que lograba que me sintiera tranquilizada tan pronto como me encontraba en su compañía.
A la oficina acudían numerosas personas, muchas de las cuales se quedaban a charlar con nosotras. Frente a la puerta se formaba a menudo una cola a la que la gente volvía a apuntarse una y otra vez. Hoy, volviendo la vista atrás, me doy cuenta de que lo que en realidad querían los jóvenes era un poco de compañía femenina. No estaban tan abstraídos por la revolución como parecía. Recuerdo, no obstante, haberme comportado siempre con seriedad. Nunca evité sus miradas ni devolví sus guiños, y tomaba nota concienzudamente de todas las bobadas que decían.
Una noche calurosa, dos mujeres de mediana edad y aspecto algo grosero llegaron a la oficina de recepción, en la que reinaba la algarabía de costumbre. Se presentaron como directora y directora adjunta de un comité de residentes próximo a la escuela. Hablaban en tono misterioso y solemne, como si estuvieran desarrollando una importante misión. A mí siempre me había disgustado esa clase de afectación, por lo que les volví la espalda. Sin embargo, no tardé en darme cuenta de que acababan de transmitir una información explosiva. Los que las habían escuchado comenzaron a gritar: «¡Buscad un camión! ¡Buscad un camión! ¡Acudamos todos!» Sin tiempo de darme cuenta de lo que pasaba sentí que la multitud me arrastraba al exterior de la sala y subimos a un camión. Dado que Mao había ordenado a los obreros que apoyaran a la Guardia Roja, teníamos siempre camiones y chóferes a nuestra disposición. En el camión me vi sentada en estrecha proximidad con una de las mujeres, quien procedía de nuevo a relatar su historia. Su mirada mostraba el ansia que sentía por congraciarse con nosotros. Contó que una mujer de su vecindario era la esposa de un oficial del Kuomintang que había huido a Taiwan, y que ella había mantenido escondido en su apartamento un retrato de Chiang Kai-shek.
No me gustaba la mujer, especialmente por lo adulador de su sonrisa, y sentía rencor hacia ella por haber sido la causa de que me viera obligada a participar en mi primer asalto domiciliario. El camión no tardó en detenerse frente aun estrecho callejón. Salimos todos y seguimos a las mujeres a lo largo del sendero adoquinado. Reinaba una oscuridad completa, y la única luz provenía de las rendijas abiertas entre los tablones de madera que formaban las paredes de las casas. Yo tropezaba y resbalaba, intentando quedarme retrasada. El apartamento de la acusada constaba de dos habitaciones, y era tan pequeño que resultaba imposible que entráramos todos. Me sentía inmensamente aliviada por no haber tenido que entrar, pero al poco rato alguien gritó que habían hecho sitio para que los que estábamos fuera pudiéramos entrar y recibir una lección acerca de la lucha de clases.
Tan pronto como entré, estrujada por los que me rodeaban, mi nariz se vio asaltada por un hedor a heces, orina y suciedad. La habitación había sido puesta patas arriba. En ese momento vi a la mujer acusada. Rondaría acaso la cuarentena, y permanecía arrodillada y a medio vestir en el centro de la habitación, alumbrada tan sólo por una desnuda bombilla de quince vatios. Entre las sombras que arrojaba, la figura que yacía en el suelo mostraba un aspecto grotesco. Tenía el pelo enmarañado y aparentemente sucio de sangre en algunas partes. Sus ojos parecían a punto de salírsele de las órbitas por la desesperación, y chillaba: «¡Amos de la Guardia Roja! ¡No tengo ningún retrato de Chiang Kai-shek! ¡Os juro que no!» Golpeaba su cabeza contra el suelo con tal fuerza que se oían con claridad los sordos impactos y la sangre manaba de su frente. Tenía la espalda cubierta de cortes y manchas de sangre. Postrada como estaba en kowtow, cuando alzaba el trasero podían distinguirse en él manchas oscuras y el aire se impregnaba de olor a excrementos. Me sentía tan aterrorizada que desvié rápidamente la mirada. Entonces vi a su atormentador, un muchacho de diecisiete años llamado Chian que hasta entonces no me había disgustado. Permanecía arrellanado en una silla con un cinturón de cuero en la mano, y se dedicaba a juguetear con la hebilla de latón. «Di la verdad o volveré a golpearte», decía con tono despreocupado.
El padre de Chian era oficial del Ejército en Tíbet. La mayoría de los oficiales destinados en Tíbet dejaban a sus familias en Chengdu, la más cercana de las poblaciones chinas propiamente dichas (ya que el Tíbet estaba considerado un territorio bárbaro e inhabitable). Hasta entonces me había sentido bastante atraída por el aspecto lánguido de Chian, pues parecía proporcionarle un aire de amabilidad. Intentando controlar el temblor de mi voz, murmuré: «¿Acaso el presidente Mao no nos ha enseñado a emplear el enfrentamiento de lucha verbal (wen-dou) con preferencia al enfrentamiento violento (wu-dou)? ¿No deberíamos, quizá…?»
Mi débil protesta se vio apoyada por varias voces. Chian, sin embargo, nos dirigió una mirada de desprecio y dijo con gran énfasis: «Trazad una línea de separación entre vosotros y los enemigos de clase. El presidente Mao dice: “¡La clemencia con el enemigo equivale a la crueldad con el pueblo! ¡Si os da miedo la sangre no seáis guardias rojos!”» El fanatismo descomponía sus facciones en una horrible mueca, y todos nos callamos. Aunque no cabía experimentar otra cosa que repugnancia ante lo que estaba haciendo, resultaba imposible discutir con él. Se nos había enseñado a mostrarnos implacables con los enemigos de clase, y cualquiera que no lo hiciera se convertiría a su vez en enemigo de clase. Di media vuelta y me dirigí rápidamente hacia el jardín trasero. Estaba lleno de guardias rojos armados de palas. Desde el interior de la casa llegó de nuevo hasta mí el sonido de los azotes, acompañado por unos alaridos que me pusieron los pelos de punta. Los gritos debían de resultar igualmente insoportables para los otros, ya que muchos de ellos dejaron de cavar y se enderezaron rápidamente: «¡Aquí no hay nada! ¡Vamonos! ¡Vamonos!» Mientras atravesábamos la habitación pude ver a Chian inclinado despreocupadamente sobre su víctima. Al otro lado de la puerta esperaba la informadora de sonrisa aduladora, cuyo rostro mostraba ahora una expresión temerosa y acobardada. Abrió la boca como si quisiera decir algo, pero no emitió palabra alguna. Al ver su rostro, comprendí que no había habido ningún retrato de Chiang Kai-shek. Había denunciado a aquella pobre mujer por un puro sentimiento de venganza. Los guardias rojos estaban siendo utilizados para arreglar viejas cuentas. Llena de asco y de rabia, volví a subir al camión.