1. «Lirios dorados de ocho centímetros»

Concubina de un general de los señores de la guerra (1909-1933)

A los quince años de edad, mi abuela se convirtió en concubina de un general de los señores de la guerra quien, por entonces, era jefe de policía del indefinido Gobierno nacional existente en China. Corría el año 1924, y el caos imperaba en el país. Gran parte de su territorio, incluido el de Manchuria, donde vivía mi abuela, se hallaba bajo la autoridad de los señores de la guerra. La relación fue organizada por su padre, funcionario de policía de la ciudad provincial de Yixian, situada en el sudoeste de Manchuria, a unos ciento sesenta kilómetros al norte de la Gran Muralla y a cuatrocientos kilómetros al nordeste de Pekín.

Al igual que la mayor parte de las poblaciones chinas, Yixian estaba construida como una fortaleza. Se hallaba rodeada por una muralla de nueve metros de altura y más de tres metros y medio de espesor que, edificada durante la dinastía Tang (618-907 d.C), rematada por almenas y provista de dieciséis fortificaciones construidas a intervalos regulares, era lo bastante ancha como para desplazarse a caballo sin dificultad a lo largo de su parte superior. En cada uno de los puntos cardinales se abría una de las cuatro puertas de entrada a la ciudad, todas ellas dotadas de verjas exteriores de protección. Las fortificaciones, por su parte, se hallaban circundadas por un profundo foso.

El rasgo más llamativo de la ciudad era un alto campanario, lujosamente decorado y construido con una oscura arenisca. Había sido edificado originalmente en el siglo VI, coincidiendo con la introducción del budismo en la zona. Todas las noches, se hacía sonar la campana para indicar la hora, y a la vez era empleada como señal de alarma en caso de incendios o inundaciones. Yixian era una próspera ciudad de mercado. Las llanuras que la rodeaban producían algodón, maíz, sorgo, soja, sésamo, peras, manzanas y uvas. En las praderas y las colinas situadas al Oeste, los granjeros apacentaban ovejas y ganado vacuno.

Mi bisabuelo, Yang Ru-Shan, había nacido en 1894, cuando China entera se hallaba bajo el dominio de un emperador que residía en Pekín. La familia imperial estaba integrada por los manchúes que habían conquistado China en 1644 procedentes de Manchuria, territorio en el que mantenían su base. Los Yang eran han -chinos étnicos- y se habían aventurado al norte de la Gran Muralla en busca de nuevas oportunidades.

Mi bisabuelo era hijo único, lo que le convertía en un personaje de suprema importancia para su familia. Tan sólo los hijos podían perpetuar el nombre de las familias: sin ellos, la estirpe familiar se extinguiría, lo que para los chinos representaba la mayor traición a que uno podía someter a sus antepasados. Fue enviado a un buen colegio, con el objetivo de que superara con éxito los exámenes necesarios para convertirse en mandarín o funcionario público, entonces la máxima aspiración de la mayoría de los varones chinos. La categoría de funcionario traía consigo poder, y el poder representaba dinero. Sin poder o dinero, ningún chino podía sentirse a salvo de la rapacidad de la burocracia o de imprevisibles actos de violencia. Nunca había existido un sistema legal propiamente dicho. La justicia era arbitraria, y la crueldad era un elemento a la vez institucionalizado y caprichoso. Un funcionario poderoso era la ley. Tan sólo convirtiéndose en mandarín podía el hijo de una familia ajena a la nobleza escapar a ese ciclo de miedo e injusticia. El padre de Yang había decidido que su hijo no habría de continuar la tradición familiar de enfurtidores (fabricantes de fieltro), y tanto él como su familia realizaron los sacrificios necesarios para costear su educación. Las mujeres cosían hasta altas horas de la noche para los sastres y modistos locales. Con objeto de ahorrar, regulaban sus lámparas de aceite al mínimo absoluto necesario, lo que les producía lesiones visuales irreversibles. Las articulaciones de sus dedos se hinchaban a causa de las largas horas de trabajo.

De acuerdo con la costumbre de la época, mi bisabuelo se casó muy joven -a los catorce años de edad- con una mujer seis años mayor que él. Entonces, entre los deberes de la esposa se incluía el de ayudar a la crianza de su marido.

La historia de su esposa, mi bisabuela, era la típica de millones de mujeres chinas de la época. Provenía de una familia de curtidores llamada Wu. Al ser mujer y pertenecer a una familia en la que no existían intelectuales ni funcionarios, no fue bautizada con nombre alguno. Dado que era la segunda hija, era llamada simplemente «La muchacha número dos» (Er-ya-tou). Su padre había muerto cuando todavía era una niña, y pasó a ser educada por un tío. Un día, cuando sólo contaba seis años de edad, el tío estaba cenando con un amigo cuya mujer se encontraba embarazada. A lo largo de la cena, los dos hombres acordaron que si la criatura era un niño se casaría con la sobrina de seis años. Los dos jóvenes nunca llegaron a conocerse antes de la boda. De hecho, el enamoramiento era considerado algo casi vergonzoso, cual una desgracia familiar. No porque se tratara de un tabú -después de todo, existía en China una venerable tradición de amores románticos- sino porque los jóvenes no debían exponerse a situaciones en las que semejante cosa pudiera ocurrir, debido en parte a que cualquier encuentro entre ellos resultaba inmoral, y en parte a que el matrimonio se contemplaba fundamentalmente como un deber, como una alianza entre dos familias. Con suerte, uno llegaba a enamorarse después del matrimonio.

Tras catorce años de vida sumamente recogida, mi bisabuelo era poco más que un muchacho cuando llegó al matrimonio. La primera noche rehusó entrar en la cámara nupcial. Por el contrario, se acostó en el dormitorio de su madre y hubo que esperar a que se durmiera para llevarle al lecho de su esposa. Sin embargo, aunque era un niño mimado y aún necesitaba ayuda para vestirse, ésta afirmó que sabía bien cómo «plantar niños». Mi abuela nació un año después de la boda, en el quinto día de la quinta luna, a comienzos del verano de 1909. Su situación era mejor que la de su madre, ya que al menos obtuvo un nombre: Yu-fang. Yu -que significa «jade»- era su nombre de generación, compartido con el resto de los miembros de la misma, mientras que fang significa «flores fragantes».

El mundo en el que nació era absolutamente impredecible. El imperio manchú que había gobernado China durante más de doscientos sesenta años se tambaleaba. En 1894-1895, Japón atacó a China en Manchuria, y el país sufrió devastadoras derrotas y pérdidas de territorio. En 1900, la rebelión nacionalista de los bóxers fue sometida por ocho ejércitos extranjeros, de los que luego quedaron algunos contingentes en Manchuria y a lo largo de la Gran Muralla. Posteriormente, en 1904-1905, Japón y Rusia libraron una cruenta guerra en las llanuras de Manchuria. La victoria de Japón convirtió a este país en la fuerza externa dominante en Manchuria. En 1911, el emperador chino Pu Yi, de cinco años de edad, fue derrocado y se proclamó una república encabezada por la carismática figura de Sun Yat-sen.

El nuevo gobierno republicano no tardó en caer, y el país se descompuso en feudos. Manchuria quedó especialmente independizada de la república, dado que de ella había procedido la dinastía Manchú. Las potencias extranjeras -en especial Japón- intensificaron sus intentos por afianzarse en la zona. Las viejas instituciones se derrumbaron por efecto de tantas presiones, y ello tuvo como resultado un vacío de poder, moralidad y autoridad. Muchas personas intentaron ascender a posiciones elevadas sobornando a los potentados locales con espléndidos presentes de oro, plata y joyas. Mi bisabuelo no era lo bastante rico como para acceder a una posición lucrativa en la gran ciudad, y a los treinta años de edad no había pasado de ser funcionario de la comisaría de policía de su Yixian natal, entonces un lugar remoto y atrasado. Sin embargo, alimentaba sus propios planes, y contaba con un valioso activo: su hija.

Mi abuela era una belleza. Poseía un rostro ovalado de mejillas rosadas y piel brillante. Sus cabellos, largos, negros y relucientes, solían ir peinados en una espesa trenza que le llegaba a la cintura. Sabía ser recatada cuando la ocasión lo requería -esto es, la mayor parte del tiempo-, pero bajo su exterior discreto estallaba de energía contenida. Era menuda, de un metro sesenta de estatura aproximadamente; su figura era esbelta, y sus hombros suaves, lo que se consideraba un ideal de belleza.

Sin embargo, su mayor atractivo eran sus pies vendados, que en chino se denominan «lirios dorados de ocho centímetros» (san-tsun-gin-lian). Ello quería decir que caminaba «como un tierno sauce joven agitado por la brisa de primavera», cual solían decir los especialistas chinos en belleza femenina. Se suponía que la imagen de una mujer tambaleándose sobre sus pies vendados ejercía un efecto erótico sobre los hombres, debido en parte a que su vulnerabilidad producía un deseo de protección en el observador.

Los pies de mi abuela habían sido vendados cuando tenía dos años de edad. Su madre, quien también llevaba los pies vendados, comenzó por atar en torno a sus pies una cinta de tela de unos seis metros de longitud, doblándole todos los dedos -a excepción del más grueso- bajo la planta. A continuación, depositó sobre ellos una piedra de grandes dimensiones para aplastar el arco del pie. Mi abuela gritó de dolor, suplicándole que se detuviera, a lo que su madre respondió embutiéndole un trozo de tela en la boca. Tras ello, mi abuela se desmayó varias veces a causa del dolor.

El proceso duró varios años. Incluso una vez rotos los huesos, los pies tenían que ser vendados día y noche con un grueso tejido debido a que intentaban recobrar su forma original tan pronto se sentían liberados. Durante años, mi abuela vivió sometida a un dolor atroz e interminable. Cuando rogaba a su madre que la liberara de las ataduras, ésta rompía en sollozos y le explicaba que unos pies sin vendar destrozarían su vida entera y que lo hacía por su propia felicidad.

En aquellos días, cuando una muchacha contraía matrimonio, lo primero que hacía la familia del novio era examinar sus pies. Unos pies grandes y normales eran considerados motivo de vergüenza para la familia del esposo. La suegra alzaba el borde de la falda de la novia, y si los pies medían más de diez centímetros aproximadamente, lo dejaba caer con un brusco gesto de desprecio y partía, dejando a la novia expuesta a la mirada de censura de los invitados, quienes posaban la mirada en sus pies y murmuraban insultantes frases de desdén. En ocasiones, alguna madre se apiadaba de su hija y retiraba las vendas; sin embargo, cuando la muchacha crecía y se veía obligada a soportar el desprecio de la familia de su esposo y la desaprobación de la sociedad, solía reprochar a su madre el haber sido demasiado débil.

La práctica del vendaje de los pies fue introducida originariamente hace unos mil años (según se dice, por una concubina del emperador). No sólo se consideraba erótica la imagen de las mujeres cojeando sobre sus diminutos pies sino que los hombres se excitaban jugando con los mismos, permanentemente calzados con zapatos de seda bordada. Las mujeres no podían quitarse la venda ni siquiera cuando ya eran adultas, pues en tal caso sus pies no tardaban en crecer de nuevo. Los vendajes sólo podían retirarse temporalmente durante la noche, en la cama, para ser sustituidos por zapatos de suela blanda. Los hombres rara vez veían desnudos unos pies vendados, pues solían aparecer cubiertos de carne descompuesta y despedían una fuerte pestilencia. De niña, recuerdo a mi abuela constantemente dolorida. Cuando regresábamos a casa después de hacer la compra, lo primero que hacía era sumergir los pies en una palangana de agua caliente al tiempo que exhalaba un suspiro de alivio. A continuación, procedía a recortarse trozos de piel muerta. El dolor no sólo era causado por la rotura de los huesos, sino también por las uñas al incrustarse en la planta del pie.

De hecho, el vendaje de los pies de mi abuela tuvo lugar en la época en que dicha costumbre desapareció para siempre. Cuando nació su hermana, en 1917, la práctica había sido prácticamente abandonada, por lo que ésta pudo escapar al tormento.

No obstante, durante la adolescencia de mi abuela, la actitud imperante en pequeñas poblaciones como Yixian continuaba favoreciendo la idea de que unos pies vendados eran fundamentales para lograr un buen matrimonio. Pero ello no era más que el comienzo. Los planes de su padre consistían en educarla ya como una perfecta dama, ya como una cortesana de lujo. Despreciando la tradición de la época -según la cual el analfabetismo era una muestra de virtud en las mujeres de clase inferior- la envió a un colegio femenino que había sido creado en el pueblo en el año 1905. Asimismo, hubo de aprender a jugar al ajedrez chino, al mah-jongg y al go. Estudió dibujo y bordado. Su diseño favorito era el de los patos mandarines (que simbolizaban el amor debido a que siempre nadaban en parejas), y solía bordarlos en los diminutos zapatos que ella misma se fabricaba. Para rematar su lista de habilidades, se contrató a un tutor que la enseñó a tocar el qin, un instrumento musical similar a la cítara.

Mi abuela estaba considerada como la belleza de la ciudad. Sus habitantes afirmaban que destacaba «como una grulla entre las gallinas». En 1924, cumplió quince años y su padre comenzó a inquietarse, temiendo que estuviera comenzando a agotarse el plazo para capitalizar su única riqueza real y, con él, su única oportunidad de disfrutar de una vida regalada. Aquel mismo año, acudió a visitarles el general Xue Zhi-heng, inspector general de la policía metropolitana del Gobierno militar de Pekín.

Xue Zhi-heng había nacido en 1876 en el condado de Lulong, situado a unos ciento sesenta kilómetros al este de Pekín y justamente al sur de la Gran Muralla, allí donde las vastas llanuras del norte de China se funden con las montañas. Era el mayor de cuatro hermanos, hijos de un maestro rural.

Era guapo y poseía una fuerte personalidad que impresionaba a cuantos le conocían. Los numerosos ciegos adivinadores del futuro que habían palpado su rostro habían predicho que alcanzaría una posición elevada. Era un hábil calígrafo, habilidad sumamente estimada por entonces, y en 1908 un militar llamado Wang Huai-qing que se hallaba de visita en Lulong advirtió la hermosa caligrafía sobre una placa que colgaba de la verja del templo mayor y pidió que le presentaran al nombre que la había realizado. Al general le agradó Xue, quien entonces contaba treinta y dos años de edad, y le ofreció convertirse en su edecán.

Gracias a su considerable eficacia, Xue no tardó en ser ascendido a oficial de intendencia. Ello implicaba frecuentes viajes, en los que comenzó a adquirir sus propios comercios de alimentación en la zona de Lulong y en los territorios situados al otro lado de la Gran Muralla, en Manchuria. Su rápida ascensión se vio estimulada al prestar ayuda al general Wang para sofocar un alzamiento en la Mongolia interior. Al cabo de poco tiempo, había amasado una fortuna con la que se diseñó y construyó una mansión de ochenta y una habitaciones en Lulong.

Durante la década posterior a la caída del imperio, la mayor parte del país no se hallaba sometida a la autoridad de gobierno alguno. En breve, diversos militares poderosos comenzaron a luchar por el control del Gobierno central de Pekín. La facción de Xue, encabezada por un jefe militar llamado Wu Pei-fu, dominó el Gobierno nominal de Pekín a comienzos de la década de los veinte. En 1922, Xue se convirtió en inspector general de la Policía Metropolitana y en uno de los dos jefes del Departamento de Obras Públicas de Pekín. Dominaba veinte regiones situadas a ambos lados de la Gran Muralla, y tenía bajo su mando a más de diez mil policías de caballería e infantería. Su posición en la policía le proporcionaba poder, mientras que su cargo en Obras Públicas aumentaba su influencia política.

Las alianzas eran poco sólidas. En mayo de 1923, la facción del general Xue decidió desembarazarse del presidente que había llevado al poder tan sólo un año antes, Li Yuan-hong. En unión con un general llamado Feng Yu-xiang (jefe militar cristiano convertido en personaje legendario por haber bautizado a sus tropas en masa con una manguera), Xue movilizó a sus diez mil hombres y rodeó los principales edificios gubernamentales de Pekín, solicitando las pagas atrasadas que el gobierno en quiebra debía a sus hombres. Su objetivo real era el de humillar al presidente Li y obligarle a dimitir. Li rehusó hacerlo, por lo que Xue ordenó a sus hombres cortar el suministro de agua y electricidad del palacio presidencial. Al cabo de unos pocos días, las condiciones en el interior del edificio se volvieron insostenibles, y en la noche del 13 de junio el presidente Li abandonó su maloliente residencia y huyó de la capital en dirección a la ciudad portuaria de Tianjin, situada a cien kilómetros al Sudeste.

En China, la autoridad de un cargo se basaba no sólo en quien lo ejercía sino en los sellos oficiales. Aunque estuviera firmado por el propio presidente, ningún documento era válido si no mostraba su sello. Sabiendo que nadie podría acceder a la presidencia sin ellos, el presidente Li dejó los sellos en poder de una de sus concubinas, convaleciente en un hospital de Pekín dirigido por misioneros franceses.

Ya en las cercanías de Tianjin, el tren del presidente Li fue detenido por policías armados, los cuales le exigieron la entrega de los sellos. Al principio, se negó a revelar dónde los había ocultado, pero al cabo de unas cuantas horas terminó por ceder. A las tres de la mañana, el general Xue acudió al hospital francés con la intención de arrebatárselos a la concubina. Al principio, la mujer se negó a mirar siquiera al hombre que esperaba junto a su cama: «¿Cómo puedo entregar los sellos del presidente a un simple policía?», dijo con altivez. Pero el general Xue, resplandeciente en su uniforme nuevo, mostraba un aspecto tan intimidante que no tardó en depositarlos en sus manos.

A lo largo de los cuatro meses que siguieron, Xue se sirvió de su policía para asegurarse de que Tsao Kun, el hombre que su facción deseaba elevar a la presidencia, ganara lo que se anunciaba como una de las primeras elecciones celebradas en China. Hubo que sobornar a los ochocientos cuatro miembros del Parlamento. Xue y el general Feng emplazaron a sus guardias en el edificio del Parlamento e hicieron saber que habría una generosa recompensa para todos aquellos que votaran como era debido, lo que hizo retornar a numerosos diputados de sus provincias. Cuando ya se hallaba todo preparado para la elección, había en Pekín quinientos cincuenta y cinco miembros del Parlamento. Cuatro días antes, y tras intensas negociaciones, les fueron entregados a cada uno cinco mil yuanes de plata, una suma entonces considerable. El 5 de octubre de 1923, Tsao Kun fue elegido presidente de China con cuatrocientos ochenta votos a favor. Xue fue recompensado con su ascenso a general. También fueron ascendidas diecisiete «consejeras especiales», todas ellas favoritas o concubinas de los diversos generales y jefes militares. Este episodio ha pasado a formar parte de la historia china como notorio ejemplo del modo en que unas elecciones pueden ser manipuladas, y la gente aún lo cita para argumentar que la democracia nunca funcionará en China.

A comienzos del verano del año siguiente, el general Xue visitó Yixian, población que, si bien no era de gran tamaño, sí resultaba importante desde el punto de vista estratégico. Fue más o menos en aquella zona donde el poder del Gobierno de Pekín comenzó a agotarse. Más allá, el poder recaía en manos del gran jefe militar del Nordeste, Chang Tso-lin, conocido como el Viejo Mariscal. Oficialmente, el general Xue se hallaba realizando un viaje de inspección, pero también tenía intereses personales en la zona. En Yixian poseía los principales almacenes de grano y las mayores tiendas, incluyendo una casa de empeños que hacía las veces de banco y emitía una moneda propia que circulaba en la población y sus alrededores.

Para mi bisabuelo, aquello representaba una ocasión única en la vida: nunca tendría otra de aproximarse tanto a un personaje realmente importante. Se las ingenió para encargarse personalmente de la escolta del general Xue y reveló a su esposa que planeaba casarle con su hija. No le pidió su beneplácito, sino que sencillamente se lo comunicó. Independientemente del hecho de que se tratara de un procedimiento habitual durante la época, sucedía también que mi bisabuelo despreciaba a su esposa.

Mi bisabuela lloró, pero no dijo nada. Su esposo le comunicó que no debía decir absolutamente nada a su hija. Ni siquiera se mencionó la posibilidad de consultar con ella. El matrimonio era una transacción, y no una cuestión de sentimientos. La muchacha sería informada cuando se organizara la boda.

Mi bisabuelo sabía que debía dirigirse al general Xue de un modo indirecto. Una oferta explícita de la mano de su hija reduciría su valor, y existía también la posibilidad de que fuera rechazada. Había que proporcionar al general Xue la ocasión de admirar lo que le estaba siendo ofrecido. En aquellos tiempos, una mujer respetable no podía ser presentada a un extraño, por lo que Yang tuvo que ingeniárselas para lograr que el general Xue viera a su hija. El encuentro tenía que parecer accidental.

En Yixian existía un espléndido templo budista de novecientos años de antigüedad. Construido con maderas nobles, alcanzaba una altura aproximada de unos treinta metros. Se hallaba situado en un elegante recinto en el que se alineaban hileras de cipreses que cubrían un área de más de un kilómetro cuadrado de extensión. En su interior había una estatua de Buda de nueve metros de altura pintada de vivos colores, y el interior del templo se hallaba cubierto de delicados murales en los que se describían escenas de su vida. Un lugar obvio al que Yang podía llevar a un importante personaje que se encontrara de visita. Por otra parte, los templos eran uno de los pocos lugares a los que las mujeres de buena familia podían acudir solas.

Mi abuela recibió la orden de acudir al templo en un día determinado. Para demostrar su reverencia por Buda, tomó baños perfumados y pasó largas horas meditando frente a un pequeño santuario aromatizado con incienso. La oración en el templo exigía un estado de máximo sosiego y la ausencia de cualquier emoción perturbadora. Acompañada por una sirvienta, partió en una carreta alquilada tirada por un caballo. Vestía una chaqueta de color azul huevo de pato con los bordes adornados por un bordado de hilo de oro que destacaba la sencillez de sus líneas y una hilera de botones de mariposa que recorría el costado derecho. Completaba su atavío una falda plisada de color rosado adornada con flores bordadas. Sus largos y oscuros cabellos habían sido peinados en una trenza, de cuya parte superior asomaba una peonía fabricada en seda verdinegra, la variedad menos frecuente. No llevaba maquillaje, pero sí iba ricamente perfumada, tal y como se consideraba apropiado para las visitas a los templos. Una vez en su interior, se arrodilló ante la gigantesca estatua del Buda. Tras realizar varios kowtow [2]ante la imagen de madera, permaneció de rodillas frente a ella con las manos unidas en oración.

Mientras rezaba, llegó su padre acompañado por el general Xue. Los dos hombres contemplaron la escena desde la oscuridad de la nave. Mi bisabuelo había trazado su plan acertadamente. La posición en la que se hallaba arrodillada mi abuela revelaba no sólo sus calzones de seda, rematados en oro al igual que la chaqueta, sino también sus diminutos pies, calzados por zapatos de satén bordado.

Cuando concluyó su oración, mi abuela realizó tres kowtow más frente al Buda. Al ponerse en pie, perdió ligeramente el equilibrio, lo que no era difícil con los pies vendados, y extendió la mano para apoyarse en su doncella. El general Xue y su padre acababan de iniciar su avance. Mi abuela se ruborizó e inclinó la cabeza. A continuación, dio media vuelta y se dispuso a partir, lo que constituía la actitud adecuada. Su padre avanzó un paso y la presentó al general. Ella realizó una pequeña reverencia sin alzar el rostro en ningún momento.

Tal y como correspondía a un hombre de su posición, el general apenas comentó brevemente el encuentro con Yang, quien al fin y al cabo no era sino un subordinado de poca monta, pero mi bisabuelo pudo adivinar que se encontraba fascinado. El siguiente paso consistía en organizar un encuentro más directo. Un par de días después, Yang, corriendo el riesgo de arruinarse, alquiló el mejor teatro de la ciudad y contrató la representación de una ópera local, al tiempo que solicitaba la presencia del general Xue como invitado de honor. Al igual que la mayor parte de los teatros chinos, éste se hallaba construido alrededor de un espacio rectangular abierto al cielo y provisto de estructuras de madera en tres de sus costados; el cuarto constituía el escenario, el cual aparecía completamente desnudo y desprovisto tanto de telones como de decorados. La zona destinada al público se parecía más a un café que a un teatro occidental. Los hombres se sentaban en torno a varias mesas dispuestas en el patio central, comiendo, bebiendo y hablando en voz alta a lo largo de la representación. A un lado, algo más arriba, se hallaba el «círculo de los vestidos», donde las damas aparecían recatadamente sentadas ante mesas más pequeñas. Tras ellas esperaban sus doncellas. Mi bisabuelo lo había organizado todo de manera que su hija estuviera en un lugar en el que el general Xue pudiera verla con facilidad.

Esta vez, su atuendo era mucho más complicado que el día de la visita al templo. Llevaba un vestido de satén ricamente bordado y los cabellos adornados con joyas. Asimismo, podía dar rienda suelta a su vivacidad y energía naturales riendo y charlando con sus amigas. El general Xue apenas dirigió una mirada al escenario.

Después de la representación, se celebró un juego tradicional chino llamado adivinanzas de farol. Se llevaba a cabo en dos estancias separadas, una para los hombres y otra para las mujeres. En cada sala había docenas de farolillos de papel cuidadosamente elaborados, sobre los que se habían adherido una serie de adivinanzas escritas en verso. La persona que adivinaba el mayor número de respuestas obtenía un premio. Ni que decir tiene que el ganador masculino fue el general Xue. Entre las mujeres, el premio recayó en mi abuela.

Con ello, Yang había proporcionado al general Xue la ocasión de admirar la belleza y la inteligencia de su hija. La cualidad final era su talento artístico. Dos noches después, invitó al general a cenar a su casa. Era una noche clara y templada, y había luna llena: una atmósfera perfecta para escuchar el qin. Después de cenar, los hombres se sentaron en el mirador, y mi abuela recibió la orden de interpretar música en el patio. Su actuación encantó al general Xue, sentado bajo un emparrado en el que flotaba el aroma de las jeringuillas. Más tarde, el general habría de revelar a mi abuela que con aquella representación a la luz de la luna le había arrebatado el corazón. Cuando nació mi madre, la bautizó con el nombre de Bao Qin, que significa «Preciosa cítara».

Antes de que concluyera la velada ya había pedido su mano; no directamente a ella, claro está, sino a su padre. No realizó una propuesta de matrimonio, sino que sugirió que mi abuela se convirtiera en su concubina. Pero era todo lo que había esperado Yang. Para entonces, la familia Xue habría ya dispuesto para el general un matrimonio basado en consideraciones de tipo social. En cualquier caso, los Yang eran demasiado humildes para dotarle de una esposa. Sin embargo, se esperaba que un hombre como el general Xue dispusiera de concubinas. Eran ellas, y no las esposas, quienes se hallaban destinadas al placer. Las concubinas podían llegar a adquirir un poder considerable, pero su categoría social era muy distinta de la de una esposa. Una concubina era una suerte de querida oficial que el hombre adquiría y abandonaba a voluntad.

La primera noticia que tuvo mi abuela acerca del destino que se le avecinaba fue cuando su madre se lo comunicó, pocos días antes del acontecimiento. Mi abuela inclinó la cabeza y lloró. Detestaba la idea de ser una concubina, pero su padre ya había tomado la decisión, y a nadie se le hubiera ocurrido enfrentarse a sus progenitores. Discutir una decisión paterna se consideraba «antifilial», y el comportamiento antifilial equivalía a una traición. Incluso si rehusaba someterse a los deseos de su padre, nadie la tomaría en serio. Su acción se interpretaría como una indicación de que quería permanecer con ellos. El único modo de negarse de un modo verosímil habría consistido en suicidarse, por lo que mi abuela se mordió los labios y no dijo nada. De hecho, no había nada que pudiera decir. Incluso decir que sí se hubiera considerado impropio de una dama, pues hubiera implicado que ansiaba separarse de sus padres.

Al advertir cuan desdichada se sentía, su madre le aseguró que se trataba de la mejor unión posible. Su esposo le había hablado del poder del general Xue: «En Pekín dicen, “Cuando el general Xue da una patada en el suelo, tiembla toda la ciudad”.» Lo cierto es que mi abuela se había sentido considerablemente impresionada por el porte apuesto y marcial del general, a la vez que se sentía adulada por las palabras de admiración que había pronunciado ante su padre acerca de ella, palabras que ahora eran repasadas y embellecidas. Ninguno de los hombres de Yixian poseía el empaque del general, y a sus quince años de edad ignoraba lo que significaba realmente ser una concubina y confiaba en que podría conquistar el amor del general Xue y llevar una vida feliz.

El general Xue había dicho que podía quedarse en Yixian, en una casa que compraría especialmente para ella. Ello significaba que podría conservar la proximidad con su familia y, más importante aún, que no tendría que vivir en la residencia del general, donde habría tenido que someterse a la autoridad de su esposa y del resto de las concubinas, todas las cuales habrían tenido derechos de antigüedad sobre ella. En la residencia de un potentado como el general Xue, las mujeres eran prácticamente unas prisioneras viviendo en un estado de murmuración y calumnia permanentes provocado en gran parte por la inseguridad. La única seguridad de que gozaban era el favor de su esposo. La oferta del general Xue de comprarle una casa significaba mucho para mi abuela, al igual que su promesa de solemnizar la unión con una ceremonia nupcial completa. Ello suponía que ella y su familia adquirirían una importancia considerable. Asimismo, existía una consideración final sumamente importante para ella: ahora que su padre se hallaba satisfecho, confiaba en que mejorara el trato que daba a su madre.

La señora Yang sufría epilepsia, lo que la convertía en despreciable a los ojos de su marido. A pesar de mostrarse siempre humilde, él la trataba como si fuera una basura, sin mostrar inquietud alguna por su salud. Durante años, le reprochó no haberle dado un hijo. Mi bisabuela sufrió una larga serie de abortos tras el nacimiento de mi abuela, hasta que, en 1917, nació una nueva criatura. Una vez más, era una niña.

Mi bisabuelo se mostraba obsesionado por la idea de tener el dinero suficiente como para disponer de concubinas. La «boda» le permitió ver cumplido este deseo, pues el general Xue obsequió a la familia con espléndidos presentes nupciales de los que fue él el principal beneficiario. Los regalos eran realmente magníficos, tal y como correspondía a la categoría del general.

El día de la boda, llevaron a casa de los Yang una silla de mano tapizada con un grueso tejido de seda bordada con brillantes colores. Junto a ella, acudió una procesión en la que se portaban letreros, estandartes y farolillos de seda decorados con doradas imágenes del fénix, el símbolo más grandioso para una mujer. De acuerdo con la tradición, la ceremonia nupcial tuvo lugar al atardecer, entre una multitud de faroles rojos que alumbraban el crepúsculo. Había una orquesta de tambores, címbalos y penetrantes instrumentos de viento que interpretaron alegres melodías. El ruido se consideraba parte esencial de una buena boda, ya que el silencio habría sugerido que el acontecimiento tenía algo de vergonzoso. Mi abuela apareció espléndidamente ataviada de brillantes bordados, con un velo de seda roja cubriendo su cabeza y su rostro. Ocho hombres la transportaron hasta su nueva casa en la silla de mano. En el interior de ésta hacía un calor sofocante y, discretamente, retiró la cortinilla unos pocos centímetros. Atisbando bajo el velo, se alegró de ver la gente que contemplaba la procesión desde la calle. Aquello era muy distinto a lo que hubiera podido esperar una simple concubina: apenas una pequeña silla de mano tapizada con algodón simple de un soso color índigo y transportada por dos o, cuando más, cuatro personas, todo ello sin procesiones ni música. La comitiva recorrió toda la población, visitando sus cuatro entradas, tal y como exigía el ritual completo, y exhibiendo los lujosos regalos en carretas y en grandes cestos de mimbre transportados a su paso. Una vez hubo sido exhibida por toda la ciudad, llegó por fin a su nuevo hogar, una residencia grande y elegante. Al verla, se sintió satisfecha. La pompa y la ceremonia le hacían sentir que había ganado prestigio y estima. Ninguno de los habitantes de Yixian recordaba haber visto un acontecimiento semejante.

Cuando llegó a la casa, descubrió que allí la esperaba el general Xue, ataviado con su uniforme completo y rodeado por los dignatarios locales. El salón, estancia central de la casa, aparecía iluminado por velas rojas y brillantes lámparas de gas, y en él tuvo lugar la ceremonia del kowtow frente a las imágenes del Cielo y la Tierra. A continuación, todos se saludaron mutuamente por medio del kowtow y mi abuela, de acuerdo con la costumbre, penetró sola en la cámara nupcial mientras el general Xue partía a celebrar un espléndido banquete con los hombres.

El general Xue no abandonó la casa en tres días. Mi abuela se sentía feliz. Creía amarle, y él no dejaba de mostrar hacia ella una especie de áspero afecto. Sin embargo, rara vez hablaba con ella acerca de cuestiones serias, tal y como recomendaba el dicho tradicional: «Las mujeres poseen cabello largo e inteligencia corta.» En China, el hombre debía mantener una actitud discreta y distante incluso con su familia. Así pues, mi abuela guardó silencio y se limitó a aplicarle masaje en los dedos de los pies antes de levantarse por la mañana y a tocar el qin para él al llegar el atardecer. Al cabo de una semana, el general le comunicó que tenía que partir. No le dijo adonde iba y ella sabía muy bien que no convenía preguntar. Su deber era esperarle hasta que regresara. Hubo de esperar seis años.

En septiembre de 1924 se desataron las luchas entre las dos principales facciones militares del norte de China. El general Xue fue ascendido a comandante en jefe de la guarnición de Pekín, pero al cabo de unas pocas semanas su viejo aliado cristiano -el general Feng- se pasó al bando contrario. El 3 de noviembre, fue obligado a dimitir Tsao Kun, a quien el general Xue y el general Feng habían ayudado a convertirse en presidente el año anterior. Aquel mismo día, la guarnición de Pekín fue disuelta y, dos días después, ocurrió lo propio con la policía. El general Xue se vio obligado a huir de la capital precipitadamente. Se retiró a una casa que poseía en Tianjin, en la concesión francesa, donde se gozaba de inmunidad extraterritorial. Se trataba del mismo lugar al que el presidente Li había huido un año antes, cuando Xue le expulsó del palacio presidencial.

Entretanto, mi abuela se vio atrapada por las continuas luchas. El control del Nordeste constituía un elemento vital en la lucha de todos los ejércitos, y las poblaciones situadas a lo largo de la vía del ferrocarril representaban objetivos particularmente importantes, en especial si -como era el caso de Yixian- se trataba de estaciones de empalme. Poco después de la partida del general Xue, la lucha llegó hasta las mismas murallas de la ciudad, junto a las que se desarrollaron feroces combates. Imperaban los saqueos. Una compañía italiana de armamento había anunciado a los empobrecidos jefes militares que aceptarían «pueblos saqueables» como garantía de sus suministros. Las violaciones eran igualmente frecuentes. Al igual que muchas otras mujeres, mi abuela hubo de ennegrecerse el rostro con hollín para adquirir un aspecto sucio y desagradable. Aquella vez, Yixian salió de la situación prácticamente intacta. La lucha terminó por desplazarse hacia el Sur y la situación volvió a la normalidad.

Para mi abuela, la «normalidad» equivalía a tener que encontrar métodos para matar el tiempo en su amplia residencia. La casa había sido construida al típico estilo chino, en torno a tres lados de un cuadrado. El costado sur del patio era un muro de dos metros de altura dotado de una verja que se abría hacia otro patio, guardado a su vez por una doble puerta con una aldaba redonda de latón.

Aquellas casas se hallaban diseñadas para soportar los extremos de un clima extremadamente duro, con temperaturas que oscilaban entre gélidos inviernos y ardientes veranos apenas separados por períodos de primavera u otoño. En verano, la temperatura podía ascender por encima de los 35 °C, pero en invierno caía hasta casi -30 °C, con vientos ululantes que atravesaban rugiendo las llanuras, procedentes de Siberia. El polvo se introducía en los ojos y arañaba la piel durante gran parte del año, y a menudo la gente se veía obligada a proteger su rostro y su cabeza con una máscara. En los patios interiores de las casas, todas las ventanas de las habitaciones principales se abrían al Sur para permitir la mayor entrada posible de sol, dejando que los muros del Norte soportaran el asalto del viento y el polvo. El costado norte de la casa contenía una sala de estar y el dormitorio de mi abuela; las alas que se extendían a ambos lados se hallaban destinadas a la servidumbre y al resto de las actividades. Los suelos de las estancias principales estaban cubiertos de baldosa, y las ventanas de madera forradas de papel. El tejado, inclinado, aparecía revestido de suaves tejas negras.

Desde el punto de vista local, se trataba de una casa lujosa, muy superior a la de sus padres, pero mi abuela se sentía sola y desdichada. Contaba con varios sirvientes, entre ellos un portero, un cocinero y dos doncellas. Su tarea no consistía tan sólo en servir, sino también en hacer las veces de guardianes y espías. El portero tenía instrucciones de no permitir la salida de mi abuela bajo ninguna circunstancia. Antes de su partida, y a modo de advertencia, el general Xue relató a mi abuela una historia referente a otra de sus concubinas. Tras descubrir que había mantenido una aventura con uno de los sirvientes masculinos, la había atado a la cama y le había introducido un trapo en la boca. A continuación, había hecho verter alcohol sobre el tejido, hasta que asfixió lentamente a la mujer. «Claro está, no podía concederle el placer de una muerte rápida. El acto más vil que puede cometer una mujer es traicionar a su marido», había dicho. En lo que se refería a cuestiones de infidelidad, un hombre como el general Xue sentiría mucho más odio por la mujer que por el hombre. «En cuanto a su amante, me limité a mandarlo fusilar», añadió en tono indiferente. Mi abuela nunca supo si todo aquello había sucedido realmente o no, pero a sus quince años de edad quedó inevitablemente petrificada al oírlo.

A partir de aquel momento, vivió en un estado constante de temor. Dado que apenas salía, se vio obligada a crearse un mundo propio entre aquellas cuatro paredes. Pero ni siquiera allí se sentía dueña de su propia casa, y había de dedicar largos ratos a halagar a sus sirvientes para evitar que inventaran historias acerca de ella (algo tan corriente que se consideraba casi inevitable). Les hacía numerosos presentes, y organizaba asimismo partidas de mah-jongg, ya que al ganador le correspondía siempre entregar una generosa propina a la servidumbre.

Nunca careció de dinero. El general Xue le enviaba una pensión fija que le era entregada mensualmente por el director de su casa de empeños, quien también se encargaba de los recibos de sus pérdidas en las partidas de mah-jongg.

La celebración de partidas de mah-jongg formaba parte habitual de la vida de las concubinas chinas, al igual que lo era fumar opio, una droga siempre disponible y considerada un medio de mantener satisfechas a las personas en su situación: drogadas… y dependientes. En su intento por luchar contra la soledad, muchas concubinas se convertían en adictas. El general Xue animó a mi abuela a desarrollar el hábito, pero ésta hizo caso omiso de sus recomendaciones.

Prácticamente las únicas veces que se le permitía salir de casa era cuando iba a la ópera. Aparte de eso, se veía obligada a permanecer todos los días sentada en casa, de la mañana a la noche. Leía mucho, especialmente obras de teatro y novelas, y cuidaba sus flores favoritas -balsamina, hibisco, dondiego y rosas de Sharon- en tiestos que conservaba en el patio, donde también cultivaba bonsáis. Su otro consuelo dentro de aquella jaula de oro era un gato que poseía.

Se le permitía visitar a sus padres, pero incluso eso era contemplado con malos ojos, y no podía quedarse a pasar la noche con ellos. Aunque se trataba de las únicas personas con las que podía hablar, visitarles se convirtió para ella en una pesadilla. Su padre había sido ascendido a jefe adjunto de la policía local por su relación con el general Xue, lo que le había permitido adquirir tierras y propiedades. Cada vez que mi abuela abría la boca para decir lo desdichada que era, su padre respondía con un sermón en el que afirmaba que una mujer virtuosa debería suprimir sus emociones y no desear nada que rebasara las obligaciones que debía a su esposo. El hecho de que le echara de menos era bueno, pues era virtuoso, pero las mujeres no debían protestar. De hecho, una mujer como es debido no debía tener siquiera puntos de vista propios; y si los tenía, desde luego no debía ser tan osada como para hablar de ellos. Solía citar un viejo dicho chino: «Si estás casada con un pollo, obedece al pollo; si estás casada con un perro, obedece al perro.»


Transcurrieron seis años. Al principio se cruzaron unas pocas cartas; luego, silencio total. Incapaz de eliminar su energía y su frustración sexual, imposibilitada siquiera de caminar a grandes zancadas debido a sus pies vendados, mi abuela se veía limitada a recorrer la casa a pasitos. Al principio, depositó todas sus esperanzas en recibir algún mensaje, a la vez que repasaba mentalmente una y otra vez su breve vida con el general. Llegó incluso a recordar con nostalgia la sumisión física y psicológica que sufría junto a él. Le echaba mucho de menos, a pesar de que sabía que no era sino una más de tantas de sus concubinas que salpicaban el territorio chino y de que nunca había alimentado la idea de pasar el resto de su vida con él. Incluso así, le añoraba, ya que representaba su única posibilidad de poder llevar una vida digna de ese nombre.

Sin embargo, a medida que las semanas se convertían en meses, y los meses en años, su nostalgia fue amortiguándose. Llegó a darse cuenta de que, para él, ella no era sino un juguete que podía coger y soltar según le apeteciera. Ya no tenía nada sobre lo que enfocar su inquietud, ahora permanentemente oprimida por una especie de camisa de fuerza. Las ocasiones en que lograba estirar sus extremidades se sentía tan agitada que no sabía qué hacer consigo misma. Algunas veces, llegaba a desplomarse inconsciente sobre el suelo. Habría de sufrir episodios similares durante el resto de su vida.

Por fin, un día, seis años después de haberle visto salir por la puerta como si tal cosa, apareció su «esposo». El reencuentro fue muy distinto de lo que había soñado al comienzo de su separación. Entonces, en sus fantasías, había planeado entregarse total y apasionadamente a él, pero ahora apenas lograba despertar en sí misma una reservada conciencia de su deber. Por otra parte, le angustiaba la idea de haber podido ofender a alguno de los sirvientes o de que éstos inventaran historias destinadas a congraciarse con el general y destrozar su vida. Pero todo transcurrió apaciblemente. El general, quien ya había superado la cincuentena, parecía haberse suavizado, y su aspecto ya no era tan majestuoso como antes. Tal y como mi abuela esperaba, en ningún momento mencionó dónde había estado, el motivo por el que había partido tan abruptamente ni por qué había vuelto, y ella no se lo preguntó. Aparte del hecho de que no deseaba recibir una reprimenda por mostrarse demasiado curiosa, lo cierto era que no le importaba.

De hecho, durante todo este tiempo el general no se había alejado mucho. Había llevado la vida tranquila propia de un rico dignatario retirado, dividiendo su tiempo entre su casa de Tianjin y su residencia campestre, situada en las proximidades de Lulong. El mundo en el que había prosperado se estaba convirtiendo en algo perteneciente al pasado. Los jefes militares se habían derrumbado junto con su sistema feudal, y la mayor parte de China se hallaba controlada por una única fuerza -el Kuomintang, o Ejército nacionalista- liderado por Chiang Kai-shek. Con objeto de señalar la ruptura con el caótico pasado de la nación y a la vez proporcionar la apariencia de estabilidad y de nuevo comienzo, el Kuomintang trasladó la capital desde Pekín («Capital Septentrional») a Nanjing («Capital Meridional»). En 1928, el cacique de Manchuria, Chang Tso-lin, conocido como el Viejo Mariscal, fue asesinado por los japoneses, quienes mostraban una actividad creciente en la zona. El hijo del Viejo Mariscal, Chang Hsueh-liang (conocido como el Joven Mariscal), se alió con el Kuomintang y unió formalmente a Manchuria con el resto de China. Sin embargo, el Gobierno del Kuomintang nunca llegó a establecerse de un modo real en aquella región.

La visita del general Xue a mi abuela no duró mucho. Al igual que había sucedido la primera vez, anunció súbitamente su marcha al cabo de unos pocos días. La noche antes de partir, pidió a mi abuela que se trasladara a vivir con él a Lulong. La petición la dejó sin aliento. Si le ordenaba ir con él, sería como verse condenada a cadena perpetua bajo el mismo techo de su mujer y del resto de sus concubinas. Se sintió invadida por una oleada de pánico. Sin dejar de aplicarle masaje en los pies, le rogó suavemente que le permitiera quedarse en Yixian. Alabó su bondad al haber prometido a sus padres que no la separaría de ellos, y le recordó discretamente que su madre no gozaba de buena salud: acababa de dar a luz a su tercer hijo, el tan deseado varón. Dijo que preferiría observar sus deberes filiales de lealtad y al mismo tiempo servir, claro está, a su dueño y señor siempre que se dignara obsequiar a Yixian con su presencia. Al día siguiente, empaquetó las pertenencias de su esposo y éste partió solo. Tal y como había hecho al llegar, aprovechó su despedida para cubrir de joyas a mi abuela: oro, plata, jade, perlas y esmeraldas. Al igual que muchos hombres de su mentalidad, creía que era así como se conquistaba el corazón de una mujer. Sin embargo, para las mujeres como mi abuela las joyas constituían su única forma de seguro.

Poco tiempo después, advirtió que estaba embarazada. En el decimoséptimo día de la tercera luna de la primavera de 1931, dio a luz a una niña: mi madre. Escribió al general Xue para hacérselo saber, y él respondió diciendo que la llamara Bao Qin y que la llevara a Lulong tan pronto como fuera lo bastante fuerte para viajar.

Mi abuela se encontraba feliz con su niña. Ahora, pensó, su vida tenía un objetivo, y descargó todo su amor y su energía sobre mi madre. Transcurrió un año de felicidad. El general Xue escribió numerosas veces pidiéndole que fuera a Lulong, pero ella siempre se las arregló para evitarlo. Por fin, un día del verano de 1932 llegó un telegrama en el que se informaba a mi abuela de que el general Xue se encontraba seriamente enfermo y se le ordenaba llevar a su hija inmediatamente ante su presencia. El tono de la misiva dejaba bien claro que esta vez no debía negarse.

Lulong se encontraba a algo más de trescientos kilómetros de distancia, y para mi abuela el trayecto constituía un esfuerzo considerable, ya que nunca había viajado. Por otra parte, resultaba sumamente difícil viajar con los pies vendados; transportar equipaje era casi imposible, especialmente con un niño pequeño en brazos. Mi abuela decidió llevar con ella a su hermana Yu-lan, de catorce años de edad, a la que llamaba Lan.

El viaje fue toda una aventura. La zona se hallaba una vez más sumida en la agitación. En septiembre de 1931, y tras extender inexorablemente su influencia en la región, Japón había lanzado una invasión de Manchuria en gran escala y las tropas japonesas habían ocupado Yixian el 6 de enero de 1932. Dos meses más tarde, los japoneses proclamaron la fundación de un nuevo estado, al que denominaron Manchukuo («País manchú»). Su territorio cubría la mayor parte del nordeste de China (una extensión similar a la de Francia y Alemania juntas). Los japoneses declararon la independencia de Manchukuo, pero lo cierto es que la zona no dejaba de ser una marioneta de Tokio. En el poder instalaron a Pu Yi quien, de niño, había sido el último emperador de China. Al principio, le nombraron Presidente, pero más tarde, en 1934, fue declarado Emperador de Manchukuo. Todo aquello tenía poca importancia para mi abuela, quien apenas mantenía contacto con el mundo exterior. En general, la población se mostraba fatalista en lo que se refería a sus líderes, dado que nadie podía intervenir en su selección. Para muchos, Pu Yi, en su condición de emperador Manchú e Hijo del Cielo, era el soberano lógico. Veinte años después de la revolución republicana, no había una nación unificada que pudiera reemplazar el mandato del emperador, ni existía en Manchuria un concepto generalizado de ciudadanía de algo llamado «China».

Un cálido día del verano de 1932, mi abuela, su hermana y mi madre tomaron el tren que conectaba Yixian con el Sur y abandonaron Manchuria a través del pueblo de Shanhaiguan, donde la Gran Muralla atraviesa las montañas casi hasta llegar al mar. A medida que el tren avanzaba por las llanuras costeras, podían advertir los cambios en el paisaje: en lugar de las llanuras desnudas y pardoamarillentas de Manchuria, podían distinguir una tierra más oscura y una vegetación más densa, casi lujosa comparada con la del Nordeste. Poco después de atravesar la Gran Muralla, el tren enfiló tierra adentro, y aproximadamente una hora más tarde se detuvo en un pueblo llamado Changli donde se apearon frente a un edificio de tejados verdes parecido a las estaciones de ferrocarril de Siberia.

Mi abuela alquiló una carreta de caballos y se dirigió hacia el Norte a lo largo de una carretera polvorienta y llena de baches en dirección a la mansión del general Xue, situada a unos treinta kilómetros, junto a las murallas de un pequeño pueblo llamado Yanheying, que otrora había sido uno de los principales campamentos militares y, por ello, era visitado frecuentemente por los emperadores manchúes y su corte. Desde entonces, la carretera había adquirido el nombre de Ruta imperial. Se hallaba bordeada de álamos cuyas hojas de color verde pálido destellaban a la luz del sol. Tras ellos, sobre el terreno arenoso, se extendían huertos de melocotoneros. Sin embargo, cubierta de polvo y sacudida por las irregularidades del terreno, mi abuela apenas disfrutaba del paisaje. Sobre todo, le inquietaba no saber qué habría de encontrar al final de su trayecto.

Cuando vio la mansión por primera vez se sintió sobrecogida por su grandeza. La inmensa puerta principal se hallaba custodiada por hombres armados, quienes se mantenían en posición de firmes junto a enormes estatuas de leones reclinados. Había una hilera compuesta por ocho estatuas para atar a los caballos: cuatro de ellas representaban elefantes, y monos las restantes. Ambos animales habían sido elegidos por su afortunado sonido: en chino, las palabras «elefante» y «puesto importante» poseen el mismo sonido (xiang), lo que también ocurre en el caso de «mono» y «aristocracia» (hou).

A medida que la carreta atravesaba la verja exterior para entrar en el patio, lo único que mi abuela pudo ver fue un enorme muro blanco situado frente a ella; a un lado, se abría una segunda puerta. Se trataba de una clásica estructura china, diseñada con un muro de ocultamiento con el objeto de evitar que los extraños pudieran atisbar el interior de la propiedad, a la vez que de impedir que cualquier atacante pudiera disparar o irrumpir directamente a través de la verja principal.

Tan pronto como atravesaron la verja interior, mi abuela vio aparecer junto a ella a un sirviente que, con ademán autoritario, le arrebató la criatura. Otro sirviente la condujo escaleras arriba y la introdujo en la sala de estar de la esposa del general Xue.

Tan pronto como penetró en la estancia, mi abuela se arrodilló en un profundo kowtow y dijo, «Mis saludos, señora», tal y como exigía la etiqueta. A la hermana de mi abuela no se le permitió el acceso a la habitación, sino que por el contrario hubo de esperar fuera, como una sirvienta. No se trataba de un ataque personal: sencillamente, los parientes de las concubinas no recibían el trato otorgado a la familia. Una vez que mi abuela hubo realizado un número aceptable de kowtows, la esposa del general le dijo que podía incorporarse, utilizando para ello una fórmula de tratamiento con la que inmediatamente estableció el lugar que ocuparía mi abuela en la jerarquía familiar, esto es, como una simple querida de segundo orden más cercana a los altos sirvientes que a la esposa.

La esposa del general le ordenó sentarse. Mi abuela hubo de tomar una rápida decisión. En los hogares chinos tradicionales, el lugar en que uno se sienta refleja la categoría que posee. La esposa del general Xue se hallaba sentada en el extremo norte de la estancia, tal y como convenía a una dama de su alcurnia. Junto a ella, si bien separada por una mesa auxiliar, había otra silla igualmente enfrentada al sur: el asiento del general. A lo largo de los dos costados de la estancia se extendían sendas hileras de sillas destinadas a visitantes de distintas categorías. Mi abuela retrocedió y se sentó en una de las más próximas a la puerta en señal de humildad. Sin embargo, la esposa del general le rogó que avanzara… un poco. No podía por menos de mostrar cierta generosidad.

Cuando mi abuela se hubo sentado, la esposa le dijo que a partir de entonces su hija sería criada como si su madre fuese ella (la esposa), y que sería a ella a quien llamaría «mamá» en lugar de a mi madre. Mi abuela debía tratar a la criatura como cualquier doncella de la casa, y comportarse de acuerdo con tal categoría.

Llamaron a una doncella para que despidiera a mi abuela, quien sintió como si se le partiera el corazón. Pero reprimió sus sollozos y no dio rienda suelta a su dolor hasta que no se encontró en su habitación. Aún tenía los ojos rojos cuando la requirieron para ser presentada a la segunda concubina del general Xue, su favorita, encargada de administrar la hacienda. Era una muchacha hermosa, con un rostro delicado, y para sorpresa de mi abuela era considerablemente amable. Sin embargo, no se atrevió a llorar delante de ella. En aquella atmósfera nueva y desconocida, percibía de un modo instintivo que la cautela sería su mejor política.

Algo más tarde, se le comunicó que iba a ser llevada a presencia de su «marido». El general se hallaba tendido sobre un kang. El kang era la cama típicamente utilizada en todo el norte de China: consistía en una gran superficie plana y rectangular de apenas un metro de altura, caldeada desde la parte inferior por una estufa de ladrillo. A su alrededor se arrodillaban un par de doncellas o concubinas, ocupadas en aplicarle masaje en las piernas y el estómago. El general Xue tenía los ojos cerrados, y su aspecto era terriblemente cetrino. Mi abuela se inclinó sobre el borde de la cama y silabeó su nombre suavemente. El general abrió los ojos y logró distender sus labios con una débil sonrisa. Mi abuela depositó a mi madre sobre la cama y dijo, «Ésta es Bao Qin». Con lo que pareció un enorme esfuerzo, el general Xue acarició la cabeza de mi madre y dijo, «Bao Qin ha salido a ti; es muy hermosa». A continuación, cerró los ojos.

Mi abuela pronunció el nombre de su esposo en voz alta, pero éste mantuvo los ojos cerrados. No era difícil adivinar que se encontraba gravemente enfermo, acaso moribundo, por lo que tomó de nuevo a mi madre en sus brazos y la oprimió fuertemente contra su pecho. Sin embargo, tan sólo disfrutó de unos segundos para ello antes de que la esposa del general, quien hasta entonces había estado revoloteando con impaciencia por la estancia, comenzara a tirarle de la manga. Ya en el exterior, la esposa previno a mi madre de que no debería importunar demasiado al amo; de hecho, sería mejor que no le viera en absoluto y que permaneciera en su habitación hasta que se solicitara su presencia.

Mi abuela se sintió aterrorizada. En su calidad de concubina, tanto su futuro como el de su hija se hallaban en peligro, acaso en un peligro mortal. Carecía de derechos. Si el general moría, se encontraría a merced de su esposa, quien poseería entonces un derecho absoluto sobre su vida o su muerte. Podía hacer lo que se le antojara: venderla a un hombre rico o, incluso, entregarla a un burdel, costumbre por entonces bastante corriente. En tal caso, mi abuela no volvería a ver a su hija. Sabía que ambas debían partir de allí lo antes posible.

Tan pronto regresó a su habitación, se esforzó por tranquilizarse y comenzó a planear su huida. Sin embargo, cuando intentaba pensar sentía como si su cabeza se inundara de sangre. Sentía sus piernas tan débiles que no podía caminar sin apoyarse en el mobiliario. No pudo evitar el derrumbarse una vez más, y comenzó a sollozar. En parte, por rabia, ya que no lograba ver una vía de escape a su situación. Lo peor de todo era que pensaba que el general podía morir en cualquier momento, dejándola para siempre indefensa.

Poco a poco, logró dominar sus nervios y se esforzó por pensar con claridad. Comenzó a revisar la mansión de un modo sistemático. Se hallaba dividida en distintos patios distribuidos de tal modo que ocupaban una gran finca rodeada por altos muros. Había algunos cipreses, algunos abedules y algunos ciruelos de invierno, pero ninguno de ellos se encontraba lo suficientemente cerca de los muros. Con objeto de asegurar que ningún posible asesino contara con medio alguno de ocultarse, ni siquiera se observaba la presencia de grandes arbustos. Las dos puertas que conducían al exterior del jardín se encontraban cerradas con un candado, y la verja principal estaba guardada por sirvientes armados.

A mi abuela no se le permitía abandonar la zona amurallada. Se hallaba autorizada para ver al general a diario, pero tan sólo durante las visitas organizadas dispuestas para el resto de las mujeres. Apenas tenía oportunidad de deslizarse junto a su cama y murmurar, «Os saludo, mi señor».

Entretanto, comenzó a formarse una idea más clara del resto de los «.personajes que habitaban la casa. Aparte de la esposa del general, su segunda concubina parecía ser la persona más importante. Mi abuela descubrió que había ordenado a los sirvientes que la trataran bien, lo que facilitaba considerablemente su situación. En una hacienda de estas características, la actitud de los sirvientes se hallaba determinada por la categoría de aquellos a quienes se veían obligados a servir. Tan pronto adulaban a las personas más favorecidas como maltrataban a quienes habían caído en desgracia.

La segunda concubina tenía una hija algo mayor que mi madre, lo que representaba un vínculo adicional entre ambas mujeres, a la vez que constituía un motivo que explicaba el favor que la primera gozaba frente al general Xue, quien no tenía otros hijos aparte de mi madre.

Transcurrido un mes, durante el cual logró trabar bastante amistad con ambas concubinas, mi abuela acudió a presencia de la esposa del general y le comunicó que necesitaba regresar en busca de más ropa. La esposa le concedió su permiso, pero cuando mi abuela le preguntó si podía llevar consigo a su hija para que se despidiera de sus abuelos, respondió con una negativa. La estirpe de los Xue no había de abandonar el recinto del hogar paterno.

Así pues, mi abuela enfiló sola la polvorienta carretera que conducía a Changli. Una vez que el cochero la hubo dejado en la estación de ferrocarril, comenzó a hacer preguntas a las personas que por allí había. Descubrió dos jinetes dispuestos a proporcionarle el medio de transporte que precisaba. Tras esperar la caída de la noche, utilizó un atajo para regresar apresuradamente a Lulong en compañía de ellos y de sus caballos. Uno de los hombres la sentó en su silla y cabalgó en cabeza durante todo el trayecto sin soltar en ningún momento las riendas.

Cuando llegaron a la mansión, mi abuela se dirigió a una de las entradas posteriores y anunció su presencia con una señal preestablecida. Tras un corto intervalo que a ella se le antojó de varias horas -aunque apenas ocupó unos pocos minutos- la verja se abrió y la luna iluminó la figura de su hermana, sosteniendo a mi madre en brazos. El cerrojo había sido abierto por su amiga, la segunda concubina, quien lo había destrozado con hacha para que pareciera que alguien lo había forzado.

Mi abuela apenas dispuso de tiempo para abrazar rápidamente a mi madre. Por otra parte, tampoco deseaba despertarla, temerosa de que su llanto alertara a los guardas. Tras atar a mi madre a la espalda de uno de los jinetes, ella y su hermana montaron en los dos caballos y desaparecieron en la noche. Los jinetes habían recibido una recompensa generosa, por lo que procuraron apresurar el paso. Al amanecer se encontraban en Changli, y antes de que nadie pudiera dar la alarma, ambas mujeres habían tomado ya el tren que conducía al Norte. Al atardecer, cuando el tren hizo finalmente su entrada en Yixian, mi abuela se desplomó sobre el suelo y permaneció allí largo rato, incapaz de moverse.

Se hallaba relativamente a salvo, a casi trescientos kilómetros de Lulong y fuera del alcance de los habitantes de la hacienda Xue. No podía llevar a mi madre a casa por miedo a los sirvientes, por lo que rogó a una antigua amiga del colegio si no le importaría ocultarla en la suya. La amiga vivía en casa de su suegro, un médico manchú llamado doctor Xia, de quien se sabía que era un hombre bondadoso que jamás traicionaría a nadie, y menos a un amigo.

La hacienda Xue nunca hubiera perdido el tiempo en perseguir a mi abuela, una simple concubina. El problema era mi madre, una descendiente por línea directa. Mi abuela envió un telegrama a Lulong en el que informaba que mi madre había caído enferma durante el viaje en tren y había muerto. A ello siguió una espera angustiosa durante la que los estados de humor de mi abuela variaron constantemente. En ocasiones, confiaba en que la familia hubiera creído su relato pero, a continuación, se atormentaba a sí misma pensando que quizá no fuera así, que acaso se proponían enviar una pandilla de matones para secuestrarla a ella junto con su hija. Por fin, se consoló pensando que la familia Xue se hallaría demasiado preocupada por el inminente fallecimiento del patriarca para gastar energía en inquietarse acerca de ella, y que probablemente las mujeres que habitaban en la hacienda salían al fin y al cabo ganando con la ausencia de su hija.

Una vez se hizo a la idea de que la familia Xue iba a dejarla en paz, mi abuela se retiró discretamente a su casa de Yixian en compañía de mi madre. Ni siquiera le preocupaban ya los sirvientes, puesto que sabía que su «esposo» no había de acudir. No hubo noticias de Lulong durante más de un año, hasta que en el otoño de 1933 llegó un telegrama que informaba de que el general Xue había muerto, por lo que se reclamaba la presencia inmediata de mi abuela en Lulong para el funeral.

El general había muerto en Tianjin, en el mes de septiembre. Su cuerpo fue devuelto a Lulong en un féretro lacado cubierto por un manto de seda bordada. Le acompañaban otros dos ataúdes, uno igualmente lacado y revestido de seda y el otro fabricado de madera basta y sin forrar. El primero contenía el cuerpo de una de sus concubinas, quien se había envenenado con opio para acompañarle en el momento de su muerte, lo que se consideraba el máximo grado posible de lealtad conyugal. En su honor, la mansión del general Xue se vio posteriormente adornada con una placa escrita por el célebre general Wu Pei-fu. El segundo ataúd contenía los restos de otra concubina, muerta dos años atrás de fiebres tifoideas. Su cadáver había sido exhumado para ser nuevamente sepultado junto al general Xue, tal y como era la costumbre. El féretro era de madera sencilla debido a que la horrible enfermedad que había terminado con su vida la convertía en un símbolo de mala fortuna. Ambos féretros habían sido rellenados con recipientes de mercurio y carbón vegetal para evitar la descomposición de los cuerpos, y en las bocas de ambas mujeres había sido introducida una perla.

El general Xue y las dos concubinas fueron sepultados en la misma tumba; con el tiempo, tanto su esposa como el resto de las concubinas ocuparían un lugar junto a ellos. Durante el funeral, la tarea esencial de sostener una bandera para reclamar el espíritu del fallecido debía ser llevada a cabo por el hijo del muerto. Dado que el general no tenía hijos, su esposa adoptó a su sobrino -de diez años de edad- para que desempeñara tal labor. El muchacho se ocupó asimismo de otro ritual, consistente en arrodillarse junto al féretro y gritar «¡Cuidado con los clavos!». La tradición afirmaba que, en caso contrario, el fallecido podría herirse con ellos.

La sepultura había sido escogida por el propio general Xue según los principios de la geomancia. Se hallaba situada en un lugar hermoso y apacible desde el que se divisaban las distantes montañas situadas al Norte. La parte frontal daba a un arroyo que discurría entre los eucaliptos que se alzaban en dirección Sur. Dicha localización simbolizaba el deseo de dejar tras de sí elementos sólidos con los cuales contar: las montañas, por una parte, y el reflejo glorioso del sol frente a él como símbolo del nacimiento de la prosperidad.

Mi abuela, sin embargo, nunca conoció aquel lugar: hizo caso omiso de la llamada y no estuvo presente en el funeral. Poco después, el director de la casa de empeños dejó de hacerle llegar su pensión. Al cabo de una semana aproximadamente sus padres recibieron una carta de la esposa del general Xue, según la cual las últimas palabras de mi abuelo habían devuelto la libertad a mi abuela; ello resultaba excepcionalmente avanzado para la época, y ésta apenas podía creer en su buena fortuna.

Con tan sólo veinticuatro años de edad, era libre.

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