Con Mao, toda una generación de adolescentes creció a la espera de lanzarse a la lucha contra los enemigos de clase, ya que los vagos llamamientos a la Revolución Cultural que aparecían en la prensa habían llegado a crear la sensación de una «guerra» inminente. Algunos jóvenes políticamente perspicaces intuían que su ídolo, Mao, poseía una implicación directa en ello, y el adoctrinamiento recibido no les daba otra opción que ponerse de su lado. A comienzos de junio, unos cuantos activistas procedentes de una escuela de enseñanza media dependiente de una de las universidades chinas de mayor prestigio -la de Qinghua, en Pekín- se habían reunido en diversas ocasiones para discutir la estrategia de la inminente batalla y habían decidido llamarse a sí mismos la Guardia Roja del Presidente Mao. A la hora de buscar un lema propio, recurrieron a una cita de Mao recientemente aparecida en el Diario del Pueblo: «La rebelión está justificada.»
Aquellos primeros guardias rojos eran hijos de altos funcionarios. Sólo ellos podían sentirse lo suficientemente seguros como para dedicarse a actividades de este tipo. Asimismo, se habían educado en un ambiente político, por lo que se mostraban más interesados en la intriga política que la mayoría de los chinos. Tan pronto como advirtió su existencia, la señora Mao les concedió audiencia para el mes de julio. El 1 de agosto, Mao realizó un gesto desacostumbrado: les escribió una carta abierta en la que les ofrecía su «más cálido y vigoroso apoyo». Aprovechaba, además, la carta para modificar sutilmente sus palabras anteriores, indicando que «La rebelión contra los reaccionarios está justificada». Para unos jovenzuelos fanáticos, aquello fue como si se les hubiera aparecido Dios. Después de aquello, surgieron grupos de guardias rojos por todo Pekín y, posteriormente, por toda China.
Mao quería que la Guardia Roja constituyera su fuerza de choque. Podía advertir que el pueblo no estaba respondiendo a sus repetidos llamamientos para atacar a los seguidores del capitalismo. El Partido Comunista poseía un número considerable de simpatizantes y, lo que es más, la lección de 1957 aún seguía fresca en las mentes de todos. También entonces, Mao había solicitado a la población que expresara sus críticas hacia los funcionarios del Partido, pero aquellos que habían aceptado su invitación habían terminado siendo calificados de derechistas y consecuentemente purgados. La mayoría de la gente sospechaba que se estaba repitiendo aquella misma táctica de «sacar a las serpientes de sus madrigueras para cortarles la cabeza».
Si quería que la población entrara en acción, Mao debería quitar autoridad al Partido y concentrar en sí mismo una lealtad y obediencia absolutas. Para lograr esto necesitaba crear terror, un terror tan intenso que paralizara cualquier otra consideración y neutralizara cualquier otro temor. Veía en los muchachos y muchachas adolescentes sus agentes ideales. Todos ellos se habían criado bajo un fanático culto a la personalidad de Mao y en la doctrina militante de la lucha de clases. Poseían todas las cualidades de la juventud: eran rebeldes, intrépidos, deseosos de luchar por una causa justa, sedientos de acción y aventura. También eran irresponsables, ignorantes, fáciles de manipular… e inclinados a la violencia. Sólo ellos podrían proporcionar a Mao la inmensa fuerza que necesitaba para aterrorizar a toda la sociedad y crear un caos que sacudiera -y luego destrozara- los cimientos del Partido. Una de las consignas resumía a la perfección la misión de la Guardia Roja: «¡Declaramos una guerra sangrienta contra cualquiera que ose oponerse a la Revolución Cultural o al Presidente Mao!»
Hasta entonces, todas las políticas y las órdenes se habían transmitido a través de un sistema estrechamente controlado y situado enteramente en manos del Partido. Mao dejó de lado aquella vía y se dirigió directamente a la juventud en masa. Para ello, combinó dos métodos completamente distintos: por un lado, una retórica rimbombante difundida abiertamente por la prensa; por otro, una manipulación y agitación conspiratorias por parte de la Autoridad de la Revolución Cultural y, especialmente, por su esposa. Ambas eran quienes proporcionaban el auténtico significado de dicha retórica. Ciertas frases, tales como «rebelión contra la autoridad», «revolución en la educación», «destrucción del viejo mundo para permitir el nacimiento de un mundo nuevo» y «creación de un nuevo hombre» -expresiones, todas ellas, por las que muchas personas del mundo occidental se sintieron atraídas durante los años sesenta-, se interpretaron como llamadas a una acción violenta. Mao era consciente de la violencia que latía en los jóvenes, y afirmaba que al estar bien alimentados y no tener que preocuparse por sus estudios resultaría sencillo agitarlos y servirse de su energía sin límites para causar estragos.
Para despertar una violencia colectiva controlada entre los jóvenes era necesario disponer de víctimas. Los objetivos más evidentes de cualquier colegio eran los profesores, algunos de los cuales ya habían estado en el punto de mira de los equipos de trabajo y las autoridades académicas a lo largo de los últimos meses. Ahora, se abalanzaron sobre ellos los jóvenes rebeldes. Los profesores constituían mejor objetivo que los padres, a los que únicamente hubiera podido atacarse de un modo individual y aislado. Además, representaban en la cultura china una figura de autoridad más importante que la de los progenitores. Así, apenas hubo escuela china en la que los profesores no se vieran insultados y golpeados, a veces con consecuencias fatales. Algunos alumnos organizaron prisiones en las que sus maestros eran torturados.
Sin embargo, aquello no bastaba por sí mismo para generar la clase de terror que perseguía Mao. El 18 de agosto se convocó un gigantesco mitin en la plaza de Tiananmen, situada en el centro de Pekín, al que asistieron más de un millón de jóvenes participantes. Lin Biao apareció por primera vez en público como brazo derecho y portavoz de Mao. Pronunció un discurso en el que exhortaba a la Guardia Roja a que saliera de sus colegios y «pusiera fin a las cuatro antigüedades», en otras palabras, «a las antiguas ideas, la antigua cultura, las antiguas costumbres y los antiguos hábitos».
En respuesta a aquella incierta llamada, la Guardia Roja se lanzó a la calle en todas las poblaciones chinas para dar rienda suelta a su vandalismo, fanatismo e ignorancia. Arrasaron las casas particulares, destrozaron sus antigüedades y rompieron sus pinturas y obras caligráficas. Se encendieron hogueras en las que ardían los libros. Muy pronto, casi todos los tesoros conservados en colecciones privadas resultaron destruidos. Numerosos escritores y artistas se suicidaron tras haber sido cruelmente apaleados, humillados y forzados a contemplar cómo su obra era reducida a cenizas. Se tomaron por asalto los museos. El saqueo alcanzaba a todo aquello que fuera antiguo, incluyendo palacios, templos, sepulcros antiguos, estatuas, pagodas y murallas. Las pocas cosas que sobrevivieron, tales como la Ciudad Prohibida, lo lograron gracias a que Zhou Enlai había enviado el Ejército a defenderlas con órdenes específicas de que debían ser protegidas. La Guardia Roja sólo insistía en su empeño si se veía incitada a ello.
A las acciones de la Guardia Roja, Mao respondió con un «¡Muy bien hecho!», y ordenó a la nación que los apoyara.
Animó a la Guardia Roja a que ampliara su abanico de objetivos a fin de aumentar el terror ya existente. Destacados escritores, artistas, eruditos y profesionales reconocidos que habían gozado de una consideración privilegiada bajo el régimen comunista, se vieron categóricamente condenados como autoridades burguesas reaccionarias. La Guardia Roja comenzó a atacarlos con la ayuda de aquellos de sus colegas que les odiaban, ya fuera por envidia o fanatismo. Estaban, además, los viejos «enemigos de clase»: antiguos terratenientes y capitalistas, personas relacionadas con el Kuomintang y aquellos que habían sido condenados por derechistas en anteriores campañas políticas… todos ellos, y sus hijos.
Había numerosos «enemigos de clase» que no habían sido ejecutados ni enviados a campos de trabajo, sino que habían permanecido bajo observación. Antes de la Revolución Cultural, a la policía sólo le estaba permitido proporcionar información acerca de ellos al personal autorizado. Dicha política, sin embargo, cambió. Xie Fuzhi, jefe de policía y uno de los vasallos de Mao, ordenó a sus hombres que entregaran a los «enemigos de clase» a la Guardia Roja y le informaran de aquellos crímenes que hubieran cometido, tales como intentar derrocar el Gobierno comunista.
A diferencia del tormento legal, la tortura había permanecido abolida hasta el comienzo de la Revolución Cultural. Ahora, Xie ordenó a sus policías «que no se sintieran limitados por las antiguas normas, independientemente de que éstas hubieran sido dictadas por las autoridades policiales o por el Estado». Tras anunciar que «Yo no estoy a favor de apalear a las personas hasta la muerte», añadió: «Sin embargo, si algunos [guardias rojos] detestan tanto a los enemigos de clase que desean su muerte, no hay necesidad de detenerles.»
El país se vio asolado por una ola de palizas y torturas, la mayor parte de las cuales tenían lugar durante los saqueos domiciliarios. Casi invariablemente, las familias eran obligadas a arrodillarse en el suelo y saludar a los guardias rojos con un kowtow, tras lo cual eran azotadas con los cinturones de cuero de los guardias rojos, rematados por hebillas de latón. Por fin, se afeitaba a todos sus miembros un lado de la cabeza, lo que se consideraba un humillante castigo conocido con el nombre de «cabeza yin y yang» debido a que recordaba el símbolo clásico chino del lado oscuro (yin) frente al lado iluminado (yang). La mayor parte de las pertenencias eran destrozadas o confiscadas.
En Pekín, donde la Autoridad de la Revolución Cultural podía incitar de cerca a los jóvenes, la situación fue incluso peor. Varios cines y teatros del centro fueron transformados en cámaras de tortura. Las víctimas eran arrastradas hasta ellos desde todas las zonas de Pekín, y los peatones evitaban pasar demasiado cerca, pues en las calles resonaban continuamente sus alaridos.
Los primeros grupos de guardias rojos se componían de hijos de altos funcionarios. Tan pronto como a éstos se unieron personas procedentes de otras categorías, algunos de los primeros ingeniaron el modo de conservar sus propios grupos especiales, tales como los denominados Piquetes. Mao y su camarilla adoptaron ciertos pasos calculados para incrementar su sensación de poder. En la segunda asamblea de masas de la Guardia Roja, Lin Biao apareció luciendo su brazalete, con lo que quería indicar que se sentía como uno de ellos. El 1 de octubre, Día Nacional, la señora Mao los nombró guardias de honor frente a la Puerta de la Paz Celeste de la plaza de Tiananmen. Como resultado, algunos de ellos desarrollaron una infame «teoría de la estirpe sanguínea» claramente resumida en la letra de una canción: «El hijo de un héroe siempre es un gran hombre; ¡un padre reaccionario no produce otra cosa que bastardos!» Armados con aquella «teoría», algunos hijos de altos oficiales se dedicaron a tiranizar e incluso torturar a aquellos jóvenes que tenían antecedentes «indeseables».
Mao permitió todo aquello con objeto de generar el clima de caos y terror que necesitaba. No se mostraba escrupuloso acerca de quiénes ejercían o sufrían la violencia. Aquellas primeras víctimas no eran su verdadero objetivo, y por otra parte Mao no apreciaba especialmente a su Guardia Roja ni tampoco confiaba en ella. Sencillamente, se limitaba a utilizarlos. Los vándalos y torturadores, por su parte, no siempre eran devotos de Mao sino que simplemente se dedicaban a disfrutar del permiso recibido para poner en práctica sus peores instintos.
Tan sólo una pequeña proporción de guardias rojos fue directamente responsable de actos de crueldad y violencia. Muchos pudieron evitar tomar parte en ella gracias a que la Guardia Roja era una organización aún tan desdibujada que no podía forzar físicamente a sus miembros a cometer atrocidades. De hecho, el propio Mao nunca ordenó a la Guardia Roja que matara, y sus instrucciones con referencia a los procedimientos violentos fueron siempre contradictorias. Uno podía admirar a Mao sin necesidad de cometer actos de maldad o violencia, y aquellos que gustaban de hacerlo podían, sencillamente, no echarle la culpa a él.
Sin embargo, el insidioso estímulo de Mao para la comisión de aquellas atrocidades era innegable. El 18 de agosto, con motivo del primero de una serie de ocho gigantescos mítines a los que, en total, asistieron trece millones de personas, el líder preguntó a una guardia roja cómo se llamaba. Cuando ésta respondió «Bin-bin», que significa «amable», Mao repuso en tono desaprobatorio, «Sé violenta» (yao-wu-ma). Mao rara vez hablaba en público, y aquella observación, ampliamente difundida, fue por supuesto aceptada como un evangelio. En el tercer mitin, celebrado el 15 de septiembre, en un momento en que la barbarie de la Guardia Roja se hallaba en su punto culminante, el portavoz oficial de Mao, Lin Biao, anunció situado junto al líder: «Soldados de la Guardia Roja: vuestras batallas siempre han seguido la dirección correcta. Habéis castigado como se merecían a los seguidores del capitalismo, a las autoridades burguesas reaccionarias, a las sanguijuelas y a los parásitos. ¡Habéis hecho lo correcto! ¡Y lo habéis hecho maravillosamente bien!» Al oír aquello, la multitud que llenaba la enorme plaza de Tiananmen prorrumpió en vítores histéricos, gritos ensordecedores de «Viva el presidente Mao», lágrimas incontrolables y juramentos de lealtad. Mao agitó la mano con ademán paternal, aumentando aún más el frenesí.
Mao controlaba a los guardias rojos de Pekín a través de su Autoridad de la Revolución Cultural, y posteriormente los envió a las provincias para instruir a los jóvenes locales acerca de lo que tenían que hacer. En Jinzhou, Manchuria, Yu-lin -hermano de mi abuela- y su esposa fueron apaleados y hubieron de exiliarse junto con sus dos hijos a una árida comarca del país. Yu-lin había caído bajo sospecha nada más llegar los comunistas por encontrarse en posesión de un carnet del servicio de inteligencia del Kuomintang, pero hasta entonces nada les había ocurrido a él ni a su familia. En aquella época, mis parientes no llegaron a enterarse de lo sucedido, ya que la gente evitaba intercambiar noticias. Tratándose de acusaciones tan voluntariosamente preparadas y consecuencias tan terribles, uno nunca sabía qué catástrofe podría abatir sobre sus corresponsales o éstos sobre él.
Los habitantes de Sichuan no podían imaginar el grado a que había llegado el terror en Pekín. En Sichuan se cometían menos fechorías, en parte porque los guardias rojos que allí había no habían sido directamente incitados por la Autoridad de la Revolución Cultural. Adicionalmente, la policía de Sichuan hacía oídos sordos a su ministro de Pekín, el señor Xie, y se negaba a entregar a los guardias rojos los «enemigos de clase» que mantenía bajo su control. No obstante, y al igual que en otras provincias del país, los guardias rojos de Sichuan terminaron por copiar las acciones de sus compañeros de Pekín. Se extendió por toda China un caos de características similares: un caos controlado. Los guardias rojos saqueaban las casas que se les autorizaba a asaltar, pero rara vez robaban de las tiendas. La mayor parte de los sectores, incluidos el comercio, los servicios postales y el transporte, funcionaban con normalidad.
En mi escuela se formó una organización de guardias rojos el 16 de agosto con la ayuda de algunos militantes procedentes de Pekín. Yo me había quedado en casa fingiendo estar enferma para así eludir las asambleas políticas y las terroríficas consignas, por lo que no me enteré de la creación del grupo hasta dos días después, cuando recibí una llamada telefónica en la que se reclamaba mi presencia para participar en la Gran Revolución Cultural del Proletariado. Cuando llegué a la escuela, advertí que muchos alumnos ostentaban orgullosamente brazaletes rojos inscritos con caracteres dorados en los que podían leerse las palabras guardia roja.
En aquellos primeros días, los recién creados guardias rojos contaban con el inmenso prestigio de ser considerados como hijos de Mao. Ni que decir tiene que se esperaba de mí que me uniera a ellos, por lo que presenté inmediatamente mi solicitud de ingreso al líder de los guardias rojos de mi curso, un muchacho de quince años llamado Geng que solía buscar constantemente mi compañía para luego tornarse tímido y torpe tan pronto estábamos juntos.
No pude evitar preguntarme cómo se las habría arreglado Geng para convertirse en guardia rojo, y él se mostraba enigmático al referirse a sus actividades. Sin embargo, para mí era evidente que en su mayor parte los guardias rojos eran hijos de altos funcionarios. Su jefe en la escuela era uno de los hijos del comisario Li, primer secretario del Partido para Sichuan. En cuanto a mi candidatura, no podía ser más lógica, ya que pocos alumnos tenían padres de posición tan elevada como la de los míos. Sin embargo, Geng me reveló en privado que se me consideraba blanda y demasiado inactiva, por lo que tendría que endurecerme antes de que mi solicitud pudiera ser estudiada.
Desde junio imperaba una norma tácita según la cual todos debíamos permanecer en la escuela ininterrumpidamente para dedicarnos en cuerpo y alma a la Revolución Cultural. Yo era una de las pocas que no lo había hecho hasta entonces, pero la idea de mostrarme perezosa había comenzado a antojárseme en cierto modo peligrosa, y me sentí obligada a quedarme. Los muchachos dormían en las aulas para que las chicas pudiéramos ocupar los dormitorios. Asimismo, los grupos de guardias rojos contaban con alumnos no pertenecientes a la organización que les acompañaban en sus numerosas actividades.
Al día siguiente de regresar a la escuela tuve que salir con varias decenas de compañeros para cambiar los nombres de las calles por otros más revolucionarios. La calle en la que yo vivía se llamaba Calle del Comercio, y nos detuvimos a debatir acerca de cómo rebautizarla. Alguno propuso Calle del Faro en honor al papel de guía que desempeñaban nuestros líderes provinciales del Partido. Otros sugirieron Calle de los Servidores Públicos ya que, según una cita de Mao, eso era lo que todo funcionario debía ser. Por fin, partimos sin decidirnos por nada debido a que no pudimos resolver un problema preliminar: la placa con el nombre estaba situada a demasiada altura y no podíamos alcanzarla. Que yo sepa, ninguno regresó nunca a intentarlo de nuevo.
Los guardias rojos de Pekín se mostraban, sin embargo, mucho más tenaces, y a nuestros oídos llegaron noticias de sus éxitos: la misión británica estaba ahora en la Avenida Antiimperialista, y la embajada rusa en la Avenida Antirrevisionista.
En Chengdu, las calles perdían sus antiguos nombres, tales como Cinco generaciones bajo un techo (una virtud recomendada por Confucio), Verdes son el álamo y el sauce (ya que el verde no era un color revolucionario) y El dragón de jade (símbolo del poder feudal) para convertirse en Destruyamos lo antiguo, Oriente es rojo y Revolución. En un conocido restaurante llamado La fragancia del dulce viento la placa fue destrozada y su nombre sustituido por el de El aroma de la pólvora.
Durante varios días el tráfico se vio sumido en una completa confusión. Se consideraba inaceptablemente contrarrevolucionario que el rojo indicara la obligación de detenerse. Lógicamente, tenía que significar avance. Y la circulación no debía realizarse, según la costumbre, por la derecha, sino que debía ser trasladada a la izquierda. Durante unos cuantos días, prohibimos a los policías de tráfico ejercer su labor y pasamos a controlar la circulación nosotros mismos. Yo había sido emplazada en un cruce con el encargo de decir a los ciclistas que circularan por la izquierda. En Chengdu no había demasiados automóviles y semáforos, pero en los grandes cruces de la ciudad se produjo un caos total. Por fin, las antiguas normas se impusieron de nuevo gracias a Zhou Enlai, quien se las arregló para convencer a los líderes de la Guardia Roja de Pekín. Los jóvenes, sin embargo, también hallaron justificación para ello: una guardia roja de mi escuela me dijo que en el Reino Unido se conducía por la izquierda, por lo que nosotros debíamos hacerlo por la derecha para reafirmar nuestro espíritu antiimperialista. Sin embargo, no hizo mención alguna de los Estados Unidos.
De niña nunca me habían atraído las actividades colectivas, y entonces, a los catorce años de edad, me producían una aversión aún mayor. Si logré suprimir aquel rechazo fue debido a la constante sensación de culpa que, por mi educación, había llegado a experimentar cada vez que me apartaba de Mao. Me decía a mí misma constantemente que debía educar mis pensamientos de acuerdo con las nuevas teorías y prácticas revolucionarias. Si había algo que no entendiera, era mi obligación reformarme y adaptarme. No obstante, me sorprendí a mí misma intentando por todos los medios evitar actos militantes tales como detener a los peatones en la calle para cortarles el cabello si lo llevaban largo, estrechar sus pantalones o sus faldas o romperles los tacones de los zapatos. Según la Guardia Roja de Pekín, aquellas cosas se habían convertido en signos de decadencia burguesa.
Mi propio cabello habían llegado a captar la atención de mis compañeros de escuela, y me vi obligada a cortármelo al nivel de los lóbulos de las orejas. En secreto, derramé amargas lágrimas por la pérdida de mis largas trenzas, no sin avergonzarme profundamente de mí misma por mi mezquindad burguesa. De niña, mi niñera solía hacerme un peinado en el que mis cabellos permanecían erguidos sobre la cabeza como una rama de sauce. Lo llamaba «fuegos artificiales despedidos hacia el cielo». Hasta comienzos de los sesenta llevé el pelo recogido en dos rizos alrededor de los cuales arrollaba pequeñas flores de seda. Por las mañanas, mientras yo me apresuraba con el desayuno, mi abuela o la criada se afanaban en peinármelo con manos amorosas. Mi color preferido para las flores era el rosa.
A partir de 1964, y en un intento por seguir los llamamientos de Mao a un estilo de vida austero más adecuado a la atmósfera de la lucha de clases, me cosí algunos parches en los pantalones para tratar de parecer más proletaria y comencé a peinarme al estilo general, con dos trenzas y sin adornos de colores. El pelo largo, sin embargo, no había sido condenado aún. Solía cortármelo mi abuela, quien no dejaba de mascullar para sí misma mientras lo hacía. Sus propios cabellos sobrevivieron debido a que para entonces ya no salía nunca.
Las célebres casas de té de Chengdu también se vieron atacadas por considerarse decadentes. Yo no lograba comprender el motivo, pero no lo pregunté. Durante el verano de 1966 aprendí a suprimir mi sentido de la razón, cosa que muchos chinos ya llevaban haciendo largo tiempo.
Las casas de té de Sichuan son lugares únicos. Por lo general, están construidas al abrigo de un bosquecillo de bambúes o bajo la copa de un enorme árbol. En torno a sus mesas bajas y cuadradas hay butacas de bambú que despiden un leve aroma incluso después de varios años de uso. Para preparar el té, se deja caer un pellizco de hojas en una taza y se vierte agua hirviendo sobre ellas. A continuación, se coloca la tapadera a medio cerrar, de tal modo que el vapor pueda escapar por la rendija para esparcir el aroma de jazmín o de otras fragancias. En Sichuan se cultivan muchas clases de té, de los que el jazmín por sí solo abarcaba cinco grados distintos.
Para los sichuaneses, las casas de té son tan importantes como los pubs para los británicos. Especialmente los ancianos pasan mucho tiempo en ellas, fumando sus pipas de larga caña frente a una taza de té y un platillo de nueces y semillas de melón. El camarero pasea entre las mesas con una tetera de agua caliente cuyo contenido vierte desde una distancia de medio metro con absoluta precisión. Al hacerlo, los más hábiles consiguen que el agua se eleve al caer por encima del borde de la taza sin llegar a derramarse. De niña solía contemplar hipnotizada el chorro que salía del pico. No obstante, rara vez me llevaban a las casas de té, ya que mis padres desaprobaban la atmósfera de ocio que reinaba en ellas.
Al igual que los cafés europeos, las casas de té de Sichuan tienen a disposición de sus clientes periódicos sujetos por estructuras de bambú. Algunos de sus parroquianos acuden a ellas a leer, pero se trata de lugares destinados fundamentalmente a reunirse y a charlar para intercambiar noticias y chismorreos. A menudo cuentan con atracciones tales como el relato de historias con acompañamiento de castañuelas de madera.
Debido quizá a esa misma atmósfera de ocio y al hecho de que cualquiera sentado en ellas no estaba trabajando por la revolución, se decidió que habían de ser cerradas. Yo acudí a una de ellas, un local pequeño situado a orillas del río de la Seda, en compañía de una docena de alumnos de entre trece y dieciséis años de edad, la mayor parte de los cuales eran guardias rojos. Las sillas y las mesas habían sido extendidas fuera bajo un gran árbol secular chino. La brisa vespertina de verano que ascendía del río esparcía un fuerte aroma procedente de los matorrales de flores blancas. Los clientes, en su mayor parte hombres, alzaron la mirada de sus tableros de ajedrez a medida que nos aproximábamos a lo largo del desigual pavimento de adoquines que bordeaba la orilla. Nos detuvimos bajo el árbol. Entre los miembros del grupo comenzaron a oírse algunas voces que exclamaban: «¡Recoged! ¡Recoged! ¡No permanezcáis ociosos en este lugar burgués!» Uno de los muchachos de mi curso asió una de las esquinas del tablero de papel desplegado sobre la mesa más próxima y tiró de él. Todas las piezas rodaron por el suelo.
Los jugadores sentados a aquella mesa eran ambos bastante jóvenes. Uno de ellos se abalanzó hacia el muchacho con los puños apretados, pero su amigo se apresuró a sujetarle por el borde de la chaqueta. En silencio, comenzaron a recoger las piezas de ajedrez. El muchacho que había tirado el tablero gritó: «¡Se acabó el ajedrez! ¿Acaso no sabéis que es una costumbre burguesa?» Diciendo esto, se inclinó, recogió un puñado de piezas y las arrojó al río.
Aunque me habían educado para mostrarme cortés y respetuosa con cualquiera que fuera mayor que yo, comprendí entonces que ser revolucionario equivalía a ser agresivo y militante. La amabilidad se consideraba algo burgués. Fui criticada repetidas veces por ello, y llegó a aducirse como uno de los motivos por los que no se aceptaba mi ingreso en la Guardia Roja. Durante los años de la Revolución hube de ver cómo la gente era atacada por decir «gracias» con demasiada frecuencia, hábito que había sido tachado de hipocresía burguesa; la cortesía se encontraba al borde de la extinción.
En ese momento, sin embargo, frente a la casa de té, pude advertir que la mayor parte de nosotros -incluidos los propios guardias rojos- nos sentíamos desasosegados por el nuevo estilo de lenguaje y prepotencia. Casi ninguno de nosotros abrió la boca. En silencio, unos pocos comenzaron a pegar carteles rectangulares con consignas sobre los muros de la casa de té y el tronco del árbol.
Los clientes empezaron a desfilar silenciosamente a lo largo de la ribera. Al contemplar aquellas figuras que se alejaban, me sentí invadida por una sensación de pérdida. Un par de meses antes, aquellos adultos nos habrían mandado probablemente a paseo. Ahora, sin embargo, sabían que el apoyo de Mao había proporcionado poder a la Guardia Roja. Al recordarlo, comprendo el regocijo que debían de sentir algunos jóvenes al poder imponer aquel poder a sus mayores. Una de las consignas más populares de la Guardia Roja rezaba: «¡Podemos remontarnos hacia el cielo y perforar la tierra, pues nuestro Gran Líder, el Presidente Mao, es nuestro comandante supremo!» Como se desprende de dicha declaración, los guardias rojos no disfrutaban de una auténtica libertad de expresión, sino que desde el principio no habían sido otra cosa que la herramienta de un tirano.
Empero, allí, de pie junto a la orilla del río en aquel mes de agosto de 1966, me sentía confusa. Entré en la casa de té con mis compañeros. Algunos exigieron al dueño que cerrara el local. Otros comenzaron a pegar carteles por las paredes. Numerosos clientes se levantaban para marcharse, pero en uno de los rincones más alejados había un hombre que permanecía sentado a la mesa mientras sorbía apaciblemente su té. Me situé junto a él, avergonzada de pensar que me correspondía representar el papel de autoridad. El hombre me miró y continuó sorbiendo ruidosamente. Tenía un rostro profundamente arrugado que casi parecía uno de los símbolos de la clase obrera que aparecían en las imágenes de propaganda. Sus manos me recordaron uno de los relatos de mis libros de texto, en el que se describían las manos de un viejo campesino: capaces de atar manojos de ramas espinosas sin sentir dolor alguno.
Quizá aquel anciano se sentía seguro por poseer un pasado incuestionable, o por lo avanzado de su edad, o acaso sencillamente no se sentía demasiado impresionado por mí. En cualquier caso, permaneció en su asiento sin prestarme atención alguna. Haciendo acopio de todo mi valor, le rogué en voz baja,
– Por favor, ¿querría marcharse?
Sin mirarme, repuso:
– ¿Adonde?
– A su casa, por supuesto -respondí yo.
Volvió su rostro hacia mí. Su voz aparecía impregnada de emoción, aunque hablaba manteniendo un tono bajo.
– ¿A casa? ¿Qué casa? Comparto una habitación diminuta con mis dos nietos. Duermo en un rincón rodeado por una cortina de bambú en el que sólo cabe la cama. Eso es todo. Cuando mis hijos están en casa, yo acudo aquí en busca de un poco de paz y sosiego. ¿Por qué tenéis que arrebatarme eso?
Sus palabras me llenaron de vergüenza y desconcierto. Era la primera vez que escuchaba una crónica de primera mano de tan miserables condiciones de vida. Dando media vuelta, me alejé.
Aquella casa de té, como todas las de Sichuan, permaneció cerrada durante quince años: hasta 1981, cuando las reformas decretadas por Deng Xiaoping permitieron su reapertura. En 1985 volví allí con un amigo inglés. Nos sentamos bajo el árbol y una vieja camarera acudió a llenar nuestras tazas con su tetera desde medio metro de distancia. A nuestro alrededor, la gente jugaba al ajedrez. Fue uno de los momentos más felices de aquel viaje de regreso.
Cuando Lin Biao hizo su llamamiento a la destrucción de todo aquello que representara la cultura antigua, algunos de los alumnos de mi escuela comenzaron a romper cuanto encontraban. Dado que había sido fundada más de dos mil años atrás, la escuela contaba con gran cantidad de antigüedades y constituía un lugar idóneo para entrar en acción. La verja de acceso tenía un viejo tejadillo acanalado y rematado por tejas, todas las cuales resultaron destrozadas. Lo mismo le sucedió al amplio tejado azulado del enorme templo que había sido utilizado como sala de ping-pong. Los dos gigantescos incensarios de bronce que adornaban la entrada del templo fueron derribados, y algunos muchachos decidieron orinar en su interior. En el jardín posterior, varios alumnos equipados con grandes martillos y barras de hierro recorrieron los puentes de arenisca despedazando con aire despreocupado las estatuillas que los adornaban. En un extremo del campo de deportes se alzaban una pareja de placas de arenisca roja de seis metros de altura. Sobre ellas aparecían grabadas con exquisita caligrafía algunas líneas acerca de Confucio.
Tras atar una gruesa soga a su alrededor, dos grupos de alumnos comenzaron a tirar de ellas. Tardaron dos días en lograr su propósito, pues los cimientos eran bastante profundos. Tuvieron que recurrir a algunos obreros no pertenecientes a la escuela para que cavaran en torno a las placas. Cuando por fin ambos monumentos se derrumbaron entre vítores, desplazaron con su caída gran parte del terreno que se extendía tras ellos.
Todas las cosas que amaba estaban desapareciendo. Lo que más me entristeció fue el saqueo de la biblioteca: el tejado, construido con tejas doradas; las ventanas delicadamente esculpidas; las sillas pintadas de azul… Las estanterías fueron puestas boca abajo y algunos alumnos se dedicaron a hacer pedazos los libros por puro placer. Más tarde, pegaron sobre los restos de puertas y ventanas blancas tiras de papel en forma de X y escribieron sobre ellas un mensaje con caracteres negros por el que se anunciaba que el edificio había sido sellado.
Los libros constituían uno de los principales objetivos de destrucción de Mao. Dado que ninguno había sido escrito durante los últimos meses (y, por ello, ninguno citaba a Mao en cada página), algunos de los guardias rojos declararon que eran todos «semillas ponzoñosas». Con la excepción de los clásicos marxistas y de las obras de Stalin, Mao y el fallecido Lu Xun, de cuyo nombre se servía la señora Mao para sus venganzas personales, ardían libros en toda China. El país perdió la mayor parte de su patrimonio escrito. Asimismo, muchos de los que lograron sobrevivir fueron más tarde a parar a las estufas de la gente como combustible.
En mi escuela, sin embargo, no se encendieron hogueras. El jefe de los guardias rojos del colegio había sido en su día muy buen estudiante. Se trataba de un muchacho de diecisiete años de aspecto algo afeminado, y había sido nombrado jefe de los guardias rojos debido no tanto a su propia ambición como a que su padre era jefe del Partido para la provincia. Si bien no podía evitar los actos generales de vandalismo, sí logró salvar los libros de la quema.
Al igual que todo el mundo, yo debía unirme a aquellas acciones revolucionarias. Sin embargo, tanto yo como la mayoría de los alumnos pudimos evitarlas debido a que no se trataba de una destrucción organizada, y nadie podía asegurarse de que todos participáramos en ellas. No me resultaba difícil ver que había numerosos alumnos que detestaban lo que estaba sucediendo, pero nadie hizo nada por detenerlo. Era posible que, al igual que yo, muchos chicos y chicas estuvieran diciéndose a sí mismos que constituía un error lamentar la destrucción y que era preciso reformarse. Inconscientemente, sin embargo, todos sabíamos que habríamos sido acallados de inmediato a la primera objeción.
Para entonces, las «asambleas de denuncia» se habían convertido en uno de los rasgos fundamentales de la Revolución Cultural. En ellas solían participar multitudes histéricas, y rara vez transcurrían sin episodios de brutalidad física. La Universidad de Pekín había sido la primera en ponerlas en práctica bajo la supervisión personal de Mao. Durante la primera asamblea de denuncia, celebrada el 18 de junio, más de sesenta profesores y jefes de departamento -entre ellos el rector- fueron golpeados, pateados y forzados a permanecer de rodillas durante horas. Les cubrieron las cabezas con gorros de castigo adornados con consignas humillantes, vertieron tinta sobre sus rostros para ennegrecerlos con el color del diablo y colgaron consignas por todo su cuerpo. A continuación, dos estudiantes asieron los brazos de cada víctima y los retorcieron por detrás a la vez que empujaban hacia arriba como si quisieran dislocárselos. A aquella postura se denominó «el reactor», y no tardó en convertirse en una de las actividades típicas de las asambleas de denuncia en todo el país.
En cierta ocasión, los guardias rojos de mi curso me convocaron para asistir a una de aquellas asambleas. A pesar del calor que reinaba aquella tarde de verano, me sentí helada al ver a unos diez o doce profesores encaramados sobre la plataforma del campo de deportes con las cabezas inclinadas y los brazos retorcidos en la posición del «reactor». A continuación, a algunos les fueron propinadas unas cuantas patadas detrás de las rodillas y a continuación se les obligó a postrarse de hinojos, mientras que otros -entre ellos mi profesor de lengua inglesa, un anciano dotado de los delicados modales del caballero clásico- fueron obligados a permanecer de pie sobre unos cuantos bancos estrechos y alargados. Mi profesor tenía dificultades para conservar el equilibrio. Al fin, cayó y se hizo un corte en la frente con el afilado borde de uno de los bancos. Un guardia rojo qué había junto a él se inclinó instintivamente con los brazos extendidos en gesto de ayuda pero, enderezándose de inmediato, adoptó una postura exageradamente autoritaria, apretó los puños y chilló: «¡Sube de nuevo al banco!» No quería parecer blando ante sus compañeros frente a un «enemigo de clase». La sangre siguió manando por la frente del profesor hasta coagularse sobre la mejilla.
Al igual que el resto de los profesores, había sido acusado de los crímenes más descabellados, pero el motivo real de que se encontraran allí estribaba en que eran todos licenciados -y, por tanto, los mejores- o acaso que algunos de los alumnos les guardaban rencor por algo.
Durante los años que siguieron aprendí que los alumnos de mi escuela habían mostrado un comportamiento relativamente suave debido a que pertenecían a la institución más prestigiosa de su género y, en consecuencia, solían ser buenos estudiantes y poseían inclinaciones académicas. En las escuelas que albergaban a otros muchachos más brutales, algunos profesores habían sido apaleados hasta morir. Yo sólo fui testigo de un apaleamiento en mi escuela. Mi profesora de filosofía se había mostrado ligeramente despreciativa con aquellos alumnos que peores resultados habían obtenido, y algunos de los que más la odiaban habían comenzado a acusarla de ser una decadente. Las pruebas -que reflejaban fielmente el extremo conservadurismo de la Revolución Cultural – consistían en que había conocido a su esposo en un autobús. Habían empezado a charlar y habían terminado por enamorarse. Que el amor pudiera surgir de un encuentro casual se consideraba un signo de inmoralidad. Los muchachos la arrastraron a uno de los despachos y tomaron con ella medidas revolucionarias, eufemismo que servía para propinarle una paliza a alguien. Antes de empezar, requirieron específicamente mi presencia y me obligaron a ser testigo de ello. «¡Ya veremos qué pensará cuando vea que su alumna favorita está presente!», dijeron.
Me consideraban su alumna preferida debido a que con frecuencia había alabado mi trabajo. Sin embargo, también me dijeron que debía quedarme a verlo por haberme mostrado hasta entonces demasiado blanda: necesitaba una lección revolucionaria.
Cuando comenzaron a golpearla me escurrí hasta la última fila del corro de alumnos que abarrotaban el pequeño despacho. Un par de compañeros me hostigaron para que avanzara hasta el centro y participara en el castigo, pero no les hice caso. En el centro, mi profesora estaba siendo acribillada a patadas, y rodaba dolorida de un lado a otro con el pelo enmarañado. En respuesta a sus gritos suplicándoles que se detuvieran, los jóvenes que la atacaban respondieron con voz fría: «¡Ahora suplicas! ¿Acaso no eras tú mucho más cruel? ¡Suplica como es debido!» Continuaron golpeándola y la ordenaron que se arrodillara en kowtow frente a ellos e implorara: «¡Oh, amos míos, perdonadme la vida!» Obligar a alguien a realizar el kowtow y pedir clemencia constituía una forma extrema de humillación. La profesora se incorporó y permaneció sentada mirando al frente con expresión neutra. A través de sus cabellos desordenados, mis ojos se cruzaron con los suyos. Vi en ellos una mezcla de dolor, desesperación y abandono. Luchaba por tomar aliento, y su rostro tenía un color ceniciento. Me escabullí de la habitación. Varios alumnos me siguieron. Podía oír a gente entonando consignas a nuestras espaldas, pero sus voces mostraban un tono dudoso e incierto. Muchos de ellos debían de sentirse asustados. Me alejé rápidamente, notando cómo mi corazón latía a toda velocidad. Temía que me dieran alcance y me golpearan también a mí. Pero nadie me siguió, ni fui posteriormente condenada por ello.
A pesar de mi evidente falta de entusiasmo, no llegué a tener problemas durante aquella época. Aparte del hecho de que los guardias rojos estaban mal organizados, se daba la circunstancia de que según la teoría de la descendencia yo era roja desde mi nacimiento debido a la categoría de alto funcionario de mi padre. Todos me mostraban su desaprobación, pero en lugar de tomar medidas drásticas se limitaron a criticarme.
Por aquel entonces, los guardias rojos dividían a los alumnos en tres categorías: rojos, negros y grises. Los rojos procedían de familias de obreros, campesinos, funcionarios de la revolución y mártires revolucionarios. Los negros eran aquellos cuyos padres integraban las clasificaciones de terratenientes, campesinos acaudalados, contrarrevolucionarios, elementos nocivos y derechistas. Los grises procedían de familias ambiguas tales como dependientes de comercio y empleados administrativos. Teniendo en cuenta la meticulosidad del enrolamiento, todos los alumnos de mi curso debían haber sido rojos, pero la presión de la Revolución Cultural hacía necesario descubrir entre ellos a algunos villanos. Como resultado, más de una docena de ellos se vieron acusados de ser grises o negros.
Había en mi curso una muchacha llamada Ai-ling. Éramos viejas amigas, y yo había visitado con frecuencia su casa y conocía bien a su familia. Su abuelo había sido un importante economista, y su familia había disfrutado con los comunistas de una vida de privilegios. Poseían una casa grande, elegante y lujosa rodeada por un jardín exquisito; en suma, una vivienda mucho mejor que el apartamento de mi familia. A mí me atraía especialmente su colección de antigüedades; especialmente las tabaqueras que el abuelo de Ai-ling había traído de Inglaterra, adonde había acudido durante los años veinte para estudiar en Oxford.
Súbitamente, Ai-ling se convirtió en negra. Llegó a mis oídos que algunos alumnos de su curso habían asaltado su casa, destrozado todas las antigüedades -entre ellas las tabaqueras- y azotado a sus padres y a su abuelo con sus cinturones de hebilla. Cuando la vi al día siguiente, llevaba una bufanda arrollada a la cabeza. Sus compañeros de clase le habían hecho un corte de pelo yin y yang, por lo que se había visto obligada a afeitarse la cabeza por completo. Sollozamos juntas, y yo me sentí completamente fuera de lugar porque no lograba encontrar palabras con las que consolarla.
Posteriormente, los guardias rojos organizaron una asamblea en mi propio curso en la que todos tendríamos que detallar los antecedentes de nuestras familias para que pudiera clasificársenos. Cuando llegó mi turno, anuncié con enorme alivio «funcionario de la Revolución». Tres o cuatro alumnos dijeron «personal de oficinas». En la jerga utilizada entonces, ello era bien distinto a funcionario, ya que estos últimos ocupaban posiciones más elevadas. La división no estaba demasiado clara, pues no existía una definición precisa del significado de «posición elevada». Sin embargo, era preciso emplear aquellas vagas denominaciones para rellenar numerosos formularios, todos los cuales contaban con una casilla en la que había que indicar los antecedentes familiares. Los alumnos cuyos padres fueran personal de oficinas fueron calificados de grises junto con una muchacha cuyo padre tenía el empleo de ayudante en un comercio. Los guardias rojos anunciaron que todos ellos deberían ser mantenidos bajo vigilancia, que habrían de barrer las instalaciones y terrenos de la escuela y limpiar los retretes, que estarían obligados a saludar en todo momento y que soportarían todas aquellas amonestaciones que pudieran recibir de cualquier guardia rojo que optara por dirigirles la palabra. Igualmente, tendrían que presentar diariamente un informe acerca de sus pensamientos y su conducta.
Todos ellos adoptaron de inmediato una actitud humilde y encogida. Todo el vigor y entusiasmo que habían mostrado hasta entonces desaparecieron. Una de las muchachas inclinó la cabeza y las lágrimas corrieron por sus mejillas. Ambas habíamos sido buenas amigas. Concluida la asamblea, me acerqué a ella para reconfortarla, pero cuando alzó la mirada pude ver en sus ojos una expresión de resentimiento, casi de odio. Me alejé sin pronunciar palabra y me puse a vagar apáticamente por las instalaciones. Estábamos a finales de agosto. Los arbustos de jazmín despedían una rica fragancia, pero resultaba extraño poder distinguir aroma alguno.
Avanzado ya el ocaso, emprendía el regreso a mi dormitorio cuando distinguí algo que descendía rápidamente frente a una de las ventanas del segundo piso de un bloque de aulas situado a unos cuarenta metros de distancia y pude oír un golpe sordo procedente de la parte baja del edificio. El difuso ramaje de los naranjos me impedía ver lo que había ocurrido, pero advertí que la gente había echado a correr hacia el punto del que había emanado el sonido. Entre sus exclamaciones confusas y reprimidas, pude distinguir una frase: «¡Alguien se ha arrojado por la ventana!»
Instintivamente, alcé las manos para taparme los ojos y eché a correr hacia mi cuarto. Me sentía terriblemente asustada. Mi mente continuaba fija en la figura rota y desdibujada que había visto caer por el aire. Apresuradamente, cerré las ventanas, pero no pude evitar que el ruido de la gente que comentaba nerviosamente lo ocurrido se filtrara a través del cristal.
Una muchacha de diecisiete años había intentado suicidarse. Antes de la Revolución Cultural había sido una de las líderes de la Liga de Juventudes Comunistas, considerada por todos un modelo en el estudio de las obras del presidente Mao y de las enseñanzas de Lei Feng. Había realizado numerosas buenas obras, tales como lavar la ropa de sus camaradas y limpiar sus retretes, y había pronunciado frecuentes conferencias a los alumnos acerca de la lealtad que procuraba aplicar a la doctrina de Mao. A menudo se la veía paseando y conversando animadamente con algún compañero, su rostro iluminado por una expresión de intensidad y concentración profundas, ocupada en sus obligaciones «directas» con todos aquellos que deseaban unirse a la Liga de las Juventudes. Ahora, sin embargo, se había visto súbitamente clasificada como negra, ya que su padre pertenecía al personal de oficinas. De hecho, trabajaba para el Gobierno municipal y era miembro del Partido, pero algunos de los compañeros de clase de la muchacha no sólo pertenecían a familias de categoría más elevada sino que la consideraban una pesada, por lo que habían decidido clasificarla de aquel modo. Durante los dos últimos días había sido puesta bajo vigilancia en compañía de otros negros y grises y obligada a limpiar de hierbajos el campo de deportes. Para humillarla, sus compañeros habían afeitado sus hermosos cabellos negros, obligándola a lucir una calva grotesca. Aquella misma tarde, los rojos de su curso habían obsequiado con un sermón insultante a ella y a otras víctimas. Ella había respondido que era más leal al presidente Mao que ellos mismos, pero los rojos la habían abofeteado y le habían prohibido que hablara de lealtad alguna hacia Mao dado que no era sino una enemiga de clase. Al escuchar aquello, había corrido hacia la ventana y había saltado.
Aturdidos y atemorizados, los guardias rojos se apresuraron a trasladarla al hospital. No murió, pero quedó paralizada para toda su vida. Muchos meses después, me crucé con ella por la calle: caminaba inclinada sobre sus muletas y mostraba una expresión ausente.
La noche de su intento de suicidio me resultó imposible conciliar el sueño. Tan pronto como cerraba los ojos, sentía cernirse sobre mí una figura nebulosa impregnada de sangre. Me sentía aterrorizada, y no cesaba de temblar. Al día siguiente, solicité que se me diera de baja por enfermedad, petición que me fue concedida. Mi hogar parecía constituir la única vía de escape del horror de la escuela. Deseé desesperadamente no tener que salir nunca más de casa.