A tres días de viaje en camión desde Chengdu, al norte de Xichang, se extiende la Llanura del Guardián de los Búfalos. Allí, la carretera se bifurca en dos caminos, uno de los cuales conduce a Miyi, en el Sudoeste, donde estaba el campo de mi padre, y el otro al Sudeste y a Ningnan.
La llanura recibía su nombre de una célebre leyenda. La diosa Tejedora, hija de la Reina Madre Celestial, solía descender de la Corte Celestial para bañarse en uno de sus lagos. (Se suponía que el meteorito que había caído sobre la calle del mismo nombre había sido una de las piedras contra las que apoyaba su telar.) Un muchacho que habita junto al lago ve a la diosa, y ambos se enamoran. Se casan, y tienen un hijo y una hija. La Reina Madre Celestial, celosa de su felicidad, envía a unos dioses para que secuestren a su hija. Los dioses se la llevan y el Guardián de los Búfalos los persigue. Cuando está a punto de darles alcance, la Reina Madre Celestial extrae una horquilla de su moño y abre un caudaloso río entre ellos. Desde entonces, el río de la Plata separa para siempre a la pareja excepto en el séptimo día de la séptima luna, época en la que las urracas acuden volando desde todas las regiones de China para formar un puente que permita reunirse a la familia.
El río de la Plata es el nombre chino de la Vía Láctea, la cual, sobre Xichang, aparece como una vasta masa de estrellas entre las que se distinguen a un lado la brillante Vega -la diosa Tejedora- y al otro Altair, el Guardián de los Búfalos, acompañado de sus dos hijos. Se trata de una leyenda que ha sido muy popular entre los chinos a lo largo de los siglos debido a que sus familias se han visto a menudo separadas por las guerras, el bandidaje, la miseria y los gobernantes despiadados. Irónicamente, tal fue el lugar al que enviaron a mi madre.
Llegó allí en noviembre de 1969 acompañada de sus quinientos colegas del Distrito Oriental, entre los que había tanto Rebeldes como seguidores del capitalismo. Dado el apresuramiento con que habían sido expulsados de Chengdu, no había ningún sitio donde alojarles a excepción de unas cuantas chozas abandonadas por los ingenieros militares que habían construido la vía férrea entre Chengdu y Kunming, la capital de Yunnan. Algunos se apretujaron en ellas, y el resto hubo de instalar sus colchonetas en las casas de los campesinos locales.
No había otros materiales de construcción que hierba de cogón y barro, y este último debía ser extraído de las montañas y transportado hasta abajo. El barro de los muros se mezclaba con agua para fabricar ladrillos. No había máquinas ni electricidad, y ni siquiera contaban con animales de labor. En la llanura, situada a unos mil quinientos metros sobre el nivel del mar, no es tanto el año como el día lo que se divide en cuatro estaciones. A las siete de la mañana, cuando comenzaba la jornada de trabajo de mi madre, la temperatura rondaba los cero grados. A mediodía, podía alcanzar los treinta. A eso de las cuatro de la tarde, soplaban desde las montañas poderosas ráfagas de un viento cálido que literalmente alzaba a la gente por el aire, y a las siete de la tarde, cuando concluían el trabajo, la temperatura volvía a descender de golpe. Obligados a soportar tales extremos, mi madre y el resto de los internos trabajaban doce horas diarias interrumpidas apenas por un breve descanso para el almuerzo. Durante los primeros meses, el único alimento de que dispusieron fue arroz y col hervida.
El campo estaba organizado al estilo militar. Lo administraban oficiales del Ejército, y se hallaba sometido al control del Comité Revolucionario de Chengdu. Al principio, mi madre fue tratada como enemiga de clase y forzada a permanecer de pie durante las comidas con la cabeza inclinada. Aquella forma de castigo, denominada «denuncia de campo», era recomendada por los medios de comunicación como un buen modo de recordar a los demás, autorizados a descansar, que debían ahorrar siempre algo de energía para el odio. Mi madre protestó ante el jefe de su compañía, afirmando que no podía trabajar durante todo el día sin descansar las piernas. El oficial, que había servido en el Departamento Militar del Distrito Oriental antes de la Revolución Cultural, siempre se había llevado bien con ella, por lo que interrumpió aquella práctica. Aun así, siguieron asignándole los trabajos más duros, y no se le concedió el descanso dominical del que disfrutaba el resto de los internos. Sus hemorragias uterinas empeoraron, y sufrió un ataque de hepatitis. Su cuerpo se tornó hinchado y amarillo; apenas podía ponerse en pie.
Si había algo que no faltaba en el campo eran médicos, ya que media dotación del hospital del Distrito Oriental había sido enviada allí. En Chengdu sólo habían quedado los más solicitados por los jefes de los Comités Revolucionarios. El médico que trató a mi madre le reveló cuan agradecido le estaba junto con el resto del personal hospitalario por haberles protegido antes de la Revolución Cultural, y añadió que de no haber sido por ella probablemente habría sido acusado de derechista durante las purgas de 1957. Dado que no disponían de medicamentos occidentales, caminó durante kilómetros para recoger hierbas tales como plátano asiático y helianto, que los chinos consideraban buenas para la hepatitis. Asimismo, exageró el grado de virulencia de su infección ante las autoridades del campo, las cuales la trasladaron a un lugar situado casi a un kilómetro de distancia donde pudo permanecer sola. Sus atormentadores la dejaron en paz por temor a una posible infección, y el médico, que iba a visitarla todos los días, encargó en secreto a uno de los campesinos locales el suministro diario de cierta cantidad de leche de cabra. La nueva residencia de mi madre era una cochiquera abandonada. Algunos internos, compadecidos, se la limpiaron y depositaron sobre el suelo una gruesa capa de paja que a ella se le antojó un lujoso colchón. Un amable cocinero se ofreció para llevarle la comida, y cuando nadie miraba solía añadir un par de huevos a su dieta. Cuando hubo carne disponible, mi madre pudo comerla todos los días (a diferencia del resto, quienes sólo la probaban una vez por semana). También recibía frutas frescas -peras y melocotones- que sus amigos adquirían en el mercado. En cuanto a ella se refería, aquella hepatitis fue como un regalo del cielo.
Muy a su pesar, se recuperó al cabo de unos cuarenta días y fue devuelta al campo, formado ahora por las nuevas chozas de barro. La Llanura es un paraje peculiar por cuanto atrae los truenos y los relámpagos pero no la lluvia, la cual se precipita sobre las montañas que la rodean. Los campesinos no plantaban cosechas en el llano debido a que el suelo era demasiado seco y resultaba peligroso durante las frecuentes tormentas secas. No obstante, era el único recurso disponible para el campamento, por lo que plantaron cierta variedad de maíz resistente a la sequía y transportaron agua desde las laderas bajas de las montañas. Asimismo, se ofrecieron para ayudar a los campesinos en el cultivo del arroz con objeto de asegurarse el futuro suministro del mismo.
Los campesinos se mostraron de acuerdo pero, según las costumbres locales, a las mujeres les estaba prohibido transportar agua, y los hombres no podían plantar arroz, labor esta última que sólo podía ser llevada a cabo por mujeres casadas y con descendencia, especialmente si ésta era masculina. Cuantos más hijos tuviera una mujer, más solicitada estaba para aquella tarea agotadora. Se creía que una mujer que hubiera engendrado gran número de hijos sería capaz de obtener más granos del arroz que plantara («hijos» y «semillas» tienen el mismo sonido en chino: zi). Mi madre se convirtió en la principal «beneficiaría» de aquella antigua costumbre. Dado que tenía tres hijos -más que la mayoría de sus colegas femeninas- se vio obligada a pasar cerca de quince horas diarias inclinada en los campos de arroz a pesar de sus hemorragias y de su abdomen inflamado.
Por la noche, se turnaba con los demás para defender a los cerdos del ataque de los lobos. Las chozas de barro y hierba daban en su parte trasera a una cadena de montañas muy adecuadamente bautizada con el nombre de Guarida de los Lobos. Los habitantes locales advertían a los recién llegados de que los lobos eran sumamente listos. Cuando uno de ellos lograba introducirse en una pocilga, rascaba y lamía suavemente a su presa, especialmente detrás de las orejas, con objeto de sumir al animal en una especie de trance placentero y asegurarse de que no realizara el menor ruido. A continuación, mordía cuidadosamente la oreja del animal y lo conducía al exterior de la cochiquera sin dejar de acariciar su cuerpo con el mullido rabo. Cuando el lobo asestaba su ataque final, el cerdo aún estaba soñando con las caricias de su nuevo amante.
Los campesinos dijeron también a los antiguos habitantes de la ciudad que los lobos -y algunas veces los leopardos- se mostraban temerosos del fuego, por lo que todas las noches se encendía una fogata en el exterior de las pocilgas. Mi madre pasó numerosas noches despierta contemplando los meteoritos que atravesaban la bóveda estrellada del firmamento sobre la Guarida de los Lobos mientras oía a lo lejos sus aullidos.
Una tarde, tras lavarse la ropa en un pequeño estanque, abandonó su postura agachada y al enderezarse su mirada se detuvo en los ojos rojizos de un lobo situado a unos veinte metros de distancia de ella, al otro lado de la charca. Sintió que se le erizaban los cabellos, pero recordó que su amigo de la infancia, el Gran Lee, le había dicho que el modo de evitar el ataque de un lobo consistía en caminar hacia atrás lentamente y sin dar muestras de pánico, y nunca volverse y echar a correr. Así, retrocedió lentamente, alejándose del estanque en dirección al campo y sin volver la espalda al lobo, que la seguía. Cuando alcanzó el borde del campo, el lobo se detuvo. Podía verse ya la hoguera, y se oían las voces de sus habitantes. Mi madre dio media vuelta y entró corriendo en la primera puerta que vio.
El fuego era prácticamente la única luz que alumbraba la profunda oscuridad de las noches de Xichang. No había electricidad. Las velas -cuando las había- eran prohibitivamente caras, y el queroseno escaseaba. De cualquier manera, tampoco había gran cosa que leer. A diferencia de Deyang, donde yo aún gozaba de cierta libertad para leer los libros adquiridos por Jin-ming en el mercado negro, las escuelas de cuadros se hallaban estrechamente controladas. El único material impreso que se autorizaba eran las obras selectas de Mao y el Diario del Pueblo. De cuando en cuando se proyectaba alguna película nueva en unos barracones militares situados a pocos kilómetros, pero invariablemente se trataba de una de las óperas propagandísticas de la señora Mao.
A medida que transcurrían los días y los meses, el trabajo agotador y la falta de relajación se tornaron insoportables. Todos, incluidos los Rebeldes, echaban de menos a sus familias e hijos. Su resentimiento era acaso tanto más intenso por cuanto que ahora advertían que su celo anterior no había servido para nada y que, hicieran lo que hiciesen, nunca volverían a recuperar el poder en Chengdu. Los puestos que antaño ocuparan en los Comités Revolucionarios habían sido readjudicados en su ausencia. De este modo, al cabo de unos meses de llegar a la Llanura, la depresión sustituyó a las denuncias, y mi madre se vio obligada en ocasiones a reconfortar a los Rebeldes. Obtuvo el apodo de Kuanyin: la diosa de la bondad.
Por las noches, tendida sobre su colchón de paja, evocaba mentalmente sus años de niñez. Se daba cuenta de que en su memoria apenas intervenían recuerdos de vida familiar. Mientras nosotros crecimos había sido una madre permanentemente ausente, entregada a la causa en perjuicio de su familia. Ahora, sin embargo, le remordía lo absurdo de su antigua devoción, y advertía que la añoranza de sus hijos le producía un dolor casi insoportable.
En febrero de 1970, después de pasar más de tres meses en la Llanura y tan sólo diez días antes del Año Nuevo chino, la compañía de mi madre fue alineada frente al campo para dar la bienvenida a un jefe del Ejército que acudía en visita de inspección. Tras esperar durante largo rato, la multitud divisó una pequeña figura que se aproximaba a lo largo del camino de tierra que ascendía desde la carretera distante. Permanecieron todos con la mirada fija en aquella figura, y decidieron que no podía ser el pez gordo que esperaban, ya que éste hubiera llegado en automóvil y acompañado por su séquito. Sin embargo, tampoco podía tratarse de un campesino local: el modo en que llevaba la larga bufanda de lana negra arrollada alrededor de la cabeza inclinada resultaba demasiado elegante. Era una joven que acarreaba una cesta a la espalda. Al verla acercarse lentamente cada vez más, mi madre notó que comenzaba a palpitarle el corazón. Tenía la sensación de que aquella joven se parecía a mí, pero pensó que debía de tratarse de imaginaciones suyas. «¡Qué maravilla si fuera realmente Er-hong!», se dijo a sí misma y, de repente, todos los presentes comenzaron a propinarle excitadas palmadas: «¡Es tu hija! ¡Ha venido a verte tu hija! ¡Es Er-hong!»
Así relata mi madre cómo me vio llegar después de lo que se le había antojado una eternidad. Yo era la primera visitante que llegaba al campo, y fui recibida con una mezcla de calor y envidia. Había viajado en el mismo camión que me había llevado a Ningnan en el mes de junio del año anterior para obtener el traslado de mi registro. La enorme cesta que llevaba a la espalda estaba llena de salchichas, huevos, dulces, pasteles, tallarines, azúcar y carne enlatada. Los cinco hermanos y Lentes habíamos ido apartando artículos de nuestras raciones y asignaciones de nuestros equipos de producción para obsequiar a nuestros padres con un festín, y apenas podía caminar por el peso de la carga.
Hubo dos cosas que captaron inmediatamente mi atención. La primera fue que mi madre tenía buen aspecto, aunque más tarde me reveló que aún estaba convaleciente de su hepatitis. La segunda, que la atmósfera que la rodeaba no era en absoluto hostil. De hecho, algunas personas habían comenzado ya a llamarla Kuanyin, lo que se me antojaba absolutamente increíble dado que, oficialmente, se trataba de una enemiga de clase.
Sus cabellos aparecían cubiertos por una bufanda de color azul oscuro anudada bajo la barbilla. Sus mejillas ya no eran finas y delicadas, sino que se habían vuelto ásperas y rojas por efecto del sol ardiente y los fuertes vientos, y su piel mostraba un aspecto notablemente similar a la de los campesinos de Xichang. Parecía cuando menos diez años mayor de sus treinta y ocho. Cuando acarició mi rostro, el contacto de sus dedos fue como el de la agrietada corteza de un viejo árbol.
Permanecí allí durante diez días, tras los cuales planeaba partir hacia el campamento de mi padre el mismo día de Año Nuevo. Mi amable camionero había prometido recogerme en el mismo lugar en que me dejó. A mi madre se le humedecieron los ojos debido a que, si bien el campamento de mi padre no estaba lejos, ambos tenían prohibido visitarse. Una vez más, me cargué a la espalda la cesta de comida intacta. Mi madre había insistido en que le llevara todo a él. Reservar los más preciados alimentos para otros ha sido siempre en China una forma tradicional de expresar el amor y el interés. Mi madre se mostraba desolada ante mi partida, y repetía una y otra vez cuánto sentía que tuviera que perderme el desayuno tradicional del Año Nuevo chino que habría de servirse en su campo, compuesto por tang-yuan, budines redondos que simbolizaban la unidad familiar. Pero yo no podía arriesgarme por miedo a perder el camión.
Mi madre me acompañó paseando durante media hora hasta llegar a la carretera, y una vez allí ambas nos sentamos entre las altas hierbas a esperar. El terreno aparecía ondulado por las suaves olas de la espesa hierba de cogón, y el sol, ya alto, nos calentaba con sus rayos. Mi madre me abrazó, y todo su cuerpo pareció querer decirme que no deseaba mi partida, que temía no volver a verme nunca. En aquella época ignorábamos si nuestros días de campamento y de comuna llegarían alguna vez a su fin. Se nos había dicho que habríamos de pasar allí toda la vida, y existían cientos de motivos por los que podríamos morir antes de volver a vernos. Contagiada por su amargura, pensé en mi abuela, moribunda antes de que yo lograra regresar de Ningnan.
El sol estaba cada vez más alto, y no se veía ni rastro de mi camión. A medida que se desvanecían los enormes anillos de humo que habían brotado de la chimenea del campamento, mi madre se vio asaltada por el remordimiento de no haberme podido obsequiar con un desayuno de Año Nuevo, e insistió en regresar para traerme una ración.
Aún no había regresado cuando el camión llegó por fin. Dirigí la mirada al campamento y la vi corriendo hacia mí. Su bufanda azul se agitaba entre el océano blanco y dorado de la hierba. En su mano derecha llevaba un enorme cuenco de esmalte coloreado, y la precaución con que parecía correr me reveló que intentaba evitar que se derramaran la sopa y los budines. Aún estaba bastante lejos, y advertí que tardaría unos veinte minutos en alcanzarme. No me sentía capaz de pedirle al conductor que esperara durante tan largo intervalo, dado que ya me estaba haciendo un gran favor con llevarme, por lo que trepé al interior de la parte trasera. Aún podía ver a mi madre en la distancia, corriendo hacia mí, pero ya no parecía llevar el cuenco consigo.
Años después, me dijo que se le había caído al verme subir al camión. No obstante, continuó corriendo hasta alcanzar el lugar en el que habíamos estado sentadas para asegurarse de que había partido, si bien no existía posibilidad alguna de que hubiera sido otra persona la que había visto encaramarse al vehículo: no se veía ni un alma en aquella vasta extensión amarillenta. Durante algunos días, vagó por el campamento como si se hallara en trance, sintiéndose vacía y perdida.
Tras varias horas de traqueteo en la parte trasera del camión, llegué al campamento de mi padre. Se encontraba en las profundidades de la montaña, y anteriormente había sido un campo de trabajos forzados, un gulag. Los prisioneros habían tallado el agreste paraje a golpe de hacha hasta obtener una granja, tras lo cual habían sido nuevamente trasladados para desbrozar otras zonas, dejando aquel área, relativamente cultivada, para los funcionarios deportados, relativamente mejor situados en la cadena china de castigo. Se trataba de un lugar enorme, habitado por miles de antiguos empleados del Gobierno provincial.
Para llegar hasta donde se encontraba la «compañía» de mi padre tuve que caminar durante un par de horas. Al poner el pie sobre un puente suspendido mediante sogas sobre un profundo precipicio, su estructura osciló hasta el punto de que casi me hizo perder el equilibrio. Aun exhausta como estaba, y agobiada por la carga que transportaba sobre mi espalda, no podía dejar de seguir maravillándome ante la impresionante belleza de las montañas. Aunque apenas había comenzado a despertar la primavera, se veían por doquier relucientes flores junto a los miraguanos y los arbustos de papayas. Cuando por fin llegué al alojamiento de mi padre, pude ver una pareja de faisanes de variado colorido contoneándose majestuosamente en un claro abierto entre los perales, ciruelos y almendros recién florecidos. Algunas semanas después, el sendero de barro había de desaparecer, sepultado por una manta blanca y rosada de pétalos caídos.
La primera imagen de mi padre después de más de un año sin verle me resultó devastadora. Le vi trotando en dirección al patio cargado con dos cestos llenos de ladrillos suspendidos de una vara transversal. Su vieja chaqueta azul colgaba desmadejadamente de su cuerpo, y sus perneras remangadas revelaban unas piernas extraordinariamente delgadas en las que destacaba la prominencia de sus tendones. Tenía el rostro arrugado y curtido por el sol, y sus cabellos se habían vuelto casi por completo grises. De repente, me vio. A medida que corría hacia él, depositó su carga sobre el suelo con un torpe movimiento producto de la excitación. Dado que la tradición china apenas permitía el contacto físico entre padres e hijas, sólo pudo revelarme la felicidad que sentía a través de sus ojos, rebosantes de amor y ternura. En ellos pude sorprender igualmente las huellas de la odisea que había soportado. Su energía y su chispa juveniles habían cedido el paso a un aire de confusión y fatiga que aparecía mezclado con cierto asomo de tensa determinación. Así y todo, a sus cuarenta y ocho años, se encontraba aún en la flor de la edad. Con un nudo en la garganta, escruté sus ojos en busca de lo que más temía -algún síntoma de su antigua demencia-, pero su aspecto era normal. Sentí que se me quitaba un enorme peso del corazón.
Por entonces, compartía una habitación con otras siete personas, todas ellas pertenecientes a su departamento. La estancia tan sólo contaba con una única y diminuta ventana, por lo que la puerta solía permanecer abierta durante todo el día para que entrara algo de luz. Sus ocupantes rara vez hablaban entre ellos, y nadie me saludó al entrar. De inmediato advertí que la atmósfera allí era mucho más severa que en el campamento de mi madre. El motivo era que aquel campo se encontraba sometido al control directo del Comité Revolucionario de Sichuan y, por ello, de los Ting. Sobre los muros del patio aún podían verse varias capas superpuestas de carteles con consignas tales como «Abajo Fulano de Tal» o «Eliminemos a Mengano de Cual». Sobre ellos aparecían apoyadas viejas azadas y palas. Como no tardé en descubrir, mi padre continuaba viéndose sometido a frecuentes asambleas de denuncia que habitualmente se celebraban por las tardes, después de un agotador día de trabajo. Dado que uno de los modos de escapar del campo era ser invitado a trabajar de nuevo para el Comité Revolucionario, y dado asimismo que para ello era necesario complacer a los Ting, algunos de los Rebeldes competían entre sí para demostrar su grado de militancia, y mi padre era una de sus víctimas naturales.
No se le permitía entrar en la cocina. En su calidad de «criminal anti-Mao», se le había considerado peligroso hasta el punto de sospechar que pudiera intentar envenenar los alimentos. Poco importaba que los demás lo creyeran realmente o no: lo importante era el insulto que ello conllevaba.
Mi padre procuraba sobrellevar aquella y otras crueldades con estoicismo. Tan sólo en una ocasión había dado rienda suelta a su ira. El día de su llegada al campo, se le había ordenado llevar un brazalete blanco con caracteres negros en los que se leían las palabras «elemento contrarrevolucionario en activo». Apartando violentamente el brazalete, había mascullado apretando los dientes: «Adelante, podéis matarme a palos. ¡Jamás me pondré ésto!» Los Rebeldes cedieron. Advertían que hablaba en serio, y no contaban con autorización superior para matarle.
Allí, en el campo, los Ting tenían ocasión de vengarse de sus enemigos. Entre ellos había un hombre que había tomado parte en la investigación a la que ambos fueran sometidos en 1962. El individuo en cuestión había operado en la clandestinidad hasta 1949, y había sido encarcelado por el Kuomintang y torturado hasta el punto de que su salud había quedado seriamente dañada. Tras su llegada al campo, no tardó en caer gravemente enfermo, pero se le obligó a seguir trabajando y no se le autorizó a gozar de un solo día libre. Dado que se movía con lentitud, tenía que recuperar el tiempo perdido durante las tardes, a pesar de lo cual aparecía mencionado frecuentemente en los carteles, en los que se le tachaba de holgazán. Uno de los que yo vi comenzaba con las siguientes palabras: «¿Has visto, camarada, a este grotesco esqueleto viviente de repugnantes facciones?» El implacable sol de Xichang había abrasado y marchitado su cuerpo, del que pendían largos trozos de piel muerta. Por si fuera poco, aparecía deformado por la falta de alimento: habían tenido que extirparle dos terceras partes del estómago, y tan sólo podía digerir pequeñas cantidades sucesivas de comida. Así, la imposibilidad de realizar las frecuentes colaciones que hubiera precisado le mantenía en un constante estado de inanición. Un día, desesperado, había entrado en la cocina en busca de un poco de zumo de pepinillos. Sorprendido en su intento, fue acusado de intentar envenenar la comida. Consciente de que se hallaba al borde del colapso total, escribió a las autoridades del campo diciéndoles que se estaba muriendo y rogando que se le eximiera de realizar ciertas tareas especialmente duras. Poco después, se desmayó bajo el ardiente sol en un sembrado en el que estaba esparciendo estiércol. Trasladado al hospital del campo, falleció al día siguiente sin poder contar con la presencia de ninguno de sus parientes junto a su lecho de muerte. Su esposa se había suicidado poco antes.
Los seguidores del capitalismo no eran los únicos que sufrían en la escuela de cuadros. Habían muerto por docenas aquellos que guardaban alguna relación con el Kuomintang, por remota que fuera, aquellos que habían tenido la desgracia de convertirse en objeto de alguna venganza personal o de los celos de alguien, e incluso varios de los líderes de las facciones Rebeldes derrotadas. Muchos se habían arrojado al turbulento río que atravesaba el valle. El nombre del río era «Tranquilidad» (An-ning-he). En el silencio de la noche, el eco de sus aguas se esparcía a lo largo de varios kilómetros, causando escalofríos entre los internos, quienes afirmaban que su sonido sugería los sollozos de sus fantasmas.
El relato de aquellos suicidios reforzó mi decisión de contribuir urgentemente a aliviar la presión mental y física a que se hallaba sometido mi padre. Tenía que convencerle de que merecía la pena seguir viviendo y hacerle sentirse querido. Cada vez que se veía obligado a comparecer ante asambleas de denuncia (para entonces raramente violentas, puesto que los internos habían agotado ya sus fuerzas), yo me sentaba en un lugar en el que pudiera verme con objeto de reconfortarle con mi presencia. Tan pronto como concluían, salíamos juntos del local. Yo le hablaba de cosas alegres para hacerle olvidar aquellos episodios siniestros, y le administraba masajes en la cabeza, cuello y hombros. Él, por su parte, solía recitarme poemas clásicos. Durante el día le ayudaba con sus tareas, entre las que, claro está, se incluían las más duras y desagradables. A veces me ofrecía a cargar con sus bultos, que a menudo alcanzaban los cincuenta kilogramos de peso, y aunque apenas podía mantenerme en pie intentaba mantener una expresión despreocupada.
Permanecí allí durante más de tres meses. Las autoridades me permitían comer en la cantina, y me asignaron una cama en un dormitorio que compartía con otras cinco mujeres. Éstas rara vez me hablaban y, si lo hacían, era empleando un tono frío. La mayor parte de los internos adoptaban una actitud de hostilidad tan pronto me veían, pero yo me limitaba a mirarles con expresión vacua. Sin embargo, también había personas amables, o al menos más decididas que otras a la hora de mostrarse bondadosas conmigo.
Una de ellas era un hombre en las postrimerías de la veintena dotado de unas facciones sensibles y unas enormes orejas. Se llamaba Young, y era un licenciado universitario que había entrado a trabajar en el departamento de mi padre justamente antes de la Revolución Cultural. Era, además, el «jefe» del «pelotón» al que pertenecía mi padre. Aunque estaba obligado a asignar a éste los peores trabajos, procuraba -siempre que podía- aliviar sus tareas sin llamar la atención. En una de las fugaces conversaciones que pude mantener con él le dije que no podía cocinar la comida que había traído debido a que no tenía queroseno con el que alimentar mi pequeña estufa.
Un par de días después, Young pasó a mi lado con una expresión neutra dibujada en el rostro, y pude notar que me introducía algo metálico en la mano: era un mechero de alambre de unos veinte centímetros de altura por diez de diámetro construido por él mismo. Servía para quemar bolas de papel fabricadas con periódicos viejos. Éstos ya podían quemarse, puesto que el retrato de Mao había comenzado a desaparecer de sus páginas (el propio Mao había ordenado que así fuera, ya que consideraba que el propósito que se buscaba con la reproducción de su imagen -esto es, «establecer con grandiosidad y firmeza» su «autoridad absoluta y suprema»- había sido logrado, y que continuar con la práctica podía llegar a ser contraproducente). Las llamas azules y anaranjadas de aquel mechero me permitieron cocinar una comida de calidad muy superior a la del rancho que se servía en el campo. Cada vez que aquellos vapores deliciosos escapaban del cazo podía ver las mandíbulas de los compañeros de habitación de mi padre masticando de modo involuntario. Lamentaba no poder dar una parte a Young, pero ambos hubiéramos tenido dificultades si sus compañeros más militantes hubieran llegado a enterarse.
El hecho de que se permitiera a mi padre recibir visitas de sus hijos se debía a Young y a otras personas igualmente bondadosas. También era Young quien le concedía la autorización necesaria para salir de las instalaciones del campo en los días de lluvia (sus únicos días libres ya que, a diferencia de otros internos, se veía -al igual que mi madre-obligado a trabajar los domingos). Tan pronto como cesaba la lluvia, mi padre y yo corríamos al bosque y recogíamos al pie de los árboles champiñones y guisantes silvestres que yo luego cocinaba en el campamento acompañados de una lata de pato o de otra clase de carne. Aquellas ocasiones suponían para nosotros auténticos festines.
Después de cenar, paseábamos a menudo hasta mi lugar favorito, al que había bautizado como «mi jardín zoológico»: se trataba de un grupo de rocas de formas fantásticas situado en medio de un herboso claro del bosque. Su aspecto era el de un rebaño de insólitos animales tendidos al sol. Algunos de ellos poseían huecos del tamaño de nuestros cuerpos, y él y yo solíamos tendernos y dejar que nuestra mirada se perdiera en la distancia. Al pie de la ladera que se extendía bajo nosotros se elevaba una hilera de gigantescos miraguanos cuyas deshojadas flores de color escarlata -similares a magnolias en formato aumentado- crecían directamente de las enhiestas ramas desnudas que se elevaban hacia el cielo. Durante los meses que permanecí en el campo contemplé a menudo cómo se abrían aquellas enormes flores formando una masa rojiza que destacaba sobre el fondo negro. Al cabo, brotaban unos frutos del tamaño de higos que luego estallaban despidiendo una lana sedosa que el cálido viento esparcía por las montañas como una capa de nieve plumosa. Más allá de los miraguanos discurría el río de la Tranquilidad, tras el cual se extendía una interminable cordillera.
Cierto día, nos hallábamos descansando en nuestro «jardín zoológico» cuando pasó por allí un campesino tan deformado y simiesco que no pude evitar una sensación de temor al verle. Mi padre me contó que en aquella región aislada el emparejamiento familiar era algo corriente. A continuación, exclamó: «¡Hay tanto que hacer en estas montañas! Es un lugar magnífico, y posee un enorme potencial. Me encantaría venir a vivir aquí y organizar una comuna o una brigada de producción con la que se pudiera trabajar como es debido. Hacer algo útil. O acaso llevar una vida sencilla de campesino. Estoy harto de ser funcionario. Qué agradable sería que toda la familia pudiéramos disfrutar aquí de una existencia sin complicaciones como la de los granjeros.» Pude distinguir en sus ojos la frustración de un hombre activo e inteligente ansioso por trabajar. Reconocí asimismo el sueño idílico tradicional de un intelectual chino desilusionado con su carrera de mandarín. Sobre todo, pude advertir que la posibilidad de una vida alternativa se había convertido para mi padre en una fantasía, en algo maravilloso e inasequible debido a que una vez se era funcionario comunista ya no cabía dar marcha atrás.
Realicé tres visitas al campo, y cada una de ellas permanecí en él varios meses. Mis hermanos hicieron lo mismo, con objeto de que mi padre pudiera gozar constantemente del calor de los suyos. A menudo decía con orgullo que era la envidia del campo debido a que nadie había podido disfrutar tan asiduamente de la compañía de sus hijos. De hecho, pocos habían llegado a recibir visita alguna, pues la Revolución Cultural había deshumanizado brutalmente las relaciones humanas hasta el punto de destrozar incontables familias.
Mi familia se tornó cada vez más unida con el paso del tiempo. Mi hermano Xiao-hei, a quien mi padre había llegado a pegar cuando era niño, aprendió a amarle. Cuando visitó el campo por primera vez, él y mi padre se vieron obligados a dormir juntos en la misma cama como consecuencia de la envidia que experimentaban los jefes del complejo ante las frecuentes visitas familiares que éste recibía. Xiao-hei, inquieto por la posibilidad de que mi padre no disfrutara del reposo que tanto necesitaba por sus condiciones mentales, nunca se permitió caer en un sueño profundo por miedo a molestarle con sus movimientos.
Mi padre, por su parte, se reprochaba el haberse mostrado severo con Xiao-hei, y solía acariciarle la cabeza y pedirle disculpas: «Me parece inconcebible que pudiera pegarte tan fuerte. Fui demasiado duro contigo -solía decir-. He reflexionado mucho acerca del pasado, y me siento enormemente culpable ante ti. Qué curioso que la Revolución Cultural haya hecho de mí una persona mejor…»
La dieta del campo consistía fundamentalmente en col hervida, y la falta de proteínas hacía que sus habitantes se sintieran permanentemente hambrientos. Todo el mundo contemplaba con expectación la llegada de los días de carne, y celebraba la misma en una atmósfera casi de regocijo. Incluso los Rebeldes más militantes parecían de mejor humor. En tales ocasiones, mi padre separaba la carne de su plato y obligaba a sus hijos a comérsela, lo que habitualmente desencadenaba pequeñas peleas de cuencos y palillos.
Permanecía en un estado de remordimiento constante. Solía mencionarme que no había invitado a mi abuela a su boda, y que la había obligado a realizar el arriesgado viaje de regreso desde Yibin a Manchuria apenas un mes después de su llegada. Le oí reprocharse a sí mismo varias veces el no haber mostrado el suficiente cariño a su propia madre, y también el haber sido tan rígido que sus parientes ni siquiera osaron hablarle de su funeral. Sacudía la cabeza, diciendo: «¡Ahora ya es demasiado tarde!» Se reprochaba igualmente la actitud que había mostrado con su hermana Jun-ying en los años cincuenta, cuando intentó persuadirla para que abandonara sus creencias budistas e incluso que comiera carne aun sabiendo que era una vegetariana convencida.
La tía Jun-ying murió durante el verano de 1970. La parálisis que sufría había ido invadiendo gradualmente todo su cuerpo, y nunca había podido recibir un tratamiento adecuado. Murió con la misma compostura que había mostrado durante toda su vida. Mi familia ocultó la noticia a mi padre, ya que todos sabíamos cuan profundamente la amaba y respetaba. Mis hermanos Xiao-hei y Xiao-fang pasaron aquel otoño con mi padre. Un día, estaban dando un paseo después de cenar cuando a Xiao-fang -quien aún no contaba más que ocho años- se le escapó la noticia de la muerte de mi tía Jun-ying. Súbitamente, el rostro de mi padre cambió. Durante largo rato, permaneció inmóvil con expresión ausente hasta que, por fin, se aproximó al borde del sendero, se dejó caer en cuclillas y se cubrió el rostro con ambas manos. Sus hombros comenzaron a agitarse con profundos sollozos y mis hermanos, que nunca le habían visto llorar, se quedaron estupefactos.
A comienzos de 1971, se corrió la noticia de que los Ting habían sido destituidos. Para mis progenitores -y en especial para mi padre- aquello trajo consigo alguna mejora en sus vidas. Comenzaron a tener los domingos libres y se les adjudicaron tareas más fáciles. El resto de los internos empezaron a dirigirle la palabra a mi padre, si bien aún se mostraban fríos con él. La prueba de que las cosas comenzaban realmente a cambiar llegó a principios de año: la señora Shau, antigua atormentadora de mi padre, había caído en desgracia al mismo tiempo que los Ting. Poco después, a mi madre se le permitió pasar dos semanas con mi padre. Era la primera ocasión que tenían de estar juntos después de varios años; de hecho, la primera vez que se habían visto desde aquella mañana de invierno, en las calles de Chengdu, poco antes de la partida de mi padre hacia el campamento. Desde entonces habían transcurrido más de dos años.
Las tribulaciones de mis padres, sin embargo, no habían terminado en modo alguno. La Revolución Cultural siguió su curso. Los Ting no habían sido purgados por todo el mal que habían hecho, sino porque Mao sospechaba que se hallaban en estrecha proximidad con Chen Boda, uno de los líderes de la Revolución Cultural, quien había caído en desgracia frente al líder. En aquella purga se habían generado aún más víctimas. El brazo derecho de los Ting, Chen Mo, quien en otro tiempo había ayudado a sacar a mi padre de la cárcel, se suicidó.
Un día del verano de 1971, mi madre sufrió una grave hemorragia uterina; perdió el conocimiento y hubo de ser trasladada al hospital. Mi padre no recibió autorización para visitarla, aunque por entonces ambos se encontraban en Xichang. Cuando su situación se estabilizó, se le permitió regresar a Chengdu para someterse a tratamiento, y allí lograron por fin detener la pérdida de sangre, si bien los médicos descubrieron al mismo tiempo que había desarrollado una enfermedad de la piel llamada escleroderma. Un retazo de piel situado detrás de su oreja derecha se había endurecido y había comenzado a contraerse. Su mandíbula derecha había adquirido un tamaño considerablemente menor que la izquierda, y estaba perdiendo la audición del oído derecho. Sentía el costado derecho del cuello entumecido, y tenía rígidos e insensibles el brazo y la mano derechos. Los dermatólogos le dijeron que el endurecimiento de la piel podía terminar por extenderse a los órganos internos, en cuyo caso comenzaría a encogerse y moriría en un plazo de tres a cuatro años. Dijeron que la medicina occidental no poseía ningún remedio para ello. Tan sólo podían sugerir un tratamiento de tabletas de cortisona y de inyecciones en el cuello.
Yo estaba en el campamento de mi padre cuando llegó la carta de mi madre anunciando aquellas noticias. Inmediatamente, mi padre solicitó autorización para regresar a casa y visitarla. Young se mostró sumamente comprensivo con él, pero las autoridades del campo se negaron. Mi padre estalló en lágrimas frente a todos los internos que había en el patio, lo que impresionó profundamente a los miembros de su departamento. Le tenían por un hombre de hierro. A primera hora de la mañana siguiente, acudió a la oficina de correos, esperó en su exterior durante horas hasta su apertura y envió a mi madre un telegrama de tres páginas. Comenzaba de este modo: «Por favor, acepta mis excusas aunque lleguen con toda una vida de retraso. La culpabilidad que siento frente a ti hace que agradezca todos los castigos que recibo. No he sido un buen esposo. Ponte buena, por favor. Dame otra oportunidad.»
El 25 de octubre de 1971, Lentes vino a visitarme a Deyang con una noticia bomba: Lin Biao había muerto. A Lentes le había sido comunicado oficialmente que Lin había intentado asesinar a Mao pero que, tras fracasar en su intento, había intentado huir a la Unión Soviética y había perecido al estrellarse su avión en Mongolia.
La muerte de Lin Biao fue arropada con un manto de misterio. Se relacionaba con la caída de Chen Boda un año antes. Mao había comenzado a alimentar sospechas en torno a ambos cuando vio que exageraban su deificación, creyendo que con ello intentaban desplazarle a alguna forma de gloria abstracta y despojarle de sus poderes terrenales. Posteriormente, había terminado por convencerse de que había gato encerrado en el caso de Lin Biao, a quien había elegido como su sucesor y de quien se decía que «nunca permitía que el Pequeño Libro Rojo abandonara sus manos ni la frase “Larga vida a Mao” desapareciera de sus labios», como expresaran ciertos versos tardíos. Mao decidió que Lin, en tanto que próximo candidato al trono, no planeaba nada bueno. En consecuencia, bien Mao o Lin -o acaso ambos- habían tomado las medidas necesarias para salvar sus respectivas vidas a la vez que su poder.
Algún tiempo después, la comuna comunicó a los habitantes de mi poblado la versión oficial de los acontecimientos. Aquellas noticias carecían de significado alguno para los campesinos, ya que apenas conocían el nombre de Lin Biao, pero yo las recibí con inmensa alegría. Incapaz de oponerme ni aun mentalmente a Mao, siempre había culpado a Lin de la Revolución Cultural. La evidente ruptura entre él y Mao, pensé, significaba que Mao había repudiado la Revolución Cultural y que no tardaría en poner fin a tanta miseria y destrucción. En cierto modo, pues, la muerte de Lin sirvió para reforzar mi fe en el líder. Mi optimismo era compartido por numerosas personas, ya que se advertían signos de que la Revolución Cultural podía verse invertida. Casi inmediatamente, algunos seguidores del capitalismo comenzaron a verse rehabilitados y se les permitió abandonar los campos.
Mi padre supo las noticias acerca de Lin a mediados de noviembre. Inmediatamente, los adustos rostros de los Rebeldes comenzaron a distenderse ocasionalmente con una sonrisa. En las asambleas le pedían que se sentara -lo que no había sucedido hasta entonces- y «desenmascarara a Yeh Chun», esto es, a la señora de Lin Biao, quien había sido colega suya en Yan'an a comienzos de los cuarenta. Mi padre no dijo nada.
Sin embargo, y pese al hecho de que sus colegas estaban siendo rehabilitados y abandonaban el campo por docenas, el comandante del mismo dijo a mi padre: «No pienses que ahora te vas a librar como si tal cosa.» Sus delitos contra Mao se consideraban demasiado graves.
Su salud había ido deteriorándose por la combinación de una presión mental y física intolerable y varios años de brutales palizas a los que habían seguido severos trabajos forzados en condiciones atroces. Durante casi cinco años había estado tomando grandes dosis de tranquilizantes para conservar el control. En ocasiones había llegado a consumir dosis veinte veces superiores a las normales, y ello había terminado por deteriorar su organismo. Experimentaba continuamente dolores insoportables en distintas partes de su cuerpo; comenzó a escupir sangre, y a menudo le faltaba el aliento y sufría graves mareos. A los cincuenta años de edad parecía un anciano de setenta. Los médicos del campo siempre le recibían con rostro severo y le despachaban apresuradamente recetándole más tranquilizantes; siempre se negaron a someterle a una revisión, e incluso a escuchar lo que tenía que decirles. Cada visita a la clínica se veía seguida por una violenta amonestación de alguno de los Rebeldes: «¡No creas que te vas a salir con la tuya haciéndote el enfermo!»
A finales de 1971, Jin-ming estaba en el campo. Se sentía tan preocupado por el estado de mi padre que permaneció junto a él hasta la primavera de 1972. Entonces recibió una carta de su equipo de producción ordenándole que regresara inmediatamente o no se le asignarían raciones alimenticias cuando llegara la época de la cosecha. El día de su partida mi padre le acompañó hasta el tren. Acababa de inaugurarse una línea de ferrocarril hasta Miyi debido a que diversas industrias estratégicas habían sido trasladadas a Xichang. Durante la larga caminata, ambos permanecieron en silencio. De repente, mi padre sufrió un súbito ataque de asma y Jin-ming hubo de ayudarle a sentarse en el borde del camino. Durante largo rato, mi padre luchó por recuperar el aliento hasta que, por fin, Jin-ming le oyó suspirar profundamente y decir: «Tengo la impresión de que probablemente no viviré mucho. La vida parece un sueño.»
Jin-ming nunca le había oído hablar de la muerte. Atónito, intentó reconfortarle, pero mi padre prosiguió lentamente: «Me pregunto si temo la muerte. Creo que no. En estas condiciones, mi vida es aún peor, y no vislumbro posibilidades de que cambien. Algunas veces me encuentro débil: me siento junto al río de la Tranquilidad y pienso: “Tan sólo un salto y todo habría terminado”. A continuación me digo a mí mismo que no debo hacerlo. Si muero sin ser rehabilitado, ninguno de vosotros vería el fin de sus problemas… He pensado mucho últimamente. Pasé una infancia dura en una sociedad llena de injusticia. Me uní a los comunistas para fundar una sociedad más justa, y lo he intentado lo mejor que he sabido durante todos estos años. Sin embargo, ¿de qué le ha servido al pueblo? Y en cuanto a mí, ¿por qué he tenido que convertirme al final en la ruina de mi familia? Aquellos que creen en la recompensa y el castigo afirman que un mal final significa que se tiene un peso en la conciencia, y yo he estado pensando mucho acerca de las cosas que he hecho en mi vida. He ordenado ejecutar a algunas personas…»
Mi padre continuó relatándole a Jin-ming las sentencias de muerte que había firmado, los nombres e historias de los e-ba («déspotas feroces») durante la reforma agraria de Chaoyang y de los jefes de los bandidos de Yibin. «Aquella gente, sin embargo, había hecho tanto mal que el propio Dios les hubiera matado. ¿Qué es, pues, lo que he hecho mal para merecer todo esto?»
Tras una larga pausa, añadió: «Si llego a morir de este modo, no creáis más en el Partido Comunista.»