20. «No venderé mi alma»

Mi padre detenido (1967-1968)

Una tarde, tres días después de enviar mi padre su carta a Mao, mi madre oyó que llamaban con los nudillos a la puerta de nuestro apartamento y salió a abrir. Entraron tres hombres, vestidos con el holgado atuendo azul similar a un uniforme que llevaban todos los hombres en China. Mi padre conocía a uno de ellos: había trabajado como conserje en su departamento y ahora era militante Rebelde. Uno de los otros, un individuo de elevada estatura con un rostro delgado y cubierto de forúnculos, anunció que eran Rebeldes de la policía y que habían venido a detenerle por ser un contrarrevolucionario en activo que ataca al presidente Mao y a la Revolución Cultural. A continuación, él y el tercer hombre, más bajo y robusto que su compañero, aferraron a mi padre por los brazos y le indicaron con un gesto que se pusiera en marcha.

No le mostraron tarjeta de identidad alguna, y mucho menos una orden de detención. Sin embargo, no cabía duda de que se trataba de policías Rebeldes de paisano. Su autoridad era incuestionable, ya que venían en compañía de un Rebelde del departamento de mi padre.

Aunque no mencionaron su carta a Mao, mi padre supo que debía de haber sido interceptada, como era poco menos que inevitable. Ya había contado con que sería probablemente arrestado, no sólo porque había vertido sus blasfemias sobre el papel sino porque ahora existía una autoridad -los Ting- capacitada para sancionar su detención. A pesar de ello, había preferido aferrarse a la única esperanza que le quedaba, por remota que fuera. Así pues, se mostró tenso y silencioso, pero no protestó. Cuando salía del apartamento se detuvo un instante y dijo suavemente a mi madre: «No guardes rencor al Partido. Ten confianza en que sabrá corregir sus errores, por graves que éstos sean. Divorcíate de mí y transmite mi amor a nuestros hijos. No permitas que se alarmen.»

Aquella tarde, cuando llegué a casa, descubrí la ausencia de mis padres. Mi abuela me dijo que mi madre había partido hacia Pekín para interceder por mi padre, quien había sido detenido por Rebeldes de su departamento. No pronunció la palabra «policía», ya que ello me hubiera resultado demasiado inquietante al tratarse de una forma de detención más seria e irreversible que un simple arresto por los Rebeldes.

Corrí al departamento de mi padre a preguntar dónde estaba, pero no obtuve otra respuesta que una variada colección de exabruptos encabezados por la señora Shau: «Tienes que trazar una línea entre tú y ese pestilente seguidor del capitalismo que tienes como padre -decían-. Esté donde esté, lo tiene bien empleado.» Conteniendo mi ira y mis lágrimas, me sentí rebosante de odio hacia aquellos adultos supuestamente inteligentes. No tenían necesidad alguna de mostrarse tan despiadados ni tan brutales. Incluso en aquellos días, hubiera sido perfectamente posible para ellos mostrar una expresión más amable y un tono más compasivo o incluso limitarse a guardar silencio.

Fue en aquella época cuando desarrollé mi propio modo de dividir a los chinos en dos clases, aquellos que eran humanos y aquellos que no lo eran. Había hecho falta una agitación como la que había supuesto la Revolución Cultural para sacar a la luz aquellas características de las personas, ya se tratara de guardias rojos adolescentes, Rebeldes adultos o seguidores del capitalismo.

Mi madre, entretanto, esperaba en la estación la llegada del tren que había de conducirla a Pekín por segunda vez. Esta vez, se sentía mucho más pesimista que seis meses antes. Entonces, aún había habido una ligera posibilidad de obtener cierta justicia, pero ahora resultaba prácticamente imposible. Sin embargo, mi madre no se rindió a la desesperación. Estaba dispuesta a luchar.

Había decidido que la persona a quien tenía que ver era el primer ministro Zhou Enlai. De nada servía hablar con ningún otro. Si se entrevistaba con otra persona, ello sólo serviría para acelerar la caída de su esposo, su familia y ella misma. Sabía que Zhou era considerablemente más moderado que la señora Mao y que la Autoridad de la Revolución Cultural, y también que poseía un notable poder sobre los Rebeldes, a los que transmitía órdenes casi a diario.

Sin embargo, intentar verle era como penetrar en la Casa Blanca o tratar de entrevistarse a solas con el Papa. Incluso si lograba llegar a Pekín sin que la detuvieran y daba con la oficina de quejas adecuada, no podría especificar a quién querría ver ya que ello se consideraría un insulto -incluso un ataque- hacia otros líderes. Su ansiedad aumentó, ya que ignoraba si su ausencia había sido ya descubierta por los Rebeldes. Se suponía que debía esperar que la convocaran para asistir a su proxima asamblea de denuncia, pero existía una posibilidad de pasar desapercibida: acaso cada grupo de Rebeldes pensara que estaba ya en manos de otro.

Mientras esperaba, vio un enorme estandarte en el que se leían las palabras: «Delegación de Peticionarios del Chengdu Rojo para Pekín.» A. su alrededor se agolpaba una multitud de unos doscientos jóvenes que rondarían los veinte años de edad. Por la lectura del resto de sus pancartas resultaba evidente que se trataba de estudiantes universitarios que viajaban a Pekín para protestar contra los Ting. Es más, los estandartes proclamaban que habían conseguido fijar una entrevista con el primer ministro Zhou.

El Chengdu Rojo era relativamente moderado comparado con su grupo rival, el 26 de Agosto. Los Ting se habían unido al 26 de Agosto, pero el Chengdu Rojo se negó a darse por vencido. El poder de los Ting no era absoluto, por muy apoyados que estuvieran por Mao y la Autoridad de la Revolución Cultural.

En aquella época, la Revolución Cultural se hallaba dominada por intensas luchas entre las distintas facciones de grupos Rebeldes. Habían dado comienzo tan pronto como Mao dio la señal para arrebatar el poder a los seguidores del capitalismo y ahora, tres meses después, la mayor parte de los líderes Rebeldes comenzaban a emerger como algo muy distinto de los funcionarios comunistas que habían expulsado: no eran sino oportunistas indisciplinados que ni siquiera cabía considerar como fanáticos maoístas. Mao los había exhortado a unirse y compartir el poder, pero ellos tan sólo habían obedecido sus indicaciones de boquilla. Unos y otros recurrían a las citas de Mao para atacarse mutuamente, sirviéndose cínicamente del espíritu evasivo y santón del líder: fuera cual fuese la situación, era sumamente sencillo encontrar una cita de Mao que resultara apropiada para la misma, e incluso que pudiera utilizarse para respaldar dos argumentos opuestos. Mao sabía que su deleznable filosofía estaba empezando a volverse contra él, pero no podía intervenir de modo explícito sin arriesgarse a perder su imagen mística y remota.

El Chengdu Rojo sabía que para destruir al 26 de Agosto tenía que eliminar a los Ting. Conocían la reputación de ambición y ansia de poder que les rodeaba, y la comentaban sin cesar, algunos en voz baja y otros más abiertamente. Ni siquiera la aprobación personal concedida por Mao a la pareja había bastado para frenar al Chengdu Rojo, y era en este contexto en el que el grupo había decidido enviar a los estudiantes a Pekín. Zhou Enlai había prometido recibirles debido a que, en tanto que uno de los dos grupos Rebeldes de Sichuan, el Chengdu Rojo contaba con millones de partidarios.

Mi madre siguió a la muchedumbre de sus miembros mientras les era franqueado el paso a través del control de billetes para acceder al andén junto al que resoplaba el expreso de Pekín. Cuando intentaba subir a uno de los vagones con ellos, un estudiante la detuvo:

– ¿Quién eres tú? -gritó. Mi madre, con treinta y cinco años de edad, a duras penas podía pasar por una estudiante-. Tú no eres una de nosotros. ¡Bájate!

Mi madre se aferró con fuerza a la barra de la portezuela.

– ¡Yo también voy a Pekín a protestar contra los Ting! -exclamó-. Conozco a ambos desde hace tiempo.

El hombre la contemplaba con expresión incrédula, pero de pronto oyó a sus espaldas las voces de un hombre y una mujer:

– ¡Déjala entrar! ¡Oigamos qué tiene que decir!

Mi madre se abrió camino hacia el interior del compartimento atestado y se sentó entre el hombre y la mujer, quienes se presentaron como oficiales del Chengdu Rojo. El hombre se llamaba Yong, y la mujer Yan. Ambos eran estudiantes de la Universidad de Chengdu.

Por sus palabras, mi madre dedujo que los estudiantes no sabían gran cosa de los Ting. Les contó todo cuanto pudo recordar de algunos de los numerosos casos de persecución en que habían participado en Yibin antes de la Revolución Cultural, acerca del intento de la señora Ting por seducir a mi padre en 1953, de la reciente visita de la pareja y de la negativa de mi padre a colaborar con ellos. Dijo que los Ting habían ordenado detener a mi padre debido a que éste había escrito al presidente Mao oponiéndose a su nombramiento como nuevos líderes de Sichuan.

Yan y Yong prometieron llevarla a su entrevista con Zhou Enlai. Mi madre permaneció despierta durante toda la noche, planeando qué le diría y cómo.

Cuando la delegación llegó a la estación de Pekín, había un representante del primer ministro esperándola. Fueron trasladados a una residencia de huéspedes del Gobierno, y se les dijo que Zhou les recibiría la próxima tarde.

Al día siguiente, aprovechando la ausencia de los estudiantes, mi madre preparó una apelación escrita para Zhou. Cabía la posibilidad de que no llegara a tener oportunidad de hablar con él, y en cualquier caso era preferible realizar las apelaciones por escrito. A las nueve de la noche acudió en compañía de los estudiantes al Gran Palacio del Pueblo situado en el costado oeste de la plaza de Tiananmen. La reunión había de celebrarse en el salón Sichuan que mi padre había ayudado a decorar en 1959. Los estudiantes se sentaron formando un semicírculo frente al primer ministro. No había asientos suficientes, por lo que algunos se acomodaron en el suelo enmoquetado. Mi madre ocupó un lugar de la fila posterior.

Sabía que su discurso tendría que ser breve y eficaz, y volvió a ensayarlo mentalmente a medida que transcurría la entrevista. Se sentía demasiado preocupada para prestar atención a lo que decían los estudiantes. Tan sólo observaba las reacciones del primer ministro, quien asentía de vez en cuando con la cabeza sin demostrar aprobación o desagrado en ningún momento. Se limitaba a escuchar y, ocasionalmente, realizaba observaciones genéricas acerca de la necesidad de «unirse» y «seguir al presidente Mao». Entretanto, un ayudante iba tomando notas.

De repente, oyó que el primer ministro decía a modo de conclusión:

– ¿Algo más?

Mi madre saltó disparada del asiento.

– Primer ministro, yo tengo algo más que decir.

Zhou elevó la mirada. Era evidente que mi madre no era una estudiante.

– ¿Quién eres? -preguntó.

Mi madre le dio su nombre y su grado y prosiguió sin detenerse:

– Mi esposo ha sido arrestado bajo la acusación de ser un contrarrevolucionario en activo. He venido en busca de justicia. -A continuación, anunció el nombre y la posición de mi padre.

Zhou aguzó la mirada. Mi padre ocupaba una posición importante.

– Los estudiantes pueden salir -dijo-. Hablaré contigo en privado.

Mi madre ansiaba poder hablar a solas con Zhou, pero ya había decidido sacrificar la ocasión de hacerlo en beneficio de un objetivo más importante.

– Primer ministro, querría que los estudiantes se quedaran para ser testigos de lo que voy a decir. -Mientras decía esto, alargó su apelación al estudiante que tenía delante, quien se la entregó a Zhou. El primer ministro asintió.

– De acuerdo. Continúa.

Hablando rápidamente, pero con claridad, mi madre dijo que mi padre había sido arrestado por lo que había escrito en una carta dirigida al presidente Mao. Mi padre se oponía al nombramiento de los Ting como nuevos líderes de Sichuan debido a su reputación de cometer abusos de poder, de algunos de los cuales había sido testigo en Yibin. Además de eso, dijo brevemente:

– La carta de mi esposo contenía asimismo graves errores acerca de la Revolución Cultural.

Había reflexionado cuidadosamente sobre cómo expresaría aquello. Tenía que proporcionar a Zhou una crónica veraz, pero no podía repetir las palabras exactas de mi padre por miedo a los Rebeldes. Debía ser lo más abstracta posible:

– Mi esposo alimentaba algunas opiniones gravemente erróneas. No obstante, nunca las expresó en público. Se limitó a seguir las indicaciones del Partido Comunista y decidió confiarlas al presidente Mao. Según las normas, ello constituye un derecho legítimo de todo miembro del Partido, y no debiera utilizarse como excusa para detenerle. He venido aquí en busca de justicia para él.

Cuando cruzó su mirada con la de Zhou Enlai, mi madre advirtió que el líder había comprendido el contenido real de la carta de mi padre y el dilema al que se enfrentaba por no poder expresarse con claridad. Tras echar un vistazo a la apelación de mi madre, se volvió hacia un ayudante sentado tras él y le susurró algo al oído. En la sala se había hecho un silencio mortal. Todos los ojos estaban fijos en el primer ministro.

El ayudante alargó a Zhou unas cuantas hojas de papel impresas con el membrete del Consejo de Estado (el Consejo de Ministros). Zhou comenzó a escribir con el gesto ligeramente forzado habitual en él desde que, años atrás, se rompiera el brazo al caerse del caballo en Yan'an. Cuando terminó, entregó el papel al ayudante, quien procedió a leerlo en voz alta.

«Primero: Como miembro del Partido Comunista, Chang Shou-yu tiene derecho a escribir a la dirección del Partido. Independientemente de la gravedad de los errores que pueda contener su misiva, ésta no podrá ser utilizada para acusarle de contrarrevolucionario. Segundo: Como Director Adjunto del Departamento de Asuntos Públicos de la Provincia de Sichuan, Chang Shou-yu debe aceptar someterse a la investigación y crítica del pueblo. Tercero: Todo veredicto final sobre Chang Shou-yu debe esperar hasta la conclusión de la Revolución Cultural. Zhou Enlai.»

Mi madre se sentía incapaz de hablar ante el alivio que sentía. La nota no estaba dirigida a los nuevos líderes de Sichuan, como hubiera sido el procedimiento habitual, por lo que no estaba obligada a entregársela a ellos ni a nadie. Zhou había querido que pudiera conservarla para mostrársela a quienquiera que pudiera resultarle útil.

Yan y Yong estaban sentados, a la izquierda de mi madre. Cuando ésta se volvió hacia ellos, vio que sus rostros se hallaban distendidos en una mueca de alegría.

Dos días más tarde tomó el tren de regreso a Chengdu. No se separó de Yan y Yong en ningún momento, pues temía que la existencia de la carta pudiera haber llegado a oídos de los Ting y éstos enviaran a sus esbirros para arrebatársela y capturarla a ella. Yan y Yong pensaban asimismo que resultaba vital que permaneciera con ellos «en caso de que el 26 de Agosto decida secuestrarte». Al llegar, insistieron en acompañarla de la estación al apartamento. Mi abuela les ofreció tortitas de cerdo con cebolleta que ellos devoraron rápidamente.

Yo no tardé en tomar afecto a Yan y Yong. ¡Pensar que eran Rebeldes y, sin embargo, tan bondadosos, tan afectuosos y tan amables con mi familia! Me parecía increíble. También me resultó evidente desde el primer momento que estaban enamorados: el modo en que se miraban el uno al otro y la manera de tocarse y bromear eran sumamente infrecuentes en público. Oí a mi abuela susurrar a mi madre que sería agradable hacerles algún regalo con motivo de su boda. Ella repuso que era imposible, y que podría acarrear problemas para la pareja si llegaba a saberse. Aceptar «sobornos» de un seguidor del capitalismo era un delito serio.

Yan tenía veinticuatro años, y había estado cursando su tercer año de contabilidad en la Universidad de Chengdu. Su rostro vivaracho aparecía dominado por unas gruesas gafas. Reía con frecuencia, echando la cabeza hacia atrás. Poseía una risa sumamente cálida. En aquella época, el atuendo habitual de los hombres, mujeres y niños de China consistía en una chaqueta y unos pantalones de color azul oscuro o gris. No se permitía que la ropa llevara dibujo alguno. A pesar de tal uniformidad, algunas mujeres se las ingeniaban para vestir dando muestras de cuidado y elegancia, mas no así Yan, cuyo aspecto siempre hacía pensar que se había equivocado de ojales al abotonarse. Llevaba sus cabellos cortos impacientemente atados en una desgreñada coleta. Al parecer, ni siquiera el amor podía inducirla a prestar más atención a su aspecto.

Yong parecía algo más preocupado por la elegancia. Calzaba un par de sandalias de paja que destacaban bajo las perneras arrolladas de su pantalón. Las sandalias de paja constituían una especie de moda entre ciertos estudiantes por la asociación que establecían con los campesinos. Yong tenía aspecto de ser inteligente y sensible en grado sumo, y a mí me tenía fascinada.

Tras disfrutar de un alegre almuerzo, Yan y Yong se despidieron. Mi madre los acompañó escaleras abajo, y ellos le susurraron que convenía que guardara la nota de Zhou Enlai en lugar seguro. Mi madre no nos dijo nada a mí ni a mis hermanos acerca de su entrevista con el primer ministro.

Aquella tarde, fue a ver a uno de sus antiguos colegas y le enseñó la carta de Zhou. Chen Mo había trabajado con mis padres en Yibin a comienzos de los cincuenta, y se llevaba bien con ambos. Asimismo, se las había ingeniado para mantener una buena relación con los Ting, y cuando éstos fueron rehabilitados se unió de nuevo a ellos. Mi madre, deshecha en lágrimas, le suplicó su colaboración para obtener la puesta en libertad de mi padre en recuerdo de los viejos tiempos, y él le prometió hablar con los Ting.

Pasó el tiempo y, por fin, en el mes de abril, reapareció mi padre. Al verle, experimenté un alivio y felicidad inmensos, pero mi alegría se trocó casi inmediatamente en horror. En sus ojos resplandecía una luz extraña. Se negó a revelarnos dónde había estado y, cuando por fin habló, apenas pude comprender sus palabras. Pasaba los días y las noches sin poder dormir, y caminaba de un lado a otro del apartamento hablando consigo mismo. Un día, nos obligó a todos los miembros de la familia a salir bajo una lluvia torrencial, diciéndonos que así experimentaríamos la tormenta revolucionaria. Otro día, después de recoger el sobre con su paga, lo arrojó al fogón de la cocina afirmando que con ello buscaba romper con la propiedad privada. Poco a poco, fuimos conscientes de la terrible realidad: mi padre había perdido el juicio.

Mi madre se convirtió en el objetivo principal de su locura. Solía enfurecerse con ella, llamándola «sinvergüenza» y «cobarde» y acusándola de haber «vendido el alma». A continuación, sin previo aviso, se mostraba embarazosamente cariñoso con ella en presencia de todos nosotros, diciéndole una y otra vez cuánto la amaba y hasta qué punto había sido un mal marido mientras suplicaba que le perdonara y volviera con él.

El día de su llegada, había mirado a mi madre con aire suspicaz, tras lo cual le preguntó qué había estado haciendo. Ella dijo que había viajado a Pekín para solicitar su puesta en libertad. Él sacudió la cabeza con incredulidad y pidió que le mostrara alguna prueba de ello. Mi madre prefirió no hablarle de la nota de Zhou Enlai. Era consciente de que mi padre ya no era el mismo, y temía que pudiera entregar la carta a alguien -incluso a los Ting- si el Partido así se lo ordenaba. Ni siquiera podía invocar a Yan y Yong como testigos, pues mi padre habría juzgado incorrecto mezclarse con una facción de la Guardia Roja.

Continuó retornando obsesivamente al mismo tema. Todos los días interrogaba a mi madre, de cuyo relato extraía aparentes inconsistencias. Sus sospechas y confusión fueron en aumento. La cólera que sentía hacia mi madre comenzó a rozar la violencia. Mis hermanos y yo queríamos ayudarla, e intentamos contribuir a prestar convencimiento a su historia a pesar de que nosotros mismos no la conocíamos sino vagamente Ni que decir tiene que cuando mi padre comenzó a interrogarnos se le antojó aún más embrollada.

Lo que había sucedido en realidad era que, mientras estuvo en prisión, sus interrogadores no habían cesado de decirle que su mujer y su familia le abandonarían si no escribía su «confesión». La insistencia por obtener confesiones firmadas constituía una práctica habitual. Para destrozar la moral de las víctimas resultaba esencial obligarlas a admitir sus «culpas». Mi padre, sin embargo, dijo que no tenía nada que confesar y que nada escribiría.

En vista de ello, sus interrogadores le dijeron que mi madre le había denunciado. Cuando pidió que su mujer fuera autorizada para visitarle se le dijo que ya había recibido la autorización correspondiente pero que se había negado con objeto de demostrar que había «trazado una línea» entre ella y él. Cuando los interrogadores advirtieron que mi padre comenzaba a oír cosas -síntoma evidente de esquizofrenia- le señalaron la existencia de un débil murmullo de conversaciones procedente de la habitación contigua, asegurándole que mi madre estaba allí pero que se negaría a verle en tanto no hubiera escrito su confesión. Los interrogadores representaban su, papel de un modo tan verídico que mi padre llegó a pensar que realmente oía la voz de su mujer… Su mente comenzó a venirse abajo pero, aun así, continuó negándose a confesar.

Al ser puesto en libertad, uno de sus interrogadores le dijo que se le permitía regresar a casa para permanecer bajo la supervisión de su esposa, «a quien el Partido ha asignado tu vigilancia». Su hogar, dijeron, sería su nueva prisión. Dado que ignoraba el motivo de su súbita puesta en libertad, su propia confusión le indujo a aceptar la explicación.

Mi madre ignoraba todo lo que le había sucedido en la cárcel. Cuando mi padre le preguntó el motivo de su liberación, no pudo darle una respuesta satisfactoria. No sólo no podía revelar la existencia de la nota de Zhou Enlai, sino que tampoco podía mencionar su visita a Chen Mo, quien se había convertido en el brazo derecho de los Ting. Mi padre no hubiera tolerado que su esposa hubiera suplicado un favor a los Ting. Sumidos en aquel círculo vicioso, el dilema de mi madre y la locura de mi padre continuaron creciendo y alimentándose mutuamente.

Mi madre intentó someterle a tratamiento médico. Acudió a la clínica asignada al antiguo Gobierno provincial. Lo intentó en los sanatorios mentales. Sin embargo, tan pronto como los funcionarios de recepción oían el nombre de mi padre sacudían la cabeza negativamente. No podían admitirle sin permiso de las autoridades, permiso que no estaban dispuestos a solicitar ellos mismos.

Mi madre acudió al grupo Rebelde dominante en el departamento de mi padre y pidió que se autorizara su hospitalización. Se trataba del grupo encabezado por la señora Shau, y se hallaba bajo el firme control de los Ting. La señora Shau espetó a mi madre que mi padre estaba fingiendo una enfermedad mental para eludir su castigo, y que ella le estaba ayudando, sirviéndose para ello de sus propios antecedentes (dado que su padrastro, el doctor Xia, había sido médico). Mi padre -dijo un Rebelde, citando una de las consignas coreadas a la sazón para jactarse de la implacabilidad de la Revolución Cultural – era «un perro que había caído al agua, y debía ser azotado y apaleado sin compasión alguna».

Siguiendo instrucciones de los Ting, los Rebeldes acosaron a mi padre con una campaña de carteles. Aparentemente, los Ting habían informado a la señora Mao de las «criminales palabras» empleadas por mi padre en las asambleas de denuncia, en su entrevista con ellos y en su carta a Mao. Según los carteles, la señora Mao se había puesto en pie indignada y había dicho: «¡Para un hombre que osa atacar al Gran Líder de un modo tan obsceno, la cárcel e incluso la muerte resultan demasiado benévolas! ¡Debe ser concienzudamente castigado hasta que terminemos con él!»

Aquellos carteles me inspiraron un terror inmenso. ¡La señora Mao había denunciado a mi padre! Sin duda, aquello representaba su fin. Paradójicamente, sin embargo, una de las iniciativas de la señora Mao había de servirnos de ayuda: dado que se mostraba más ocupada con sus venganzas personales que con las cuestiones cotidianas y que no conocía a mi padre ni alimentaba rencor personal alguno hacia él, no intensificó su persecución. No obstante, nosotros ignorábamos aquello, y yo intenté consolarme pensando que el comentario podría haber tenido su origen simplemente en un rumor. En teoría, el contenido de los carteles callejeros era oficioso, dado que estaban escritos por las masas y no formaban parte de los medios de comunicación oficiales. Íntimamente, sin embargo, yo sabía que lo que decían era cierto.

Alimentadas por la ponzoña de los Ting y la condena de la señora Mao, las asambleas de denuncia de los Rebeldes se volvieron más brutales, si bien a mi padre continuaba permitiéndosele vivir en casa. Un día, regresó con una grave lesión en un ojo. Otro día, le vi desfilar por las calles sobre un camión que avanzaba lentamente. Llevaba colgado del cuello un grueso letrero por medio de un alambre que se le incrustaba en la piel, y sus verdugos le retorcían ferozmente los brazos tras la espalda. Mientras tanto, él se esforzaba tenazmente por mantener la cabeza elevada a pesar de los violentos empujones de los Rebeldes. Lo que más me entristeció fue que parecía indiferente al dolor físico. En su locura su cuerpo y su mente parecían haberse desconectado.

Rompió en pedazos todas aquellas fotografías del álbum familiar en las que aparecían los Ting. Quemó sus edredones y sábanas, así como eran parte de nuestra ropa. Asimismo, rompió e incineró las patas de sillas y mesas.

Una tarde en que mi madre se hallaba tendida en la cama y mi padre descansaba en su despacho, reclinado en su butaca de bambú favorita, se puso súbitamente de pie con un salto e irrumpió violentamente en el dormitorio. Al oír los golpes, salimos corriendo tras él y le sorprendimos aferrado al cuello de mi madre. Gritamos, intentado separarlos. Mi madre parecía a punto de morir estrangulada. Al fin, la soltó con una sacudida y abandonó la estancia.

Mi madre se incorporó lentamente con el rostro ceniciento y se cubrió la oreja izquierda con la mano. Mi padre la había despertado propinándole un golpe en la cabeza. Su voz era débil pero tranquila. «No os preocupéis, estoy bien -dijo, dirigiéndose a mi abuela, que sollozaba. Luego se volvió hacia nosotros y dijo-: Id a ver cómo está vuestro padre. Luego, volved a vuestra habitación.» A continuación, se reclinó contra el espejo oval enmarcado con madera de alcanfor que formaba la cabecera de la cama. A través del reflejo pude ver su mano derecha aferrada a la almohada. Mi abuela permaneció toda la noche sentada junto a la puerta del dormitorio de mis padres, y yo misma tampoco pude conciliar el sueño. ¿Qué pasaría si mi padre atacaba a mi madre con la puerta cerrada?

El oído izquierdo de mi madre sufrió lesiones permanentes que habrían de llevarle a perder prácticamente por completo la audición del mismo. Decidió que era demasiado peligroso para ella permanecer en casa, y al día siguiente acudió a su departamento en busca de un lugar al que trasladarse. Los Rebeldes se mostraron muy comprensivos con ella, y le proporcionaron una habitación en una vivienda destinada al jardinero y construida en un extremo del jardín. Era sumamente pequeña: apenas medía dos metros y medio por tres. En su interior sólo cabían una cama y una mesa, y casi no quedaba sitio para pasar entre ambas.

Aquella noche dormí allí con mi madre, mi abuela y Xiao-fang, todos amontonados en la misma cama. No podíamos estirar las piernas ni volvernos hacia el otro lado. Las hemorragias uterinas de mi madre empeoraron. Estábamos terriblemente asustados debido a que, recién trasladados a aquel lugar, carecíamos de estufa y no podíamos esterilizar las jeringas y las agujas, lo que hacía imposible ponerle las inyecciones. Al final, me encontraba tan exhausta que caí en un sueño agitado. Sabía, sin embargo, que ni mi madre ni mi abuela habían conseguido pegar ojo.

A lo largo de los días siguientes Jin-ming siguió viviendo con mi padre, pero yo permanecí en la nueva vivienda de mi madre para contribuir a su cuidado. En la habitación contigua vivía un joven líder Rebelde perteneciente al distrito de mi madre. Yo no le había saludado porque dudaba si querría que le dirigiera la palabra alguien perteneciente a la familia de un seguidor del capitalismo, pero para mi gran sorpresa nos saludó con normalidad la primera vez que nos encontramos. Aunque era algo envarado, trataba a mi madre con cortesía, lo que constituía un enorme alivio después de la altiva frialdad de los Rebeldes del departamento de mi padre.

Una mañana, pocos días después de nuestro traslado, mi madre se estaba lavando la cara bajo los canalones debido a la falta de espacio en el interior cuando aquel hombre le propuso si querría intercambiar las habitaciones, ya que la suya era el doble de grande que la nuestra. Nos mudamos aquella misma tarde. También nos ayudó a conseguir otra cama, lo que nos permitía dormir con cierta comodidad. Nos sentimos profundamente conmovidas.

Aquel joven sufría una intensa bizquera, y tenía una novia muy guapa que se quedaba a dormir con él (algo inusitado en aquella época). A ninguno de ellos parecía importarle que lo supiéramos. Claro está que ningún seguidor del capitalismo se encontraba en situación de andar contando chismes. Cuando me topaba con ellos por las mañanas siempre me obsequiaban con una amable sonrisa que revelaba lo felices que eran. Fue entonces cuando me di cuenta de que la gente se torna bondadosa con la felicidad.

Cuando mejoró la salud de mi madre, regresé junto a mi padre. El apartamento estaba en un estado lamentable: las ventanas estaban rotas y había trozos de mobiliario y de tela quemada por todo el suelo. Mi padre parecía indiferente a mi presencia allí; se limitaba a pasear incesantemente de un lado a otro. Me acostumbré a echar el pestillo de mi puerta por las noches debido a que como no podía dormir se empeñaba en dirigirme interminables charlas sin sentido. Sin embargo, había un pequeño ventanuco sobre la puerta que no podía cerrarse, y una noche me desperté y le vi deslizarse a través de la diminuta abertura y saltar ágilmente al suelo. No obstante, no me prestó la más mínima atención, sino que se limitó a alzar diversos muebles de robusta caoba y dejarlos caer con apenas esfuerzo. En su locura, había adquirido una agilidad y fuerza sobrehumanas. Permanecer junto a él era una pesadilla. En numerosas ocasiones experimenté el deseo de correr junto a mi madre, pero no lograba decidirme a abandonarle.

En una o dos ocasiones me abofeteó, cosa que nunca había hecho anteriormente. En esos casos, yo corría a esconderme en el jardín trasero situado bajo el balcón del apartamento y, aterida por el frío de aquellas noches de primavera, aguardaba desesperadamente el silencio que indicaría que ya se había dormido.

Un día, le eché de menos. Asaltada por un presentimiento, salí corriendo de casa. Un vecino que vivía en el piso superior descendía en ese momento por las escaleras. Hacía ya algún tiempo que, para evitar problemas, habíamos dejado de saludarnos, pero en aquella ocasión dijo: «He visto a tu padre saliendo al tejado.»

Nuestro edificio tenía cinco pisos. Subí corriendo a la planta superior. Allí, en el rellano izquierdo, se abría un pequeño ventanuco que daba a la plana azotea de tablillas del edificio contiguo, de cuatro pisos de altura. Sus bordes estaban protegidos por una pequeña barandilla de hierro. Mientras intentaba trepar a través de la ventana pude ver a mi padre junto al borde de la azotea, y creí advertir que alzaba una pierna sobre la barandilla.

– ¡Padre! -grité, intentando prestar un acento normal a mi voz temblorosa. Mi instinto me decía que no debía alarmarle. Tras una pausa, se volvió hacia mí-. ¿Qué estás haciendo aquí?

– Ven. Ayúdame a pasar por la ventana, por favor.

De algún modo, logré persuadirle para que se apartara del borde de la azotea, asir su mano y conducirle al interior del rellano. Estaba temblando. De repente, algo parecía haber cambiado en él, y su habitual estupor indiferente y la intensa introspección con que solía girar los ojos en las órbitas se habían visto sustituidos por una expresión casi normal. Me acompañó escaleras abajo, me depositó en un sofá e incluso fue a buscar una toalla con la que enjugarme las lágrimas. Sin embargo, aquellos síntomas de normalidad duraron poco. Antes de que pudiera reponerme de la impresión me vi obligada a incorporarme apresuradamente y echar a correr, ya que había alzado la mano dispuesto a golpearme. En lugar de proporcionarle tratamiento médico, los Rebeldes se dedicaron a utilizar su locura como fuente de entretenimiento. Los carteles comenzaron a incluir de modo esporádico un serial titulado «La historia interior del loco Chang». Sus autores, miembros del departamento de mi padre, recurrían a todo tipo de sarcasmos para ridiculizarle. Los carteles solían pegarse en un lugar preferente situado junto a la entrada del departamento, por lo que atraían gran número de interesados lectores. Yo solía forzarme a leerlos, aunque era consciente de las miradas de los demás, muchos de los cuales sabían quién era. Podía oír los susurros que dirigían a quienes ignoraban mi identidad. Mi corazón temblaba por la ira y por el dolor insoportable que sentía por mi padre, pero sabía que sus perseguidores serían informados de mis reacciones, por lo que intentaba mantener la calma y demostrarles que no podían desmoralizarnos. No experimentaba miedo ni humillación: tan sólo desprecio hacia ellos.

¿Qué era lo que había convertido a las personas en monstruos? ¿Cuál era el motivo de aquella brutalidad sin sentido? Fue durante aquel período cuando comenzó a debilitarse mi devoción por Mao. Anteriormente había visto a gente perseguida sin poseer la certeza de su inocencia, pero conocía bien a mis padres. Mi mente comenzó a verse asaltada por dudas acerca de la infalibilidad de Mao. Como muchas otras personas, no obstante, en aquella época solía culpar fundamentalmente a su esposa y a la Autoridad de la Revolución Cultural. El propio Mao, el divino Emperador, continuaba libre de cualquier sospecha.

Con cada día que pasaba fuimos siendo testigos del deterioro físico y mental de mi padre. Mi madre acudió una vez más a Chen Mo en demanda de ayuda, y él prometió hacer cuanto pudiera. Aguardamos, pero no sucedió nada: su silencio significaba que habían debido de fracasar en sus intentos por obtener de los Ting permiso para dar tratamiento a mi padre. Desesperada, mi madre acudió al cuartel general del Chengdu Rojo para hablar con Yan y Yong.

El grupo dominante de la Facultad de Medicina de Sichuan formaba parte del Chengdu Rojo. Adosado a la facultad, había un hospital psiquiátrico en el que mi padre podía ser internado a una palabra del cuartel general del Chengdu Rojo. Yan y Yong se mostraron sumamente comprensivos, pero le dijeron que tendrían que convencer a sus camaradas.

Las consideraciones humanitarias habían sido condenadas por Mao como «hipocresía burguesa», y ni que decir tiene que no cabía demostrar compasión alguna por los «enemigos de clase». Yan y Yong tuvieron que buscar un motivo político para justificar que mi padre recibiera tratamiento, y encontraron uno magnífico: dado que estaba siendo perseguido por los Ting, sería probablemente capaz de proporcionar nuevas armas en contra suya, acaso incluso contribuir a su caída. Ello, por su parte, podría provocar el derrumbamiento del 26 de Agosto.

Existía otro motivo. Mao había dicho que los nuevos Comités Revolucionarios debían contar con funcionarios revolucionarios además de con Rebeldes y miembros de las fuerzas armadas. Tanto el Chengdu Rojo como el 26 de Agosto intentaban a la sazón encontrar funcionarios que pudieran representarlos en el Comité Revolucionario de Sichuan. Asimismo, los Rebeldes estaban empezando a comprobar cuan complicada era la actividad política y qué tarea tan desalentadora era gobernar la administración. Necesitaban el consejo de políticos competentes. El Chengdu Rojo consideró que mi padre era un candidato ideal y aprobó que le fuera prestado tratamiento médico.

El Chengdu Rojo sabía que mi padre había sido denunciado por proferir blasfemias contra Mao y la Revolución Cultural, y también que había sido condenado por la propia señora Mao. Sin embargo, tales acusaciones tan sólo habían sido expresadas por sus enemigos en carteles murales en los que la verdad y la mentira aparecían a menudo confundidas. Podían, por tanto, hacer caso omiso de ellas.

Mi padre fue admitido en el hospital mental de la Facultad de Medicina de Sichuan, situado en los suburbios de Chengdu y rodeado de campos de arroz. Sobre sus muros de ladrillo y la verja principal de hierro oscilaban las hojas de los bambúes. Una segunda verja aislaba un patio vallado y cubierto de verde musgo que constituía la zona residencial destinada a médicos y enfermeras. Al final del patio, un pequeño tramo de escalones de arenisca conducía a uno de los costados de un edificio de dos plantas desprovisto de ventanas y flanqueado por altas y sólidas paredes. Se trataba del pabellón psiquiátrico, y las escaleras constituían el único acceso a su interior.

Los dos enfermeros que acudieron a recoger a mi padre, ataviados con un atuendo corriente, le dijeron que estaban encargados de conducirle a una nueva asamblea de denuncia. Cuando llegaron al hospital, mi padre comenzó a debatirse intentando huir. Le arrastraron hasta un cuartito vacío y cerraron la puerta tras él para evitar que mi madre y yo hubiéramos de ser testigos de cómo le colocaban la camisa de fuerza. Sentí que se me partía el corazón al verle tratado con tanta brusquedad, pero sabía que era por su propio bien.

El psiquiatra, doctor Su, era un hombre de treinta y tantos años dotado de rostro amable y aspecto competente. Dijo a mi madre que mantendría a mi padre en observación durante una semana antes de emitir su diagnóstico. Concluido el plazo, anunció la conclusión a la que había llegado: esquizofrenia. A mi padre le fueron aplicadas descargas eléctricas y se le administraron inyecciones de insulina, para todo lo cual había que atarle fuertemente a la cama. Al cabo de pocos días, comenzó a recobrar la cordura. Con lágrimas en los ojos, suplicó a mi madre que interviniera ante el doctor para que éste cambiara el tratamiento.

– Es tan doloroso… -dijo, y su voz se quebró-. Es peor que la muerte.

El doctor Su, no obstante, dijo que no existía otro camino. La siguiente vez que vi a mi padre, éste estaba sentado en la cama charlando con mi madre, Yan y Yong. Todos sonreían. Mi padre incluso se reía. Parecía hallarse bien de nuevo, y me vi obligada a fingir que tenía que acudir al lavabo para que no me viera enjugarme las lágrimas. Siguiendo las órdenes del Chengdu Rojo, mi padre recibía una alimentación especial y contaba con los servicios ininterrumpidos de una enfermera. Yan y Yong le visitaban con frecuencia acompañados por algunos miembros de su departamento que sentían compasión por él y habían sido también sometidos a asambleas de denuncia por el grupo de la señora Shau.

Mi padre sentía un gran afecto por Yan y Yong, y aunque sabía disimularlo, era consciente de que ambos jóvenes estaban enamorados y solía bromear cariñosamente con ellos al respecto, lo que divertía a ambos considerablemente. Por fin, pensé, había pasado la pesadilla; ahora que mi padre estaba bien, podíamos enfrentarnos juntos a cualquier desastre.

El tratamiento duró unos cuarenta días. A mediados de julio había recobrado la normalidad. Tras ser dado de alta, él y mi madre fueron trasladados a la Universidad de Chengdu, donde se les concedió una suite emplazada en un pequeño patio independiente. Junto a la verja se montó una guardia de estudiantes. Se le proporcionó un seudónimo y se le dijo que, por su propia seguridad, no debía salir del patio durante el día. Mi madre se encargaba de ir a buscar la comida de ambos a una cocina especial. Yan y Yong acudían a visitarle a diario, al igual que el resto de los líderes del Chengdu Rojo, todos los cuales se mostraban sumamente corteses.

Yo también los visitaba a menudo, para lo cual había de pedalear durante una hora en una bicicleta prestada. Mi padre parecía tranquilo, y no cesaba de repetir cuan agradecido se sentía hacia aquellos estudiantes que habían hecho posible su tratamiento.

Cuando oscurecía se le permitía salir, y él aprovechaba para dar largos paseos en silencio por el campus, seguido a cierta distancia por un par de guardias. Solíamos recorrer los senderos bordeados por setos de jazmín cuyas flores, del tamaño de un puño, despedían una poderosa fragancia al ser agitadas por la brisa del verano. Alejados del terror y la violencia, nos parecía vivir un sueño de serenidad. Yo era consciente de que aquello era una prisión para mi padre, pero deseaba que nunca tuviera que abandonarla.

En verano de 1967, las luchas entre las facciones Rebeldes habían aumentado hasta convertirse en una mini-guerra civil extendida por todo el país. El antagonismo entre los diversos grupos Rebeldes era notablemente más intenso que su supuesta cólera contra los seguidores del capitalismo debido a que todos ellos luchaban con uñas y dientes por obtener el poder. Kang Sheng -jefe de inteligencia de Mao- y la señora Mao encabezaban los constantes intentos de la Autoridad de la Revolución Cultural por excitar aún más los ánimos refiriéndose a las luchas entre facciones como «una extensión de la lucha entre los comunistas y el Kuomintang» sin especificar qué grupo representaba a quién. Las Autoridades de la Revolución Cultural ordenaron al Ejército que armara a los Rebeldes para permitir su autodefensa, aunque sin especificar tampoco a qué facciones debía apoyar. Así, inevitablemente, las distintas unidades militares armaron a diferentes facciones según las preferencias de cada una.

Las fuerzas armadas se encontraban ya notablemente soliviantadas, debido a que Lin Biao se encontraba ocupado en sus intentos por purgar a sus oponentes y sustituirlos por sus propios hombres. Por fin, Mao se dio cuenta de que no podía permitirse el lujo de una situación de inestabilidad en el seno del Ejército y frenó a Lin Biao. No obstante, su opinión parecía dividida en lo que se refería a las luchas internas entre los Rebeldes. Por una parte, quería que las distintas facciones se mantuvieran unidas con objeto de poder afianzar su estructura personal de poder. Por otra, parecía incapaz de reprimir su amor por la lucha: a medida que los sangrientos combates iban extendiéndose por toda China, dijo: «No es mala cosa que los jóvenes adquieran cierta práctica en el uso de las armas: hace demasiado tiempo que no teníamos una guerra.»

En Sichuan las batallas fueron especialmente feroces, debido en parte a que la provincia constituía el núcleo de la industria armamentística china. Ambos bandos se aprovisionaban de carros de combate, vehículos acorazados y artillería que extraían de las cadenas de producción y los almacenes. El otro motivo eran los Ting, decididos a eliminar a sus oponentes. En Yibin se produjeron feroces enfrentamientos con fusiles, granadas, morteros y ametralladoras. Tan sólo en la ciudad de Yibin murieron más de cien personas. Por fin, el Chengdu Rojo se vio obligado a abandonar la ciudad.

Muchos se trasladaron a la vecina ciudad de Luzhou, uno de los baluartes del Chengdu Rojo. Los Ting despacharon una fuerza compuesta por más de cinco mil miembros del 26 de Agosto con órdenes de atacar la ciudad y, al cabo, los asaltantes la conquistaron tras causar más de trescientos muertos y numerosos heridos.

Tales eran las circunstancias cuando el Chengdu Rojo solicitó de mi padre tres cosas: que anunciara su apoyo personal al grupo, que les dijera cuanto supiera acerca de los Ting y que se convirtiera en su asesor para luego representarles en el Comité Revolucionario de Sichuan.

Él se negó. Dijo que no podía respaldar a un grupo en contra de otro, ni tampoco suministrarles información de los Ting, ya que con ello podría agravar la situación y crear aún más animosidad. Igualmente, se negó a representar a una facción dentro del Comité Revolucionario de Sichuan. De hecho, dijo, no sentía las más mínimas ganas de pertenecer a él.

La amistosa atmósfera que reinaba entre él y el Chengdu Rojo se ensombreció. Los jefes del Chengdu Rojo estaban divididos. Algunos de ellos decían que nunca habían conocido a nadie tan increíblemente obstinado y perverso. Mi padre había sido perseguido casi hasta el borde de la muerte y, no obstante, se negaba a permitir a otros que le vengaran. Se atrevía a oponerse a los poderosos Rebeldes que le habían salvado la vida y rechazaba una oferta destinada a rehabilitarle y devolverle al poder. Furiosos y exasperados, algunos gritaban: «¡Démosle una buena paliza! ¡Rompámosle al menos un par de huesos para darle una lección!»

Yan y Yong, sin embargo, le defendieron, al igual que algunos otros. «No es fácil encontrarse con personajes como él -dijo Yong-. No debemos castigarle. No se doblegaría ni aunque lo apaleáramos hasta la muerte. Torturarle, además, no haría sino arrojar la vergüenza sobre nosotros. ¡Se trata de un hombre de principios!»

A pesar de las amenazas de recibir una paliza y de la gratitud que sentía hacia estos Rebeldes, mi padre se negó a actuar en contra de sus principios. Una noche, a finales de septiembre de 1967, un automóvil le trasladó a su casa en compañía de mi madre. Yan y Yong ya no podían protegerles. Tras acompañarlos, se despidieron de ellos.

Mis padres cayeron de inmediato en manos de los Ting y del grupo de la señora Shau. Los Ting dejaron bien claro que el futuro de los miembros de la organización dependería de la actitud que cada uno adoptara frente a mis padres. A la señora Shau se le prometió que ocuparía en el próximo Comité Revolucionario de Sichuan un puesto equivalente al de mi padre si lograba que éste fuera concienzudamente aniquilado. Todos cuantos mostraron simpatía hacia él fueron asimismo condenados.

Un día se presentaron en nuestro apartamento dos hombres del grupo de la señora Shau para llevarse a mi padre a una nueva asamblea. Algo más tarde, regresaron y nos dijeron a mí y a mis hermanos que acudiéramos a recogerle a su departamento.

Encontramos a mi padre reclinado contra un muro del patio del departamento. Su postura revelaba que había intentado ponerse de pie. Tenía el rostro negruzco, amoratado e increíblemente hinchado, y le habían afeitado la mitad de la cabeza con evidente violencia.

No había habido asamblea de denuncia. Tras llegar a la oficina, había sido inmediatamente arrojado al interior de un cuartucho y media docena de robustos extraños se habían arrojado sobre él. Le habían golpeado y pateado en toda la parte inferior del cuerpo, especialmente en los genitales. Le habían insuflado agua en la garganta y la nariz y habían saltado sobre su vientre. Su cuerpo había expulsado agua, sangre y excrementos y, al fin, se había desvanecido.

Al volver en sí, los matones habían desaparecido. Mi padre se sentía terriblemente sediento. Salió arrastrándose de la habitación y sorbió un poco de agua de un charco del patio. Intentó ponerse en pie, pero se sentía incapaz de mantener el equilibrio. Aunque había diversos miembros del grupo de la señora Shau en el patio, nadie había movido un dedo para ayudarle.

Los matones procedían de la facción del 26 de Agosto en Chongqing, distante unos doscientos cincuenta kilómetros de Chengdu. En aquella ciudad se habían producido varios combates en gran escala, con disparos de artillería pesada desde la otra orilla del Yangtzé. El 26 de Agosto había sido expulsado de la ciudad y muchos de sus miembros habían huido a Chengdu, donde algunos hallaron alojamiento en nuestro complejo. Se mostraban inquietos y frustrados, y habían dicho al grupo de la señora Shau que sus puños ardían de deseos de terminar con la existencia vegetativa que llevaban y probar la carne y la sangre. En vista de ello, se les había ofrecido a mi padre como víctima.

Aquella noche, mi padre, quien jamás hasta entonces se había quejado de sus palizas, gritaba de dolor. A la mañana siguiente, mi hermano Jin-ming, que entonces tenía catorce años, corrió a la cocina del complejo tan pronto como ésta abrió sus puertas para pedir prestado un carro con el que transportarle al hospital. Xiao-hei, de trece años de edad, salió a comprar una maquinilla y terminó de cortar los cabellos que aún remataban la cabeza medio afeitada de mi padre. Éste sonrió valientemente al contemplar su cabeza desnuda en el espejo. «Esto está bien. Así no tendré que preocuparme por que me tiren del pelo en la próxima asamblea de denuncia.»

Subimos a mi padre al carro y lo arrastramos hasta un hospital ortopédico cercano. Aquella vez no precisábamos autorización para que le trataran, ya que sus dolencias no tenían nada que ver con la mente. Las enfermedades mentales constituían un campo sumamente delicado, pero los huesos no tenían color ni ideología. El médico se mostró muy amable. Cuando advertí el cuidado con que trataba a mi padre, sentí un nudo en la garganta. Había sido testigo de demasiada violencia y de demasiados golpes, y no estaba habituada a la gentileza.

El médico dijo que mi padre tenía dos costillas rotas, pero que no podía quedar hospitalizado, ya que para ello era preciso contar con una autorización. Además, el hospital tenía más heridos graves de los que podía atender. Se encontraba atestado de gente que había resultado herida en las asambleas de denuncia y las luchas entre facciones. Sobre una camilla pude ver a un joven al que le faltaba un tercio de la cabeza. Su compañero nos dijo que había resultado alcanzado por una granada.

Mi madre acudió una vez más a ver a Chen Mo, y le pidió que intercediera ante los Ting para que pusieran término a las palizas de mi padre. Pocos días después, Chen dijo a mi madre que los Ting se mostraban dispuestos a «perdonar» a mi padre si éste redactaba un cartel mural cantando las alabanzas de los «buenos funcionarios» Liu Jie-ting y Zhang Xi-ting. Subrayó el hecho de que ambos acababan de ver renovado el apoyo explícito y completo de la Autoridad de la Revolución Cultural, y que Zhou Enlai había declarado específicamente que consideraba a los Ting buenos funcionarios. Continuar oponiéndose a ellos, dijo Chen, equivaldría a «arrojar huevos contra una roca». Cuando mi madre se lo dijo a mi padre, éste repuso.

– No hay nada bueno que pueda decirse acerca de ellos.

– ¡Pero esta vez no se trata de tu trabajo, ni tan siquiera de tu rehabilitación! -imploró ella, sollozante-. ¡Esta vez se trata de tu vida! ¿Qué es un cartel comparado con la vida?

– No venderé mi alma -fue la respuesta de mi padre.

Durante más de un año, hasta finales de 1968, mi padre y la mayoría de los antiguos altos funcionarios del Gobierno provincial sufrieron frecuentes detenciones. Nuestro apartamento era asaltado y registrado constantemente. Las detenciones habían pasado a conocerse como «Cursos para el estudio del pensamiento de Mao Zedong». La presión ejercida durante dichos «cursos» era tal que muchos se plegaron a la voluntad de los Ting, mientras que algunos otros se suicidaron. Mi padre, sin embargo, jamás accedió a las demandas de los Ting para trabajar con ellos. Más tarde habría de confesar cuánto le había ayudado el poder contar con el afecto de su familia. La mayor parte de los que se habían suicidado lo habían hecho tras verse repudiados por sus familiares. Nosotros visitábamos a mi padre en su prisión siempre que se nos permitía hacerlo, lo que ocurría rara vez, y le arropábamos con nuestro afecto durante las cortas estancias que pasaba en casa.

Los Ting sabían que mi padre amaba profundamente a mi madre, por lo que trataron de quebrar su resistencia sirviéndose de ella. La presionaban insistentemente para que le denunciara. Al fin y al cabo, mi madre tenía numerosos motivos para sentir rencor contra él. Cuando se casaron, no había invitado a su futura suegra a la boda. Había permitido que recorriera cientos de kilómetros a pie hasta el agotamiento, y no había mostrado demasiada compasión por ella durante sus crisis. En Yibin, se había negado a permitir su traslado a un hospital mejor para enfrentarse a un parto difícil, y siempre había dado al Partido y a la revolución prioridad sobre ella. Ella, sin embargo, había comprendido y respetado a mi padre y, sobre todo, nunca había dejado de amarle, por lo que estaba especialmente dispuesta a apoyarle durante aquellos momentos difíciles. Ningún sufrimiento habría podido convencerla para denunciarle.

Incluso los miembros de su propio departamento hicieron oídos sordos a las órdenes de atormentarla procedentes de los Ting. No obstante, el grupo de la señora Shau las obedeció con entusiasmo, al igual que otras organizaciones que no tenían nada que ver con ella. En total, hubo de soportar aproximadamente un centenar de asambleas de denuncia. En una ocasión, fue trasladada a una asamblea de denuncia celebrada ante decenas de miles de personas en el Parque del Pueblo del centro de Chengdu. La mayoría de los participantes ignoraban de quién se trataba, ya que no era lo bastante importante para merecer tan multitudinario evento.

Mi madre fue condenada por toda clase de acusaciones, entre las que destacaba la circunstancia de que su padre hubiera sido un general de los señores de la guerra. El hecho de que el general Xue hubiera muerto cuando ella apenas contaba dos años de edad no suponía la menor diferencia.

En aquellos días, todo seguidor del capitalismo tenía a uno o más equipos encargados de investigar sus antecedentes hasta el más mínimo detalle, ya que Mao quería comprobar concienzudamente el historial de todos aquellos que trabajaran para él. Según las épocas, mi madre llegó a tener hasta cuatro equipos diferentes investigando su pasado. El último de ellos estaba compuesto por unas quince personas que fueron enviadas a distintos lugares de China. Gracias a aquellas investigaciones, mi madre pudo enterarse del paradero de sus viejos amigos y parientes, con los que había perdido el contacto muchos años atrás. La mayor parte de los investigadores se limitaron a realizar viajes de turismo y regresaron sin traer consigo nada incriminatorio. Uno de los grupos, sin embargo, volvió con una «exclusiva».

En Jinzhou, allá por los años cuarenta, el doctor Xia había alquilado una habitación al agente comunista Yu-wu, antiguo controlador de mi madre y encargado de reunir información militar y sacarla clandestinamente de la ciudad. El controlador del propio Yu-wu -entonces desconocido para mi madre- había fingido entonces trabajar para el Kuomintang, y durante la Revolución Cultural había sido sometido a fuertes presiones y luego atrozmente torturado para que confesara ser un espía del Kuomintang. Por fin, había terminado por «confesar», inventándose para ello un círculo de espionaje en el que Yu-wu se encontraba incluido. Yu-wu fue asimismo ferozmente torturado. Para evitar tener que incriminar a otras personas, se suicidó cortándose las venas, y no llegó a mencionar a mi madre. No obstante, el equipo de investigación descubrió su relación y afirmó que también ella había formado parte del círculo de espías.

Salieron a relucir sus contactos de adolescencia con el Kuomintang. Todas las preguntas que ya había tenido que responder en 1955 le fueron planteadas de nuevo. Aquella vez, sin embargo, no perseguían una respuesta. Mi madre recibió sencillamente la orden de admitir que había trabajado como espía para el Kuomintang. Ella argumentó que la investigación de 1955 había demostrado su inocencia, pero se le dijo que el propio investigador jefe de entonces, el señor Kuang, había sido a su vez un traidor y un espía del Kuomintang.

El señor Kuang había sido encarcelado por el Kuomintang en sus años de juventud. El Kuomintang había prometido la liberación a varios comunistas clandestinos si éstos firmaban sus retractaciones que luego serían publicadas por el periódico local. Al principio, tanto él como sus camaradas se habían negado, pero el Partido les dijo que aceptaran. El Partido -dijeron- los necesitaba, y no le importaba que realizaran «declaraciones anticomunistas» insinceras. El señor Kuang obedeció las órdenes recibidas y fue puesto en libertad.

Muchos otros ya habían hecho lo propio. Hubo un célebre caso, acaecido en 1936, en el que sesenta y un comunistas encarcelados obtuvieron así la libertad. La orden de «retractarse» había partido del Comité Central del Partido, y fue transmitida por Liu Shaoqi. Con el tiempo, algunas de aquellas sesenta y una personas llegaron a alcanzar puestos en el alto funcionariado del Gobierno comunista, y entre ellos hubo viceprimer ministros, ministros y secretarios generales de diversas provincias. Durante la Revolución Cultural, la señora Mao y Kang Sheng los acusaron de ser sesenta y un traidores y espías de primer orden. El veredicto fue corroborado personalmente por Mao, y todas aquellas personas se vieron sometidas a los más crueles suplicios. Incluso personas que tan sólo se habían visto remotamente relacionadas con ellos hubieron de enfrentarse a terribles problemas.

Siguiendo aquel precedente, cientos de miles de antiguos trabajadores clandestinos y de sus contactos -entre ellos, algunos de los hombres y mujeres que con más valentía habían luchado por una China comunista- fueron acusados de ser traidores y espías y hubieron de sufrir detenciones, brutales asambleas de denuncia y la tortura. Según una crónica oficial posterior, más de catorce mil personas hallaron la muerte en Yunnan, la provincia vecina a Sichuan. En Hebei, la provincia que se extiende en torno a Pekín, hubo ochenta y cuatro mil detenidos y torturados, miles de los cuales murieron. Años después, mi madre supo que su primer novio -el primo Hu- se encontraba entre ellos. Ella le suponía ejecutado por el Kuomintang, pero lo cierto era que su padre había comprado su libertad con lingotes de oro. Nadie quiso decirle jamás cómo había muerto.El señor Kuang fue acusado en términos similares. Sometido a tortura, intentó sin éxito suicidarse. El hecho de que en 1956 hubiera levantado los cargos existentes contra mi madre fue considerado como prueba de la culpabilidad de ésta. Así, fue sometida durante casi dos años -desde finales de 1967 hasta octubre de 1969- a diversas modalidades de detención. Sus condiciones dependían en gran parte de sus guardianes. Algunos se mostraban amables con ella… cuando se encontraban a solas. Uno de ellos, la esposa de un oficial del Ejército, le consiguió medicamentos para controlar sus hemorragias. Asimismo, pidió a su marido, quien entonces tenía acceso a suministros especiales de alimentos, que proveyera a mi madre de leche, huevos y pollo todas las semanas.

Gracias a guardianes bondadosos como ella, mi madre fue autorizada en varias ocasiones a pasar temporadas de pocos días en su casa. Aquello, no obstante, llegó a oídos de los Ting, y sus piadosas guardianas fueron sustituidas por una mujer de expresión amarga a la que mi madre no había visto nunca y que se dedicó a atormentarla y torturarla por el simple placer de hacerlo. Cuando le apetecía, obligaba a mi madre a salir al patio y permanecer doblada sobre sí misma durante horas. En invierno, solía forzarla a arrodillarse sobre un charco de agua fría hasta que se desvanecía. En dos ocasiones le aplicó un castigo conocido como el «banco del tigre»: mi madre era obligada a sentarse sobre un estrecho banco con las piernas extendidas frente a ella. A continuación, le ataban el torso a una columna y los muslos al banco de tal modo que le resultaba imposible mover o doblar las piernas. Por fin, iban introduciéndole ladrillos a presión bajo los tobillos. La intención era llegar a romperle las rodillas o los huesos de la cadera. Se trataba del mismo tormento con el que, veinte años antes, le habían amenazado en las cámaras de tortura del Kuomintang. El «banco del tigre», no obstante, hubo de cesar debido a que la guardiana necesitaba que los hombres la ayudaran a introducir los ladrillos; algunos la ayudaron a regañadientes en un par de ocasiones pero, al fin, terminaron por negarse a colaborar con ella. Algunos años después, se dictaminó que la mujer era una psicópata. Hoy en día se encuentra recluida en un hospital psiquiátrico.

Mi madre firmó numerosas «confesiones» en las que admitía haber simpatizado con la «vía capitalista». Sin embargo, rehusó denunciar a mi padre y negó todos los cargos de espionaje que se le imputaron, ya que sabía que habrían de llevar inevitablemente a incriminar a otras personas.

Con frecuencia se nos prohibía verla durante sus detenciones, y a veces ni siquiera sabíamos dónde se encontraba. En tales ocasiones, yo solía pasear por las cercanías de los lugares más probables con la esperanza de verla.

Hubo un período durante el que permaneció detenida en un cine vacío situado en la principal calle comercial de la ciudad. De cuando en cuando se nos permitía entregar a los guardianes algún paquete para ella o visitarla durante unos pocos minutos, si bien nunca a solas. Cada vez que coincidíamos con las horas de servicio de los guardianes más feroces nos veíamos obligadas a charlar bajo las gélidas miradas de los mismos. Un día de otoño de 1968 acudí a llevarle un paquete de comida y se me dijo que no podía ser aceptado. No me dieron motivo alguno, pero me ordenaron no volver a llevar nada más. Cuando mi abuela se enteró, sufrió un desvanecimiento, creyendo que mi madre había muerto.

Resultaba insoportable no saber qué le había pasado. Cogí de la mano a mi hermano Xiao-fang, quien a la sazón contaba seis años, y acudí al cine. Ambos nos dedicamos a pasear arriba y abajo frente a la puerta de la calle mientras escudriñábamos las ventanas del segundo piso. Desesperados, gritamos, «¡Madre! ¡Madre!» a pleno pulmón una y otra vez. Los viandantes nos miraban, pero yo hacía caso omiso de ellos. Tan sólo deseaba verla. Mi hermano se echó a llorar, pero mi madre no apareció.

Algunos años más tarde, me dijo que nos había oído. De hecho, su guardiana psicópata había entreabierto ligeramente la ventana para que nuestras voces llegaran hasta ella con más claridad. Le dijo que si aceptaba denunciar a mi padre y confesar que era una espía del Kuomintang nos llevarían junto a ella inmediatamente. «De otro modo -añadió la guardiana-, es posible que jamás salgas viva de este edificio.» Mi madre se negó, y durante la conversación mantuvo las uñas clavadas en la palma de sus manos para contener las lágrimas.

Загрузка...