Mi madre pertenecía ahora a una célula del Partido compuesta por ella, la señora Ting y una tercera mujer que había formado parte del movimiento clandestino de Yibin y con la que se llevaba muy bien. El constante entrometimiento y las exigencias de autocrítica cesaron inmediatamente. Los miembros de su nueva célula no tardaron en pronunciarse a favor de su reconocimiento como miembro del Partido, consideración que le fue concedida en el mes de julio.
Su nueva jefa, la señora Ting, no era una mujer hermosa, pero su figura esbelta, su boca sensual, su rostro pecoso, sus ojos vivaces y su inteligente conversación destilaban energía y denotaban una poderosa personalidad. Mi madre no tardó en cobrar por ella un profundo afecto.
En lugar de atacarla como la señora Mi, la señora Ting dejaba que mi madre hiciera lo que quisiera, entre otras cosas leer novelas. Hasta entonces, la lectura de un libro de edición no marxista hubiera hecho caer sobre ella una lluvia de críticas acusándola de ser una burguesa intelectual. La señora Ting permitía a mi madre ir al cine sola, lo que constituía un considerable privilegio ya que en aquella época aquellos que se hallaban «integrados en la revolución» tan sólo podían ver películas soviéticas (e incluso eso sólo si formaban parte de un grupo organizado), mientras que los cines públicos de propiedad privada aún mostraban viejas películas norteamericanas tales como las de Charlie Chaplin. Otra cosa que significaba mucho para mi madre era el hecho de que ahora se le permitía bañarse en días alternos.
Un día, mi madre acudió al mercado con la señora Ting y compró dos metros de fino algodón rosado estampado con flores procedente de Polonia. Ya había visto la tela anteriormente, pero no había osado comprarla por miedo de ser criticada como persona frivola. Poco después de su llegada a Yibin, había tenido que devolver su uniforme militar y regresar a su traje Lenin. Bajo él vestía una camisa áspera, informe y sin teñir. No había norma alguna que obligara a vestir aquella prenda, pero quien no lo hiciera al igual que los demás se exponía a ser objeto de críticas. Mi madre llevaba tiempo deseando añadir a su vestimenta un toque de color. Ella y la señora Ting regresaron a toda prisa a casa de los Chang en estado de gran excitación. Al poco tiempo, se habían hecho fabricar cuatro blusas, dos para cada una. Al día siguiente, se pusieron una bajo sus chaquetas Lenin. Mi madre se sacó el cuello rosado y pasó el día en un profundo estado de nervios y emoción. La señora Ting se mostró aún más osada: no sólo se sacó el cuello por encima del uniforme sino que se arremangó, de tal modo que mostraba una larga franja de rosa en cada brazo.
Mi madre se sintió sobrecogida, casi atemorizada, ante semejante rebeldía. Tal y como esperaban, recibieron numerosas miradas de desaprobación, pero la señora Ting alzó la barbilla, desafiante: «¿A quién le importa?», dijo a mi madre. Ésta se sintió enormemente aliviada; si contaba con la aprobación de su jefa, podía hacer caso omiso de cualquier crítica, ya fuera ésta tácita o verbal.
Uno de los motivos por los que a la señora Ting no le asustaba saltarse un poco las normas era que contaba con un marido poderoso y menos escrupuloso que el de mi madre en el ejercicio de su poder. De nariz y barbilla afiladas, algo cargado de hombros y de la misma edad que mi padre, el señor Ting era jefe del Departamento de Organización del Partido para la región de Yibin, lo que representaba un puesto sumamente importante, dado que dicho departamento era el encargado de los ascensos, degradaciones y castigos. Asimismo, en él se conservaban los expedientes de cada miembro del Partido. A todo ello había que añadir el hecho de que el señor Ting, al igual que mi padre, era uno de los miembros del comité de cuatro hombres que gobernaba la región de Yibin.
En la Liga de las Juventudes, mi madre trabajaba con personas de su propia edad. Todas ellas habían recibido mejor educación que ella, eran más despreocupadas y se mostraban más dispuestas a ver el lado humorístico de las cosas que las viejas, soberbias y advenedizas campesinas del Partido con las que había trabajado hasta entonces. A sus nuevas colegas les gustaba bailar, ir juntas de picnic y charlar de sus libros y sus ideas.
Para mi madre, el hecho de tener un puesto de responsabilidad significaba que era tratada con mayor respeto, respeto que aumentó al advertir la gente que se trataba de una mujer extraordinariamente dinámica y capacitada. A medida que fue obteniendo mayor confianza en sí misma y dependiendo menos de mi padre, comenzó a sentirse menos disgustada con él. Además, empezaba a acostumbrarse a sus actitudes: había dejado ya de esperar que la antepusiera a todo lo demás, por lo que se sentía mucho más en paz con el mundo.
Otra de las ventajas del ascenso de mi madre era que le permitía traer a su madre a vivir permanentemente en Yibin. A finales de agosto de 1951, mi abuela y el doctor Xia llegaron tras un viaje agotador. Los sistemas de transporte volvían a funcionar normalmente, y habían realizado todo el trayecto en tren y en barco. En su calidad de parientes de un funcionario del Gobierno, se les había asignado alojamiento a cargo del Estado en una casa de tres habitaciones situada en un complejo para huéspedes. Recibían también de manos del director de la casa de huéspedes una ración gratuita de suministros tales como arroz y combustible, así como una pequeña paga con la que podían adquirir otros alimentos. Mi hermana y su nodriza fueron a vivir con ellos, y mi madre comenzó a dedicar la mayor parte del poco tiempo libre de que disponía a visitarles y disfrutar de los deliciosos platos que preparaba mi abuela.
Mi madre estaba encantada de tener con ella a mi abuela y al doctor Xia, a quien adoraba. Se mostró especialmente feliz de que hubieran podido alejarse de Jinzhou, ya que acababa de estallar la guerra en Corea, a las puertas de Manchuria. Había habido un momento, a finales del año 1950, en que las tropas norteamericanas se habían estacionado en las márgenes del río Yalu, en la frontera entre Corea y China y habían bombardeado y arrasado con sus aviones diversas poblaciones de Manchuria.
Una de las primeras cosas que quiso saber mi madre fue qué había sido del joven coronel Hui-ge. Se mostró desconsolada al enterarse de que había sido ejecutado por un pelotón de fusilamiento junto a la curva del río que había frente a la puerta oeste de Jinzhou.
Para los chinos, una de las peores cosas que podían ocurrir era no contar con un funeral apropiado. Creían que los muertos no podían hallar la paz hasta que su cuerpo se encontrara cubierto y reposando en la profundidad de la tierra. Se trataba de una creencia religiosa, pero también poseía un aspecto práctico: un cuerpo no enterrado estaba condenado a ser despedazado por los perros salvajes y a ver sus huesos picoteados por los pájaros. Antiguamente, los cuerpos de los ejecutados habían sido expuestos durante tres días como ejemplo para la población, tras lo cual eran recogidos y sometidos a un somero enterramiento. Ahora, los comunistas habían emitido una orden según la cual las familias debían enterrar inmediatamente a todo pariente ejecutado. Si no podían hacerlo, la tarea era llevada a cabo por sepultureros contratados por el Gobierno.
Mi abuela había acudido personalmente al lugar de la ejecución. El cuerpo de Hui-ge, acribillado a balazos, había sido abandonado en el suelo en compañía de otros muchos. Había sido fusilado con otras quince personas, y su sangre había manchado de rojo oscuro la blanca nieve. En la ciudad ya no quedaba nadie de su familia, por lo que mi abuela contrató a unos sepultureros profesionales para que le proporcionaran un entierro digno. Ella misma llevó una larga pieza de seda roja en la que envolver su cadáver. Mi madre le preguntó si entre los fusilados habían visto a más personas conocidas. Así era. Mi abuela se había tropezado con una mujer a la que conocía, la cual había acudido a recoger los cuerpos de su marido y de su hermano. Ambos habían sido jefes de distrito del Kuomintang.
Mi madre se sintió igualmente horrorizada al enterarse de que mi abuela había sido denunciada… ¡por su propia cuñada, la esposa de Yu-lin! Ésta llevaba tiempo sintiéndose explotada por mi abuela, ya que se veía obligada a realizar todos los trabajos duros del hogar mientras, según ella, mi abuela hacía una vida de gran señora. Dado que los comunistas habían animado a todos a que denunciaran «la opresión y la explotación», la señora de Yu-lin encontró un marco político en el que descargar sus rencores. Cuando mi abuela recogió el cadáver de Hui-ge, la señora Yu-lin la denunció por mostrar una disposición favorable hacia un criminal. El vecindario convocó una «asamblea de lucha» destinada a «ayudar» a mi abuela a comprender sus «faltas». Ella hubo de asistir pero, sabiamente, decidió no decir nada y fingir que aceptaba humildemente las críticas. Interiormente, sin embargo, hervía de furia contra su cuñada y los comunistas.
El episodio no contribuyó a mejorar las relaciones entre mi abuela y mi padre. Cuando éste descubrió lo que había hecho montó en cólera y dijo que la anciana sentía más simpatía hacia el Kuomintang que hacia los comunistas. Sin embargo, resultaba evidente que experimentaba también una punzada de celos: mi abuela apenas le dirigía la palabra, pero había sentido en tiempos un profundo afecto por Hui-ge y le había considerado un buen partido para mi madre.
Ésta se vio arrinconada entre ambos fuegos, así como entre sus sentimientos personales, su amargura por la muerte de Hui-ge, sus sentimientos políticos y su dedicación a la causa comunista.
La ejecución del coronel había formado parte de una campaña destinada a suprimir a los contrarrevolucionarios. Su objetivo era eliminar a todos aquellos defensores del Kuomintang que habían ejercido algún poder o influencia, y había sido desencadenada como consecuencia de la guerra de Corea, iniciada en junio de 1950. Cuando las tropas de los Estados Unidos llegaron hasta la frontera con Manchuria, Mao temió que Norteamérica pudiera atacar China, lanzar los ejércitos de Chiang Kai-shek contra el continente o ambas cosas a la vez. Por ello, envió a Corea más de un millón de hombres para luchar contra Estados Unidos del lado de los norcoreanos.
Aunque el Ejército de Chiang Kai-shek nunca llegó a atacar desde Taiwan, los Estados Unidos sí organizaron una invasión en el sudoeste de China con fuerzas del Kuomintang procedentes de Burma. En las zonas costeras eran igualmente frecuentes los ataques aéreos, a los que hubo que añadir el envío de numerosos agentes secretos y varios actos de sabotaje. Aún merodeaban gran cantidad de bandidos y soldados del Kuomintang, y en las tierras del interior se producían rebeliones de cierta importancia. A los comunistas les inquietaba que los simpatizantes del Kuomintang pudieran intentar derribar su nuevo y recién establecido orden, así como que Chiang Kai-shek pudiera intentar el regreso y todos ellos se agruparan para formar una quinta columna. Asimismo, querían demostrar a la gente que habían alcanzado el poder dispuestos a conservarlo, y la eliminación de sus oponentes constituía un modo de transmitir a la población esa sensación de estabilidad que tanto había anhelado. No obstante, las opiniones se hallaban divididas acerca del grado de severidad necesario. El nuevo Gobierno decidió no mostrarse pusilánime. Como se afirmaba en un documento oficial: «Si no los matamos, serán ellos quienes regresen y nos maten a nosotros.»
A mi madre no le convencía el argumento, pero decidió que no valía la pena discutir de ello con mi padre. De hecho, apenas le veía, ya que éste pasaba largo tiempo en el campo enfrentándose a diversos problemas. Incluso cuando estaba en la ciudad, rara vez podía estar con ella. Se suponía que los funcionarios debían trabajar desde las ocho de la mañana hasta las once de la noche, siete días a la semana, y siempre había uno de los dos que llegaba a casa tan tarde que casi no tenían tiempo de hablar. Su hija no vivía con ellos, y ambos almorzaban en la cantina, por lo que no disfrutaban de lo que hubiera podido llamarse vida familiar.
Completada ya la reforma agraria, mi padre hubo de partir de nuevo, esta vez para supervisar la construcción de la primera carretera propiamente dicha con que contaría la región. Al principio, el único enlace entre Yibin y el mundo exterior había sido el río. El Gobierno decidió construir una carretera que conectara con el Sur y la provincia de Yun-nan. En un año, y sin utilizar maquinaria alguna, se construyeron más de ciento treinta kilómetros de carretera a través de un terreno sumamente ondulado atravesado por numerosos ríos. La mano de obra se componía de campesinos que trabajaban a cambio de comida.
Durante las excavaciones, los campesinos toparon con el esqueleto de un dinosaurio, él cual resultó ligeramente dañado. Mi padre realizó una autocrítica y se aseguró de que fuera cuidadosamente excavado y enviado a un museo de Pekín. También envió soldados para montar guardia en algunas tumbas que se remontaban al año 200 y de las que los campesinos habían estado retirando ladrillos para construir cochiqueras.
Un día, dos campesinos resultaron muertos por un corrimiento de tierras. Mi padre caminó toda la noche por senderos de montaña hasta llegar a la escena del accidente. Era la primera vez que los campesinos locales veían a un funcionario del rango de mi padre, y se sintieron conmovidos al comprobar lo preocupado que se mostraba por su bienestar. En el pasado había sido un hecho asumido que los funcionarios tan sólo se interesaban por llenarse los bolsillos, y al ver el gesto de mi padre los habitantes de la localidad comenzaron a pensar que los comunistas eran una gente magnífica.
Entretanto, una de las tareas principales de mi madre consistía en obtener apoyo para el nuevo Gobierno, especialmente entre los obreros de las fábricas. Desde comienzos de 1951 había estado visitando factorías, pronunciando discursos, escuchando quejas y resolviendo problemas. Su labor incluía explicar a los jóvenes obreros qué era el comunismo y animarles a unirse a la Liga de Juventudes y al Partido. Vivió largas temporadas en dos fábricas, ya que se esperaba de los comunistas que vivieran y trabajaran entre obreros y campesinos -tal y como solía hacer mi padre- para conocer sus necesidades.
Nada más salir de la ciudad había una fábrica dedicada a la construcción de circuitos aislantes. Al igual que en muchas otras fábricas, sus condiciones de vida eran espantosas, y docenas de mujeres se veían forzadas a dormir en un enorme cobertizo construido de paja y bambú. La comida era menos que insuficiente: a pesar del agotador trabajo que realizaban, las obreras apenas obtenían carne un par de veces al mes. Muchas de ellas debían permanecer de pie sobre un charco de agua fría durante ocho horas seguidas lavando los aislantes de porcelana. La malnutrición y la falta de higiene habían convertido la tuberculosis en una enfermedad corriente. Los cuencos y los palillos nunca se lavaban adecuadamente, y se almacenaban siempre mezclados unos con otros.
En marzo, mi madre comenzó a escupir un poco de sangre. Supo inmediatamente que había contraído la tuberculosis, pero siguió trabajando. Se sentía feliz porque nadie se entrometía en su vida. Creía en lo que estaba haciendo, y se mostraba emocionada por el resultado de su esfuerzo: las condiciones de trabajo de la fábrica mejoraban, las jóvenes obreras la apreciaban, y gracias a ella muchas anunciaron su fidelidad a la causa comunista. Se hallaba sinceramente convencida de que la revolución necesitaba su devoción y autosacrificio, y trabajaba durante todo el día, siete días a la semana. Sin embargo, tras varios meses de esfuerzo ininterrumpido resultó evidente que se encontraba sumamente enferma. En sus pulmones se habían formado cuatro cavidades, y con la llegada del verano descubrió que estaba embarazada de mí.
Un día de finales de noviembre, mi madre se desmayó en la puerta de entrada a la fábrica. Rápidamente, fue trasladada a un pequeño hospital de la ciudad construido originariamente por unos misioneros extranjeros. Allí recibió los cuidados de un grupo de chinos católicos. Quedaban aún un sacerdote y unas cuantas monjas europeas que vestían hábitos religiosos. La señora Ting animó a mi abuela para que le llevara alimentos, y mi madre comenzó a comer en cantidades enormes: algunos días consumía un pollo entero, diez huevos y casi medio kilo de carne. Como resultado, mi desarrollo alcanzó proporciones gigantescas en el interior de su útero, y ella misma engordó trece kilos y medio.
El hospital contaba con ciertas cantidades de medicamentos norteamericanos para hacer frente a la tuberculosis. Un día, la señora Ting irrumpió por las buenas y se hizo con un lote de los mismos para mi madre. Cuando mi padre lo descubrió, pidió a la señora Ting que devolviera al menos la mitad, pero ella le espetó: «¿Y qué sentido tiene eso? Lo que me he llevado ni siquiera es suficiente para una persona. Si no lo crees, ve y pregúntaselo al doctor. Además, tu mujer trabaja bajo mis órdenes y cualquier decisión acerca de ella me corresponde a mí.» Mi madre se mostró inmensamente agradecida a la señora Ting por enfrentarse a mi padre. Éste no insistió. Evidentemente, sus sentimientos estaban divididos entre la inquietud que le producía el estado de salud de mi madre y sus propios principios, según los cuales los intereses de su esposa no debían anteponerse a los de las personas corrientes, por lo que cierta cantidad de aquellos medicamentos hubiera debido reservarse para otros.
Gracias a mi enorme tamaño y al modo en que crecía -en sentido ascendente-, las cavidades de sus pulmones se comprimieron y comenzaron a cicatrizar. Los médicos le dijeron que debía agradecérselo a su bebé, pero mi madre pensó que el mérito correspondía probablemente a la medicina norteamericana que había podido tomar gracias a la señora Ting. Permaneció en el hospital durante tres meses, hasta febrero de 1952, época en la que su embarazo contaba ya ocho meses. Un día recibió repentinamente la orden de partir «por su propia seguridad». Una amiga le contó en secreto que en Pekín habían descubierto algunas armas en la residencia de un sacerdote extranjero, y que todos los sacerdotes y monjas extranjeros se hallaban sujetos a graves sospechas.
Mi madre no quería marcharse. El hospital estaba rodeado por un hermoso jardín repleto de preciosos nenúfares, y encontraba los cuidados profesionales y la limpieza del entorno -tan raros en China en aquella época- sumamente apaciguadores. Sin embargo, no tenía elección, y fue trasladada al Hospital Popular Número Uno. El director de aquel hospital nunca había asistido anteriormente a un parto. Había trabajado como médico en el Ejército del Kuomintang hasta que su unidad se amotinó y se pasó a los comunistas. Le preocupaba que mi madre pudiera morir en el parto ya que, teniendo en cuenta sus antecedentes y la posición de mi padre, ello podría acarrearle serios problemas.
Cuando ya se aproximaba la fecha de mi nacimiento, el director sugirió a mi padre que mi madre fuera trasladada a un hospital situado en una ciudad más grande en el que hubiera mejores instalaciones y tocólogos especialistas. Tenía miedo de que mi nacimiento desencadenara un súbito alivio de presión que pudiera provocar la reapertura de las cavidades pulmonares de mi madre con la consiguiente hemorragia. Pero mi padre se negó: dijo que, dado que los comunistas habían jurado combatir los privilegios personales, su esposa recibiría el mismo trato que todos los demás. Cuando mi madre lo oyó, pensó con amargura que su esposo siempre parecía obrar en contra de sus intereses y que poco le importaba que viviera o muriera.
Nací el 25 de marzo de 1952. Debido a la complejidad del caso, se convocó la presencia de un segundo cirujano residente en otro hospital. Había diversos médicos presentes, acompañados por personal sanitario encargado de los equipos de oxígeno y transfusión de sangre. También estaba la señora Ting. En China, tradicionalmente, los hombres no asisten a los partos, pero el director pidió a mi padre que aguardara en el exterior de la sala de partos ya que se trataba de un caso especial… a la vez que para protegerse a sí mismo en caso de que algo saliera mal. Fue un alumbramiento sumamente difícil. Cuando hubo emergido mi cabeza, mis hombros -desacostumbradamente anchos- se atascaron. Además, estaba demasiado gorda. Las enfermeras tiraron de mi cabeza con las manos, y por fin logré deslizarme al exterior completamente azulada y amoratada, y casi medio asfixiada. En primer lugar, los médicos me metieron en agua caliente, y luego en agua fría. A continuación, me sostuvieron por los pies y me propinaron un fuerte cachete. Por fin, comencé a llorar con considerable energía, y todos se echaron a reír de alivio. Pesé casi cinco kilos, y los pulmones de mi madre no sufrieron daño alguno.
Una doctora me sostuvo en brazos y me presentó a mi padre, cuyas primeras palabras fueron: «¡Dios mío, esta criatura tiene los ojos saltones!» Mi madre se sintió profundamente afligida ante aquel comentario. La tía Jun-ying dijo: «¡No, lo que tiene son unos ojos enormes y preciosos!»
Como solía suceder en China en toda ocasión y momento, existía una receta especial considerada lo mejor que podía consumir una mujer después del parto: huevos escalfados en zumo de azúcar sin refinar con un arroz fermentado y glutinoso. Mi abuela preparó ambos platos en el hospital -donde, como en todos, había cocinas en las que los pacientes y sus familias podían cocinar sus propios alimentos- y los tenía ya listos cuando mi madre pudo empezar a comer.
Cuando la noticia de mi nacimiento llegó a oídos del doctor Xia, éste exclamó: «Ah, ha nacido otro cisne salvaje.» Así, recibí el nombre de Er-hong, que significa «Segundo Cisne Salvaje».
Le elección de mi nombre fue prácticamente la última acción que realizó el doctor Xia en su larga vida. Murió cuatro días después de mi nacimiento, a los ochenta y dos años de edad. Se encontraba reclinado sobre la cabecera de la cama, bebiendo un vaso de leche. Mi abuela salió unos instantes de la estancia, y cuando regresó para recoger el vaso vio que la leche se había derramado y que el vaso había caído al suelo. Murió instantáneamente y sin dolor.
En China, los funerales constituían acontecimientos sumamente importantes. La gente corriente llegaba a menudo a arruinarse con tal de organizar una grandiosa ceremonia, y mi abuela había amado profundamente al doctor Xia y quería hacerle todos los honores. Hubo tres cosas en las que insistió como inexcusables: en primer lugar, un buen féretro; segundo, que éste fuera transportado en angarillas por porteadores y no arrastrado en carro; y tercero, que hubiera monjes budistas que cantaran los sutras funerarios y músicos que tocaran el suona, un estridente instrumento de viento-madera empleado tradicionalmente en los funerales. Mi padre asintió a la primera y segunda de sus demandas, pero se negó a la tercera. Los comunistas consideraban toda ceremonia extravagante un gasto absurdo y feudal. Tradicionalmente, sólo las personas de muy baja condición eran enterradas en silencio. El ruido se consideraba un elemento importante de todo funeral, ya que lo convertía en un acontecimiento público: ello le proporcionaba «apariencia» y demostraba también respeto por el fallecido. Mi padre insistió en que no habría ni monjes ni suona, y entre él y mi abuela se desató una disputa colosal. Para ella, aquellas tres condiciones resultaban elementos esenciales a los que no pensaba renunciar. En mitad de la discusión, se desmayó a causa de la ira y la aflicción. Otro de los motivos de su angustia era el hecho de verse sola en el momento más amargo de su vida. No le reveló a mi madre lo que había ocurrido por miedo a apenarla, y la circunstancia de que ésta se encontrara en el hospital obligó a mi abuela a enfrentarse directamente con mi padre. Después del funeral, sufrió una depresión nerviosa y hubo de ser hospitalizada durante casi dos meses.
El doctor Xia fue enterrado en un cementerio situado en la cima de una colina, en la linde de Yibin, sobre el Yangtzé. Su tumba fue excavada a la sombra de pinos, cipreses y alcanforeros. Durante el corto tiempo que había pasado en Yibin, el doctor Xia se había ganado el cariño y el respeto de todos aquellos que le conocieron. Cuando murió, el director de la casa de huéspedes en la que había vivido se ocupó de organizar todo para que mi abuela no tuviera que molestarse y ordenó a sus empleados que acompañaran la silenciosa procesión funeraria.
El doctor Xia había disfrutado de una vejez feliz. Le encantaba Yibin y había disfrutado intensamente con todas las flores exóticas que prosperaban en aquel clima subtropical tan distinto del de Manchuria. Había gozado hasta el último momento de una salud extraordinaria. En Yibin -con su casa y patio propios y libres de gastos- había llevado una buena vida; él y mi abuela habían estado bien atendidos, y habían recibido siempre un abundante suministro de alimentos. En una sociedad carente de Seguridad Social, el sueño de todo chino consistía en recibir los cuidados oportunos durante la vejez, y el doctor Xia lo había conseguido, lo que no dejaba de ser un logro considerable.
El doctor Xia se había llevado muy bien con todo el mundo, incluyendo a mi padre, quien le respetaba profundamente como hombre de principios. El doctor Xia consideraba a mi padre un hombre sumamente culto. Solía decir que había visto muchos funcionarios en su vida, pero nunca uno como mi padre. La sabiduría popular afirmaba que «no hay funcionario incorrupto», pero mi padre nunca se había aprovechado de su posición, ni siquiera para salvaguardar los intereses de su familia.
Los dos hombres solían hablar durante horas. Compartían numerosos valores éticos pero, mientras los de mi padre aparecían disfrazados de ideología, los del doctor Xia se basaban en conceptos humanitarios. En cierta ocasión, el doctor Xia le dijo a mi padre:
– Creo que los comunistas han hecho muchas cosas buenas. Pero también habéis matado a demasiada gente. Gente que no debería haber muerto.
– ¿Como quién? -preguntó mi padre.
– Como los maestros de la Sociedad de la Razón.
La Sociedad de la Razón había sido la secta cuasi religiosa a la que había pertenecido el doctor Xia. Sus líderes habían sido ejecutados como parte de la campaña destinada a «eliminar contrarrevolucionarios». El nuevo régimen había suprimido todas las sociedades secretas debido a que éstas exigían la lealtad de sus miembros, y los comunistas no querían lealtades divididas.
– No eran malas personas, y debíais haber permitido la existencia de la Sociedad -añadió el doctor Xia.
Se produjo una larga pausa. Mi padre intentó defender a los comunistas, diciendo que la lucha contra el Kuomintang había sido una cuestión de vida o muerte. El doctor Xia podía advertir que ni siquiera él estaba completamente convencido de lo que decía, pero que sentía que debía defender al Partido.
Cuando mi abuela abandonó el hospital marchó a vivir con mis padres. Con ella se trasladaron asimismo mi hermana y su nodriza. Yo compartía una habitación con mi propia ama de cría, una mujer que había tenido a su propio hijo doce días antes de mi nacimiento y había aceptado el trabajo porque necesitaba dinero desesperadamente. Su esposo, un obrero manual, estaba en la cárcel por jugar y traficar con opio, actividades ambas ilegalizadas por los comunistas. Yibin, con una cifra estimada de veinticinco mil adictos, había sido uno de los principales centros de comercio de opio, sustancia que anteriormente había circulado como el papel moneda. El tráfico de opio se había hallado estrechamente relacionado con el gangsterismo, y había servido para cubrir una parte sustancial del presupuesto del Kuomintang. A los dos años de su llegada a Yibin, los comunistas habían erradicado la costumbre de fumar opio.
Para alguien situado en la posición de mi nodriza no había Seguridad Social ni subsidio de paro. Sin embargo, cuando entró a trabajar para nosotros el Estado le pagaba un salario que ella enviaba a su suegra, a quien había dejado al cuidado de su propio bebé. Mi nodriza era una mujer diminuta de piel suave, ojos extrañamente grandes y redondos y un pelo largo y exuberante que mantenía recogido en un moño. Era una mujer sumamente bondadosa, y me trataba como si yo fuera su propia hija.
Tradicionalmente, los hombros cuadrados se consideraban feos en una muchacha, por lo que los míos fueron fuertemente atados para obligarlos a adoptar la inclinación deseada. Las ataduras me hacían llorar con tanta fuerza que la nodriza solía desatarme los brazos y los hombros, permitiéndome que saludara con la mano y me abrazara a la gente que entraba en la casa, cosa que me gustó hacer desde muy pequeña. Mi madre siempre atribuyó mi carácter extrovertido al hecho de haberse sentido feliz durante mi embarazo.
Vivíamos en la mansión del antiguo terrateniente, en la que mi padre había instalado su despacho. Tenía un enorme jardín en el que crecían pimenteros chinos, bosquecillos de bananos y montones de flores y plantas subtropicales de dulce aroma que cuidaba un jardinero a sueldo del Gobierno. Mi padre cultivaba sus propios tomates y chiles. Disfrutaba de su trabajo, pero también era uno de sus principios que todo funcionario comunista debía realizar alguno de los trabajos físicos que tan despreciados habían sido en otra época por los mandarines.
Mi padre se mostraba muy afectuoso conmigo. Cuando comencé a gatear, se tumbaba sobre su estómago para hacer de «montaña», y yo me dedicaba a subir y bajar trepando por él.
Poco después de mi nacimiento, mi padre fue ascendido a gobernador de la región de Yibin. Ello le convertía en la segunda autoridad de la zona después del primer secretario del Partido. (Formalmente, el Partido y el Gobierno eran entes distintos, si bien en la realidad resultaban inseparables.)
Al principio, tras su regreso a Yibin, su familia y sus viejos amigos habían confiado en que los ayudara. En China se daba por hecho que cualquiera que ocupara una posición de importancia cuidaría siempre de sus parientes. Existía un dicho bien conocido: «Cuando un hombre adquiere poder, hasta sus gallinas y perros conocen la gloria.» Mi padre, sin embargo, pensaba que el nepotismo y el favoritismo constituían una resbaladiza pendiente que conducía a la corrupción, la cual representaba a su vez la raíz de todos los males de la antigua China. También sabía que los habitantes de la localidad le observarían para comprobar cómo se comportaban los comunistas, por lo que de sus actos dependería la imagen que llegaran a formarse del comunismo.
Su severidad le había apartado ya de su familia. Uno de sus primos le había solicitado una recomendación para un empleo de taquillero en uno de los cines locales. Mi padre le dijo que lo solicitara por la vía oficial. Tal comportamiento resultaba insólito, y después de aquello nadie volvió a pedirle un favor. Sin embargo, poco después de ser nombrado gobernador, ocurrió algo. Uno de sus hermanos mayores era un experto en té y trabajaba en una compañía dedicada a la comercialización de este producto. A comienzos de los cincuenta, la economía marchaba bien, la producción aumentaba y la Junta Local del Té quiso nombrarle director. Todos los ascensos que superaban cierto nivel tenían que ser aprobados por mi padre. Cuando la recomendación aterrizó sobre su mesa, la vetó. Su familia se indignó, al igual que mi madre. «¡No eres tú quien le asciende, sino la dirección! -estalló ésta-. ¡No tienes por qué ayudarle, pero tampoco por qué obstaculizarle!» Mi padre dijo que su hermano no era lo suficientemente capaz, y que nunca habría sido propuesto para un ascenso de no haber sido hermano del gobernador. Existía una larga tradición -observó- según la cual había que anticiparse a los deseos de un superior. Los miembros del Consejo de Dirección del Té se mostraron igualmente indignados, ya que la actitud de mi padre implicaba que su recomendación había perseguido otros motivos. Al final, mi padre se las había arreglado para ofender a todo el mundo, y su hermano no volvió a hablarle jamás.
Sin embargo, no se arrepintió. Estaba librando su propia cruzada contra las antiguas costumbres, e insistió en aplicar a todo el mundo los mismos criterios. Sin embargo, dado que no existía un modelo objetivo de ecuanimidad, se veía obligado a confiar en su propio instinto, haciendo lo imposible por ser justo. Nunca consultaba con sus colegas, en parte debido a que sabía que ninguno de ellos le diría jamás que uno de sus parientes no se merecía algo.
Su cruzada moral personal alcanzó su punto culminante en 1953 con la institución del sistema de niveles dentro del servicio civil. Todos los funcionarios y empleados del Gobierno fueron divididos en veintiséis niveles. El sueldo del nivel 26 -el más bajo- era una vigésima parte del salario que se percibía en el nivel más alto. Sin embargo, la verdadera diferencia residía en los subsidios y los privilegios. El sistema determinaba prácticamente todo, desde si el abrigo de alguien debía ser de costosa lana o de algodón barato hasta el tamaño del apartamento de cada uno y la conveniencia de instalar en él un retrete privado.
Los niveles también determinaban el grado de acceso que cada funcionario tenía a la información. Una parte importante del sistema comunista chino consistía en el hecho de que la información no sólo se hallaba estrechamente controlada, sino también considerablemente dividida y racionada, y no sólo frente al público en general -al cual apenas le llegaba nada- sino también dentro del propio Partido.
Aunque las consecuencias reales de esto no resultaron evidentes en un principio, ya en aquella época intuyeron los funcionarios que el sistema de niveles iba a representar un elemento crucial de sus vidas, y todos se mostraban nerviosos ante la incertidumbre del nivel que obtendrían. Mi padre, cuyo nivel había sido ya designado como el 11 por las autoridades superiores, fue el encargado de aprobar todos los niveles propuestos para los funcionarios de la región de Yibin. Entre ellos, el marido de su hermana menor, a quien consideraba su favorito. Le degradó en dos niveles. El departamento de mi madre había recomendado para ella un nivel 15, pero mi padre la relegó al 17.
Aquel sistema de niveles no se encontraba directamente relacionado con la posición de cada uno en el servicio civil. Un individuo podía ascender sin por ello aumentar de nivel. Durante casi cuatro décadas, mi madre obtuvo únicamente dos ascensos de nivel, en 1962 y 1982, y en cada ocasión ascendió tan sólo un nivel, por lo que en 1990 aún se en-contraba en el nivel 15. Con aquel sistema, a comienzos de los ochenta aún no se le permitía adquirir un billete de avión o un asiento blando en los trenes, privilegios que sólo podían adquirir los funcionarios de nivel 14 o superior. Así, gracias a los escrúpulos mostrados por mi padre en 1953, se encontraba aún -casi cuarenta años después- un escalón por debajo de la categoría necesaria para poder viajar cómodamente dentro de su propio país. No podía ocupar una habitación de hotel que tuviera baño privado, ya que a tal privilegio sólo se tenía derecho a partir del nivel 13. Cuando solicitó que le cambiaran ej contador eléctrico de su apartamento por otro de mayor potencia, la dirección del bloque le comunicó que ello sólo estaba permitido para funcionarios a partir del nivel 13.
Con frecuencia, las cosas más apreciadas por la población local eran las que más enfurecían a la familia de mi padre, cuya reputación ha sobrevivido hasta hoy. Un día, en 1952, el director de la Escuela Número Uno de Enseñanza Media mencionó a mi padre que estaba teniendo dificultades en hallar alojamiento para sus maestros. «En tal caso, cuente usted con la casa de mi familia: es demasiado grande para sólo tres personas», respondió mi padre al instante a pesar del hecho de que aquellas personas eran su madre, su hermana Jun-ying y un hermano retrasado y de que los tres adoraban su casa y su jardín encantado. En la escuela se mostraron jubilosos. No tanto su familia, aunque encontró para ellos una casa pequeña en el centro de la población. Su madre no se mostró demasiado entusiasmada pero, como mujer amable y comprensiva que era, no dijo nada.
No todos los funcionarios eran tan incorruptibles como mi padre. Poco después de subir al poder, los comunistas hubieron de enfrentarse a una crisis. Habían logrado obtener el apoyo de millones de personas a base de prometer limpieza en su gobierno, pero algunos funcionarios habían comenzado a aceptar sobornos o a conceder privilegios a sus familias y amigos. Otros celebraban extravagantes banquetes, lo que en China constituye no sólo una de las aficiones tradicionales -casi un vicio- sino también un modo de entretener y alardear simultáneamente. Todo ello, claro está, a cuenta y en nombre del Estado en un momento en el que el Gobierno se encontraba extremadamente escaso de dinero, ya que intentaba reconstruir su destrozada economía y al mismo tiempo librar en Corea una guerra que estaba devorando aproximadamente el cincuenta por ciento de su presupuesto.
Algunos funcionarios comenzaron a malversar a gran escala. El régimen empezó a inquietarse: sentía que se estaban erosionando tanto los sentimientos de buena voluntad que lo habían arrastrado al poder como la disciplina y dedicación que habían asegurado su éxito. A finales de 1951, decidió lanzar un movimiento contra la corrupción, el derroche y la burocracia. Se denominó Campaña de los Tres Anti. El Gobierno ejecutó a algunos oficiales corruptos, encarceló a otros varios y despidió a muchos más. Incluso algunos veteranos del Ejército comunista que se habían visto implicados en malversaciones y desfalcos a gran escala fueron ejecutados como ejemplo. A partir de entonces, se castigó con dureza la corrupción, que en consecuencia se convirtió durante las dos décadas siguientes en un fenómeno inusual entre los funcionarios.
Mi padre estuvo al frente de aquella campaña en la región de Yibin. En la zona no había altos funcionarios culpables de corrupción, pero él creyó importante demostrar que los comunistas cumplían su promesa de mantener la limpieza dentro del Gobierno. Ante cada infracción, por nimia que fuera, todo funcionario estaba obligado a realizar una autocrítica: por ejemplo, si habían utilizado un teléfono oficial para hacer una llamada privada o si se habían servido de una hoja de papel del Estado para escribir una carta personal. Los funcionarios se volvieron tan escrupulosos en lo que se refería a la utilización de los bienes propiedad del Estado que la mayoría ni siquiera utilizaban la tinta de su oficina para escribir otra cosa que no fueran comunicaciones oficiales. Cada vez que debían redactar algo personal, cambiaban de pluma.
Se estableció un celo puritano en torno a dichas normas. Mi padre estaba convencido de que tales minucias contribuían a crear una actitud nueva entre los chinos: la propiedad pública había quedado por primera vez estrictamente separada de la privada; los funcionarios ya no trataban el dinero público como si fuera propio, ni abusaban de sus posiciones. La mayor parte de las personas que trabajaban con mi padre adoptaron su misma actitud, en el sincero convencimiento de que sus esmerados esfuerzos se hallaban íntimamente ligados a la noble causa de edificar una nueva China.
La Campaña de los Tres Anti se hallaba dirigida a los miembros del Partido. Sin embargo, para toda transacción corrupta hacen falta dos partes, y los instigadores se encontraban a menudo fuera del Partido. Destacaban especialmente los «capitalistas», los dueños de las fábricas y los comerciantes, sobre quienes apenas se había intervenido. Los viejos hábitos se hallaban profundamente arraigados. Durante la primavera de 1952, poco después del lanzamiento de la Campaña de los Tres Anti, se anunció simultáneamente el inicio de una nueva campaña, dirigida a los capitalistas, que recibió el nombre de Campaña de los Cinco Anti. Los cinco objetivos de la misma eran el soborno, la evasión de impuestos, el fraude, el robo de propiedad estatal y la obtención de información económica por medio de la corrupción. La mayor parte de los capitalistas fueron hallados culpables de uno o varios de estos delitos, castigados por lo general con una multa. Los comunistas se sirvieron de esta campaña para persuadir y (más frecuentemente) intimidar a los capitalistas, si bien de tal modo que se obtuviera el mejor provecho de su utilidad para la economía. Los encarcelados no fueron muchos.
Aquellas dos campañas paralelas consolidaron los mecanismos de control -únicos en China- que se habían desarrollado originariamente en los primeros días del comunismo. El elemento más importante fue la «campaña de masas» (qiun-zhong yun-dong), creada por organismos conocidos con el nombre de «equipos de trabajo» (gong-zuo-zu).
Los equipos de trabajo eran organismos ad hoc compuestos principalmente por empleados de las oficinas gubernamentales y encabezados por altos funcionarios del Partido. El Gobierno central de Pekín solía enviar destacamentos a las provincias para investigar a los funcionarios y empleados provinciales. Éstos, a su vez, formaban equipos que controlaban a los del siguiente nivel, y el proceso se repetía hasta alcanzar las bases. Normalmente, nadie podía formar parte de un equipo de trabajo que no hubiera sido previamente investigado a lo largo de cada campaña en particular.
Se enviaron equipos a todas las organizaciones en las que había de desarrollarse la campaña con objeto de movilizar a la gente. Casi todas las tardes se celebraban asambleas obligatorias para estudiar las instrucciones emitidas por las autoridades superiores. Los miembros de los equipos hablaban, peroraban e intentaban persuadir a los presentes para que denunciaran a los sospechosos. Se animaba a la gente a depositar sus quejas en buzones provistos a tal efecto. A continuación, el equipo de trabajo estudiaba todos los casos. Si la investigación confirmaba el cargo o descubría nuevos motivos de sospecha, el equipo formulaba un veredicto que era posteriormente sometido al siguiente nivel de autoridad para su aprobación.
No existía un sistema de apelación propiamente dicho, aunque toda persona sobre la que se levantaran sospechas podía solicitar que le fueran mostradas las pruebas y era generalmente autorizada a contribuir alguna forma de autodefensa. Los equipos de trabajo podían imponer una amplia variedad de condenas, entre las que se incluían la crítica pública, el despido del puesto de trabajo y diversas formas de vigilancia; la pena más severa que podían dictar era el envío de una persona al campo para realizar labores manuales. Tan sólo los casos más graves pasaban al sistema judicial, sometido al control del Partido. Cada campaña iba acompañada de una serie de normas emitidas por las más altas instancias, y los equipos de trabajo debían atenerse estrictamente a ellas. Sin embargo, en cada caso individual solía influir asimismo el juicio e incluso el temperamento de los miembros de los grupos de trabajo.
En cada campaña, todos aquellos que integraban la categoría designada por Pekín como objetivo eran sometidos a cierto grado de escrutinio, si bien más por parte de sus compañeros de trabajo y vecinos que por la propia policía. Ello constituía una de las innovaciones cruciales de Mao, y perseguía involucrar a toda la población en los mecanismos de control. Según el criterio del régimen, pocos delincuentes podían escapar a la atenta mirada del pueblo, especialmente en una sociedad dotada de una mentalidad de vigilancia ya ancestral. No obstante, la «eficacia» se conseguía a cambio de un precio desmesurado, ya que las campañas se desarrollaban sobre la base de criterios muy vagos, por lo que muchas personas inocentes resultaban condenadas como resultado de venganzas personales e incluso de simples rumores.
La tía Jun-ying había estado trabajando como tejedora para contribuir al sostenimiento de su madre, de su hermano retrasado y de sí misma. Todas las noches trabajaba hasta altas horas de la madrugada, y llegó a sufrir graves daños en los ojos a causa de la luz mortecina con que se alumbraba. En 1952 ya había conseguido ahorrar y pedir prestado suficiente dinero para comprar dos máquinas más, lo que le permitió contratar los servicios de dos amigas. Aunque los ingresos se repartían, era mi tía quien teóricamente debía pagar las máquinas, dado que era la propietaria de las mismas. Durante la Campaña de los Cinco Anti, cualquiera que empleara los servicios de otras personas era considerado sospechoso en cierto grado. Se investigaban hasta los negocios más modestos, tales como el de la tía Jun-ying quien, en realidad, no dirigía sino una cooperativa. Mi tía pensó en pedir a sus amigas que la abandonaran, pero no quería que pensaran que las estaba despidiendo. Por fin, fueron ellas quienes le pidieron permiso para irse. Les preocupaba que empezaran a circular habladurías y mi tía llegara a pensar que procedían de ellas.
A mediados de 1953, las campañas de los Tres Anti y los Cinco Anti habían remitido. Los capitalistas habían sido puestos bajo control y el Kuomintang ya estaba erradicado. Las asambleas multitudinarias cesaron tan pronto como los funcionarios comprendieron que la mayor parte de la información que se desprendía de ellas era poco fiable. Los casos comenzaron a examinarse a nivel individual.
En mayo de 1953, mi madre ingresó en el hospital para dar a luz a su tercer hijo, un niño que recibió el nombre de Jin-ming. Se trataba del mismo hospital de misioneros en el que había estado ingresada durante mi embarazo; para entonces, sin embargo, los misioneros habían sido expulsados, al igual que había sucedido en el resto del país. Mi madre acababa de ser ascendida al puesto de jefa del Departamento de Asuntos Públicos de la ciudad de Yibin, y aún trabajaba a las órdenes de la señora Ting, quien a su vez había sido nombrada secretaria del Partido en dicha ciudad. En aquella época, mi abuela -aquejada de una grave crisis de asma- se encontraba también ingresada en el hospital, al igual que yo misma, que a la sazón sufría una infección en el ombligo. Mi nodriza permanecía conmigo en el hospital. Dado que pertenecíamos a una familia «de la revolución», recibíamos un tratamiento correcto y gratuito. Los médicos tendían a ceder las escasas camas de hospital disponibles a los funcionarios y a sus familias. No existía ningún servicio de salud pública para el grueso de la población, y los campesinos, por ejemplo, tenían que pagar.
Mi hermana y mi tía Jun-ying vivían en el campo con unos amigos, por lo que mi padre estaba solo en casa. Un día, la señora Ting acudió a su casa para presentar un informe sobre su trabajo. Al poco rato, dijo que le dolía la cabeza y que quería echarse. Mi padre la acostó en una de las camas y, al hacerlo, ella se abrazó a él e intentó besarle y acariciarle. Mi padre retrocedió de inmediato. «Debe de encontrarse usted muy cansada», dijo, y abandonó inmediatamente la estancia. Pocos minutos después, regresó en estado de gran agitación. Llevaba consigo un vaso de agua que depositó sobre la mesilla de noche. «Debe saber que amo a mi esposa», dijo y, antes de que la señora Ting tuviera ocasión de hacer nada, se encaminó a la puerta y la cerró tras él. Bajo el vaso de agua había depositado un trozo de papel en el que aparecían escritas las palabras «Moral comunista».
Pocos días después, mi madre abandonó el hospital. Tan pronto como atravesó el umbral con su hijo recién nacido, mi padre dijo:
– Abandonaremos Yibin tan pronto como sea posible. Para siempre.
Mi madre no podía imaginar qué mosca le había picado. Él le reveló lo sucedido y añadió que la señora Ting hacía tiempo que le tenía echado el ojo. Mi madre se mostró más desconcertada que furiosa:
– Pero, ¿por qué quieres marcharte tan pronto? -preguntó.
– Se trata de una mujer muy decidida -repuso mi padre-. Podría intentarlo de nuevo. Además, es muy vengativa. Temo sobre todo que pueda intentar perjudicarte a ti, lo que no sería difícil dado que trabajas a sus órdenes.
– ¿Tan mala es? -inquirió mi madre-. Es cierto que oí algunos rumores de que había seducido a su carcelero cuando estuvo presa por el Kuomintang, pero a algunas personas les encanta difundir habladurías. En cualquier caso, no me sorprende que se sienta atraída por ti -sonrió-, pero, ¿realmente crees que intentaría perjudicarme? Es la mejor amiga que tengo aquí.
– No lo entiendes… existe una cosa que llamamos «la ira que surge de la vergüenza» (nao-xiu-cheng-nu), y sé que eso es lo que ella siente ahora. Yo no me comporté con el suficiente tacto. Debí de avergonzarla, y ahora me arrepiento. Me temo que en el acaloramiento de aquellos instantes obedecí a mi primer impulso. Es de esa clase de mujeres que siempre buscan la venganza.
Para mi madre no resultaba difícil imaginar el modo en que mi padre habría rechazado a la señora Ting, pero no podía creer que alimentara tanta malicia, ni podía imaginar qué calamidades podía abatir sobre ellos. En consecuencia, mi padre le contó lo que sabía acerca del señor Shu, su predecesor en el puesto de gobernador de Yibin.
El señor Shu había sido un pobre campesino que se había unido al Ejército Rojo durante la Larga Marcha. La señora Ting no le había caído bien, y la había criticado acusándola de ser demasiado coqueta. También había censurado el modo en que peinaba sus cabellos, recogidos en delgadas trenzas, lo que entonces se consideraba poco menos que indecente. En diversas ocasiones le dijo que debía cortarse las trenzas, pero ella se negó, diciéndole que se ocupara de sus propios asuntos. Con ello no consiguió sino que él redoblara sus críticas, lo que aumentó la hostilidad de la señora Ting hacia Shu. Por fin, decidió vengarse de él con ayuda de su marido.
En el despacho del señor Shu trabajaba una mujer que había sido concubina de un funcionario del Kuomintang que posteriormente había huido a Taiwan. La dama en cuestión había intentado provocar con sus encantos al señor Shu -un hombre casado- y habían comenzado a surgir rumores acerca de la posibilidad de que ambos hubieran iniciado una aventura. La señora Ting consiguió que la mujer firmara una declaración en la que afirmaba que el señor Shu le había hecho proposiciones y posteriormente la había obligado a tener relaciones sexuales con él. Aunque se trataba del gobernador, la mujer accedió, considerando que los Ting eran personas más temibles. El señor Shu fue acusado de servirse de su posición para mantener relaciones amorosas con una antigua concubina del Kuomintang, lo que se consideraba un delito inexcusable para un comunista veterano.
El método habitual en China para hacer caer en desgracia a una persona consistía en reunir distintos cargos y proporcionar así mayor gravedad a su caso. Los Ting lograron descubrir un nuevo «delito» del que acusar al señor Shu. En cierta ocasión, éste se había mostrado en desacuerdo con una política promovida desde Pekín y había escrito a los líderes supremos del Partido para expresarles su opinión. Según las normas del Partido, no hacía con ello sino ejercer su derecho; es más: como veterano de la Larga Marcha, se encontraba en una posición privilegiada para ello. En su carta decía que no tenía intención de implementar dichas directrices hasta que no recibiera una respuesta al respecto. Los Ting se sirvieron de ello para afirmar que se había opuesto al Partido.
Aunando ambas acusaciones, el señor Ting había propuesto el cese del señor Shu y su expulsión del Partido. Éste negó vehementemente ambos cargos. El primero, dijo, era sencillamente falso. Jamás había hecho proposiciones a aquella mujer, sino que se había limitado a comportarse cortésmente con ella. En cuanto al segundo, no había hecho nada malo y nunca había sido su intención enfrentarse al Partido. El Comité del Partido que gobernaba la región se componía de cuatro personas: el propio señor Shu, el señor Ting, mi padre y el primer secretario. El señor Shu hubo de someterse al juicio de los otros tres. Mi padre le defendió. Estaba convencido de la inocencia del señor Shu, y consideraba su carta absolutamente legítima.
Cuando llegó el momento de votar, mi padre perdió, y el señor Shu fue relevado de su cargo. El primer secretario del Partido había apoyado al señor Ting. Uno de los motivos de su actitud era que el señor Shu había pertenecido a la rama «mala» del Ejército Rojo. A comienzos de la década de los treinta había ejercido como oficial de alto rango en lo que en su día se denominó el Cuarto Frente de Sichuan. Dicho ejército se había unido a la rama del Ejército Rojo encabezada por Mao durante la Larga Marcha en 1935. Su jefe, un extravagante personaje llamado Zhang Guo-tao, había desafiado a Mao en la lucha por el liderazgo del Ejército Rojo y había perdido, tras lo cual había abandonado el Ejército Rojo con sus tropas. Finalmente, y tras sufrir importantes bajas, se había visto obligado a unirse de nuevo a éste. Sin embargo, se había pasado al Kuomintang en 1938, tras la llegada de los comunistas a Yan'an. Debido a ello, todos los que habían pertenecido al Cuarto Frente habían de soportar permanentemente un estigma que obligaba a poner en tela de juicio su lealtad a Mao. Se trataba de una cuestión especialmente delicada, ya que la mayoría de los integrantes del Cuarto Frente procedían de Sichuan.
Tras la llegada al poder de los comunistas, esta clase de estigmas se extendieron a todos aquellos aspectos de la revolución no controlados directamente por Mao y entre ellos los grupos clandestinos, en los que habían intervenido muchos de los comunistas más valerosos, consagrados… y mejor educados. En Yibin, todos los antiguos miembros de la clandestinidad se habían sentido presionados de un modo u otro. Entre las complicaciones añadidas había que incluir el hecho de que muchas de las personas que habían formado parte del movimiento clandestino local procedían de familias pudientes que habían resultado perjudicadas por la llegada al poder de los comunistas. Adicionalmente, su elevado grado de educación -superior al de aquellos que habían llegado con el Ejército comunista, procedentes en su mayor parte de familias campesinas y a menudo analfabetas- los había convertido en objeto de todas las envidias.
Aunque él mismo había sido anteriormente guerrillero, mi padre se sentía instintivamente mucho más cercano a los militantes clandestinos. En cualquier caso, se negaba a respaldar cualquier forma de insidioso ostracismo, por lo que salió en defensa de los antiguos miembros de la clandestinidad. «Resulta ridículo dividir a los comunistas en “clandestinos” y “legales”», solía decir. De hecho, la mayor parte de los colaboradores que buscaba para trabajar con él habían pertenecido a la clandestinidad, ya que eran los más capaces.
Mi padre opinaba que era inaceptable considerar sospechosos a hombres que, como el señor Shu, habían pertenecido al Cuarto Frente, y luchó por su rehabilitación. En primer lugar, le aconsejó que abandonara Yibin para evitar nuevos problemas, cosa que éste hizo después de comer por última vez con mi familia. Fue trasladado a Chengdu, capital de la provincia de Sichuan, donde se le asignó un puesto como funcionario en el Departamento Forestal Provincial. Desde allí envió numerosas apelaciones al Comité Central de Pekín utilizando como referencia el nombre de mi padre. Éste escribió también para apoyar dichas apelaciones. Mucho después, el señor Shu fue absuelto de haberse opuesto al Partido, pero la acusación -más leve- de mantener relaciones extramatrimoniales siguió en pie. La concubina que había realizado la acusación no se atrevió a retractarse, pero aportó un relato de las supuestas proposiciones tan débil e incoherente que resultaba evidente que había sido inventado para indicar a los miembros del comité de investigación que las acusaciones eran falsas. Al señor Shu le fue concedido un puesto relativamente importante en el Ministerio Forestal de Pekín, pero jamás recuperó su antigua posición.
Lo que mi padre intentaba transmitir a mi madre era que los Ting no se detendrían ante nada para arreglar viejas cuentas. Tras ponerle otros ejemplos, insistió en que debían partir de inmediato. Al día siguiente viajó a Chengdu, situado a una jornada de camino en dirección Norte. Una vez allí, se fue derecho a ver al gobernador de la provincia -a quien conocía bien- y solicitó su traslado, aduciendo para ello que le resultaba difícil trabajar en su ciudad natal y enfrentarse a las expectativas de sus numerosos parientes. Dado que carecía de pruebas contra los Ting, guardó los motivos reales para sí mismo.
El gobernador, Lee Da-zhang, era el mismo que había respaldado la solicitud de la esposa de Mao, Jiang Qing, para ingresar en el Partido. Expresó su comprensión ante la situación de mi padre y prometió ayudarle a obtener el traslado, aunque -afirmó- no quería que partiera de inmediato, ya que todos los puestos equivalentes de Chengdu se encontraban cubiertos. Mi padre dijo que no podía esperar, y que estaba dispuesto a aceptar cualquier cosa. Tras intentar disuadirle por todos los medios, el gobernador terminó por rendirse y le dijo que podía ocupar el puesto de jefe del Departamento de Arte y Educación. «No obstante -le advirtió-, se trata de un puesto muy por debajo de tu capacidad.» Mi padre respondió que no le importaba mientras tuviera una labor que realizar.
Estaba tan preocupado que ni siquiera regresó a Yibin, sino que envió un mensaje a mi madre pidiéndole que se uniera a él tan pronto como le fuera posible. Las mujeres de su familia protestaron, afirmando que no cabía siquiera considerar un traslado de mi madre cuando hacía tan poco tiempo que había dado a luz, pero mi padre estaba aterrorizado por lo que pudiera hacer la señora Ting, y tan pronto como transcurrió el período de convalecencia puerperal envió a su guardaespaldas a Yibin para recogernos.
Se decidió que mi hermano Jin-ming permaneciera allí, ya que aún se le consideraba demasiado pequeño para viajar. Tanto su nodriza como la de mi hermana querían también quedarse para poder estar cerca de sus familias. Además, la nodriza de Jin-ming se había encariñado mucho con el niño y había pedido a mi madre que le permitiera quedarse con él. Mi madre se mostró de acuerdo, ya que tenía absoluta confianza en ella.
Mi madre, mi abuela, mi hermana y yo abandonamos Yibin una madrugada de finales de junio acompañadas de mi nodriza y el guardaespaldas. Provistas de nuestro escaso equipaje, que apenas bastaba para llenar un par de maletas, nos metimos todas en un jeep. En aquella época, los funcionarios del rango de mis padres no poseían patrimonio alguno fuera de unas cuantas prendas de vestir. Recorrimos diversos caminos de tierra llenos de baches y por la mañana llegamos a la ciudad de Neijiang. Era un día de calor sofocante, y tuvimos que esperar varias horas a que llegara el tren.
Cuando la locomotora entró por fin en la estación, decidí súbitamente que tenía que hacer mis necesidades, y mi nodriza hubo de tomarme en brazos y llevarme hasta el extremo del andén. Mi madre, temiendo que el tren partiera sin nosotras, intentó detenerla, pero ella, que nunca había visto un tren anteriormente y carecía del concepto de horario, se volvió hacia ella y dijo en tono majestuoso: «¿Es que no puede decirle al cochero que espere? Er-hong tiene que hacer pipí.» Creía que, al igual que ella, todo el mundo supeditaría sus necesidades a las mías.
Debido a la diferencia de categoría que nos separaba, hubimos de dividirnos en varios grupos al subir al tren. Mi madre se trasladó a un vagón de literas de segunda clase en compañía de mi hermana; mi abuela ocupó un asiento tapizado de otro vagón y mi nodriza y yo nos dirigimos a lo que se denominaba el «compartimento para mamas con niños», en el que ella disponía de un asiento y yo de una cuna. El guardaespaldas se instaló en un cuarto vagón de asientos duros.
A medida que el tren avanzaba lentamente resoplando, mi madre contemplaba los arrozales y las plantaciones de caña de azúcar. Los escasos campesinos que caminaban sobre las crestas de barro desnudos de cintura para arriba parecían medio dormidos bajo sus sombreros de paja de ala ancha. Los arroyos formaban un entramado por el que fluían a intervalos, obstruidos aquí y allá por diminutos diques de lodo que dirigían el agua al interior de las numerosas divisiones del arrozal.
Mi madre permanecía en un estado pensativo. Por segunda vez en cuatro años, ella, su marido y su familia se veían obligados a abandonar un lugar al que se sentían profundamente ligados. Primero había sido su ciudad de residencia, Jinzhou, y ahora era la de mi padre, Yibin. Al parecer, la revolución no había solucionado sus problemas. Por el contrario, había causado otros nuevos. Por primera vez, reflexionó vagamente acerca del hecho de que la revolución, en tanto que producto de los seres humanos, no podía sino verse obstaculizada por los fallos de éstos. Sin embargo, no se le ocurrió pensar que esa misma revolución hacía muy poco por resolver esos mismos problemas, ni tampoco que, de hecho, se sustentaba sobre algunos de ellos, acaso los más graves.
A primera hora de la tarde, cuando el tren ya se aproximaba a Chengdu, se sorprendió a sí misma anhelando la nueva vida que había de disfrutar allí. Había oído hablar mucho de Chengdu, en otros tiempos capital de un antiguo reino y conocida con el nombre de «La ciudad de la seda» debido a lo que constituía su producción más célebre. También la llamaban «La ciudad del hibisco», planta de la que se decía que llegaba a sepultar la ciudad con sus pétalos tras las tormentas de verano. Contaba entonces veintidós años. A su misma edad, sólo que aproximadamente veinte años antes, su madre vivía en una mansión de Manchuria, prácticamente en calidad de prisionera de su esposo, un señor de la guerra permanentemente ausente. Bajo la atenta mirada de los sirvientes, se había sentido entonces como juguete y propiedad de los hombres. Mi madre, al menos, era un ser humano independiente. Fueran cuales fuesen sus problemas, tenía la seguridad de que no cabía comparación alguna con la odisea de su madre como mujer de la antigua China. Se dijo a sí misma que tenía mucho que agradecer a la revolución comunista. A medida que el tren entraba en la estación de Chengdu, se sintió una vez más resuelta a lanzarse de lleno a la consecución de aquella gran causa.