11. «Concluida la campaña antiderechista, nadie osa abrir la boca»

China, obligada a enmudecer (1956-1958)

Debido a que ahora no teníamos nodrizas y a que mi madre tenía que presentarse todas las tardes por su situación de libertad vigilada nos vimos obligados a continuar en nuestros jardines de infancia. Después de todo, ella no hubiera podido ocuparse de nosotros. Estaba demasiado ocupada en su «carrera hacia el socialismo» -como rezaba una canción propagandística- con el resto de la sociedad china.

Durante su detención, Mao había acelerado su intento por transformar el rostro del país. En julio de 1955 ordenó un aceleramiento de la agricultura colectiva, y en noviembre anunció inesperadamente que la totalidad de la industria y el comercio -hasta entonces en manos privadas- sería nacionalizada.

Mi madre se vio inmersa de lleno en aquel movimiento. En teoría, el Estado había de actuar como copropietario de las empresas junto con sus antiguos dueños, quienes podrían embolsarse el cinco por ciento del valor de sus negocios durante veinte años. Dado que oficialmente no existía inflación, se suponía que con ello recuperaban el valor total de los mismos. Los antiguos dueños debían permanecer en sus puestos en calidad de directores y obtendrían una remuneración relativamente elevada, pero todos estarían sometidos a un jefe del Partido.

Mi madre fue puesta a cargo de un equipo de trabajo encargado de supervisar la nacionalización de más de un centenar de restaurantes y empresas alimentarias y panaderas de su distrito. Aún se hallaba en libertad vigilada; por ello, estaba obligada a presentarse todas las noches y ni siquiera se le permitía dormir en su propia cama. Sin embargo, no por ello dejaron de encomendarle tan importante tarea.

El Partido le había aplicado la estigmatizadora calificación de kong-zhi shi-yong, que significaba «empleada pero aún bajo control y vigilancia». Tal etiqueta no había sido hecha pública, pero ella y las personas encargadas de su caso la conocían. Los miembros de su equipo de trabajo sabían que había permanecido detenida durante seis meses, pero ignoraban que aún se hallara bajo vigilancia.

Cuando la detuvieron, mi madre había escrito a mi abuela pidiéndole que por el momento se quedara en Manchuria. Para ello había inventado una excusa, ya que no quería que su madre supiera que la habían detenido, pues ello la habría angustiado horriblemente.

Mi abuela aún estaba en Jinzhou cuando comenzó el programa de nacionalizaciones, por lo que se vio atrapada en él. Tras abandonar Jinzhou en compañía del doctor Xia en 1951, su negocio de farmacia había quedado a cargo de su hermano Yu-lin. Cuando el doctor Xia murió, en 1952, la propiedad del mismo pasó a ella. Ahora, el Estado proyectaba comprárselo. En todas las empresas se constituyó un grupo de miembros de equipos de trabajo y representantes de la dirección y de los empleados. Su función consistía en calcular el valor de cada negocio de tal modo que el Estado pudiera pagar un «precio justo» por el mismo. A menudo, para complacer a las autoridades, se sugerían cifras sumamente bajas. El valor que se aplicó al negocio del doctor Xia era ridiculamente modesto, pero en ello había una ventaja para mi abuela: significaba que quedaría clasificada como «capitalista de menor importancia», con lo que lograría no atraer la atención. No le agradó verse cuasi expropiada, pero no protestó por ello.

Dentro de su campaña de nacionalización, el régimen organizó procesiones en las que desfilaban tañedores de tambores y gongs, así como asambleas interminables, algunas de ellas reservadas a los capitalistas. Mi abuela advirtió que todos ellos se mostraban deseosos -casi agradecidos- de que les obligaran a vender sus negocios. Muchos decían que lo ocurrido era mucho mejor que lo que habían temido. Habían oído que en la Unión Soviética las empresas habían sido confiscadas sin más. Allí, en China, los dueños recibían una indemnización y, lo que es más importante, el Estado no les obligaba a ceder sus propiedades si no estaban de acuerdo. Por supuesto, todo el mundo lo estaba.

Mi abuela se sentía confusa acerca de cuáles deberían ser sus sentimientos: ignoraba si debía experimentar rencor hacia la causa por la que luchaba su hija o sentirse feliz, tal y como le recomendaban que hiciera. El negocio de la farmacia había nacido del arduo esfuerzo del doctor Xia, y había servido para alimentarla a ella y a su hija. Le costaba trabajo perderlo así, sin más.

Cuatro años antes, durante la guerra de Corea, el Gobierno había animado a la gente a que donara sus objetos de valor para contribuir a la compra de aviones de combate. Mi abuela no quería entregar las joyas que le habían regalado el general Xue y el doctor Xia y que en otras épocas habían constituido su única fuente de ingresos. Además, poseían para ella un fuerte valor sentimental. Sin embargo, mi madre unió su voz a la del Gobierno. Sentía que las alhajas se hallaban conectadas con un pasado ya anticuado y compartía la opinión del Partido, según la cual no eran sino el fruto de la explotación del pueblo, motivo por el cual debían ser devueltas a él. Invocó asimismo los argumentos habituales acerca de la necesidad de proteger a China de una invasión de los imperialistas de Estados Unidos, lo que para mi abuela no significaba gran cosa. Sus argumentos definitivos fueron: «Madre, ¿para qué quieres conservar estas cosas? Nadie se pone joyas hoy en día. Y tampoco tienes que depender de ellas para vivir. Ahora que tenemos el Partido Comunista, China nunca volverá a ser pobre. ¿Qué es lo que te inquieta? En cualquier caso, además, me tienes a mí. Yo cuidaré de ti. Nunca tendrás que volver a preocuparte de nada. Tengo que persuadir a muchas otras personas para que donen sus bienes. Forma parte de mi trabajo. ¿Cómo puedo esperar tal cosa de ellos si mi propia madre se niega a hacerlo?» Mi abuela se rindió. Habría hecho cualquier cosa por su hija. Entregó todas sus joyas, con excepción de un par de pulseras, unos pendientes de oro y un anillo del mismo metal que había recibido del doctor Xia como regalo de boda. Obtuvo del Gobierno un recibo por su donación y gran número de alabanzas por su celo patriótico.

Sin embargo, nunca llegó a reconciliarse con la pérdida de sus alhajas, aunque siempre procuró ocultar sus sentimientos. Aparte del valor sentimental que poseían, existía una consideración de tipo puramente práctico. Mi abuela había vivido siempre en una inseguridad constante. ¿Podía una confiar realmente en que el Partido Comunista cuidara de todo el mundo? ¿Y para siempre?

Ahora, cuatro años más tarde, se enfrentaba una vez más a la obligación de entregarle al Estado algo que ella deseaba conservar y que, de hecho, constituía su última posesión. Esta vez, realmente, no tenía alternativa. No obstante, procuró mostrar una cooperación entusiasta. No quería perjudicar a su hija, y quería evitar que ésta pudiera sentirse siquiera ligeramente avergonzada de ella.

La nacionalización de la farmacia supuso un proceso prolongado, y mi abuela permaneció en Manchuria hasta su conclusión. En cualquier caso, mi madre no quería que regresara a Sichuan hasta que ella misma gozara una vez más de plena libertad de movimientos y pudiera habitar en su propia vivienda. Ello no sucedió hasta el verano de 1956, cuando por fin las restricciones de su libertad bajo palabra quedaron levantadas. No obstante, tampoco entonces se emitió una decisión definitiva de su caso.

La conclusión final no llegó hasta finales de aquel mismo año. El veredicto, emitido por las autoridades del Partido en Chengdu, venía a decir que se concedía credibilidad a su versión y que no se advertía en ella conexión política alguna con el Kuomintang. Ello constituía una decisión taxativa que la exoneraba por completo. Se sintió profundamente aliviada, ya que sabía que su caso, como tantos otros similares, podía haber permanecido abierto a falta de pruebas satisfactorias. Ello hubiera supuesto tener que arrastrar un estigma de por vida. Ahora, aquel capítulo quedaba cerrado, pensó. Sentía una profunda gratitud hacia el jefe del equipo de investigación, el señor Kuang. Por lo general, los funcionarios tendían a equivocarse por exceso y no por defecto con objeto de protegerse a sí mismos. Hacía falta un gran valor por parte del señor Kuang para decidirse a aceptar todo cuanto había dicho.

Tras dieciocho meses de intensa ansiedad, mi madre se vio una vez más rehabilitada. Era afortunada. Como resultado de aquella campaña, más de ciento sesenta mil hombres y mujeres habían sido tachados de contrarrevolucionarios, y sus vidas se vieron destrozadas durante tres décadas. Entre ellos se encontraban algunas de las amigas de mi madre de la época de Jinzhou que habían pertenecido a los cuadros de la Liga Juvenil del Kuomintang. Calificadas sumariamente como contrarrevolucionarias, fueron todas despedidas de sus empleos y enviadas a realizar trabajos manuales forzados.

Aquella campaña, destinada en principio a desenterrar los últimos vestigios de cualquier pasado relacionado con el Kuomintang, logró sacar a relucir numerosos datos y conexiones en la historia de las familias. A lo largo de la historia de China, cuando una persona había sido condenada, todos los miembros de su clan -hombres, mujeres, niños e incluso recién nacidos- habían sido ejecutados. En ocasiones, la ejecución podía aplicarse incluso a primos en noveno grado (zhu-lian jiu-zu). Cualquiera que fuera acusado de un crimen podía poner en peligro las vidas de todo un vecindario.

Hasta entonces, los comunistas habían incluido en sus filas a algunas personas de pasado «indeseable». Muchos hijos e hijas de sus enemigos llegaron a alcanzar posiciones elevadas. De hecho, la mayor parte de los antiguos líderes comunistas procedían también ellos de «malos» orígenes. A partir de 1955, no obstante, los orígenes familiares se convirtieron en un factor cada vez más importante. A medida que pasaban los años y Mao desencadenaba una caza de brujas tras otra, el número de víctimas creció en proporción geométrica, y cada una de ellas arrastraba consigo a muchas otras, incluyendo en primer lugar y sobre todo a los miembros más cercanos de su familia.

A pesar de aquellas tragedias personales, o acaso debido en parte a tan férreo control, la China de 1956 mostraba mayor estabilidad que en ningún otro momento de este siglo. La ocupación extranjera, la guerra civil, las muertes en masa a causa de la inanición, los bandidos, la inflación… todo parecía cosa del pasado. La estabilidad -el sueño de todos los chinos- alimentaba la fe de la gente como mi padre y les ayudaba a soportar sus sufrimientos.

Mi abuela regresó a Chengdu en el verano de 1956. Lo primero que hizo al llegar fue correr a los diferentes jardines de infancia y llevarnos a todos de vuelta a casa de mi madre. Mi abuela poseía una arraigada aversión hacia los jardines de infancia. Solía decir que los niños no podían ser cuidados adecuadamente si estaban en grupo. Mi hermana y yo no estábamos demasiado mal, pero tan pronto como la vimos rompimos a gritar y le pedimos que nos llevara a casa. Con los dos niños, la cosa no fue tan fácil: la maestra de Jin-ming se quejó de que el niño se mostraba terriblemente retraído y se negaba a permitir que ningún adulto le tocara. Tan sólo preguntaba, suave pero obstinadamente, por su antigua nodriza. Mi abuela estalló en lágrimas cuando vio a Xiao-hei. Parecía un muñeco de madera, y su rostro aparecía curvado en una sonrisa estúpida. Allí donde le situaran, ya fuera sentado o de pie, se limitaba a permanecer inmóvil en el sitio. No sabía pedir sus necesidades, y ni siquiera parecía capaz de llorar. Mi abuela lo tomó en sus brazos e inmediatamente hizo de él su favorito.

Ya de regreso en casa de mi madre, mi abuela dio rienda suelta a su cólera y perplejidad. Entre lágrimas, llamó a mi padre y a mi madre «progenitores sin corazón». Ignoraba que mi madre no había tenido elección.

Debido a que mi abuela no podía cuidar de los cuatro a la vez, las dos mayores -mi hermana y yo- tuvimos que volver al jardín de infancia durante la semana. Todos los lunes por la mañana, mi padre y su guardaespaldas nos cargaban sobre sus hombros y se nos llevaban entre aullidos, patadas y tirones de pelo.

La situación se mantuvo así durante algún tiempo. Luego, inconscientemente, fui desarrollando mis propias formas de protesta. Comencé a ponerme enferma en el jardín de infancia y a sufrir fiebres tan elevadas que los médicos se alarmaban. Tan pronto como regresaba a casa, mis males desaparecían milagrosamente. Por fin, se nos permitió a ambas quedarnos en casa.

Para mi abuela, una profunda amante de la naturaleza, las nubes y la lluvia eran seres vivos dotados de corazón y lágrimas y sentido de la moralidad. Estaríamos a salvo si seguíamos la antigua regla china para los niños, ting-hua, («prestar atención a las palabras», ser obedientes). En caso contrario, nos ocurrirían toda clase de cosas. Cuando comíamos naranjas, mi abuela nos prevenía de que no nos tragáramos las pepitas. «Si no me hacéis caso, un día no podréis entrar en la casa. Cada pepita es un naranjo chiquitín que, al igual que vosotras, quiere crecer. Se desarrollará silenciosamente dentro de vuestra barriga, creciendo más y más hasta que un día, ¡Ai- ya! ¡Os saldrá por la cabeza! Le crecerán hojas, tendrá más naranjas y sobrepasará la altura de la puerta…»

La idea de llevar un naranjo en la cabeza me fascinaba tanto que un día me tragué una pepita deliberadamente… una, tan sólo. Tampoco quería llevar un huerto en la cabeza: pesaría demasiado. Me pasé el resto del día palpándome el cráneo cada pocos minutos para comprobar si aún lo tenía de una pieza. Varias veces estuve a punto de preguntarle a mi abuela si se me permitiría comerme personalmente las naranjas que me crecieran en la cabeza, pero decidí no hacerlo para que no supiera que había sido desobediente. Decidí que cuando viera el árbol fingiría que había debido de ser un accidente. Aquella noche dormí muy mal. Sentía como si algo me apretara el cráneo por dentro.

Por lo general, sin embargo, las historias de mi abuela me proporcionaban sueños felices. Conocía docenas de ellas, procedentes de la ópera china clásica. También teníamos montones de libros de animales y pájaros y mitos y cuentos de hadas. Ni siquiera nos faltaban libros de cuentos extranjeros, entre ellos los de Hans Christian Andersen y las fábulas de Esopo. Caperucita roja, Blancanieves y los siete enanitos y Cenicienta se contaron entre mis compañeros favoritos de niñez.

Además de los cuentos, me encantaban los poemas infantiles, los cuales constituyeron mi primer encuentro con la poesía. Dado que la lengua china se basa en tonos, su poesía posee una calidad especial. Solía quedarme fascinada cada vez que mi abuela cantaba los poemas clásicos, cuyo significado yo entonces no entendía. Las leía al estilo tradicional, entonando un soniquete de acentos alargados que ascendían y descendían cadenciosamente. Un día, mi madre la oyó mientras nos recitaba algunos poemas escritos en torno al año 500 a.C. Pensó que eranr demasiado difíciles para nosotras e intentó detenerla, pero mi abuela insistió, diciendo que no teníamos que comprender su significado, y que bastaba con que captáramos el sentido de musicalidad de los sonidos. A menudo decía que sentía haber perdido su cítara cuando abandonó Yixian veinte años antes.

A mis dos hermanos no les interesaba tanto que les leyeran, ni tampoco que les relataran historias nocturnas. A mi hermana, sin embargo, con quien yo compartía el dormitorio, le gustaban tanto como a mí. Tenía, además, una memoria extraordinaria. Había logrado ya impresionar a todo el mundo recitando sin una sola equivocación la larga balada de Pushkin titulada El pescador y los peces de colores cuando tan sólo contaba tres años de edad.

Mi vida familiar era tranquila y afectuosa. Independientemente del resentimiento que mi madre pudiera sentir entonces hacia mi padre, rara vez se peleaban, al menos no en presencia de los niños. Ahora que habíamos crecido, mi padre rara vez demostraba su cariño hacia nosotras a través del contacto físico. No era habitual que un padre alzara en brazos a sus hijos, ni que les demostrara su afecto por medio de besos y abrazos. A menudo permitía que los niños cabalgaran sobre él, y a veces les daba cariñosos golpecitos en los hombros o les acariciaba el cabello, cosa que rara vez hacía con nosotras. Cuando ambas superamos los tres años, se limitó a alzarnos cuidadosamente por las axilas, fiel a la tradición china, según la cual los hombres debían evitar cualquier intimidad con las hijas. Ni siquiera entraba en nuestro dormitorio sin que antes le hubiéramos dado permiso.

Mi madre no tenía con nosotros tanto contacto físico como hubiera deseado. El motivo era que a ella le afectaban otras normas, relacionadas en su caso con el puritanismo del estilo de vida comunista. A comienzos de los cincuenta se suponía que un comunista debía entregarse tan profundamente a la revolución y al pueblo que cualquier demostración de afecto hacia sus hijos era mal vista, ya que indicaba la presencia de lealtades divididas. Cada hora que no se pasara comiendo o durmiendo pertenecía a la revolución, y debía emplearse para trabajar. Cualquier actividad que no tuviera que ver con la revolución, tal como llevar a tus hijos en brazos, debía ser despachada con la mayor celeridad posible.

Al principio, a mi madre le costó trabajo acostumbrarse a eso. «Anteponer la familia» era una crítica de la que constantemente le hacían objeto sus colegas del Partido. Por fin, terminó por adquirir la costumbre de trabajar sin descanso. Para cuando llegaba a casa por las noches, hacía ya rato que estábamos durmiendo. En tales ocasiones, solía sentarse junto a nuestra cama observando nuestros rostros dormidos y escuchando nuestra apacible respiración. Aquéllos eran sus momentos más felices del día.

Siempre que tenía tiempo procuraba abrazarnos, rascándonos suavemente y haciéndonos cosquillas, especialmente en los codos, zona que resultaba particularmente placentera. Para mí el paraíso consistía en depositar la cabeza en su regazo y dejar que me hiciera cosquillas en la parte interior de la oreja. Hurgar la oreja era una forma china tradicional de proporcionar placer. Recuerdo haber visto de niña a profesionales que paseaban por las calles con una tarima en uno de cuyos extremos había un sillón de bambú con docenas de esponjosos palillos colgando del otro.

A partir de 1956, los funcionarios comenzaron a disfrutar del domingo libre. Mis padres solían llevarnos a parques y terrenos de juego donde montábamos en los columpios y tiovivos o nos dejábamos caer rodando por las laderas cubiertas de hierba. Aún conservo el recuerdo de un día en que di una peligrosa vuelta de campana y, encantada, me dejé caer ladera abajo con la intención de terminar en brazos de mis padres. Sin embargo, terminé estrellándome contra dos hibiscos, uno tras otro.

Mi abuela aún se mostraba aturdida ante la cantidad de tiempo que mis padres pasaban fuera de casa. «¿Qué clase de padres son éstos?», solía suspirar, sacudiendo la cabeza. En un intento por compensar su ausencia, se entregaba a nosotros en cuerpo y alma. Sin embargo, ella sola no podía con cuatro criaturas ajenas, por lo que mi madre invitó a la tía Jun-ying a vivir con nosotros. Ella y mi abuela se llevaban muy bien, y su armonía continuó cuando, a comienzos de 1957, se unió a ellas una criada interna. Aquel acontecimiento coincidió con nuestra mudanza a una nueva vivienda situada en una antigua vicaría cristiana. Mi padre se trasladó a vivir con nosotros, por lo que toda la familia comenzó a vivir bajo un mismo techo por primera vez.

La criada tenía dieciocho años. Cuando llegó, vestía una blusa y unos pantalones de algodón estampados con flores que los habitantes de la ciudad, más habituados a los colores discretos que dictaban el esnobismo urbano y el puritanismo comunista, hubieran considerado excesivamente llamativos. Las damas de la ciudad vestían trajes cortados como los de las mujeres rusas, pero nuestra criada vestía un traje al estilo campesino, cerrado por un costado con botones de algodón en lugar de con los nuevos botones de plástico. Para sujetarse los pantalones se servía de un cordel de algodón en lugar de cinturón. Muchas campesinas hubieran modificado su atuendo al llegar a la ciudad para no parecer paletas de pueblo, pero ella se mostraba completamente indiferente a su modo de vestir, lo que denotaba la fortaleza de su carácter. Poseía unas manos grandes y ásperas, y su rostro oscuro y bronceado mostraba dos hoyuelos permanentes en las rosadas mejillas y una sonrisa franca y tímida. Gustó inmediatamente a todos los miembros de la familia. Comía con nosotros y se ocupaba de las faenas domésticas con mi abuela y mi tía. Dado que mi madre nunca estaba en casa, mi abuela estaba encantada de contar con dos amigas íntimas que, a la vez, eran sus confidentes.

Nuestra criada procedía de una familia de terratenientes, y había intentado abandonar el campo por todos los medios debido a la constante discriminación con la que allí se enfrentaba. En 1957 volvió a estar permitido emplear a personas con «malos» antecedentes familiares. La campaña de 1955 había concluido, y la atmósfera parecía en general más relajada.

Los comunistas habían instituido un sistema bajo el cual todo el mundo debía registrar su lugar de residencia (hu-kou). Sólo aquellos que quedaban registrados como habitantes de ciudad tenían derecho a raciones alimenticias. Nuestra criada estaba registrada como campesina, por lo que mientras estuviera con nosotros no dispondría de fuente alguna de alimentos. Sin embargo, con las raciones de toda la familia había más que de sobra para alimentarla también a ella. Un año después, mi madre le ayudó a cambiar su registro al de Chengdu.

Igualmente, era mi familia la encargada de pagar su salario. El sistema de subsidios del Estado había sido abolido a finales de 1956, época en que mi padre perdió asimismo los servicios de su guardaespaldas, al que sustituyó un mayordomo compartido que le prestaba algunos servicios en la oficina, tales como servirle el té o cuidar de los automóviles. Para entonces, mis padres ganaban sueldos previamente fijados de acuerdo con sus niveles de funcionariado. Mi madre poseía un nivel 17, y mi padre un nivel 10, lo que implicaba el doble de sueldo que ella. Dado que los productos básicos eran baratos y que no existía concepto de sociedad de consumo, la combinación de ambos salarios resultaba más que suficiente. Mi padre pertenecía a una categoría especial conocida con el nombre de gao-gan o «altos funcionarios», término que se aplicaba a las personas de nivel 13 y superiores, de las cuales había unas doscientas en Sichuan. En toda la provincia, con una población total que entonces ya alcanzaba los setenta y dos millones de personas, había menos de veinte que alcanzaran o sobrepasaran el nivel 10.

En primavera de 1956, Mao anunció una política bautizada como la de las Cien Flores, nombre extraído de la frase «que florezcan las cien flores» (bai-hua qi- fang), lo que en teoría significaba una mayor libertad para las artes, la literatura y la investigación científica. El Partido quería obtener el apoyo de los ciudadanos más cultivados del país, cosa que éste necesitaba urgentemente a medida que iniciaba su etapa de industrialización y post-recuperación.

El nivel educativo general del país siempre había sido muy bajo. La población era enorme -para entonces, más de seiscientos millones de personas- y la inmensa mayoría jamás había disfrutado de nada parecido a un nivel de vida digno. El país siempre había vivido bajo una dictadura basada en mantener a la población en estado de ignorancia y, con ello, de obediencia. Existía también el problema del lenguaje: la grafía china es extraordinariamente difícil. Se basa en decenas de miles de caracteres individuales que no se encuentran relacionados con los sonidos, y cada uno de ellos se forma con complicados trazos y necesita ser recordado por separado. Había cientos de millones de personas analfabetas.

Cualquiera que poseyera una mínima educación recibía el apelativo de intelectual. Con los comunistas, acostumbrados a basar sus políticas en categorías de clase, los intelectuales se convirtieron en una categoría tan específica como vaga en la que se incluían enfermeras, estudiantes y actores junto a ingenieros, técnicos, escritores, maestros, médicos y científicos.

Bajo la política de las Cien Flores, el país disfrutó de un año de relativa tranquilidad. A continuación, en primavera de 1957, el Partido exhortó a diversos intelectuales a que expresaran sus críticas de todos los rangos del funcionariado. Mi madre pensó que el propósito de ello era estimular una mayor liberalización. Al conocer el contenido de un discurso que Mao pronunció al respecto y que fue transmitiéndose de nivel en nivel hasta llegar a ella, se sintió tan conmovida que no pudo dormir en toda la noche. Sentía que China iba a disfrutar realmente de un partido moderno y democrático, un partido que aceptaría gustosamente las críticas con objeto de revitalizarse. Se sintió orgullosa de ser comunista.

Cuando los miembros del nivel de mi madre fueron informados del discurso en el que Mao había solicitado la expresión de críticas a los funcionarios, nadie les dijo nada de otros comentarios que había realizado aproximadamente en aquella misma época y en los que se refería a sacar a las serpientes de sus madrigueras y a desenmascarar a cualquiera que osara oponerse a él o a su régimen. Un año antes, el líder soviético, Kruschev, había denunciado a Stalin en su «discurso secreto», y ello había anonadado a Mao, quien se identificaba personalmente con Stalin. Mao se había visto nuevamente turbado por la rebelión húngara de aquel otoño, el primer intento con éxito -si bien de corta vida- por derrocar un régimen comunista establecido. Aún peor, Mao sabía que gran parte de las personas cultivadas de China se mostraba a favor de la moderación y la liberalización. Quería, pues, prevenir una «revuelta húngara a la china». De hecho, reveló posteriormente a los líderes húngaros que su petición de críticas había sido una trampa que decidió prolongar incluso cuando sus colegas sugirieron que pusiera fin a ella, con objeto de asegurarse que había descubierto hasta el último disidente en potencia.

Los obreros y campesinos no le inquietaban, ya que confiaba en su gratitud hacia los comunistas por haberles llenado el estómago y haberles proporcionado una existencia estable. Asimismo, mostraba un desprecio básico por ellos: no creía que tuvieran la suficiente capacidad mental como para desafiar su mandato. Sin embargo, Mao siempre había desconfiado de los intelectuales. Los intelectuales habían desempeñado un papel fundamental en Hungría, y se mostraban más aficionados que el resto de las personas a pensar por sí mismos.

Inconscientes de las maniobras secretas del líder, tanto funcionarios como intelectuales se dedicaron a solicitar y a ofrecer críticas. Según Mao, debían «decir todo aquello que quisieran, sin ocultar nada». Mi madre repitió aquello con entusiasmo en las escuelas, los hospitales y los grupos de entretenimiento que tenía a su cargo. En los seminarios y los carteles callejeros se aireaban toda suerte de opiniones. Numerosos personajes célebres aportaron su ejemplo publicando críticas en la prensa.

Como casi todo el mundo, mi madre también recibió ciertas críticas. La principal de ellas, procedente de los colegios, fue que mostraba favoritismo hacia los colegios «clave» (zhong-dian). En China existía cierto número de escuelas y universidades oficialmente designadas en las que el Estado concentraba sus limitados recursos. En ellas se contaba con mejores maestros e instalaciones, y de ellas se seleccionaban los alumnos más brillantes, lo que garantizaba un elevado nivel de acceso de éstos a instituciones de enseñanza superior, y especialmente a universidades «clave». Algunos maestros de las escuelas ordinarias protestaron. afirmando que mi madre había estado prestando demasiada atención a los colegios «clave» a sus expensas.

Los maestros también estaban clasificados en niveles. A los mejores se les concedían niveles honorarios que les daban derecho a salarios muy superiores, raciones alimenticias especiales en tiempos de escasez, mejores viviendas y entradas gratuitas para los teatros. En la jurisdicción de mi madre, la mayor parte de los maestros de alto nivel parecían contar con antecedentes familiares «indeseables», y algunos de los maestros desprovistos de nivel protestaron diciendo que mi madre daba demasiada importancia a los méritos profesionales y muy poca a los antecedentes de clase. Mi madre realizó autocríticas acerca de su falta de ecuanimidad en lo que se refería a las escuelas «clave», pero insistió en que no creía estar equivocada al basarse en los méritos profesionales como criterio para determinar la oportunidad de los ascensos.

Hubo una crítica a la que mi madre, asqueada, hizo oídos sordos. La directora de una de las escuelas de primaria se había unido a los comunistas en 1945 -antes que mi madre- y se sentía molesta por tener que obedecer sus órdenes. En consecuencia, aquella mujer se dedicó a atacar a mi madre afirmando que si había obtenido aquel puesto había sido únicamente gracias a la influencia de mi padre.

Hubo otras quejas: los directores de las escuelas querían disfrutar del derecho a escoger a sus propios maestros en lugar de verse obligados a aceptar a aquellos que les eran asignados por las autoridades. Los directores de hospital querían que se les permitiera comprar hierbas y otras medicinas personalmente, ya que el suministro que recibían del Estado no bastaba para sus necesidades. Los cirujanos querían gozar de mayores raciones alimenticias: consideraban su labor tan ardua como la de los actores de kung-fu de la ópera tradicional china, y sin embargo sus raciones eran una cuarta parte más reducidas que las de aquéllos. Un funcionario de menor rango se lamentaba de que de los mercados de Chengdu hubieran desaparecido algunos célebres artículos tradicionales tales como las «tijeras Wong» o los «cepillos Hu» para verse reemplazados por sustitutos de inferior calidad fabricados al por mayor. Mi madre se mostraba de acuerdo con muchas de aquellas opiniones, pero nada había que pudiera hacer al respecto, ya que se trataba de políticas de Estado. Todo lo que podía hacer era informar de ello a las autoridades superiores.

Aquel estallido de críticas -que a menudo no eran otra cosa que quejas personales o sugerencias prácticas y apolíticas de posibles mejoras- floreció durante aproximadamente un mes del verano de 1957. A comienzos de junio, el discurso pronunciado por Mao acerca de «sacar a las serpientes de sus guaridas» llegó verbalmente a oídos de los funcionarios del nivel de mi madre.

En aquella arenga, Mao había dicho que los derechistas habían desencadenado un ataque sin cuartel del Partido Comunista y del sistema socialista de China. Afirmó que dichos derechistas suponían entre el uno y el diez por ciento de los intelectuales del país… y que debían ser aplastados. Para simplificar las cosas, se había escogido la cifra del cinco por ciento -a medio camino entre ambos extremos propuestos por Mao- como proporción establecida de derechistas que debían ser capturados. Para alcanzar dicha cifra, mi madre debía desenmascarar a más de cien derechistas en las organizaciones a su cargo.

Estaba un poco disgustada por algunas de las críticas que ella misma había recibido, pero pocas de ellas podían considerarse ni remotamente anticomunistas o antisocialistas. A juzgar por lo que había leído en los periódicos, parecía que se habían producido algunos ataques al monopolio comunista del poder y al sistema socialista, pero en sus escuelas y hospitales nadie se había mostrado tan osado. ¿Dónde demonios iba a localizar a tantos derechistas? Además, pensó, era injusto castigar a gente a la que previamente se había invitado -incluso exhortado- a hablar. Por si fuera poco, Mao había garantizado explícitamente que no se tomarían represalias contra los que hablaran. Ella misma, con gran entusiasmo, había animado a la gente a hacerlo.

Se encontraba en un dilema típico al que en ese momento se enfrentaban millones de funcionarios de toda China. En Chengdu, la Campaña Antiderechista tuvo un inicio lento y difícil. Las autoridades provinciales decidieron dar ejemplo con un hombre, un tal señor Hau, que era secretario del Partido en un instituto de investigación en el que trabajaban científicos de renombre procedentes de toda la región de Sichuan. Se esperaba de él que capturara a un número considerable de derechistas, pero había informado que en su instituto no había ni uno. «¿Cómo es posible?», había preguntado su jefe. Algunos de los científicos habían estudiado en el extranjero, en Occidente. «Tienen que haberse contaminado por la sociedad occidental. ¿Cómo pretende usted esperar que sean felices con el comunismo? ¿Cómo es posible que entre ellos no haya ningún derechista?» El señor Hau dijo que el hecho de que hubieran elegido regresar a China demostraba que no eran anticomunistas, y llegó al extremo de avalarles personalmente. Se le advirtió en numerosas ocasiones que rectificara su actitud. Por fin, fue calificado él mismo de derechista, expulsado del Partido y despedido de su empleo. Su nivel de funcionariado se vio drásticamente reducido y se le obligó a trabajar barriendo los suelos en los laboratorios del mismo instituto que antes había dirigido.

Mi madre conocía al señor Hau, y experimentó una profunda admiración hacia él y hacia el modo en que había defendido sus opiniones. Entre ambos surgió una gran amistad que aún hoy perdura. Pasaba muchas tardes con él, contándole sus preocupaciones. Sin embargo, reconocía en su destino el que a ella misma le esperaba si no cumplía con su cuota.

Todos los días, tras las interminables asambleas habituales, mi madre tenía que informar a las autoridades municipales del Partido sobre la marcha de la campaña. La persona a cargo de la misma en Chengdu era un hombre llamado Ying; se trataba de un individuo alto, esbelto y bastante arrogante. Mi madre tenía que darle cifras que mostraran el número de derechistas que habían sido desenmascarados. Los nombres eran lo de menos. Lo que importaba eran los números.

¿Dónde, sin embargo, iba a conseguir hallar sus más de cien derechistas anticomunistas y antisocialistas? Por fin, uno de sus ayudantes, llamado Kong, encargado de Educación para el Distrito Oriental, anunció que las directoras de un par de colegios habían logrado identificar como tales a algunas de sus maestras. Una de ellas era una maestra de primaria cuyo esposo, oficial del Kuomintang, había muerto en la guerra civil. Había dicho algo así como que «China, hoy, está peor que en el pasado». Un día tuvo una trifulca con la directora, quien la había criticado por aflojar su ritmo de trabajo. Furiosa, la golpeó. Otras dos maestras intentaron detenerla, una de ellas diciéndole que tuviera cuidado, ya que la directora estaba embarazada. Según los informes, se había puesto a gritar que quería «librarse de ese comunista hijo de puta» (refiriéndose al niño que aún no había nacido).

En otro de los casos, se dijo que una maestra cuyo esposo había huido a Taiwan con el Kuomintang había estado mostrando a ciertas compañeras algunas de las joyas que le había regalado su marido, intentando con ello despertar en ellas un sentimiento de envidia hacia la vida que había llevado ella con el Kuomintang. Las jóvenes afirmaron asimismo que había dicho que era una lástima que los norteamericanos no hubieran ganado la guerra de Corea y hubieran avanzado a continuación hacia China.

El señor Kong dijo que había comprobado los hechos. La investigación no dependía de mi madre. Cualquier cautela por su parte se hubiera interpretado como un intento de proteger a las derechistas y poner en duda la integridad de sus propias colegas.

Los responsables hospitalarios y el encargado del Departamento de Salud no acusaron personalmente a ningún derechista, pero varios doctores fueron tildados de ello por las autoridades superiores del municipio de Chengdu como consecuencia de las críticas realizadas en asambleas anteriores organizadas por las autoridades de la ciudad.

Todos aquellos derechistas juntos apenas sumaban diez personas: mucho menos de lo que exigía la cuota. Para entonces, el señor Ying estaba harto de la falta de celo mostrado por mi madre y sus colegas, y afirmó que el hecho de que ésta no pudiera reconocer a los derechistas demostraba que ella misma estaba hecha de la misma pasta. Ser calificado de derechista no sólo implicaba verse convertido en un paria político y perder el empleo sino, lo que era aún más importante, aseguraba la discriminación de los hijos y la familia y ponía en peligro el futuro de todos ellos. Los niños estarían condenados al ostracismo tanto en la escuela como en la calle. El comité de residentes espiaría a la familia para comprobar qué visitas recibía. Si un derechista era enviado al campo, los campesinos reservarían las tareas más duras para él y para su familia. Sin embargo, nadie conocía con exactitud el alcance de las consecuencias, y esa misma incertidumbre constituía de por sí un poderoso motivo de temor.

Tal era el dilema al que se enfrentaba mi madre. Si era tachada de derechista se vería forzada a elegir entre renunciar a sus hijos o destrozar el futuro de los mismos. Mi padre se vería probablemente obligado a divorciarse de ella o también él sería incluido en la lista negra y sujeto a constantes sospechas. Incluso si mi madre se sacrificaba y se divorciaba de él, toda la familia continuaría eternamente señalada con el estigma de los sospechosos. No obstante, el precio que había de pagar para salvarse ella y salvar a sus parientes era el bienestar de cien personas inocentes con todas sus familias.

Mi madre no habló de aquello con mi padre. ¿Qué solución podría él haber aportado? Le producía resentimiento pensar que la elevada posición de que él gozaba le evitaba tener que enfrentarse a casos individuales. Aquellas dolorosas decisiones quedaban reservadas a funcionarios de nivel medio y bajo tales como el señor Ying, mi madre, sus ayudantes, las directoras de las escuelas y los directores de hospital.

Una de las instituciones del distrito de mi madre era la Escuela de Formación de Profesorado Número Dos de Chengdu. Los estudiantes de los colegios de magisterio gozaban de una beca que cubría su salario y sus gastos de manutención por lo que, lógicamente, tales instituciones solían atraer a personas procedentes de familias pobres. Acaba de ser completada la primera línea férrea que unió Sichuan -el Granero del Cielo- con el resto de China. Como resultado, se estaban transportando grandes cantidades de alimentos de esta región a otras partes del país, y los precios de muchos artículos se duplicaron e incluso triplicaron casi de la noche a la mañana. Los estudiantes de la Escuela de Formación habían visto su nivel de vida reducido prácticamente a la mitad, por lo que habían organizado una manifestación para exigir mayores ayudas. Aquella acción fue comparada por el señor Ying con la del Círculo de Petofi durante la rebelión húngara de 1956, y denominó a los estudiantes «almas gemelas de los intelectuales húngaros». Ordenó que todos aquellos que hubieran participado en la manifestación fueran clasificados como derechistas. La escuela contaba con unos trescientos alumnos, de los cuales unos ciento treinta habían tomado parte en la misma. Todos ellos fueron tachados de derechistas por el señor Ying. Aunque la escuela no estaba bajo la jurisdicción de mi madre -ya que ésta tan sólo se ocupaba de las escuelas de enseñanza primaria- sí estaba localizada en su distrito, por lo que las autoridades de la ciudad le adjudicaron arbitrariamente a aquellos alumnos como parte de su cuota.

Nunca se le perdonó su falta de iniciativa. El señor Ying tomó nota de su nombre para someterla a futuras investigaciones como sospechosa de derechismo. Sin embargo, antes de que pudiera tomar medidas adicionales, él mismo se vio condenado por igual motivo.

En marzo de 1957, acudió a Pekín para asistir a una conferencia de jefes de departamentos de Asuntos Públicos provinciales y municipales procedentes de todo el país. Durante las discusiones de grupo, se animó a los delegados a que expresaran sus quejas sobre los procedimientos administrativos de sus respectivas zonas. El señor Ying sacó a relucir alguna que otra protesta inocente contra el primer secretario del Comité del Partido en Sichuan, Li Jing-quan, conocido generalmente como el Comisario Li. Mi padre era el jefe de la delegación de Sichuan para aquella conferencia, por lo que a él correspondía redactar el informe de rutina al regreso de la misma. Cuando comenzó la campaña antiderechista, el Comisario Li decidió que no le agradaban las manifestaciones realizadas por el señor Ying. Consultó con el jefe adjunto de la delegación, pero éste había sido lo bastante hábil como para ausentarse oportunamente al lavabo tan pronto como el señor Ying inició su crítica. Durante la última etapa de la campaña, el Comisario Li acusó al señor Ying de derechista. Cuando mi padre se enteró, se disgustó terriblemente, y comenzó a atormentarse con la idea de que él mismo era parcialmente responsable de la caída del señor Ying. Mi madre intentó convencerle de que no era así: «¡No es culpa tuya!», le dijo, pero él continuó torturándose con aquella idea.

Muchos funcionarios aprovecharon la campaña para arreglar cuentas personales. Algunos de ellos descubrieron que un modo sencillo de completar su cuota consistía en denunciar a sus enemigos. Otros obraron impulsados por un puro sentimiento de venganza. En Yibin, los Ting realizaron una purga entre numerosas personas de talento con las que no se llevaban bien o de quienes sentían celos. Casi todos los colaboradores de mi padre -gente que él mismo había escogido y promocionado- fueron condenados como derechistas. Un antiguo ayudante por quien mi padre sentía un gran afecto fue etiquetado como ultraderechista. Su crimen consistía en haber realizado una única observación en la que opinaba que China no debía permitir que se creara una dependencia «absoluta» de la Unión Soviética. En aquella época, sin embargo, el Partido proclamaba que así debía ser. Fue sentenciado a tres años de estancia en un gulag chino y obligado a trabajar en la construcción de una carretera en una zona agreste y montañosa en la que muchos de sus compañeros encontraron la muerte.

La Campaña Antiderechista no afectó a la sociedad ampliamente. La vida de campesinos y obreros continuó como si tal cosa. Al cabo de un año, cuando finalizó la campaña, al menos 550.000 personas habían sido tachadas de derechistas: entre ellas estudiantes, profesores, escritores, artistas, científicos y otros profesionales. En su mayor parte, fueron despedidos de sus empleos y hubieron de contentarse con realizar labores manuales en fábricas o granjas. Algunos fueron condenados a trabajos forzados en los gulags. Tanto ellos como sus familias se convirtieron en ciudadanos de segunda clase. La lección fue tan severa como inconfundible: no habían de tolerarse críticas de ningún tipo. A partir de entonces, la gente dejó de protestar, y hasta de hablar. Un dicho popular resumía la atmósfera reinante: «Tras los Tres Anti, nadie quería estar a cargo de dinero alguno; tras la Campaña Antiderechista, nadie osa abrir la boca.»

Sin embargo, la tragedia de 1957 no se limitó a reducir a la población al silencio. La posibilidad de verse precipitado en el abismo se había convertido en algo impredecible. El sistema de cuotas combinado con las venganzas personales significaba que cualquiera podía ser perseguido por nada.

La lengua vernácula captó claramente el ambiente reinante. Entre las categorías de derechistas había multitud de «derechistas de rifa» (chou-qian you-pai), es decir, personas a quienes habían tildado como tales por medio de un sorteo; había «derechistas de lavabo» {ce-suo you-pai), esto es, gente que había sido acusada por no haber podido aguantar las ganas de acudir al retrete tras largas e interminables reuniones; había también derechistas de los que se decía que «tenían veneno pero no lo soltaban» (you-du bu-fang): se trataba de personas calificadas de derechistas aunque nunca hubieran dicho nada en contra de nadie. Cuando a un jefe no le gustaba alguien, podía decir: «No da buena impresión» o «Su padre fue ejecutado por los comunistas, ¿cómo no va a sentir rencor por ello? Sencillamente, no quiere confesarlo abiertamente». A veces, surgían jefes de unidad bondadosos que hacían exactamente lo contrario: «¿A quién voy a cargarle el muerto? No puedo hacerle eso a nadie. Decid que soy yo.» Estos últimos eran denominados popularmente «derechistas autorreconocidos» (zi-ren you-pai).

Para muchas personas, 1957 constituyó un año decisivo. Mi madre aún conservaba su devoción a la causa comunista, pero comenzaron a asaltarle vacilaciones acerca de su puesta en práctica. Comentó aquellas dudas con su amigo, el señor Hau -el antiguo director del instituto de investigación- pero nunca se las mencionó a mi padre, y no porque éste no las tuviera también, sino porque se habría negado a discutirlas con ella.

Al igual que las órdenes militares, las normas del Partido prohibían a sus miembros comentar entre ellos la política del mismo. El catecismo del Partido estipulaba que todo miembro debía obedecer incondicionalmente a su organización, y qué un funcionario de rango inferior debía obedecer a otro de rango superior, ya que éste representaba para él una encarnación de la organización del Partido. Tan severa disciplina -en la que los comunistas habían insistido desde antes de la época de Yan'an- resultaba fundamental para su éxito. Constituía un instrumento de poder formidable e imprescindible en una sociedad en la que las relaciones personales se anteponían tradicionalmente a cualquier otra norma. Mi padre se mostraba totalmente partidario de la misma. Opinaba que la revolución no podía defenderse y mantenerse si se permitía que fuera desafiada abiertamente. En una revolución, uno tenía que luchar por su bando incluso si éste no era perfecto… siempre y cuando uno creyera que era mejor que el opuesto. La unidad constituía una necesidad imperativa y categórica.

Mi madre no tenía dificultad en advertir que en lo que se refería a la relación de mi padre con el Partido ella no era sino una extraña más. Un día en que se le ocurrió realizar ciertos comentarios críticos acerca de la situación sin obtener respuesta por parte de él, le dijo en tono de amargura: «¡Eres un buen comunista, pero no podías ser peor esposo!» Mi padre asintió, confirmando que ya lo sabía.

Catorce años después, mi padre nos reveló casi todo lo que le había ocurrido en 1957. Desde sus primeros días en Yan'an, cuando aún era un jovencito de veinte años, había sido buen amigo de una conocida escritora llamada Ding Ling. En marzo de 1957, cuando estaba en Pekín encabezando la delegación de Sichuan en una conferencia de Asuntos Públicos, recibió un mensaje de ella invitándole a visitarla en Tianjin, cerca de Pekín. A mi padre le apetecía ir, pero decidió no hacerlo debido a que tenía prisa por regresar a casa. Varios meses después, Ding Ling fue etiquetada como la derechista número uno de China. «Si hubiera ido a verla -dijo mi padre- yo mismo hubiera caído con ella.»

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