Justamente antes de su partida de Jinzhou, a mi madre le fue concedido el ingreso provisional en el Partido gracias al alcalde en funciones quien, dotado de mayor autoridad que la Federación de Mujeres, argumentó que la necesitaba debido a que iba a trasladarse a otro lugar. Aquella decisión significaba que podría convertirse en miembro propiamente dicho al cabo de un año si se consideraba que se había mostrado digna de ello.
Mis padres tenían que unirse a un grupo de más de cien personas que viajaban hacia el Sudoeste, en su mayor parte a Sichuan. El grueso del grupo estaba formado por hombres, funcionarios comunistas del Sudoeste. Las pocas mujeres que había eran manchúes que habían contraído matrimonio con sichuaneses. Para el viaje, se habían organizado en unidades y se les habían proporcionado uniformes verdes. La guerra civil aún retumbaba a lo largo de su camino.
El 27 de julio de 1949, mi abuela, el doctor Xia y las amigas y amigos más íntimos de mi madre -la mayor parte de los cuales se hallaban bajo sospechas ante los comunistas- acudieron a la estación a decirles adiós. Mientras se despedía en el andén, mi madre se sentía dividida por sentimientos contradictorios. Una parte de su corazón se sentía como un pájaro que por fin fuera a escapar de su jaula y echar a volar; la otra se preguntaba cuándo -e incluso si- volvería a ver de nuevo a aquellas personas a las que tanto amaba, especialmente a su madre. El viaje estaba lleno de peligros, y Sichuan continuaba en poder del Kuomintang. Además, se encontraba a más de mil quinientos kilómetros de distancia -inconcebiblemente lejos- y no tenía la más mínima idea de si alguna vez podría regresar a Jinzhou. Sentía unos deseos insoportables de llorar, pero contuvo las lágrimas porque no quería entristecer a su madre más de lo que ya estaba. Mientras el andén desaparecía en la distancia, mi padre intentó consolarla. Le dijo que debía ser fuerte, y que como joven estudiante que era y «recién unida a la revolución», necesitaba «atravesar los cinco desfiladeros», lo que significaba adoptar una actitud completamente distinta frente a la familia, la profesión, el amor, el estilo de vida y las labores manuales a través de la aceptación de las dificultades y los traumas. La teoría del Partido era que las personas educadas como ella lo había sido tenían que dejar de comportarse como burgueses y parecerse más a los campesinos, los cuales constituían el ochenta por ciento de la población. Mi madre había escuchado aquellas teorías cientos de veces. Aceptaba la necesidad de autorreformarse para encajar con la nueva China (de hecho, acababa de escribir un poema que versaba sobre la necesidad de enfrentarse en el futuro al desafío de «la tormenta de arena»), pero también ansiaba más ternura y comprensión personal, y se sentía resentida por el hecho de que mi padre no se los proporcionara.
Cuando el tren llegó a Tianjin, situado a unos cuatrocientos kilómetros al Sudoeste, tuvo que detenerse ya que allí se interrumpía la línea. Mi padre le dijo que le gustaría enseñarle la ciudad. Tianjin era un enorme puerto en el que hasta poco antes Estados Unidos, Japón y unos cuantos países europeos habían disfrutado de concesiones o enclaves extraterritoriales (aunque entonces mi madre no lo sabía, el general Xue había muerto en la concesión francesa de Tianjin). Existían barrios enteros construidos con estilos diferentes, y algunos edificios eran grandiosos: elegantes palacios franceses de finales de siglo, ligeros palazzi italianos; recargadas mansiones austrohúngaras de estilo rococó… Era una extraordinaria condensación de ostentación por parte de ocho naciones distintas, todas las cuales habían intentado impresionarse unas a otras a la vez que impresionar a los chinos. Aparte de los bancos japoneses -chatos, pesados y grisáceos- que había conocido en Manchuria y los bancos rusos de tejados verdes y delicados muros rosados y amarillos, era la primera vez que mi madre veía edificios como aquéllos. Mi padre había leído gran cantidad de literatura extranjera, y las descripciones de los edificios europeos siempre le habían fascinado. Aquélla era la primera vez que los veía con sus propios ojos. Mi madre podía adivinar los esfuerzos de mi padre por contagiarle su entusiasmo, pero aún estaba mustia. Paseando por aquellas calles bordeadas de olorosos árboles, sentía que ya echaba de menos a su madre, y no lograba ahuyentar la ira que sentía hacia mi padre por su envaramiento y por no decirle una palabra de consuelo. A pesar de todo, sabía que él intentaba torpemente animarla.
La línea de ferrocarril averiada no había sido más que el principio.
Tuvieron que hacer el resto del camino a pie, a lo largo de una ruta salpicada de patrullas de terratenientes locales, bandidos y unidades militares del Kuomintang abandonadas ante el avance de los comunistas. El grupo tan sólo contaba con tres rifles, uno de ellos en poder de mi padre, pero en cada una de las etapas del viaje las autoridades locales les proporcionaban como escolta un pelotón de soldados dotado, por lo general, con un par de ametralladoras.
Cargados a la espalda con sus colchonetas y otras pertenencias, tenían que recorrer largas distancias todos los días, a menudo por caminos difíciles. Los que habían estado en la guerrilla ya estaban acostumbrados a ello, pero al cabo de un día mi madre tenía las plantas de los pies cubiertas de ampollas. No había modo de detenerse a descansar. Sus compañeros le aconsejaron que al terminar el día metiera los pies en agua caliente y dejara escapar el líquido perforando las ampollas con una aguja y un cabello. El alivio fue instantáneo, pero al día siguiente sintió un dolor atroz cuando intentó caminar de nuevo. Cada mañana, apretaba los dientes y seguía adelante.
Durante la mayor parte del trayecto no vieron carreteras. El avance era penoso, especialmente cuando llovía: la tierra se convertía en una resbaladiza masa de barro, y mi madre se caía incontables veces. Al final del día se hallaba cubierta de lodo. Cada día, cuando alcanzaban su destino, se limitaba a dejarse caer y permanecer allí, incapaz de moverse.
Un día tuvieron que recorrer más de cincuenta kilómetros bajo una lluvia torrencial. La temperatura superaba con mucho los treinta grados, y mi madre avanzaba completamente empapada de lluvia y sudor. Tenían que trepar una montaña no especialmente alta -apenas llegaría a los mil metros- pero ella ya estaba completamente exhausta. Sentía el peso de la colchoneta como si se tratara de una enorme piedra. Tenía los ojos taponados por el sudor que manaba de su frente. Cuando abría la boca para intentar tomar un poco de aire, le parecía que no iba a conseguir inhalar el suficiente como para respirar. Ante sus ojos volaban miles de estrellas, y apenas podía arrastrar un pie para ponerlo delante del otro. Cuando alcanzaron la cima, pensó que sus penurias habían terminado, pero se equivocaba: descender era casi tan difícil como subir. Los músculos de sus pantorrillas parecían haberse convertido en gelatina. Se trataba de un territorio agreste, y aquel sendero estrecho y empinado se deslizaba a lo largo del borde de un precipicio de gran altura. Las piernas le temblaban, y no dudaba que de un momento a otro se precipitaría en el abismo. En varias ocasiones tuvo que asirse a los árboles para evitarlo.
Cuando ya hubieron salvado la montaña, hallaron en su camino varios ríos, todos ellos profundos y turbulentos. El nivel del agua le llegaba a la cintura, y le resultaba casi imposible no perder pie. En mitad de uno de ellos, tropezó y ya se sentía a punto de ser arrastrada cuando un hombre se agachó y la agarró. En aquel momento, casi se deshizo en sollozos, especialmente porque en aquel instante pudo distinguir a lo lejos a una amiga suya que era transportada en brazos a través del río por su marido. Aunque el marido era un funcionario de alto rango y tenía derecho a un automóvil, había renunciado a tal privilegio para caminar con su mujer.
Mi padre no llevaba a mi madre, sino que iba en un jeep con su guardaespaldas. Su rango le daba derecho a un medio de transporte de los que hubiera disponibles, ya fuera un jeep o un caballo. A menudo, mi madre había confiado en que la llevara, o al menos en que le permitiera dejar la colchoneta en el automóvil, pero él nunca se lo había ofrecido. Al día siguiente de casi ahogarse en el río, por la tarde, decidió ponerle las cosas claras. Había tenido un día terrible. Más aún, no paraba de vomitar. ¿Acaso no podía permitirle viajar con él en el jeep de vez en cuando? Él respondió que no le era posible debido a que, dado que ella no tenía derecho a coche, se consideraría un favoritismo. Se sentía obligado a combatir la antiquísima tradición china del nepotismo. Además, se suponía que mi madre debía soportar penurias. Cuando le mencionó que a su amiga la había llevado en brazos su marido, mi padre repuso que aquello era totalmente distinto: la amiga era una comunista veterana. Durante los años treinta, había mandado una unidad guerrillera junto con Kim Il Sung, quien posteriormente llegó a ser presidente de Corea del Norte, y había peleado contra los japoneses en el Nordeste en condiciones escalofriantes. Entre la larga lista de sufrimientos de su carrera revolucionaria había que incluir la pérdida de su primer marido, quien había sido ejecutado por orden de Stalin. Mi madre, dijo, no podía compararse con aquella mujer. Al fin y al cabo, ella no era más que una joven estudiante. Si los demás pensaban que estaba siendo mimada, tendría serios problemas. «Es por tu propio bien -dijo, recordándole que aún se encontraba pendiente su solicitud para ser nombrada miembro de pleno derecho del Partido. Y añadió-: La elección es tuya: puedes entrar en el coche o puedes entrar en el Partido, pero no en ambos.»
No le faltaba razón. La revolución era fundamentalmente una revolución campesina, y los campesinos llevaban una vida perpetuamente dura. Se mostraban especialmente susceptibles ante cualquier persona que gozara o persiguiera la comodidad. Todo aquel que tomara parte en la revolución debía endurecerse hasta el punto de que llegara a ser insensible a las calamidades. Mi padre lo había hecho en Yan'an y también en la guerrilla.
Mi madre comprendió la teoría, pero ello no impidió que siguiera pensando que mi padre no sentía compasión alguna por la fatiga y los sufrimientos que padecía mientras se arrastraba transportando su colchoneta, sudando, vomitando y sintiendo las piernas como si fueran de plomo.
Una noche ya no pudo soportarlo más y estalló en lágrimas por primera vez. Por lo general, el grupo pasaba las noches en lugares tales como almacenes vacíos o aulas de colegios. Aquella noche se encontraban en un templo, agrupados unos junto a otros en el suelo. Mi padre se hallaba tendido junto a ella. Cuando comenzó a llorar, mi madre volvió la cabeza y la hundió en la manga, intentando sofocar sus sollozos. Al momento, mi padre despertó y le tapó la boca con la mano apresuradamente. A través de las lágrimas, mi madre oyó que susurraba en su oído: «¡No dejes que te oigan llorar! ¡Si lo hacen, serás criticada!» Ser criticada representaba un problema serio. Significaba que sus camaradas no la considerarían digna de «pertenecer a la revolución», quizá incluso una cobarde. Notó cómo le introducía atropelladamente un pañuelo en la mano para que pudiera ahogar sus gemidos.
Al día siguiente, el jefe de la unidad de mi madre -el mismo hombre que la había salvado de ser arrastrada por el río-, la condujo aparte y le dijo que había tenido quejas de gente que la había oído llorar. Decían que se había comportado como «una de esas lindas damiselas de las clases explotadoras». No por ello dejaba de mostrarse compasivo, pero se veía obligado a transmitir lo que decían los demás. Era una vergüenza echarse a llorar por haber tenido que caminar unos pasos, dijo. No se estaba comportando como una auténtica revolucionaria. A partir de entonces, mi madre no volvió a llorar ni una sola vez, aunque a menudo sentía ganas de hacerlo.
Continuó como pudo. La zona más peligrosa de cuantas tenían que atravesar era la provincia de Shalrdong, rendida a los comunistas apenas un par de meses antes. Un día, caminaban a través de un profundo valle cuando de pronto cayó sobre ellos una lluvia de balas. Mi madre se refugió tras una roca. El tiroteo continuó durante unos diez minutos, y cuando cesó descubrieron que uno de los miembros del grupo había muerto intentando rodear a los asaltantes, que resultaron ser bandidos. Muchos otros habían sido heridos. Tras enterrar al muerto en la cuneta, mi padre y el resto de los funcionarios cedieron sus caballos a los heridos.
Tras soportar cuarenta días de marcha y varias escaramuzas más, alcanzaron la ciudad de Nanjing, antigua capital del Gobierno del Kuomin-tang, situada a unos mil cien kilómetros al sur de Jinzhou. Se conoce como «El horno de China», y aun a mediados de septiembre lo parecía. El grupo se había alojado en unos barracones. El colchón de bambú de la cama de mi madre mostraba una oscura silueta humana grabada por el sudor de aquellos que lo habían utilizado antes que ella. El grupo tenía que realizar ejercicios de adiestramiento militar bajo aquel calor abrasador, aprendiendo a enrollar sus colchonetas, sus polainas y sus mochilas a toda velocidad y practicando marchas rápidas cargados sin soltar sus pertrechos. Dado que formaban parte del Ejército, habían de observar una estricta disciplina. Vestían uniformes caqui, y camisas y prendas interiores de áspero algodón. Los uniformes tenían que permanecer abrochados hasta la garganta, y jamás se les permitía desabotonarse el cuello. Mi madre tenía dificultades para respirar y, al igual que todos los demás, mostraba una enorme mancha oscura de sudor en la espalda. Asimismo, llevaban una gorra doble de algodón que debían encajarse con fuerza en la cabeza hasta ocultar por completo los cabellos. Ello hacía sudar copiosamente a mi madre, por lo que el borde de su gorra aparecía permanentemente empapado.
De vez en cuando se les permitía salir, y lo primero que hacía en tales ocasiones era devorar numerosos polos de hielo. Muchos de los miembros del grupo no habían estado nunca en una gran ciudad aparte de su breve estancia en Tianjin, por lo que se mostraron tremendamente excitados ante el descubrimiento de los polos y compraron varios de ellos para llevárselos a los camaradas que aguardaban en los barracones, envolviéndolos cuidadosamente en sus blancas toallas de mano y guardándolos en las mochilas. Su asombro fue grande cuando, al llegar, descubrieron que todo lo que quedaba de ellos era un poco de agua.
En Nanjing tuvieron que asistir a charlas políticas, algunas de ellas pronunciadas por Deng Xiaoping -el futuro líder de China- y por el general Chen Yi, futuro ministro de Asuntos Exteriores. Mi madre y sus colegas se sentaban a la sombra sobre el césped de la Universidad Central mientras los conferenciantes permanecían de pie bajo el ardiente sol durante dos o tres horas sin descanso. A pesar del calor, siempre lograban hipnotizar al auditorio con su oratoria.
Un día, mi madre y su unidad tuvieron que correr varios kilómetros a toda velocidad y completamente cargados hasta la tumba del padre fundador de la república, Sun Yat-sen. Cuando regresaron, mi madre sintió un dolor en la parte inferior del abdomen. Aquella noche se celebraba una representación de la Ópera de Pekín en otra parte de la ciudad, con la actuación de una de las estrellas más célebres del país. Mi madre había heredado la pasión de la abuela por la Ópera de Pekín, por lo que esperaba la ocasión con ansiedad.
Aquella tarde, ella y sus compañeros partieron en fila india en dirección al teatro, situado a unos ocho kilómetros de distancia. Mi padre iba en su automóvil. Durante el camino, mi madre notó que se agudizaba el dolor de su abdomen y pensó en volver, aunque por fin decidió no hacerlo. A mitad de la representación, el dolor se hizo insoportable. Se acercó a mi padre y le rogó que la llevara de regreso en el coche, sin mencionar el dolor que sentía. Él buscó con la mirada a su chófer y lo vio sentado con la boca abierta, completamente abstraído. Volviéndose hacia mi madre, dijo: «¿Cómo puedo interrumpir su recreo tan sólo porque mi mujer quiera marcharse?» Mi madre perdió todo interés por explicarle el dolor que sentía y giró abruptamente sobre sus talones.
Soportando un dolor enloquecedor, caminó de regreso hasta los barracones. Todo le daba vueltas. Tan sólo veía una enorme oscuridad tachonada de brillantes estrellas, y le pareció que caminaba a través de algodón en rama. No podía distinguir el camino, y perdió la cuenta del tiempo que llevaba caminando. Cuando llegó a los barracones, los encontró desiertos. Menos los guardias, todo el mundo se había marchado a la ópera. Se las ingenió para meterse en la cama. Observó que tenía los pantalones empapados de sangre. Tan pronto como apoyó la cabeza sobre la cama, se desmayó. Había perdido su primer hijo, y no había nadie junto a ella.
Mi padre regresó poco después. Dado que iba en coche, llegó antes que la mayoría. Se encontró a mi madre derrumbada sobre la cama. Al principio, pensó que tan sólo estaba agotada. Sin embargo, al ver la sangre advirtió que se hallaba inconsciente. Salió corriendo en busca de un médico, quien dictaminó que había sufrido un aborto. Siendo como era un médico militar, carecía de experiencia al respecto, por lo que telefoneó a un hospital de la ciudad y pidió que enviaran una ambulancia. El hospital accedió, pero con la condición de que los gastos de ambulancia y operación les fueran abonados en dólares de plata. Aunque no tenía dinero propio, mi padre aceptó sin titubear. El hecho de «estar en la revolución» le proporcionaba a uno automáticamente derecho a un seguro médico.
Mi madre no había muerto por muy poco. Hubieron de hacerle una transfusión de sangre y un raspado de útero. Cuando abrió los ojos tras la operación, vio a mi padre sentado junto a la cama. Lo primero que le dijo al verle fue: «Quiero el divorcio.» Mi padre se disculpó profusamente. No había sospechado que pudiera estar embarazada (de hecho, ella tampoco). Mi madre sabía que no había tenido la menstruación, pero lo había atribuido a la fatiga de aquella marcha incansable. Mi padre le dijo que hasta entonces había ignorado qué era un aborto. Prometió ser mucho más considerado en el futuro y, una y otra vez, le aseguró que la amaba y que enmendaría su conducta.
Mientras mi madre estaba en coma, se había encargado de lavar sus ropas empapadas en sangre, lo que resultaba sumamente desacostumbrado en un chino. Al final, mi madre accedió a no pedir el divorcio, pero dijo que quería regresar a Manchuria para continuar sus estudios de medicina. Dijo a mi padre que ella nunca podría satisfacer a la revolución por mucho que lo intentara: lo único que lograba obtener eran críticas. «Será mejor que me marche», dijo. «¡No debes hacer eso! -repuso mi padre con ansiedad-. Lo interpretarán como una señal de que huyes de las calamidades y las privaciones. Te considerarán una desertora y no tendrás futuro alguno. Incluso si la universidad te acepta, nunca podrás conseguir un buen trabajo. Te verás discriminada durante el resto de tu vida.» Mi madre no era aún consciente de que existía una obligatoriedad inquebrantable de fidelidad al sistema debido a que, como todo, se trataba de una ley no escrita. Sin embargo, captó el tono de ansiedad de su voz. Una vez que te habías unido a la revolución ya nunca podías abandonarla.
Continuaba en el hospital cuando, el 1 de octubre, se les dijo a ella y a sus camaradas que permanecieran atentos y a la espera de una transmisión especial que sería reproducida a través de altavoces instalados al efecto alrededor del hospital. Todos se reunieron para escuchar cómo Mao proclamaba la fundación de la República Popular desde la Puerta de la Paz Celeste de Pekín. Mi madre lloró como una niña. La China con la que había soñado, por la que había luchado y en cuyo advenimiento había confiado había llegado por fin, pensó: un país al que podía entregarse en cuerpo y alma. Mientras escuchaba la voz de Mao anunciando que «el pueblo chino se ha alzado», se reprendió a sí misma por haber vacilado. Sus sufrimientos eran triviales comparados con la grandiosa causa de la salvación de China. Sintiéndose profundamente orgullosa y henchida de entusiasmo nacionalista, se juró a sí misma no apartarse jamás de la revolución. Cuando concluyó la breve proclama de Mao, ella y sus camaradas rompieron en vítores y arrojaron sus gorras al aire, gesto este último que los comunistas chinos habían aprendido de los rusos. Por fin, tras enjugarse las lágrimas, celebraron todos un pequeño festejo.
Pocos días antes de sufrir el aborto, mis padres se fotografiaron juntos formalmente por primera vez. En la imagen resultante aparecen ambos vestidos con uniforme del Ejército y contemplando la cámara con aire pensativo y melancólico. La fotografía fue tomada para conmemorar su entrada en la antigua capital del Kuomintang, y mi madre se apresuró a enviar una copia a la abuela.
El 3 de octubre, la unidad de mi padre recibió la orden de traslado. Las fuerzas comunistas se acercaban a Sichuan. Mi madre aún tenía que permanecer otro mes en el hospital y, posteriormente, se le permitió recuperarse en una magnífica mansión que había pertenecido a H. H. Kung, el principal financiero del Kuomintang y cuñado de Chiang Kai-shek. Cierto día, se comunicó a su unidad que habían de trabajar como extras en un documental sobre la liberación de Nanjing. Se les proporcionaron ropas civiles y aparecieron vestidos como ciudadanos corrientes que daban la bienvenida a los comunistas. Aquella reconstrucción, no del todo inexacta, fue proyectada en toda China en calidad de «documental», lo que en el futuro habría de constituir una práctica habitual.
Mi madre permaneció en Nanjing durante casi dos meses más. De vez en cuando le llegaba un telegrama o un fajo de cartas de mi padre. Le escribía todos los días, y enviaba las misivas cada vez que encontraba una oficina de correos en funcionamiento. En todas ellas le decía lo mucho que la amaba, prometía una vez más enmendarse e insistía en que no debía regresar a Jinzhou y abandonar la revolución.
Hacia finales de diciembre, se le dijo a mi madre que había sitio para ella en un vapor que partiría con otras personas que también habían quedado atrás por motivos de salud. Debían reunirse en el muelle a la caída de la noche, ya que los bombardeos del Kuomintang hacían demasiado peligrosa la travesía durante el día. El muelle estaba cubierto por una fría capa de niebla. Las pocas luces con que contaba habían sido apagadas como medida de precaución contra los bombardeos. Un gélido viento del Norte impulsaba ráfagas de nieve a través del río. Mi madre tuvo que esperar durante horas, pataleando furiosamente con sus pies entumecidos y apenas abrigados por unos delgados zapatos de algodón conocidos con el nombre de «zapatos de la liberación» y adornados en ocasiones con consignas tales como «Derrotemos a Chiang Kai-shek» y «Defendamos nuestra tierra» pintados en las suelas.
El vapor les transportó hacia el Oeste a lo largo del Yangtzé. Durante los primeros trescientos kilómetros aproximadamente -hasta la población de Anqing-, sólo se desplazaba durante la noche, deteniéndose durante el día y echando amarras entre las cañas de la margen norte del río para ocultarse de los aviones del Kuomintang. La embarcación transportaba un contingente de soldados que instalaron baterías de ametralladoras en cubierta, así como gran cantidad de equipo militar y municiones. De vez en cuando se producían escaramuzas con fuerzas del Kuomintang y patrullas de los terratenientes. Un día, mientras se deslizaban al interior de los cañaverales para echar amarras y pasar el día, fueron sorprendidos por un nutrido tiroteo y algunas tropas del Kuomintang intentaron abordar el barco. Mi madre se ocultó con el resto de las mujeres bajo cubierta mientras los guardias rechazaban el ataque. A continuación, el vapor hubo de zarpar de nuevo y anclar algo más arriba.
Cuando llegaron a las gargantas del Yangtzé, allí donde comienza Sichuan y el río se estrecha peligrosamente, tuvieron que trasladarse a dos embarcaciones más pequeñas procedentes de Chongqing. La carga militar y algunos de los guardias fueron transferidos a una de las embarcaciones, y el resto del grupo ocupó la segunda.
Las gargantas del Yangtzé se conocían como las Puertas del Infierno. Una tarde, el brillante sol invernal desapareció súbitamente. Mi madre corrió a cubierta a comprobar qué pasaba. A ambos lados del barco se elevaban enormes riscos perpendiculares que se inclinaban sobre la embarcación como si se hallaran a punto de aplastarla. Estaban cubiertos de espesa vegetación, y eran tan altos que casi oscurecían el cielo. Cada uno de ellos parecía aún más empinado que el anterior, y su aspecto parecía resultado de la acción de una espada gigantesca.
Las pequeñas embarcaciones pelearon durante días contra corrientes, remolinos, rápidos y rocas sumergidas. Algunas veces, la fuerza de la corriente las hacía retroceder, produciendo en sus ocupantes la sensación de que habrían de zozobrar en cualquier momento. A menudo, mi madre experimentaba la certeza de que iban a estrellarse contra los riscos, pero el timonel siempre se las arreglaba para evitarlo en el último instante.
Los comunistas no habían logrado conquistar Sichuan hasta el mes anterior. La provincia estaba aún infestada de tropas del Kuomintang que habían quedado allí abandonadas al rendir Chiang Kai-shek su resistencia y huir a Taiwan. El peor momento fue cuando una de aquellas bandas de soldados del Kuomintang disparó contra el primer barco, en el que se transportaba la munición. Éste sufrió el impacto directo de un obús, y mi madre estaba en cubierta cuando de pronto lo vio estallar a apenas cien metros por delante de ellos. Pareció como si de repente el río entero se hubiera incendiado. Sobre la embarcación en la que viajaba mi madre se precipitaron grandes trozos de madera en llamas, y durante unos instantes pareció que no podrían evitar chocar con los restos que aún ardían en el agua. Sin embargo, cuando la colisión ya parecía inevitable, lograron deslizarse a tan sólo unos centímetros de ellos. Nadie mostró signo alguno de miedo ni de alivio. Parecían todos paralizados por el temor a morir. La mayor parte de los guardias que viajaban en el primer barco resultaron muertos.
Mi madre entraba en un mundo de clima y naturaleza completamente nuevos. Los precipicios que se abrían entre los riscos aparecían cubiertos de gigantescos juncos trepadores que hacían aquella atmósfera mágica aún más exótica. Docenas de monos saltaban de rama en rama entre el abundante follaje. Las interminables montañas, empinadas y magníficas, constituían una novedad fascinante después de las aplastadas llanuras que rodeaban Jinzhou.
En ocasiones, la embarcación anclaba al pie de estrechas escalinatas de negros peldaños de piedra que parecían ascender interminablemente a lo largo del costado de montañas cuya cumbre se ocultaba entre las nubes. A menudo, había pequeños poblados en las cimas. Debido a la espesa y constante niebla, sus habitantes tenían que mantener encendidas las lámparas de aceite de colza incluso durante el día. Hacía frío, y un viento húmedo azotaba las montañas y el río. Para mi madre, los campesinos locales mostraban una complexión terriblemente oscura. Eran pequeños, huesudos y dotados de unos rasgos mucho más amplios y afilados que la gente a la que se hallaba habituada. Vestían una especie de turbante hecho de un largo trozo de tela que arrollaban en torno a sus cabezas. Al principio, mi madre pensó que guardaban luto, ya que en China dicho estado se simboliza con el color blanco.
A mediados de enero, llegaron a Chongqing, ciudad que había sido capital del Kuomintang durante la guerra contra los japoneses. Allí, mi madre hubo de trasladarse a una embarcación más pequeña para salvar la siguiente etapa hasta la ciudad de Luzhou, situada a unos ciento cincuenta kilómetros de distancia río arriba. Al llegar, recibió un mensaje de mi padre en el que le comunicaba que habían enviado un sampán a recogerla y que podía partir inmediatamente hacia Yibin. Fue la primera noticia que tuvo de que había llegado vivo a su destino. Para entonces, se había desvanecido el rencor que sentía hacia él. Hacía cuatro meses que no le veía, y le echaba de menos. Se había imaginado la excitación que debió de sentir él durante el trayecto al ver tantos lugares descritos por los poetas antiguos, y experimentó un arrebato de ternura ante la certeza de que habría escrito numerosos poemas para ella a lo largo del viaje.
Pudo partir aquella misma tarde. Cuando despertó a la mañana siguiente pudo notar el calor del sol que penetraba a través de la delgada capa de neblina. Las colinas que bordeaban el curso del río eran verdes y apacibles, y mi madre se tumbó, se relajó y escuchó el chapoteo del agua contra la proa del sampán. Llegó a Yibin aquella tarde, precisamente en la víspera del Año Nuevo chino. Su primera visión de la ciudad fue como la llegada de una aparición: la delicada imagen de una ciudad flotando entre las nubes. A medida que el barco se aproximaba al muelle, sus ojos escrutaban la muchedumbre en busca de mi padre. Por fin, logró distinguir difusamente su silueta a través de la niebla. Allí estaba, de pie, ataviado con un gabán militar desabrochado. Tras él se encontraba su guardaespaldas. La orilla era ancha y estaba cubierta de arena y guijarros. Pudo ver la ciudad que trepaba hasta la cumbre de la colina. Algunas de las casas habían sido construidas sobre zancos de madera largos y delgados, y parecían oscilar con el viento como si fueran a derrumbarse en cualquier instante.
El barco amarró en el muelle del promontorio que se elevaba junto a un extremo de la ciudad. Un barquero instaló una pasarela de madera y el guardaespaldas de mi padre la cruzó y cargó la colchoneta de mi madre. Ella comenzó a descender cuidadosamente hacia tierra firme y mi padre extendió los brazos para ayudarla. Aunque no se consideraba correcto abrazarse en público, mi madre adivinó que él se hallaba tan emocionado como ella, y se sintió poseída de una felicidad inmensa.