CAPITULO 8

5 de marzo de 1997, 10.00 horas.

Nueva York


Raymond Lyons se levantó el puño de la camisa y consultó el delgadísimo reloj de pulsera Piaget. Eran las diez en punto. Estaba satisfecho. Le gustaba ser puntual, sobre todo en las reuniones de negocios, pero detestaba llegar demasiado pronto. Desde su punto de vista, llegar temprano indicaba desesperación, y Raymond quería negociar desde una posición de poder.

Había pasado varios minutos en el cruce de Park Avenue con la calle Setenta y ocho, esperando a que llegara la hora.

Ahora se enderezó la corbata, se ajustó el sombrero de ala ancha y se dirigió hacia el 972 de Park Avenue.

– Busco la consulta del doctor Anderson -anunció al conserje de librea que abrió la pesada puerta de cristal y rejas de hierro forjado.

– El doctor tiene una entrada particular -dijo el portero.

Salió a la acera detrás de Raymond y señaló hacia el sur.

Raymond se tocó el ala del sombrero en señal de agradecimiento y echó a andar hacia la entrada privada. Un cartel grabado en bronce rezaba: Por favor, llame y entre. Raymond hizo lo que se le indicaba.

Cuando la puerta se cerró tras él, Raymond se sintió encantado La consulta tenía un aspecto lujoso e incluso olía a dinero. Estaba elegantemente decorada con antiguedades y tupidas alfombras orientales.

Las paredes estaban cubiertas de obras de arte del siglo XIX.

Raymond se acercó a un refinado escritorio francés de taracea. Una recepcionista impecablemente vestida, con expresión cordial, lo miró por encima de sus gafas. Sobre la mesa, vuelta hacia Raymond, había una placa que anunciaba:

SEÑORA DE ARTHUR P. AUCHINCLOSS.


Raymond anunció su nombre, recalcando su condición de médico. Sabía que las recepcionistas de los médicos a menudo se mostraban arrogantes con los visitantes que no eran de la profesión.

– El doctor lo espera -dijo la señora Auchincloss.

– ¿La consulta es grande? -preguntó Raymond.

– Sí, desde luego -respondió la recepcionista-. El doctor Anderson es un médico muy solicitado. Tenemos cuatro salas de consulta y una de radiología.

Raymond sonrió. No era difícil imaginar las astronómicas ganancias que los expertos en productividad habrían prometido al doctor Anderson durante el apogeo de la medicina privada. Desde el punto de vista de Raymond, el doctor Anderson era el candidato perfecto para asociarse con ellos.

Aunque era evidente que aún contaba con unos cuantos pacientes ricos, dispuestos a pagar para mantener la antigua y cómoda relación con él, las mutualidades médicas lo tenían contra las cuerdas.

– En tal caso, supongo que tienen mucho personal -dijo Raymond.

– Sólo una enfermera -respondió la señora Auchincloss-.

En los tiempos que corren, es difícil encontrar personal competente.

Sí, claro, pensó Raymond. Una sola enfermera para cuatro salas de consulta significaba que el médico estaba en apuros.

Pero Raymond no expresó su opinión. En su lugar, paseó la vista por las paredes empapeladas y dijo:.

– Siempre he admirado los antiguos consultorios de Park Avenue. Son elegantes y tranquilos. Inspiran un sentimiento de confianza.

– Estoy segura de que nuestros pacientes piensan lo mismo -respondió la señora Auchincloss.

Se abrió una puerta interior y una mujer enjoyada, vestida con prendas de Gucci, salió a la recepción. Estaba patéticamente delgada y se había sometido a tantos liftings que su boca dibujaba una sonrisa tensa y perpetua. Detrás de ella apareció el doctor Waller Anderson.

Raymond y Waller cambiaron una fugaz mirada mientras el médico acompañaba a la paciente y daba instrucciones a la recepcionista sobre la próxima visita.

Raymond observó al médico. Era alto y tenía el mismo porte refinado que Raymond creía poseer. Pero Waller no estaba bronceado. De hecho, su tez tenía un color ceniciento, y los ojos tristes y las mejillas hundidas le daban aspecto de cansado. Para Raymond, en su cara se leían con claridad señales de infortunio.

Tras despedir efusivamente a su paciente, Waller hizo señas a Raymond para que lo siguiera. Recorrieron el largo pasillo que comunicaba con las consultas. Al llegar al fondo, lo invitó a pasar a su despacho y cerró la puerta.

Waller se presentó con cordialidad, pero también con evidente reserva. Cogió el abrigo y el sombrero de Raymond y los colgó con cuidado en un armario pequeño.

– ¿Café? -preguntó.

– Claro -respondió Raymond.

Unos minutos después, cuando ambos tuvieron sus tazas de café, Waller se sentó ante su escritorio y Raymond frente a él. Este inició la conversación.

– Corren tiempos difíciles para practicar la medicina -dijo.

Waller emitió un sonido similar a una risita, pero desprovisto de humor. Era obvio que no estaba contento.

– Nosotros le ofrecemos la oportunidad de aumentar sus ingresos, así como un servicio exclusivo para seleccionar a sus pacientes -prosiguió Raymond. La presentación de Raymond era un discurso ensayado, que había ido perfeccionando con los años.

– ¿Hay algo ilegal en este asunto? -interrumpió Waller con tono grave, casi irritable-. Porque si lo hay, no me interesa.

– No hay nada ilegal le aseguró Raymond-. Pero es extremadamente confidencial. Cuando hablamos por teléfono, usted dijo que estaba dispuesto a mantener esta conversación entre nosotros y el doctor Daniel Levitz.

– Mientras mi silencio no sea incriminatorio para mí -dijo Waller-. No pienso permitir que me manipulen o me conviertan en cómplice de ninguna acción criminal.

– No tiene por qué preocuparse -aseguró Raymond y sonrió-. Pero si decide unirse a nuestro grupo, le pediremos que haga una declaración jurada en la que se comprometa a mantener la confidencialidad. Sólo entonces se le darán detalles específicos.

– No tengo problemas en hacer una declaración jurada -dijo Waller-. Siempre y cuando no transgreda ninguna ley.

– Muy bien -dijo Raymond.

Dejó la taza en el escritorio de Waller para tener las manos libres. Estaba firmemente convencido de que la gesticulación era importante para producir el efecto previsto. Comenzó relatando su azaroso encuentro con Kevin Marshall, siete años antes. Este había dado una conferencia, a la que había asistido poco público, durante un congreso nacional sobre la transposición homóloga de partes de cromosomas entre las células.

– ¿Transposición homóloga?.¿Qué demonios es eso? -preguntó Waller, que había asistido a la facultad de medicina antes de la revolución en la biología molecular y en consecuencia no estaba familiarizado con esos términos.

Raymond se lo explicó con paciencia, poniendo como ejemplo los brazos cortos del cromosoma seis.

– Así que el tal Kevin Marshall ha descubierto una técnica para extraer una parte de un cromosoma de una célula e intercambiarla por la misma parte de otra célula, poniéndola en la misma posición -dijo Waller.

– Exactamente -respondió Raymond-. Para mí, aquello fue como una epifanía, porque de inmediato sospeché las aplicaciones clínicas del descubrimiento. De repente, era potencialmente posible crear un doble inmunológico de un individuo.

Como sin duda sabrá, el brazo corto del cromosoma seis contiene el complejo mayor de histocompatibilidad.

– Como un gemelo idéntico -dijo Waller con creciente interés.

– Mejor que un gemelo idéntico -repuso Raymond-. El doble inmunológico se crea en un especimen animal de la talla apropiada, que puede sacrificarse si es necesario. Poca gente permitiria el sacrificio de su hermano gemelo.

– ¿Por qué no se publicó este hallazgo? -preguntó Waller.

– El doctor Marshall pensaba hacerlo -explicó Raymond-.

Pero antes quería terminar de investigar algunos detalles secundarios. El jefe de su departamento lo obligó a hacerlo público. ¡Por suerte para nosotros!

"Después de escuchar su conferencia, lo abordé y lo convencí de que trabajara privadamente. No fue fácil, pero conseguí que la balanza se inclinara a nuestro favor cuando le prometí el laboratorio de sus sueños, sin intromisiones de los círculos académicos. Le aseguré que le proporcionaríamos todo el equipo e instrumental que necesitara.

– ¿Y usted tenía un laboratorio así? -preguntó Waller.

– En aquel entonces, no -admitió Raymond-. Pero en cuanto obtuve su conformidad, me dirigí a un gigante de la biotecnología, cuyo nombre no mencionaré a menos que acepte unirse a nosotros. Aunque tuve algunas dificultades, finalmente les vendí una idea para comercializar este gran descubrimiento.

– ¿Y cómo se hace? -preguntó Waller.

Raymond se sentó en el borde de la silla y miró a Waller a los ojos.

– Creamos el doble inmunológico de un cliente a cambio de cierta cantidad de dinero -explicó-. Como podrá imaginar, es una suma importante, aunque no desorbitada teniendo en cuenta la tranquilidad que brinda. Pero la mayor parte de nuestros beneficios proviene de las cuotas anuales que el cliente debe pasar para mantener a su doble.

– Algo así como una prima de ingreso y luego cuotas periodicas.

– Sí, supongo que podría expresarse en esos términos -asintió Raymond.

– ¿Y cómo me beneficiaría yo de esto? -preguntó Waller.

– De muchísimas maneras -respondió Raymond-. He organizado el negocio como una pirámide. Por cada cliente que usted reclute, obtiene un porcentaje, no sólo de la suma inicial, sino también de las cuotas anuales. Además, lo animaremos a reclutar a otros médicos como usted, que han perdido parte de su clientela, pero que todavía tienen un número significativo de pacientes solventes y preocupados por su salud. Usted también obtendrá beneficios por los pacientes que consigan los médicos que ha reclutado. Por ejemplo, si usted se decide a ingresar en el grupo, el doctor Levitz, que lo ha recomendado, recibirá un porcentaje por cada una de las personas a quienes usted haya convencido. No necesita ser economista para comprender que con un pequeño es fuerzo puede obtener unas ganancias sustanciales. Y como incentivo adicional, podemos ingresarle sus beneficios en el extranjero, para que no tenga que pagar impuestos.

– ¿Y por qué tanto secreto? -preguntó Waller.

– Por razones obvias en lo tocante a las cuentas en el extranjero -explicó Raymond-. En lo que respecta al programa en general, no se han tomado recaudos ante posibles conflictos éticos. En consecuencia, la compañía de biotecnología que hace posible todo esto teme la publicidad negativa. Con franqueza, algunas personas están en contra del uso de animales para trasplantes, y naturalmente no queremos vernos obligados a lidiar con los fanáticos defensores de los derechos de los animales. Además, ésta es una operación cara y sólo podemos ofrecer nuestros servicios a un grupo de individuos selectos. Esto viola el concepto de igualdad.

– ¿Puedo preguntar cuántos clientes se han beneficiado de este proyecto?

– ¿Personas corrientes o médicos? -preguntó Raymond.

– Personas corrientes.

– Unos cien.

– ¿Y alguien ha tenido que hacer uso de su doble?

– Sí, cuatro personas -respondió Raymond-. Se han practicado dos trasplantes de riñón y dos de hígado. Los pacientes evolucionan de maravilla sin medicación y sin síntomas de rechazo. Debo añadir que se cobra una importante suma adicional por el trasplante y que los médicos involucrados obtienen el mismo porcentaje de dicha suma.

– ¿Cuántos médicos trabajan con ustedes? -inquirió Waller.

– Menos de cincuenta. Al principio el reclutamiento fue algo lento, pero ahora se está acelerando.

– ¿Cuánto tiempo hace que funciona el programa? -preguntó Waller.

– Unos seis años -respondió Raymond-. Ha requerido una inversión importante y mucho esfuerzo, pero ahora comienza a pagar con creces. Debo recordarle que usted ingresará en los primeros estadios, de modo que la estructura piramidal lo beneficiará enormemente.

– Parece interesante -admitió Waller-. Dios sabe que me vendrían bien unos ingresos adicionales, ya que cada vez tengo menos pacientes. He de hacer algo antes de perder la consulta.

– Sería una lástima -convino Raymond.

– ¿Puedo pensarlo durante un día o dos? -preguntó Waller.

Raymond se puso en pie. Sabía por experiencia que acababa de marcar otro tanto.

– Desde luego -dijo generosamente-. También le sugiero que llame al doctor Levitz. El lo ha recomendado y está muy satisfecho con el programa.

Cinco minutos después, Raymond salió a la calle y giró hacia el sur por Park Avenue. Caminaba muy animado. Con el cielo azul, el aire puro y las señales de la primavera que se acercaba, se sentía en la gloria, sobre todo por la agradable descarga de adrenalina que siempre le producía un reclutamiento. Incluso los problemas de los últimos días le parecían insignificantes. El futuro era brillante y prometedor.

Pero de repente, una catástrofe inminente surgió de la nada. Abstraído en su reciente triunfo, Raymond bajó del bordillo y estuvo a punto de ser atropellado por un veloz autobús. El viento del vehículo le hizo volar el sombrero, y el agua sucia de las alcantarillas salpicó la pechera de su abrigo de cachemira.

Raymond se balanceó hacia atrás, aturdido, pues acababa de escapar por los pelos de una muerte horrible. Nueva York era una ciudad de cambios bruscos e inesperados.

– ¿Se encuentra bien, amigo? -preguntó un transeúnte entregándole a Raymond su sombrero abollado.

– Estoy bien, gracias -dijo Raymond. Se miró la pechera del abrigo y se sintió enfermo. El incidente parecía metafórico y evocó la ansiedad que había experimentado durante el desafortunado caso Franconi. El barro le recordó su relación con Vinnie Dominick.

Sintiéndose castigado, Raymond cruzó la calle con mucho cuidado. La vida estaba llena de peligros. Mientras andaba hacia la calle Sesenta y cuatro, comenzó a preocuparse por Ios otros dos casos de trasplante. Hasta que se había presentado el problema con Franconi, nunca había pensado en las nefastas consecuencias de una autopsia..

De repente, Raymond decidió comprobar el estado de los otros pacientes. No le cabía duda de que la amenaza de Taylor Cabot había sido real. Si uno de los pacientes era sometido a una autopsia en el futuro por cualquier razón, y la prensa se enteraba de los resultados, todo se iría al garete. Entonces, sin lugar a dudas, GenSys abandonaría el proyecto.

Raymond apuró el paso. Un paciente vivía en Nueva York y el otro en Dallas. Pensó que lo mejor sería telefonear a los médicos que los habían reclutado.

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