5 de marzo de 1997, 10.15 horas.
Cogo, Guinea Ecuatorial
Kevin reemplazó los tubos con cultivos de tejidos en el incubador y cerró la puerta. Estaba trabajando desde antes del amanecer. Su objetivo era encontrar una transponasa para manipular un gen de histocompatibilidad menor del cromosoma Y. Llevaba un mes de intentos infructuosos, a pesar de que aplicaba la misma técnica que le había permitido descubrir y aislar la transponasa asociada con el brazo corto del cromosoma 6.
Kevin solía llegar al laboratorio alrededor de las ocho y media, pero esa mañana se había despertado a las cuatro y no había podido volver a conciliar el sueño. Después de dar vueltas en la cama durante tres cuartos de hora, había decidido aprovechar el tiempo en algo productivo. Había llegado al laboratorio a las cinco, cuando aún reinaba la más absoluta oscuridad.
Lo que le impedía dormir era su conciencia. La idea obsesiva de que había cometido un error prometeico había recrudecido con fuerza. Aunque la sugerencia del doctor Lyons sobre la posibilidad de montar su propio laboratorio lo había tranquilizado en su momento, el efecto no duró. Con el laboratorio de sus sueños o sin él, no podía acallar la sospecha de que algo horrible estaba sucediendo en la isla Francesca.
Los sentimientos de Kevin no se debían a que hubiera vuelto a ver humo. No lo había visto, aunque al despuntar el alba, evitó deliberadamente mirar por la ventana en dirección a la isla.
Kevin sabía que no podía continuar así. Decidió que la conducta más racional era comprobar si sus temores eran fundados. Y la mejor forma de hacerlo era hablar con alguien involucrado en el proyecto, alguien que pudiera arrojar alguna luz sobre el motivo de su preocupación. Pero Kevin se sentía incómodo con la mayoría de los trabajadores de la Zona. Nunca había sido una persona sociable, y mucho menos en Cogo, donde era el único académico. Sin embargo, había una persona con quien se entendía mejor, sobre todo porque admiraba su trabajo. Era Bertram Edwards, el jefe de los veterinarios.
Movido por un súbito impulso, Kevin se quitó la bata, la dejó sobre la silla y se dirigió a la salida. Tras cruzar la planta baja, salió al calor húmedo del aparcamiento situado detrás del hospital. La atmósfera estaba despejada, con cúmulos de nubes blancas y abultadas en el cielo. También acechaban algunas nubes de lluvia, pero estaban al otro lado del océano, al oeste del horizonte. Si llovía, no sería antes de la tarde.
Kevin subió a su todoterreno Toyota y se alejó del aparcamiento. Enfiló por la calle norte de la plaza y pasó junto a la vieja iglesia católica. GenSys había restaurado el edificio para transformarlo en un centro recreativo. Los viernes y sábados por la noche proyectaban películas, los lunes había partidas de bingo, y el sótano se había convertido en una cantina donde vendían hamburguesas.
El despacho de Bertram Edwards estaba en el Hospital Veterinario, que formaba parte del Centro de Animales. El complejo era más grande que toda la ciudad de Cogo. Estaba situado al norte de la ciudad, en medio de un denso bosque tropical, y separado de ésta por un trecho de selva virgen.
Kevin condujo hacia el este, hasta el área de servicio, donde giró hacia el norte. El tránsito, que era considerable para un lugar tan remoto de la civilización, reflejaba las dificultades logísticas de una operación de la magnitud de la Zona.
Era necesario importarlo todo, desde el papel higiénico hasta los tubos de ensayo, lo que implicaba un constante movimiento de mercancías. La mayoría de las provisiones llegaban en camión desde Bata, donde había un primitivo puerto de aguas profundas y un aeropuerto para aviones comerciales. El estuario del Muni, con acceso a Libreville, Gabón, sólo era usado por canoas motorizadas.
En el límite de la ciudad, la calle de adoquines de granito dejaba paso a un camino recientemente asfaltado. Kevin suspiró, aliviado. Los adoquines producían una vibración y un ruido intensos en la columna de la dirección.
Después de quince minutos de conducir a través de un túnel de vegetación verde, Kevin divisó los primeros edificios del moderno Centro de Animales. Estaban construidos en hormigón precomprimido y ladrillo de cenizas estucado y pintado de blanco. El diseño tenía un aire hispano, a tono con la arquitectura colonial de la ciudad.
El gigantesco edificio central se parecía más a una terminal de aeropuerto que a una granja de primates. La fachada tenía tres plantas de altura y unos ciento cincuenta metros de ancho. Desde la parte posterior de la estructura se proyectaban múltiples alas que literalmente se perdían en la vegetación. Varios edificios pequeños se alzaban frente al principal.
Kevin no sabía para qué servían, salvo los dos del centro. En uno de ellos se alojaba el contingente de soldados ecuatoguineanos. Igual que sus camaradas de la ciudad, los soldados se pasaban el tiempo holgazaneando con sus rifles, cigarrillos y cerveza del Camerún. El otro edificio era el cuartel general de un grupo que inquietaba aún más a Kevin que el de los soldados adolescentes. Eran mercenarios marroquíes que formaban parte de la guardia presidencial de Guinea Ecuatorial. El presidente local no se fiaba ni de su propio ejército.
Estos comandos extranjeros de fuerzas especiales llevaban corbata e inapropiados y desaliñados trajes oscuros, con bultos en los hombros que delataban a simple vista sus pistoleras. Todos tenían la piel oscura, ojos penetrantes y gruesos bigotes. A diferencia de los soldados locales, rara vez se dejaban ver, pero su presencia se sentía como una siniestra fuerza maligna.
La magnitud del Centro de animales de GenSys evidenciaba su éxito. Conscientes de las dificultades que entrañaba la experimentación biomédica con primates, los directivos de GenSys habían construido sus instalaciones en el África Ecuatorial, donde se usaban animales nativos. De este modo se eludían las restricciones para importar y exportar primates, así como las dañinas influencias de los grupos de fanáticos que defendían los derechos de los animales. Como incentivo adicional, el gobierno local necesitaba desesperadamente la entrada de divisas y sus sobornables cabecillas aceptaban de buen grado cualquier oferta rentable de una compañía como GenSys. Las leyes conflictivas se transgredían o abolían oportunamente. La magistratura era tan complaciente que incluso había dictado una ley que convertía en delito cualquier interferencia en las actividades de GenSys.
El proyecto prosperó con tanta rapidez que GenSys lo expandió, ofreciendo un conveniente centro de operaciones a otras compañías de biotecnología, en especial a los monopolios farmacéuticos, que realizaban allí sus experimentos con primates. La expansión superó incluso los pronósticos de GenSys. Desde todo punto de vista, la zona era un espectacular éxito económico.
Kevin aparcó junto a otro todoterreno. Sabía que pertenecía al doctor Edwards por la pegatina en el guardabarros que rezaba: El hombre es un mono. Empujó la puerta de cristal con el rótulo Centro Veterinario. El despacho y la consulta del doctor Edwards estaban al otro lado de la puerta.
Martha Blummer lo saludó.
– El doctor Edwards está en el ala de los chimpancés -dijo.
Martha era la secretaria del veterinario y su esposo era uno de los supervisores del área de servicio.
Kevin se dirigió al ala de los chimpancés, una de las pocas zonas del edificio que conocía. Cruzó otra puerta y enfiló por el pasillo central del hospital. El lugar parecía un hospital normal, incluso por sus empleados, que vestían uniformes de cirugía y llevaban estetoscopios alrededor del cuello.
Algunos inclinaron la cabeza a su paso, otros sonrieron o lo saludaron. Kevin no conocía a ninguno de ellos por su nombre.
Una última puerta lo condujo a la parte principal del edificio, donde estaban los primates. El aire tenía un ligero olor a animal salvaje. Aullidos y gruñidos intermitentes reverberaban en el pasillo. A través de las ventanas de cristal enrejado, Kevin vio varias jaulas con simios. Fuera de las jaulas, unos hombres vestidos con monos de trabajo y botas de goma manipulaban mangueras.
El ala de los chimpancés era uno de los pabellones que se extendían desde la parte posterior del edificio hacia el bosque. También tenía tres plantas. Kevin entró en la planta baja y reparó en el súbito cambio de los sonidos. Ahora se oían tantos gritos agudos como gruñidos.
Al entornar la puerta del fondo del pasillo central, Kevin atrajo la atención de uno de los empleados vestido con un mono. Preguntó por el doctor Edwards, y el individuo le respondió que estaba en la unidad de bonobos.
Kevin buscó las escaleras y subió al segundo piso. Le pareció una coincidencia que Edwards estuviera allí precisamente cuando él lo buscaba. Kevin y el doctor Edwards se habían conocido gracias a un asunto relacionado con los bonobos.
Seis años antes, Kevin ignoraba qué era un bonobo. Pero eso cambió rápidamente cuando los bonobos se escogieron como sujetos de los experimentos de GenSys. Ahora sabía que se trataba de unas criaturas excepcionales. Eran primos de los chimpancés, pero habían vivido aislados en un radio de treinta y siete mil quinientos kilómetros cuadrados de selva virgen, en el centro de Zaire, durante medio millón de años.
En contraste con los chimpancés, la sociedad de los bonobos era matriarcal, con menor índice de agresividad entre los machos. En consecuencia, los bonobos vivían en grupos más amplios. Algunos los llamaban chimpancés pigmeos, aunque no era un nombre apropiado, puesto que muchos bonobos eran más grandes que los chimpancés y pertenecían a una especie distinta.
Kevin encontró al doctor Edwards delante de una jaula de aclimatación relativamente pequeña. Edwards había introducido una mano a través de los barrotes y procuraba establecer contacto con una hembra de bonobo adulta.
Había otra hembra sentada en el fondo de la jaula, mirando con nerviosismo su nueva jaula. Kevin intuyó su terror.
El doctor Edwards ululaba con suavidad, imitando uno de los múltiples sonidos con que los bonobos y chimpancés se comunicaban entre sí. Era un hombre bastante alto; Kevin medía un metro setenta y cinco y Edwards le sacaba unos cinco o seis centímetros. Su pelo, completamente blanco, producía un marcado contraste con sus cejas y pestañas casi negras. El definido contorno de las cejas, combinado con su hábito de fruncir la frente, hacían que pareciera constantemente sorprendido.
Kevin lo observó durante un instante. Desde su primer encuentro con él había admirado su evidente afinidad con los animales. Intuía que se trataba de una habilidad natural, no de algo aprendido, y eso le impresionaba.
– Disculpe -dijo Kevin por fin.
Edwards dio un respingo, como si se hubiera asustado. El bonobo aulló y corrió al fondo de la jaula.
– Lo siento -se disculpó Kevin.
El doctor Edwards sonrió y se llevó una mano al pecho.
– No te preocupes. Estaba tan abstraído que no te oí llegar.
– No pretendía asustarlo, doctor Edwards -comentó Kevin-, pero…
– ¡Kevin, por favor! Te he dicho una y mil veces que me llamo Bertram. Hace cinco años que nos conocemos. ¿No crees que ya podrías empezar a usar mi nombre de pila?
– Claro -repuso Kevin.
– Tu visita es providencial -dijo Bertram-. Te presento a nuestras dos nuevas hembras. -Bertram señaló a los dos simios, que avanzaron lentamente desde la pared del fondo.
La llegada de Kevin las había asustado, pero ahora sentían curiosidad.
Kevin contempló las caras notablemente antropomórficas de los dos primates. Las caras de los bonobos eran menos prognatas que las de sus primos, los chimpancés, y en consecuencia tenían un aspecto más humano. Siempre se sentía desconcertado cuando los miraba a los ojos.
– Parecen muy saludables -observó Kevin. No se le ocurría qué otra cosa decir.
– Las han traído desde Zaire esta mañana -explicó Bertram-. Ya sabes que hay unos mil quinientos kilómetros en línea recta, pero teniendo en cuenta la ruta indirecta que es preciso seguir para atravesar las fronteras de Congo y Gabón, sin duda han recorrido el triple de distancia.
– Es como atravesar Estados Unidos de punta a punta -dijo Kevin.
– En términos de distancia, sí -asintió Bertram-. Pero aquí no habrán visto más que pequeños tramos de asfalto. Lo mires como lo mires, es un viaje difícil.
– Pues parecen estar en buena forma -dijo Kevin. Se preguntó qué aspecto tendría él después de hacer un viaje semejante, apretado en una caja de madera y oculto en el compartimiento de carga de un camión.
– A estas alturas, tengo a los conductores bien instruidos -dijo Bertram-. Tratan mejor a los monos que a sus mujeres.
Saben que si los animales mueren, no cobran. Es un buen incentivo.
– Con el aumento de la demanda, supongo que sacarán buen provecho del nuevo contingente.
– Ya lo creo -respondió Bertram-. Como sabrás, estas dos hembras ya están apalabradas. Si superan todas las pruebas, y estoy seguro de que lo harán, las tendrás en tu laboratorio dentro de un par de días. Quiero mirar la operación otra vez.
Creo que eres un genio. Y Melanie… Bueno, nunca he visto tanta coordinación entre la mano y el ojo, ni siquiera en un cirujano oftalmológico que conocí en Estados Unidos.
Kevin se ruborizó ante el cumplido.
– Melanie tiene mucho talento -dijo para desviar la atención de su persona.
Melanie Becket era una técnica en reproducción asistida a quien GenSys había reclutado fundamentalmente para poner en práctica el proyecto de Kevin.
– Es buena -admitió Bertram-, pero los pocos afortunados que estamos involucrados en tu proyecto, sabemos que tú eres el verdadero héroe.
Bertram echó un vistazo alrededor, entre la pared del pasillo y las jaulas, para asegurarse de que ninguno de los obreros vestidos con mono los escuchaban.
– ¿Sabes? Cuando me contrataron para venir aquí, pensé que mi esposa y yo prosperaríamos -dijo Bertram-. Desde el punto de vista económico, el viaje parecía tan lucrativo como ir a Arabia Saudí. Pero nos va mucho mejor de lo que imaginaba. Gracias a tu proyecto y a las acciones, nos estamos enriqueciendo. Ayer mismo Melanie me dijo que tenemos dos clientes nuevos en Nueva York. Con ellos superamos lo cien.
– No he oído nada sobre los clientes nuevos -repuso Kevin.
– ¿No? Pues es cierto -dijo Bertram-. Me lo contó Melanie anoche, cuando nos vimos en el centro recreativo. Dijo que había hablado con Raymond Lyons. Me alegro de que me haya informado, porque tendré que enviar a los camioneros a buscar otro contingente al Zaire. Sólo espero que nuestros colegas pigmeos de Lomako cumplan su parte del trato.
Kevin volvió a mirar a las dos hembras de la jaula. Ambas le devolvieron la mirada con una expresión suplicante que le rompió el corazón. Deseó poder decirles que no tuvieran miedo. Lo único que les ocurriría era que se quedarían preñadas en el curso del mes siguiente. Durante el embarazo, permanecerían encerradas y seguirían una dieta nutritiva especial. Después del parto, las trasladarían a una inmensa reserva de bonobos al aire libre, donde criarían a su prole. Cuando las crías cumplieran tres años, el ciclo se repetiría.
– No cabe duda de que guardan un gran parecido con los humanos -dijo Bertram, interrumpiendo los pensamientos de Kevin-. A veces, uno no puede evitar preguntarse qué pensarán.
– O preocuparse por la posibilidad de que sus crías sean realmente capaces de pensar -señaló Kevin.
Bertram lo miró con las cejas más arqueadas de lo habitual.
– No entiendo -dijo.
– Escuche, Bertram -comenzó Kevin-, he venido aquí especialmente para hablarle del proyecto.
– ¡Qué oportuno! -repuso Bertram-. Yo pensaba llamarte hoy mismo e invitarte a ver nuestros progresos. Y aquí estás. ¡Vamos!
Bertram abrió la puerta más cercana al pasillo, hizo señas a Kevin para que lo siguiera y echó a andar con grandes zancadas. Kevin tuvo que apurar el paso para seguirlo.
– ¿Progresos? -preguntó Kevin.
Aunque admiraba a Bertram, su conducta maníaca lo des concertaba. Incluso en las condiciones más favorables, Kevin tenía dificultades para expresar sus preocupaciones. El solo hecho de sacar el tema se le hacía cuesta arriba, y Bertram no lo estaba ayudando. De hecho, lo amilanaba.
– ¡Ya verás! -exclamó Bertram con entusiasmo-. Hemos resuelto los problemas técnicos con el radiotransmisor de la isla. Ahora, como verás, está en línea. Podemos localizar cualquier animal con solo apretar un botón. ¡Ya era hora!
Con dieciocho kilómetros cuadrados de territorio y casi un centenar de ejemplares, pronto iba a resultarnos imposible hacerlo con los localizadores manuales. En parte, el problema es que no previmos que los individuos iban a separarse en dos grupos sociológicos. Contábamos con que se comportaran como una gran familia feliz.
– Bertram -dijo Kevin entre jadeos, haciendo acopio de valor-. Quería hablarle porque he estado muy nervioso…
– No me sorprende -dijo Bertram aprovechando una pausa de Kevin-. Yo también estaría nervioso si trabajara tantas horas como tú, sin descansar ni buscar ninguna forma de evasión. Caray, a veces veo la luz de tu laboratorio encendida a medianoche, cuando mi mujer y yo salimos de ver una película en el centro recreativo. Incluso hemos hablado de ello. Te invitamos a cenar a casa varias veces para que te distrajeras un poco. ¿Por qué no has venido nunca?
Kevin gruñó para sus adentros. No había ido hasta allí para hablar de ese tema.
– De acuerdo, no me contestes -dijo Bertram-. No quiero ponerte más nervioso. Nos gustaría que vinieras a visitarnos, así que si alguna vez cambias de opinión, llámanos. Pero ¿por qué no vas al gimnasio o a la piscina del polideportivo? Nunca te he visto por allí. Ya es bastante deprimente vivir en este sofocante rincón de Africa, pero quedándote encerrado en tu laboratorio o en tu casa no haces más que empeorar las cosas.
– Puede que tenga razón, Bertram -admitió Kevin-, pero…
– Claro que tengo razón -insistió Bertram-. Pero aún hay algo más que creo que deberías saber: la gente habla.
– ¿Qué quiere decir? -preguntó Kevin-. ¿De qué habla?
– Dicen que no te codeas con los demás porque te crees superior -explicó Bertram-. Ya sabes, al fin y al cabo eres un académico con títulos de Harvard y el MIT. Es fácil que la gente malinterprete tu conducta, sobre todo porque te envidian.
– ¿Por qué iban a envidiarme? -preguntó Kevin, atónito.
– Muy sencillo. Es evidente que la central te hace concesiones especiales. Te dan un coche nuevo cada dos años y tienes una casa tan espléndida como la de Siegfried Spalleck, el gerente de la operación. Eso basta para despertar recelos, sobre todo en personas como Cameron McIvers, que fue tan estúpido como para traerse a toda su familia a este lugar.
Además, tienes un contador hematológico, mientras que el administrador del hospital y yo venimos pidiendo una máquina de resonancia magnética desde el primer día.
– Intenté convencerlos de que me dieran otro alojamiento. Les dije que esa casa era demasiado grande para mí.
– Eh, no tienes que justificarte ante mí -dijo Bertram-. Yo lo entiendo, porque estoy bien informado de tu proyecto.
Pero poca gente lo está y algunos se sienten ofendidos. Ni siquiera Spallek entiende qué pasa, aunque es obvio que se alegra de participar en los beneficios que rinde tu trabajo a los pocos afortunados que tenemos la suerte de estar asociados.
Antes de que Kevin pudiera responder, varias personas detuvieron a Bertram para hacerle consultas en el pasillo mientras cruzaban el hospital veterinario. Kevin aprovechó las interrupciones para reflexionar sobre los comentarios de Bertram. Kevin siempre se había considerado a sí mismo una especie de hombre invisible. No podía entender que fuera capaz de despertar animosidad.
– Lo siento -dijo Bertram después de la última consulta. Empujó la última puerta y Kevin lo siguió.
Al pasar junto a Martha, su secretaria, Bertram cogió una pila de mensajes telefónicos y les echó un rápido vistazo mientras hacía señas a Kevin para que entrara en su despacho privado. Luego cerró la puerta.
– Esto te encantará -dijo dejando los mensajes a un lado.
Se sentó delante del ordenador y enseñó a Kevin un gráfico de la isla Francesca, que estaba dividido en una cuadrícula-.
Ahora dame el número de cualquier ejemplar que quieras localizar.
– El mío -contestó Kevin-. El número uno.
– Allá va -dijo Bertram. Introdujo la información e hizo clic con el ratón. De inmediato, una luz roja comenzó a parpadear en el mapa de la isla. Estaba al norte del macizo de piedra caliza, pero al sur del río al que habían dado el nombre humorístico del río "Divisorio". El río, que corría de este a oeste, dividía longitudinalmente la isla, que medía nueve kilómetros de largo por tres de ancho. En el centro de la isla había un pantano, al que llamaban el lago de los Hipopótamos por razones obvias.
– ¿Ingenioso, eh? -dijo Bertram con orgullo.
Kevin estaba fascinado, y no por la tecnología, aunque el tema también le interesaba. Lo que le llamaba la atención era que la luz parpadeaba exactamente en el sitio de donde sospechaba que procedía el humo.
Bertram abrió un cajón del archivador. Estaba lleno de artilugios electrónicos manuales, que parecían diminutos blocs de notas con pequeñas pantallas de cristal líquido.
Cada uno de ellos tenía una antena extensible.
– Estos funcionan de forma similar -explicó Bertram-.
Los llamamos localizadores. Por supuesto, al ser portátiles podemos llevarlos con nosotros en el propio terreno. Hacen que la localización sea un juego de niños en comparación con los inconvenientes que teníamos al principio.
Kevin jugó con el teclado. Con la ayuda de Bertram, pronto consiguió obtener un gráfico de la isla con la luz roja parpadeante. Bertram le enseñó a recuperar sucesivos mapas, en escalas cada vez más reducidas, hasta que la pantalla entera representó un cuadrado de quince por quince metros.
– Cuando llegas a esta distancia, usas esto -dijo Bertram pasándole un instrumento que parecía una linterna con un teclado minúsculo-. Aquí introduces la misma información.
Funciona como un radiorreceptor direccional. Emite un pitido más fuerte a medida que te acercas al animal que buscas.
Cuando el animal está en el punto de mira, emite un sonido continuo. Entonces, lo único que tienes que hacer es usar la escopeta de dardos.
– ¿Cómo funciona este sistema de localización? -preguntó Kevin.
Inmerso como estaba en los aspectos biomoleculares del proyecto, nunca había prestado atención a la logística. Había recorrido la isla cinco años antes, al comienzo de la operación, pero no había vuelto a salir desde entonces. Nunca se había interesado por los pormenores de las actividades cotidianas.
– Es un sistema por satélite -explicó Bertram-, aunque no estoy muy enterado de los detalles. Naturalmente, cada animal tiene un pequeño microchip insertado debajo de la dermis, con una pila de cadmio de larga duración. La señal que emite el microchip es casi imperceptible, pero la rejilla la recoge, la magnifica y la transmite mediante microondas.
Kevin quiso devolver los instrumentos a Bertram, pero éste los rechazó con un gesto.
– Quédatelos -dijo-. Tenemos muchos.
– Pero no los necesito -protestó Kevin.
– Venga, Kevin -dijo Bertram con jovialidad mientras le daba una palmada en la espalda. El impacto fue lo bastante fuerte para tirar a Kevin hacia delante-. ¡Relájate! Eres demasiado serio.
Bertram se sentó ante su escritorio, cogió la pila de mensajes telefónicos y comenzó a ordenarlos distraídamente por orden de importancia.
Kevin miró los aparatos que tenía en las manos y se preguntó qué hacer con ellos. Era evidente que se trataba de instrumentos muy caros.
– ¿Qué aspecto de tu proyecto querías discutir conmigo? -preguntó Bertram alzando la vista-. Todo el mundo se queja de que cuando me pongo a hablar no dejo meter baza.
¿Qué querías decirme?
– Estoy preocupado -tartamudeó Kevin.
– ¿Por qué? -preguntó Bertram-. Las cosas no podrían ir mejor.
– He vuelto a ver humo.
– ¿Qué? ¿Te refieres a ese jirón de humo del que me hablaste la semana pasada?
– Exactamente -respondió Kevin-. Y procedía del mismo lugar de la isla.
– Eso no es nada -declaró Bertram con un ademán desdeñoso-. Ha habido tormentas eléctricas casi todas las noches.
Los rayos producen pequeños incendios; todo el mundo lo sabe.
– ¿Con lo húmedo que está todo? -dijo Kevin-. Yo creía que los rayos producían incendios en la sabana, durante la temporada seca, pero no en los bosques húmedos del ecuador.
– Un rayo puede iniciar un fuego en cualquier parte. Piensa en el calor que genera. Recuerda que un trueno no es más que una expansión de aire producida por el calor. Parece increíble.
– Vale, es posible -aceptó Kevin sin convicción-. Pero incluso si llegara a iniciarse un fuego, ¿cree que duraría?
– Eres como un perro con un hueso -observó Bertram-.
¿Has comentado esta ridícula idea con alguien más?
– Sólo con Raymond Lyons. Me llamó anoche por otro problema.
– ¿Y qué te respondió?
– Dijo que no debía permitir que mi imaginación se desbocara.
– Me parece un buen consejo. Lo secundo.
– No sé -insistió Kevin-. Tal vez deberíamos ir a investigar.
– ¡No! -exclamó Bertram. Por un fugaz instante su boca dibujó una línea recta y sus ojos azules brillaron con furia.
Luego su expresión se relajó-. No pienso ir a la isla salvo para buscar animales. Ese era el plan original y vamos a ceñirnos a él. Con lo bien que van las cosas, no quiero correr el menor riesgo. Los animales deben permanecer aislados, sin que nadie los moleste. La única persona que pasa por allí es Alphonse Kimba, el pigmeo, y sólo va a llevar alimentos suplementarios a la isla.
– Podría ir yo solo -sugirió Kevin-. No pasaría mucho tiempo fuera, y quizá así consiga dejar de preocuparme.
– ¡De ninguna manera! -exclamó Bertram-. Yo estoy a cargo de esta parte del proyecto, y te prohíbo que vayas a la isla. Y lo mismo vale para cualquier otra persona.
– No pretendo alterar nada. Yo no molestaría a los animales.
– ¡No! -repitió Bertram-. No haré ninguna excepción.
Queremos que sigan siendo animales salvajes, y eso significa que el contacto con los humanos ha de limitarse al mínimo.
Además, con lo pequeño que es este lugar, una visita provocaría habladurías, y eso es lo último que necesitamos. Por otra parte, puede ser peligroso.
– ¿Peligroso? Yo no me acercaría a los hipopótamos ni a los cocodrilos. Y los bonobos no son peligrosos.
– En la última operación de recogida, murió uno de los asistentes pigmeos -explicó Bertram-. Lo hemos mantenido en secreto por razones obvias.
– ¿Cómo murió?
– Aplastado por una roca. Se la arrojó un bonobo.
– ¿No es extraño? -preguntó Kevin.
Bertram se encogió de hombros.
– Se sabe que los chimpancés de vez en cuando arrojan ramas cuando están asustados o nerviosos. No; no me parece extraño. Seguramente fue una acción instintiva. La roca estaba allí, y la arrojó.
– Pero es una conducta agresiva-replicó Kevin-. Y eso es anormal en un bonobo, sobre todo en uno de los suyos.
– Todos los simios defienden a su grupo cuando los atacan.
– Pero ¿por qué iban a creer que estaban siendo atacados? -preguntó Kevin.
– Esta es la cuarta recogida de ejemplares -dijo Bertram y volvió a encogerse de hombros-. Puede que hayan aprendido lo que les espera. Pero sea cual fuere la razón, no queremos que nadie vaya a la isla. Spallek y yo hemos discutido esta cuestión y estamos totalmente de acuerdo.
Bertram se levantó del escritorio y rodeó con un brazo los hombros de Kevin. Este trató de apartarse, pero Bertram no lo soltó.
– Vamos, Kevin, relájate. Hace un momento estábamos hablando de que no debes dejar que tu imaginación se desboque. Tienes que salir de tu laboratorio y hacer algo para distraer esa mente hiperactiva tuya. Estás obsesionado y acabarás perdiendo la chaveta. Mira, ese asunto del fuego es ridículo. Lo más curioso es que el proyecto marcha a las mil maravillas. ¿Por qué no reconsideras mi invitación a cenar? Trish y yo estaríamos encantados de verte.
– Lo pensaré -dijo Kevin, que se sentía muy incómodo con el brazo de Bertram sobre los hombros.
– Estupendo. -Le dio una última palmada en la espalda-. También podríamos ir juntos al cine. Esta semana hay una magnífica función doble. Deberías beneficiarte del hecho de que recibimos las últimas películas. GenSys hace un gran esfuerzo para enviarlas por avión todas las semanas. ¿Qué me dices?
– Supongo que estaría bien -respondió Kevin con aire evasivo.
– Fantástico. Hablaré con Trish. Ella te llamará. ¿De acuerdo?
– De acuerdo -contestó Kevin con una sonrisa forzada.
Cinco minutos después, Kevin volvió a subir a su coche, más confundido que antes de ver a Bertram. No sabía qué hacer.
Era probable que su imaginación le estuviera jugando una mala pasada. Sí; era probable, pero no se le ocurría otra forma de comprobarlo, aparte de visitar la isla Francesca. Y para colmo ahora tenía una preocupación nueva: la certeza de que algunas personas de la Zona sentían animosidad hacia él.
Frenó junto a la salida del aparcamiento y miró a un lado y otro de la calle que discurría frente al complejo veterinario.
Esperó a que pasara un camión y, cuando estaba a punto de seguir vio a un hombre inmóvil en la ventana del cuartel general de los marroquíes. El reflejo del sol sobre la ventana le impedía verlo bien, pero sabía que se trataba de uno de los guardias con bigote. También era consciente de que el hombre lo miraba con atención.
Se estremeció sin saber por qué.
El trayecto de regreso al hospital fue rápido y tranquilo, pero los muros de vegetación verde, aparentemente impenetrables, le producían una incómoda sensación de claustrofobia. Kevin reaccionó apretando el acelerador y se sintió aliviado al llegar a las afueras de la ciudad.
Aparcó en el sitio de costumbre. Abrió la portezuela del coche, pero titubeó. Era casi mediodía y se debatió entre volver a casa a comer o trabajar otra hora en el laboratorio.
Ganó el laboratorio. Esmeralda nunca lo esperaba antes de la una.
La breve caminata desde el coche hasta el hospital bastó para que notara la intensidad del sol del mediodía. Era como estar cubierto por una pesada manta que le dificultaba los movimientos e incluso la respiración.
Antes de llegar a África, nunca había experimentado en carne propia el calor tropical. Una vez dentro, rodeado por el frío del aire acondicionado, se abrió el cuello de la camisa y despegó la tela de su espalda.
Comenzó a subir por las escaleras, pero no llegó muy lejos.
– Doctor Marshall llamó una voz.
Kevin miró a su espalda. No estaba acostumbrado a que lo abordaran en las escaleras.
– Debería avergonzarse, doctor Marshall -dijo una mujer al pie de las escaleras. Su tono tenía un dejo burlón, que indicaba que no hablaba del todo en serio. Vestía pantalones de cirugía y una bata blanca arremangada hasta los codos.
– ¿Cómo dice? -preguntó él. La mujer tenía un aire familiar, pero no terminaba de reconocerla.
– No ha ido a ver al paciente -le reprochó-. En los demás casos, solía visitarlos a diario.
– Es verdad -admitió él. Por fin había reconocido a la mujer: era Candace Brickmann, una enfermera. Formaba parte del equipo de cirugía que había volado con el paciente. Este era su cuarto viaje a Cogo, y Kevin la había visto brevemente en las tres visitas previas.
– Ha herido los sentimientos del señor Winchester -insistió Candace, sacudiendo un dedo acusador. Era una joven vivaz de veintitantos años con el cabello muy rubio y fino recogido en un moño. Kevin no recordaba haberla visto nunca sin una sonrisa en la cara.
– No creí que fuera a notarlo.
Candace meneó la cabeza y rió. Luego, cuando notó la expresión aturdida de Kevin, se cubrió la boca con una mano para contener nuevas carcajadas.
– Sólo bromeaba -dijo-. Ni siquiera estoy segura de que el señor Winchester recuerde haberlo visto durante el frenético día de su llegada.
– Bueno, pienso pasar a ver cómo se encuentra. Pero hasta el momento he estado muy ocupado.
– ¿Demasiado ocupado en este rincón olvidado de la mano de Dios?
– Bueno, supongo que más bien he estado preocupado.
Últimamente han pasado muchas cosas.
– ¿Qué clase de cosas? -preguntó Candace, reprimiendo una sonrisa. Ese investigador tímido y sencillo le caía bien.
El hizo un ademán confuso con las manos mientras su cara se teñía de rubor.
– Un poco de todo -respondió por fin.
– Ustedes los académicos me desconciertan-señaló ella-.
Pero, bromas aparte, me alegra poder decirle que el señor Winchester se encuentra muy bien y, según me ha dicho el cirujano, se lo debe sobre todo a usted.
– Yo no diría tanto -repuso Kevin.
– ¡Vaya, también es modesto! Listo, apuesto y humilde. Una combinación mortal.
Kevin balbuceó algo, pero las palabras no salieron de su boca.
– ¿Le parecería una impertinencia que lo invitara a comer? -dijo Candace-. Pensaba ir aquí enfrente a tomar una hamburguesa. Estoy cansada de la comida de la cafetería y no me vendría mal tomar un poco de aire ahora que por fin ha salido el sol. ¿Qué me dice?
A Kevin le daba vueltas la cabeza. La invitación era inesperada, y en otras circunstancias ese simple detalle le habría bastado para declinarla. Pero los comentarios de Bertram aún estaban frescos en su mente y le hicieron dudar.
– ¿Le han comida la lengua los ratones? -preguntó Candace. Inclinó ligeramente la cabeza y lo miró con coquetería, arqueando las cejas.
Kevin hizo un ademán hacia arriba, en dirección al laboratorio, y luego balbuceó que su ama de llaves, Esmeralda, lo esperaba.
– ¿No puede telefonearle? -Tenía el pálpito de que Kevin quería acompañarla, así que insistió.
– Supongo que sí. Podría telefonearle desde el laboratorio.
– Estupendo -repuso ella-. ¿Lo espero aquí? ¿O puedo acompañarlo?
Kevin nunca había conocido a una mujer con tanta iniciativa, aunque lo cierto es que no le sobraban oportunidades ni experiencia. Su último y único amor, aparte de un par de aventurillas de adolescente en el instituto, había sido una compañera del curso de doctorado, Jacqueline Morton. Pese a las muchas horas de trabajo en común, la relación había tardado meses en concretarse, pues la chica era tan tímida como Kevin.
Candace subió cinco escalones hasta llegar junto a Kevin.
Con sus zapatillas Nike, medía aproximadamente un metro sesenta de estatura.
– Si no se decide y le da igual, creo que subiré con usted.
– De acuerdo-dijo él.
Kevin se tranquilizó enseguida. Por lo general, cuando estaba con una mujer, lo que más lo turbaba era el hecho de tener que devanarse los sesos pensando en algo que decir. Pero con Candace no tuvo necesidad de pensar, pues ella se encargó de mantener la conversación. Durante el ascenso por dos tramos de escaleras, se las ingenió para hablar del tiempo, de la ciudad, del hospital y de los resultados de la intervención quirúrgica.
– Este es mi laboratorio -dijo Kevin abriendo la puerta.
– ¡Fantástico! -exclamó Candace.
Kevin sonrió. Sabía que la joven estaba verdaderamente impresionada.
– Usted haga la llamada -propuso ella-. Mientras tanto, si no le importa, echaré un vistazo alrededor.
– Como guste.
Aunque a Kevin le daba apuro avisar a Esmeralda del cambio de planes con tan poco tiempo de antelación, la tranquilidad de la mujer le sorprendió. Lo único que le preguntó fue a qué hora deseaba cenar.
– A la hora de siempre -respondió Kevin. Colgó el auricular y se restregó las palmas de las manos, ligeramente húmedas.
– ¿Todo arreglado? -preguntó Candace desde el otro extremo de la estancia.
– Sí; vamos.
– ¡Vaya laboratorio! -observó la mujer-. Nunca me habría imaginado que vería algo así en pleno corazón del África tropical. Dígame, ¿qué hace con este fabuloso equipo?
– Procuro perfeccionar el protocolo -respondió Kevin.
– ¿No podría ser un poco más explícito?
– ¿De verdad le interesa?
– Desde luego. Me interesa.
– En estos momentos estoy trabajando con antígenos menores de histocompatibilidad -explicó Kevin-. Ya sabe, las proteínas que nos convierten en seres únicos, en individuos distintos.
– ¿Y qué hace con ellos?
– Localizo sus genes en el cromosoma indicado. Luego busco la transponasa asociada a esos genes, si es que la hay, para mover los genes.
Candace dejó escapar una risita.
– Me he perdido -admitió-. No tengo la menor idea de lo que es una transponasa. En realidad, me temo que todo este rollo de la biología molecular está fuera de mi alcance.
– No -respondió Kevin-. Los principios básicos no son tan complicados- Lo fundamental, y lo que la mayoría de la gente ignora, es que los genes pueden moverse en sus cromosomas- Esto sucede particularmente en los linfocitos B, para aumentar la diversidad de los anticuerpos. Otros genes son incluso más móviles y pueden intercambiar la localización con sus homólogos. Como recordará, hay dos copias de cada gen.
– Sí -contestó Candace-. Así como hay dos copias de cada cromosoma. Nuestras células tienen veintitrés pares de cromosomas.
– Exactamente -asintió él-. Cuando los genes cambian de lugar en sus pares de cromosomas, se habla de transposición homóloga. Es un proceso especialmente importante en la generación de las células sexuales, tanto óvulos como espermatozoides. Lo que hace es aumentar la diversidad genética y en consecuencia la capacidad de evolución de las especies.
– De manera que esta transposición homóloga desempeña un papel en la evolución.
– Desde luego -respondió Kevin-. Pues bien, los segmentos de genes que se mueven se denominan transposones y las enzimas que catalizan sus movimientos, transponasas.
– De acuerdo -dijo Candace-. Hasta aquí lo sigo.
– Bien; ahora estoy interesado en los transposones que contienen los genes de los antígenos menores de histocompatibilidad-explicó Kevin.
– Ya veo -dijo ella asintiendo con la cabeza-. Empiezo a hacerme una idea. Su objetivo es mover el gen de un antígeno menor de histocompatibilidad de un cromosoma a otro.
– ¡Precisamente! Por supuesto, la clave está en encontrar y aislar la transponasa. Es el paso más difícil. Pero una vez que se ha hallado la transponasa, es relativamente fácil localizar su gen. Y una vez que se ha localizado y aislado el gen, es posible usar la tecnología estándar de ADN recombinante para producirla.
– Es decir, conseguir que las bacterias lo hagan por usted -señaló ella.
– Bacterias o cultivos de tejido de mamíferos -explicó Kevin-. Lo que funcione mejor.
– ¡Uf! Este rompecabezas me recuerda que estoy muerta de hambre. Vayamos a comer una hamburguesa antes de que el azúcar de mi sangre caiga bajo mínimos.
Kevin sonrió. Le gustaba esa mujer. Hasta empezaba a tranquilizarse en su compañía.
Mientras bajaban por las escaleras del hospital, Kevin se sintió algo mareado escuchando y respondiendo a los continuos comentarios e interrogantes de Candace. No podía creer que estuviera yendo a comer con una mujer tan atractiva e interesante. Tenía la impresión de que en los dos últimos días le habían pasado más cosas que en los cinco años que llevaba en Cogo. Tan abstraído estaba, que ni siquiera prestó atención a los soldados ecuatoguineanos mientras él y Candace cruzaban la plaza.
Kevin no había pisado el centro recreativo desde su primera excursión por la ciudad y, por lo tanto, había olvidado lo extraño que era. También había olvidado que era una auténtica blasfemia que hubieran restaurado una iglesia con el fin de proporcionar diversiones mundanas. El altar había desaparecido, pero el púlpito continuaba intacto, a la izquierda de la pared del fondo. Se usaba para dar conferencias y para cantar los números la noche que tocaba bingo. En el sitio donde había estado el altar había una pantalla de cine: un inaudito emblema de los tiempos.
La cantina se encontraba en el sótano, al que se accedía por una escalera situada en el atrio. Kevin se sorprendió de verla tan llena. El alboroto de innumerables voces producía ecos en el tosco techo de cemento. El y Candace tuvieron que hacer una larga cola para que les tomaran el pedido. Una vez se hicieron con la comida, tuvieron que abrirse paso entre el gentío para encontrar un sitio libre donde sentarse. Las mesas eran muy largas y había que compartirlas. Los asientos eran bancos acoplados, como los de los merenderos.
– ¡Allí hay lugar! -gritó Candace por encima del alboroto general, señalando el fondo de la estancia con la bandeja.
Kevin hizo un gesto de asentimiento.
Mientras se abría paso detrás de ella, echó una ojeada a las caras de la concurrencia. Influido por los comentarios de Bertram sobre la opinión que los demás tenían de él, se sentía especialmente tímido, pero lo cierto es que nadie le prestaba la menor atención.
Kevin siguió a Candace, que se escurrió entre dos mesas.
Levantó la bandeja para no chocar con nadie y luego la dejó en un sitio libre. Tuvo que hacer grandes esfuerzos para pasar las piernas por encima del banco y meterlas debajo.
Cuando consiguió acomodarse, Candace ya se había presentado a las dos personas sentadas junto a ellos. Kevin las saludó con una inclinación de cabeza, aunque no las reconoció.
– Es un lugar muy animado -dijo Candace-. ¿Viene a menudo?
Antes de que él pudiera responder, alguien gritó su nombre. Se volvió y reconoció la primera cara familiar. Era Melanie Becket, la técnica en reproducción asistida.
Melanie tenía aproximadamente la misma edad que Candace, pues había celebrado su treinta cumpleaños el mes anterior. Pero mientras Candace era rubia, ella era morena, con cabello castaño y un aire mediterráneo. Sus ojos marrones eran casi negros.
Cuando Kevin quiso presentarle a su compañera de mesa, descubrió con horror que había olvidado su nombre.
– Soy Candace Brickmann -dijo la susodicha sin inmutarse y tendió la mano a Melanie.
Esta se presentó y preguntó si podía unirse a ellos.
– Desde luego -respondió Candace.
Candace y Kevin estaban sentado el uno junto al otro, y
Melanie se sentó en frente.
– ¿Eres la responsable de la presencia de nuestro genio en este antro de perdición? -preguntó Melanie a Candace. Melanie era una joven ingeniosa e irreverente, criada en Manhattan.
– Supongo que sí -respondió Candace-. ¿No es un cliente habitual?
– ¿Habitual? Nada mas lejos de la realidad -dijo Melanie-.
¿Cuál es tu secreto? A mí me rechazó tantas invitaciones, que finalmente me di por vencida. Y eso fue hace años.
– Nunca me invitaste explícitamente-se defendió él.
– ¿De veras? -preguntó Melanie-. ¿Qué hubiera debido hacer? ¿Dibujarte un mapa? Te pregunté un montón de veces si querías comer una hamburguesa. ¿No fui lo bastante explícita?
– Bien -intervino Candy irguiéndose en su asiento-. Este debe de ser mi día de suerte.
Ambas comenzaron a hablar animadamente sobre sus respectivos trabajos. Aunque Kevin las escuchaba, se concentró en su hamburguesa.
– Así que todos estamos metidos en el mismo proyecto -observó Melanie al saber que Candace era la enfermera de cuidados intensivos del equipo de cirugía de Pittsburgh-.
Tres aves del mismo corral.
– Eres demasiado generosa-repuso Candace-. Yo no soy más que el último mono alrededor de nuestro tótem terapéutico. Jamás osaría compararme con vosotros. Vosotros sois los artífices. Y si no es mucha indiscreción, ¿cómo demonios lo hacéis?
– Ella es la heroína -dijo Kevin, que hablaba por primera vez, señalando a Melanie con la barbilla.
– ¡Venga, Kevin! -replicó Melanie-. Yo no he desarrollado las técnicas. Me limito a usar las que tú creas. Hay infinidad de gente que podría hacer mi trabajo, pero sólo tú puedes hacer el tuyo. Tu descubrimiento es la base del proyecto.
– No discutáis intervino Candace-. Simplemente explicadme cómo se lleva a cabo. Me pica la curiosidad desde el primer día, pero todo se ha hecho con el máximo secreto.
Kevin me ha explicado la base científica, pero todavía no entiendo el procedimiento.
– Kevin obtiene una muestra de médula ósea de un cliente -explicó Melanie-. En ella, aísla una célula que está en proceso de división, para que los cromosomas estén condensados. Si no me equivoco, preferiblemente ha de ser una célula madre.
– Es muy difícil encontrar una célula madre -dijo él.
– Bien, entonces cuéntaselo tú -repuso Melanie haciendo un ademán desdeñoso-. Yo me hago un lío.
– Trabajo con una transponasa que descubrí hace siete años -explicó Kevin-. Cataliza la transposición homóloga o el entrecruzamiento de los brazos cortos del cromosoma seis.
– ¿Qué es el brazo corto del cromosoma seis? -preguntó Candace.
– Los cromosomas presentan una porción denominada centrómero, que los divide en dos segmentos -explicó Melanie-. El cromosoma seis tiene unos segmentos particularmente desiguales. Los pequeños se llaman brazos cortos.
– Gracias-dijo Candace.
– Bien… -prosiguió Kevin, procurando ordenar sus ideas-.
Lo que yo hago es añadir mi transponasa secreta a la célula de un cliente cuando ésta se prepara para la división. Pero no permito que el cruce se complete. Lo detengo cuando los dos brazos cortos se han separado de sus respectivos cromosomas. Entonces los extraigo.
– ¡Guau! -exclamó Candace-. O sea que separas esos filamentos minúsculos del núcleo. ¿Cómo diablos lo consigues?
– Esa es otra historia -respondió Kevin-. En realidad, uso un sistema de anticuerpos monoclonales que reconoce la transponasa.
– Eso ya es demasiado para mi pobre cabeza-protestó Candace.
– Bueno, olvida cómo extrae los brazos cortos -dijo Melanie-. Sencillamente acepta el hecho.
– De acuerdo -prosiguió Candace-, ¿y qué haces con los brazos cortos que has separado?
Kevin señaló a Melanie.
– Espero a que ella obre su magia.
– No es magia -repuso Melanie-. Yo soy sólo una técnica.
Aplico a los bonobos un sistema de fertilización in vitro. El mismo sistema que se creó para aumentar la fertilidad de los gorilas de las montañas en cautividad. En realidad, Kevin y yo tenemos que coordinar nuestras tareas porque él necesita un óvulo fertilizado que aún no ha comenzado a dividirse.
Por lo tanto es importante hacerlo en el momento oportuno.
– Necesito que el óvulo esté a punto de dividirse -intervino Kevin-, así que el programa de Melanie determina el mío. No empiezo con mi parte hasta que ella me da luz verde. Cuando ella extrae el cigoto, repito exactamente el mismo procedimiento que acabo de usar para la célula del paciente. Después de retirar los brazos cortos del cromosoma del bonobo, inyecto en el cigoto los del paciente. Gracias a la transponasa, éstos se fijan en el sitio exacto donde deben estar.
– ¿Y eso es todo? -preguntó Candace.
– Bueno, no -admitió Kevin-. En realidad, introduzco cuatro transponasas en lugar de una. El brazo corto del cromosoma seis es el principal segmento que transferimos, pero también transferimos porciones relativamente pequeñas de los cromosomas nueve, doce y catorce. Estos llevan los genes de los grupos sanguíneos ABO y otros pocos antígenos menores de histocompatibilidad, como las moléculas de adhesión CD-31. Pero con esto la cosa se complica. Tú piensa sólo en el cromosoma seis. Es la parte más importante.
– Porque el cromosoma seis contiene los genes que conforman el complejo mayor de histocompatibilidad -dijo Candace inteligentemente.
– Exacto -asintió él.
Estaba impresionado e intrigado. Además de sociable, Candace era lista y estaba bien informada.
– ¿Y este protocolo funcionaría en otros animales? -preguntó la muchacha.
– ¿En qué especie estás pensando? -inquirió Kevin.
– Pensaba en los cerdos -respondió ella-. Sé que otros centros de Estados Unidos e Inglaterra intentan minimizar las reacciones de rechazo en los trasplantes de órganos de cerdo introduciendo genes humanos.
– Comparado con lo que estamos haciendo nosotros es como usar sanguijuelas -se burló Melanie-. Es una técnica obsoleta, porque trata el síntoma en lugar de eliminar la causa
– Es cierto -convino Kevin-. En nuestro protocolo, no tenemos que preocuparnos por reacciones inmunológicas.
Desde el punto de vista de la histocompatibilidad, estamos ofreciendo un doble inmunológico, sobre todo si consigo incorporar unos cuantos antígenos menores más.
– No entiendo por qué te preocupas tanto por ellos -dijo Melanie-. En los primeros tres trasplantes que hicimos, los pacientes no tuvieron ninguna reacción de rechazo. ¡Ninguna!
– Quiero que el método sea perfecto -repuso Kevin.
– Yo he mencionado a los cerdos por varias razones -dijo Candace-. Primero, creo que algunas personas podrían molestarse por el uso de bonobos. Y en segundo lugar, tengo entendido que no hay muchos ejemplares.
– Es verdad -admitió Kevin-. La población total de bonobos es de unos veinte mil ejemplares.
– A eso iba -dijo Candace-. Mientras que todos los días se matan centenares de millares de cerdos para beicon.
– No creo que mi sistema pudiera funcionar con cerdos -explicó él-. No estoy completamente seguro, pero lo dudo.
La razón de que funcione tan bien con los bonobos, o llegado el caso, con chimpancés, es que sus genomas y los nuestros son muy parecidos. De hecho, sólo difieren en un uno y medio por ciento.
– ¿Eso es todo? -preguntó Candace. Estaba atónita.
– Es bastante humillante, ¿no? -dijo Kevin.
– Es más que humillante -repuso Candace.
– Indica la proximidad que existe entre los bonobos, los chimpancés y los seres humanos desde el punto de vista de la evolución -terció Melanie-. Se cree que nosotros y nuestros primos, los primates, descendemos de un antecesor común que vivió hace unos siete millones de años.
– Eso acentúa el problema ético -dijo Candace-, y explica por qué a mucha gente podría molestarle saber que los usamos. Tienen un aspecto tan humano. ¿A vosotros no os afecta tener que sacrificarlos?
– El trasplante de hígado de Winchester es sólo el segundo caso que requirió sacrificar al animal -explicó Melanie-. Las otras dos intervenciones fueron trasplantes de riñón, y los bonobos se encuentran perfectamente.
– Bueno, pero ¿cómo os sentisteis en este caso? -preguntó Candace-. La mayoría de los miembros del equipo de cirugía estábamos alterados, a pesar de que creíamos estar preparados, pues era el segundo sacrificio.
Kevin miró a Melanie. Tenía la boca seca. Candace lo obligaba a tocar el tema que había estado evitando a toda costa.
En gran parte ésa era la razón de que el humo procedente de la isla Francesca le preocupara tanto.
– Sí, me afecta -reconoció Melanie-. Pero supongo que estoy tan entusiasmada con el descubrimiento científico y con los beneficios para el paciente, que procuro no pensar en ello. Además, nunca creímos que tendríamos que usar tantos animales. Son más bien un seguro para los clientes que puedan necesitarlos. No admitimos una persona que necesita un trasplante, a menos que pueda esperar los tres años necesarios para que su doble llegue a la edad apropiada. Y tampoco tenemos trato directo con los animales, que viven aislados en una isla. La operación se planeó así precisamente para que nadie estableciera vínculos afectivos con ellos.
Kevin tragó saliva con dificultad. En su imaginación, vio la columna de humo serpeando lentamente en el cielo sombrío, encapotado. También imaginó al bonobo que se había puesto nervioso y había arrojado una piedra con mortal puntería a un pigmeo durante el proceso de recogida.
– ¿Cómo se llama a un animal que tiene genes humanos incorporados? -preguntó Candace.
– Transgénico -respondió Melanie.
– Eso -dijo Candace-. Me gustaría que estuviéramos usando cerdos transgénicos en lugar de bonobos. Este procedimiento me preocupa. Aunque estoy muy contenta con mi paga y con las acciones de GenSys, no estoy segura de querer continuar en el proyecto.
– Eso no les gustará -advirtió Melanie-. Recuerda que has firmado un contrato. Tengo entendido que son muy severos a la hora de hacer que la gente cumpla sus acuerdos.
– Les devolveré todas las acciones, opciones incluidas.
Puedo sobrevivir sin ellas. Debo pensar en mis sentimientos, y sería mucho más feliz si usáramos cerdos. Cuando anestesiamos al último bonobo, habría jurado que intentaba comunicarse con nosotros. Tuvimos que usar una tonelada de sedantes.
– ¡Oh, venga! -exclamó Kevin, súbitamente enfadado y con la cara encendida. Al verlo, Melanie abrió los ojos como platos-. ¿Qué puñetas os pasa? -Pero se arrepintió de inmediato de sus palabras-. Lo lamento -dijo, aunque su corazón seguía desbocado. Detestaba ser siempre tan transparente; al menos tenía toda la sensación de que lo era.
Melanie miró a Candace y puso los ojos en blanco, pero la enfermera no captó su intención. Estaba mirando a Kevin.
– Tengo la impresión de que estás tan preocupado como yo -le dijo.
Kevin soltó un resuello y dio un mordisco a la hamburguesa para evitar decir algo de lo que luego pudiera arrepentirse.
– ¿Por qué no quieres hablar de ello? -preguntó Candace.
Kevin negó con la cabeza mientras masticaba. Sospechaba que su cara seguía encendida.
– No te preocupes por él -advirtió Melanie-. Se recuperará.
Candace miró a Melanie.
– Los bonobos son tan parecidos a los humanos -comentó, volviendo a su argumento original-, que no debería sorprendernos que sus genomas difieran de los nuestros sólo en un uno y medio por ciento. Pero acaba de ocurrírseme una idea. Si vosotros reemplazáis los brazos cortos del cromosoma seis, así como otros segmentos más pequeños del genoma del bonobo, con ADN humano, ¿cuál sería el verdadero porcentaje de diferencia?
Melanie miró a Kevin mientras calculaba mentalmente. Arqueó las cejas y dijo:
– Bueno, es una pregunta curiosa. Supongo que algo menos del uno por ciento.
– Sí, pero el uno y medio por ciento no está exclusivamente en el brazo corto del cromosoma seis -espetó Kevin nuevamente ofuscado.
– Eh, tranqui tronco -dijo Melanie. Dejó su refresco y extendió el brazo por encima de la mesa para apoyar la mano sobre el hombro de Kevin-. Estás sacando las cosas de quicio. Esto no es más que una charla amistosa. ¿Sabes?, es bastante normal que la gente se siente a conversar un rato. Sé que te parece extraño, porque tu prefieres tratar con tus tubos de ensayo, ¿pero qué diablos te pasa?
Kevin suspiró. Aunque iba en contra de su carácter, decidió confiar en esas dos mujeres brillantes y seguras. Admitió que estaba preocupado.
– ¡Como si no lo supiéramos! -exclamó Melanie poniendo una vez más los ojos en blanco-. ¿No puedes concretar más?
¿Qué es lo que te atormenta?
– Precisamente lo que ha dicho Candace -respondió.
– Ha dicho muchas cosas -insistió Melanie.
– Sí, y todas ellas me hacen sentir que he cometido un error monumental.
Melanie retiró la mano del hombro de Kevin y lo miró fijamente a los ojos.
– ¿En qué sentido?-preguntó.
– Al añadir demasiado ADN humano -respondió Kevin. El brazo corto del cromosoma seis tiene millones de pares de bases y centenares de genes que no tienen nada que ver con el complejo mayor de histocompatibilidad. Debería haber aislado el complejo, en lugar de tomar el camino más fácil.
– De modo que estas criaturas tienen algunas proteínas humanas más -dijo-. ¡Vaya problema!
– Eso es lo que pensé al principio -explicó Kevin-. Al menos hasta que planteé mis dudas en Internet, preguntando si alguien sabía qué otros genes había en el brazo corto del cromosoma seis. Por desgracia, una de las personas que respondió me informó de que había una proporción importante de genes relacionados con la evolución. Ahora no puedo saber con certeza qué he creado.
– Claro que lo sabes -replicó Melanie-. Has creado un bonobo transgénico.
– Lo sé, dijo él con los ojos brillantes. Respiraba agitadamente y su frente se había cubierto de sudor-. Y estoy aterrorizado porque sospecho que con ello he traspasado los límites.