CAPITULO 23

10 de marzo de 1997, 1.45 horas.

Cogo, Guinea Ecuatorial


Siegfried había tenido el mismo sueño un centenar de veces, y en cada nueva ocasión era un poco peor. En él, se aproximaba a un elefante hembra con una cría. Se resistía a hacerlo, pero finalmente cedía al ruego de sus clientes. Eran una pareja, y la mujer quería ver la cría de cerca.

Había ordenado a unos rastreadores que cubrieran los flancos mientras el matrimonio se acercaba a la madre. Sin embargo, los rastreadores apostados al norte se habían asustado al ver a un enorme elefante macho, habían huido y, para completar el acto de cobardía, no habían advertido del peligro a Siegfried.

El ruido del gigantesco elefante entre la vegetación era como el rugido de un tren. Sus chillidos iban increscendo y, justo antes del impacto, él despertaba empapado en sudor.

Agitado, se volvió hacia un lado y se sentó en la cama.

Apartó el mosquitero, cogió el vaso de agua que estaba en la mesilla de noche y bebió un sorbo. El problema era que se trataba de un sueño demasiado real: en él revivía el accidente en el que había perdido el uso del brazo derecho y se había lacerado la cara.

Permaneció sentado en el borde de la cama unos instantes antes de percatarse de que los gritos que creía haber oído en sueños procedían del otro lado de su ventana. Poco después cayó en la cuenta de que alguien hacía sonar una cinta de rock africano a todo volumen en un magnetofón barato.

Miró el reloj y, al comprobar que eran casi las dos de la madrugada, se enfureció. ¿Quién tenía la osadía de hacer tanto ruido a esas horas?

Convencido de que la música procedía del otro lado de la plazoleta que estaba delante de su casa, se levantó y salió a la terraza. Para su sorpresa y horror comprobó que el alboroto salía de la casa de Kevin Marshall. En efecto, los responsables eran los soldados que custodiaban la casa.

La furia estremeció su cuerpo como una descarga eléctrica. Regresó al dormitorio, llamó a Cameron y le ordenó que se encontrara de inmediato con él frente a la casa de Kevin.

Antes de salir, cogió su vieja carabina de caza.

Cruzó la plazoleta. Cuanto más se acercaba a casa de Kevin, más ensordecedora era la música. Los soldados estaban en medio del círculo de luz que proyectaba una bombilla desnuda. Había un montón de botellas vacías de vino esparcidas a sus pies. Dos de ellos cantaban a coro con los intérpretes mientras tocaban instrumentos imaginarios. Los otros dos parecían dormidos.

En el mismo momento en que llegaba a la puerta de la casa, el coche de Cameron patinó sobre los adoquines de la calle y frenó con un chirrido. Cameron se apeó de un salto, abrochándose los botones de la camisa mientras iba al encuentro de Siegfried. Miró a los soldados ebrios con consternación.

Cuando comenzaba a disculparse, Siegfried lo interrumpió:

– Olvide las explicaciones y las excusas -ordenó-. Suba a la casa y compruebe si Kevin Marshall y sus amigas siguen ahí.

Cameron asintió con un saludo titubeante, llevándose la mano al ala del sombrero, y corrió escaleras arriba. Siegfried lo oyó aporrear la puerta. Un instante después, se encendieron las luces de la primera planta.

Siegfried miró con furia a los soldados, que ni siquiera habían reparado en su presencia ni en la de Cameron.

El jefe de seguridad regresó, pálido y sacudiendo la cabeza.

– No están.

Siegfried hizo un esfuerzo para contenerse y poder hablar.

La incompentencia de sus colaboradores era intolerable.

– ¿Y su todoterreno? -espetó.

– Lo comprobaré -respondió Cameron. Corrió una vez más en dirección a la casa, abriéndose paso entre los soldados que continuaban cantando. Un segundo después se volvió y dijo-: Tampoco está.

– Alerte a las fuerzas de seguridad -ordenó Siegfried-.

Quiero que localicen el coche de Kevin cuanto antes. Y también llame a la caseta de guardia de la valla. Comprueben que no haya salido de la Zona. Entretanto, lléveme al ayuntamiento.

Cameron habló por radio mientras maniobraba para dar la vuelta a la manzana. Los dos números estaban grabados en la memoria, de modo que no necesitó usar las manos. Pisó el acelerador y se dirigió hacia el norte.

Cuando llegaron al ayuntamiento, ya habían iniciado la búsqueda. Rápidamente supieron que el coche de Kevin no había intentado cruzar la valla. En cuanto giraron hacia el aparcamiento, Cameron y Siegfried oyeron música.

– ¡Vaya! -exclamó Cameron.

Siegfried guardó silencio, preparándose para lo que comenzaba a sospechar.

Cameron frenó junto al edificio. Los faros del coche iluminaron los escombros de la pared de donde habían arrancado los barrotes. La cadena estaba a la vista.

– Es un desastre -dijo Siegfried con voz trémula y bajó del vehículo empuñando la carabina. Aunque debía sujetar el arma con una sola mano, era un excelente tirador. Con tres disparos rápidos y certeros, hizo añicos tres de las botellas de vino que estaban sobre el alféizar de la ventana del puesto de guardia. Pero la música continuó.

Apretando el arma en su mano útil, se acercó al puesto de guardia y miró por la ventana. Sobre la mesa había un magnetófono con el volumen al máximo. Los cuatro soldados estaban dormidos en el suelo o repantigados sobre las desvencijadas sillas. Levantó el arma, disparó, y el aparato de música voló por los aires. Un segundo después, sobrevino un lastimoso silencio.

Siegfried se volvió hacia Cameron.

– Llame al coronel y cuéntele lo sucedido. Dígale que quiero que aplique la ley marcial a estos hombres. Y que envíe de inmediato un contingente de tropas con un vehículo.

– ¡Sí, señor!

Siegfried pasó debajo de la arcada y observó los barrotes arrancados de las ventanas de la celda. Estaban forjados a mano. Tras examinar las aberturas, comprendió por qué habían cedido con tanta facilidad. Debajo del estucado, la argamasa que unía los ladrillos se había convertido en arena.

Decidió dar una vuelta alrededor del ayuntamiento para controlar sus nervios. Cuando doblaba la última esquina, vio las luces de un vehículo en la calle y luego en el aparcamiento. El coche de las fuerzas de seguridad se detuvo haciendo chirriar las ruedas y el oficial de guardia se apeó.

Siegfried maldijo entre dientes mientras iba a su encuentro. Con Kevin, las mujeres y los neoyorquinos desaparecidos, el proyecto de los bonobos corría serio peligro. Tenían que encontrarlos cuanto antes.

– Señor Spallek -dijo Cameron-, tengo información para usted. El oficial O'Leary cree haber visto el coche de Kevin Marshall hace unos diez minutos. Naturalmente, podemos confirmar de inmediato si sigue allí.

– ¿Dónde? -preguntó Siegfried.

– En el aparcamiento del bar Chickee -respondió O'Leary-. Lo vi cuando hacía la última ronda.

– ¿Había alguien dentro?

– No señor. Nadie.

– En teoría, allí hay un guardia. ¿Lo vio?

– En realidad, no, señor.

– ¿Qué quiere decir con "en realidad, no"? -gruñó Siegfried, harto de tanta incompetencia.

– No prestamos mucha atención a los soldados -respondió O'Leary.

Siegfried fijó la vista en un punto lejano. Haciendo un nuevo esfuerzo por controlar su furia, se obligó a sí mismo a contemplar la luz de la luna sobre la vegetación. La belleza del paisaje lo tranquilizó ligeramente, y admitió a regañadientes que él tampoco prestaba mucha atención a los soldados, más que servir a un propósito determinado, sencillamente estaban allí; eran uno de los costos de hacer negocios con el gobierno ecuatoguineano. Pero ¿qué hacía el coche de Kevin en el aparcamiento del bar Chickee? De repente lo entendió.

– Cameron, ¿han averiguado cómo entraron los neoyorquinos a la ciudad?

– Me temo que no -respondió Cameron.

– ¿Buscaron alguna embarcación? -preguntó Siegfried.

Cameron miró a O'Leary, que respondió con reticencia:

– No me ordenaron que lo hiciera.

– ¿Y qué pasó cuando sustituyó a Hansen a las once?

Cuando lo puso al tanto de lo ocurrido, ¿le comentó él que hubieran registrado la zona en busca de un bote?

– No, señor-respondió O'Leary.

Cameron tragó saliva y se volvió hacia Siegfried.

– Investigaré este asunto y me pondré en contacto con usted en cuanto sepa algo.

– En otras palabras, ¡nadie registró la costa para ver si había algún maldito bote! -gritó Siegfried-. Esto parece una comedia, pero le advierto que a mí no me hace la menor gracia.

– Yo di órdenes específicas de buscar una embarcación -dijo Cameron.

– Pues está claro que no basta con dar órdenes, cabeza de alcornoque. En teoría, usted está al mando y es el responsable de lo que suceda.

Siegfried cerró los ojos y apretó los dientes. Había perdido a los dos grupos. Lo único que podía hacer a estas alturas era llamar al puesto de guardia de Acalayong, por si los prófugos decidían desembarcar allí. Pero Siegfried no era optimista. Sabía que, en caso de encontrarse en una situación parecida, él habría huido a Gabón.

De repente abrió los ojos. Acababa de cruzársele por la cabeza una idea aún más inquietante.

– ¿La isla Francesca está vigilada? -preguntó.

– No, señor. No hemos recibido órdenes al respecto.

– ¿Y el puente que conduce a la parte continental? -insistió Siegfried.

– Estaba vigilado hasta que usted ordenó que retiráramos la guardia -respondió Cameron.

– Entonces vamos hacia allí -dijo Siegfried mientras echaba a andar hacia el coche de Cameron. En ese momento, tres vehículos torcieron la esquina a toda velocidad y entraron en el aparcamiento. Eran jeeps del ejército. Se acercaron a los vehículos estacionados y se detuvieron. Los tres estaban llenos de soldados armados hasta los dientes.

Del primer vehículo descendió el coronel Mongomo.

A diferencia de sus desaliñados soldados, lucía un uniforme reluciente, con medallas incluidas. A pesar de la hora, llevaba gafas de sol similares a las de los aviadores. Saludó con solemnidad a Siegfried y dijo que estaba a sus órdenes.

– Le agradecería que se ocupara de esos soldados borrachos -dijo Siegfried con voz controlada mientras señalaba hacia el puesto de guardia-. El oficial O'Leary lo llevará junto a otro grupo que está en idénticas condiciones. Y ordene que uno de esos coches con soldados nos siga. Puede que tengan que usar sus armas.

– -

Kevin hizo una seña a Jack para que disminuyera la velocidad. Jack obedeció y la piragua respondió en el acto. Había entrado en el estrecho canal entre la isla Francesca y la zona continental. Estaba más oscuro que en el resto del trayecto porque los árboles de ambas orillas formaban una bóveda sobre el agua.

Kevin, preocupado por la soga de la balsa de los alimentos, se situó en la proa. Se lo había explicado a Jack para que se mantuviera alerta.

– Es un sitio siniestro -dijo Laurie.

– Qué estridentes son los gritos de los animales -observó Natalie.

– Lo que oís son ranas -explicó Melanie-. Ranas románticas.

– Está aquí delante -dijo Kevin.

Jack apagó el motor y se incorporó para levantarlo del agua.

La piragua pasó por encima de la soga con un ruido seco y un leve crujido.

– Usemos los remos -sugirió Kevin-. Estamos muy cerca y no podemos arriesgarnos a chocar con un tronco en la oscuridad.

La densa vegetación de la derecha parecía alejarse de la costa. Habían llegado al claro de la zona de estacionamiento.

– ¡Oh, no! -gritó Kevin desde la costa-. El puente no está extendido.

– No hay problema -dijo Melanie-. Todavía tengo la llave.

– La levantó y la llave brilló en la luz mortecina-. Sabía que algún día la necesitaríamos.

– Vaya Melanie -dijo Kevin, rebosante de alegría-, eres fabulosa. Por un momento pensé que habíamos hecho el viaje en balde.

– ¿Un puente que se despliega con una llave? -preguntó Jack-. Parece un artilugio muy moderno para un rincón remoto en medio de la selva.

– Hay un desembarcadero a la derecha -explicó Kevin-.

Atracaremos la piragua allí.

Jack, que estaba en la popa, remó hacia atrás para girar la proa hacia la isla. Unos minutos después, chocaron contra unos maderos.

– Muy bien -dijo Kevin y respiró hondo. Estaba nervioso.

Sabía que iba a hacer algo que nunca había hecho: convertirse en una especie de héroe-. Os sugiero lo siguiente: vosotros os quedáis aquí, al menos por el momento. No sé cómo reaccionarán los animales al verme. Son sorprendentemente fuertes, de modo que corremos un riesgo. Yo estoy dispuesto a afrontarlo por las razones que ya he mencionado, pero no quiero poneros en peligro. ¿Os parece razonable?

– Es razonable -respondió Jack-, pero no estoy de acuerdo. Creo que necesitarás ayuda.

– Además, no estamos indefensos -dijo Warren-. Tenemos un rifle AK-47.

– ¡Nada de disparos! -pidió Kevin-. Por favor, no quiero ser responsable de ninguna muerte. Por eso prefiero que os quedéis en el bote. Si algo va mal, marchaos.

Melanie se puso en pie.

– Yo soy casi tan responsable como tú de la existencia de estas criaturas. Te ayudaré, te guste o no.

Kevin hizo una mueca de disgusto.

– Y no te pongas de morros -dijo ella mientras saltaba al desembarcadero.

– Será una fiesta -dijo Jack, y se levantó para seguir a Melanie.

– ¡Tú te sientas! -ordenó ella-. Por el momento, es una fiesta privada.

Jack se sentó.

Kevin sacó la linterna y se reunió con Melanie en el desembarcadero.

– Nos daremos prisa -prometió.

En primer lugar se dirigieron al puente. Sin él el plan fracasaría, fuera cual fuese la reacción de los animales. Kevin introdujo la llave en la muesca, apretó el botón verde y contuvo el aliento. Casi de inmediato, oyó el rugido del motor eléctrico en la zona continental. Luego el puente telescópico se extendió en cámara lenta por encima del río oscuro, hasta apoyarse sobre el montante de cemento de la isla.

Kevin subió al puente para comprobar su estabilidad. Trató de sacudirlo, pero no consiguió moverlo. Satisfecho, se bajó y él y Melanie enfilaron hacia el bosque. La oscuridad les impedía ver las jaulas, pero sabían que estaban allí.

– ¿Tienes algún plan, o sencillamente los dejaremos salir en masa? -preguntó Melanie mientras cruzaban el claro.

Kevin había encendido la linterna para ver dónde pisaba.

– Había pensado buscar a mi doble, el bonobo número uno -respondió Kevin-. A diferencia de mí, es un líder. Si consigo que entienda nuestras intenciones, es probable que guíe a los demás. -Se encogió los hombros-. ¿Se te ocurre algo mejor?

– Por el momento, no -respondió Melanie.

Las jaulas estaban dispuestas en una larga fila y despedían un olor hediondo, ya que los animales llevaban más de veinticuatro horas encerrados en sus minúsculas celdas. Mientras se aproximaban, Kevin iluminó cada jaula con la linterna.

Los animales despertaron de inmediato. Algunos retrocedieron al fondo de la jaula, intentando protegerse del resplandor. Otros permanecieron en su sitio, con los ojos echando chispas rojas.

– ¿Cómo lo reconocerás? -preguntó Melanie.

– Ojalá lleve aún mi reloj -dijo Kevin-, aunque es muy poco probable. Supongo que lo reconoceré por la cicatriz.

– Es paradójico que él y Siegfried tengan cicatrices casi idénticas -observó ella.

– No menciones a ese tipo. ¡Santo cielo! ¡Mira!

La luz de la linterna iluminaba la cara del bonobo número uno, con su horrible cicatriz. El animal los miró con expresión desafiante.

– ¡Es él! -exclamó Melanie.

– Bada -dijo Kevin y se golpeó el pecho, como habían hecho las hembras cuando los tres habían llegado a la cueva.

El bonobo número uno inclinó la cabeza y frunció el entrecejo.

– Bada -repitió Kevin.

Lentamente, el bonobo levantó una mano y se golpeó el pecho. Luego dijo "bada" con tanta claridad como Kevin.

El y Melanie intercambiaron una mirada. Ambos estaban estupefactos. Aunque habían mantenido un remedo de conversación con Arthur, las circunstancias eran distintas, y en ningún momento habían estado seguros de que se estaban comunicando. Esto era diferente.

– At -dijo Kevin. Habían oído esa palabra con frecuencia desde su primer encuentro con el bonobo número uno e intuían que significaba "ir".

El bonobo número uno no respondió.

El repitió la palabra y miró a Melanie.

– No sé qué más decir -dijo.

– Ni yo -repuso ella-. Abramos la puerta. Puede que así responda. Es difícil que venga si está encerrado.

– Tienes razón. -Rodeó a Melanie para llegar al lado derecho de la jaula. Con aprensión, quitó el pestillo y abrió la puerta.

Ambos retrocedieron, y Kevin dirigió el haz de luz de la linterna al suelo para no deslumbrar al animal. El bonobo número uno salió lentamente de su jaula, y se irguió. Miró alternativamente a derecha e izquierda antes de concentrar su atención en los humanos.

– At -repitió Kevin mientras retrocedía. Melanie permaneció en su sitio.

El bonobo número uno dio un paso al frente, al tiempo que se estiraba como un atleta que hace ejercicios de calentamiento.

Kevin dio media vuelta para caminar con mayor facilidad.

Repitió la palabra at unas cuantas veces. El animal lo siguió sin alterar la expresión de su cara. El lo condujo hasta el puente, subió y repitió "at".

El bonobo número uno trepó al montante de cemento con aire titubeante. Kevin retrocedió hasta llegar a la mitad del puente y el bonobo lo siguió con cautela, mirando a un lado y al otro.

Entonces Kevin decidió probar algo que no habían intentado con Arthur: pronunciar consecutivamente varias palabras del lenguaje de los bonobos. Comenzó por el término "sta", que el animal había pronunciado mientras entregaba el mono muerto a Candace; luego "zit", que el bonobo número uno había usado para indicarles que lo acompañaran a la cueva, y finalmente "arak", que estaban convencidos de que significaba "fuera".

– Sta zit arak -dijo mientras abría los dedos y separaba la mano del pecho, imitando el gesto que Candace había visto en el quirófano. Kevin esperaba que la frase significara "tú ir fuera".

Tras repetir la frase una vez más, señaló hacia el noreste, en dirección al vasto bosque tropical.

El bonobo número uno se puso de puntillas y miró por encima del hombro de Kevin, hacia la selva de la zona continental. Luego se volvió para mirar las jaulas. Mientras extendía los brazos, emitió una serie de sonidos que ellos no habían oído antes, o que al menos nunca habían asociado con una actividad determinada.

– ¿Qué hace? -preguntó Kevin.

El animal le había dado la espalda.

– Puede que me equivoque-dijo Melanie-, pero intuyo que habla de sus congéneres.

– ¡Dios! -exclamó él-. Parece que ha entendido lo que quería decirle. Liberemos algunos animales más.

Dio un paso al frente. El bonobo notó que se movía y se volvió a mirarlo. Kevin titubeó. El puente tenía unos tres metros de ancho y le daba miedo aproximarse demasiado.

Recordó la facilidad con que el bonobo número uno lo había levantado en andas y arrojado al suelo como si fuera un muñeco de trapo.

Miró al animal a los ojos, procurando detectar alguna emoción, pero no vio ninguna. En cambio, volvió a embargarlo la sensación de que estaba ante un espejo evolutivo.

– ¿Qué pasa? -preguntó Melanie.

– Me da miedo -respondió Kevin-. No sé si pasar a su lado o no.

– Por favor, otro atolladero de película de vaqueros, no -dijo ella-. No tenemos mucho tiempo.

– De acuerdo. -Respiró hondo y pasó lentamente junto al animal, acercándose al borde del puente. El bonobo lo miró, pero no se movió-. Tengo los nervios a flor de piel -dijo mientras bajaba del puente.

– ¿Lo dejamos aquí?

Kevin se rascó la cabeza.

– No sé. Podría actuar como señuelo para que los otros animales lo siguieran, pero también es posible que regrese con nosotros.

– ¿Por qué no echamos a andar? -preguntó Melanie-. Dejemos que lo decida él.

Enfilaron hacia las jaulas, y se alegraron de ver que el bonobo número uno los seguía.

Apuraron el paso, conscientes de que Candace y los demás los esperaban. Cuando llegaron junto a las jaulas, no vacilaron ni un instante. Kevin abrió la puerta de la primera, mientras Melanie abría la de la segunda.

Los animales salieron rápidamente e intercambiaron palabras con el bonobo número uno. Kevin y Melanie se dirigieron a las dos jaulas siguientes.

Unos minutos después, una docena de animales se congregaban en el claro, estirándose y vocalizando.

– Funciona -dijo él-. Estoy seguro. Si se propusieran internarse en el bosque de la isla, ya habrían corrido hacia allí.

Creo que todos saben que tienen que marcharse.

– Tal vez debería ir a buscar a Candace y a los demás. Deberían presenciar esta escena. Además, podrían echarnos una mano.

Melanie se perdió en la oscuridad mientras Kevin se acercaba a la jaula siguiente. Notó que el bonobo número uno permanecía cerca, para recibir a cada nuevo animal liberado.

Cuando apareció el resto del grupo, él ya había liberado a otra media docena de bonobos. Al principio, el grupo se sentía intimidado por esas extrañas criaturas y no sabía qué hacer. Sin embargo, los bonobos no les prestaron atención, salvo a Warren, a quien rehuían. El afroamericano llevaba consigo el rifle de asalto, que, según pensó Kevin, debía de recordarles las escopetas de dardos.

– Están muy callados -observó Laurie-. Es extraño.

– Están abatidos -explicó Kevin-. Puede que se deba a los tranquilizantes o a las horas de cautividad. Pero no os acerquéis. Aunque parezcan tranquilos, son muy fuertes.

– ¿Cómo podemos ayudar? -preguntó Candace.

– Abriendo jaulas -respondió Kevin.

Los siete pusieron manos a la obra y tardaron apenas unos minutos en abrir todas las jaulas. Una vez liberado el último animal, Kevin indicó por señas que lo siguieran hacia el puente.

El bonobo número uno, que no se había separado de Kevin en ningún momento, batió palmas, como cuando se habían encontrado con él en la arboleda. Luego emitió una serie de sonidos estridentes y echó a andar detrás de los humanos. Los demás bonobos lo siguieron en silencio.

Los siete humanos guiaron a los bonobos quiméricos hacia el puente que los conduciría a la libertad. Al llegar junto a él, se apartaron del camino. El bonobo número uno se detuvo junto a la estructura de cemento.

– Sta zit arak -dijo Kevin mientras abría los dedos y apartaba la mano del pecho por última vez. Luego señaló hacia el inexplorado bosque africano.

El bonobo número uno asintió con la cabeza y trepó al montante de cemento. Miró a sus congéneres y vocalizó por última vez antes de dar la espalda a la isla Francesca y cruzar el puente hacia la zona continental. Los bonobos los siguieron en silencio.

– Es como mirar el Exodo -bromeó Jack.

– No blasfemes -replicó Laurie. Sin embargo, como en casi todas las bromas, había algo de verdad. Estaba verdaderamente fascinada por el espectáculo.

Los animales se fundieron silenciosamente con la selva, como por arte de magia. Al principio eran una multitud inquieta al otro lado del puente y un instante después desaparecieron como agua absorbida por una esponja.

Los humanos permanecieron inmóviles y callados durante unos minutos, hasta que Kevin rompió el silencio:

– Lo han hecho, y me alegro por ellos. Gracias a todos por ayudarme. Puede que ahora consiga perdonarme el error que cometí al crearlos.

Se acercó a la estructura de cemento y apretó el botón rojo. El puente volvió a plegarse con un zumbido.

El grupo echó a andar hacia la piragua.

– Ha sido el espectáculo más extraño que he visto en mi vida -dijo Jack.

A mitad de camino de la piragua, Melanie se detuvo en seco y gritó:

– ¡Oh, no! ¡Mirad!

Todo el mundo miró al otro lado del río, en la dirección que señalaba la joven. Entre el follaje se filtraban las luces de varios vehículos, que obviamente descendían por el sendero que conducía al mecanismo del puente.

– ¡No podremos llegar a la piragua! -exclamó Warren-.

¡Nos verán!

– Tampoco podemos quedarnos aquí -replicó Jack.

Todos se volvieron y corrieron hacia la selva. En el preciso momento en que se escondían detrás de las jaulas, los coches giraron hacia el oeste y sus luces iluminaron el claro. Los vehículos se detuvieron, pero las luces permanecieron encendidas y los motores en marcha.

– Son soldados ecuatoguineanos -dijo Kevin.

– Y Siegfried está con ellos -añadió Melanie-. Lo reconocería en cualquier parte. Y aquél es el coche de Cameron McIvers.

Al otro lado del río encendieron un potente reflector para iluminar primero las jaulas y luego la costa de la isla. Rápidamente localizaron la piragua.

Pese a estar a cincuenta metros de los soldados, Kevin y sus amigos oyeron sus gritos de entusiasmo al descubrir la embarcación.

– Mal asunto -dijo Jack-. Ya saben que estamos aquí.

Una súbita y persistente ráfaga de ametralladora rompió la quietud de la noche.

– ¿Adónde demonios disparan? -preguntó Laurie.

– Me temo que están destruyendo nuestra piragua -respondió Jack-. Supongo que no podré recuperar el depósito del alquiler.

– No es momento para bromas -protestó ella.

Una explosión hizo vibrar el aire de la noche y una bola de fuego iluminó fugazmente a los soldados.

– Le han dado al tanque de gasolina -dijo Kevin-. Nos hemos quedado sin medio de transporte.

Unos minutos después, se apagó el reflector. Entonces el primer vehículo dio la vuelta y desapareció por el camino que conducía a Cogo.

– ¿Alguien entiende qué está pasando? -preguntó Jack.

– Supongo que Siegfried y Cameron regresan a la ciudad -respondió Melanie-. Es obvio que ahora que saben que estamos en la isla, se han quedado tranquilos.

Las luces del segundo vehículo se apagaron y el claro quedó a oscuras. La luna se había ocultado al oeste, de modo que su luz era apenas un tenue resplandor.

– Me sentía más seguro cuando sabía dónde estaban y qué hacían -dijo Warren.

– ¿Esta isla es grande? -preguntó Jack.

– Tiene nueve kilómetros de largo por tres de ancho -respondió Kevin-, pero…

– Están haciendo fuego -interrumpió Warren.

Un punto de luz iluminó parte del mecanismo del puente y de inmediato las llamas se propagaron, formando una fogata. Las figuras espectrales de los soldados se movían alrededor del fuego.

– Muy bonito -dijo Jack-. Parece que se están poniendo cómodos.

– ¿Qué se proponen? -preguntó Laurie, desesperada.

– No tenemos muchas posibilidades de escapar mientras estén ahí sentados -dijo Warren-. Si no he contado mal, son seis.

– Esperemos que no crucen -dijo Jack.

– No lo harán hasta el amanecer-explicó Kevin-. No se arriesgarán a cruzar en la oscuridad. Además, no tienen necesidad de hacerlo. No esperan que nos larguemos de aquí.

– ¿Por qué no cruzamos el canal a nado? -propuso Jack-.

Son sólo trece o catorce metros y casi no hay corriente.

– No soy un buen nadador -dijo Warren con nerviosismo-. Ya te lo advertí.

– Esta zona está infestada de cocodrilos -terció Kevin.

– ¡Vaya! -exclamó Laurie-. Y nos lo dice ahora.

– Escuchadme -dijo Kevin-, no necesitamos nadar. Al me nos no lo creo. La embarcación que usamos Melanie, Candace y yo para llegar aquí debería estar donde la dejamos, y es lo bastante grande para todos.

– ¡Estupendo! -exclamó Jack-. ¿Y dónde está?

– Me temo que tendremos que andar un poco -dijo Kevin-. Está a poco más de un kilómetro y medio de aquí, pero al menos el camino está despejado.

– Será como un paseo por el parque -dijo Jack.

– ¿Qué hora es? -preguntó Kevin.

– Las tres y veinte -respondió Warren.

– Entonces falta aproximadamente una hora y media para que amanezca -dijo Kevin-. Deberíamos ponernos en camino.

Lo que Jack había calificado jocosamente de un paseo por el parque resultó ser una de las experiencias más inquietantes que hubieran vivido. Puesto que no deseaban usar la linterna hasta alejarse unos doscientos o trescientos metros de la costa, la primera parte del trayecto habría podido describirse como un itinerario donde unos ciegos guiaban a otros. En el interior de la selva reinaba la más absoluta oscuridad. De hecho, era como si anduvieran con los ojos cerrados.

Kevin había tomado la delantera para tantear el terreno, pero se había equivocado en varias ocasiones y habían tenido que retroceder. Conocedor de las criaturas que habitaban la selva, contenía el aliento cada vez que extendía una mano o apoyaba un pie en la oscuridad.

Los demás lo seguían en fila india, cada uno cogido de la persona que tenía delante. Jack intentó desdramatizar la situación con sus comentarios jocosos, pero después de unos minutos hasta él perdió su inagotable sentido del humor.

A partir de ese momento, todos fueron presa de sus propios temores, mientras las criaturas nocturnas ululaban, croaban, bramaban, gorjeaban y de tanto en tanto chillaban al rededor.

Cuando por fin consideraron que era seguro encender la linterna, comenzaron a avanzar más aprisa. Sin embargo, al ver la cantidad de serpientes e insectos de todas las clases que había en el camino, todos se estremecieron, conscientes de que antes de encender la linterna habían pasado inadvertidamente junto a las mismas criaturas.

Cuando llegaron a los campos cenagosos que rodeaban el lago de los Hipopótamos, ya comenzaban a clarear al este del horizonte. Al dejar atrás la oscuridad de la selva, habían creído equivocadamente que lo peor había pasado, pero no fue así. Los hipopótamos estaban pastando y, a la luz tenue del alba, sus siluetas se veían gigantescas.

– Aunque no lo parezca, son muy peligrosos -advirtió Kevin-. Matan a más personas de las que creéis.

El grupo dio un rodeo para esquivar a los hipopótamos, pero cuando se acercaban a los juncos detrás de los cuales esperaban que siguiera escondida la canoa, se vieron obligados a pasar junto a dos ejemplares enormes. Los animales los miraron con expresión soñolienta, hasta que, de improviso, corrieron hacia ellos.

Por fortuna, se dirigieron hacia el lago con una violenta conmoción y gran estruendo. Cada uno de ellos abrió un nuevo y ancho sendero entre los juncos. Por un instante, a todos les dio un vuelco el corazón.

Tardaron unos minutos en recuperarse lo suficiente para poder seguir. El cielo estaba cada vez más claro y sabían que no tenían tiempo que perder. La caminata había llevado más tiempo de lo previsto.

– Gracias a Dios que sigue aquí -dijo Kevin cuando apartó los juncos y vio la pequeña canoa. Hasta la nevera de playa seguía en su sitio.

Pero entonces se planteó otro problema. Pronto decidieron que la embarcación era demasiado pequeña para siete personas. Después de una acalorada discusión, decidieron que Warren y Jack se quedarían en la orilla hasta que Kevin regresara con la canoa.

La espera fue un infierno. A la creciente claridad del cielo, que anunciaba la inminencia del amanecer y la probable aparición de los soldados, se sumaba la preocupación por que la piragua motorizada hubiera desaparecido. Jack y Warren se miraban y consultaban alternativamente sus relojes, mientras espantaban nubes de insaciables insectos. Para colmo, estaban agotados.

Cuando empezaban a temer por la suerte de los demás, Kevin apareció como un espejismo, remando entre los juncos.

Warren y Jack subieron a la canoa.

– ¿La piragua motorizada está bien? -preguntó Jack con inquietud.

– Por lo menos sigue ahí-respondió Kevin-. No he probado el motor.

Retrocedieron entre los juncos y viraron hacia el río Deviso. Por desgracia, se vieron obligados a remar el doble de lo necesario para esquivar a los hipopótamos y los cocodrilos.

Antes de internarse entre la vegetación que ocultaba la embocadura del río, vieron que los soldados entraban en el claro.

– ¿Creéis que nos han visto? -preguntó Jack desde la proa.

– Quién sabe -respuso Kevin.

– Hemos escapado por los pelos -observó Jack.

Para las mujeres, la espera había sido tan angustiosa como para Jack y Warren. Cuando la pequeña canoa se acercó a la piragua, lloraron lágrimas de alivio.

La última preocupación era el motor fuera borda. Jack se ocupó de él, pues había tenido experiencia con ellos en su adolescencia. Mientras lo examinaba, los demás remaron para conducir la canoa río adentro.

Jack bombeó la gasolina y pronunció una pequeña plegaria antes de tirar de la cuerda.

El motor emitió unos cuantos sonidos ahogados y se encendió, rompiendo la quietud del alba. Jack miró a Laurie y le sonrió. Luego aumentó la velocidad y viró hacia el sur, donde Gabón se veía como una línea verde en el horizonte.

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