5 de marzo de 1997, 14.15 horas.
Nueva York
– Perdona -dijo Cheryl Myers desde la puerta del despacho de Laurie-. Acabamos de recibir un paquete urgente y supuse que querrías verlo de inmediato.
Laurie se puso en pie y cogió el paquete. Sentía curiosidad. Miró la etiqueta para averiguar quién lo enviaba: el remitente era la CNN.
– Gracias, Cheryl dijo. Estaba perpleja, pues no esperaba ningún paquete de la CNN.
– Veo que la doctora Mehta no está -señaló Cheryl-. Le he traído un informe que ha llegado desde el University Hospital. ¿Lo dejo sobre su mesa? -La doctora Mehta era la compañera de despacho de Laurie. Compartían oficina desde hacía seis años, cuando ambas habían entrado a trabajar en el Instituto Forense.
– Claro -respondió Laurie distraída, pendiente de su paquete. Introdujo un dedo bajo la solapa y abrió el sobre.
Dentro había una cinta de vídeo. Laurie leyó la etiqueta:
Asesinato de Carlo Franconi, 3 de marzo de 1997.
Después de la última autopsia de la mañana, Laurie había pasado un buen rato en su despacho intentando completar algunos de los veinte casos que tenía pendientes. Había estado ocupada examinando preparados histológicos, resultados de laboratorio, historias clínicas e informes policiales, de modo que durante varias horas no había pensado en el asunto Franconi.
La llegada de la cinta de vídeo hizo que volviera a recordarlo. Por desgracia, la cinta carecía de utilidad sin el cadáver. Laurie la guardó en su maletín y volvió al trabajo. Pero después de quince minutos de esfuerzos infructuosos, apagó la luz del microscopio. No podía concentrarse. No hacía más que darle vueltas en la cabeza a la intrigante desaparición del cuerpo. Todo había ocurrido como si se tratara de un truco de magia. El cuerpo estaba a salvo en el compartimiento ciento once, donde lo habían visto tres empleados, y un momento después, puf, había desaparecido. Tenía que haber una explicación, pero por mucho que pensara, a Laurie no se le ocurría ninguna.
Decidió bajar al sótano y pasar por la oficina del depósito.
Esperaba que hubiera al menos un asistente disponible. Pero cuando llegó comprobó que el despacho estaba vacío. Lejos de amilanarse, Laurie cogió el libro de registro, un gran volumen encuadernado en piel. Lo hojeó, buscando los nombres que Mike Passano le había señalado la noche anterior.
Los encontró sin dificultad. Cogió un bolígrafo del tazón que hacía las veces de lapicero y apuntó los números de acceso de los dos cadáveres que habían ingresado durante el turno de noche: Dorothy Kline, número 101455g y Frank Gleason, número 100385. Luego apuntó los nombres de las dos funerarias: Spoletto, en Ozone Park, Nueva York, y Dickson, en Summit, Nueva Jersey.
Laurie estaba a punto de marcharse cuando vio una agenda en un extremo del escritorio y decidió llamar a ambas funerarias. Tras identificarse, pidió hablar con los encargados.
Lo que la había inducido a telefonear era la posibilidad de que alguna de las dos recogidas fueran falsas. Pensó que las posibilidades eran bastante remotas, puesto que el asistente de la noche, Mike Passano, había dicho que las funerarias habían llamado con antelación, y sin duda alguna él estaba familiarizado con los empleados. Como Laurie esperaba, las recogidas eran auténticas y los dos encargados confirmaron que los cadáveres habían llegado a las respectivas funerarias, donde se celebraron los velatorios.
Laurie volvió a consultar el libro de registro y miró los nombres de los dos ingresos. Para terminar los copió junto con sus números de admisión. Los nombres le sonaban, pues a la mañana siguiente ella misma había asignado las autopsias a Paul Plodgett. Pero no estaba tan interesada en las llegadas como en las salidas. Los cadáveres habían ingresado con antiguos empleados del depósito, mientras que los que se habían llevado los cuerpos eran extraños.
Frustrada, Laurie tamborileó con el lápiz sobre el escritorio. Estaba convencida de que se le escapaba algo. Una vez más, miró la agenda abierta en la página donde estaba apuntada la funeraria Spoletto. Hizo una vaga asociación con el nombre. Por un momento luchó con su memoria. ¿De qué le sonaba? Entonces recordó: estaba relacionado con el caso Cerino. Paul Cerino, el predecesor de Franconi, había ordenado matar a un hombre en la funeraria Spoletto.
Laurie se metió sus notas en el bolsillo y regresó a la quinta planta. Fue directamente al despacho de Jack. La puerta estaba abierta y golpeó en la jamba. Tanto Jack como Chet alzaron la vista.
– He tenido una idea -dijo Laurie a Jack.
– ¿Sólo una? -bromeó él.
Laurie le arrojó un lápiz, que Jack esquivó con facilidad.
La doctora se dejó caer en una silla y le habló de la conexión entre la mafia y la funeraria Spoletto.
– Jolín, Laurie -replicó Jack-. El hecho de que haya habido un atentado de la mafia en una funeraria no significa que ésta esté metida en algo sucio.
– ¿No lo crees?
Jack no necesitó responder; su opinión se leía en su cara.
Y después de pensarlo mejor, Laurie comprendió que era una idea bastante ridícula. Estaba dando palos de ciego.
– Además-dijo él ¿porqué no dejas este asunto de una vez?
– Ya te lo he dicho. Es algo personal.
– Quizá pueda canalizar tus esfuerzos hacia algo más productivo -dijo Jack señalando el microscopio-. Observa esta muestra congelada y dime qué piensas.
Laurie se levantó de la silla y se inclinó sobre el microscopio.
– ¿Qué es esto?, ¿la herida de entrada? -preguntó.
– Tan lista como siempre -comentó Jack-. Has dado en el clavo.
– Bueno, no era tan difícil. El orificio está a escasos centímetros de la piel.
– Exactamente. ¿Algo más?
– ¡Dios, no hay extravasación de sangre! -exclamó ella-.
Nada en absoluto, de modo que tiene que ser una herida post mortem. -Levantó la cabeza y miró a Jack, atónita-. Pensé que se trataba de una herida mortal.
– El poder de la ciencia moderna. Este ahogado que me endilgaste se ha convertido en un caso jodidísimo.
– Eh, tú te ofreciste voluntariamente.
– Sólo bromeaba. Me alegra que me haya tocado a mí. Está claro como el agua que las heridas de bala son post mortem,
igual que la decapitación y la amputación de las manos.
Y desde luego las heridas de hélice.
– ¿Cuál es la causa de la muerte? -preguntó Laurie.
– Otros dos impactos de bala. Uno en la parte posterior del cuello -le señaló por encima de la clavícula derecha-.
Y otro en el costado izquierdo, que destrozó la décima costilla.
Lo curioso es que las dos heridas terminaban en una masa de bolitas de perdigones en la zona superior derecha del abdomen, y eran difíciles de ver en la radiografía.
– Vaya, eso sí es una novedad-dijo Laurie-. Balas ocultas por perdigones. Lo bueno de este trabajo es que uno aprende algo nuevo cada día.
– Y aún falta lo mejor -continuó Jack.
– Esto es una auténtica pasada -intervino Chet, que había estado escuchando la conversación-. Perfecto para uno de esos seminarios de anatomía forense.
– Creo que las balas tenían el objeto de ocultar la identidad de la víctima, igual que la decapitación y la amputación de las manos -señaló Jack.
– ¿Qué quieres decir? inquirió Laurie.
– Tengo el pálpito de que este hombre fue sometido a un trasplante de hígado. Y no hace mucho. El asesino debe de haber previsto que eso incluía a su víctima en un grupo relativamente pequeño, lo que reducía las probabilidades de ocultar su identidad.
– ¿Quedó algo del hígado? -preguntó Laurie.
– Poca cosa -respondió Jack-. La bala destruyó la mayor parte.
– Y los peces colaboraron -añadió Chet.
Laurie se estremeció.
– Pero he encontrado algo de tejido hepático -prosiguió Jack-. Lo usaremos para confirmar la teoría del trasplante.
Mientras hablamos, Ted Lynch, del departamento de ADN, está haciendo un DQ alfa. Tendremos los resultados dentro de aproximadamente una hora. La principal pista fueron las suturas en la vena cava y en la arteria hepática.
– ¿Qué es un DQ alfa? -preguntó Laurie.
Jack rió.
– Me alegro de que no lo sepas -dijo-, porque yo también tuve que preguntárselo a Ted. Me explicó que es un rápido y útil marcador de ADN para diferenciar a dos individuos.
Identifica la región DQ del complejo mayor de histocompatibilidad en el cromosoma seis.
– ¿Y qué me dices de la vena porta? ¿También tenía sutu ras?-preguntó Laurie.
– Por desgracia, la vena porta estaba destruida, junto con gran parte de los intestinos.
– Bien -dijo Laurie-. Esto facilitará la identificación.
– Es lo que pensé -dijo Jack-. Ya he avisado a Bart Arnold y él se ha puesto en contacto con el Banco Nacional de Organos. También se propone llamar a los hospitales que hacen trasplantes de hígado, sobre todo aquí, en la ciudad.
– Es una lista pequeña -dijo Laurie-. Buen trabajo, Jack.
El se ruborizó ligeramente y Laurie se conmovió. Pensaba que era inmune a los cumplidos.
– ¿Y qué me dices de las balas? -preguntó Laurie-. ¿Son de la misma arma?
– Las hemos enviado a balística, en la policía -explicó Jack-. Debido a la distorsión, era difícil asegurar si procedían de la misma arma. Una de ellas atravesó la décima costilla y estaba achatada. La segunda tampoco estaba en buen estado. Creo que rozó la columna vertebral.
– ¿De qué calibre eran? -preguntó Laurie.
– No pude determinarlo a simple vista -respondió Jack.
– ¿Y qué dijo Vinnie? -preguntó Laurie.
– Vinnie hoy estaba hecho un inútil -repuso Jack-. Nunca lo había visto de tan mal humor. Le pregunté qué opinaba y se negó a responder. Dijo que era mi trabajo y que no le pagaban lo suficiente para que diera su opinión todo el tiempo.
– ¿Sabes? Yo tuve un caso similar durante aquel horrible asunto de Cerino -dijo Laurie. Miró al vacío unos instantes y sus ojos se humedecieron-. La víctima era la secretaria del médico que estaba involucrado en la conspiración. Por su puesto, no le habían trasplantado el hígado, pero también le faltaban la cabeza y las manos y conseguí identificarla basándome en su historia clínica de cirugía.
– Algún día tendrás que contarme esa historia siniestra -dijo Jack-. No haces más que dejar caer fragmentos intrigantes.
Laurie suspiró.
– Ojalá pudiera olvidarme de todo aquello. Todavía me atormentan las pesadillas.
Raymond consultó el reloj de pulsera mientras abría la puerta de la consulta del doctor Daniel Levitz, en la Quinta Avenida. Eran las dos y cuarenta y cinco. Raymond había llamado al médico tres veces poco después de las once de la mañana, pero no había conseguido hablar con él. En cada ocasión, la recepcionista le había prometido que el doctor respondería a su llamada, pero no lo había hecho. En su estado de agitación, a Raymond le pareció una descortesía inadmisible, y puesto que la consulta de Levitz estaba a la vuelta de la esquina de su apartamento, prefirió ir directamente a telefonear otra vez.
– Doctor Raymond Lyons -anunció a la recepcionista con tono autoritario-. Vengo a ver al doctor Levitz.
– Sí, doctor Lyons -repitió la recepcionista, que tenía el mismo aire refinado y sereno de la recepcionista del doctor Anderson-. Creo que no lo tengo en mi lista de visitas. ¿El doctor lo espera?
– No exactamente -respondió Raymond.
– Bueno, le informaré de que se encuentra aquí -repuso la recepcionista sin comprometerse.
Raymond se sentó en la abarrotada sala de espera. Cogió
una de las revistas típicas de los consultorios médicos y la
hojeó sin concentrarse en las im genes. Su nerviosismo aho ra rayaba en crispación y se preguntó si había cometido un error al presentarse en la consulta.
Comprobar el estado del otro paciente de trasplante había sido muy sencillo. Raymond había telefoneado al médico de Dallas, y éste le había asegurado que el hombre a quien habían trasplantado un riñón, un distinguido ejecutivo local, evolucionaba perfectamente y no era probable que necesitara una autopsia en un futuro próximo. Antes de colgar, el médico le había prometido informarle de cualquier cambio en la situación.
Pero puesto que el doctor Levitz no había devuelto sus llamadas, Raymond no tenía noticias del segundo caso. Paseó la vista por la estancia, que estaba tan lujosamente decorada como la del doctor Anderson, con originales al óleo, las paredes pintadas de color burdeos y los suelos tapizados con alfombras orientales. Los pacientes que aguardaban eran obviamente ricos, a juzgar por su indumentaria, sus modales y sus joyas.
A medida que pasaban los minutos, la irritación de Raymond crecía. La evidente prosperidad del doctor Levitz era un elemento agravante, pues le recordó a Raymond la injusticia de que le retiraran la licencia médica y lo dejaran en una cuerda floja legal sólo porque lo habían pillado inflando las facturas de una mutualidad médica.
Sin embargo, allí estaba el doctor Levitz, en todo su esplendor, aunque debía la mayor parte de sus ingresos a unos cuantos miembros de la mafia. Era evidente que se trataba de dinero sucio. Y para colmo, Raymond estaba seguro de que Levitz también inflaba las facturas de las mutualidades. Joder, todo el mundo lo hacía.
Apareció una enfermera y carraspeó. Raymond se adelantó en su asiento con expectación. Pero la enfermera pronunció otro nombre. Cuando el paciente se levantó, dejó las revistas y desapareció en la consulta, Raymond volvió a arrellanarse en el sofá, echando humo por las orejas. La sensación de que se encontraba a merced de esa gentuza hizo que Raymond anhelara aún más la seguridad económica. Con el programa de "dobles" estaba muy cerca. No podía permitir que el negocio se echara a perder por un problema tonto, imprevisto y fácilmente remediable.
Cuando por fin lo hicieron pasar al santuario del doctor Levitz, ya eran las tres y cuarto. Levitz era un hombrecillo enjuto, semicalvo y con múltiples tics nerviosos. Lucía un bigote, aunque éste era ralo y decididamente poco varonil.
Raymond siempre se preguntaba qué tenía aquel hombre para inspirar tanta confianza a sus pacientes.
– Ha sido un día de mucho trajín-se excusó Levitz-. No esperaba verlo por aquí.
– Yo tampoco tenía previsto pasar, pero como no respondió a mis llamadas, no tuve otra elección.
– ¿Sus llamadas? -preguntó Daniel. No sabía que hubiera llamado. Tendré que darle un tirón de orejas a mi recepcionista. Hoy día es muy difícil encontrar personal competente.
Raymond sintió la tentación de decirle que cortara el rollo, pero se contuvo. Después de todo, por fin podía hablar con él, y no resolvería nada con un enfrentamiento. Además, por mucho que lo irritara la personalidad de Daniel Levitz, debía reconocer que había sido un reclutamiento rentable.
Había conseguido doce clientes y cuatro médicos para el proyecto.
– ¿Qué puedo hacer por usted? -preguntó Daniel y sacudió la cabeza varias veces de manera desconcertante, como era habitual en él.
– En primer lugar, quiero agradecerle su ayuda de la otra noche -dijo Raymond-. En las más altas esferas, consideraron que el problema era una auténtica emergencia. La publicidad en estos momentos hubiera significado el fin del programa.
– Me alegro de haber sido útil -respondió Daniel. Y también de que el señor Vincent se prestara a ayudar para conservar su inversión.
– Hablando del señor Dominick -dijo Raymond-, el otro día me hizo una visita inesperada.
– Espero que fuera cordial -repuso Levitz, que conocía las actividades de Dominick, así como su personalidad, y sabía que la extorsión no era ajena a sus métodos.
– Sí y no -dijo Raymond-. Insistió en darme detalles que yo no quería conocer y luego solicitó que lo eximiéramos de la cuota durante dos años.
– Podría haber sido peor. ¿Qué incidencia tiene eso en mi porcentaje?
– El porcentaje continúa igual -respondió Raymond-.
Aunque un porcentaje de nada es nada.
– ¡De modo que los ayudo y me castigan! -exclamó Daniel. ¡Es una injusticia!
Raymond guardó silencio. No había pensado en la pérdida de Daniel sobre la cuota de Dominick, aunque era algo que tendría que afrontar tarde o temprano. En aquellos momentos no quería tener problemas con el médico.
– Tiene razón -concedió Raymond-. Discutiremos este asunto muy pronto. Pero en este momento me preocupa otra cosa. ¿En qué estado se encuentra Cindy Carlson?
Cindy Carlson era una muchacha de dieciséis años, hija de Albright Carlson, un pez gordo de Wall Street famoso por sus trapicheos en la bolsa. Daniel había reclutado a Albright y a su hija como clientes. En su infancia, la hija había padecido una glomerulonefritis. La enfermedad había empeorado durante la pubertad de la niña, provocando una insuficiencia renal. En consecuencia, Daniel tenía el número más alto no sólo de clientes, sino también de trasplantados: Carlo Franconi y Cindy Carlson.
– Evoluciona bien -respondió Daniel-. Al menos desde el punto de vista físico. ¿Por qué lo pregunta?
– Este asunto de Franconi me ha hecho tomar conciencia de la fragilidad del proyecto -reconoció Raymond-. Quiero asegurarme de que no queden cabos sueltos.
– No se preocupe por los Carlson -replicó Daniel-. No nos crearán ningún problema. No podrían estar más agradecidos. De hecho, la semana pasada Albright mencionó la posibilidad de llevar a su esposa a las Bahamas para que le extraigan médula ósea. Pronto será cliente nuestra.
– Eso es alentador-admitió Raymond-. Siempre viene bien un cliente nuevo. Pero lo que me preocupa en este momento no es la demanda por nuestros servicios. Desde el punto de vista económico no podría irnos mejor. Hemos superado todas las previsiones. Lo que me inquieta son los imprevistos, como el caso de Franconi.
Daniel asintió con la cabeza e hizo otro movimiento espasmódico.
– Todo tiene sus riesgos -dijo con aire filosófico-. Así es la vida.
– Pero cuanto más bajo sea el nivel de riesgos mejor me sentiré -repuso Raymond-. Cuando le pregunté por el estado de Cindy Carlson, usted dijo que se encontraba físicamente bien. ¿Por qué?
– Porque mentalmente está como una regadera -respondió Daniel.
– ¿Qué quiere decir? -preguntó Raymond. Una vez más su pulso se aceleró.
– Es normal que la cría esté un poco loca con un padre como Albright Carlson -dijo Daniel. Añada a eso la tensión de una enfermedad crónica. No estoy seguro de que ésta haya contribuido a su obesidad, pero lo cierto es que a la joven le sobran unos cuantos kilos. Eso ya es duro para cualquiera, pero mucho más para una adolescente. La joven sufre una comprensible depresión.
– ¿Qué grado de depresión? -preguntó Raymond.
– El suficiente para intentar suicidarse en dos ocasiones -respondió Raymond-. Y no fueron reclamos de atención pueriles, sino intentos serios. No lo consiguió porque la descubrieron de inmediato, y porque la primera vez tomó pastillas y la segunda trató de ahorcarse. Si hubiera tenido una pistola, sin duda ahora estaría muerta.
Raymond soltó un gruñido.
– ¿Qué pasa? -preguntó Daniel.
– A todos los suicidas se les practica una autopsia -dijo Raymond.
– No lo había pensado -admitió Daniel.
– Precisamente me refería a esa clase de cabos sueltos.
¡Maldita sea! ¡Qué mala suerte!
– Lamento ser mensajero de malas noticias -dijo Daniel.
– No es culpa suya -respondió Raymond-. Lo importante es que sepamos dónde estamos y reconozcamos que no podemos quedarnos sentados esperando que suceda una catástrofe.
– No creo que tengamos elección -dijo Daniel.
– ¿Y qué me dice de Vincent Dominick? -preguntó Raymond-. Nos ha ayudado una vez, y con un hijo enfermo, sin duda tiene especial interés en el futuro de nuestro programa.
El doctor Daniel Levitz miró fijamente a Raymond.
– ¿No estará sugiriendo…? -Raymond no respondió-. No; yo me planto aquí -dijo Daniel y se puso en pie-. Lo siento, pero tengo la sala de espera llena de pacientes.
– ¿No podría llamar a Dominick y consultarlo? -preguntó Raymond.
– De ninguna manera -respondió Daniel. Aunque atienda a algunos individuos relacionados con la mafia, nunca me involucro personalmente en sus asuntos.
– Pero usted nos ayudó con Franconi -protestó Raymond.
– Franconi era un cadáver congelado en el depósito.
– Entonces deme el número de teléfono de Dominick. Lo llamaré personalmente. Y también necesitaré la dirección de los Carlson.
– Hable con mi recepcionista. Dígale que es un amigo personal.
– Gracias -dijo Raymond.
– Pero recuerde -advirtió Daniel-, pase lo que pase entre usted y Vinnie Dominick, me merezco y quiero los porcentajes que me corresponden.
Al principio la recepcionista se resistió a darle a Raymond el número de teléfono y las direcciones que solicitaba, pero tras una breve conversación telefónica con su jefe, lo hizo.
Sin decir una palabra, apuntó la información al dorso de una tarjeta de visita de Levitz y se la entregó.
Raymond se apresuró a volver a su apartamento de la calle Sesenta y cuatro. En cuanto entró, Darlene le preguntó cómo había ido la reunión con el médico.
– Ni lo preguntes -repuso él con tono cortante. Entró en su estudio recubierto con paneles de madera, cerró la puerta y se sentó ante el escritorio. Con manos temblorosas marcó un número de teléfono. En su imaginación, veía a Cindy Carlson buscando somníferos en el botiquín de su madre o entrando en la ferretería más cercana para comprar una soga.
– ¿Sí? ¿Diga? -dijo una voz al otro lado de la línea.
– Quiero hablar con el señor Vincent Dominick -dijo Raymond con toda la autoridad de que era capaz.
Detestaba mezclarse con esa gentuza, pero no tenía alternativa. Siete años de esfuerzos y dedicación estaban en la cuerda floja, por no mencionar su futuro.
– ¿Quién habla? -preguntaron del otro lado.
– El doctor Raymond Lyons.
Hubo una pequeña pausa antes de que el hombre dijera:
– Un momento.
Para sorpresa de Raymond, mientras esperaba oyó una sonata de Beethoven. Le pareció una ironía.
Unos instantes después, la voz melodiosa de Vinnie Dominick sonó en la línea. Raymond imaginó la indiferencia ensayada y desdeñosa del hombre, como si fuera un actor bien vestido interpretándose a sí mismo.
– ¿Cómo ha conseguido mi número, doctor? -preguntó
Vinnie. Su tono era imperturbable y, sin embargo, tenía un dejo amenazador.
A Raymond se le secó la boca y tuvo que carraspear.
– Me lo dio el doctor Levitz -consiguió articular por fin.
– ¿Qué puedo hacer por usted? -preguntó Vinnie.
– Ha surgido otro problema-respondió Raymond con voz ronca y volvió a aclararse la garganta-. Me gustaría verlo para hablar sobre él.
Hubo una pausa que se prolongó más de lo que Raymond podía tolerar. Cuando estaba a punto de preguntar si Vinnie seguía allí, el mafioso respondió:
– Cuando me apunté a su programa, lo hice para ganar un poco de tranquilidad mental. Nunca creí que me complicarían la vida.
– Se trata sólo de pequeños inconvenientes -repuso Raymond-. En realidad, el proyecto funciona de maravilla.
– Lo veré en el restaurante Neopolitan, en Corona Avenue, Elmhurst, dentro de media hora. ¿Podrá encontrarlo?
– Claro. Cogeré un taxi de inmediato.
– Hasta entonces -dijo Vinnie antes de colgar.
Raymond rebuscó con rapidez en el primer cajón de su escritorio, hasta encontrar el plano de Nueva York. Lo desplegó sobre el escritorio y localizó Corona Avenue en Elmhurst. Calculaba que podría llegar en media hora, siempre que no hubiera atascos en el puente de Queens. Tenía motivos para preocuparse, pues eran casi las cuatro, el comienzo de la hora punta.
Cuando Raymond salió de su estudio, poniéndose apresuradamente el abrigo, Darlene le preguntó adónde iba. Le respondió que no tenía tiempo para darle explicaciones y que volvería aproximadamente en una hora.
Raymond corrió hacia Park Avenue, donde cogió un taxi.
Fue una suerte que llevara el plano con él, porque el taxista afgano no tenía la menor idea de dónde estaba Elmhurst, y mucho menos Corona Avenue.
El viaje no fue sencillo. Tardaron casi un cuarto de hora en cruzar el este de Manhattan y luego se encontraron con un atasco en el puente. A la hora en que Raymond debía estar en el restaurante, el taxi acababa de llegar a Queens. Pero a partir de ahí las calles se despejaron y Raymond llegó al restaurante con apenas quince minutos de retraso.
Empujó una pesada cortina de terciopelo y entró.
De inmediato se dio cuenta de que el restaurante no estaba abierto al público en esos momentos. La mayoría de las sillas estaban sobre las mesas. Vinnie Dominick estaba sentado solo en uno de los reservados tapizados de terciopelo rojo.
Delante de él había un periódico y una taza pequeña de café expreso. Un cigarrillo encendido reposaba en un cenicero de cristal.
Junto a la barra había cuatro hombres sentados perezosamente sobre los taburetes, fumando. Raymond reconoció entre ellos a los dos que habían acompañado a Dominick a visitarlo a su apartamento. Al otro lado de la barra, un hombre obeso y barbudo lavaba copas. El resto del restaurante estaba vacío. Vinnie hizo una seña a Raymond para que se acercara al reservado.
– Siéntese, doctor -dijo Vinnie-. ¿Un café?
Raymond asintió con la cabeza mientras se sentaba en el banco, no sin cierto esfuerzo debido a la textura del terciopelo. El salón estaba frío y húmedo. Olía a ajo de la noche anterior y al humo acumulado de al menos cinco años de tabaco. Raymond se alegró de no haberse quitado el sombrero ni el abrigo.
– Dos cafés -gritó Vinnie al gordo que estaba detrás de la barra.
Sin decir una palabra, el hombre se volvió hacia una complicada cafetera italiana y comenzó a manipular los mandos.
– Me ha dado una sorpresa, doctor -dijo Vinnie-. La verdad es que no esperaba volver a verlo.
– Como le dije por teléfono, ha surgido otro problema.
– Se inclinó, hablando casi en susurros.
Vinnie abrió las manos.
– Soy todo oídos.
Raymond explicó la situación de Cindy Carlson de la forma más sucinta posible. Recalcó el hecho de que todas las personas que se suicidaban eran sometidas a autopsias. Sin excepciones.
El gordo de la barra les llevó los cafés. Vinnie no respondió al monólogo de Raymond hasta que el camarero hubo regresado a sus vasos.
– ¿Esa tal Cindy Carlson es hija de Albright Carlson? -preguntó Vinnie-, ¿la leyenda de Wall Street?
Raymond hizo un gesto de asentimiento.
– Por eso la situación es tan importante -dijo-. Si se suicida, no cabe duda de que acaparará la atención de los periodistas. Los forenses pondrán particular empeño en su tarea.
– Ya me hago una idea -dijo Vinnie mientras bebía un sorbo de café-. ¿Y qué pretende que hagamos nosotros?
– Preferiría no hacer sugerencias -respondió Raymond con nerviosismo-. Pero como comprenderá, el problema se parece bastante al que planteó Franconi.
– De modo que usted quiere que esa jovencita de dieciséis años desaparezca oportunamente.
– Bueno, ha intentado suicidarse dos veces. En cierto modo, le estaríamos haciendo un favor.
Vinnie rió. Cogió el cigarrillo, dio una calada y luego se pasó la mano por la cabeza. Tenía el cabello liso y peinado hacia atrás, con la frente despejada. Clavó sus ojos oscuros en Raymond.
– Usted es un fuera de serie, doctor. Debo reconocerlo.
– Podría perdonarle la cuota de otro año -aventuró Raymond.
– Muy generoso de su parte, pero, ¿sabe?, no es suficiente, doctor. De hecho, comienzo a hartarme de esta operación. Con franqueza, si no fuera porque Vinnie Junior tiene problemas de riñón, les pediría que me devolvieran el dinero y nos abriríamos. Como verá, me he arriesgado por ustedes desde que les hice el primer favor.
He recibido una llamada del hermano de mi mujer, que dirige la funeraria Spoletto. Está nervioso porque una tal doctora Laurie Montgomery lo llamó y le hizo varias preguntas embarazosas. Dígame, doctor, ¿conoce a la doctora Montgomery?
– No -respondió Raymond y tragó saliva con esfuerzo.
– ¡Eh, Angelo, ven aquí! -gritó Vinnie.
Angelo se levantó del taburete de la barra y se acercó a la mesa.
– Siéntate, Angelo. Quiero que le cuentes al distinguido doctor lo que sabes de Laurie Montgomery.
Raymond tuvo que moverse en el banco para hacerle sitio a Angelo. Se sentía muy incómodo entre los dos hombres.
– Laurie Montgomery es una mujer lista y obcecada -comenzó Angelo con voz ronca-. Si me perdona la expresión, es un auténtico coñazo.
Raymond miró a Angelo, cuyo rostro era un mapa de cicatrices. Puesto que no podía cerrar bien los ojos, éstos estaban enrojecidos y vidriosos.
– Angelo tuvo un desafortunado encuentro con Laurie Montgomery hace unos años -explicó Vinnie-. Angelo, cuéntale al doctor lo que has averiguado hoy.
– Llamé a Vinnie Amendola, nuestro contacto en el depósito. Me contó que Laurie Montgomery aseguró que investigaría personalmente la desaparición del cadáver de Franconi. No necesito decirle que nuestro amigo está muy preocupado.
– ¿Comprende lo que quiero decir? -intervino Vinnie-.
Tenemos un problema potencial sólo porque le hicimos un favor.
– Lo siento mucho -respondió Raymond con aire sumiso.
No se le ocurrió otra respuesta.
– Y esto nos lleva otra vez a la cuestión de las cuotas -dijo Vinnie-. Dadas las circunstancias, creo que deberían suspenderse. En otras palabras, ni mi hijo ni yo pagaremos la cuota nunca más.
– Yo debo responder ante la compañía -protestó Raymond y se aclaró la garganta.
– Muy bien -dijo Vinnie-. Eso no me preocupa en absoluto. Explíqueles que se trata de un gasto de negocios. Hasta es probable que puedan desgravarlo. -Vinnie rió a carcajadas.
Raymond se estremeció. Sabía que lo estaban extorsionando injustamente, sin embargo no tenía alternativa.
– De acuerdo -consiguió decir.
– Gracias -dijo Vinnie-. Vaya, parece que, después de todo, esto va a funcionar. Prácticamente nos hemos convertido en socios. Ahora supongo que tendrá la dirección de Cindy Carlson.
Raymond rebuscó con nerviosismo en el bolsillo y sacó la tarjeta de visita del doctor Levitz. Vinnie la cogió, copió la dirección escrita al dorso y se la devolvió. Luego le pasó las señas a Angelo.
– Englewood, Nueva Jersey -leyó Angelo en voz alta.
– ¿Algún problema? -preguntó Vinnie. Angelo negó con la cabeza-. Entonces todo arreglado -añadió mirando otra vez a Raymond-. Resolveremos este problema, pero le sugiero que no vuelva con ningún otro. Ahora que nos hemos puesto de acuerdo sobre la cuestión de las cuotas, se ha quedado sin elementos para negociar.
Unos minutos después, Raymond salió a la calle. Cuando consultó su reloj, de dio cuenta de que estaba temblando.
Eran casi las cinco y comenzaba a oscurecer. Bajó del bordillo y levantó una mano para llamar a un taxi.
Qué desastre, pensó. De algún modo tendría que hacerse cargo de las cuotas de Vinnie Dominick y de su hijo durante el resto de sus vidas. Se detuvo un taxi, Raymond subió y le dio al conductor la dirección de su casa. Mientras se alejaba del restaurante Neopolitan, comenzó a sentirse mejor. Los gastos de manutención de los dos dobles eran relativamente bajos, pues los animales vivían aislados en una isla desierta.
Así pues, la situación no era tan mala, sobre todo teniendo en cuenta que el problema potencial con Cindy Carlson estaría resuelto.
Cuando Raymond llegó a su apartamento, su humor había mejorado notablemente, al menos hasta que entró por la puerta.
– Te han llamado dos veces de Africa -anunció Darlene.
– ¿Problemas? -preguntó él. Había algo inquietante en la voz de Darlene.
– Buenas y malas noticias -respondió ella-. Las buenas son del cirujano. Ha dicho que Horace Winchester se recupera milagrosamente bien y que ya puedes prepararte para viajar a recogerlo a él y al equipo de cirugía.
– ¿Cuál es la mala noticia? -preguntó Raymond.
– La otra llamada era de Siegfried Spallek. Fue un tanto vago, pero dijo que había un problema con Kevin Marshall.
– ¿Qué clase de problema?
– No entró en detalles -respondió ella.
Raymond recordó que le había pedido específicamente a Kevin que no cometiera ninguna imprudencia y se preguntó si el investigador habría hecho caso omiso de su advertencia.
Seguramente tenía relación con el puñetero humo.
– ¿Spallek pidió que lo telefoneara esta noche? -preguntó.
– Cuando llamó ya eran las once hora local. Dijo que hablaría contigo mañana.
Raymond gruñó para sus adentros. Ahora pasaría la noche en vela. Se preguntó cuándo acabaría todo aquello.