CAPITULO 1

14 de marzo de I997,

7:25 horas.

Nueva York.


Jack Stapleton se inclinó y pedaleó con fuerza mientras recorría la última manzana en dirección este sobre la calle Treinta. A unos cincuenta metros de la Quinta Avenida, irguió la espalda, soltó el manillar y comenzó a frenar. El semáforo no estaba en verde, y ni siquiera Jack estaba lo bastante loco para abrirse paso entre los coches, autobuses y camiones que aceleraban hacia el norte de la ciudad.

La temperatura había subido considerablemente, y los diez centímetros de nieve que habían caído dos días antes se habían derretido, salvo por algunos montículos sucios entre los coches aparcados. Se alegraba de que las calles estuvieran despejadas, pues hacía varios días que no podía usar la bicicleta que había comprado tres semanas antes. Con ella había reemplazado la que le habían robado el año anterior.

Jack había querido comprar otra de inmediato pero, tras una aterradora experiencia que estuvo a punto de costarle la vida, había cambiado de opinión y adoptado una actitud más conservadora ante el riesgo, al menos temporalmente. Aunque el episodio no había tenido relación alguna con la bicicleta, lo había asustado lo suficiente para obligarlo a reconocer que solía usarla con deliberada imprudencia.

Pero el paso del tiempo desvaneció sus temores. El robo de su reloj y su billetero en el metro fue el incentivo que necesitaba. Un día después, se compró una mountain bike Cannondale y, según decían sus amigos, volvió a las andadas. Pero en honor a la verdad, ya no tentaba a la suerte escurriéndose entre las veloces furgonetas de reparto y los coches estacionados ni se precipitaba cuesta abajo por la Segunda Avenida y casi siempre evitaba Central Park después del anochecer.

Se detuvo en la esquina y esperó la luz verde; con un pie apoyado en el pavimento, observó la escena. Casi de inmediato advirtió la presencia de las unidades móviles de televisión, aparcadas con las antenas extendidas en el lado este de la Quinta Avenida, frente a su destino: el Instituto Forense de la ciudad de Nueva York, al que llamaban simplemente el depósito.

Jack era médico forense adjunto. En el año y medio que llevaba en su puesto había visto congestiones semejantes en varias ocasiones. Por lo general, significaban que había muerto una celebridad o alguien que había adquirido una fama efímera gracias a los medios de comunicación. Por razones personales y públicas, Jack esperaba que se tratara del primer caso.

Al ponerse la luz verde, cruzó la Quinta Avenida con su bicicleta y entró en el depósito por la entrada de la calle Treinta. Estacionó la bicicleta en el sitio habitual, cerca de los ataúdes destinados a los muertos que nadie reclamaba, y subió en el ascensor hacia el primer piso.

Enseguida advirtió el trajín en el interior. En la recepción, varias secretarias del turno de mañana estaban ocupadas respondiendo el teléfono, cuando por lo general no entraban a trabajar hasta las ocho. Las consolas estaban cubiertas de parpadeantes luces rojas. Hasta el cubículo del sargento Murphy estaba abierto y la luz encendida, pese a que nunca llegaba antes de las nueve.

Picado por la curiosidad, entró en la sala de identificaciones y fue directamente hacia la cafetera. Vinnie Amendola, uno de los ayudantes del depósito, estaba parapetado detrás del periódico, como de costumbre. Pero ésa era la única circunstancia normal a aquella hora de la mañana. Aunque Jack solía ser el primer anatomopatólogo en llegar, aquel día el subdirector del Instituto Forense -el doctor Calvin Washington- y los doctores Laurie Montgomery y Chet McGovern ya estaban allí. Los tres estaban enfrascados en una acalorada discusión con el sargento Murphy y, para sorpresa de Jack, con el detective Lou Soldado, de homicidios. Lou visitaba el depósito con frecuencia, pero nunca a las siete y media de la mañana. Además, tenía todo el aspecto de no haber dormido o, si lo había hecho, no se había quitado la ropa.

Jack se sirvió una taza de café. Nadie reparó en su llegada.

Tras añadir un poco de leche y un terrón de azúcar a la taza, se dirigió a la puerta del vestíbulo. Asomó la cabeza y, tal como esperaba, comprobó que el lugar estaba abarrotado de periodistas que charlaban entre sí y tomaban café. Puesto que estaba absolutamente prohibido fumar, Jack pidió a Vinnie que saliera a comunicárselo.

– Tú estás más cerca -respondió Vinnie alzando la vista del periódico..

Jack puso los ojos en blanco ante la falta de respeto de Vinnie, pero reconoció que tenía razón. De modo que se dirigió a la puerta de cristal y la abrió. Sin embargo, antes de que pudiera pronunciarse sobre la prohibición de fumar, los periodistas se le echaron encima.

Jack tuvo que apartar los micrófonos que le zamparon en la cara. Todos preguntaban al unísono, de modo que no en tendió nada, salvo que lo interrogaban sobre una autopsia inminente.

Gritó a voz en cuello que estaba prohibido fumar, se desasió de las manos que le sujetaban los brazos y cerró la puerta.

Al otro lado, los reporteros se amontonaron, empujando con brusquedad a sus colegas contra el cristal, como si fueran tomates en un frasco de conserva.

Disgustado, Jack regresó a la sala de identificaciones.

– ¿Alguien puede decirme qué está pasando? -exclamó.

Todo el mundo se volvió hacia él, pero Laurie fue la primera en responder.

– ¿No te has enterado?

– Si me hubiera enterado no lo preguntaría.

– ¡Joder! En la tele no hablan de otra cosa -espetó Calvin.

– Jack no tiene televisor -dijo Laurie-. Sus vecinos no se lo permiten.

– ¿Dónde vives, hijo? -preguntó el sargento Murphy.

Nunca había oído que los vecinos prohibieran a nadie tener un aparato de televisión. El maduro y rubicundo policía irlandés hablaba con tono paternalista. Llevaba trabajando en el Instituto Forense más años de lo que estaba dispuesto a reconocer y trataba a todos los empleados como si fueran miembros de su familia.

– Vive en Harlem -intervino Chet-. De hecho, a sus vecinos les encantaría que se comprara una tele, para tomarla prestada indefinidamente.

– Ya está bien, muchachos -dijo Jack-. Contadme a qué viene tanto jaleo.

– Un capo de la mafia fue acribillado a balazos ayer por la tarde -informó Calvin con voz resonante-. Había alborotado el avispero porque decidió cooperar con la oficina del fiscal del distrito y estaba bajo protección policial.

– No era ningún capo -dijo Lou Soldano-. No era más que un matón de tres al cuarto de la familia Vaccaro.

– Lo que fuera -admitió Calvin con un gesto displicente-.

La cuestión es que se lo cargaron cuando estaba literalmente rodeado por los mejores agentes de la policía de Nueva York, lo que no dice gran cosa de su competencia para proteger a una persona.

– Le advirtieron que no fuera a ese restaurante -protestó Lou-. Lo sé de buena tinta. Y es imposible proteger a alguien que no está dispuesto a aceptar nuestras sugerencias.

– ¿Hay alguna posibilidad de que lo haya matado la policía? -preguntó Jack. Una de las funciones de un forense era considerar una cuestión desde todos los ángulos posibles, sobre todo cuando se trataba de alguien bajo custodia.

– No estaba arrestado -repuso Lou, leyendo los pensamientos de Jack-. Lo habían arrestado y procesado, pero se hallaba en libertad condicional.

– ¿Y a qué viene tanto jaleo? -preguntó Jack.

– A que el alcalde, el fiscal del distrito y el jefe de policía están que trinan -respondió Calvin.

– Amén -dijo Lou-. Sobre todo el jefe de policía. Por eso estoy aquí. El asunto se ha convertido en una de esas pesadillas públicas que a los periodistas les encanta inflar. Tenemos que encontrar al asesino o asesinos lo antes posible, de lo contrario rodarán cabezas.

– Y también hay que evitar que futuros testigos se echen atrás -dijo Jack.

– Sí; también eso.

– No sé, Laurie -dijo Calvin, volviendo a la discusión que mantenían antes de que Jack los interrumpiera-. Te agradezco que hayas venido tan pronto y que te ofrezcas a encargarte del caso, pero es probable que Bingham quiera ocuparse personalmente.

– Pero ¿por qué? -protestó Laurie-. Mira, es un caso sencillo y tengo bastante experiencia en heridas de bala. Además, esta mañana Bingham tiene una reunión para tratar cuestiones presupuestarias en el ayuntamiento y no llegará hasta el mediodía. Para entonces yo podría haber terminado la autopsia e informar a la policía de cualquier hallazgo. Teniendo en cuenta la prisa del caso, me parece lo más sensato.

Calvin miró a Lou.

– ¿Crees que ganar cinco o seis horas beneficiaría la investigación?

– Es probable -admitió Lou-. Caray, cuanto antes esté hecha la autopsia, mejor. El solo hecho de saber si buscamos a una o dos personas sería de gran ayuda.

Calvin suspiró.

– Detesto tener que tomar esta clase de decisiones. -Transfirió los ciento veinticinco kilos de peso de su inmenso y musculoso cuerpo de una pierna a la otra-. El problema es que casi nunca puedo predecir la reacción de Bingham. Pero, qué demonios. Hazlo, Laurie. El caso es tuyo.

– Gracias, Calvin -dijo Laurie con alegría. Cogió la carpeta de la mesa-. ¿Hay algún problema si Lou se queda a mirar?

– En absoluto -respondió Calvin.

– Vamos, Lou. -Laurie rescató su abrigo de una silla y enfiló hacia la puerta-. Bajemos a hacer un rápido examen externo y a pedir unas radiografías. Por lo visto, con la confusión de anoche, no las hicieron.

– Allá vamos -respondió Lou.

Jack titubeó un instante y luego los siguió. Le intrigaba el interés de Laurie por hacer la autopsia. En su opinión, habría sido más sensato permanecer al margen. Los casos políticos como éste siempre eran como una patata ardiente. Era imposible salir bien parado de ellos.

Laurie y Lou caminaban deprisa, y Jack no los alcanzó hasta pasada la recepción. Ella se detuvo de repente para asomarse al despacho de Janice Jaeger, una investigadora forense, a la que también llamaban ayudante técnica. Hacía el turno de noche y se tomaba su trabajo muy en serio. Siempre se quedaba después de la hora.

– ¿Verás a Bart Arnold antes de marcharte? -preguntó Laurie a Janice. Bart Arnold era el jefe de los investigadores forenses.

– Casi siempre lo veo -respondió Janice. Era una mujer menuda y morena, con marcadas ojeras.

– Hazme un favor -pidió Laurie-. Dile que llame a la CNN y que consiga una copia del vídeo del asesinato de Carlo Franconi. Lo necesito cuanto antes.

– Lo conseguiremos -contestó Janice con cordialidad.

Laurie y Lou siguieron su camino.

– Eh, aflojad el paso -dijo Jack, al tiempo que corría para alcanzarlos.

– Tenemos trabajo -repuso Laurie sin detenerse.

– Nunca te he visto tan ansiosa por hacer una autopsia. -El y Lou caminaban a ambos lados de Laurie en dirección a la sala de autopsias-. ¿Qué te atrae tanto del caso?

– Muchas cosas -dijo ella. Llegó junto al ascensor y pulsó el botón de llamada.

– ¿Por ejemplo? -preguntó Jack-. No quiero pincharte el globo, pero éste es un caso políticamente conflictivo. Digas lo que digas y hagas lo que hagas, disgustarás a alguien. Creo que Calvin tiene razón. El jefe debería ocuparse de este asunto.

– Tienes derecho a expresar tu opinión -repuso Laurie-. Pero la mía es diferente. Con mi experiencia en heridas de bala, estoy encantada de llevar un caso en el que puedo contar con una cinta de vídeo para corroborar mi reconstrucción de los hechos. Estaba pensando en escribir una monografía sobre heridas de bala, y éste podría ser un caso clave.

– Oh, venga -protestó Jack con los ojos en blanco-. ¡Qué motivo tan noble! -Luego la miró y añadió-: Creo que deberías reconsiderar tu decisión. Todavía estás a tiempo. La intuición me dice que te estás buscando un problema burocrático. Lo único que tienes que hacer es dar media vuelta y decirle a Calvin que has cambiado de idea. Te lo advierto; corres un gran riesgo.

Laurie rió.

– Tú eres el menos indicado para hablar de riesgos. -Extendió una mano y rozó la nariz de Jack con el dedo índice-.

Todos los que te conocemos, yo incluida, te rogamos que no te compraras una bici nueva. Y está en juego tu vida, no un simple problema burocrático.

Cuando llegó el ascensor, ellos entraron. Jack titubeó un instante, pero se coló entre las puertas poco antes de que se cerraran.

– No me convencerás -advirtió Laurie-. Así que ahorra saliva.

– De acuerdo. -Jack alzó las manos como si se diera por vencido-. Te prometo no volver a darte un consejo. Pero tengo interés en seguir el curso de los acontecimientos. Estoy de servicio, así que, si no te importa, te miraré trabajar.

– Si quieres puedes hacer algo más. Puedes ayudar.

– No quiero interferir en la tarea de Lou -dijo con doble intención.

Lou rió y Laurie enrojeció, pero ninguno de los dos respondió al comentario.

– Has dado a entender que tenías otras razones para interesarte por el caso -dijo Jack-. ¿Podrías decirme cuáles son, si no te importa? -Laurie cambió una rápida mirada con Lou, que Jack fue incapaz de interpretar-. Mmmm. Tengo la impresión de que aquí pasa algo que no es de mi incumbencia.

– Nada de eso -terció Lou-. Se trata de una conexión fuera de lo común. La víctima, Carlo Franconi, había pasado a ocupar el lugar de un matón de medio pelo llamado Pauli Cerino. El puesto de Cerino quedó vacante después de que lo metieran entre rejas, gracias, en gran medida, a la perseverancia y los buenos oficios de Laurie.

– Y a los tuyos -añadió ésta mientras el ascensor se detenía y se abrían las puertas.

– Sí; pero sobre todo gracias a ti.

Los tres salieron al sótano y se dirigieron a la oficina del depósito.

– ¿El tal Cerino estaba involucrado en los casos de sobredosis de los que me hablaste?

– Me temo que sí -contestó Laurie-. Fue horrible. Esa experiencia me horrorizó. Y lo peor es que algunos de los responsables siguen actuando, incluido Cerino, aunque esté en la cárcel.

– Y por mucho tiempo -apostilló Lou.

– Eso me gustaría creer -dijo Laurie-. Bueno; espero que la autopsia de Franconi me permita dar por zanjado ese asunto. Todavía tengo pesadillas de vez en cuando.

– La metieron en un ataúd de pino para secuestrarla -explicó Lou-. Y se la llevaron en uno de los furgones del depósito.

– ¡Cielos! -dijo Jack a Laurie-. No me lo habías contado.

– Procuro no pensar en ello -repuso ella. Y añadió-: Vosotros esperad aquí.

Entró en la oficina del depósito para obtener una copia de la lista de compartimientos frigoríficos asignados a los muertos que habían ingresado la noche anterior.

– No me imagino encerrado en un ataúd -dijo Jack, estremeciéndose. Su principal fobia eran las alturas, pero los sitios cerrados y estrechos ocupaban el segundo puesto.

– Yo tampoco -repuso Lou-. Pero Laurie se recuperó de manera admirable. Una hora después de que la liberaran, tuvo la entereza necesaria para pensar en una estrategia para salvarnos a los dos. Cosa que me resulta particularmente humillante, teniendo en cuenta que yo había ido allí para salvarla a ella.

– ¡Joder! -exclamó Jack, meneando la cabeza-. Hasta hace un minuto creía que el hecho de que un par de asesinos me esposaran a un fregadero mientras discutían quién iba a matarme era la peor experiencia posible.

Laurie salió del despacho sacudiendo un papel.

– Compartimiento ciento once -anunció-. Estaba en lo cierto. No han hecho radiografías del cadáver.

Echó a andar como una atleta. Jack y Lou tuvieron que correr para alcanzarla. Se dirigió al compartimiento correspondiente, se metió la carpeta de la autopsia bajo el brazo izquierdo y giró el pestillo con la mano derecha. Con un movimiento suave y diestro abrió la portezuela y deslizó la bandeja sobre los rieles.

Frunció el entrecejo.

– ¡Qué extraño! -dijo. En la bandeja no había más que unas pocas manchas de sangre y varias secreciones secas.

Introdujo la bandeja y cerró la puerta. Volvió a comprobar el número. No se había equivocado: era el compartimiento ciento once.

Tras repasar la lista otra vez para asegurarse de que no se había confundido, volvió a abrir el compartimiento, se cubrió los ojos para evitar el resplandor de las luces y miró en el oscuro interior.

No cabía duda; ese compartimiento no contenía los restos de Carlo Franconi.

– ¡Mierda! -masculló.

Cerró con brusquedad la puerta y, para asegurarse de que no se trataba de una confusión, abrió todos los compartimientos cercanos, uno tras otro. Comprobó las etiquetas y los números de admisión de todos los que contenían cadáveres. Pero pronto tuvo que rendirse a la evidencia: Carlo Franconi no estaba entre ellos.

– ¡No puedo creerlo! -dijo con una mezcla de furia y frustración-. ¡El maldito cadáver ha desaparecido!

Desde el momento en que habían comprobado que el compartimiento ciento once estaba vacío, Jack había esbozado una sonrisa. Ahora, al ver la expresión impotente de Laurie, no pudo contenerse y rió de buena gana. Por desgracia, su risa la enfureció aún más.

– Lo siento -se disculpó Jack-. Mi intuición me decía que este caso iba a causarte problemas burocráticos, pero estaba equivocado. En realidad, va a causar problemas a la burocracia.

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