4 de marzo de 1997, 9 horas.
Nueva York
Laurie terminó de preparar las verduras para la ensalada, cubrió el bol con una servilleta de papel y lo metió en el frigorífico. Luego mezcló el aliño, una sencilla combinación de aceite de oliva, ajo fresco y vinagre blanco. También lo puso en la nevera. Concentrando ahora su atención en la pata de cordero, retiró la pequeña cantidad de grasa que había dejado el carnicero, puso la carne en el adobo que había preparado con anterioridad y la metió en el frigorífico con el resto de la cena. Sólo faltaban las alcachofas. Tardó apenas unos minutos en cortar la base y retirar las hojas más duras.
Mientras se secaba las manos con un paño de cocina, miró el reloj de la pared. Conocía las costumbres de Jack, y sabía que era la hora precisa para llamarlo. Usó el teléfono de la cocina, situado junto al fregadero.
Mientras se establecía la comunicación, imaginó a Jack subiendo por la escalera llena de trastos del deteriorado edificio. Aunque sabía por qué había alquilado el piso en un principio, le costaba entender por qué seguía allí. Era un sitio deprimente. Echó un vistazo a su propio apartamento y tuvo que admitir que no era muy distinto del de Jack, salvo por el hecho de que el de él era casi el doble de grande.
El teléfono sonó en el otro extremo. Laurie contó los timbrazos. Cuando llegó a diez, comenzó a dudar de su familiaridad con las costumbres de Jack. Estaba a punto de colgar cuando él respondió.
– ¿Sí? -dijo sin ceremonias. Estaba sin aliento.
– Esta es tu noche de suerte.
– ¿Quién es? -preguntó él-. ¿Eres tú, Laurie?
– Pareces agitado -dijo Laurie-. ¿Es porque has perdido el partido de baloncesto?
– No; es porque acabo de subir corriendo cuatro pisos para coger el teléfono -respondió Jack-. ¿Qué pasa? ¡No me digas que todavía estás trabajando!
– Claro que no -repuso Laurie-. Llevo una hora en casa.
– Entonces, ¿por qué es mi noche de suerte? -preguntó Jack.
– De camino a casa pasé por Gristede y compré todos los ingredientes de tu comida favorita -respondió Laurie-. Ya está en el horno. Lo único que tienes que hacer es ducharte y venir hacia aquí.
– Y yo que creía que te debía una disculpa por reírme de la desaparición del mafioso -dijo Jack-. Si alguien debería compensarte, ése soy yo.
– Esto no tiene nada que ver con una compensación -repuso Laurie-. Sólo quiero disfrutar de tu compañía. Pero hay una condición.
– Vaya. ¿Cuál?
– No vengas en bici. Tendrás que coger un taxi, o no habrá cena.
– Los taxis son más peligrosos que mi bici -protestó Jack.
– No pienso discutir contigo. Tómalo o déjalo. El día que te atropelle un autobús y acabes en el arcén, yo no quiero sentirme responsable. -Laurie sintió que su cara se teñía de rubor. Ni siquiera quería bromear sobre ese tema.
– De acuerdo -aceptó Jack de buen humor-. Estaré allí dentro de treinta y cinco o cuarenta minutos. ¿Llevo el vino?
– Estupendo -respondió Laurie.
Laurie se sintió dichosa. Unos minutos antes, no estaba muy segura de que Jack fuera a aceptar su invitación. Durante el año anterior habían salido juntos con frecuencia, y varios meses antes ella había reconocido ante sí misma que se había enamorado de él. Pero Jack parecía reacio a formalizar la relación. Cuando Laurie había intentado forzar las cosas, él se había distanciado. Entonces ella, sintiéndose rechazada, había reaccionado con furia. Durante varias semanas sólo habían hablado de cuestiones de trabajo.
Pero en el último mes la relación había mejorado poco a poco. Volvían a verse de tarde en tarde, y esta vez ella había decidido ser prudente, cosa que no resultaba fácil a su edad.
Laurie siempre había querido ser madre, y tenía treinta y siete años; pronto, treinta y ocho. Consciente de que los cuarenta estaban a la vuelta de la esquina, sentía que le quedaba poco tiempo.
Con la cena prácticamente lista, se dedicó a poner un poco de orden en su apartamento de una sola habitación.
Eso significaba guardar algunos libros en los correspondientes huecos de la estantería, apilar las revistas médicas y vaciar la caja de arena de Tom, un gato atigrado de seis años y medio, que seguía siendo tan travieso como cuando era pequeño. Laurie enderezó la reproducción de Klimt que el gato siempre torcía en su ruta diaria desde la estantería al alféizar de la ventana.
Luego tomó una ducha rápida, se puso unos tejanos y un jersey de cuello alto y se maquílló con discreción. Mientras lo hacía, observó las patas de gallo que comenzaban a formarse alrededor de sus ojos. No se sentía mayor que cuando había regresado de la facultad de medicina, pero era imposible negar el paso del tiempo.
Jack llegó a la hora prevista. Cuando Laurie miró por la mirilla, lo único que vio fue una imagen aumentada de su cara risueña, que había puesto a apenas dos centímetros de la lente. Rió su gracia mientras abría la hilera de cerrojos que protegían la puerta.
– ¡Adelante, payaso! -lo recibió.
– Quería asegurarme de que me reconocieras -dijo él mientras entraba en el apartamento-. Mi incisivo superior roto se ha convertido en mi principal seña de identidad.
Mientras ella cerraba la puerta, notó que su vecina, la señora Engler, se había asomado para averiguar quién la visitaba. Laurie le dirigió una mirada fulminante. Era una cotilla.
La cena fue un éxito; la comida estaba perfecta y el vino pasable. La excusa de Jack fue que en la bodega más cercana a su apartamento sólo vendían marcas baratas.
Durante la velada, Laurie tuvo que morderse la lengua en más de una ocasión para no tocar ningún tema espinoso. Le hubiera encantado hablar de su relación, pero no se atrevió.
Intuía que la reticencia de Jack se debía, en parte, a una experiencia traumática del pasado.
Seis años antes, su esposa y sus dos hijas habían muerto trágicamente en un accidente de aviación. Jack se lo había contado a Laurie después de varios meses de salir juntos, pero luego se había negado a volver a hablar del tema. En cierto modo, esta idea le ayudaba a no tomar la resistencia de Jack a comprometerse como algo personal.
Jack no tenía dificultades para mantener animada la conversación. Se había pasado toda la tarde jugando al baloncesto en el campo del parque de su barrio y estaba encantado de hablar del partido. Por casualidad, había acabado en el equipo de Warren, un atractivo afroamericano que era el jefe de la pandilla local y el mejor jugador. El equipo de Jack y Warren no había perdido en toda la tarde.
– ¿Cómo está Warren? -preguntó Laurie.
Jack y ella habían salido varias veces con Warren y su novia, Natalie Adams. Laurie no veía a ninguno de los dos desde que sus relaciones con Jack se habían enfriado.
– Warren es Warren -repuso Jack encogiéndose de hombros-. Tiene un tremendo potencial. He hecho todo lo posible para animarlo a matricularse en la universidad, pero se resiste. Dice que su sistema de valores no es el mismo que el mío, así que me he dado por vencido.
– ¿Y Natalie?
– Supongo que está bien -contestó Jack-. No la he visto desde la última vez que salimos todos juntos.
– Deberíamos repetirlo. Los echo de menos.
– Buena idea -dijo él con aire evasivo.
Hubo una pausa. Laurie oyó ronronear a Tom. Después de cenar y recoger la mesa, Jack se arrellanó en el sofá. Laurie se sentó frente a él, en el sillón art déco que había comprado en un mercadillo de Greenwich Village.
Suspiró. Se sentía frustrada. Le parecía pueril que no pudieran discutir cuestiones afectivas importantes.
Jack consultó su reloj de pulsera.
– ¡Vaya! -exclamó y se desplazó hacia delante, quedando sentado en el borde del sofá -. Son las once menos cuarto.
Tengo que irme. Mañana hay cole y la cama me espera.
– ¿Más vino? -preguntó Laurie, levantando la botella. Sólo habían bebido la cuarta parte.
– No puedo. Debo mantener mis reflejos aguzados para el viaje en taxi. -Se puso en pie y le dio las gracias por la cena.
Laurie dejó la botella de vino y también se levantó.
– Si no te importa, iré contigo en taxi hasta el depósito.
– ¿Qué? -dijo Jack, restregándose la cara con expresión de incredulidad-. ¿No pensarás ponerte a trabajar a estas horas? Ni siquiera estás de guardia pasiva.
– Sólo quiero interrogar al ayudante del depósito y al personal de seguridad del turno de noche -respondió Laurie mientras se dirigía al armario a buscar los abrigos.
– ¿Para qué?
– Quiero averiguar cómo desapareció el cuerpo de Franconi -respondió ella, pasándole su cazadora acolchada-.
Hoy hablé con los del turno de tarde cuando entraron.
– ¿Y qué te dijeron?
– No mucho. El cuerpo ingresó a eso de las ocho cuarenta y cinco, rodeado de policías y periodistas. Al parecer, fue todo un circo. Supongo que por eso olvidaron hacerle las radiografías. La madre del tipo identificó el cadáver. Según dicen, fue una escena muy emotiva. A las diez y cuarenta y cinco el cadáver se guardó en el compartimiento ciento once.
Así pues, creo que está claro que el secuestro ocurrió durante el turno de noche, entre las once y las siete de la mañana.
– ¿Y a ti qué más te da? -preguntó Jack-. Es un problema de los altos mandos.
Laurie se puso su abrigo y cogió las llaves.
– Digamos que tengo un interés personal en el caso.
Mientras salían al pasillo, Jack puso los ojos en blanco.
– ¡Laurie! -exclamó-. Te meterás en un lío. Recuerda lo que te digo.
Ella pulsó el botón de llamada del ascensor y miró con furia a la señora Engler, que, como de costumbre, los espiaba a través de la puerta entornada.
– Esa mujer me saca de quicio -dijo mientras subían al ascensor.
– No me escuchas -dijo Jack.
– Te escucho -respondió ella-. Pero estoy decidida a investigar. Entre este lío y mi encontronazo con el predecesor de Franconi, me enfurece que esos mafiosos piensen que pueden hacer lo que les venga en gana. Creen que las leyes son para los demás. Pauli Cerino, el tío que Lou mencionó esta mañana, hizo asesinar a varias personas con la única finalidad de saltarse la lista de espera para un trasplante de córnea. Eso te da una idea de su moral. No me gusta nada que piensen que pueden entrar en nuestro depósito y robar el cadáver de un hombre al que acaban de asesinar.
Salieron a la calle Diecinueve y echaron a andar hacia la Primera Avenida. Laurie se levantó el cuello del abrigo. Soplaba una brisa fresca desde el río, y la temperatura apenas superaba los cinco grados.
– ¿Qué te hace pensar que la mafia está detrás de este asunto? -preguntó Jack.
– No hay que ser un genio para adivinarlo. -Laurie levantó una mano al divisar un taxi, pero éste pasó de largo sin disminuir la velocidad-. Franconi iba a testificar como parte de un trato con la oficina fiscal. Los peces gordos de la organización de Vaccaro se enfadaron, se asustaron o ambas cosas.
La historia de siempre.
– Y lo mataron -concluyó Jack. Pero ¿por qué iban a llevarse el cadáver?
Ella se encogió de hombros.
– No puedo pensar como un mafioso -dijo-. No sé para qué querían el cuerpo. Puede que para privarlo de un funeral decente. O quizá temieran que la autopsia revelara alguna pista sobre la identidad del asesino. No lo sé. Pero la razón es lo de menos.
– Yo tengo la impresión de que podría ser importante.
Y creo que al involucrarte en este asunto te metes en tierras movedizas.
– Es posible -admitió Laurie y volvió a encogerse de hombros-. Esta clase de asunto me atrae. Supongo que el problema es que en este momento mi trabajo es lo más importante de mi vida.
– Ahí viene un taxi libre -dijo Jack, evitando responder al último comentario de Laurie. Había captado la indirecta y no quería entrar en una discusión personal.
El trayecto hasta el cruce de la Quinta Avenida y la calle Treinta fue corto. Laurie bajó del taxi y se sorprendió al ver que Jack la seguía.
– No es preciso que me acompañes -dijo.
– Ya lo sé. Pero iré de todos modos. Por si no lo has adivinado, me preocupas.
Jack se inclinó hacia el interior del vehículo y pagó al taxista.
Mientras caminaban entre los coches fúnebres del depósito, Laurie volvió a insistir en que su presencia no era necesaria. Entraron en el edificio por la puerta de la calle Treinta.
– ¿No dijiste que te esperaba la cama?
– Que siga esperando -repuso Jack-. Después de la historia de Lou sobre cómo te sacaron de aquí en ataúd, creo que debo acompañarte.
– Esa fue una situación totalmente distinta.
– ¿Ah, sí? Había mafiosos, igual que ahora.
Laurie iba a continuar protestando, pero el comentario de Jack la hizo pensar. Debía admitir que había cierto paralelismo entre las dos situaciones.
La primera persona que vieron fue el vigilante de seguridad de la noche, que estaba sentado en su pequeño cubículo.
Carl Novak era un agradable anciano de pelo cano, que parecía haber encogido dentro de un uniforme que era al menos dos tallas más grande de lo necesario. Estaba jugando al solitario, pero alzó la vista cuando Laurie y Jack pasaron junto a su ventana y se detuvieron en la puerta.
– ¿En qué puedo servirles? -preguntó Carl. Entonces reconoció a Laurie y se disculpó por no haberlo hecho antes.
Ella le preguntó si estaba informado de la desaparición del cadáver de Carlo Franconi.
– Desde luego -repuso Carl. El jefe de seguridad, Robert Harper, me llamó a casa. Estaba furioso y me hizo toda clase de preguntas.
Laurie no tardó en descubrir que Carl no podía arrojar ninguna luz sobre el misterio. Insistió en que no había sucedido nada fuera de lo normal. Habían entrado y salido cadáveres, como todas las noches del año. Reconoció que había abandonado su puesto dos veces para ir al lavabo. Pero aclaró que en ambas ocasiones había estado ausente pocos minutos y había informado al asistente del depósito, Mike Passano.
– ¿Y qué hay de las comidas?
Carl abrió el cajón del archivador metálico y sacó una fiambrera herméticamente cerrada.
– Como aquí -dijo.
Laurie le dio las gracias y siguió andando. Jack la siguió.
– Este sitio tiene un aspecto distinto por la noche -observó mientras cruzaban el amplio pasillo que conducía a los compartimientos frigoríficos y la sala de autopsias.
– Sin el trajín del día, es bastante siniestro -admitió Laurie.
Se asomaron a la oficina del depósito y encontraron a Mike Passano ocupado con unas fichas de ingreso. Acababan de traer un cadáver que la guardia costera había pescado en el mar. Mike intuyó que no estaba solo y alzó la vista.
El asistente rondaba la treintena, hablaba con un marcado acento de Long Island y tenía todo el aspecto de un italiano del sur. Era un hombre de constitución pequeña y cara redonda, con el cabello, la piel y los ojos oscuros. Ni Jack ni Laurie habían trabajado con él, pero lo habían visto en múltiples ocasiones.
– ¿Han venido a ver el cadáver que apareció en el agua? -preguntó Mike.
– No -contestó Jack-. ¿Hay algún problema?
– Ninguno. Sólo que está en un estado lamentable.
– Hemos venido a hablar de lo de anoche -dijo Laurie.
– ¿Qué pasa con lo de anoche? -preguntó Mike.
Ella repitió las preguntas que le había formulado a Carl.
Para su sorpresa, Mike se enfadó rápidamente. Laurie estaba a punto de decir algo al respecto, cuando Jack la cogió del brazo y la empujó suavemente hacia el pasillo.
– Tranquila -sugirió Jack cuando Mike no pudo oírlos.
– ¿Por qué lo dices? -preguntó Laurie-. No he dicho nada que pueda molestarle.
– No soy un experto en política laboral ni en relaciones públicas, pero Mike parece estar a la defensiva. Si quieres sacarle información, tendrás que tener en cuenta ese detalle y proceder con tacto.
Laurie reflexionó un instante y luego asintió.
– Puede que tengas razón.
Regresaron a la oficina del depósito, pero antes de que Laurie dijera nada, Mike les espetó:
– Por si no lo saben, el doctor Washington me telefoneó esta mañana y me despertó para hablarme de este asunto. Me leyó la cartilla. Pero anoche yo hice el trabajo de costumbre, y por supuesto que no tuve nada que ver con la desaparición del cadáver.
– Lo siento. En ningún momento he pretendido sugerir lo contrario -se disculpó Laurie-. Lo único que he dicho es que el cuerpo desapareció durante su turno. Eso no quiere decir que sea responsable de ello.
– Suena más o menos así -dijo Mike-. Yo era la única persona que estaba aquí, aparte de los de seguridad y los porteros.
– ¿Ocurrió algo fuera de lo común? -preguntó ella.
Mike negó con la cabeza.
– Fue una noche tranquila. Entraron dos cuerpos y salieron otros dos.
– ¿Qué me dice de los cuerpos que ingresaron? ¿Los trajo el personal de aquí?
– Sí. En nuestros coches. Jeff Cooper y Peter Molina. Los dos cadáveres procedían de hospitales locales.
– ¿Y los dos cuerpos que salieron?
– ¿Qué pasa con ellos?
– ¿Quién vino a recogerlos?
Mike cogió del escritorio el libro de registros del depósito y los abrió. Siguió una columna con el dedo índice y de repente se detuvo.
– Funeraria Spoletto, de Ozone Park, y Pompas Fúnebres Dickson, de Summit, Nueva Jersey.
– ¿Cómo se llamaban los muertos? -preguntó Laurie.
Mike consultó el libro.
– Frank Gleason y Dorothy Kline. Sus números de admisión son el 400385 y el 101455. ¿Algo más?
– ¿Esperaban que vinieran de esas funerarias?
– Sí, desde luego -afirmó Mike-. Llamaron antes, como de costumbre.
– ¿De modo que lo tenía todo preparado?
– Claro -respondió Mike-. Los papeles estaban listos.
Sólo tenían que firmar.
– ¿Y los cadáveres?
– Estaban en el compartimiento frigorífico -dijo Mike-. En camillas.
Laurie miró a Jack.
– ¿Se te ocurre alguna otra pregunta?
El se encogió de hombros.
– Creo que hemos cubierto lo esencial, excepto la parte en que Mike estuvo fuera de la planta.
– ¡Claro! -dijo Laurie. Se volvió hacia Mike y añadió-: Carl nos dijo que anoche fue al lavabo un par de veces y le avisó. ¿Usted también le avisa a él cuando tiene que dejar su puesto?
– Siempre -aseguró Mike-. A menudo somos las únicas dos personas aquí, y alguien tiene que vigilar la puerta.
– ¿Anoche estuvo fuera del despacho mucho tiempo? -preguntó Laurie.
– No. No más de lo habitual. Un par de escapadas al lavabo y media hora para comer en la segunda planta. Ya les he dicho que fue una noche normal.
– ¿Y qué hay de los porteros? ¿Estaban por aquí?
– Durante mi turno, no -dijo Mike-. Por lo general, limpian a última hora de la tarde, y el equipo de la noche se queda arriba a menos que pase algo fuera de lo corriente.
Laurie pensó si se le quedaba alguna pregunta en el tintero, pero no se le ocurrió ninguna.
– Gracias, Mike -dijo.
– De nada.
Laurie se dirigió a la puerta, pero se detuvo a mitad de camino. Se volvió y preguntó:
– Por casualidad, ¿tuvo ocasión de ver el cadáver de Franconi?
Mike vaciló un momento antes de reconocer que lo había hecho.
– ¿En qué circunstancias?
– Por lo general, antes de empezar mi turno, Marvin, el técnico de la tarde, me pone al corriente de la situación. Estaba algo nervioso con el caso Franconi, por la presencia de la policía y por la reacción de la familia. Bueno, la cuestión es que me enseñó el cuerpo.
– Y cuando lo vio, ¿estaba en el compartimiento ciento once?
– Sí.
– Dígame, Mike, ¿cómo cree que desapareció el cadáver?
– No tengo la más remota idea-repuso Mike-. A menos que haya salido andando. -Rió, pero enseguida se detuvo, avergonzado-. No pretendo bromear con este asunto. Estoy tan desconcertado como todos. Lo único que sé es que de aquí sólo salieron dos cuerpos, los mismos cuya salida registré yo personalmente.
– ¿Y no volvió a ver a Franconi después de que Marvin se lo enseñara?
– Claro que no -respondió Mike-. ¿Para qué iba a hacerlo?
– No lo sé -respondió Laurie-. Por casualidad, ¿sabe dónde están los conductores de los furgones?
– Arriba, en el comedor. Siempre están allí.
Laurie y Jack subieron al ascensor. Mientras subían, ella notó que a él se le cerraban los ojos.
– Pareces cansado -comentó.
– Normal. Lo estoy -respondió Jack.
– ¿Por qué no te vas a casa?
– Si me he quedado hasta ahora, creo que seguiré hasta el final.
La brillante luz de los fluorescentes del comedor los deslumbró. Encontraron a Jeff y a Pete sentados ante una mesa junto a las máquinas expendedoras, leyendo el periódico mientras comían patatas fritas. Vestían arrugados monos azules con el distintivo de Health and Hospital Corporation en las mangas. Ambos llevaban el cabello recogido en sendas coletas.
Laurie se presentó, explicó que estaba interesada en el cuerpo desaparecido y preguntó si la noche anterior alguno de los dos había notado algo fuera de lo común, sobre todo en relación con los dos cadáveres que habían ingresado.
Jeff y Pete intercambiaron una mirada, luego el segundo respondió:
– El mío estaba hecho un asco -dijo Pete.
– No me refiero a los cuerpos en sí -explicó Laurie-.
Quiero saber si hubo algo raro en el procedimiento. ¿Visteis a algún desconocido en el depósito? ¿Notasteis algo fuera de lo normal?
Pete miró a Jeff una vez más y negó con la cabeza.
– No. Todo fue como de costumbre.
– ¿Recordais en qué compartimiento dejasteis el cuerpo? -preguntó Laurie.
Pete se rascó la cabeza.
– Pues, la verdad, no.
– ¿Estaba cerca del ciento once?
Pete volvió a negar con la cabeza.
– No. Estaba al otro lado. Creo que fue el cincuenta y cinco, pero no lo recuerdo con seguridad. Está escrito en el libro.
Laurie se volvió hacia Jeff.
– El cadáver que traje yo entró en el veintiocho -repuso Jeff-. Lo recuerdo porque coincide con mi edad.
– ¿Alguno de los dos vio el cuerpo de Franconi? -preguntó Laurie.
Los conductores volvieron a intercambiar una mirada.
– Sí -respondió Jeff.
– ¿A qué hora?
– Más o menos a esta misma hora -contestó Jeff.
– ¿Y en qué circunstancias? -preguntó ella-. Porque vosotros no soléis ver los cuerpos que no transportáis.
– Cuando Mike nos contó lo ocurrido, quisimos verlo por curiosidad. Pero no tocamos nada.
– Fue un segundo -añadió Pete-. Abrimos la puerta y echamos un vistazo rápido.
– ¿Mike estaba con vosotros? -inquirió Laurie.
– No- dijo Pete-. El sólo nos dio el número del compartimiento.
– ¿El doctor Washington ha hablado con vosotros sobre lo de anoche?
– Sí, y también el señor Harper -respondió Jeff.
– ¿Le contasteis al doctor Washington que habíais visto el cadáver?
– No -dijo Jeff.
– ¿Por qué no?
– Porque no lo preguntó. Sabemos que, en teoría, no tendríamos que haberlo visto. Pero con tanto jaleo, nos picó la curiosidad.
– Quizá deberíais comentarlo con el doctor Washington -sugirió Laurie-. Para que esté informado.
Laurie dio media vuelta y se dirigió hacia el ascensor. Jack la siguió.
– ¿Qué opinas? -preguntó ella.
– A medida que avanza la noche, se me hace más difícil pensar con claridad. Pero yo no daría ninguna importancia al hecho de que esos dos hayan mirado el cuerpo.
– Sin embargo, Mike no lo mencionó.
– Es cierto -admitió Jack-. Pero todos sabían que estaban desobedeciendo las normas. Es normal que en una situación así no sean completamente sinceros.
– Puede que sólo sea eso.
– ¿Y adónde vamos ahora? -preguntó Jack mientras subían al ascensor.
– Me he quedado sin ideas.
– Gracias a Dios -repuso él.
– ¿Crees que debería preguntarle a Mike por qué no nos dijo que los conductores habían visto a Franconi?
– Tal vez, pero me parece que estás haciendo una montaña de un grano de arena -dijo Jack-. Con franqueza, creo que lo hicieron movidos por una curiosidad inofensiva.
– Entonces larguémonos -propuso ella-. Yo también tengo sueño.