CAPITULO 12

5 de marzo de 1997, I8.45 horas.

Nueva York


– Esto es cosa de brujería -dijo Jack. Llevaba quince minutos examinando una muestra en el microscopio.

Chet había intentado entablar conversación, pero finalmente se había dado por vencido. Cuando Jack se concentraba, era imposible distraerlo.

– Me alegro de que te diviertas -dijo Chet. Preparado para marcharse, cogió su maletín.

Jack se echó hacia atrás en la silla y cabeceó.

– Esto es de locos. -Miró a Chet y se sorprendió de verlo con el abrigo puesto-. ¿Cómo? ¿Ya te marchas?

– Sí, llevo quince minutos despidiéndome de ti.

– Mira esto antes de irte -pidió Jack. Señaló el microscopio y se apartó de la mesa para dejarle el sitio a Chet.

Chet titubeó. Consultó su reloj. Tenía que estar a las siete en el gimnasio para su clase de aerobic. Le había echado el ojo a una de las chicas que acudían con regularidad, y había decidido apuntarse a la clase con el fin de reunir valor para abordarla. El problema era que ella estaba en mejor estado físico que él, de modo que después de la clase siempre se sentía demasiado agotado para hablar.

– Vamos, colega -insistió Jack-. Necesito tu sabia opinión.

Chet dejó el maletín en el suelo, se inclinó y miró por el ocular del microscopio. Sin ninguna explicación de Jack, tuvo que figurarse de qué clase de tejido se trataba.

– Así que sigues examinando este corte congelado de tejido hepático-dijo.

– Me ha entretenido toda la tarde -respondió Jack.

– ¿Por qué no esperas los preparados histológicos de los cortes fijados? -preguntó Chet-. Las muestras congeladas no permiten una investigación a fondo

– Le he pedido a Maureen que me los traiga en cuanto pueda, pero mientras tanto esto es todo lo que tengo. ¿Qué opinas de la zona que está debajo del marcador?

Chet reguló el objetivo.

Uno de los múltiples problemas de los cortes congelados era que a menudo eran demasiado gruesos y la estructura celular aparecía borrosa.

– Parece un granuloma -dijo Chet. Un granuloma es el signo de una inflamación celular crónica.

– Lo mismo pienso yo -convino Jack-. Ahora mueve el campo a la derecha. Debería mostrar una parte de la superficie del hígado. ¿Qué ves ahí?

Chet obedeció, aunque estaba preocupado porque llegaría tarde al gimnasio y no tendría sitio en la clase de aerobic. El profesor era uno de los más solicitados.

– Veo algo que parece un quiste grande con cicatrices -dijo.

– ¿Ves algo que te resulte familiar?

– No lo creo. De hecho, me parece muy extraño.

– Bien dicho -señaló Jack-. Ahora deja que te haga una pregunta.

Chet alzó la cabeza y miró a su compañero de despacho.

Jack tenía la frente arrugada en una mueca de confusión.

– ¿Te parece un hígado trasplantado hace relativamente poco tiempo? -preguntó.

– Claro que no -respondió Chet-. Yo habría esperado ver una inflamación aguda, pero no un granuloma, sobre todo si la lesión podía observarse a simple vista, como sugiere la superficie tabicada del quiste.

Jack suspiró.

– Gracias. Comenzaba a dudar de mi propio juicio. Es alentador saber que has llegado a la misma conclusión que yo.

– Hola -dijo una voz.

Jack y Chet alzaron la vista y vieron a Ted Lynch, el director del laboratorio de ADN, en el umbral. Era un hombre corpulento, que podría haber estado en la liga de Calvin Washington. Antes de iniciar su doctorado, había jugado de atajador de fútbol americano en el equipo de Princeton.

– Tengo tus resultados, Jack -anunció. Como me temo que no son lo que esperabas, he bajado a informarte personalmente. Sé que estabas convencido de que hubo un trasplante de hígado, pero el DQ alfa ha revelado una asimilación perfecta, lo que sugiere que se trata del propio hígado de la víctima.

Jack levantó las manos.

– Me rindo -dijo.

– Aún queda una posibilidad remota de que se tratara de un trasplante -dijo Ted-. Hay veintiún genotipos posibles en la secuencia DQ alfa, y la prueba no alcanza a discriminar aproximadamente un siete por ciento. Pero fui más allá e investigué el grupo sanguíneo ABO del cromosoma nueve y también coincidía perfectamente. Combinando los dos resultados, las posibilidades de que el hígado no pertenezca a la víctima son prácticamente nulas.

– Me dejas anonadado -dijo Jack. Entrelazó los dedos y se puso las manos sobre la cabeza-. Hasta he llamado a un amigo cirujano para preguntarle si podría haber otra razón para encontrar suturas en la vena cava, la arteria hepática y el sistema biliar. Dijo que no, que tenía que ser obligatoriamente un trasplante.

– ¿Qué quieres que te diga? -dijo Ted-. Si quieres, como favor personal, estoy dispuesto a falsear los resultados. -Rió y Jack fingió asestarle un puñetazo.

El teléfono de Jack comenzó a sonar insistentemente. Jack hizo una seña a Ted para que esperara mientras levantaba el auricular.

– ¿Qué pasa? -respondió con grosería.

– Yo me largo -dijo Chet. Se despidió de Jack con la mano y pasó junto a Ted.

Jack escuchó con atención. La ira de su expresión se trocó rápidamente en interés. Asintió varias veces con la cabeza mientras miraba a Ted. Levantó el índice y pidió con mímica que lo esperara un minuto.

– Sí, claro -respondió Jack a su interlocutor en el teléfono-. Si UNOS sugiere que lo intentemos en Europa, hagamos la prueba. -Consultó su reloj de pulsera-. Claro que allí es medianoche, pero haz lo que puedas.

Jack colgó el auricular.

– Era Bart Arnold -dijo. Tengo el instituto forense en pleno buscando a un trasplantado de hígado desaparecido recientemente.

– ¿Qué es UNOS? -preguntó Ted.

– El Banco Nacional de órganos -respondió Jack.

– ¿Han tenido suerte?

– No. Es desconcertante. Bart ha hablado con los principales hospitales que hacen trasplantes de hígado.

– Puede que no fuera un trasplante -señaló Ted-. Ya te he dicho que la posibilidad de que estos dos análisis coincidan por casualidad es muy remota.

– Estoy convencido de que ha sido un trasplante -insistió Jack-. No tiene sentido que a una persona le extirpen el hígado para volver a implantárselo.

– ¿Estás seguro? -preguntó Ted.

– Claro que lo estoy.

– Pareces obsesionado por este caso -observó Ted.

Jack dejó escapar una risita desdeñosa.

– He decidido que voy a desvelar este misterio pase lo que pase -dijo-. Si no lo consigo, perderé el respeto por mí mismo. Al fin y al cabo, no se hacen tantos trasplantes de hígado; si no puedo resolver este acertijo, más vale que me retire de la profesión.

– De acuerdo. Te diré en qué puedo ayudarte. Puedo hacer un análisis con marcadores múltiples, que compara áreas en los cromosomas cuatro, seis, siete, nueve, once y diecinueve.

Hay sólo una posibilidad entre miles de millones de una asimilación casual. Y para mi propia tranquilidad, repetiré la secuencia de DQ alfa en la muestra de tejido hepático y en el paciente para figurarme por qué coincidieron.

– Te agradezco que hagas todo lo que puedas.

– Es más, subiré y empezaré esta misma noche -se ofreció Ted-. Así tendrás los resultados mañana.

– ¡Eso es un colega! -exclamó Jack. Levantó una mano y Ted le dio una palmada.

Cuando Ted se hubo marchado, Jack apagó la luz del mi croscopio. Se sentía como si la muestra que examinaba se hubiera estado burlando de él con sus intrigantes detalles.

Llevaba tanto tiempo mirándola que le dolían los ojos.

Después de unos minutos, Jack se sentó frente al escritorio y contempló el montón de casos inconclusos. Las carpetas estaban apiladas desordenadamente. Calculó que, en el mejor de los casos, había veinticinco o treinta. El papeleo nunca había sido su fuerte, y la cosa se complicaba aún más cuando se obsesionaba por un caso en particular. Maldiciéndose a sí mismo por su ineptitud, se separó del escritorio y descolgó su cazadora acolchada del perchero situado detrás de la puerta. Había permanecido sentado y concentrado más de lo que era capaz de resistir. Necesitaba un poco de ejercicio enérgico y el campo de baloncesto del barrio lo esperaba.

La vista de Nueva York desde el puente George Washington era sobrecogedora. Franco Ponti intentó girar la cabeza para apreciarla, pero el congestionado tránsito de la hora punta se lo impedía. Franco iba al volante de un Ford robado, de camino a Englewood, Nueva Jersey. Angelo Facciolo, sentado a su lado, miraba fijamente al frente. Los dos llevaban guantes.

– Contempla el paisaje a la izquierda -dijo Franco-. Mira esas luces. Se ve la isla entera, incluida la estatua de la Libertad.

– Sí, ya la he visto -respondió Angelo de mal humor.

– ¿Qué te pasa? -preguntó Franco-. Pareces un perro rabioso.

– Detesto estos trabajos. Me recuerdan a cuando Cerino se volvió loco y nos envió a mí y a Tony Ruggerio por toda la ciudad haciendo la misma mierda. Deberíamos limitarnos al trabajo de siempre y tratar con la gente de siempre.

– Vinnie Dominick no es Pauli Cerino. ¿Y qué hay de malo en ganarse unos pavos extra con un trabajo fácil?

– La pasta está bien -dijo Angelo-. Lo que no me gusta son los riesgos.

– ¿A qué te refieres? -preguntó Franco-. No hay ningún riesgo. Somos profesionales y no corremos riesgos.

– Siempre puede surgir un imprevisto. Y en mi opinión, ya ha surgido.

Franco miró la cara picada de viruela de Angelo a la luz tenue del interior del coche. Sabía que hablaba en serio.

– ¿De qué hablas?

– De Laurie Montgomery -respondió-. Todavía tengo pesadillas con esa mujer. Tony y yo intentamos cargárnosla, pero no pudimos. Era como si Dios la protegiera.

A pesar de la seriedad de Angelo, Franco rió.

– La tal Laurie Montgomery debería sentirse halagada por darle pesadillas a un tío con tu reputación. Es descojonante.

– Yo no le veo la gracia -replicó Angelo.

– No la tomes conmigo. Además, ella no tiene nada que ver con lo que vamos a hacer ahora.

– Todo está relacionado. La tía le dijo a Vinnie Amendola que se ocuparía personalmente de investigar la desaparición del cadáver de Franconi.

– ¿Y qué va a hacer? -preguntó Franco-. Además, en el peor de los casos, el trabajo sucio lo hicieron Freddie Capuso y Richie Herns. Creo que te estás apresurando a sacar conclusiones.

– ¿Ah, sí? Tú no conoces a esa mujer. Es una puta obstinada.

– De acuerdo -respondió Franco-. Si quieres seguir comiéndote el coco es cosa tuya.

Al llegar al otro lado del puente, Franco se dirigió directamente hacia la carretera que conducía a Palisades Avenue.

Como Angelo seguía de morros, encendió la radio. Tras pulsar unos cuantos botones, sintonizó una emisora que ponía música para carrozas. Subió el volumen y tarareó Sweet Caroline a coro con Neil Diamond. Cuando iba por la segunda estrofa, Angelo se inclinó y apagó la radio.

– Tú ganas -dijo-. Yo me animaré un poco siempre y cuando me prometas que no cantarás más.

– ¿No te gusta esa canción? -preguntó Franco-. A mí me trae dulces recuerdos. -Se lamió los labios, como si saboreara algo exquisito-. Me recuerda a Maria Provolone.

– No empieces -dijo Angelo riendo a su pesar. Le gustaba trabajar con Franco Ponti, pues era un profesional y tenía mucho más sentido del humor que él.

Franco salió de la carretera y giró en dirección a Palisades Avenue. Cruzó la G-W y descendió una larga cuesta hacia el oeste, rumbo a Englewood, Nueva Jersey. Rápidamente, los restaurantes de comida rápida y las áreas de servicio dejaron paso a una lujosa zona residencial.

– ¿Tienes el mapa y la dirección a mano? -preguntó Franco.

– Aquí mismo. -Estiró el brazo y encendió la luz de mapas-. Vamos a Overlook Place. Debería de estar a la izquierda.

Fue sencillo encontrar la zona y cinco minutos más tarde recorrían una sinuosa calle flanqueada por árboles. Los jardines que se extendían entre las casas eran tan grandes que parecían pistas de un campo de golf.

– ¿Te imaginas vivir en un sitio así? -dijo Franco mirando hacia un lado y otro-. Joder, me perdería yendo de la puerta a la calle.

– Esto no me gusta -dijo Angelo-. Está demasiado tranquilo. Llamaremos la atención. Aquí cantamos más que una mosca en la leche.

– No empieces -lo reprendió Franco-. Por el momento, sólo estamos haciendo un reconocimiento del terreno ¿Qué número buscamos?

Angelo consultó la nota que tenía en la mano.

– Overlook Place, número 8.

– Eso significa que está a la izquierda. -Acababan de pasar el número 12.

Unos instantes después, Franco disminuyó la velocidad y aparcó al lado derecho de la calle. Ambos contemplaron el camino serpenteante bordeado de farolas que conducía a una casa estilo Tudor, rodeada de altos pinos. La mayoría de las ventanas estaban iluminadas. La residencia era del tamaño de un campo de fútbol.

– Parece un maldito castillo -protestó Angelo.

– Debo reconocer que no esperaba algo así.

– Bien, ¿y qué vamos a hacer? No podemos permanecer aquí. No nos hemos cruzado con un solo coche desde que salimos de la carretera.

Franco encendió el contacto. Sabía que Angelo tenía razón. Si se quedaban allí, despertarían sospechas y alguien llamaría a la policía.

Ya habían pasado uno de esos condenados carteles que anunciaban Guardia vecinal, con la silueta de un tipo con un pañuelo en la cabeza.

– Investiguemos algo más sobre esa niñata de dieciséis años -sugirió Angelo-. Como a qué colegio va, qué le gusta hacer o quiénes son sus amigos. No podemos arriesgarnos a ir a la casa. De ninguna manera.

Franco asintió con un gruñido. Cuando estaba a punto de pisar el acelerador, vio una figura pequeña que salía de la casa. Desde esa distancia no podía asegurar si se trataba de un hombre o de una mujer.

– Acaba de salir alguien.

– Ya lo he visto -respondió Angelo.

Los dos hombres observaron en silencio la figura que descendía una escalinata de piedra y echaba a andar por el camino.

– Sea quien fuere, le sobra chicha y lleva un perro -dijo Angelo.

– ¡Virgen santa! -exclamó Franco tras unos segundos-. Es la chica.

– No me lo creo. ¿De verdad es ella? No estoy acostumbrado a estos golpes de suerte.

Atónitos, los dos hombres miraron a la joven que bajaba por el camino como si fuera directamente a su encuentro.

Delante de ella, iba un perrito faldero con su rabo redondo proyectado hacia arriba.

– ¿Qué hacemos? -preguntó Franco, aunque no esperaba una respuesta. Sólo pensaba en voz alta.

– ¿Qué me dices del numerito de la poli? A Tony y a mí siempre nos funciona.

– Buena idea. -Se giró hacia él y tendió la mano-. Dame tu placa de la policía de Ozone Park.

Angelo metió la mano en el bolsillo interior de su chaqueta Brioni y le entregó una funda parecida a un billetero.

– Tú quédate aquí -indicó Franco-. De momento, no hay motivo para asustarla con esa cara.

– Gracias por el cumplido -repuso Angelo con amargura.

Angelo se preocupaba por su aspecto y vestía elegantemente en un vano intento por desviar la intención de una cara plagada de cicatrices, consecuencia de la varicela en la infancia, un caso de acné grave en la adolescencia y múltiples quemaduras de tercer grado a causa de una explosión sucedida cinco años antes. Irónicamente, la explosión se había producido gracias a Laurie Montgomery.

– No seas tan sensible -bromeó Franco, dándole una palmada en la nuca-. Ya sabes que te queremos, aunque pareces escapado de una película de terror.

Angelo le apartó la mano. Sólo permitía chistes sobre su problema facial a dos personas: Franco y su jefe, Vinnie Dominick. Sin embargo, esa clase de comentarios no le gustaban.

La joven se aproximaba a la calle. Llevaba un anorak de esquí de color rosado que la hacía parecer aún más gorda.

Sus rasgos angulosos acentuaban la redondez de su cara moteada por alguna que otra espinilla. Tenía el pelo liso, peinado con raya al medio.

– ¿Se parece a Maria Provolone? -preguntó Angelo para devolver la burla.

– Muy gracioso -respondió Franco. Abrió la portezuela y bajó del coche-. Perdón -dijo con la mayor dulzura posible.

Fumaba como un carretero desde los ocho años y en consecuencia su voz sonaba áspera y ronca-. ¿No serás tú, por casualidad, la famosa Cindy Carlson?

– Es posible -respondió la adolescente-. ¿Y usted quién es?

Se había detenido al pie del camino que conducía a su casa.

El perro levantó la pata junto al poste de la cancela.

– Somos agentes de policía -dijo Franco. Levantó la placa y la luz de la farola de la calle destelló sobre la superficie brillante-. Estamos investigando a varios jovencitos de la zona y nos han dicho que tú podrías ayudarnos.

– ¿De veras? -preguntó Cindy.

– Claro. Por favor, acércate para que mi colega pueda hablar contigo.

Cindy miró a un lado y otro de la calle, aunque hacía cinco minutos que no pasaba un coche. Cruzó, tirando de su perro que olfateaba insistentemente el tronco de un olmo.

Franco le dejó paso para que Cindy Carlson pudiera inclinarse para mirar a Angelo, que estaba sentado en el asiento delantero. Antes de que pronunciara una sola palabra, Franco la empujó de cabeza dentro del coche. Cindy gritó, pero Angelo le tapó rápidamente la boca y la inmovilizó. franco le arrancó la correa de la mano y ahuyentó al perro. Luego se apretujó en el asiento delantero, empujando a Cindy contra Angelo. Puso el coche en marcha y se alejaron.

– -

Laurie se había sorprendido a sí misma. Tras recibir la cinta de vídeo del asesinato de Franconi, había conseguido volver a concentrarse en el papeleo. Había trabajado con eficacia y avanzado notablemente en su tarea. Ahora había una gratificante pila de carpetas terminadas en el extremo de su escritorio.

Cogió la última bandeja de preparados histológicos y se dispuso a trabajar en el último caso, que complementaría con el material y los informes que obraban en su poder.

Cuando examinaba la primera muestra al microscopio, oyó un golpe en la puerta. Era Lou Soldano.

– ¿Qué haces aquí tan tarde? -preguntó Lou. Se dejó caer pesadamente en una silla junto al escritorio de Laurie. No se tomó la molestia de quitarse la gabardina ni el sombrero, que llevaba encajado sobre la coronilla.

Laurie miró su reloj.

– ¡Dios! -exclamó-. He perdido la noción del tiempo.

– Te llamé a tu casa cuando llegaba al puente de Queens.

Al comprobar que no estabas, decidí pasarme por aquí. Tenía el pálpito de que seguirías al pie del cañón. ¿Sabes?, trabajas demasiado.

– Quien fue a hablar -repuso Laurie con sarcasmo-. Mírate. ¿Cuándo has dormido por última vez? Y no me refiero a una siesta sentado al escritorio.

– Hablemos de cosas más agradables -sugirió Lou-. ¿Qué tal si salimos a comer un bocado? Tengo que pasar otra hora en la jefatura para dictar un informe y luego me encantaría ir a algún sitio. Los críos están con su tía, que Dios la bendiga.

¿Te apetecería comer pasta?

– ¿Crees que estás en condiciones de salir? -preguntó Laurie.

Las oscuras ojeras de Lou se tocaban con las arrugas de su sonrisa. El rastrojo de la barba era algo más que la sombra típica de las cinco de la tarde. Laurie calculó que llevaba al menos dos días sin afeitarse.

– Tengo que comer -repuso-. ¿Piensas seguir trabajando mucho rato?

– Estoy con el último caso -dijo Laurie-. Quizá otra media hora.

– Tú también tienes que comer.

– ¿Habéis hecho algún progreso en el caso Franconi? -preguntó ella.

Lou dejó escapar un resuello de irritación.

– Ojalá. El problema con estos atentados de la mafia es que si no actúas con rapidez el rastro se desvanece de inmediato.

No hemos conseguido ninguna pista importante.

– Lo siento -dijo Laurie.

– Gracias. ¿Y tú? ¿Tienes alguna idea sobre cómo pudo desaparecer el cadáver de Franconi?

– Ese rastro también se ha desvanecido. Calvin me riñó por interrogar al asistente del turno de noche, y lo único que hice fue hablar con el tío. Me temo que la administración prefiere que el incidente se olvide.

– Así que Jack tenía razón cuando te sugirió que lo dejaras.

– Probablemente -admitió Laurie de mala gana-. Pero no se lo digas.

– Ojalá el alcalde demostrara la misma falta de interés -murmuró Lou-. Demonios, puede que me degraden por culpa de este asunto.

– Sí que he tenido una idea dijo ella-. Una de las funerarias que recogió un cadáver la noche de la desaparición de Franconi se llama Spoletto. Está en Ozone Park. Por alguna razón, el nombre me sonaba. Entonces recordé que allí asesinaron a un joven mafioso en la época de Cerino. ¿Crees que es una coincidencia que retiraran un cuerpo de allí esa misma noche?

– Sí -aseguró Lou-, y te diré por qué. Después de tantos años de luchar contra el crimen organizado en Queens, conozco bien esa funeraria. Hay una conexión indirecta e inocente por matrimonio entre la funeraria Spoletto y la mafia de Nueva York. Pero es con la familia equivocada: con los Lucia, no con los Vaccaro, que mataron a Franconi.

– Bueno -dijo Laurie-, sólo era una idea.

– Eh, la pregunta tenía sentido -admitió Lou-. Tu memoria siempre me impresiona. No estoy seguro de que yo hubiera podido hacer la asociación. Bueno, ¿y qué me dices de la cena?

– Con la cara de cansado que tienes, ¿por qué no vienes a comer unos espaguetis a mi casa?

Ambos eran íntimos amigos. Después de que los involucraran en el caso Cerino, cinco años antes, habían tenido un pequeño escarceo amoroso, pero la relación no había prosperado y ambos habían decidido que era mejor ser amigos.

Desde entonces cenaban juntos una vez cada dos semanas aproximadamente.

– ¿No te importa? -preguntó Lou. La idea de tenderse en el sofá de Laurie le parecía el paraíso.

– En absoluto. En realidad, lo prefiero. Tengo salsa preparada en el congelador y varios ingredientes para la ensalada.

– Genial. Yo compraré un Chianti de camino. Te daré un toque cuando salga de la jefatura.

– Perfecto.

Cuando Lou se marchó, Laurie volvió a la muestra. Pero la visita del policía había roto su concentración y le había recordado el caso Franconi. Además, estaba cansada de mirar por el microscopio. Se echó hacia atrás y se restregó los ojos.

– A la mierda con todo -murmuró. Suspiró y miró el techo lleno de telarañas. Cada vez que se preguntaba cómo habían sacado el cuerpo de Franconi del depósito, volvía a angustiarse. También se sentía culpable por no poder ayudar a Lou.

Laurie se puso en pie, cogió su abrigo, cerró el maletín y salió del despacho. Sin embargo, no salió del depósito. En cambio, bajó a hacer otra visita a la oficina del depósito. No hacía más que dar vueltas en la cabeza a una pregunta que había olvidado hacer a Marvin Fletcher, el asistente del turno de tarde.

Encontró a Marvin ante el escritorio, rellenando los formularios correspondientes a las recogidas de esa tarde. Marvin era uno de los compañeros de trabajo favoritos de Laurie. Antes del trágico asesinato de Bruce Pomowski durante el caso Cerino, había estado en el turno de día. Después del incidente lo habían pasado a la tarde. En rigor, había sido un ascenso, porque el asistente del turno de la tarde tenía mucha responsabilidad.

– Hola, Laurie, ¿qué cuentas? -dijo Marvin al verla.

Marvin era un afroamericano con la piel más perfecta que Laurie hubiera visto en su vida. Brillaba como si una luz la iluminara desde el interior.

Laurie conversó con Marvin durante unos minutos y, tras compartir con él algunos cotilleos del trabajo, fue directamente al grano.

– Marvin, quiero preguntarte algo, pero prométeme que no te pondrás a la defensiva.

Laurie no pudo evitar recordar la reacción de Mike Passano ante su interrogatorio y no quería que Marvin fuera con quejas a Calvin.

– ¿Sobre qué? -preguntó Marvin.

– Sobre Franconi -respondió Laurie-. Quería preguntarte por qué no se hicieron radiografías del cadáver.

– ¿Qué dices?

– Ya me has oído. Antes de descubrir que el cuerpo había desaparecido, noté que faltaban el informe radiológico y las placas de la carpeta de la autopsia.

– Yo hice las radiografías -aseguró Marvin, que parecía ofendido ante la mera sugerencia de que no fuera así-. Siempre hago radiografías de un cadáver que ingresa, a menos que un médico me indique lo contrario.

– Entonces ¿dónde están el informe y las placas? -preguntó Laurie.

– No sé qué pasó con el informe. Pero las placas se las llevó el doctor Bingham.

– ¿Bingham se las llevó? -preguntó ella. Era extraño, aunque supuso que Bingham se proponía hacer la autopsia a la mañana siguiente.

– Me dijo que se las llevaba a su despacho -explicó Marvin-. ¿Qué querías que hiciera? ¿Que le dijera al jefe que no podía llevarse unas radiografías? De eso nada, monada.

– Por supuesto -repuso Laurie con aire distraído. Estaba perpleja. Aquello era una nueva sorpresa. ¡Había radiografías del cuerpo de Franconi! Desde luego, no tenían mayor utilidad sin el cadáver, pero se preguntó por qué nadie se lo había dicho. Aunque lo cierto es que no había visto a Bingham hasta después de la desaparición del cuerpo-. Bueno, me alegro de haber hablado contigo -dijo saliendo de su ensimismamiento-. Y te pido disculpas por sugerir que habías olvidado hacer las placas.

– Descuida.

Laurie estaba a punto de marcharse cuando recordó la funeraria Spoletto. Movida por un impulso, le preguntó a Marvin qué sabía de ese sitio.

Marvin se encogió de hombros.

– ¿Qué quieres saber? -preguntó-. No sé mucho al respecto. Nunca he estado allí. Ya sabes lo que quiero decir.

– ¿Cómo son los empleados que vienen aquí?

– Normales -respondió él, volviendo a encogerse de hombros-. Creo que sólo los he visto un par de veces. No sé… qué quieres que te diga.

– Ya -dijo ella asintiendo con la cabeza-. Ha sido una pregunta tonta. No sé por qué la he hecho.

Laurie abandonó la oficina del depósito y salió del edificio por la puerta de la calle Treinta. Tenía la impresión de que en el caso Franconi no había nada casual.

Mientras caminaba por la Primera Avenida, la asaltó otro impulso. De repente, la idea de visitar la funeraria Spoletto se le antojaba muy atractiva. Se detuvo, reflexionó durante unos segundos y luego se acercó al bordillo para parar a un taxi.

– ¿Adónde va, señora? -preguntó el conductor. Laurie vio en la licencia ajada y amarillenta que se llamaba Michael Neuman.

– ¿Sabe dónde está Ozone Park? -preguntó.

– Claro, en Queens -respondió el taxista. Era un hombre mayor. Laurie calculaba que rondaría los setenta. Estaba sentado sobre un cojín de gomaespuma, con gran parte del relleno a la vista, y el respaldo del asiento tenía un protector hecho con cuentas de madera.

– ¿Cuánto tardaríamos en llegar allí? -Si era un viaje de varias horas, no pensaba hacerlo.

Michael la miró con expresión inquisitiva y apretó los la bios mientras pensaba.

– No mucho -dijo con vaguedad-. Las calles están bastante despejadas. De hecho, acabo de regresar del aeropuerto Kennedy en un santiamén.

Tal como Michael había prometido, el viaje fue rápido, sobre todo una vez que cogieron la vía rápida Van Wyck. En el trayecto, Laurie se enteró de que Michael llevaba treinta años trabajando de taxista. Era un hombre locuaz e informado, con una encantadora actitud paternal.

– ¿Conoce Gold Road en Ozone Park? -preguntó Laurie, que se alegraba de haber encontrado a un taxista experimentado. Recordaba la dirección de la funeraria porque estaba en la agenda del despacho del depósito. El nombre de la calle, Mortos, se le había quedado grabado porque le había parecido irónico para una funeraria.

– ¿Gold Road? Ningún problema. Es la continuación de la calle Ochenta y ocho. ¿Busca una casa particular?

– Busco la funeraria Spoletto.

– La llevaré en menos que canta un gallo.

Laurie se arrellanó en el asiento con expresión satisfecha, escuchando a medias la interminable cháchara de Michael.

Por el momento parecía que la suerte estaba de su parte.

La razón que la había impulsado a visitar la funeraria Spoletto era que Jack se había equivocado al respecto. La firma en cuestión estaba relacionada con la mafia, y aunque según Lou fuera con la familia equivocada, esa asociación la hacía sospechosa a los ojos de Laurie.

Fiel a su promesa, en un tiempo sorprendentemente breve Michael frenó delante de una casa de tres plantas, construida con tablas de chilla y empotrada entre varios edificios de ladrillo. Unas columnas de estilo griego sostenían el techo del amplio porche delantero. En medio del minúsculo jardín, un cartel luminoso anunciaba: Funeraria Spoletto, negocio famliar.

El negocio estaba en pleno funcionamiento. Se veían luces encendidas a través de todas las ventanas. Un grupo de personas fumaban en el porche, y a través de las ventanas de la planta baja se veía más gente.

Michael estaba a punto de bajar la bandera, cuando Laurie le dijo:

– ¿Le importaría esperarme? Sólo tardaré unos minutos, y supongo que debe de ser difícil encontrar un taxi por aquí.

– Claro, señora -respondió-. No hay problema.

– ¿Puedo dejar mi maletín aquí? No hay nada de valor dentro.

– De todos modos estará seguro.

Laurie bajó y se dirigió a la puerta de la funeraria con nerviosismo. Recordaba como si fuera ayer el caso que el doctor Dick Katzenburg había presentado en una conferencia cinco años antes. Un hombre de veintitantos años había sido prácticamente embalsamado vivo en la funeraria Spoletto como castigo por arrojarle ácido en la cara a Pauli Cerino.

Se estremeció, pero se obligó a subir por la escalinata de la entrada. Nunca terminaría de recuperarse del trauma que le había dejado el caso Cerino. La gente que fumaba en la puerta no le prestó atención. A través de la puerta cerrada se oía una suave melodía de órgano. Laurie giró el pomo de la puerta, que estaba sin llave, y entró.

Aparte de la música no se oía prácticamente sonido alguno. El suelo estaba recubierto con una alfombra tupida. Había pequeños grupos de personas en el vestíbulo de entrada, pero hablaban en susurros. A la izquierda había una serie de ataúdes barrocos y urnas funerarias en exhibición. A la derecha, una sala de velatorio llena de gente sentada en sillas plegables. Al fondo de la estancia había un ataúd sobre un lecho de flores.

– ¿En qué puedo servirle? -preguntó alguien en voz baja.

Un hombre delgado, de aproximadamente la misma edad que Laurie, con la cara demacrada y facciones tristes se había acercado a ella. Estaba completamente vestido de negro, salvo por la camisa blanca. Era obvio que trabajaba allí. A Laurie le recordó a un predicador puritano.

– ¿Ha venido a presentar sus respetos a Jonathan Dibartolo? -preguntó el hombre.

– No -respondió Laurie-. A Frank Gleason.

– ¿Perdón?

– A Frank Gleason -repitió.

– ¿Y usted se llama…? -preguntó el hombre.

– Doctora Laurie Montgomery.

– Un momento, por favor -repuso mientras salía literalmente corriendo.

Laurie miró a los asistentes del velatorio. Sólo había visto esa cara de la muerte en una ocasión, cuando su hermano había fallecido a causa de una sobredosis a los diecinueve años.

Entonces ella tenía sólo quince. Había sido una experiencia traumática en todos los sentidos, sobre todo porque ella misma lo había encontrado muerto.

– Doctora Montgomery -dijo una voz suave y untuosa-.

Soy Anthony Spoletto. Tengo entendido que ha venido a presentar sus respetos al señor Frank Gleason.

– Exactamente -dijo. Se giró y vio a otro hombre de traje oscuro. Era obeso y tan grasiento como su voz. Su frente brillaba en la suave luz incandescente.

– Me temo que será imposible -se disculpó Spoletto.

– Llamé esta tarde y me dijeron que lo estaban velando.

– Sí, desde luego -respondió él. Pero eso fue esta tarde.

Por petición expresa de la familia, el velatorio se llevó a cabo entre las cuatro y las seis.

– Ya veo -dijo Laurie, desconcertada. Puesto que no había planeado su visita, la idea de preguntar por el cadáver de Gleason se le había ocurrido a último momento. Ahora que el velatorio había acabado, no sabía qué hacer-. Quizá podría firmar el libro de visitas, de todos modos.

– Me temo que eso también es imposible -repuso Spoletto-. La familia se lo ha llevado.

– Bien, eso es todo entonces -dijo Laurie haciendo un ademán lánguido con el brazo.

– Lo lamento -se disculpó Spoletto.

– ¿Sabe cuándo es el entierro?

– Aún no me han notificado nada al respecto.

Gracias-dijo Laurie.

– De nada -dijo él, abriéndole la puerta.

Ella salió y subió al taxi.

– ¿Adónde vamos ahora? -preguntó Michael.

Laurie le dio las señas de su casa. Mientras el taxi arrancaba, se inclinó para echar un último vistazo a la funeraria. Había hecho el viaje en balde. O quizá no. Después de hablar unos instantes con Spoletto, se había dado cuenta de que su frente no estaba grasienta. A pesar de la baja temperatura en el interior del establecimiento, el hombre sudaba. Se rascó la cabeza, preguntándose si ese detalle tendría alguna relevancia o si volvía a dar palos de ciego.

– ¿Era un amigo? -preguntó Michael.

– ¿A quién se refiere?

– Al finado.

Laurie dejó escapar una risita triste.

– No exactamente -respondió.

– Entiendo -dijo él mirándola por el retrovisor-. Hoy día las relaciones son muy complicadas. Y le diré por qué…

Ella sonrió y se arrellanó en el asiento para escucharlo. La chiflaban los taxistas filósofos, y Michael era un auténtico Platón en su profesión.

Cuando el taxi se detuvo frente a su casa, Laurie vio una figura familiar en el vestíbulo. Era Lou Soldano, apoyado contra los buzones. En la mano tenía una botella de vino cubierta con un cesto de mimbre. Laurie pagó el viaje, dejando una generosa propina a Michael, y bajó del vehículo.

– Lo siento -le dijo a Lou-. Me dijiste que llamarías antes de venir.

El parpadeó como si acabara de despertarlo.

– Y lo hice, pero me respondió el contestador. Te dejé un mensaje de que estaba en camino.

Laurie consultó su reloj de pulsera mientras abría la puerta. Como había previsto, había tardado poco más de una hora.

– Pensé que sólo te quedaba media hora de trabajo -dijo Lou.

– No estaba trabajando -respondió ella mientras llamaba el ascensor-. He hecho una excursión hasta la funeraria Spoletto. -Lou arrugó la frente en una expresión de disgusto-.

No me riñas -añadió Laurie subiendo al ascensor.

– ¿Y qué? ¿Has encontrado a Franconi expuesto en un ataúd? -preguntó Lou con sarcasmo.

– Si te pones así, no te contaré nada.

– De acuerdo, lo siento.

– No he descubierto nada. El velatorio del hombre que me interesaba había terminado. La familia lo suspendió a las seis de la tarde.

Se abrió la puerta del ascensor. Mientras Laurie bregaba con la cerradura, Lou hizo una reverencia a Debra Engler, cuya puerta estaba entornada como de costumbre.

– Pero el gerente se comportó de forma sospechosa -dijo Laurie-. Al menos eso me pareció.

– ¿Por qué? -preguntó Lou mientras entraba en el apartamento.

Tom corrió desde la habitación, se restregó contra la pierna de Laurie y comenzó a ronronear. La mujer dejó el maletín en la pequeña mesa semicircular del vestíbulo para agacharse y rascarle detrás de las orejas.

– Cuando hablaba conmigo, sudaba -explicó.

Lou, que se estaba quitando el abrigo, se detuvo en medio de la operación.

– ¿Y eso es todo? ¿El tío sudaba?

– Sí, eso es todo. -Sabía qué pensaba Lou. Estaba escrito en su cara.

– Y dime, ¿comenzó a sudar después de que tú le hicieras preguntas complejas e incriminatorias sobre la desaparición del cuerpo de Franconi? ¿O ya sudaba antes de que hablaras con él?

– Antes -admitió ella.

Lou puso los ojos en blanco.

– ¡Guau! Otra encarnación de Sherlock Holmes. Quizá deberías hacer mi trabajo. No tengo tus dotes de intuición y razonamiento inductivo.

– Has prometido no regañarme -protestó Laurie.

– Yo no hecho tal cosa.

– De acuerdo, fue un viaje inútil. Ahora preparemos la comida. Estoy muerta de hambre.

Lou se pasó la botella de vino de una mano a la otra para terminar de quitarse la gabardina. Al hacerlo, arrojó inadvertidamente al suelo el maletín de Laurie. El impacto hizo que se abriera y se desparramara el contenido. El ruido asustó al gato que desapareció en el dormitorio, después de una lucha desesperada por mantener el equilibrio en el parquet encerado.

– ¡Qué torpe! -dijo-. Lo siento.

Se agachó para recoger los papeles, bolígrafos, portaobjetos y demás parafernalia y, al hacerlo, chocó con Laurie.

– Creo que es mejor que te sientes -dijo ella.

– No; insisto.

Cuando acabaron de reponer las cosas dentro del maletín,

Lou cogió la cinta de vídeo.

– ¿Qué es esto? Tu película porno favorita.

– Ni mucho menos.

Lou la giró para leer la etiqueta.

– ¿El asesinato de Franconi? ¿ La CNN te ha enviado esta cinta por iniciativa propia?

– No -respondió Laurie-. La pedí yo. Pensaba usar la película para corroborar nuestros hallazgos una vez hecha la autopsia. Pensé que era un buen tema para una monografía sobre la fiabilidad de los estudios forenses.

– ¿Te importa si la pongo? -preguntó Lou.

– Claro que no. ¿No viste el atentado por la tele?

– Como todo el mundo. Pero aun así será interesante ver la cinta.

– Me sorprende que en la policía no tengáis una copia.

– Puede que la tengamos -repuso Lou-, pero yo no la he visto.

– Esta no es tu noche, tío -bromeó Warren-. Te estás haciendo viejo.

Jack había llegado tarde al campo de juego y se había visto obligado a esperar su turno para jugar. Entretanto había decidido que ganaría independientemente del equipo en que lo pusieran. Sin embargo, le habían hecho morder el polvo, ya que Warren y Spit estaban en el mismo equipo y ninguno de los dos fallaba jamás. Habían ganado todos los partidos, incluido el último que acababa de rematarse con un dulce pase en picado que había dado a Spit la oportunidad de encestar.

Cuando Jack salió del campo le temblaban las piernas.

Había puesto todo su empeño en el juego y sudaba a chorros. Cogió la toalla que había dejado sobre el cerco de cadenas y se secó la cara. Su corazón parecía a punto de saltarle del pecho.

– Venga, hombre -dijo Warren desde el centro del campo, mientras hacía rebotar el balón entre las piernas-. Un partido más. Esta vez te dejaremos ganar.

– Ya -gritó Jack-. Corta el rollo, tío. Vosotros nunca dejáis ganar a nadie. -Se esforzaba para adaptar su vocabulario al entorno-. Me largo.

Warren saltó por encima del cerco, enganchó un dedo en uno de los eslabones de la cadena y se sentó sobre ésta.

– ¿Qué pasa con tu chica? -preguntó-. Natalie no deja de darme la lata preguntándome por ella, porque hace mucho que no os vemos juntos. Ya me entiendes.

Jack miró la cara esculpida de Warren. Para su vergüenza, Warren no sólo no sudaba, sino que tampoco estaba agitado. Y lo peor era que había empezado a jugar mucho antes de que él llegara. El único indicio del esfuerzo realizado era un pequeño triángulo de sudor en la pechera de su camiseta sin mangas.

– Dile a Natalie que Laurie está bien -repuso Jack-. Sólo que nos tomamos unas pequeñas vacaciones el uno del otro.

Fue culpa mía. Quería que la relación se enfriara un poco.

– Ya te entiendo -dijo Warren.

– Anoche estuve con ella -añadió Jack-. Y parece que la cosa promete. Me preguntó por ti y por Natalie, así que no eres el único.

Warren hizo un gesto de asentimiento.

– ¿Estás seguro de que no quieres jugar?

– No, ya me largo.

– Cuídate, tío -dijo Warren mientras se alejaba del cerco.

Luego gritó a los demás-: Venga, otro partido, troncos.

Jack sacudió la cabeza mientras miraba correr a Warren.

Envidiaba la energía de su amigo. Era obvio que no estaba cansado.

Jack se puso el jersey del chándal y echó a andar hacia su casa. Aunque durante el juego la imposibilidad de ganar lo había enfurecido, ahora no le importaba. El ejercicio le había aclarado la mente y durante una hora y media no había pensado en el trabajo. Sin embargo, no había llegado al final de la calle Ciento seis, cuando comenzó a preocuparse otra vez por el intrigante misterio de la última autopsia.

Mientras subía por las escaleras cubiertas de desperdicios de su edificio, se preguntó si habría alguna posibilidad de que Ted hubiera cometido un error en el análisis del ADN.

Estaba convencido de que a la víctima le habían trasplantado el hígado.

Cuando llegaba al tercer rellano, oyó el timbre de su telé fono. Sabía que era el suyo porque Denise, una madre soltera que vivía en la misma planta con sus dos hijos, no tenía teléfono. Con un esfuerzo sobrehumano, Jack consiguió que sus cansados cuadriceps lo impulsaran hasta el último rellano.

Metió la llave en la cerradura y, en cuanto abrió la puerta, el contestador automático se puso en marcha con una voz que Jack no reconoció como suya. Corrió hacia el teléfono y levantó el auricular, interrumpiendo la grabación en mitad de una frase.

– ¿Sí? -preguntó, agitado. Después de una hora y media de intenso ejercicio en el campo de baloncesto, la subida por el último tramo de escalera lo había llevado al límite de sus fuerzas.

– No me digas que acabas de volver de tu partido de baloncesto -dijo Laurie-. Son casi las nueve. No cuadra con tus horarios.

– No llegué a casa hasta las siete y media -explicó Jack entre jadeos. Se secó la cara para evitar que las gotas de sudor cayeran al suelo.

– Eso significa que aún no has cenado.

– Exactamente.

– Lou está aquí y estábamos a punto de comer ensalada y espaguetis. ¿Por qué no te vienes?

– No quisiera aguaros la fiesta -respondió Jack en tono de broma, aunque al mismo tiempo sintió una punzada de celos.

Sabía que Laurie y Lou habían tenido una pequeña aventura, y se preguntó si estarían a punto de volver a empezar.

Jack sabía que no tenía derecho a sentir celos, dada su resistencia a comprometerse con una mujer. Después de perder a su familia, no quería correr el riesgo de volver a sentir tanto dolor. Por otra parte, reconocía que se sentía solo y que disfrutaba de la compañía de Laurie.

– No aguarás ninguna fiesta-repuso Laurie-. Sólo es una cena informal. Pero queremos enseñarte algo. Algo que te sorprenderá y que quizá te duela tanto como una patada en el culo. Como verás, estamos muy entusiasmados.

– ¿Ah, sí? -dijo Jack con la boca seca. Al oír la risa de Lou en el fondo, sumó dos más y dos y dio por sentado que lo que querían enseñarle era un anillo de compromiso. Lou le había propuesto matrimonio.

– ¿Vendrás?-preguntó ella.

– Es muy tarde. Y todavía tengo que ducharme.

– ¡Eh, carnicero! -exclamó Lou, que le había arrebatado el auricular a Laurie-. Ven aquí pitando. Laurie y yo nos morimos de ganas de pasarte el parte.

– De acuerdo. Me daré una ducha rápida y estaré allí dentro de cuarenta minutos.

– Hasta ahora, colega -se despidió Lou.

Jack colgó el auricular.

– ¿Colega? -dijo para sí. Lou no acostumbraba hablarle de esa manera. Jack pensó que el detective debía de sentirse en las nubes.

– -

Ojalá supiera qué hacer para animarte -dijo Darlene-. Se había tomado la molestia de ponerse un body de seda de Victoria's Secret, pero Raymond ni siquiera se había enterado.

Estaba tendido en el sofá con una bolsa de hielo en la cabeza y los ojos cerrados.

– ¿Estás seguro de que no quieres comer nada? -preguntó Darlene.

Era una mujer alta, de más de metro setenta y cinco de estatura, con el pelo oxigenado y un cuerpo voluptuoso. Tenía veintiséis años. Ella y Raymond bromeaban a veces sobre el hecho de que él, con sus cincuenta y dos, le doblaba la edad.

Había sido modelo antes de que el médico la conociera en un bar del este de Nueva York, llamado Auction House.

Raymond retiró despacio la bolsa de hielo y dirigió una mirada fulminante a Darlene. Su vitalidad lo exasperaba.

– Tengo un nudo en el estómago -dijo-. Y no tengo hambre. ¿Es tan difícil de entender?

– Bueno. No sé por qué estás tan nervioso -repuso Darlene-. Acabas de recibir una llamada de una doctora de Los Angeles que ha decidido unirse al grupo. Eso significa que pronto tendremos estrellas de cine entre nuestros clientes.

Creo que deberíamos celebrarlo.

Raymond volvió a ponerse la bolsa de hielo en la cabeza y cerró los oios.

– Los problemas no tienen nada que ver con los beneficios del negocio. Esa parte va de maravilla. Lo que me preocupa son los imprevistos, como el problema de Franconi, y ahora Kevin Marshall. -Raymond no quería hablar de Cindy Carlson. De hecho, hacía todo lo posible para no pensar en ella.

– ¿Por qué sigues preocupado por Franconi? -preguntó Darlene-. Ese problema ya está resuelto.

– Oye -dijo Raymond, intentando ser paciente-, creo que sería mejor que te fueras a ver la tele y me dejaras sufrir en paz.

– ¿No quieres una tostada o un tazón de cereales?

– ¡Déjame en paz! -gritó él. Se sentó con brusquedad, apretando la bolsa de hielo entre las manos. Tenía la cara encendida y los ojos parecían a punto de saltar de sus órbitas.

– De acuerdo, es evidente que mi presencia te molesta -dijo Darlene, enfurruñada. Cuando se disponía a salir del salón sonó el teléfono-. ¿Quieres que lo coja?

Raymond hizo un gesto de asentimiento y le pidió que atendiera la llamada en el estudio. También dijo que si era para él dijera que no sabía dónde estaba, pues no quería hablar con nadie.

Darlene dio media vuelta y desapareció en el estudio.

Raymond soltó un suspiro de alivio y volvió a ponerse la bolsa de hielo en la cabeza. Se tendió y procuró relajarse.

Cuando empezaba a ponerse cómodo, Darlene regresó.

– Llaman desde abajo -dijo-. Hay un hombre que quiere verte. Se llama Franco Ponti y dice que es importante. Le he dicho que no estabas. ¿Qué hago?

Raymond se incorporó con un movimiento brusco y nervioso. Aunque al principio no identificó el nombre, éste no le gustaba. Entonces recordó. Era uno de los esbirros de Vinnie Dominick que lo habían visitado el día anterior.

– ¿Y bien? -preguntó Darlene.

Raymond tragó saliva con dificultad.

– Hablaré con él.

Cogió el supletorio que estaba detrás del sofá e, intentando que su voz sonara autoritaria dijo:

– Hola.

– Hola, doctor -respondió Franco-. Si no hubiera estado en casa, me habría llevado una gran decepción.

– Estaba a punto de meterme en cama. Es algo tarde para recibir visitas.

– Le pido disculpas por la hora. Pero a Angelo Facciolo y a mí nos gustaría enseñarle algo.

– ¿Por qué no lo dejamos para mañana?, entre las nueve y las diez, por ejemplo.

– No puede esperar -dijo Franco-. Venga, doctor. No nos complique las cosas. Vinnie Dominick nos ha ordenado expresamente que vengamos para que usted conozca los detalles del último trabajo. -Raymond buscó desesperadamente una excusa para no bajar, pero con el dolor de cabeza que tenía, no se le ocurrió nada-. Sólo le robaré dos minutos de su tiempo -insistió Franco.

– Estoy muy cansado. Me temo que…

– Eh, un momento, doctor. Insisto en que baje o lo sentirá mucho. Espero que esté claro.

– De acuerdo -dijo Raymond reconociendo lo inevitable.

No era tan ingenuo como para pensar que Vinnie Dominick y sus hombres amenazaban en vano-. Un momento.

Abrió el armario del pasillo y descolgó su abrigo. Darlene estaba atónita.

– ¿Vas a salir? -preguntó.

– No tengo otra alternativa-respondió él-. Supongo que debería alegrarme de que no quieran subir.

Mientras bajaba en el ascensor, procuró tranquilizarse, aunque era difícil, pues el dolor de cabeza se había intensificado. Aquella visita inesperada y no deseada era la clase de imprevisto que no le dejaba vivir.

No tenía idea de qué pretendían enseñarle, aunque suponía que estaría relacionado con Cindy Carlson.

– Buenas noches, doctor -dijo Franco cuando apareció Raymond-. Lamento molestarle.

– Vayamos al grano -dijo Raymond fingiendo una seguridad que no sentía.

– Todo será breve e indoloro. Confíe en mí. Si no le importa… -Señaló hacia la calle, donde habían dejado el Ford.

Angelo estaba apoyado contra el maletero del coche, fumando un cigarrillo.

Raymond siguió a Franco hasta el coche. Angelo se incorporó y se hizo a un lado.

– Queremos que eche un vistazo al maletero -dijo Franco.

Cogió las llaves del coche y lo abrió-. Acérquese para ver mejor. La luz no es muy buena.

Raymond pasó entre el Ford y el coche que estaba aparcado detrás y se colocó a escasos centímetros de la puerta del maletero mientras Franco la levantaba. Un segundo después, Raymond creyó que iba a darle un paro cardíaco. En el preciso instante en que vio la siniestra silueta de Cindy Carlson acurrucada en el maletero hubo un fogonazo de luz. Raymond se tambaleó hacia atrás. La visión de la cara de porcelana de la joven obesa le produjo náuseas y al mismo tiempo se sintió mareado por el fogonazo de luz, que, como comprendió de inmediato, era el flash de una cámara Polaroid.

Franco cerró el maletero y se restregó las manos.

– ¿Qué tal la foto? -preguntó a Angelo.

– Hay que esperar un minuto -respondió el susodicho cogiendo el borde de la fotografía a medida que salía de la cámara.

– Sólo será un segundo -dijo Franco a Raymond. Este dejó escapar un gemido involuntario mientras miraba alrededor con nerviosismo. Le horrorizaba la posibilidad de que alguien más hubiera visto el cadáver.

– Ha salido bien -dijo Angelo. Le entregó la fotografía a Franco, que hizo un gesto de asentimiento y se la enseñó a Raymond.

– Yo diría que es su mejor perfil -comentó Franco.

Raymond tragó saliva. La fotografía mostraba con claridad su expresión de terror, así como la imagen de la muchacha muerta.

Franco se metió la fotografía en el bolsillo.

– Bien, ya está, doctor. Le dije que no le robaríamos mucho tiempo.

– ¿Por qué han hecho esto? -preguntó Raymond con un hilo de voz.

– Fue idea de Vinnie. Pensó que era conveniente tener un recuerdo del favor que le ha hecho, por si acaso.

– ¿Por si acaso qué?

Franco abrió las manos.

– Nunca se sabe.

Franco y Angelo subieron al coche. Raymond subió a la acera. Se quedó mirando el vehículo hasta que éste giró en la esquina y desapareció de la vista.

– ¡Dios mío! -murmuró Raymond. Se volvió y echó a andar con piernas temblorosas hacia la puerta de su casa. Cada vez que resolvía un problema, se le presentaba otro.

– -

La ducha resucitó a Jack. Puesto que esta vez Laurie no le había prohibido ir en bicicleta, decidió hacerlo. Pedaleó hacia el sur a buen ritmo. Teniendo en cuenta las malas experiencias que había tenido en el parque el año anterior, siguió por Central Park West hasta Columbus Circle. A partir de allí, cogió la calle Cincuenta y nueve hasta Park Avenue.

A aquella hora de la noche, la avenida era un sueño, y siguió por ella hasta la calle de Laurie. Amarró la bicicleta con su colección de cadenas y candados y se dirigió a la puerta del edificio de Laurie.

Antes de llamar al timbre, se tomó unos instantes para pensar en la mejor forma de comportarse y lo que debía decir.

Laurie lo recibió en la puerta con una sonrisa de oreja a oreja. Antes de que Jack pudiera pronunciar una sola palabra, la chica le rodeó el cuello con el brazo libre y lo abrazó.

En la otra mano, equilibraba una copa de vino.

– Vaya -dijo dando un paso atrás y miró el lamentable estado del pelo corto de Jack-. Me olvidé de mencionar el tema de la bici. No me digas que has venido en ella. -Jack se encogió de hombros con aire culpable-. Bueno, al menos has llegado sano y salvo -añadió Laurie.

Le bajó la cremallera de la cazadora de piel y se la quitó.

Jack vio a Lou sentado en el sofá con una sonrisa que rivalizaba con la del gato de Cheshire.

Laurie cogió el brazo de Jack y tiró de él hacia el salón.

– ¿Qué quieres primero, la sorpresa o la cena? -preguntó.

– Primero la sorpresa -respondió él.

– Estupendo -dijo Lou. Saltó del sofá y se acercó a la tele.

Laurie guió a Jack al sitio que acababa de dejar libre Lou.

– ¿Una copa de vino?

Jack asintió con un gesto. Estaba perplejo. No había ningún anillo a la vista y Lou estudiaba con atención el mando a distancia del vídeo. Laurie desapareció en la cocina, pero regresó de inmediato con una copa para Jack.

– No sé cómo va esto -protestó Lou-. En mi casa, la encargada del vídeo es mi hija.

Laurie cogió el mando a distancia y le explicó que primero tenía que encender la tele. Jack bebió un sorbo de vino. Era mucho mejor que el que él había llevado la noche anterior.

Laurie y Lou se sentaron junto a él en el sofá. Jack miró a uno y a otro, pero no le hicieron el menor caso. Miraban fijamente la pantalla.

– ¿Cuál es la sorpresa? -preguntó Jack.

– Espera y verás -respondió Laurie señalando la pantalla, que por el momento sólo mostraba nieve.

Más intrigado que nunca, Jack clavó la mirada en la pantalla. De repente se oyó una melodía y apareció el logotipo de la CNN, seguido por la imagen de un hombre rechoncho saliendo de un restaurante de Manhattan, que Jack reconoció como el Positano. El hombre estaba rodeado por un grupo de gente.

– ¿Pongo el sonido? -preguntó Laurie.

– No, no es necesario -respondió Lou.

Jack miró la secuencia. Cuando ésta hubo terminado, se giró hacia Laurie y Lou. Ambos sonreían con alegría.

– ¿Qué pasa? -preguntó Jack-. ¿Cuánto vino habéis bebido?

– ¿Sabes qué es lo que acabas de ver? -inquirió Laurie.

– Yo diría que ha sido un asesinato -respondió Jack.

– Es Carlo Franconi -dijo ella-. Después de ver esta escena, ¿no te recuerda nada?

– Sí, me recuerda esas viejas cintas del atentado de Lee Harvey Oswald.

– Pásala otra vez -sugirió Lou.

Jack miró la secuencia por segunda vez, aunque dividió la atención entre la pantalla y las caras de Laurie y Lou. Parecían fascinados. Después del segundo pase, Laurie se volvió hacia Jack una vez más y dijo:

– ¿Y?

– ¿Qué queréis que diga? -preguntó Jack.

– Deja que te enseñe algunas partes en cámara lenta dijo Laurie. Con el mando a distancia localizó la toma en que Franconi estaba a punto de subir a la limusina. La pasó en cámara lenta y luego la detuvo en el momento del tiroteo. Se acercó a la pantalla y señaló la parte posterior del cuello del hombre-. Esa es la entrada de la bala -señaló. Avanzó con el mando hasta el momento del segundo impacto, cuando la victima caía hacia la derecha.

– ¡Que me aspen! -exclamó Jack, atónito-. Mi último cadáver podría ser Carlo Franconi.

Laurie se giró, dando la espalda al televisor.

– Exactamente -dijo con tono triunfal. Todavía no tenemos pruebas irrefutables, desde luego, pero teniendo en cuenta las heridas de entrada y el trayecto de las balas en el cuerpo estoy dispuesta a jugarme cinco pavos.

– ¡Guau! -exclamó Jack-. Acepto la apuesta, aunque quiero recordarte que es un ciento por ciento superior a cualquier apuesta que hayas hecho en mi presencia.

– Es que esta vez estoy muy segura -respondió Laurie.

– Laurie es un lince -dijo Lou-. Hizo la asociación de inmediato. Siempre me hace sentir como un idiota

– Venga ya -dijo Laurie, dándole un empujón amistoso.

– ¿Esta es la sorpresa que queríais enseñarme? -preguntó Jack con cautela. No quería abrigar falsas esperanzas.

– Sí -dijo Laurie-. ¿Qué pasa? ¿No estás tan emocionado como nosotros?

Jack soltó una risita de alivio.

– Claro que sí. Estoy en la gloria.

– Nunca sé cuándo hablas en serio -repuso Laurie que detectó el típico dejo irónico de Jack en la respuesta.

– Es la mejor noticia que me han dado en muchos días, quizá incluso en semanas.

– Bueno, tampoco te pases -dijo Laurie. Apagó la tele y el vídeo-. Ahora, a cenar.

Durante la cena se preguntaron por qué nadie había considerado la posibilidad de que el cadáver que había aparecido en el agua fuera el de Franconi.

– En mi caso fue por la localización de las heridas de bala -dijo Laurie-, que no coincidía con las de Franconi. Además, me despistó el hecho de que encontraran el cuerpo en Coney Island. Si lo hubieran pescado en East River habría sido otra historia.

– Supongo que yo me despisté por el mismo motivo -sugirió Jack-. Y luego, cuando descubrí que las heridas eran post mortem, ya estaba obsesionado por mi descubrimiento en el hígado. A propósito, Lou, ¿Franconi se sometió a un trasplante de hígado?

– No, que yo sepa -respondió Lou-. Estuvo enfermo durante varios años, pero nunca supe el diagnóstico. No he oído nada acerca de un trasplante de hígado.

– Si no se le practicó un trasplante de hígado, el muerto no es Franconi -aseguró Jack-. Aunque el laboratorio de ADN no termina de confirmarlo, yo estoy convencido de que el hombre que apareció en el agua tiene un hígado donado.

– ¿Qué mas podéis hacer para confirmar que la víctima y Franconi son la misma persona? -preguntó Lou.

– Podemos pedir una muestra de sangre de la madre -dijo Laurie-. Comparando el ADN mitocondrial, que todos heredamos de nuestra madre, podemos determinar si la víctima es Franconi. Estoy segura de que la madre se prestará, pues ella fue a identificar el cuerpo.

– Es una pena que no se hayan hecho radiografías cuando ingresó el cuerpo de Franconi -comentó Jack-. Con eso lo habríamos conseguido.

– ¡Pero sí hay radiografías! -exclamó ella, con entusiasmo-. Acabo de descubrirlo esta tarde. Marvin las hizo.

– ¿Y dónde coño están? -preguntó Jack.

– Marvin dijo que se las llevó Bingham -respondió Laurie-. Deben de estar en su oficina.

– Entonces sugiero que hagamos una pequeña excursión al depósito -dijo Jack-. Me gustaría dejar solucionado este asunto.

– El despacho de Bingham estará cerrado -dijo Laurie.

– Creo que esta situación requiere un poco de creatividad -dijo Jack.

– Amén -intervino Lou-. Este era el descubrimiento que esperaba.

En cuanto terminaron de comer y -debido a la insistencia de Jack y Lou- de limpiar la cocina, los tres cogieron un taxi y se dirigieron al depósito. Entraron por la puerta principal y fueron directamente hacia la oficina del depósito.

– ¡Dios mío! -exclamó Marvin cuando vio a Jack y a Laurie. Era raro que dos forenses aparecieran al mismo tiempo a esas horas de la noche-. ¿Ha habido alguna catástrofe?

– ¿Dónde están los porteros?

– La última vez que los vi estaban en la sala de autopsias -dijo Marvin-. En serio, ¿qué pasa?

– Tenemos una crisis de identidad -bromeó Jack.

Jack condujo a los demás a la sala de autopsias y dejó la puerta entornada.

Marvin tenía razón. Los dos porteros estaban ocupados fregando el amplio suelo de baldosas.

– Supongo que tenéis las llaves de la oficina del jefe -dijoJack.

– Claro -dijo Daryl Foster.

Daryl llevaba casi treinta años trabajando para el Instituto Forense. Su compañero, Jim O'Donnel era relativamente nuevo en su puesto.

– Tenemos que entrar ahí -dijo Jack-. ¿Le importaría abrirnos la puerta?

Daryl titubeó.

– Al jefe no le gusta que la gente entre en su despacho -res pondió.

– Yo asumo la responsabilidad -dijo Jack-. Es una emergencia. Además, está con nosotros el detective Soldano, del Departamento de Policía, así que no robaremos gran cosa.

– No sé -dudó Daryl. Era evidente que se sentía incómodo y que las bromas de Jack no le hacían gracia.

– Entonces deme la llave -dijo Jack. Tendió la mano-. De esa forma no se comprometerá.

A regañadientes, Daryl sacó dos llaves del llavero y se las entregó a Jack.

– Una es del despacho exterior y la otra del despacho interior del doctor Bingham.

– Se las devolveré dentro de cinco minutos -dijo Jack.

Daryl no respondió.

– Creo que ese pobre tipo está asustado -comentó Lou mientras los tres subían en el ascensor hacia la primera planta.

– Cuando Jack trabaja en una misión hay que tener cuidado con él -dijo Laurie.

– La burocracia me saca de mis casillas -replicó Jack-. No hay ninguna razón para que las radiografías estén en la oficina del jefe.

Jack abrió la puerta de la oficina exterior y luego la del despacho del doctor Bingham. Encendió las luces.

El despacho era amplio, con un escritorio grande a la izquierda, situado debajo de un ventanal, y una mesa de biblioteca a la derecha. Delante de la mesa había varios utensilios para la enseñanza, incluyendo una pizarra y un negatoscopio.

– ¿Dónde buscamos? -preguntó Laurie.

– Esperaba que estuvieran en la caja de las radiografías -dijoJack-. Pero no las veo. Ya sé, yo revisaré el escritorio y el archivador mientras tú echas un vistazo alrededor.

– Bien -respondió Laurie.

– ¿Qué hago yo? -preguntó Lou.

– Tú quédate ahí y asegúrate de que no robemos nada -se burló Jack.

Abrió los cajones del archivador, pero los cerró de inmediato. Las radiografías de cuerpo entero que se hacían después de un ingreso debían estar guardadas en carpetas grandes. No era fácil ocultarlas.

– Esto parece prometedor -dijo Laurie. Había encontrado una pila de radiografías en el armario situado debajo del negatoscopio. Puso las carpetas sobre la mesa y miró los nombres. Encontró las de Franconi y las separó de las demás.

Cuando regresaron a la planta baja, Jack cogió las radiografías del cuerpo que había sido hallado en el mar y llevó las dos carpetas a la sala de autopsias. Devolvió las llaves del despacho de Bingham a Daryl y le dio las gracias. Daryl se limitó a responder con una inclinación de cabeza.

– Muy bien, colegas -dijo Jack de camino hacia el negatoscopio-. Ha llegado el gran momento. -Primero puso en el visor las radiografías de Franconi y luego las del cuerpo sin cabeza-. ¿Qué os parece? -dijo después de una rapidísima inspección-. Laurie, te debo cinco pavos.

Laurie soltó un gritito triunfal mientras Jack le daba el dinero. Lou se rascó la cabeza y se acercó al negatoscopio para estudiar las radiografías.

– ¿Cómo podéis saberlo tan rápido? -preguntó.

Jack señaló las sombras de las balas casi oscurecidas por una masa de perdigones en la radiografía del cuerpo de la última autopsia y le señaló cómo correspondían exactamente a las balas en las radiografías de Franconi. Luego señaló dos fracturas idénticas en la clavícula que aparecían en las placas de los dos cuerpos.

– Esto es genial -dijo Lou restregándose las manos con un entusiasmo casi equiparable al de Laurie-. Ahora que tenemos el corpus delicti, es probable que podamos seguir con el caso.

– Y yo podré descubrir qué demonios ha pasado con el hígado de este tipon-dijo Jack.

– Pues yo me iré a hacer compras con mi dinero -dijo Laurie estampando un beso en el billete de cinco dólares-. Aun que no hasta que descubra cómo y por qué desapareció el cuerpo.

– -

Incapaz de dormir a pesar de haberse tomado dos somníferos, Raymond bajó de la cama con cuidado para no despertar a Darlene. Aunque no había por qué preocuparse. Darlene tenía un sueño tan profundo, que podía caérsele el techo encima sin que se enterara.

Raymond entró en la cocina y encendió la luz. No tenía hambre, pero pensó que un poco de leche tibia lo ayudaría a asentar el estómago. Después de la horrible impresión que había sufrido al ver el contenido del maletero del Ford, tenía acidez estomacal. Había tomado tres clases distintas de antiácidos, pero ninguno le había servido de nada.

Raymond no se las arreglaba bien en la cocina, sobre todo porque no sabía dónde estaban las cosas. En consecuencia tardó un buen rato en calentar la leche y en encontrar un vaso. Cuando todo estuvo listo se llevó el vaso al estudio y se sentó ante el escritorio.

Tras beber algunos sorbos, reparó en que eran las tres y cuarto de la madrugada. A pesar de que se sentía algo aturdido como consecuencia de los somníferos, se dio cuenta de que en la Zona serían más de las nueve, una buena hora para llamar a Siegfried Spallek.

La conexión fue casi instantánea. A esa hora, las líneas estaban desocupadas. Aurielo respondió rápidamente y le pasó con el gerente.

– Se ha levantado temprano -observó Siegfried-. Pensaba llamarlo dentro de cuatro o cinco horas.

– No podía dormir -dijo Raymond-. ¿Qué está pasando allí? ¿Cuál es el problema con Kevin Marshall?

– Creo que el problema está resuelto -dijo Siegfried.

A continuación le resumió lo que había pasado y alabó a Bertram Edwards por alertarlo, lo que le había permitido hacer seguir a Kevin. Dijo que Kevin y sus amigas estaban tan asustados que no se atreverían a volver a la isla.

– ¿Qué quiere decir con sus amigas? -preguntó Raymond-. Kevin siempre ha sido un solitario.

– Estaba con la técnica en reproducción asistida y una de las enfermeras del equipo de cirugía -respondió Siegfried-.

Con franqueza, a nosotros también nos sorprendió, pues siempre ha sido un schlemiel, ¿o cómo llaman ustedes, los estadounidenses, a una persona inepta para las relaciones sociales?

– Un ermitaño -respondió Raymond.

– Eso -dijo Siegfried.

– ¿Y sin duda lo que lo impulsó a visitar la isla fue el humo que tanto le preocupaba?

– Eso dijo Bertram Edwards, quien ha tenido una buena idea. Le diremos a Kevin que enviamos a una cuadrilla de obreros para construir un puente sobre el río que divide en dos la isla.

– Pero no lo han hecho -dijo Raymond.

– Por supuesto que no -respondió Siegfried-. La última cuadrilla que enviamos construyó la estructura para sostener el puente. Desde luego, Bertram envió algunos operarios para llevar las doscientas jaulas.

– No sabía que se hubieran enviado jaulas a la isla -dijo Raymond-. ¿De qué habla?

– Ultimamente Bertram ha estado insistiendo en que abandonemos la idea de aislar a los animales en la isla -explicó Siegfried-. Piensa que deberíamos traer a los bonobos al Centro de Animales y esconderlos de alguna manera.

– Quiero que se queden en la isla -repuso Raymond con énfasis-. Ese fue el acuerdo con GenSys. Si sacamos a los animales de allí podrían anular el trato. Están paranoicos con el tema de la publicidad.

– Lo sé -dijo Siegfried-. Es lo que le dije a Bertram. El lo entiende, pero quiere dejar las jaulas allí por las dudas. No veo ningún problema en eso. De hecho, creo que es bueno estar preparado para cualquier imprevisto.

Raymond se pasó una mano por el pelo con nerviosismo.

No quería ni oír hablar de imprevistos.

– Quería preguntarle cómo desea que resolvamos el asunto con Kevin y las mujeres -dijo Siegfried-. Pero ahora que podemos explicarle lo del humo, y después de haberle dado un buen susto, creo que tenemos la situación controlada.

– No llegaron a la isla, ¿verdad? -preguntó Raymond.

– No, sólo a la zona de estacionamiento.

– Tampoco me gusta que la gente vaya husmeando por ahí -respondió Raymond.

– Lo entiendo -asintió Siegfried-. Por las razones que ya le he mencionado, no creo que Kevin vuelva. Pero, por las dudas, mandaré estacionar allí a la guardia marroquí y a un contingente de soldados ecuatoguineanos durante varios días, siempre y cuando usted lo considere oportuno.

– Está bien -acordó Raymond-. Pero dígame, ¿qué piensa sobre el humo que sale de la isla, suponiendo que Kevin tenga razón?

– ¿Qué pienso yo? -repitió Siegfried-. Me importa un bledo lo que esos animales hagan allí mientras permanezcan en su sitio y se mantengan sanos. ¿A usted le preocupa?

– En absoluto -respondió Raymond.

– Quizá deberíamos enviarles un par de balones de fútbol -dijo Siegfried-. Es posible que así se entretengan. -Rió a carcajadas.

– No creo que esto sea motivo de risa -replicó Raymond irritado. Aunque apreciaba la actitud autoritaria y disciplinada de Siegfried, éste no acababa de caerle bien. Se lo imaginó sentado ante su escritorio, rodeado de los animales desecados y los cráneos que tenía sobre la mesa.

– ¿Cuándo vendrá a recoger al paciente? -quiso saber Siegfried-. Me han dicho que se recupera de maravilla y que está listo para volver.

– Eso he oído. Llamaré a Cambridge, y en cuanto esté listo el avión de GenSys iré hacia allí. Supongo que llegaré en un par de días.

– Avíseme antes. Enviaré un coche a recogerlo a Bata.

Raymond colgó el auricular y dejó escapar un pequeño suspiro de alivio. Se alegraba de haber llamado a Africa, pues parte de su ansiedad se debía al preocupante mensaje de Siegfried sobre un problema con Kevin. Era reconfortante saber que la crisis había pasado. De hecho, Raymond pensó que si hubiera podido olvidar la imagen de la fotografía que lo mostraba inclinado sobre el cadáver de Cindy Carlson se habría sentido prácticamente bien.

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