CAPITULO 6

5 de marzo de 1997, 13.00 horas.

Cogo, Guinea Ecuatorial


Bertram aparcó su jeep Cherokee de tres años de antigüedad en el aparcamiento situado detrás del ayuntamiento. El coche le daba problemas y había pasado innumerables días en el taller de reparaciones. Pero el problema continuaba, y le irritaba que Kevin Marshall no fuera consciente de la suerte que tenía al disponer de un Toyota nuevo cada dos años. A Bertram no le darían un coche nuevo hasta el año siguiente.

Subió por las escaleras y cruzó la arcada del primer piso, en dirección a la terraza que rodeaba el edificio. De allí pasó al despacho central que, por petición expresa de Siegfried Spallek, no tenía aire acondicionado. Un gran ventilador de techo giraba perezosamente, emitiendo un zumbido intermitente.

Las aletas largas y planas sólo conseguían mover el aire húmedo, con lo que mantenían constante el calor de la estancia.

Bertram había telefoneado con antelación, de modo que el secretario de Siegfried, un negro de cara angulosa llamado Aurielo, nativo de la isla de Bioko, lo esperaba en el despacho interior. Aurielo había estudiado en Francia para ser maestro de escuela, pero no había conseguido empleo hasta que GenSys fundó la zona.

El despacho interior era más grande que el exterior y ocupaba todo el ancho del edificio. Las ventanas con postigos daban al aparcamiento en la parte posterior, y a la plaza de la ciudad en el frente. Las ventanas delanteras ofrecían una vista imponente del nuevo complejo de hospital y laboratorio.

Desde donde estaba, Bertram podía ver las ventanas del laboratorio de Kevin.

– Siéntese -le indicó Siegfried sin levantar la vista. Su voz era ronca y gutural, con un ligero acento germánico. El tono, por su parte, era claramente autoritario. Estaba firmando una pila de cartas-. Terminaré en un momento.

Bertram paseó los ojos por la oficina atestada. Nunca se sentía cómodo en ese sitio. Como veterinario y ecologista moderado, no le gustaba la decoración. Las paredes y todas las superficies horizontales estaban cubiertas de cabezas desecadas de animales con ojos vidriosos, muchas de ellas pertenecientes a especies en peligro de extinción. Había felinos, como leones, leopardos y onzas, y una asombrosa variedad de antílopes, más de los que Bertram conocía. Varias cabezas enormes de rinocerontes miraban con los ojos en blanco desde sus puestos privilegiados, a espaldas de Spallek. Sobre la estantería había serpientes, incluida una cobra. En el suelo, un inmenso cocodrilo con la boca entreabierta exhibía sus aterradores dientes. La mesa situada junto a la silla de Bertram era una pata de elefante cubierta con un tablero de caoba, desde cuyas esquinas se alzaban unos colmillos de elefante cruzados.

Pero incluso más que los animales desecados, a Bertram le molestaban los cráneos. Sobre el escritorio de Siegfried había tres, todos con la parte superior serrada. Uno de ellos tenía un agujero de bala en la sien. Cumplían respectivamente las funciones de bote para clips, cenicero y candelero. Aunque el suministro de corriente eléctrica en la Zona era más fiable que en el resto del país, en ocasiones se producían apagones causados por la caída de un rayo.

La mayoría de la gente, y en especial los visitantes de GenSys, daban por supuesto que los cráneos pertenecían a simios. Pero Bertram sabía que no era así. Eran cráneos humanos, de personas ejecutadas por los soldados ecuatoguineanos. Las tres víctimas habían sido condenadas a la pena capital por interferir en las operaciones de GenSys. En realidad, los habían pillado cazando furtivamente chimpancés en el territorio de ciento cincuenta kilómetros asignado a la Zona. Siegfried consideraba esa área como su propio coto privado.

Hacía unos años, cuando Bertram había cuestionado educadamente la conveniencia de exhibir los cráneos, Siegfried le había respondido que contribuían a mantener a raya a los nativos.

– Es la clase de lenguaje que entienden -había explicado-.

Son símbolos comprensibles para ellos.

Bertram no dudaba de que los nativos hubieran captado el mensaje, sobre todo en un país que había sufrido las atrocidades de un dictador diabólicamente cruel. Recordaba la reacción de Kevin ante los cráneos: había dicho que le recordaban la locura de Kurtz, en El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad.

– Bien -dijo Siegfried apartando los papeles que acababa de firmar. Con su acento, sonó más bien como "fien"-.

¿Qué es lo que le preocupa, Bertram? Espero que no tenga problemas con los bonobos nuevos.

– No, en absoluto. Las dos hembras están en perfecto estado -repuso el veterinario, mientras observaba al gerente de la Zona. Su rasgo físico más llamativo era una grotesca cicatriz que se extendía desde debajo de la oreja izquierda, cruzando la mejilla, hasta la parte inferior de la nariz. Con el transcurso de los años, la cicatriz se había contraído de manera gradual, elevando la comisura izquierda de la boca de Siegfried para formar una perpetua sonrisa despectiva.

Desde el punto de vista formal, Bertram no estaba obligado a informar de sus problemas a Siegfried. Como jefe de los veterinarios del centro de investigación y reproducción de primates más grande del mundo, Bertram respondía directamente al vicepresidente de operaciones de GenSys, que estaba en Cambridge, Massachusetts, y que tenía contacto directo con Taylor Cabot. Pero en todo lo referente a sus actividades cotidianas, y en especial al proyecto de los bonobos, a Bertram le convenía mantener una relación amistosa con el jefe local. El problema era que Siegfried tenía mal carácter y era difícil de tratar.

Había iniciado sus actividades en África como cazador furtivo, que conseguía a sus clientes lo que le pidieran a cambio de una cantidad pactada. Su reputación lo había obligado a trasladarse del África oriental a la occidental, donde resultaba más fácil transgredir las leyes de caza. Siegfried había creado una organización importante, y las cosas marcharon bien hasta que unos rastreadores le fallaron en una situación crucial, cuando un elefante macho los atacó y mató a sus clientes.

Este episodio segó la carrera de Siegfried como cazador.

También le dejó una cicatriz en la cara y el brazo derecho paralizado. La extremidad colgaba laxa e inservible de la articulación del hombro.

La furia causada por el accidente lo convirtió en un hombre amargado y vengativo. Sin embargo, GenSys había reconocido su experiencia en la selva y sus dotes de organización, sus conocimientos sobre conducta animal y su autoritaria aunque eficaz conducta con los nativos. Lo consideraban el hombre perfecto para encargarse de la multimillonaria operación africana.

– Hay un nuevo inconveniente en el proyecto de los bonobos -señaló Bertram.

– ¿Tiene algo que ver con su preocupación porque los bonobos se han dividido en dos grupos? -preguntó Siegfried con desdén.

– ¡Reconocer un cambio en su organización social es una preocupación legítima! -exclamó Bertram enrojeciendo.

– Eso me dijo -replicó Siegfried con voz cargada de intención-. Pero he estado reflexionando sobre el tema y no le veo la importancia. ¿Qué más da que vivan en un grupo o en diez? Lo único que queremos es que se mantengan en su sitio y en buen estado.

– No estoy de acuerdo -dijo Bertram-. La división en grupos sugiere que no se llevan bien. Esto no es propio de la conducta de los bonobos y podría causarnos problemas en el futuro.

– Le dejo esa preocupación a usted, que es el profesional

– repuso Siegfried-. A mí personalmente no me importa lo que hagan esos monos, mientras no surja un inconveniente que interfiera en mis ganancias y mis acciones. Este proyecto se está convirtiendo en una mina de oro.

– El nuevo problema está relacionado con Kevin Marshall -anunció Bertram.

– ¡Vaya! ¿Qué ha hecho ese idiota esquelético para preocuparlo? -preguntó Siegfried-. Con su paranoia, es una suerte que no tenga que hacer mi trabajo.

– Ese tonto está inquieto porque ha visto humo saliendo de la isla -explicó Bertram-. Ha ido a verme en dos ocasiones. Una vez la semana pasada, y otra esta misma mañana.

– ¿Qué pasa con el humo? -preguntó Siegfried-. ¿Por qué ha alarmado a Kevin? Por lo visto, es peor que usted.

– Cree que los bonobos podrían estar usando fuego -respondió Bertram-. No lo ha dicho explícitamente, pero estoy seguro de que se le ha pasado por la cabeza.

– ¿Qué quiere decir con que están "usando" fuego? -pre guntó Siegfried inclinándose-. ¿Que encienden fogatas para calentarse o para cocinar? -Siegfried rió sin que se alterara su eterna mueca de desprecio-. No entiendo a los urbanitas americanos como ustedes. Cuando vienen a la selva tienen miedo hasta de su propia sombra.

– Sé que es ridículo -admitió Bertram-. Nadie más ha visto humo o, si lo han visto, sin duda procede de algún incendio provocado por una tormenta eléctrica. El problema es que Kevin quiere ir a la isla.

– ¡Nadie puede visitar la isla! -gruñó Siegfried-. Sólo está permitido ir para recoger ejemplares y, aun entonces, los únicos autorizados son los miembros del equipo de recogida. Son las normas de la central. No hay excepciones, aparte de Kimba, el pigmeo, que debe ir a llevar comida suplementaria.

– Es lo que le dije -repuso Bertram-. Y no creo que haga nada por su cuenta. Pero pensé que debía ponerlo sobre aviso de todos modos.

– Me alegro de que lo hiciera -dijo Siegfried con exasperación-. Ese imbécil me está creando problemas.

– Hay algo más -prosiguió Bertram-. Ha hablado del humo con Raymond Lyons.

Siegfried dio un puñetazo en la mesa con su mano sana, con tanta fuerza que Bertram se sobresaltó. Luego se puso en pie y se acercó a la ventana con vistas a la plaza. Miró con furia hacia el hospital. Ese investigador empollón y marica nunca le había caído bien. Se había puesto furioso al enterarse de que iban a concederle la segunda mejor casa de la ciudad, pues tenía pensado adjudicar la vivienda a uno de sus esbirros más leales.

Siegfried cerró la mano sana en un puño y apretó los dientes.

– ¡Maldito entrometido gilipollas!

– Prácticamente ha terminado con su investigación -dijo Bertram-. Sería una pena que lo fastidiara todo precisamente cuando las cosas marchan tan bien.

– ¿Qué le dijo Lyons? -preguntó Siegfried.

– Nada. Que estaba dejándose llevar por su imaginación.

– Tendré que hacerlo vigilar-anunció Siegfried-. No permitiré que nadie destruya este programa. De ninguna manera. Es demasiado lucrativo.

– Eso es cosa suya -dijo Bertram poniéndose de pie. Se dirigió hacia la puerta, convencido de que había hecho lo que debía.

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