6 de marzo de 1997, 14.30 horas.
Nueva York
Con todos los análisis de Franconi pendientes, Jack había ido a su despacho y había procurado concentrarse en completar casos atrasados. Para su sorpresa, había conseguido hacer progresos notables hasta que sonó el teléfono, a las dos y media.
– ¿El doctor Stapleton? -preguntó una voz femenina con acento italiano.
– El mismo -respondió Jack-. ¿Es la señora Franconi?
– Imogene Franconi. Me han dicho que lo llamara.
– Se lo agradezco, señora Franconi -dijo Jack-. En primer lugar, permítame presentarle mis condolencias por la muerte de su hijo.
– Gracias -respondió Imogene-. Carlo era un buen muchacho. No hizo ninguna de esas cosas que dicen los periódicos. Trabajaba para la American Fresh Fruit Company, aquí, en Queens. No sé de dónde han sacado todas esas tonterías sobre la mafia. Se lo han inventado los periodistas.
– Es increíble lo que pueden llegar a hacer para vender periódicos -contestó Jack.
– El hombre que vino a verme esta mañana dijo que han recuperado el cadáver -dijo Imogene.
– Eso creemos. Necesitábamos una muestra de su sangre para confirmarlo. Gracias por su cooperación.
– Le pregunté por qué no podía ir a identificarlo, como la vez anterior. Me respondió que no sabía.
Jack se esforzó por encontrar una forma piadosa de explicar el problema de la identificación, pero no se le ocurrió ninguna.
– Faltan ciertas partes de su cuerpo -repuso con vaguedad, esperando que la señora Franconi se contentara con esa respuesta.
– ¿Ah sí? -preguntó ella.
– Deje que le explique por qué la he llamado -se apresuró a decir Jack. Temía que la mujer se molestara y se negara a contestar a sus preguntas-. Usted le dijo a nuestro investigador que la salud de su hijo había mejorado mucho después de un viaje. ¿Lo recuerda?
– Desde luego -respondió la mujer.
– Me han dicho que no sabe a dónde fue su hijo -continuó Jack-. ¿Tiene alguna forma de averiguarlo?
– No lo creo -respondió Imogene-. Me dijo que no tenía nada que ver con su trabajo y que era un asunto privado.
– ¿Recuerda cuándo se marchó?
– No exactamente. Hace cinco o seis semanas.
– ¿Y sabe si viajó a un lugar dentro del país? -preguntó Jack.
– No lo sé -respondió Imogene-. Sólo me dijo que era un asunto privado.
– ¿Me llamará si descubre adónde fue? -preguntó Jack.
– Claro.
– Gracias.
– Espere -dijo Imogene-. Acabo de recordar que mi hijo hizo algo extraño antes de irse. Me dijo que si no regresaba, debía recordar que me quería mucho.
– ¿Y eso la sorprendió? -preguntó Jack.
– Sí. Me preocupó. No son cosas para decirle a una madre.
Jack dio las gracias a la señora Franconi y colgó el auricular. No había terminado de hacerlo cuando el teléfono volvió a sonar. Era Ted Lynch.
– Será mejor que subas -le dijo.
– Ahora mismo.
Jack encontró a Ted sentado a su escritorio, rascándose la cabeza.
– Si no te conociera, creería que me estás jugando una broma pesada -dijo Ted-. ¡Siéntate!
Jack obedeció. Ted tenía un montón de páginas impresas en la mano y otro montón de películas reveladas, con centenares de bandas oscuras. Ted se inclinó encima del escritorio y dejó la pila en el regazo de Jack.
– ¿Qué demonios es esto? -preguntó Jack. Cogió varias de las hojas de celuloide y las levantó a la luz.
Ted se inclinó y señaló las películas con el extremo de goma de un anticuado lápiz.
– Son los resultados del análisis de ADN con marcadores.
Los gráficos del ordenador comparan las secuencias de nucleótidos de las regiones DQ alfa del complejo mayor de histocompatibilidad.
– ¡Vamos, Ted! -protestó Jack-. ¿Te importaría hablar en cristiano?
– De acuerdo -repuso Ted, que parecía enfadado-. El análisis con marcadores demuestra que el ADN de Franconi y el ADN del tejido hepático son diferentes.
– Bien, eso es una buena noticia -dijo Jack-. Significa que hubo un trasplante.
– Supongo -dijo Ted-. Pero la secuencia del DQ alfa es idéntica, hasta el último nucleótido.
– ¿Y eso qué significa? -inquirió Jack.
Ted abrió las manos como un suplicante.
– No lo sé. No me lo explico. Es matemáticamente imposible. Las posibilidades son tan remotas, que resulta increíble.
¿Hablamos de una coincidencia absoluta en miles y miles de bases de pares, incluso en zonas de repeticiones largas? Son absolutamente idénticos. Por eso obtuvimos esos resultados en la pantalla DQ alfa.
– Bueno, la conclusión es que hubo trasplante -sentenció Jack-. Y eso es lo que importa.
– Tengo que reconocer que hubo un trasplante -admitió Ted-. Pero no puedo entender cómo encontraron un donante con un DQ alfa idéntico.
– ¿Y qué me dices del análisis de ADN mitocondrial para confirmar que el cuerpo que apareció en el mar era el de Franconi? -preguntó Jack.
– Joder, les das una uña y se toman el codo -protestó Ted-.
Por el amor de Dios, acabamos de recibir la sangre. Tendrás que esperar los resultados. Después de todo, hemos puesto el laboratorio patas arriba para analizar rápidamente lo que nos diste. Además, me preocupa más la comparación del DQ alfa y los resultados del análisis con marcadores. Aquí hay algo que no encaja.
– Bueno, no permitas que te quite el sueño -dijo Jack. Se levantó y devolvió a Ted todo el material-. Te agradezco mucho lo que has hecho. Es la información que necesitaba.
Cuando estén los resultados del análisis de ADN mitocondrial, llámame.
Jack estaba entusiasmado con el hallazgo de Ted y no le preocupaba el estudio mitocondrial. Tras comparar las radiografías, estaba convencido de que el hombre que había aparecido en el agua y Franconi eran la misma persona.
Jack cogió el ascensor. Ahora que había confirmado lo del trasplante, contaba con que Bart Arnold le proporcionara las respuestas que desvelarían el resto del misterio. Mientras bajaba, pensó en la reacción de Ted ante los resultados del DQ alfa. Sabía que Ted no perdía los nervios con facilidad, por lo tanto su inquietud debía de estar fundada. Por desgracia, los escasos conocimientos de Jack sobre el tema no le permitían emitir una opinión. Se prometió que en cuanto tuviera ocasión se informaría al respecto.
Pero su entusiasmo duró poco, hasta que entró en el despacho de Bart. El investigador forense estaba hablando por teléfono, pero al ver a Jack sacudió la cabeza, como si tuviera malas noticias. Jack se sentó a esperar.
– ¿No ha habido suerte? -preguntó en cuanto Bart colgó el auricular.
– Me temo que no -respondió Bart-. Esperaba que UNOS nos diera alguna pista, pero cuando me dijeron que no habían proporcionado ningún órgano a Carlo Franconi y que éste ni siquiera estaba en lista de espera, supe que nuestras posibilidades de rastrear el hígado eran mínimas. En este momento estaba hablando con el Hospital Presbiteriano de Columbia, y me han dicho que Franconi no fue intervenido allí. Lo mismo con todos los demás hospitales que hacen trasplantes. Nadie sabe nada de Carlo Franconi.
– Es absurdo -afirmó Jack y le explicó a Bart que los análisis de Ted confirmaban la teoría del trasplante.
– No sé qué decir.
– ¿En qué otro sitio, aparte de Estados Unidos o Europa, puede hacerse un trasplante? -preguntó Jack.
Bart se encogió de hombros.
– Hay muy pocas posibilidades de que la operación se haya llevado a cabo en otro sitio -respondió Bart-. Podrían haberla hecho en Australia, Sudáfrica o incluso América del Sur. Pero después de hablar con mi contacto en UNOS, no lo creo posible.
– ¿Hablas en serio? -preguntó Jack, que esperaba oír otra cosa.
– Es un misterio-señaló Bart.
– Este caso no deja de complicarse -dijo Jack.
– Seguiré investigando.
– Te lo agradecería.
Desanimado, Jack salió del área forense. Tenía la inquietante sensación de que estaba pasando por alto un detalle importante, pero no sabía cuál era ni qué podía hacer para descubrirlo.
En la sala de identificaciones se sirvió otra taza de café, que a esa hora del día parecía barro. Con la taza en la mano, subió por las escaleras hacia el laboratorio.
– He analizado tus muestras -dijo John DeVries-. No hemos detectado ni ciclosporina ni FK506.
Atónito, Jack se quedó mirando fijamente la cara pálida y demacrada del jefe del laboratorio. No sabía qué era más sorprendente, si el hecho de que ya hubieran analizado las muestras o el de que los resultados fueran negativos.
– Bromeas -atinó a decir.
– Claro que no -repuso John-. Yo nunca bromeo.
– Pero el paciente tenía que seguir necesariamente un tratamiento con inmunosupresores -dijo Jack-. Le habían hecho un trasplante de hígado poco tiempo antes. ¿Hay alguna posibilidad de que se trate de un falso negativo?
– Siempre hacemos pruebas de control -respondió John.
– Esperaba que detectaríais la presencia de un fármaco u otro.
– Lamento no haberte dado los resultados que esperabas -dijo John-. Y ahora, si me disculpas, tengo trabajo.
El director del laboratorio se dirigió a un instrumento e hizo algunos ajustes. Jack dio media vuelta y se marchó.
Ahora sí que estaba deprimido. Los resultados de los análisis llevados a cabo por Ted Lynch y John DeVries eran contradictorios. Si Franconi había sido sometido a un trasplante reciente, tenía que estar tomando ciclosporina A o FK506.
Era el tratamiento habitual.
Salió del ascensor en la quinta planta y, de camino al departamento de histología, buscó una explicación racional para los datos que acababan de proporcionarle. No se le ocurrió nada.
– Vaya, si es nuestro buen doctor otra vez lo saludó Maureen O'Connor con su característico acento irlandés-. ¿Qué pasa? ¿Sólo tienes un caso? ¿Por eso nos das tanto la paliza?
– Sólo tengo uno y me está haciendo perder la chaveta -dijo Jack-. ¿Qué pasa con mis preparados?
– Algunos están listos -respondió Maureen-. ¿Quieres llevártelos o prefieres esperar a que estén todos?
– Me llevaré los que pueda.
Con pericia, Maureen cogió las muestras que estaban secas y las colocó en el portaobjetos. Luego le entregó la bandeja a Jack.
– ¿Por casualidad hay algún corte de hígado aquí? -preguntó el forense, esperanzado.
– Eso creo -dijo Maureen-. Al menos uno o dos. Las demás las tendrás más tarde.
Jack saludó con una inclinación de cabeza y salió al pasillo en dirección a su despacho, que estaba a pocas puertas de allí. Cuando entró, Chet alzó la vista y sonrió.
– Hola, colega, ¿qué tal va todo?
– No muy bien -respondió Jack. Se sentó y encendió la luz del microscopio.
– ¿Problemas con el caso Franconi?
Jack asintió con un gesto. Empezó a buscar los cortes de hígado entre los portaobjetos. Sólo encontró uno.
– Es como intentar sacar agua de una roca -respondió.
– Oye -dijo Chet-, me alegro de que hayas vuelto. Estoy esperando una llamada de un médico de Carolina del Norte.
Necesito saber si un paciente suyo tenía problemas cardíacos.
Pero tengo que salir a hacerme fotos para el pasaporte, para mi próximo viaje a la India. ¿Te importaría coger la llamada?
– Claro que no -repuso Jack-. ¿Cómo se llamaba el paciente?
– Clarence Potemkin-respondió Chet-. La carpeta está encima de mi escritorio.
– De acuerdo -dijo Jack mientras ponía el portaobjetos con la muestra de tejido hepático en el microscopio.
Chet se puso el abrigo y se marchó. Jack reguló el objetivo del microscopio para examinar la muestra y, cuando se disponía a mirar por el ocular, se detuvo en seco. El recado de Chet le había hecho pensar en los viajes al extranjero. Si Franconi había salido del país para hacerse un trasplante, lo cual cada vez se le antojaba más probable, debía de haber una manera de descubrir adónde había ido.
Jack levantó el auricular, marcó el número de la jefatura de policía y preguntó por el detective Lou Soldano. Esperaba que le dijeran que dejara un recado, así que se sorprendió gratamente cuando respondió el propio Lou.
– Eh, me alegra oírte -dijo Lou-. ¿Recuerdas que esta mañana te comenté que, según uno de nuestro confidentes, los Lucia habían robado el cadáver de Franconi? Pues acabamos de recibir una confirmación por otra fuente. Supuse que querrías saberlo.
– Interesante -dijo Jack-, pero quería hacerte una pregunta.
– Dispara.
– Quiero saber si es posible hacer alguna gestión en Aduanas para averiguar si Franconi salió del país en los últimos tiempos y, en caso afirmativo, adónde fue.
– Se puede intentar en aduanas o en inmigración -respondió Lou-. La vía más segura es inmigración, a menos que el tío haya comprado tantas cosas en el extranjero que tuviera que pagar impuestos. Además, tengo un amigo en inmigración. De esa forma lo sabremos mucho antes que si seguimos los cauces burocráticos. ¿Quieres que lo compruebe?
– Me encantaría -respondió Lou-. Este caso me tiene en ascuas.
– Será un placer -repuso Lou-. Como te dije esta mañana, te debo una.
Jack colgó el auricular con una sombra de esperanza ante esa nueva posibilidad.
Sintiéndose más optimista, se inclino, miró por el ocular y comenzó a enfocar.
La jornada de Laurie no había salido según lo previsto. Aunque se había propuesto hacer una sola autopsia, había terminado haciendo dos. Luego George Fontworth había tenido problemas con un caso de múltiples heridas de bala y Laurie se había ofrecido a ayudarle. Pese a que no había parado para comer, no salió del foso hasta después de las tres.
Laurie se puso la ropa de calle y, cuando se dirigía a su despacho, vio a Marvin en la oficina del depósito. Marvin acababa de empezar su turno y estaba ocupado poniendo orden en el caos de un día de trabajo normal. Laurie se desvió de su camino y asomó la cabeza por el hueco de la puerta.
– Encontramos las radiografías de Franconi -dijo-. Y resultó que el tipo que habían encontrado en el agua era nuestro hombre desaparecido.
– Lo leí en el periódico -repuso Marvin-. Buen trabajo.
– Lo identificamos gracias a las radiografías -explicó Laurie-. Así que me alegro de que las hicieras.
– Es mi trabajo.
– Quería disculparme otra vez por sugerir que no las habías hecho-dijo Laurie.
– Ningún problema -repuso Marvin.
Laurie salió, pero no había dado ni cuatro pasos cuando se volvió y regresó a la oficina del depósito. Esta vez entró y cerró la puerta a su espalda.
Marvin la miró con expresión inquisitiva.
– ¿Te importa que te haga una pregunta confidencial? -preguntó Laurie.
– Supongo que no -respondió Marvin con cautela.
– Naturalmente, me interesa saber cómo desapareció el cuerpo de Franconi -dijo-. Por eso hablé contigo anteayer. ¿Recuerdas?
– Claro -respondió Marvin.
– También hablé con Mike Passano esa noche.
– Eso he oído -repuso Marvin.
– Así fue -dijo Laurie-. Pero, créeme, no lo estaba acusando de nada.
– Te creo. A veces es un poco quisquilloso.
– No puedo entender cómo hicieron para robar el cadáver -prosiguió Laurie-. Aquí siempre hubo alguien, ya fuera Mike o el personal de seguridad.
Marvin se encogió de hombros.
– Yo tampoco sé nada -dijo Marvin-. Créeme.
– Claro -repuso Laurie-. Estoy segura de que si hubieras sospechado algo me lo habrías dicho. Pero ésa no es mi pregunta. Tengo el pálpito de que quien fuera que robó el cadáver tuvo que contar con ayuda del interior. Lo que quería preguntarte es si crees que algún empleado del depósito podría haber colaborado de alguna manera.
Marvin reflexionó un instante y luego negó con la cabeza.
– No lo creo.
– Tuvo que ocurrir durante el turno de Mike -dijo Laurie-. ¿Conoces bien a los dos conductores, Pete y Jeff?
– No -respondió Marvin-. Los he visto por aquí e incluso he hablado con ellos un par de veces, pero como hacemos turnos diferentes, no nos encontramos a menudo.
– Pero, ¿tampoco tienes motivos para sospechar de ellos?
– No; no más que de cualquier otro.
– Gracias -dijo Laurie-. Espero que mi pregunta no te haya molestado.
– Tranquila -dijo Marvin.
Laurie reflexionó un momento mientras se mordía el labio inferior. Sabía que se le escapaba algo.
– Tengo una idea -dijo de repente-. ¿Por qué no me cuentas paso a paso lo que hacéis antes de dejar salir un cadáver?
– ¿Todo lo que hacemos?
– Sí, todo. Tengo una idea general, pero ignoro los detalles.
– ¿Por dónde quieres que empiece? -preguntó Marvin.
– Por el principio -respondió Laurie-. Desde el momento en que recibís la llamada de la funeraria.
– De acuerdo. Nos llaman, dicen que son de tal o cual funeraria y que pasarán a recoger un cadáver. Entonces me dan el nombre y el número de admisión.
– ¿Ya está? -preguntó Laurie-. ¿Entonces cuelgas?
– No. Les digo que esperen mientras introduzco el número en el ordenador. Tengo que asegurarme de que vosotros, los forenses, habéis dado vuestra conformidad para que se lleven el cuerpo, y también tengo que averiguar dónde está.
– Entonces vuelves al teléfono, ¿y qué les dices?
– Digo que está bien y que tendré el cadáver preparado.
Por lo general les pregunto a qué hora van a pasar. No tiene sentido que me dé prisa si van a tardar un par de horas.
– ¿Y luego?
– Voy a buscar el cuerpo y compruebo el número de admisión. Luego lo pongo en el compartimiento frigorífico.
Siempre los ponemos en el mismo sitio. De hecho, los colocamos en orden de recogida. De esa forma les facilitamos las cosas a los conductores.
– ¿Y qué pasa después?
– Que vienen a buscar el cadáver -respondió Marvin encogiéndose de hombros una vez más.
– ¿Y qué pasa cuando llegan?
– Les hacemos rellenar un formulario -continuó Marvin-.
Todo debe quedar documentado. Es decir, tienen que firmar un recibo conforme han aceptado la custodia del cuerpo.
– De acuerdo -dijo Laurie-. ¿Entonces vas a buscar el cadáver?
– Sí, o lo recoge uno de ellos. Todos han estado aquí un millón de veces.
– ¿Se hace una comprobación final?
– Desde luego -dijo Marvin-. Siempre comprobamos el número de admisión una vez más antes de que se lleven la camilla. Sería terrible que llegaran a la funeraria y se dieran cuenta de que se han llevado el fiambre equivocado.
– Parece un buen sistema-admitió Laurie y así lo creía.
Con tantos controles, era difícil hacer algo ilegal.
– Ha funcionado durante décadas sin que hubiera un solo error -dijo Marvin-. Claro que el ordenador ayuda. Antes sólo teníamos el libro de registros.
– Gracias, Marvin -dijo Laurie.
– De nada.
Laurie salió de la oficina del depósito. Antes de subir a la suya, se detuvo en la segunda planta para comprar un tentempié en la máquina expendedora de la cantina. Cuando sintió que había recuperado la energía, subió a la quinta planta. Notó que la puerta del despacho de Jack estaba abierta y se asomó. Jack examinaba una muestra en el microscopio.
– ¿Algo interesante?-preguntó.
Jack levantó la cabeza y sonrió.
– Mucho -dijo-. ¿Quieres echar un vistazo?
Se hizo a un lado y Laurie miró por el ocular.
– Parece un pequeño granuloma en el hígado -dijo.
– Exacto -dijo Jack-. Es de uno de los minúsculos fragmentos de lo que quedaba del hígado de Franconi.
– Mmm… -dijo Laurie sin dejar de mirar por el microscopio-. Es extraño que hayan usado un hígado infectado para un trasplante. Deberían haber escogido mejor al donante.
¿Hay muchos granulomas como éste?
– Hasta el momento, Maureen me ha dado un solo preparado histológico del hígado -respondió Jack-. Y ése es el único granuloma que he encontrado, así que supongo que no habrá muchos. Aunque vi uno en la muestra congelada, y en ella también había pequeños quistes tabicados en la superficie del hígado que podían verse a simple vista. Los cirujanos que hicieron el trasplante tuvieron que verlos, aunque es obvio que no les importó.
– Al menos no hay inflamación general -dijo Laurie-. Lo que quiere decir que la tolerancia era buena.
– Extremadamente buena -corrigió Jack-. Demasiado buena, pero ése es otro asunto. ¿Qué opinas de lo que hay debajo del marcador?
Laurie reguló el objetivo para mirar la muestra de arriba abajo. Había pequeñas partículas de material basófilo.
– No sé. Ni me atrevo a asegurar que no sea un artificio.
– Yo tampoco. A menos que sea eso lo que estimuló el gra nuloma.
– Es probable -dijo Laurie incorporándose-. ¿Por qué has dicho que la tolerancia al trasplante era demasiado buena?
– En el laboratorio me informaron de que Franconi no tomaba fármacos inmunosupresores. Y es muy extraño, puesto que no hay inflamación general.
– ¿Estás seguro de que se trata de un trasplante? -preguntó Laurie.
– Completamente -aseguró Jack y le resumió la información que le había proporcionado Ted Lynch.
Laune estaba tan desconcertada como él.
– Aparte de dos gemelos homocigotos, no puedo imaginar a dos personas con secuencias DQ alfa idénticas.
– Al parecer, estás más informada que yo. Hasta hace un par de días, ni siquiera había oído hablar del DQ alfa.
– ¿Has conseguido averiguar dónde le hicieron el trasplante a Franconi?
– Ya me gustaría -respondió Jack y le habló de los esfuerzos infructuosos de Bart. También le contó que él mismo había pasado gran parte de la noche llamando a los bancos de órganos europeos.
– ¡Caray! -exclamó Laurie.
– Hasta le he pedido ayuda a Lou. Según la madre de Franconi, éste pasó una temporada en un balneario y volvió como nuevo. Supongo que fue entonces cuando le hicieron el trasplante. Por desgracia, la mujer no tiene idea de adónde fue. Lou va consultar a los de Inmigración para saber si salió del país.
– Si alguien puede averiguarlo, ése es Lou -aseguró Laurie.
– A propósito -dijo Jack dándose aires de superioridad-, Lou ha confesado que fue él quien filtró la noticia a la prensa.
– No puedo creerlo.
– Lo he oído de sus propios labios. Así que espero una humilde disculpa.
– De acuerdo, te pido perdón. Pero estoy atónita. ¿Te dio algún motivo?
– Dijo que querían difundir la noticia de inmediato para remover el avispero y ver si aparecían pistas nuevas. Parece que la táctica funcionó. Consiguieron un soplo, que más tarde confirmaron, según el cual el cadáver de Franconi fue robado por orden de la familia Lucia.
– ¡Dios mío! -exclamó Laurie, estremeciéndose-. Este caso comienza a parecerse demasiado al de Cerino.
– Ya, aunque esta vez se trata de un hígado en lugar de ojos.
– No pensarás que en un hospital de Estados Unidos se hacen trasplantes ilegales, ¿verdad?
– No le encuentro la lógica -repuso Jack-. Sin lugar a dudas habría mucha pasta en juego, pero está el problema de los donantes. En nuestro país hay más de siete mil personas esperando un hígado y pocas de ellas tienen el dinero suficiente para justificar la inversión.
– Ojalá estuviera tan segura como tú -replicó Laurie-. El interés económico se ha convertido en prioridad absoluta en la medicina.
– Pero para hacer fortuna con la medicina se necesita un número significativo de pacientes -dijo Jack-. Y hay pocas personas ricas que necesiten un hígado. La inversión necesaria para construir un centro quirúrgico y garantizar la clandestinidad no sería rentable, sobre todo si no cuentan con donantes. Sería una versión moderna de Burke y Hare, y aunque podría funcionar como tema de una película de serie B, en la vida real sería un negocio demasiado arriesgado e inseguro. Ningún comerciante en su sano juicio, por muy corrupto que fuera, se metería en algo así.
– Quizá tengas razón-admitió Laurie.
– Estoy convencido de que aquí se cuece algo más -afirmó Jack-. Hay demasiados detalles inexplicables, desde los absurdos resultados del DQ alfa hasta el hecho de que Franconi no estuviera tratándose con inmunosupresores. Se nos escapa algo; algo fundamental e insospechado.
– ¡Qué trabajo! -exclamó Laurie-. Te aseguro que me alegro de haberte pasado el caso a ti.
– Gracias por nada -bromeó Jack-. No cabe duda de que es un caso frustrante. Ah, para hablar de algo más agradable, anoche durante el partido de baloncesto Warren me dijo que Natalie ha estado preguntando por ti. ¿Qué te parece si este fin de semana salimos a cenar y quizá al cine? Siempre y cuando ellos no tengan otros planes, claro.
– Me encantaría -dijo Laurie-. Espero que le dijeras a Wa rren que yo también he preguntado por ellos..
– Lo hice. No pretendo cambiar de tema, pero ¿cómo te ha ido hoy? ¿Has adelantado algo en tu investigación sobre el robo del cuerpo de Franconi? El hecho de que Lou asegure que fue la familia Lucia no nos dice mucho. Necesitamos datos concretos.
– Por desgracia, no he averiguado nada nuevo -admitió Laurie-. Estuve en el foso hasta hace unos minutos. No pude hacer nada de lo que había planeado.
– Muy mal -dijo Jack con una sonrisa-. Con mi falta de progresos, confiaba en que tú hubieras hecho algún descubrimiento importante.
Después de prometerse que se llamarían por la noche para concretar los planes para el fin de semana, Laurie se dirigió a su despacho. Se sentó al escritorio con buenas intenciones y comenzó a examinar los informes de laboratorio y la correspondencia que había recibido ese mismo día sobre los casos inconclusos. Pero no conseguía concentrarse.
La confianza de Jack en que ella proporcionara una pista importante sobre el caso Franconi la hizo sentir culpable por no tener una hipótesis razonable sobre la desaparición del cadáver. Al comprobar que Jack ponía tanto empeño en la investigación, sintió la necesidad de redoblar sus propios esfuerzos.
Sacó una hoja de papel en blanco y comenzó a escribir todo lo que le había dicho Marvin. La intuición le decía que el misterioso secuestro debía de tener alguna relación con los dos cuerpos que habían salido del depósito esa misma noche. Y ahora que Lou había confirmado la participación de la familia Lucia, estaba convencida de que la funeraria Spoletto estaba involucrada en el caso.
– -
Raymond colgó el auricular y alzó la vista para mirar a Darlene, que acababa de entrar en su estudio.
– ¿Y bien? -preguntó Darlene. Llevaba el pelo rubio recogido en una cola de caballo. Había estado haciendo ejercicio en la bicicleta estática en la habitación contigua y vestía un conjunto deportivo muy sexy.
Raymond se reclinó en la silla del escritorio y suspiró. Incluso sonrió.
– Parece que las cosas mejoran. Estaba hablando con el jefe de operaciones de GenSys, Mass. El avión estará listo para mañana por la noche, de modo que me marcho a Africa. Naturalmente nos detendremos a repostar, pero todavía no sé dónde.
– ¿Puedo ir contigo? -preguntó Darlene, esperanzada.
– Me temo que no, cariño -dijo Raymond. Tendió un brazo y la cogió de la mano. Sabía que durante los dos últimos días había estado muy irritable y se sentía culpable. Tiró de ella y la obligó a sentarse en su regazo. En cuanto lo hizo se arrepintió; después de todo, Darlene era una mujer corpulenta-. Con el paciente y el equipo quirúrgico, habrá demasiada gente en el vuelo de regreso -consiguió articular aunque su cara se estaba poniendo roja.
Darlene suspiró e hizo pucheros.
– Nunca me llevas a ninguna parte.
– La próxima vez -prometió él. Le dio una palmadita en la espalda y la ayudó a ponerse de pie-. Sólo es un viaje corto, de ida y vuelta. No será divertido.
Ella rompió a llorar súbitamente y salió de la habitación.
Raymond consideró la posibilidad de seguirla para consolarla, pero al ver el reloj sobre su escritorio cambió de idea. Eran más de las tres y, por lo tanto, más de las nueve en Cogo. Era la hora más conveniente para hablar con Siegfried.
Raymond llamó a casa del director. El ama de llaves le pasó con Siegfried.
– ¿Las cosas siguen bien? -preguntó con expectación.
– Perfectamente -respondió Siegfried-. El último informe sobre el estado del paciente es excelente. No podría estar mejor.
– Es alentador.
– Y supongo que eso significa que pronto cobraremos la bonificación especial por el trasplante.
– Por supuesto -asintió Raymond, aunque sabía que habría una demora. Necesitaba reunir veinte mil dólares en efectivo para Vinnie Dominick, así que la bonificación tendría que esperar hasta que hubiera un nuevo ingreso-. ¿Qué hay del problema con Kevin Marshall? -preguntó.
– Todo ha vuelto a la normalidad -respondió Siegfried-.
Salvo por un pequeño incidente: regresaron a la zona de estacionamiento a la hora de comer.
– Eso no es normal.
– Tranquilícese. Sólo volvieron para buscar las gafas de sol de Melanie Becket. Sin embargo, los soldados que yo había apostado allí volvieron a dispararles. -Siegfried rió de buena gana.
Raymond esperó a que callara y preguntó:
– ¿Qué le causa tanta gracia?
– Esos cabezas de chorlito destrozaron el parabrisas trasero del coche de Melanie. La chica se puso hecha una furia, pero el castigo surtió efecto. Ahora estoy absolutamente convencido de que no volverán por allí.
– Eso espero.
– Además, esta tarde tuve ocasión de tomar una copa con las dos mujeres -continuó Siegfried-. Tengo el pálpito de que nuestro ermitaño investigador está viviendo una aventura escabrosa.
– ¿De qué habla?-inquirió Raymond.
– No creo que tenga el tiempo ni la energía necesarios para preocuparse por el humo de la isla Francesca. Parece que está metido en un ménage a trois.
– ¿De veras? -preguntó Raymond. Por lo que sabía de Kevin Marshall, la idea se le antojaba completamente absurda.
Raymond jamás le había visto expresar el mínimo interés por el sexo opuesto. Y no podía concebir la idea de que súbitamente se liara con dos mujeres a la vez.
– Esa fue mi impresión. Debería haber oído a las dos mujeres hablando del "adorable" investigador. Así lo llamaron.
– -
Se dirigían a la casa de Kevin para cenar con él. Que yo sepa, es la primera cena que organiza, y estoy bien informado, puesto que vivo enfrente de su casa.
– Supongo que deberíamos alegrarnos. -más bien deberíamos envidiarlo -corrigió Siegfried con otra carcajada que irritó a Raymond.
– Llamaba para decir que saldré de aquí mañana por la noche. No puedo decirle exactamente cuándo llegaré a Bata, porque no sé dónde repostaremos. Volveré a llamar cuando nos detengamos a repostar, o haré que los pilotos se comuniquen con usted por radio.
– ¿Viene alguien más?
– Que yo sepa, no -respondió Raymond-. Lo dudo, por que el avión estará casi lleno en el vuelo de regreso.
– Lo esperamos.
– Hasta pronto -se despidió.
– Supongo que traerá consigo la bonificación-sugirió Siegfried.
– Veré si puedo arreglarlo.
Colgó el auricular y sonrió. Cabeceó, estupefacto ante la inesperada conducta de Kevin Marshall.
– ¡Uno nunca termina de conocer a una persona! -comentó Raymond en voz alta mientras se levantaba y se dirigía hacia la puerta. Iría a buscar a Darlene para animarla un poco. Quizá la llevara a comer a su restaurante favorito.
– -
Jack había examinado detenidamente el único corte de hígado que tenía. Había usado incluso su lente de inmersión en aceite para observar las partículas basófilas en el centro del minúsculo granuloma. Todavía no sabía si se trataba de un hallazgo auténtico y, en tal caso, qué eran dichas partículas.
Agotados sus conocimientos histológicos y anatomopatológicos, estaba a punto de llevar la muestra al departamento de anatomía patológica del Hospital de la Universidad de Nueva York cuando sonó el teléfono. Era la llamada para Chet desde Carolina del Norte. Jack hizo las preguntas oportunas y apuntó las respuestas. Tras colgar el auricular, Jack cogió su cazadora de encima del archivador metálico, se la puso y cogió el portaobjetos; en ese momento volvió a sonar el teléfono. Esta vez era Lou Soldano.
– ¡Bingo! -lo saludó Lou con alegría-. Tengo buenas noticias para ti.
– Soy todo oídos dijo Jack. Se quitó la cazadora y se sentó.
– Dejé un mensaje para mi amigo de inmigración y hace un momento me ha devuelto la llamada -comenzó a explicar Lou-. Cuando le hice tu pregunta me dijo que esperara. Oí cómo introducía la información en el ordenador. Dos segundos después, tenía la información: Carlo Franconi entró en el país hace exactamente treinta y siete días, el 29 de enero, por Teterboro, en Nueva Jersey.
– Nunca había oído hablar de Teterboro -dijo Jack.
– Es un aeropuerto privado. Es para aviación comercial, pero lo usan muchos aviones privados, ya que está a poca distancia de la ciudad.
– ¿Carlo Franconi viajó en un jet privado?
– No lo sé -dijo Lou-. Lo único que he conseguido son los números o letras de identificación del avión, o como quiera que se llame. Veamos; lo tengo aquí mismo: N6GSU.
– ¿Se sabe de dónde procedía el avión? -preguntó Jack mientras apuntaba los caracteres alfanuméricos y la fecha.
– Sí, claro, todo queda registrado. El avión venía de Lyón, Francia.
– No; imposible.
– Son los datos que había en el ordenador. ¿Por qué crees que no son correctos?
– Porque esta mañana he hablado con el banco de órganos francés -dijo Jack-. No tienen constancia de ningún americano llamado Franconi, y negaron categóricamente que pudieran hacerle un trasplante a uno de nuestros ciudadanos, pues tienen una larga lista de espera de franceses.
– La información de inmigración siempre coincide con el plan de vuelo que tiene la administración de vuelos nacional, es decir, la FAA, y su equivalente europeo -explicó Lou-. Al menos eso tengo entendido.
– ¿Crees que tu amigo de inmigración tendrá algún con tacto en Francia?
– No me sorprendería. Los altos jerarcas tienen que cooperar unos con otros. Puedo preguntárselo. ¿Para qué quieres saberlo?
– Si Franconi estuvo en Francia, me gustaría averiguar qué día llegó -dijo Jack-. También me gustaría conocer cualquier otro dato que tengan los franceses sobre el lugar al que se dirigió dentro del país. Tengo entendido que mantienen un estricto control de los extranjeros no europeos a través de los hoteles.
– Bien, veremos qué puedo hacer -dijo Lou-. Le telefonearé y después volveré a llamarte a ti.
– Otra cosa: ¿Cómo podemos descubrir quién es el propietario del N6GSU?
– Eso es muy sencillo. Sólo tienes que llamar al centro de control de aviación de la FAA en Oklahoma. Puede hacerlo cualquiera, pero también tengo un amigo allí.
– Jolín, tú tienes amigos en todos los sitios convenientes -señaló Jack.
– Ventajas del oficio. Nos hacemos favores mutuamente todo el tiempo. Si hay que esperar que las cosas sigan el cauce normal, lo tienes claro.
– Pues me alegro de poder sacar provecho de tu red de contactos.
– ¿O sea que quieres que llame a mi amigo de la FAA? -preguntó Lou.
– Te lo agradecería mucho.
– Será un placer. Tengo la sensación de que cuanto más os ayude a vosotros, más me ayudaré a mí mismo. Nada me gustaría tanto como resolver este caso. Podría salvarme de ir al paro.
– En este momento me disponía-a salir para hacer una consulta en el Hospital Universitario. ¿Qué te parece si vuelvo a llamarte dentro de una hora?
– Perfecto -respondió Lou antes de colgar.
Como todo lo demás en este caso, la información que le había dado Lou era sorprendente y desconcertante. Jack ya había descartado la posibilidad de que Franconi hubiera viajado a Francia.
Tras ponerse la cazadora por segunda vez, Jack salió de su despacho. Puesto que el Hospital Universitario estaba muy cerca, no se molestó en coger la bici. Apenas tardaría diez minutos andando.
Una vez en el bullicioso centro médico, cogió el ascensor para subir al departamento de anatomía patológica. Esperaba que el doctor Malovar estuviera libre. Peter Malovar era un experto en el tema y, pese a sus ochenta y dos años, uno de los anatomopatólogos más brillantes que Jack había conocido en su vida. Siempre que podía asistía a las clases magistrales que impartía Malovar una vez al mes. De modo que cuando tenía una duda sobre anatomía patológica, no recurría a Bingham, cuya especialidad era la medicina forense, sino al doctor Malovar.
– El profesor está en su laboratorio, como siempre -le informó la atareada secretaria del departamento-. ¿Sabe llegar allí?
Jack asintió y se dirigió a la vieja puerta de cristal esmerilado que conducía a lo que llamaban la "madriguera de Malovar". Llamó y, como nadie respondía, abrió la puerta.
Dentro encontró al doctor Malovar inclinado sobre su querido microscopio. Con su enmarañado pelo gris y su poblado bigote, el anciano se parecía un poco a Einstein. También tenía cifosis, como si su cuerpo hubiera sido creado específicamente para inclinarse sobre el microscopio. De sus cinco sentidos, sólo el oído se había deteriorado con el transcurso de los años.
El profesor le dirigió un breve saludo mientras miraba con curiosidad el portaobjetos que Jack tenía en la mano. Le encantaba que le hicieran consultas sobre casos problemáticos, y Jack se había aprovechado de esa ventaja en muchas ocasiones.
Mientras entregaba el portaobjetos al profesor, intentó resumirle la información que obraba en su poder, pero Malovar lo atajó levantando una mano. Era un auténtico detective y no quería que las impresiones de los demás influyeran en la suya. El profesor cambió la muestra que había estado estudiando por la de Jack. Sin pronunciar palabra, la examinó durante un minuto.
Luego irguió la cabeza, puso una gota de aceite en el portaobjetos y reemplazó el objetivo por uno de inmersión en aceite con el fin de conseguir mayor aumento. Una vez más, observó la muestra durante unos segundos.
Por fin volvió a levantar la cabeza y lo miró.
– ¡Interesante! -exclamó. Viniendo de él, era todo un cumplido. Debido a su problema de audición, hablaba en voz muy alta-. Hay un pequeño problema en el hígado y una cicatriz de otro. Al examinar el granuloma, me ha parecido ver algunos merozoltos.
Jack asintió, dando por sentado que el doctor Malovar se refería a las minúsculas partículas basófilas que él había visto en el centro del granuloma.
Malovar telefoneó a un colega y le pidió que pasara un momento por el laboratorio. Unos minutos después, entró un afroamericano alto, delgado y de expresión grave, vestido con bata blanca. Malovar lo presentó como el doctor Colin Osgood, jefe de parasitología.
– Necesito su opinión, Colin -dijo Malovar señalando el microscopio.
El doctor Osgood miró la muestra unos segundos más que Malovar antes de responder:
– Parasitario, sin lugar a dudas -afirmó con los ojos pegados a los oculares-. Hay merozoitos, aunque no los reconozco. Ha de tratarse de una especie nueva o de un parásito que no suele verse en seres humanos. Deberían consultar al doctor Lander Hammersmith.
– Buena idea -dijo Malovar y miró a Jack-. ¿Le importaría dejarme la muestra? Haré que el doctor Hammersmith la examine por la mañana.
– ¿Quién es el doctor Hammersmith? -preguntó Jack.
– Un anatomopatólogo veterinario -respondió Osgood.
– Por mí, excelente -asintió Jack, aunque nunca se le habría ocurrido llevar la muestra a un anatomopatólogo veterinario.
Tras despedirse de los dos médicos, regresó a la recepción y pidió permiso a la secretaria para usar el teléfono. La secretaria lo condujo a una mesa vacía y le dijo que marcara el nueve para obtener línea exterior. Jack llamó a Lou a la jefatura de policía.
– Eh, me alegro de que hayas llamado -dijo Lou-. Creo que he descubierto algo interesante. En primer lugar, el avión es un fuera de serie. Un G4. ¿Sabes de qué hablo?
– Creo que no. -A juzgar por el tono de Lou, cualquiera hubiera dicho que era su obligación saberlo.
– Quiere decir Gulfstream 4. Es algo así como un Rolls Royce entre los jets privados. Cuesta veinte millones de pavos.
– Estoy impresionado.
– Deberías estarlo -bromeó Lou-. Bueno, veamos qué más he descubierto. Ah, allá va: el avión es propiedad de Alpha Aviation, de Reno, Nevada. ¿Has oído hablar de ellos?
– No. ¿Y tú?
– Yo tampoco. Debe de ser una compañía de alquiler. A ver, ¿qué más? ¡Ah, sí! Esto es lo más interesante. Mi amigo de inmigración llamó a un colega francés a su propia casa, lo creas o no, y le preguntó por la reciente visita de Carlo Franconi a Francia. Al parecer, este burócrata francés puede acceder al banco de datos de inmigración desde el ordenador de su casa, porque, ¿sabes una cosa?
– Estoy en ascuas -dijo Jack.
– ¡Franconi nunca estuvo en Francia! -exclamó Lou-.
A menos que llevara un pasaporte falso. No hay ninguna constancia de su entrada ni de su salida.
– ¿Entonces por qué me dijiste que ese avión no podía proceder más que de Lyón, Francia?
– Eh, no te mosquees.
– No me mosqueo -replicó Jack-. Sólo te recordaba que me dijiste que el plan de vuelo y los datos de inmigración debían coincidir necesariamente.
– ¡Y así es! Decir que el avión procedía de Lyón, Francia, no significa que todos los pasajeros subieran allí. El aparato podría haber parado a repostar.
– Bien pensado: No se me había ocurrido esa posibilidad.
¿Podemos confirmarla?
– Supongo que puedo volver a llamar a mi amigo de la FAA.
– Estupendo. Voy de camino a mi despacho en el depósito. ¿Quieres que te llame o me llamas tú?
– Te llamaré yo -respondió Lou.
– .
Cuando Laurie terminó de escribir todo lo que podía recordar de su conversación con Marvin sobre el procedimiento de recogida de los cadáveres, dejó el papel a un lado y se concentró en su trabajo. Media hora después, volvió a mirarlo.
Con la mente más clara, procuró leerlo desde una perspectiva nueva. Tras la segunda lectura, le llamó la atención la cantidad de veces que aparecía la frase "número de admisión". Claro que no era de extrañar. Después de todo, el número de admisión era para el muerto el equivalente al número de la Seguridad Social durante su vida. Era la cifra de identificación que permitía al depósito controlar los millares de cadáveres que pasaban por allí y sus respectivos expedientes. Siempre que llegaba un cuerpo al Instituto Forense, lo primero que se hacía era adjudicarle un número.
Luego se le ataba una etiqueta con dicho número en el dedo gordo del pie.
Al mirar la palabra admisión, Laurie advirtió con sorpresa que no sabía exactamente a qué se refería. Era sencillamente una palabra que había aceptado y usaba a diario. Todos los informes de laboratorio, las radiografías, los informes de los investigadores y los documentos internos del instituto llevaban el número de admisión. En cierto modo, era más importante que el nombre de la víctima.
Laurie cogió el diccionario y buscó la palabra admisión.
Comenzó a leer y le pareció que ninguna de las definiciones tenía sentido en el contexto en que usaban el término en el depósito. Sin embargo, en la última entrada de admitir, el diccionario indicaba: "dar entrada". Es decir que el número de admisión equivalía al número de entrada.
Laurie buscó los números de admisión y los nombres de los cadáveres que se habían recogido durante el turno de noche del cuatro de marzo, cuando había desaparecido el cuerpo de Franconi. Encontró el papel debajo de una bandeja de por taobjetos. Leyó: Dorothy Kline, número 101455, y Frank Gleason, número 100385.
Gracias a sus dudas semánticas, Laurie reparó en un detalle que no había observado antes: ¡Había una diferencia de más de mil entre los dos números de admisión! Era extraño, porque los números se adjudicaban correlativamente y, conociendo la cantidad de cadáveres que ingresaban a diario en el depósito, Laurie calculó que debían de haber transcurrido varias semanas entre la llegada de uno y otro cuerpo.
Resultaba muy extraño, pues los cadáveres rara vez permanecían más de dos días en el depósito, de modo que Laurie introdujo en su ordenador el nombre de Frank Gleason.
Era el cadáver que había recogido la funeraria Spoletto.
Lo que apareció en la pantalla la dejó estupefacta.
– ¡Cielo santo! -exclamó.
– .
Lou se lo estaba pasando en grande. Aunque el público en general tenia una visión romántica de los detectives, el trabajo en si era ingrato y agotador. Lo que ocupaba a Lou en esos momentos, es decir, hacer fructíferas llamadas telefónicas desde el cómodo sillón de su despacho, era entretenido y gratificante. También era agradable saludar a viejos amigos.
– ¡Caray, Soldano! -comentó Mark Servert, el contacto de Lou en la FAA-. No sé nada de ti durante años y luego me llamas dos veces en el mismo día. Este debe de ser un caso importante.
– Es una pasada -aseguró Lou-. Y tengo algunas preguntas más para ti. Hemos descubierto que el G 4 del que te hablé antes voló de Lyón, Francia, a Teterboro, Nueva Jersey, el veintinueve de enero. Sin embargo, el individuo que investigamos no está registrado en la oficina de inmigración francesa, así que nos preguntábamos si es posible averiguar de dónde salió el N6GSU antes de aterrizar en Lyón.
– Bueno, es difícil -dijo Mark-. Sé que la ICAO…
– Un momento -interrumpió Lou-. No me hables con siglas. ¿Qué es la ICAO?
– La Organización Internacional de Aviación Civil -respondió Mark-. Sé que lleva un registro de todos los vuelos que pasan por Europa.
– Perfecto -dijo Lou-. ¿Tienes algún contacto allí?
– Sí -respondió Mark-, pero no me servirá de nada. La ICAO destruye todos los expedientes después de quince días. No los guardan.
– Genial -dijo Lou con sarcasmo.
– Y lo mismo ocurre con el Centro Europeo de Control de Tráfico Aéreo, en Bruselas -añadió Mark-. Con la cantidad de vuelos comerciales que hay a diario, acumularían montañas de papeles.
– De modo que no hay manera.
– Espera; estoy pensando -repuso Mark.
– ¿Quieres llamarme más tarde? -preguntó Lou-. Estaré aquí hasta dentro de una hora aproximadamente.
– Sí, será mejor así.
Lou estaba a punto de colgar el auricular, cuando oyó que Mark quería decirle algo más.
– Espera. Acaba de ocurrirseme una idea -dijo Mark-.
Hay un centro de control de circulación aérea, con sede en Bruselas y en Paris, que organiza los horarios de despegue y aterrizaje. Cubren toda Europa, con la sola excepción de Austria y Eslovenia. Vaya a saber por qué esos dos países están excluidos. Por lo tanto, si el N6GSU no procedía ni de Austria ni de Eslovenia, el plan de vuelo debería estar archivado.
– ¿Conoces a alguien en esa organización? -preguntó Lou.
– No; pero tengo un amigo que si -dijo Mark-. Consultaré con él.
– Te lo agradecería.
– Ningún problema -respondió Mark.
Lou colgó el auricular y tamborileó con el lápiz sobre su viejo y descascarillado escritorio de metal gris, que tenia innumerables marcas de quemaduras de cigarrillo. Estaba pensando en cómo localizar a Alpha Aviation.
En primer lugar, llamó al servicio de información telefónica de Reno. Alpha Aviation no figuraba en el listín, cosa que no sorprendió a Lou. Acto seguido, llamó al departamento de policía de Reno. Explicó quién era y pidió hablar con Paul Harvey, el jefe de homicidios.
Después de unos minutos de cháchara amistosa, Lou resumió a Paul el caso Franconi y le preguntó por Alpha Aviation.
– Nunca he oído ese nombre -dijo Paul.
– En la FAA me han dicho que es una compañía de Reno, Nevada-explicó Lou.
– No me extraña; en Nevada es fácil constituir legalmente una sociedad. Y aquí, En Reno, hay la tira de bufetes lujosos que se dedican exclusivamente a eso.
– ¿Qué me recomiendas que haga para obtener datos confidenciales sobre la compañía?
– Llama a la oficina de la Secretaria de Estado, en Carson City -respondió Paul-. Si Alpha Aviation es una compañía registrada en Nevada, aparecerá en los archivos públicos.
¿Quieres que llamemos nosotros?
– Llamaré yo -repuso Lou-. Ni siquiera estoy seguro de lo que quiero saber.
– Al menos deja que te dé el número -dijo Paul. Le pidió que esperara un minuto y Lou lo oyó gritar una orden a un subordinado. Un instante después, regresó y le dio el número de teléfono. Luego añadió-: Deberían poder ayudarte, pero si tienes algún problema, vuelve a llamarme. Y si necesitas cualquier otra cosa en Carson City, llama a Todd Arronson. Es el jefe de homicidios local y es un buen tío.
Unos minutos después Lou hablaba con la oficina de la Secretaría del Estado de Nevada. La operadora le pasó con una funcionaria que no podría haber sido más amable y servicial. Se llamaba Brenda Whitehall.
Lou le dijo que necesitaba todos los datos disponibles sobre Alpha Aviation, de Reno, Nevada.
– Un momento, por favor. -Lou la oyó teclear el nombre en el ordenador-. Muy bien, aquí está. Espere un momento que voy a buscar el expediente.
Lou puso los pies sobre el escritorio y se reclinó en el sillón. Sintió la imperiosa necesidad de encender un cigarrillo, pero se contuvo.
– Ya estoy de vuelta -dijo Brenda, y Lou oyó ruido de papeles-. ¿Qué quiere saber?
– ¿Qué datos tiene?
– Tengo el acta de constitución-respondió ella. Hizo una breve pausa para leer el documento y añadió-: Es una sociedad en comandita y el socio principal es Alpha Management.
– ¿Qué significa eso en cristiano? -preguntó Lou-. No soy abogado ni hombre de negocios.
– Significa que Alpha Management es la firma que controla la sociedad en comandita -explicó Brenda con paciencia.
– ¿Figura el nombre de alguna persona en particular?
– Por supuesto -respondió Brenda-. En el acta de constitución tiene que figurar el nombre y la dirección de los directores, de los apoderados y de los administradores de la corporación.
– Eso suena alentador -dijo Lou-. ¿Podría darme esos datos?
Lou la oyó pasar papeles.
– Mmm -dijo Brenda-. En realidad, en este caso sólo hay un nombre y una dirección.
– ¿Una sola persona está al frente de todo ese tinglado?
– Según este documento, si.
– ¿Cómo se llama?, ¿y cuál es su dirección? -preguntó Lou cogiendo un papel.
– Samuel Hartman, de la firma Wheeler, Hartman, Gottlieb y Savyer. La dirección es el número ocho de Rodeo Drive, Reno.
– Parece un bufete de abogados.
– Lo es. He reconocido el nombre.
– ¡Entonces no me servirá de nada! -exclamó Lou, que sabía que las posibilidades de conseguir información a través de un bufete de abogados eran nulas.
– Muchas compañías de Nevada están registradas así -explicó Brenda-. Pero veamos si hay alguna enmienda.
Lou ya estaba pensando en volver a llamar a Paul para pedirle información sobre Samuel Hartman, cuando Brenda emitió una pequeña exclamación, como si acabara de descubrir algo.
– Hay enmiendas -dijo-. En la primera junta directiva de Alpha Management, el señor Hartman renunció a su cargo de presidente y secretario. En su lugar se nombró a Frederick Rouse.
– ¿Tiene la dirección del señor Rouse? -preguntó Lou.
– Si. Su título es jefe del Departamento de Contabilidad de GenSys Corporation. La dirección es 150 Kendall Square, Cambridge, Massachusetts.
Lou apuntó la información y dio las gracias a Brenda. Se sentia particularmente agradecido, porque sabía que en su propia Secretaria del Estado, en Albany, no lo habrían atendido tan bien.
Lou estaba a punto de llamar a Jack para pasarle la información sobre los propietarios del avión, cuando sonó el teléfono bajo su mano. Era Mark Servert.
– Estás de suerte -dijo-. Mi amigo, el que tiene un contacto en el centro de control de circulación aérea en Europa, estaba de servicio cuando lo llamé. De hecho, está a un paso de ti, en el aeropuerto Kennedy, ayudando a dirigir el tráfico aéreo sobre el Atlántico Norte. Está en constante comunicación con estos tíos de Europa, así que los consultó de inmediato sobre el plan de vuelo del N69SU el veintinueve de enero y la respuesta apareció de inmediato en pantalla. El N69SU voló a Lyón desde Bata, Guinea Ecuatorial.
– ¡Guau! -exclamó Lou-. ¿Y dónde está eso?
– Me has pillado -respondió Mark-. Así, sin mirar un mapa, diría que en Africa occidental.
– Es curioso.
– También es curioso que en cuanto el avión tomó tierra en Lyón, llamaran por radio para pedir pista de aterrizaje en Teterboro, Nueva Jersey -observó Mark-. Así que me figuro que permaneció allí sólo hasta que les dieron permiso para despegar.
– Puede que haya repostado-aventuró Lou.
– Es probable -admitió Mark-. Pero en tal caso, lo lógico seria que hubieran preparado un solo plan de vuelo con escala en Lyón, más que dos planes de vuelo diferentes. Corrieron el riesgo de que los tuvieran retenidos en Lyón durante horas.
– Quizá cambiaron de idea a último momento -sugirió Lou
– Es posible.
– O quizá no querían que nadie se enterara de que venían de Guinea Ecuatorial.
– Pues sí; no se me había ocurrido -admitió Mark-. Su pongo que por eso tú eres un encantador detective y yo un aburrido burócrata.
Lou rió.
– No soy precisamente encantador. Al contrario, creo que este trabajo me ha vuelto cínico y desconfiado.
– Es mejor que ser aburrido -replicó Mark.
Lou saludó a su amigo y, después de intercambiar las típicas y bienintencionadas promesas de volver a verse, dieron por terminada la conversación.
Durante unos instantes, Lou permaneció inmóvil, fascinado por la idea de que un avión de veinte millones de dólares llevara a un mafioso de medio pelo de Queens, Nueva York, hasta un país africano del que nunca había oído hablar. Sin duda aquel sitio remoto del Tercer Mundo no podía ser una Meca médica, donde uno acudiría para someterse a una intervención tan compleja como un trasplante de hígado.
Después de introducir el número de admisión de Frank Gleason en el ordenador, Laurie reflexionó unos instantes sobre la aparente contradicción. Procuró desentrañar el significado de aquellos datos en relación con el robo del cuerpo de Franconi. Poco a poco, una idea fue tomando forma.
Laurie se levantó de un salto y se dirigió a la planta baja en busca de Marvin. Pero éste no estaba en la oficina del depósito. Lo encontró en los compartimientos frigorificos, preparando varias camillas para su recogida.
En cuanto Laurie entró, recordó la horrible experiencia que había vivido allí durante el caso Cerino. El recuerdo la angustió de tal modo que decidió esperar a Marvin fuera. Le dijo que lo veria en la oficina del depósito en cuanto terminara.
Cinco minutos después, apareció Marvin. Dejó una pila de papeles sobre el escritorio y fue a lavarse las manos en un fregadero situado en un rincón de la estancia.
– ¿Todo en orden? -preguntó Laurie con el único propósito de entablar conversación.
– Eso creo -respondió Marvin. Se sentó al escritorio y comenzó a ordenar los papeles según el orden previsto de salida de los cuerpos.
– Después de hablar contigo, descubrí algo sorprendente -dijo Laurie, yendo al grano.
– ¿Qué? -preguntó Marvin. Terminó de arreglar los papeles y se reclinó en su silla.
– Tecleé el número de admisión de Frank Gleason en el ordenador y descubrí que el cadáver ingresó en el depósito hace más de dos semanas. No tenía nombre. ¡Era un cuerpo sin identificar!
– ¡No jodas! -exclamó Marvin. Luego, consciente de lo que acababa de decir, añadió-: Quiero decir que estoy sorprendido.
– Yo también me sorprendi-convino Laurie-. He llamado al doctor Besserman, que fue quien hizo la autopsia, para preguntarle si finalmente habían identificado el cuerpo, pero no está en su despacho. ¿No te parece extraño que Mike Passano no supiera que el cadáver figuraba como "sin identificar" en el ordenador?
– No. Yo tampoco me habría dado cuenta. Cuando introducimos el número de admisión, lo hacemos para comprobar que vosotros habéis dado permiso para retirar el cuerpo.
No nos preocupamos por el nombre.
– Esa es la impresión que me diste antes -continuó ella Y dijiste algo más que me ha hecho pensar: que en ocasiones no retiráis los cuerpos vosotros, sino los de la funeraria.
– A veces. Pero sólo cuando vienen dos personas que ya han estado antes muchas veces y por lo tanto conocen el procedimiento. Es una forma de acelerar el trámite. Uno de ellos entra en el compartimiento frigorífico a recoger el cadáver, mientras el otro y yo rellenamos los formularios.
– ¿Conoces bien a Mike Passano?
– Tan bien como a cualquiera de los otros ayudantes -respondió Marvin.
– Tú y yo nos conocemos desde hace seis años. Creo que somos amigos.
– Supongo -dijo él con suspicacia.
– Quiero pedirte un favor de amigo, aunque sólo si no te hace sentir incómodo.
– ¿Qué? -preguntó Marvin.
– Me gustaría que llamaras a Mike Passano y le dijeras que uno de los cuerpos que dejó salir la noche de la desaparición de Franconi era el de un hombre sin identificar.
– ¡Se olerá algo! ¿Por qué iba a llamarlo para contárselo en lugar de esperar a que empiece su turno?
– Puedes comportarte como si acabaras de enterarte, cosa que es cierta -sugirió Laurie-. Y puedes decirle que pensaste que debía saberlo de inmediato, ya que él estaba de servicio aquella noche.
– No sé -dijo Marvin, indeciso.
– Lo importante es que si llamas tú no lo tomará como una agresión. Si lo hago yo, creer que lo estoy acusando, y me interesa conocer su reacción sin que se ponga a la defensiva.
Pero sobre todo me gustaría que le preguntaras si esa noche vinieron dos personas de la funeraria Spoletto y, en tal caso, si recuerda quién entró a buscar el cuerpo.
– Es como tenderle una trampa-protestó Marvin.
– Yo no lo veo así. Al contrario, le darás la oportunidad de deslindar responsabilidades. ¿No lo ves? Sospecho que los que robaron el cuerpo de Franconi fueron los empleados de la funeraria Spoletto.
– No quiero llamarlo. Se olerá algo. ¿Por qué no lo lla mas tú?
– Acabo de explicártelo, porque creo que se pondrá a la defensiva -respondió Laurie-. La última vez fue así, y sólo le hice preguntas generales. Pero no te preocupes; si no quieres, no lo hagas. En cambio, quiero que me ayudes a investigar algo.
– ¿Qué? -preguntó Marvin, que empezaba a perder la paciencia.
– ¿Puedes imprimir una lista de los compartimientos que están ocupados?
– Claro, eso es fácil.
– Y por favor -añadió ella señalando el ordenador-, ya que estás, haz dos copias.
Marvin se encogió de hombros y se sentó. Con rapidez y pericia, tecleó las órdenes necesarias para imprimir la lista que le pedía Laurie. Le entregó las dos hojas en cuanto salieron de la impresora.
– ¡Excelente! -exclamó Laurie-. Ahora ven. -Mientras salía de la oficina, hizo una seña a Marvin por encima del hombro. El ayudante la siguió.
Recorrieron el pasillo de cemento de la gigantesca nave del depósito. A ambos lados estaban las filas de compartimientos frigoríficos que se usaban para guardar los cadáveres antes de la autopsia.
Laurie entregó una de las listas a Marvin.
– Quiero registrar todos los compartimientos vacíos -dijo-. Tú ocúpate de este lado, y yo me ocuparé de este otro.
El puso los ojos en blanco, pero cogió la lista. Comenzó a abrir y cerrar compartimientos, revisando el interior. Laurie hacía lo mismo al otro lado del pasillo.
– Caray -dijo Marvin después de cinco minutos de búsqueda.
Laurie se detuvo en seco.
– ¿Qué pasa? -preguntó.
– Será mejor que vengas aquí.
Ella se acercó. Marvin estaba en el fondo del pasillo, rascándose la cabeza mientras miraba la lista. Delante de él había un compartimiento abierto.
– En teoría, éste debía estar vació dijo Marvin.
Laurie echó un vistazo al interior y sintió que su pulso se aceleraba. Era el compartimiento noventa y cuatro, y no estaba muy lejos del ciento once, de donde había desaparecido Franconi.
Marvin tiró de la bandeja, que traqueteó sobre los cojinetes de bolas, rompiendo la quietud del depósito. El cuerpo correspondía a un hombre de mediana edad, con signos de traumatismos en las piernas y el torso.
– Bueno, esto lo explica todo -dijo Marvin.
– ¡Oh, no! -exclamó Laurie con una extraña mezcla de triunfo, furia y miedo en la voz-. Es el cuerpo sin identificar.
Lo abandonaron después de atropellarlo en la carretera.
Cuando Jack salió del ascensor, oyó un teléfono sonando con insistencia. A medida que avanzaba por el pasillo, comenzó a convencerse de que tenia que ser el suyo, pues su despacho era el único con la puerta abierta.
Corrió, resbaló sobre el suelo de vinilo y estuvo a punto de pasar de largo. Levantó el auricular justo a tiempo.
– ¿Dónde demonios estabas? -preguntó Lou.
– Me retuvieron en el Hospital Universitario -respondió.
Después de su última conversación telefónica con Lou, el doctor Malovar le había pedido que lo acompañara a ver unas muestras forenses y, puesto que acababa de pedirle un favor, no había podido negarse.
– Te he estado llamando cada quince minutos -señaló Lou.
– Lo siento.
– Tengo una información sorprendente y me muero por comunicártela. Este caso es muy extraño.
– Con eso no me dices nada que no sepa. ¿Qué has averiguado?
Jack percibió un movimiento por el rabillo del ojo. Se giró y vio a Laurie en el umbral. Parecía alterada. Sus ojos echaban chispas, sus labios dibujaban una mueca de furia y su cara estaba blanca como un papel.
– ¡Un momento! -dijo Jack, interrumpiendo a Lou-.
Laurie! ¿Qué te pasa?
– Tengo que hablar contigo -gruñó ella.
– Claro-dijo Jack. Pero ¿no puedes esperar un minuto?-Señaló el teléfono, indicándole que estaba hablando con alguien.
– ¡Ahora mismo! -gritó Laurie.
– De acuerdo, de acuerdo. -Era obvio que Laurie estaba más tensa que una cuerda de piano a punto de partirse-.
Oye, Lou -dijo Jack al teléfono-. Laurie acaba de llegar y está muy nerviosa. Te llamaré enseguida.
– ¡Un momento! -gritó Laurie-. ¿Estás hablando con Lou Soldano?
– Si -respondió Jack tras un pequeño titubeo. Por un instante, tuvo la absurda impresión de que ella estaba furiosa porque él hablaba con Lou.
– ¿Dónde está? -preguntó Laurie.
Jack se encogió de hombros.
– Supongo que en su despacho.
– Pregúntaselo.
Jack lo hizo y Lou respondió afirmativamente. Jack asintió con la cabeza.
– Está en su despacho -dijo.
– Dile que ahora mismo vamos a verle. -Jack vaciló. Estaba desconcertado-. ¡Díselo! -gritó Laurie.
– ¿La has oído? -preguntó a Lou. Laurie había desaparecido en el pasillo, en dirección a su despacho.
– Si -respondió Lou-. ¿Qué pasa?
– No tengo la menor idea. Acaba de entrar aquí echando humo por las orejas. A menos que te llame de inmediato, te veremos allí.
– De acuerdo. Os espero.
Jack colgó y corrió al pasillo. Laurie ya regresaba de su despacho, forcejeando para ponerse el abrigo. Miró brevemente a Jack y se dirigió a toda prisa al ascensor. Jack tuvo que correr para alcanzarla.
– ¿Qué ha pasado? -preguntó con miedo. Temía alterarla más de lo que ya estaba.
– Estoy prácticamente segura de cómo desapareció el cadáver de Franconi -dijo Laurie con furia-. Y hay dos cosas muy claras: primero, la funeraria Spoletto está implicada en el secuestro, y segundo, éste se llevó a cabo con la colaboración de uno de nuestros empleados. Y si quieres que te sea franca, no sé cuál de las dos cosas me da más rabia.
– ¡Joder, mira qué tráfico! -dijo Franco Ponti a Angelo Facciolo-. Me alegro de que tengamos que entrar en Manhattan en lugar de salir.
Franco y Angelo viajaban en el Cadillac negro del primero y cruzaban el puente de Queens en dirección oeste. Eran las cinco y media, el punto culminante de la hora punta. Los dos hombres iban vestidos como si fueran a una cena de gala.
– ¿En qué orden hacemos el trabajo? -preguntó Franco.
Angelo se encogió de hombros.
– Puede que primero la chica -dijo mientras contraía la cara en un esbozo de sonrisa.
– Estás impaciente, ¿eh?
Angelo levantó las cejas hasta donde le permitieron sus músculos faciales.
– Hace cinco años que sueño con encontrarme con esa zorra por motivos profesionales. Ya casi había perdido la esperanza.
– Espero no tener que recordarte que cumplimos órdenes -dijo Franco-. Y que hay que seguirlas al pie de la letra.
– Cerino nunca era tan explícito -replicó Angelo-. Nos decía que hiciéramos un trabajo y no se preocupaba de cómo lo hacíamos.
– Por eso Cerino está en chirona y Vinnie dirige el cotarro.
– Te propongo una cosa. ¿Por qué no pasamos primero con el coche frente a la casa de Jack Stapleton? Yo ya he estado en el apartamento de Laurie Montgomery, así que sé dónde nos metemos. Pero la otra dirección me sorprende. Uno no espera que un médico viva en el lado oeste de la calle 106.
– Buena idea -admitió Franco.
Cuando llegaron a Manhattan, Franco continuó hacia el oeste por la calle Cincuenta y nueve. Bordeó el extremo sur de Central Park y giró hacia el norte por Central Park West.
Angelo recordó el incidente en la American Fresh Fruit Company, el infortunado día en que Laurie había provocado una explosión. Angelo ya tenía cicatrices de acné y de viruela, pero habían sido las quemaduras de aquella explosión las que lo habían convertido en un "monstruo".
Franco le hizo una pregunta, pero Angelo, absorto en sus furiosos pensamientos, no lo oyó y tuvo que pedirle que la repitiera.
– Apuesto a que te mueres de ganas de vengarte de la tal Laurie Montgomery -dijo Franco-. A mí me pasaría lo mismo si estuviera en tus zapatos.
Angelo dejó escapar una risita sarcástica. Inconscientemente, palpó el reconfortante bulto de la automática Walther TPH que llevaba en la pistolera del hombro izquierdo.
Franco giró a la izquierda y salió a la calle Ciento seis. Pasaron junto a un parque lleno de gente, sobre todo alrededor del campo de baloncesto.
– Tiene que estar a la izquierda-dijo Franco.
Angelo consultó el papel con las señas de Jack.
– Es aquí mismo -dijo-. Ese edificio del techo raro.
Franco disminuyó la velocidad y aparcó en doble fila en la acera contraria a la de Jack. El conductor de atrás hizo sonar el claxon. Franco le hizo señas de que lo adelantara y, cuando el coche lo hizo, se oyó una maldición.
– ¿Has oído a ese tipo? -preguntó Franco cabeceando-.
En esta ciudad la gente no tiene educación.
– ¿Cómo es que un médico vive aquí? -preguntó Angelo, que observaba el edificio de Jack a través del parabrisas.
Franco cabeceó otra vez.
– No tiene ni pies ni cabeza. Parece una cloaca.
– Amendola dijo que vivía en un sitio extraño -dijo Angelo-. Por lo visto, el tipo va cada día en bicicleta hasta el depósito, que queda en la Primera Avenida y la Treinta y siete.
– ¡No me jodas!
– Eso dijo Amendola-aseguró Angelo.
Franco echó un vistazo alrededor.
– El barrio entero es una cloaca-dijo-. Puede que ese tipo esté metido en drogas. -Angelo abrió la portezuela y bajó-.
¿Adónde vas?
– Quiero asegurarme de que vive aquí. Amendola dijo que es un apartamento interior de la cuarta planta. Vuelvo enseguida.
Angelo rodeó el coche y esperó una pausa en el tránsito. Cruzó la calle y subió por la escalinata del edificio de Jack.
Con serenidad, abrió la puerta exterior y echó un vistazo a los buzones. Muchos estaban rotos y ninguna de las cerraduras funcionaba.
Rápidamente, Angelo revisó la correspondencia. En cuanto encontró un catálogo dirigido a Jack Stapleton, volvió a guardar todos los sobres en su sitio. Acto seguido, empujó la puerta interior, que se abrió con facilidad.
Al entrar en el vestíbulo, Angelo percibió un desagradable olor a humedad. Miró la basura en la escalera, la pintura desconchada y las bombillas rotas de una araña de luces otrora elegante. Oyó gritos amortiguados de una pelea doméstica, procedentes de la segunda planta. Angelo sonrió.
Sería fácil ocuparse de Jack Stapleton, pues su edificio parecía un antro de drogatas.
Al regresar al portal, Angelo caminó hacia un lado para determinar cuál era el pasadizo subterráneo que pertenecía al edificio de Jack. Cada casa de la calle tenia un pasillo por debajo del nivel del suelo, al que se accedía por una escalinata de unos doce peldaños. Estos pasillos comunicaban con los patios traseros.
Tras descubrir cuál era el que buscaba, Angelo lo recorrió.
Estaba lleno de charcos y desperdicios que amenazaban la integridad de sus zapatos Bruno Magli.
El patio trasero era un tumulto de vallas caídas, colchones viejos, neumáticos abandonados y otras basuras. Tras alejarse unos cuantos metros del edificio, Angelo se volvió para mirar la escalera de incendios. En la cuarta planta había dos ventanas, pero no había luz en ninguna de ellas. El doctor no estaba en casa.
Angelo regresó al coche y subió.
– ¿Y?-preguntó Franco.
– Vive aquí. Aunque no lo creas, por dentro el edificio es aún peor. Oí a una pareja peleándose en la segunda planta y un televisor con el volumen a tope. No es un sitio bonito, pero para nosotros es perfecto. Será fácil.
– Es lo que quería oír. ¿Sigues pensando que deberíamos empezar por la mujer?
Angelo sonrió lo mejor que pudo.
– ¿Por qué negarme ese gusto?
Franco puso el coche en marcha. Fueron por Columbus Avenue hasta Broadway y luego torcieron hacia la Segunda Avenida. Pronto llegaron a la calle Diecinueve. Angelo no necesitó consultar la dirección; señaló el edificio de Laurie sin dudar un instante. Franco aparcó en una zona prohibida.
– ¿Crees que debemos entrar por la parte trasera? -preguntó mientras miraba el edificio.
– Si; por varias razones -dijo Angelo-. Vive en la quinta planta, pero las ventanas dan al interior. Para saber si está en casa tendremos que ir alli de todos modos. Además, tiene una vecina cotilla que vive en el apartamento que da a la calle y, como verás, tiene las luces encendidas. Esa mujer abrió la puerta para fisgonear las dos veces que fui a casa de Laurie Montgomery. Por otra parte, el apartamento de la doctora tiene una puerta que da a las escaleras de incendio, que conducen al patio de luces. Lo sé porque la otra vez la perseguimos por ahí.
– Me has convencido -concluyó Franco-. Adelante.
Ambos bajaron del coche. Angelo abrió la portezuela trasera del coche y cogió su bolsa de herramientas para abrir cerraduras y una barra de hierro igual a la que usan los bomberos para abrir puertas en caso de emergencia.
– He oído que consiguió escapar de ti y de Tony Ruggerio -comentó Franco con una risita-. Al menos por un tiempo. Debe de ser una tía especial.
– No me lo recuerdes. Claro que trabajar con Tony era como cargar continuamente un saco de arena.
Al salir al patio de luces, que era una oscura conejera de jardines descuidados, Franco y Angelo se alejaron con sigilo del edificio lo suficiente para observar las ventanas de la quinta planta. No había luz en ninguna ventana.
– Parece que llegamos a tiempo para darle la bienvenida -dijo Franco.
Angelo no respondió. Fue con la bolsa de herramientas hasta la escalera de incendios y se puso un par de guantes de piel mientras Franco preparaba la linterna.
Al principio, las manos de Angelo temblaban por la expectación de encontrarse cara a cara con Laurie Montgomery después de cinco años de rumiar su odio. Al ver que la cerradura se resistía, se esforzó por recuperar la compostura y concentrarse. Finalmente, la cerradura cedió y la puerta se abrió.
En la quinta planta, Franco no se molestó en usar las herramientas para cerraduras, pues sabía que Laurie había instalado varios cerrojos. Hizo palanca con la barra de hierro y la puerta se abrió con un chasquido. Segundos después estaban dentro.
Durante unos minutos, los dos hombres permanecieron inmóviles en la oscuridad de la despensa de Laurie, escuchando. Querían asegurarse de que ningún vecino los había oído entrar.
– ¡Dios mío! -murmuró Franco-. Algo acaba de rozarme la pierna.
– ¿Qué? -preguntó Angelo, sorprendido.
– ¡Vaya, es un maldito gato!
– Nos resultará útil. Tráelo contigo.
Lentamente, los hombres salieron de la despensa y atravesaron la cocina en dirección al salón. Allí, las luces de la ciudad entraban por las ventanas y permitían ver mejor.
– Todo en orden -dijo Angelo.
– Ahora, a esperar. Echaré un vistazo en el frigorífico para ver si hay vino o cerveza. ¿Te apetece algo?
– Una cerveza estaría bien -respondió Angelo.
En la jefatura de policía, Jack y Laurie tuvieron que pasar por el detector de metales y ponerse tarjetas de identificación antes de que los dejaran subir a la planta de Lou. Este los esperaba en la puerta del ascensor.
Lo primero que hizo fue coger a Laurie por los hombros, mirarla a los ojos y preguntarle qué había pasado.
– Ya está mejor -dijo Jack dando una palmada en la espalda a Lou-. Es la misma Laurie de siempre, serena y racional.
– ¿De veras? -preguntó Lou sin dejar de mirar a Laurie.
Bajo el atento escrutinio del detective, Laurie no pudo evitar sonreír.
– Estoy bien -dijo-. Sólo un poco avergonzada por mi pataleta.
Lou dejó escapar un suspiro de alivio.
– Bueno, me alegro de veros a los dos. Venid a mi despacho. -Los condujo hacia allí-. Puedo ofreceros café, pero os recomiendo que declinéis la invitación. A esta hora del día está tan fuerte que el personal de limpieza lo usa para desatascar las tuberías.
– No te preocupes -dijo Laurie mientras se sentaba.
Jack la imitó. Miró el espartano despacho y sintió un escalofrío. Había estado alli hacia cosa de un año, después de escapar por los pelos de un intento de asesinato.
– Me parece que he conseguido desvelar el misterio del robo del cadáver de Franconi -comenzó Laurie-. Tú te reíste cuando dije que sospechaba de la funeraria Spoletto, pero ahora tendrás que disculparte. De hecho, creo que es hora de que te hagas cargo de la situación.
A continuación, ella le explicó su teoría sobre el secuestro del cuerpo. Le dijo que sospechaba que un empleado del Instituto Forense había facilitado al personal de la funeraria el número de admisión de un cuerpo sin identificar, así como los datos necesarios para localizar los restos de Franconi.
– Por lo general, cuando acuden dos empleados de una funeraria a recoger un cuerpo, uno de ellos entra en el compartimiento frigorífico mientras el otro se ocupa del papeleo con el ayudante del depósito. En estos casos, el ayudante ya ha dejado preparado el cadáver en la camilla, junto a la puerta del compartimiento. Creo que cuando fueron a buscar a Franconi, el empleado de la funeraria cogió el cuerpo sin identificar, cuyo número de admisión le habían facilitado, le quitó la etiqueta, lo metió en uno de los compartimientos vacios, le puso la etiqueta a Franconi y luego apareció tranquilamente en la puerta de la oficina del depósito con los restos del cadáver. Entonces, lo único que tuvo que hacer el asistente fue comprobar el número de admisión.
– Vaya numerito -dijo Lou-. ¿Puedo preguntar si tienes alguna prueba o si es una mera conjetura?
– He encontrado el cuerpo con el número de admisión que dio la funeraria Spoletto -respondió ella-. Estaba en un compartimiento supuestamente vacío. El nombre, Frank Gleason, era falso.
– ¡Ah! -dijo Lou, más interesado, y se inclinó sobre su escritorio- Esto comienza a gustarme, sobre todo porque hay un parentesco por matrimonio entre los propietarios de la funeraria Spoletto y la familia Lucia. Me recuerda a cuando cogieron a Al Capone por evadir impuestos. Quiero decir que sería estupendo poder pillar a los Lucia por robar un cadáver.
– Por supuesto, esto también plantea la posibilidad de una conexión entre el crimen organizado y los trasplantes clandestinos de hígado -dijo Jack-. Sería una asociación aterradora.
– Y peligrosa -añadió Lou-. Por lo tanto, insisto en que dejéis de jugar a detectives. A partir de este momento, nosotros nos ocuparemos de todo. ¿Me dais vuestra palabra?
– Me alegro de que os hagáis cargo. Pero también está el problema del topo en el Instituto Forense.
– Creo que será mejor que yo me ocupe también de eso -dijo Lou-. Si la mafia está involucrada en el caso, podría haber habido extorsión. Hablaré directamente con Bingham.
Y supongo que no necesito recordaros que esa gente es peligrosa.
– Yo aprendí muy bien mi lección -dijo Laurie.
– Y yo estoy demasiado preocupado con mi parte de la investigación para interferir -dijo Jack-. ¿No tenias información para mí?
– Sí, mucha -respondió Lou. En un extremo de su escritorio había un libro enorme, similar a los de arte. Lo levantó con un gruñido y se lo entregó a Jack.
Jack lo abrió con expresión de perplejidad.
– ¡Qué diablos! -exclamó-. ¿Para qué quiero un atlas?
– Lo necesitarás -respondió Lou-. No te imaginas lo que me costó encontrar uno en la jefatura de policía.
– No entiendo.
– Mi contacto en la FAA llamó a un amigo que conoce a un empleado de la organización europea que se encarga de organizar los horarios de despegues y aterrizajes en toda Europa -explicó Lou-. Tienen todos los planes de vuelo y los archivan durante sesenta días. El G4 de Franconi llegó a Francia procedente de Guinea Ecuatorial.
– ¿De dónde? -preguntó Jack y sus cejas chocaron en una expresión de absoluta perplejidad-. Nunca he oído hablar de Guinea Ecuatorial. ¿Es un país?
– Mira en la página ciento cincuenta y dos -dijo Lou.
– ¿Qué es todo esto de Franconi y un G4? -preguntó Laurie.
– Un G4 es un jet privado -explicó Lou-. Por medio de Jack, averigüé que Franconi había salido del país. Creíamos que había estado en Francia, hasta que me pasaron este nuevo dato.
Jack abrió el atlas en la página ciento cincuenta y dos. Había un mapa titulado "Cuenca occidental del Congo", que cubría una amplia sección del oeste de Africa.
– De acuerdo, dame una pista.
Lou señaló por encima del hombro de Jack.
– Es ese pequeño país entre Camerún y Gabón. El avión salió de Bata, en la costa. -Señaló el punto apropiado. A juzgar por el mapa, prácticamente todo el país estaba cubierto de vegetación.
Laurie se levantó de su silla y miró por encima del hombro de Jack.
– Recuerdo haber oído algo de ese país. Creo que Frederick Forsyth fue allí para escribir Los perros de la guerra -dijo.
Atónito, Lou se dio un golpecito en la cabeza.
– ¿Cómo haces para acordarte de esas cosas? Yo no sé ni dónde comí el martes pasado.
Laurie se encogió de hombros.
– Leo muchas novelas -dijo-. Y me interesa la vida de los escritores.
– Esto no tiene ni pies ni cabeza -dijo Jack-. Es una región subdesarrollada de Africa. En este país no debe de haber nada, aparte de selva. De hecho, toda esta zona de Africa es pura selva. Es imposible que Franconi se sometiera a un trasplante de hígado allí.
– Yo pensé lo mismo -admitió Lou-, pero el otro dato que obtuve hace que tenga un poco más de sentido. Investigué a Alpha Aviation, a través de la corporación que la administra, en Nevada. Descubrí que el avión es propiedad de la compañía GenSys, de Cambridge, Massachusetts.
– He oído hablar de GenSys -dijo Laurie-. Es una firma de biotecnología que fabrica vacunas y linfocinas. Lo recuerdo porque una amiga que es agente de bolsa en Chicago me recomendó que comprara acciones. Siempre está pasándome datos de esa clase, como si yo tuviera una fortuna para invertir.
– ¡Una firma de biotecnología! -musitó Jack-. Mmm. Eso le da otro color al asunto. Tiene que haber alguna relación, aunque no sé cuál. Tampoco entiendo qué hace una compañía semejante en un sitio como Guinea Ecuatorial.
– ¿Qué hay de esa conexión indirecta a través de una corporación de Nevada? -preguntó Laurie-. ¿Acaso GenSys intenta ocultar que tiene un avión?
– Lo dudo -respondió Lou-. Yo descubrí la relación con mucha facilidad. Si GenSys se hubiera propuesto encubrir la propiedad del avión, sus abogados de Nevada continuarían figurando como directores y administradores de Alpha Aviation. En cambio, en la primera junta directiva, el jefe del departamento de contabilidad de GenSys asumió las funciones de presidente y secretario.
– ¿Entonces por qué una compañía con sede en Massachusetts tiene su avión en Nevada? -preguntó Laurie.
– No soy abogado -respondió Lou-, pero estoy seguro de que tiene algo que ver con los impuestos y los seguros de responsabilidad civil. Massachusetts es un estado con leyes muy estrictas y los riesgos de una demanda son grandes. Su pongo que GenSys alquilará el avión cuando no lo usa, y debe resultarle más barato pagar los seguros de una compañía con sede en Nevada.
– ¿Esa agente de bolsa que mencionaste es muy amiga tuya? -preguntó Jack.
– Sí -respondió Laurie-. Ibamos juntas a la universidad metodista.
– ¿Por qué no la llamas y le preguntas si existe alguna conexión entre GenSys y Guinea Ecuatorial? -propuso Jack-.
Si te recomendó que compraras acciones, seguramente habrá investigado antes a la compañía.
– Seguro -convino ella-. Jean Corwin era una de las estudiantes más empollonas que he conocido. A su lado, los estudiantes de la escuela preparatoria de medicina parecíamos ociosos.
– ¿Puede usar tu teléfono? -preguntó Jack a Lou.
– Claro.
– ¿Quieres que llame ahora mismo? -preguntó Laurie, sorprendida.
– Así la cogerás en el trabajo. Si tiene algún archivo, seguro que estará allí.
– Supongo que tienes razón. -Se sentó al escritorio de Lou y llamó al servicio de información de Chicago.
Mientras Laurie hablaba por teléfono, Jack pidió a Lou que le explicara con más detalle cómo había conseguido la información que le había proporcionado. Estaba particularmente interesado en el descubrimiento de la pista que conducía a Guinea Ecuatorial. Los dos estudiaron con atención el mapa y notaron que el país estaba muy cerca del ecuador.
También repararon en el hecho de que la ciudad más importante, presumiblemente la capital, no estaba en el continente, sino en una isla llamada Bioko.
– No puedo imaginar cómo será ese lugar-dijo Lou.
– Yo sí. Seguro que es caluroso, húmedo, lluvioso y que está lleno de bichos.
– Un paraíso.
– No parece la clase de sitio que uno elegiría para irse de vacaciones -dijo Jack-. Dudo que mucha gente viaje allí.
Laurie colgó el auricular y se dirigió sobre la silla de Lou para mirar a sus amigos.
– Jean sigue tan eficiente como de costumbre -dijo-. Consiguió toda la información sobre GenSys en un santiamén.
Claro que me preguntó cuántas acciones había comprado y se quedó pasmada cuando le respondí que ninguna. Por lo visto, las acciones se triplicaron y luego se dividieron.
– ¿Y eso es bueno? -preguntó Lou con tono burlón.
– Tan bueno que me temo que he perdido la oportunidad de mi vida para jubilarme anticipadamente -se quejó Laurie-. Dijo que es la segunda firma de biotecnología próspera fundada por su director ejecutivo, Taylor Cabot.
– ¿Sabia algo de Guinea Ecuatorial? -preguntó Jack.
– Claro. Dijo que una de las principales razones del éxito de la compañía es que ésta ha establecido una inmensa granja para primates. En un principio, la usaban para las investigaciones de GenSys, pero luego a alguien se le ocurrió la idea de dar la oportunidad a otras empresas de biotecnología y farmacéuticas para que experimentaran con primates en las instalaciones de GenSys. Al parecer, la demanda por este servicio ha superado todos los pronósticos.
– ¿Y esa granja de primates está en Guinea Ecuatorial? -preguntó Jack.
– Exactamente-respondió Laurie.
– ¿Tu amiga sabe por qué?
– Según el informe de un analista de mercado, GenSys escogió Guinea Ecuatorial debido a las condiciones favorables que les ofreció el gobierno local, que incluso dictó leyes para ayudarlos en la operación. Por lo visto, GenSys se ha convertido en la principal fuente de entrada de divisas del país.
– ¿Te imaginas la cantidad de chanchullos que ha de haber por medio? -preguntó Jack a Lou.
Lou se limitó a silbar.
– El informe también decía que la mayoria de los primates que usan son originarios del país -continuó Laurie-. Eso les evita lidiar con las restricciones internacionales para la importación y exportación de especies en peligro de extinción, como los chimpancés.
– Una granja de primates -repitió Jack-. Esto plantea posibilidades aún más extravagantes. ¿Es probable que estemos ante un heterotrasplante?
– No empecéis con vuestra jerga médica -protestó Lou-.
¿Qué demonios es un heterotrasplante?
– Imposible -respondió Laurie-. Los heterotrasplantes producen rechazos agudos. No hay signos de inflamación en el tejido hepático que me enseñaste, ni humoral ni celular.
– Es verdad -admitió Jack-. Y el tipo ni siquiera estaba tomando inmunosupresores.
– Vamos, muchachos, no me hagáis suplicar. ¿Qué coño es un heterotrasplante?
– Es cuando el órgano trasplantado procede de un animal de otra especie -explicó Laurie.
– ¿Algo así como aquel fiasco del trasplante de corazón de mandril a Baby Fae, hace diez o doce años? -preguntó Lou.
– Exactamente -respondió Laurie.
– Los nuevos fármacos inmunosupresores han vuelto a poner en el candelero los heterotrasplantes -explicó Jack-.
Y con bastante más éxito que el de Baby Fae.
– Sobre todo con válvulas cardiacas de cerdo -añadió Laurie.
– Claro que este procedimiento plantea problemas éticos -dijo Jack-. Y ha puesto en pie de guerra a los defensores de los derechos de los animales.
– Sobre todo ahora, que están experimentando para implantar genes humanos a los cerdos para reducir las posibilidades de rechazo -añadió Laurie.
– ¿Es posible que a Franconi le trasplantaran el hígado de un primate mientras estaba en Africa? -preguntó Lou.
– No lo creo -dijo Jack-. Laurie tiene razón; no había indicios de rechazo. Y eso es inaudito incluso entre humanos, excepto en el caso de los gemelos idénticos.
– Pero al parecer Franconi estuvo en Africa -dijo Lou.
– Sí; y su madre dijo que volvió como nuevo -admitió Jack. Levantó los brazos y se puso en pie-. No sé qué pensar. Es un puñetero misterio, y encima parece que la mafia está implicada.
Laurie también se levantó.
– ¿Os vais? -preguntó Lou.
Jack asintió.
– Estoy perplejo y agotado -dijo-. Anoche casi no dormí. Después de identificar el cuerpo de Franconi, me pasé horas al teléfono. Llamé a todos los bancos de órganos europeos.
– ¿Qué os parece si vamos a cenar a Little Italy? -sugirió Lou-. Está a la vuelta de la esquina.
– Yo no -dijo Jack-. Aún me espera el viaje de vuelta a casa en bici. Si ceno ahora, me quedaré sin fuerzas.
– Yo tampoco -dijo Laurie-. No veo la hora de llegar a casa y darme una ducha. Me he acostado tarde dos noches seguidas y estoy hecha polvo.
Lou dijo que seguiría trabajando media hora más, así que Jack y Laurie se despidieron y bajaron al vestíbulo. Devolvieron las tarjetas de identificación y salieron de la jefatura de policía. En la puerta del ayuntamiento cogieron un taxi.
– ¿Te encuentras mejor? -preguntó Jack a Laurie mientras iban hacia el norte por Bowery. Un calidoscopio de luces; danzaba sobre sus caras.
– Mucho mejor. No te imaginas el alivio que siento al poder dejar este asunto en manos de Lou. Lamento haberme puesto tan histérica.
– No necesitas disculparte. Es inquietante saber que tenemos un espía entre nosotros y que la mafia está interesada en los trasplantes de hígado.
– ¿Y cómo lo llevas tú? -preguntó Laurie-. Has averiguado un montón de datos estrafalarios sobre el caso Franconi.
– Son estrafalarios, pero también intrigantes. Sobre todo esta última asociación con un monopolio de la biotecnología como GenSys. Lo más temible de estas grandes compañías es que casi todas las investigaciones se llevan a cabo a puerta cerrada. Se mueven en la más absoluta clandestinidad. Nadie sabe qué son capaces de hacer con tal de rentabilizar sus inversiones. Hace diez o veinte años todo era muy distinto, pues la seguridad social financiaba la mayoría de las investigaciones de biomedicina y éstas se hacían públicas. En aquel entonces había mayor control, ya que los colegas tenían ocasión de revisar los procedimientos, pero ahora no.
– Es una pena que tú no puedas endilgarle el caso a alguien como Lou -dijo Laurie con una risita.
– Eso sí que estaría bien.
– ¿Cuál es el próximo paso?
Jack suspiró.
– Me estoy quedando sin opciones. El único plan pendiente es que un anatomopatólogo veterinario examine el corte de hígado.
– ¿Así que ya habías pensado en la posibilidad de un heterotrasplante? -preguntó Laurie, sorprendida.
– No, yo no. La idea de que un anatomopatólogo veterinario examinara la muestra no fue mía, sino de un parasitólogo del hospital que pensó que el granuloma era consecuencia de un parásito que no pudo reconocer.
– Quizá deberías mencionarle la posibilidad de un heterotrasplante a Ted Lynch. Como experto en ADN, es probable que sepa cómo confirmar o descartar dicha probabilidad definitivamente.
– ¡Excelente idea! -exclamó Jack con admiración-. ¿Cómo puedes hacer una sugerencia así cuando estás tan cansada?
¡Me sorprendes! Mi mente ya ha bajado la persiana.
– Siempre se agradece un cumplido -bromeó Laurie-. Sobre todo en la oscuridad, así no puedes ver cómo me ruborizo.
– Comienzo a pensar que si quiero resolver este caso, lo único que me queda por hacer es un viaje a Guinea Ecuatorial.
Laurie se giró en el asiento para mirarlo a la cara. En la semipenumbra, era imposible verle los ojos.
– No hablas en serio. Es una broma, ¿verdad?
– Bueno, es obvio que no averiguaré nada si llamo a GenSys, ni siquiera si voy personalmente a la central de Cambridge y les digo: "Eh, muchachos, ¿qué está pasando en Guinea Ecuatorial?".
– Pero estamos hablando de Africa -protestó Laurie-. Es una locura. Está en la otra punta del mundo. Además, si no crees que vayas a averiguar nada yendo a Cambridge, ¿qué te hace pensar que sí lo harás en Africa?
– Que los pillaré por sorpresa. No creo que reciban muchas visitas.
– Estás como una regadera -dijo ella abriendo los brazos y poniendo los ojos en blanco.
– Eh, tranquilízate. No dije que fuera a viajar. Sólo dije que empezaba a considerar esa posibilidad.
– Bueno, entonces deja de considerarla. Ya tengo suficientes preocupaciones.
Jack sonrió.
– Te preocupo de verdad -dijo-. Me conmueves.
– Sí, ya veo -replicó ella con sarcasmo-. Ni siquiera me haces caso cuando te pido que no uses la mountain bike en la ciudad.
El taxi se detuvo frente al edificio de Laurie. Cuando ella se disponía a sacar el dinero para pagar, Jack la cogió del brazo.
– Invito yo -dijo.
– De acuerdo, la próxima me toca a mí -dijo Laurie. Comenzó a bajar del taxi, pero se detuvo-. Si me prometes volver a casa en taxi, podemos picar algo en mi apartamento.
– Gracias, pero esta noche no. Tengo que llevar la bici a casa. Con el estómago lleno, me quedaría frito.
– Hay cosas peores -replicó ella.
– Otra vez será.
Laurie bajó del taxi, pero de inmediato se inclinó por la abertura de la puerta.
– Al menos prométeme una cosa: no te irás a Africa esta noche.
El hizo ademán de darle un cachete, pero ella esquivó la mano con facilidad.
– Buenas noches, Jack -dijo ella con una sonrisa afectuosa.
– Buenas noches, Laurie. Te llamaré más tarde, después de que hable con Warren.
– Ah, es verdad. Con tanto trajín, lo había olvidado. Esperaré tu llamada.
Laurie cerró la puerta del taxi y se quedó mirando hasta que éste desapareció en la esquina de la Primera Avenida. Se volvió hacia la puerta del edificio, pensando que Jack era un hombre encantador, pero complicado.
Mientras subía en el ascensor, Laurie empezó a soñar con la ducha y el calor de su albornoz de toalla. Se juró que se acostaría temprano.
Antes de abrir las múltiples cerraduras, dedicó una sonrisa maliciosa a Debra Engler y, para que la mujer acabara de captar el mensaje, dio un portazo a su espalda. Cambiando de mano la correspondencia, se quitó el abrigo y tanteó una percha en la oscuridad del armario.
Sólo cuando entró en el salón, pulsó el interruptor de la pared que encendía una lámpara de pie. Dio un par de pasos hacia la cocina, soltó un gritito ahogado y dejó caer la correspondencia al suelo. En el salón había dos hombres, uno de ellos sentado en su sillón art déco, y el otro en el sofá. El del sofá acariciaba a Tom, que estaba dormido en su regazo. Laurie notó que sobre el brazo del sillón había una pistola con silenciador.
– Bienvenida a casa, doctora Montgomery -dijo Franco-.
Gracias por el vino y la cerveza. -Laurie miró la mesita auxiliar, sobre la cual había una botella vacía de cerveza y una copa de vino-. Siéntese, por favor -añadió Franco señalando una silla que había puesto en el centro del salón.
Laurie no se movió. Era incapaz de hacerlo. Por un fugaz instante, pensó en correr a la cocina para telefonear, pero en seguida desechó la idea por absurda. También pensó en escapar por la puerta del apartamento, pero, con tantos cerrojos, sabia que habría sido un gesto inútil.
– ¡Por favor! -repitió Franco con una falsa amabilidad que no hizo más que intensificar el terror de Laurie.
Angelo dejó el gato a un lado y se puso en pie. Dio un paso hacia Laurie y, de improviso, le golpeó la cara con el dorso de la mano. El impacto arrojó a Laurie contra la pared, donde le flaquearon las piernas y cayó de bruces al suelo.
Unas gotas de sangre cayeron del labio superior partido, manchando el suelo de parquet.
Angelo la cogió de un brazo y la obligó a levantarse. Luego la arrastró hacia la silla y la empujó para que se sentara.
Laurie estaba tan asustada que no ofreció resistencia.
– Eso está mejor -dijo Franco.
Angelo se inclinó y puso su cara a escasos centímetros de la de Laurie.
– ¿No me reconoce?
Laurie se obligó a mirar la horrible cara de cicatrices del hombre, que parecía escapado de una película de terror. Tragó saliva, aunque tenía la boca seca. Incapaz de hablar, negó con la cabeza.
– ¿No? -preguntó Franco-. Vaya, doctora, me temo que acaba de herir los sentimientos de Angelo y, dadas las circunstancias, podría ser peligroso.
– Lo siento -balbuceó Laurie, pero en cuanto las palabras salieron de su boca, asoció el nombre con las quemaduras faciales del individuo que tenía delante. Era Angelo Facciolo, el lugarteniente de Cerino, que al parecer había salido de la cárcel.
– He estado esperando este momento durante cinco años -gruñó Angelo y volvió a golpear a Laurie, que estuvo a punto de caer de la silla. Agachó la cabeza y vio más sangre.
Esta vez salía de la nariz y estaba empapando la alfombra.
– ¡Basta ya, Angelo! -gritó Franco-. ¡Recuerda que sólo tenemos que hablar con ella!
Angelo tembló junto a Laurie, como si estuviera haciendo un esfuerzo sobrehumano para contenerse. Súbitamente, dio media vuelta y se sentó en el sofá. Volvió a coger al gato y lo acarició con rudeza. A Tom no pareció importarle, por que comenzó a ronronear.
Laurie consiguió erguirse en la silla. Se palpó la nariz y el labio con la mano. El labio ya comenzaba a hincharse. Se tapó la nariz para detener la hemorragia.
– Escuche, doctora Montgomery -dijo Franco-. Como ya imaginará, nos resultó muy sencillo entrar en su casa. Lo digo para que sepa que es muy vulnerable. ¿Sabe?, tenemos un problema y creemos que usted puede ayudarnos. Estamos aquí para pedirle amablemente que olvide el caso Franconi. ¿Me ha entendido?
Asustada, Laurie hizo un gesto de asentimiento.
– Estupendo -continuó él-. Como somos personas muy razonables, lo consideraremos como un favor y se lo retribuiremos con otro. Da la casualidad de que sabemos quién mató a Franconi y estamos dispuestos a decírselo. Verá, el señor Franconi era un hombre malo y por eso lo mataron. Fin del cuento. ¿Todavía me sigue?
Ella volvió a asentir. Miró a Angelo, pero desvió la vista de inmediato.
– El nombre del asesino es Vido Delbario -prosiguió Franco-. El tampoco es trigo limpio, aunque hizo un favor al mundo librándolo de Franconi. Me he tomado la molestia de apuntarle el nombre. -Se inclinó y dejó un papel sobre la mesita de centro-. Favor por favor. Quedamos en paz.
Franco hizo una pausa y miró a Laurie con aire expectante.
– Entiende lo que le digo, ¿verdad, doctora? -preguntó después de unos instantes.
Laurie asintió por tercera vez.
– Al fin y al cabo, no pedimos gran cosa -dijo Franco con franqueza, Franconi era un mal bicho. Mató a un montón de gente y merecía morir. Ahora, en lo que respecta a usted, espero que sea sensata, porque en una ciudad tan grande como ésta no hay forma de protegerla, y a Angelo, aquí presente, le encantaría ocuparse personalmente de usted. Tiene suerte de que nuestro jefe no sea un tipo duro. Es un negociador, ¿lo entiende?
Hizo otra pausa y Laurie se sintió obligada a responder.
Con dificultad, consiguió decir que entendía.
– ¡Estupendo! -exclamó Franco. Se dio una palmada en las rodillas y se incorporó-. Cuando me contaron lo inteligente que era, doctora, supe que nos entenderíamos enseguida.
Franco metió la pistola en la funda y la ocultó debajo de su abrigo Ferragamo.
– Vamos, Angelo -ordenó-. Estoy seguro de que la doctora querrá ducharse y cenar. Parece muy cansada.
Angelo se levantó, dio un paso en dirección de Laurie y luego retorció cruelmente el pescuezo del gato. Se oyó un chasquido siniestro y Tom quedó inerte sin emitir sonido alguno. Angelo arrojó el gato muerto sobre el regazo de Laurie y siguió a Franco hacia la puerta.
– ¡Oh, no! -sollozó Laurie abrazando a su gato de seis años. Sabía que le había roto el cuello. Se levantó con las piernas temblorosas. Una vez en el pasillo, oyó el ruido del ascensor que llegaba y bajaba casi de inmediato.
Todavía con Tom en los brazos, corrió a la puerta y echó todos los cerrojos. Entonces se dio cuenta de que los intrusos debían de haber entrado por la escalera de incendios.
Corrió hacia allí, sólo para encontrar la puerta abierta y rota. La cerro como pudo.
De regreso en la cocina, levantó el auricular con manos temblorosas. Su primer impulso fue llamar a la policía, pero recordó la amenaza de Franco y vaciló. Todavía podía ver la horrible cara de Angelo y su mirada furiosa.
Consciente de que se encontraba en estado de shock, Laurie contuvo las lágrimas y dejó el auricular. Pensó en llamar a Jack, pero supuso que todavía no habría llegado a casa; así pues, en lugar de telefonear, introdujo con ternura a Tom en una caja de poliestireno y lo cubrió con varias bandejas de cubitos de hielo. Luego fue al lavabo para curarse las heridas.
– -
El viaje en bici desde el depósito no fue tan duro como Jack había previsto. Es más, después de pedalear un rato, se sintió mejor de lo que se había sentido durante todo el día. Hasta se permitió cortar camino por Central Park por primera vez en un año. Aunque estaba algo nervioso, resultaba emocionante correr por los largos y sinuosos senderos.
Durante todo el trayecto pensó en GenSys y Guinea Ecuatorial. Se preguntó cómo seria aquella región de Africa.
Aunque había bromeado con Lou diciendo que debía de ser calurosa, húmeda y llena de bichos, no lo sabía con certeza.
También pensó en Ted Lynch y en lo que éste haría al día siguiente. Antes de salir del depósito, había llamado a Ted para plantearle la insólita posibilidad de un heterotrasplante.
Ted había respondido que podría comprobarlo analizando un área del ADN que especificaba las proteínas ribosómicas.
Le había explicado que esa área difería considerablemente de una especie a otra y que tenia un CD ROM con la información necesaria para identificar una especie.
Jack giró en su calle con la intención de ir a la librería del barrio para ver si tenían algún libro sobre Guinea Ecuatorial, pero cuando pasó junto al campo de baloncesto, donde ya jugaban el partido de cada tarde, tuvo otra idea. Se le ocurrió que podía haber inmigrantes ecuatoguineanos en Nueva York. Al fin y al cabo, había gente de todos los países del mundo.
Jack se dirigió al campo, desmontó y dejó la bicicleta contra el cerco de cadena. No se molestó en ponerle el candado, aunque cualquiera habría pensado que ese vecindario no era el más apropiado para dejar una bicicleta de mil dólares. En realidad, el campo de baloncesto era el único sitio de Nueva York donde Jack no necesitaba tomar precauciones.
Caminó hacia el borde del campo y saludó con una inclinación de cabeza a Spit y Flash, que estaban entre los que esperaban su turno para jugar. Varios jugadores corrían de un extremo a otro del campo, mientras la pelota cambiaba de manos o pasaba por la cesta. Como de costumbre, Warren dominaba el partido. Antes de encestar, decía siempre "está chupado", cosa que resultaba insultante para los otros jugadores, pues el noventa y nueve por ciento de los tiros pasaban con facilidad por la cesta.
Un cuarto de hora después, el partido se decidió con uno de los tiros "chupados" de Warren, y los perdedores se retiraron del campo. Warren vio a Jack y corrió a su encuentro.
– ¿Qué, tío? ¿Juegas o no?
– Me lo estoy pensando -respondió Jack-. Pero antes tengo que hacerte un par de preguntas. Primero, ¿qué tal si este fin de semana salimos con Natalie y Laurie?
– Claro -dijo Warren-. Cualquier cosa con tal de hacer callar a mi chica. No hace más que darme la paliza preguntando por ti y por Laurie.
– Segundo, ¿conoces a alguien de un pequeño pais africano llamado Guinea Ecuatorial?
– Tío, nunca sé qué va a salir por tu boca -protestó Warren-. A ver, déjame pensar.
– Está en la costa occidental de Africa. Entre Camerún y Gabón.
– Ya sé dónde está -repuso Warren-. Supuestamente lo descubrieron los portugueses y luego lo colonizaron los españoles. Claro que los negros lo habían descubierto mucho tiempo antes.
– Me sorprende que lo sepas. Yo nunca había oído hablar de ese país.
– No me extraña -replicó Warren-. Apuesto a que nunca estudiaste historia africana. Pero volviendo a tu pregunta, si, conozco a algunas personas de allí y a una familia en particular. Se llaman Ndeme y viven a dos puertas de tu casa, en dirección al parque.
Jack miró hacia el edificio y luego otra vez a Warren.
– ¿Los conoces lo suficiente para presentármelos? -preguntó-. Se me ha despertado un súbito interés por Guinea Ecuatorial.
– Sí, claro. El padre se llama Esteban y es el dueño del súper que está en Columbus. Aquel de las zapatillas anaranjadas es su hijo.
Jack siguió la dirección del dedo de Warren hasta que vio las zapatillas anaranjadas. Reconoció a su propietario como uno de los jugadores asiduos. Era un joven tranquilo y buen jugador.
– ¿Por qué no vienes a jugar un rato? -preguntó Warren-.
Después te presentaré a Esteban. Es un tío legal.
– De acuerdo, ahora vuelvo.
Después del vigorizante paseo en bici, estaba buscando una excusa para jugar al baloncesto. Todavía acusaba la tensión de las peripecias del día.
Jack volvió a coger la bicicleta, se dirigió a toda prisa a su edificio y cargó la bici por las escaleras. Abrió la puerta de su apartamento sin bajársela del hombro. Una vez dentro, fue directamente al dormitorio a buscar la ropa de deporte.
Cinco minutos después, cuando estaba a punto de salir a la calle, sonó el teléfono. Por un instante, se debatió entre atender o no la llamada, pero pensó que podría ser Ted con algún detalle sobre el ADN y la cogió. Era Laurie y estaba fuera de sí.
– -
Jack pasó un montón de billetes arrugados -más que suficiente para pagar el viaje- a través de la mampara de plástico del taxi y se apeó de un salto. Estaba frente al edificio de Laurie, donde la había dejado menos de una hora antes. Vestido con su equipo de baloncesto, corrió a la puerta y llamó al portero automático. Laurie lo esperaba en la puerta del ascensor.
– ¡Dios mío! -exclamó Jack-. Mírate el labio.
– Se curará dijo Laurie con estoicismo. Luego vio a Debra Engler espiando por la rendija de la puerta, dio un paso hacia ella y le gritó que se ocupara de sus asuntos. La puerta de la vecina se cerró bruscamente.
Jack le rodeó los hombros con un brazo para tranquilizarla y la condujo a su apartamento.
– Muy bien -dijo después de sentarla en el sofá -. Cuéntame qué pasó.
– Mataron a Tom -sollozó Laurie. Cuando se había recuperado del susto había llorado por su mascota, aunque no había vuelto a hacerlo hasta oír la pregunta de Jack.
– ¿Quiénes? -preguntó Jack.
Laurie se esforzó por dominarse.
– Eran dos hombres, pero yo sólo conocía a uno de ellos -explicó-. Al que me pegó y mató a Tom. Se llama Angelo y todavía tengo pesadillas con él. Tuve un horrible encontronazo con él durante mi batalla contra Cerino. Cría que seguía en prisión; no entiendo cómo o por qué ha salido. Es un tipo horrible, con la cara llena de cicatrices de quemaduras, y estoy segura de que me culpa a mi.
– ¿Entonces su visita fue una venganza? -preguntó Jack.
– No. Vinieron a amenazarme. En sus propias palabras, debo olvidarme del caso Franconi.
– No puedo creerlo. Soy yo quien investiga el caso, no tú.
– Me lo advertiste. Es evidente que con mis pesquisas sobre la desaparición del cuerpo de Franconi he conseguido irritar a los culpables -dijo Laurie-. Supongo que este incidente estará relacionado con mi visita a la funeraria Spoletto
– No me jacto de haber previsto esto -masculló Jack-. La verdad es que creí que tendrías problemas con Bingham, no con la mafia.
– Disfrazaron la amenaza, presentándola como un intercambio de favores -prosiguió Laurie-. Su favor era decirme quién mató a Franconi. De hecho, me apuntaron el nombre.
– Cogió el papel de la mesa de centro y se lo pasó a Jack.
– Vido Delbario leyó Jack. Luego volvió a mirar la cara herida de Laurie. Tenia la nariz y el labio hinchados y uno de sus ojos comenzaba a ponerse morado-. Este caso fue un rompecabezas desde el principio, pero ahora se nos escapa de las manos. Será mejor que me lo cuentes todo.
Laurie contó con detalle todo lo que había pasado desde que había entrado por la puerta hasta que había telefoneado a Jack. Incluso le explicó por qué no había llamado a la policía.
El asintió.
– Lo entiendo -dijo-. Ya no podian hacer gran cosa.
– ¿Qué voy a hacer? -preguntó Laurie, aunque no esperaba una respuesta.
– Déjame examinar la puerta de incendios.
Laurie lo condujo a la cocina y la despensa.
– ¡Guau! -exclamó él. Puesto que había múltiples cerrojos, al intentar abrir la puerta habían partido el marco-. No te quedarás aquí esta noche.
– Supongo que podría ir a casa de mis padres.
– Vendrás a mi casa. Yo dormiré en el sofá.
Laurie lo miró a los ojos y no pudo menos de preguntarse si la súbita invitación reflejaba algo más que un simple interés por su seguridad.
– Coge tus cosas le ordenó Jack-. Y piensa que estarás fuera unos cuantos días. Habrá que cambiar la puerta.
– Detesto tocar este tema, pero tengo que hacer algo con el pobre Tom.
Jack se rascó la nuca.
– ¿Tienes una pala?
– Sólo una pequeña de jardinería ¿Por qué ¿Qué estás pensando?
– Podemos enterrarlo en el jardín -propuso Jack.
– En el fondo eres un sentimental, ¿no?
– Sé lo que es perder a un ser querido -respondió él con voz ahogada. Por un doloroso instante, recordó el momento en que lo habían telefoneado para informarle que su esposa y su hija habían muerto en un accidente de avión.
Mientras Laurie empacaba algunas cosas, Jack se paseaba de un extremo al otro de la habitación, tratando de aclarar su mente.
– Tendremos que hablar con Lou -dijo- y darle el nombre de Vido Delbario.
– Estaba pensando lo mismo -contestó Laurie desde el vestidor-. ¿Crees que deberíamos llamarlo esta misma noche?
– Si, así tendrá tiempo para hacer planes. Lo llamaremos desde mi casa. ¿Tienes su número particular?
– Si.
– ¿Sabes? Este incidente es inquietante no sólo por la cuestión de la seguridad -dijo él-. Reafirma mis sospechas de que la mafia está involucrada en los trasplantes ilegales. Puede que hayan montado una especie de mercado negro de órganos.
Laurie salió del vestidor con un bolso.
– Pero ¿cómo es posible que se realizara un trasplante si Franconi no tomaba inmunosupresores? Y no olvides los extraños resultados de los análisis de ADN.
Jack suspiró.
– Tienes razón -admitió-. No tiene sentido.
– Puede que Lou le encuentre alguno.
– Eso si estaría bien. Entretanto, este episodio hace que la idea del viaje a Africa se me antoje aún más atractiva.
Laurie se detuvo en seco camino del cuarto de baño.
– ¿De qué hablas? -preguntó.
– No he tenido ninguna experiencia personal con el crimen organizado -repuso Jack-, pero si con las bandas callejeras, y aprendí la similitud de la peor manera posible. Cuando alguno de estos grupos se propone matarte, la policía no puede protegerte a menos que se comprometa a vigilarte las veinticuatro horas del día. El problema es que no tienen suficiente personal. Así que seria conveniente que los dos nos marcháramos de la ciudad durante un tiempo. Puede que mientras tanto Lou consiga resolver este embrollo.
– ¿Quieres decir que yo iría contigo? -De repente, la idea de ir a Africa había adquirido un cariz diferente. Nunca había estado allí, y podría resultar interesante. Incluso divertido.
– Será como unas vacaciones forzadas -dijo él. Claro que Guinea Ecuatorial no es un destino selecto, pero será… bueno, diferente. Y puede que descubramos qué hace GenSys allí y por qué viajó Franconi.
– Mmm. La idea comienza a gustarme.
Cuando Laurie terminó de preparar sus cosas, ambos llevaron la caja de poliestireno con los restos de Tom al jardín trasero. El descubrimiento casual de un pico oxidado les facilitó la tarea; cavaron un foso al fondo del jardín, donde la tierra estaba más blanda, y depositaron a Tom en el interior.
– ¡Caray! -protestó Jack mientras sacaba el bolso de Laurie por la puerta principal del edificio-. ¿Qué has metido aquí?
– Me dijiste que empacara para varios días -respondió Laurie a la defensiva.
– Pero no era necesario que trajeras tu colección de bolos.
– Son los cosméticos. No los tengo en tamaño de viaje.
Cogieron un taxi en la Primera Avenida y, de camino a casa de Jack, se detuvieron en una librería de la Quinta Avenida. Mientras Jack esperaba en el taxi, Laurie corrió al interior a comprar una guía de Guinea Ecuatorial. Por desgracia no había ninguna y tuvo que contentarse con una de Africa Central.
– El dependiente se rió de mí cuando le pedí una guía de Guinea Ecuatorial -dijo Laurie.
– Otra prueba de que no es un destino de primera.
Ella rió y le dio un pequeño apretón en el brazo.
– No te he dado las gracias por venir -dijo-. Ha sido todo un detalle por tu parte y ya me siento mucho mejor.
– Me alegro.
Una vez en el edificio de Jack, éste se las vio y se las deseó para subir el bolso de Laurie por las escaleras llenas de trastos. Tras una serie de exagerados gemidos y gruñidos, Laurie le preguntó si quería que lo hiciera ella. Jack le respondió que su castigo por cargar tanto el bolso consistia en oírlo protestar.
Cuando por fin llegó junto a la puerta de su apartamento, buscó la llave, la metió en la cerradura y giró.
– Mmm -dijo-. No recuerdo haber cerrado con dos vueltas.
Giró la llave otra vez y empujó la puerta. Como estaba oscuro, tomó la delantera para encender la luz. Laurie lo siguió y chocó con él cuando se detuvo en seco.
– Adelante, encienda la luz -dijo una voz.
Jack obedeció. Las siluetas que había vislumbrado segundos antes pertenecían a un par de hombres vestidos con abrigos largos y oscuros. Estaban sentados en el sofá, mirando hacia la puerta.
– ¡Dios mío -exclamó Laurie-. ¡Son ellos!
Franco y Angelo se habían puesto cómodos, igual que en casa de Laurie. También habían cogido un par de cervezas.
Las botellas a medio beber estaban sobre la mesita auxiliar, junto a la pistola con silenciador. Habían colocado una silla en el centro de la estancia, frente al sofá.
– Supongo que usted será el doctor Jack Stapleton -dijo Franco.
Jack asintió mientras comenzaba a pensar desesperadamente en la forma de salir del apuro. Sabía que la puerta seguía entreabierta a su espalda. Se maldijo por no haber sospechado nada al encontrar dos vueltas de llave. Había salido de su casa con tanta prisa que no recordaba cómo había cerrado.
– No haga ninguna tontería-advirtió Franco, como si leyera sus pensamientos-. No nos quedaremos mucho rato. Si hubiéramos sabido que la doctora Montgomery iba a venir aquí, nos habríamos ahorrado el viaje hasta su casa, por no mencionar la molestia de tener que repetir el mensaje.
– ¿Por qué necesitan recurrir a las amenazas? ¿Qué temen que descubramos? -preguntó Jack.
Franco sonrió y miró a Angelo.
– ¿Has oído a este tipo? Cree que nos hemos tomado tantas molestias para entrar aquí sólo para responder a sus preguntas.
– Es una falta de respeto -dijo Angelo.
– ¿Qué tal si coge otra silla para la señorita, doctor? -dijo Franco a Jack-. Así charlaremos un momento y nos largaremos.
Jack no se movió. Pensaba en la pistola que había sobre la mesita auxiliar y en la posibilidad de que alguno de los dos matones todavía estuviera armado. Mientras hacía acopio de valor, reparó en que los dos hombres estaban más bien delgados. No parecían en plena forma
– Perdone, doctor -dijo Franco-. ¿No me ha oído?
Antes de que Jack pudiera responder, oyó una conmoción a su espalda y alguien lo empujó hacia un lado. Otra persona gritó:
– ¡Que nadie se mueva!
Tras un instante de confusión, Jack vio que tres afroamericanos armados con ametralladoras habían irrumpido en su apartamento. Las armas apuntaban con firmeza a Franco y Angelo. Los recién llegados vestían ropas de deporte y Jack los reconoció en el acto. Eran Flash, David y Spit, sudorosos a causa del reciente partido de baloncesto.
Habían pillado a Franco y Angelo por sorpresa, y los dos matones permanecieron paralizados en su sitio, con los ojos abiertos como platos. Acostumbrados a estar del otro lado de las armas, sabían que no debían moverse.
Por unos instantes reinó un silencio absoluto. Luego entró Warren, pavoneándose:
– Eh, doctor, guardarte las espaldas se ha convertido en un trabajo a tiempo completo, ¿sabes lo que quiero decir?
Y debo reñirte por ensuciar el barrio con esta basura blanca.
Warren cogió la ametralladora de Spit y le ordenó a éste que desarmara a los visitantes. Sin decir una palabra, Spit le quitó la automática a Angelo. Después de cachear a Franco, recogió el arma que estaba en la mesita auxiliar.
Jack soltó ruidosamente el aire contenido.
– Warren, amigo, no sé cómo has hecho para llegar en un momento tan oportuno, pero se agradece.
– Alguien vio a estas ratas de alcantarilla vigilando tu casa -explicó Warren-. Al parecer, piensan que son invisibles a pesar de su ropa cara y su brillante Cadillac negro. Es para escogonarse.
Jack se frotó las manos, agradecido por el súbito cambio de fuerzas. Les preguntó sus nombres a Angelo y a Franco, pero sólo recibió miradas furiosas a modo de respuesta.
– Ese es Angelo Facciolo -dijo Laurie señalando a su enemigo.
– Spit, quítales los billeteros -ordenó Warren.
Spit obedeció y leyó los nombres y direcciones en voz alta.
– ¡Vaya! ¿Qué es esto? -dijo mientras abría la funda de piel que contenía la chapa de la policía de Ozone Park. La levantó para que Warren la viera.
– No son polis -dijo Warren con un gesto desdeñoso-. No te preocupes.
– Laurie -dijo Jack-, creo que es hora de llamar a Lou. Seguro que estará encantado de hablar con estos caballeros
Y dile que traiga el furgón, ante la duda de que tenga que invitarlos a pasar la noche a expensas del erario público
Laurie se dirigió a la cocina y Jack se acercó a Angelo.
– De pie -ordenó.
Angelo se levantó y miró con insolencia a Jack. Para sor presa de todos, sobre todo de Angelo, Jack le dio un puñetazo en la cara con todas sus fuerzas. Se oyó un crujido, Angelo rebotó sobre el sofá y cayó al suelo.
Jack gimió, maldijo y se cogió la mano. Luego la sacudió.
– ¡Joder! -exclamó-. Nunca le había pegado así a nadie.
– Ya está bien le advirtió Warren-. No quiero golpear a estas boñigas. No es mi estilo.
– He terminado -repuso Jack sin dejar de sacudir la mano-. Verás, esa boñiga golpeó a Laurie esta tarde después de entrar en su apartamento. Supongo que ya habrás visto el estado en que le dejó la cara.
Angelo se sentó en el suelo. Tenia la nariz torcida hacia la derecha. Jack le ordenó que se levantara y se sentara en el sofá. Angelo obedeció, moviéndose lentamente, con una mano debajo de la nariz para atajar la sangre.
– Ahora, antes de que llegue la policía -dijo Jack a los dos hombres- voy a volver a preguntaros qué es lo que teméis que descubramos Laurie y yo. ¿Qué hay detrás del asunto Franconi?
Angelo y Franco miraron a Jack con expresión ausente, como si no estuviera allí. Jack insistió y les preguntó qué sabían del hígado de Franconi, pero los hombres permanecieron mudos.
Laurie volvió de la cocina.
– Lou viene hacia aquí -dijo-. Y debo añadir que está muy entusiasmado, sobre todo por el soplo sobre Vido Delbario.
Una hora más tarde, Jack estaba cómodamente sentado en el apartamento de Esteban Ndeme, junto a Laurie y Warren.
– Gracias, tomaré otra cerveza -dijo Jack en respuesta a la invitación de Esteban. Estaba algo achispado por la primera cerveza y eufórico por el afortunado curso de los acontecimientos después de un comienzo tan aciago.
Aún no habían transcurrido veinte minutos desde la llamada de Laurie, cuando Lou llegó al apartamento de Jack acompañado de varios agentes. Estaba encantado con la posibilidad de empapelar a Angelo y a Franco por allanamiento de morada, posesión de armas sin autorización, asalto y agresión, extorsión y suplantación de identidad. Tenía la esperanza de poder retenerlos el tiempo suficiente para sacarles información sobre el crimen organizado en Nueva York, en particular sobre la familia Lucia.
Lou estaba preocupado por las amenazas a Laurie y Jack, así que cuando este último mencionó que estaban pensando en marcharse de la ciudad, apoyó la idea con entusiasmo.
Hasta entonces, les asignaría una pareja de guardias. Para simplificarle la tarea, Laurie y Jack acordaron permanecer juntos.
Luego Jack había convencido a Warren de que los llevara al supermercado y les presentara a Esteban Ndeme. Como había dicho Warren, Esteban era un hombre cordial y educado. Debía de tener una edad aproximada a los cuarenta y dos de Jack, pero su figura era completamente distinta.
Mientras Jack era corpulento, Esteban era esbelto. Hasta sus rasgos faciales parecían delicados. Su piel era de un intenso color marrón, varios tonos más oscura que la de Warren.
Pero su rasgo físico más singular era su frente prominente.
Tenía la mitad delantera de la cabeza calva, de modo que la línea del cuero cabelludo se extendía de oreja a oreja.
En cuanto supo que Jack pensaba viajar a Guinea Ecuatorial, invitó a Jack, Laurie y Warren a su apartamento.
Teodora Ndeme resultó tan agradable como su marido. Cuando llevaban unos minutos en el apartamento, insistió en que todos se quedaran a cenar.
Aspirando los apetitosos aromas procedentes de la cocina, Jack se reclinó cómodamente en su asiento con su segunda cerveza.
– ¿Por qué vinieron Teodora y usted a Nueva York? -preguntó Jack.
– Tuvimos que huir de nuestro país -respondió Esteban y describió el régimen de terror del cruel dictador Macías, que había forzado a la tercera parte de la población, incluidos los descendientes de españoles, a abandonar su patria-. Asesinaron a cincuenta mil personas -añadió-. Fue horrible.
Nosotros tuvimos la suerte de poder escapar. Yo era maestro de escuela, educado en España, y en consecuencia sospechoso.
– Espero que las cosas hayan cambiado -dijo Jack.
– Sí -respondió Esteban-. El golpe de Estado de 1979 ha cambiado mucho la situación. Pero es un país pobre, aunque se dice que hay petróleo mar adentro. Sin embargo, lo descubrieron en Gabón, que ahora es el país más rico de la zona.
– ¿Ha regresado alguna vez? -preguntó Jack.
– Sí, varias veces, aunque ya hace unos años de la última visita. Teodora y yo tenemos parientes allí. El hermano de Teodora tiene un pequeño hotel en la zona continental, en una ciudad llamada Bata.
– He oído hablar de Bata -dijo Jack-. Por lo que sé, tiene un aeropuerto.
– El único en la parte continental. Fue construido en los años ochenta, para el Congreso de Africa Central. El país no podía permitírselo, naturalmente, pero eso es otra historia.
– ¿Ha oído hablar de una compañía llamada GenSys?
– Desde luego. Es la principal fuente de divisas del país, sobre todo ahora que los precios del cacao y del café han caído en picado.
– He oído algo al respecto -comentó Jack-. También he oído que GenSys tiene una granja de primates. ¿Sabe si está en Bata?
– No, está en el sur -respondió Esteban-. La construyeron en la selva, cerca de una antigua ciudad española abandonada, llamada Cogo. Restauraron la ciudad para alojar a sus empleados de Estados Unidos y Europa y construyeron una aldea para los nativos que trabajan para ellos. Han contratado a muchos ecuatoguineanos.
– ¿Sabe si GenSys también ha construido un hospital? -preguntó Jack.
– Sí. Tienen un hospital y un laboratorio frente a la vieja plaza y el ayuntamiento.
– ¿Cómo es que está tan informado? -quiso saber ack.
– Porque tengo un primo que trabajaba para ellos. Sin embargo, se marchó cuando los soldados ejecutaron a un amigo suyo por cazar ilegalmente. A muchos les gusta GenSys por que pagan bien, pero a otros no les gusta porque tienen demasiada influencia en el gobierno.
– A causa del dinero -apostilló Jack.
– Desde luego -dijo Esteban-. Les pasan dinero a los ministros e incluso mantienen a una parte del ejército.
– Muy conveniente -observó Laurie.
– Si fuéramos a Bata, ¿podríamos visitar Cogo? -preguntó Jack.
– Supongo que sí -respondió Esteban-. Cuando los españoles se marcharon, hace veinticinco años, la carretera a Cogo quedó abandonada y pronto se volvió intransitable.
– Pero GenSys la ha reparado para facilitar el tránsito de sus camiones. Sin embargo, tendrían que alquilar un coche.
– ¿Y eso es posible?
– En Guinea Ecuatorial todo es posible si uno tiene dinero ¿Cuándo piensan ir? Porque es mejor viajar en la estación seca.
– ¿Y cuándo es eso? -preguntó Jack.
– En febrero y marzo.
– Muy oportuno -dijo Jack-, porque Laurie y yo pensamos viajar mañana por la noche.
– ¿Qué? -Warren habló por primera vez desde su llegada al apartamento de Esteban. No estaba informado de la conversación entre Jack y Lou-. Pensé que vosotros, Natalie y yo íbamos a salir este fin de semana. Ya se lo he dicho a Natalie.
– Maldita sea -dijo Jack-, había olvidado ese compromiso.
– Eh, tío, mejor que os quedéis aquí hasta el sábado por la noche, de lo contrario, me meteréis en un lío. Ya te he dicho que Natalie no para de darme la paliza con que quiere veros
Movido por la euforia, Jack hizo otra sugerencia:
– Tengo una idea mejor. ¿Por qué Natalie y tú no viajan con Laurie y conmigo a Guinea Ecuatorial? Invitamos nosotros.
Laurie parpadeó. No estaba segura de haber oído bien.
– ¿Qué dices, tío? Has perdido la chaveta. Eso está en Africa, ¿sabes?
– Sí, Africa -repitió Jack-. Y puesto que Laurie y yo estamos obligados a ir, ¿por qué no aprovechar la ocasión para divertirnos el máximo posible? A propósito, Esteban, ¿por qué no vienen también usted y su mujer?
– ¿Habla en serio? -preguntó Esteban con una expresión tan incrédula como la de Laurie.
– Claro que sí. La mejor manera de visitar un país es con un nativo. No es ningún secreto. Pero, dígame, ¿necesitamos visado?
– Sí, pero el consulado de Guinea Ecuatorial está aquí en Nueva York -dijo Esteban-. Cualquiera puede conseguir un visado con dos fotografías, veinticinco dólares y un papel del banco que certifique que no es pobre.
– ¿Y cómo se llega a Guinea Ecuatorial? -preguntó Jack.
– Para ir a Bata, la mejor manera es hacerlo vía París. Desde París hay un vuelo diario hasta Douala, Camerún, y desde allí hay otro vuelo diario a Bata. Podrían ir por Madrid, pero de allí salen sólo dos vuelos semanales a Malabo, que está en Bioko.
– Parece que gana París -dijo Jack con alegría.
– ¡Teodora! llamó Esteban a su esposa-. Será mejor que vengas.
– Estás como una regadera -dijo Warren a Jack-. Lo supe desde el primer día que apareciste en el campo de baloncesto. Pero, ¿sabes?, tu locura empieza a gustarme.