Marzo de 1997, 6.15 horas.
Cogo, Guinea Ecuatorial
El despertador de Kevin sonó a las cinco y media. Fuera, aún estaba oscuro. Kevin salió del mosquitero y encendió la luz para buscar la bata y las zapatillas. Un sabor pastoso en la boca y un leve dolor de cabeza le recordaron que la noche anterior había bebido demasiado. Con mano temblorosa, cogió el vaso de agua que estaba sobre la mesilla de noche y bebió un largo trago. Ligeramente recuperado, caminó con piernas tambaleantes hasta las habitaciones de sus invitadas y llamó a cada una de las puertas.
La noche anterior, los tres habían decidido que era mejor que las mujeres se quedaran a dormir. Kevin tenía habitaciones de sobra, y todos coincidieron en que el hecho de estar juntos simplificaría la partida por la mañana y que quizá así llamarían menos la atención. En consecuencia, a eso de las once de la noche, en medio de las risas y la algarabía general, Kevin había acompañado a las chicas a sus respectivas casas para que se cambiaran de ropa y recogieran sus cosas y la comida que habían comprado en la cantina.
Mientras las mujeres se preparaban, Kevin había hecho una escapada al laboratorio para coger el localizador, el radiorreceptor direccional, una linterna y el mapa topográfico de la isla.
Kevin tuvo que golpear dos veces en cada puerta, la primera con suavidad, y al no obtener respuesta, con más fuerza.
Intuía que las mujeres tenían resaca, sobre todo porque tardaron mucho más de lo previsto en bajar a la cocina. Las dos se sirvieron café y bebieron la primera taza sin decir palabra.
Después del desayuno, los tres se recuperaron notablemente. De hecho, cuando salieron de la casa de Kevin, estaban eufóricos, como si se marcharan de vacaciones. El tiempo era tan bueno como podía esperarse en aquel confín del mundo. Despuntaba el alba, y el cielo de color rosa y plata estaba bastante despejado. Al sur había una ristra de nubes abultadas. Al oeste, sobre el horizonte, se divisaban amenazadoras nubes púrpura de tormenta, pero estaban sobre el océano y seguramente permanecerían allí durante el resto del día.
El pueblo parecía abandonado. No había transeúntes ni vehículos, y los postigos de las casas estaban cerrados. Sólo vieron a un nativo fregando el suelo del Chickee Hut Bar
Caminaron hasta el imponente muelle construido por GenSys, que tenía seis metros de ancho por un metro ochenta de altura. Los rústicos maderos estaban húmedos por el aire de la noche. Al final del muelle, una rampa de madera conducía a un dique flotante. El dique parecía milagrosamente suspendido en el aire, pues la superficie tranquila del agua estaba oculta por una nube de niebla que se extendía hasta donde alcanzaba la vista.
Tal como habían prometido las mujeres, había una piragua motorizada de nueve metros de eslora, flotando plácidamente al final del dique. En un tiempo había estado pintada de rojo en el exterior y de blanco en el interior, pero ahora la mayor parte de la pintura estaba descolorida o desconchada.
Las tres cuartas partes de la embarcación estaban cubiertas por un techo de paja sostenido sobre postes de madera, y debajo del techo había bancos. El motor era un antiguo Evenrude fuera de borda. Amarrada a la popa, había una pequeña canoa con cuatro bancos estrechos que se extendían de borda a borda.
– ¿No está mal, eh? -dijo Melanie mientras tiraba del cable de amarre para acercar la piragua al dique.
– Es más grande de lo que esperaba -observó Kevin Siempre que el motor funcione, no habrá problemas. No quisiera tener que remar.
– En el peor de los casos, volveremos flotando con la corriente -dijo Melanie, impasible-. Al fin y al cabo, vamos río arriba
Subieron los bártulos y la comida a bordo. Mientras Melanie permanecía en el muelle, Kevin se dirigió a la popa para examinar el motor, cuyos mandos tenían instrucciones en inglés. Puso la palanca en posición Start y tiró de la cuerda.
Para su sorpresa, el motor se puso en marcha. Le hizo una seña a Melanie para que saltara a bordo, cambió la palanca a la posición Forward y zarparon.
Mientras se alejaban del muelle, todos miraron hacia Cogo para comprobar si alguien los había visto salir. La única persona a la vista era el hombre que limpiaba el bar, que ni siquiera se molestó en volverse a mirarlos.
Como habían planeado, pusieron rumbo al oeste, como si se dirigieran a Acalayong. Kevin pulsó el estrangulador y le alegró ver que la barca adquiría velocidad. Aunque era una embarcación grande y pesada, tenía poco calado. Kevin miró el bote que llevaban a remolque; flotaba suavemente sobre el agua.
El ruido del motor les impedía mantener una conversación, así que se contentaron con disfrutar del paisaje. El sol aún no había salido, pero comenzaba a clarear y, al este, los cúmulos de nubes sobre Gabón ya estaban ribeteados de oro. A su derecha, la costa de Guinea Ecuatorial parecía una sólida masa de vegetación que caía a plomo en el río. Otras piraguas salpicaban el estuario, moviéndose como fantasmas sobre la bruma que todavía cubría la superficie del agua.
Cuando se alejaron lo suficiente de Cogo, Melanie dio una palmada en el hombro a Kevin e hizo un movimiento circular con la mano. Kevin asintió y comenzó a girar la embarcación rumbo al sur.
Diez minutos después, Kevin inició un lento giro hacia el oeste. Estaban como mínimo a un kilómetro y medio de la costa, así que al pasar frente a Cogo era prácticamente imposible distinguir los edificios.
Finalmente salió el sol: una enorme bola de oro rojizo. Al principio, la bruma ecuatorial era tan densa que podían mirarlo directamente, sin necesidad de cubrirse los ojos. Pero el calor del sol comenzó a evaporar la niebla, que, a su vez intensificó rápidamente el resplandor. Melanie fue la primera en ponerse las gafas de sol, pero Candace y Kevin la imitaron de inmediato. Unos minutos después, todos empezaron a despojarse de algunas de las prendas que se habían puesto para protegerse del fresco de la madrugada.
A la izquierda apareció la fila de islas que bordeaban la costa ecuatoguineana. Kevin había girado hacia el norte para completar el amplio círculo alrededor de Cogo. Ahora movió el timón para dirigir la proa hacia la isla Francesca, que comenzaba a vislumbrarse a lo lejos.
Cuando los rayos solares terminaron de evaporar la niebla, una agradable brisa agitó el agua, y las olas enturbiaron la superficie, hasta entonces cristalina. Con el viento de frente, la piragua empezó a sacudirse, chocando contra las crestas y salpicando de tanto en tanto a los pasajeros.
La isla Francesca parecía diferente a las islas circundantes, diferencia que se hacía más notable a medida que se aproximaban. Además de ser considerablemente más grande, el macizo de piedra caliza le daba un aspecto mucho más recio.
Jirones de niebla pendían como nubes de los picos.
Una hora y cuarto después de la salida del muelle de Cogo, Kevin redujo la velocidad. A treinta metros de distancia se alzaba la densa costa del extremo sudoeste de la isla Francesca.
– Desde aquí tiene un aspecto amenazante -gritó Melanie por encima del ruido del motor.
Kevin hizo un gesto de asentimiento. La isla no era un lugar atractivo; no tenía playa y la costa parecía cubierta de densos mangles.
– ¡Tenemos que encontrar la desembocadura del río Deviso! -gritó Kevin.
Después de acercarse a una distancia prudencial de los mangles, giró el timón a estribor y comenzó a bordear la costa occidental. A sotavento, las olas desaparecieron. Kevin se puso en pie con la esperanza de detectar posibles obstáculos bajo la superficie, pero no pudo. El agua era de un impenetrable color de barro.
– ¿Qué te parece esa zona de juncos? -gritó Candace desde la proa, señalando un pantano que acababa de aparecer a la vista.
Kevin hizo un gesto de asentimiento, redujo aún más la velocidad y dirigió la embarcación hacia las cañas de casi dos metros de altura.
– ¿Ves algún obstáculo bajo el agua? Gritó a Candace.
La j oven negó con la cabeza y respondió:
– El agua está demasiado turbia.
Kevin volvió a girar la embarcación, de modo que una vez más avanzaron en línea con la costa. Los juncos eran densos, y ahora el pantano se extendía unos cien metros hacia el interior.
– Esta debe de ser la desembocadura del río -dijo Kevin-.
Espero que haya un canal; de lo contrario, estamos perdidos.
No podremos pasar entre esos juncos con la piragua.
Diez minutos más tarde, sin que hubieran encontrado una brecha entre los juncos, Kevin dio la vuelta con cuidado de no enredar el cable de remolque de la pequeña piragua.
– No quiero seguir en esta dirección -dijo-. El pantano se está estrechando y no hay señales de un canal. Además, tengo miedo de acercarme demasiado a la zona de estacionamiento y al puente.
– Está bien -convino Melanie-. ¿Por qué no vamos al otro lado de la isla, donde está la embocadura del río Deviso?
– Esa era mi idea -repuso Kevin.
Melanie levantó una mano. -¿Qué haces?
– Choca esos cinco, tonto -dijo ella.
Kevin le dio una palmada en la mano y rió.
Regresaron por el mismo camino y rodearon la isla en dirección al este. Kevin redujo ligeramente la velocidad. El viaje le había permitido observar la cara sur del espinazo montañoso de la isla. Desde aquel ángulo, no se veía piedra caliza. La isla parecía cubierta de selva virgen.
– Sólo veo pájaros -gritó Melanie por encima del ruido del motor.
Kevin asintió. El también había visto muchos íbises y al caudones.
El sol ya estaba bastante alto, y el techo de paja les resultó útil. Los tres se apretaron en la popa para aprovechar la sombra. Candace se puso un bronceador que Kevin había encontrado en su botiquín.
– ¿Crees que los bonobos de la isla serán tan asustadizos como los demás? -gritó Melanie.
Kevin se encogió de hombros.
– Ojalá lo supiera-respondió a gritos-. Si es así, será difícil ver alguno y nuestro esfuerzo habrá sido en vano.
– Pero éstos tuvieron contacto con seres humanos mientras estaban en el Centro de Animales -gritó Melanie-. Creo que si no nos aproximamos demasiado, tendremos ocasión de observarlos.
– ¿Los bonobos son tímidos en su hábitat natural? -preguntó Candace a Melanie.
– Mucho. Igual o más que los chimpancés. Es casi imposible ver a un chimpancé en su medio natural. Son extraordinariamente asustadizos, y su sentido del oído y del olfato está mucho más desarrollado que el nuestro, de modo que la gente no puede acercarse.
– ¿Todavía queda alguna zona en estado salvaje en Africa? -preguntó Candace.
– ¡Claro que sí! -respondió Melanie-. Desde la costa de Guinea Ecuatorial, y subiendo hacia el noroeste, hay enormes extensiones de bosques tropicales sin explorar. Y estamos hablando de un territorio de mil quinientos kilómetros cuadrados.
– ¿Cuánto tiempo seguirá así? -quiso saber Candace.
– Esa es otra historia -dijo Melanie.
– ¿Por qué no me pasas una bebida fresca? -pidió Kevin.
– Marchando -dijo ella y abrió la nevera de playa.
Veinte minutos después, Kevin redujo la velocidad y viró hacia el norte, alrededor del extremo oriental de la isla Francesca. El sol había subido aún más y el calor apretaba. Candace puso la nevera a babor para mantenerla a la sombra.
– Nos acercamos a otro pantano -dijo Candace.
– Ya lo veo -repuso él.
Una vez más, Kevin dirigió la embarcación hacia la costa.
El pantano tenía unas dimensiones similares al de la costa occidental y, nuevamente, la jungla se cerraba sobre él a unos cien metros de distancia.
Cuando estaba a punto de anunciar una nueva derrota, vio una abertura en el hasta entonces impenetrable muro de juncos. Viró en dirección a la abertura y redujo la velocidad.
Unos diez metros más allá, puso el motor en punto muerto y finalmente lo apagó.
El ruido del motor se ahogó y se detuvieron con una sacudida.
– ¡Jo! Me zumban los oídos -protestó Melanie.
– ¿Crees que es un canal? -preguntó Kevin a Candace, que había vuelto a la proa.
– No estoy segura.
Kevin levantó la parte posterior del motor y la inclinó hacia la borda. No quería que las hélices se enredaran con la vegetación subacuática.
La piragua se internó entre los juncos, pasó a duras penas entre los tallos y se detuvo. Kevin levantó el cable de remolque para evitar que la piragua chocara contra la popa.
– Parece muy sinuoso -dijo Candace. Sujetándose al techo de paja, se había subido a la borda para mirar por encima de los juncos.
Kevin arrancó una caña y la partió en trozos pequeños, que luego arrojó al agua. Los trozos se movieron lenta pero inexorablemente hacia delante.
– Parece que hay corriente -dijo-. Es buena señal. Hagamos la prueba con la piragua.
Tiró de la pequeña embarcación hasta ponerla paralela a la piragua.
Con cierto esfuerzo debido a la inestabilidad de la canoa, consiguieron subir a bordo de la pequeña embarcación con los bultos y la comida. Kevin se sentó en la popa y Candace en la proa. Melanie tomó asiento en el medio, pera no en el banco, sino directamente sobre el fondo. Las piraguas la ponían nerviosa y prefería estar sobre una superficie segura.
Mediante una combinación de esfuerzos -remar, tirar de las cañas y empujar la canoa- consiguieron adelantar a la piragua. Una vez en el interior de lo que esperaban que fueraun canal, avanzaron con mayor facilidad.
Con Kevin a los remos en la popa y Candace en la proa, consiguieron moverse a paso de hombre. El estrecho canal de apenas dos metros de ancho, serpenteaba en apretadas curvas. Aunque sólo eran las ocho de la mañana, el sol calentaba con la intensidad propia del ecuador. Los juncos bloqueaban el paso del viento, elevando aún más la temperatura.
– No hay muchos caminos en la isla -observó Melanie, que había desplegado el mapa y lo estaba estudiando.
– El camino principal sale de la zona de estacionamiento, donde el puente cruza hacia el lago de los hipopótamos -dijo Kevin.
– Hay algunos más -comentó Melanie-. Todos empiezan en el lago de los hipopótamos. Supongo que los han abierto para facilitar la recogida.
– Seguramente-convino Kevin.
Miró el agua turbia y vio que los tallos de las plantas subacuáticas se extendían en la dirección hacia donde avanzaban, lo que indicaba que iban con la corriente. Se sintió más animado.
– ¿Por qué no pruebas el localizador? -propuso-. Comprueba si el bonobo número sesenta se ha movido.
Melanie introdujo la información con el pequeño teclado.
– No lo parece -dijo. Redujo la escala para equipararla a la del mapa topográfico y localizó el punto rojo. Sigue en el mismo punto del pantano -informó.
– Al menos podremos desvelar ese misterio -señaló Kevin-, aunque no veamos a ningún otro ejemplar.
Se aproximaban a un muro de jungla de treinta metros de altura. Cuando giraron por la última curva del pantano, vieron que el canal desaparecía en la enmarañada vegetación.
– Dentro de un momento estaremos a la sombra -observó Candace-. Estará mucho más fresco.
– No cuentes con ello -repuso Kevin.
Empujando las ramas hacia un lado, se deslizaron silenciosamente en la perpetua oscuridad del bosque. A diferencia de lo que esperaba Candace, fue como entrar en un sofocante y opresivo invernadero. La vegetación rezumaba humedad y no corría ni un soplo de aire fresco. Aunque la densa bóveda de árboles, enredaderas y lianas impedía el paso de los rayos del sol, también mantenía el calor como una pesada manta de lana. Algunas de las hojas medían treinta centímetros de diámetro. La oscuridad del túnel de vegetación los tomó por sorpresa a los tres, hasta que sus ojos se acostumbraron a la penumbra. Poco a poco, comenzaron a percibir detalles del paisaje, hasta que les pareció estar en el crepúsculo, poco antes del anochecer.
Desde el momento en que las primeras ramas se cerraron tras ellos, los atacaron enjambres de insectos: mosquitos, tábanos, moscas y abejorros. Melanie buscó desesperadamente el repelente de insectos. Después de aplicárselo, se lo pasó a los demás.
– Huele como una maldita cloaca -dijo Candace desde la popa-. Y acabo de ver una serpiente. Detesto las serpientes.
– Mientras permanezcamos en la canoa, estaremos a salvo -dijo Kevin.
– Entonces tengamos cuidado de no volcar -terció Melanie.
– ¡No te atrevas a mencionar siquiera esa posibilidad! -gimió Candace-. Tenéis que recordar que yo acabo de llegar.
Vosotros lleváis años aquí.
– Sólo tenemos que preocuparnos por los cocodrilos y los hipopótamos -dijo Kevin-. Cuando veas uno, dímelo.
– ¡Genial! -repuso Melanie con nerviosismo-. ¿Y qué haremos entonces?
– No quería preocuparte -dijo él-. No creo que nos topemos con ninguno hasta que lleguemos al lago.
– ¿Y entonces qué? -preguntó Candace-. Creo que debí informarme de los peligros del viaje antes de salir.
– No nos molestarán -aseguró Kevin-. Al menos, eso me han dicho. Mientras estén en el agua, lo único que tenemos que hacer es permanecer a una distancia prudencial. Sólo cuando están en tierra pueden volverse imprevisiblemente agresivos y tanto los hipopótamos como los cocodrilos son más rápidos de lo que crees.
– Empiezo a asustarme -admitió Candace-. Y yo que creía que nos íbamos a divertir.
– Nadie dijo que fuera a ser un día de campo -protestó Melanie-. Hemos venido con un propósito; no a hacer turismo.
– Espero que tengamos suerte -dijo Kevin. Entendía perfectamente a Candace; él mismo no acababa de creer que lo hubieran arrastrado hasta allí.
Además de los insectos, la fauna silvestre dominante eran las aves, que salían incesantemente de entre las ramas, llenando el aire con sus melodías.
A ambos lados del canal, el bosque era un muro impenetrable. Sólo de tanto en tanto, Kevin y las dos jóvenes alcanzaban a divisar algo a más de unos pocos metros de distancia.
Hasta la costa era invisible, oculta tras una maraña de plantas y raíces acuáticas.
Mientras remaba, Kevin observó la oscura superficie del pantano, que estaba cubierta de innumerables arañas de agua. Calculó la velocidad a la que flotaban junto a los troncos y supuso que avanzaban a una marcha rápida de hombre.
A ese paso, calculó que llegarían al lago de los hipopótamos en unos diez o quince minutos.
– ¿Por qué no programas el localizador en el modo de búsqueda? -sugirió Kevin a Melanie-. Si reduces el alcance a esta zona, sabremos si hay bonobos cerca.
Melanie estaba inclinada sobre el pequeño ordenador cuando percibió una súbita conmoción a su izquierda. Un instante después, oyeron chasquidos de ramas en el bosque.
– ¡Dios mío! -exclamó Candace con una mano en el pecho-. ¿Qué demonios ha sido eso?
– Supongo que otro dsiker -respondió Kevin-. Esos pequeños antílopes están incluso en las islas.
Melanie volvió a concentrarse en el localizador y muy pronto informó a los demás de que no había bonobos en las proximidades.
– Desde luego -dijo Kevin con sarcasmo-. Habría sido demasiado sencillo.
Veinte minutos después, Candace divisó un tenue haz de luz entre las ramas, un poco más adelante.
– Debe ser el lago -aventuró Kevin.
Remaron durante unos instantes y por fin la canoa se deslizó sobre la superficie despejada del lago de los hipopótamos. Deslumbrados por la luz radiante del sol, los tres se pusieron las gafas de sol.
El lago no era grande. En realidad, parecía más bien una laguna larga, salpicada de islotes cubiertos de matorrales y atestados de blancas íbises. Densos muros de juncos bordeaban la costa y, aquí y allí, inmaculados nenúfares se alzaban sobre la superficie del agua. Cúmulos de vegetación flotante, lo bastante densos para sostener el peso de las aves más pequeñas, giraban perezosamente en círculos, empujados por la suave brisa.
A ambos lados, el límite del bosque se había alejado de la orilla, formando vastos campos cubiertos de hierba. Algunos de ellos estaban salpicados de palmeras. A la izquierda, por encima de las copas de los árboles, las peñascosas cimas del macizo de piedra caliza se divisaban claramente en la brumosa luz de la mañana.
– Es muy bonito -dijo Melanie.
– Me recuerda a las pinturas sobre la época prehistórica -comentó Kevin-. Hasta puedo imaginarme un par de brontosaurios en el fondo.
– ¡Dios mío! Ya veo los hipopótamos a la izquierda! -exclamó Candace, alarmada, señalando con el remo.
Kevin miró en la dirección indicada. En efecto, sobre la superficie del agua se veían las cabezas y las orejas de una docena de esos enormes mamíferos. Posados sobre sus coronillas, unos cuantos pájaros blancos se limpiaban las plumas.
– Tranquila -dijo-. Mira cómo se alejan lentamente de nosotros. No nos crearán ningún problema.
– Nunca he sido una gran amante de la naturaleza -musitó Candace.
– No es preciso que te justifiques -repuso Kevin, que recordaba con claridad su propia inquietud ante la fauna silvestre durante su primer año en Cogo.
– Según el mapa, debería haber un camino no muy lejos, en la costa izquierda -dijo Melanie estudiando el mapa topográfico.
– Si no recuerdo mal, hay un camino a lo largo de toda la orilla este del lago -repuso Kevin-. Comienza en el puente.
– Es verdad. Tiene que estar por aquí cerca, a la izquierda.
Kevin dirigió la canoa en esa dirección y buscó una abertura entre los juncos.
Por desgracia, no encontró ninguna.
– Creo que tendremos que abrirnos paso con el bote entre la vegetación -dijo.
– Desde luego -replicó Melanie-. Yo no pienso bajar hasta que no haya tierra firme.
Kevin indicó a Candace que dejara de remar y, con varias brazadas vigorosas, dirigió la canoa hacia el alto muro de juncos. Para sorpresa de todos, el bote se abrió paso fácilmente entre la vegetación, pese a los ruidos de raspaduras en el casco. Antes de lo que esperaban, toparon con la costa.
– Ha sido fácil -dijo. Miró a su espalda para observar el sendero que habían abierto en la vegetación, pero las cañas ya habían vuelto a su posición original.
– ¿Tengo que bajar? -preguntó Candace-. No veo el suelo. ¿Y si está lleno de bichos y serpientes?
– Abrete paso con el remo le indicó Kevin. En cuanto Candace saltó al suelo desde la popa, Kevin remó hacia la vegetación y consiguió acercar aún más la canoa a la orilla. Melanie bajó sin dificultad.
– ¿Qué hacemos con la comida? -preguntó Kevin.
– Dejémosla aquí -respondió Melanie-. Trae sólo la bolsa con el radiorreceptor direccional y la linterna. Yo ya tengo el localizador y el mapa.
Las mujeres esperaron a que Kevin saltara del bote y le indicaron que tomara la delantera. Con la bolsa de instrumentos en bandolera, Kevin echó a andar hacia el interior de la isla, apartando los juncos a su paso. El terreno era cenagoso y el barro se adhería a sus zapatos, pero unos tres metros más allá salieron a un campo de hierba.
– Esto parece un campo, pero en realidad es una ciénaga -protestó Melanie mirándose las zapatillas de tenis, que estaban empapadas y cubiertas de barro negro.
Kevin estudió el mapa para orientarse y por fin señaló a la derecha.
– El chip del bonobo número sesenta debería estar a menos de treinta metros de aquí, en dirección a esos árboles -dijo.
– Terminemos con esto de una vez -dijo Melanie. Tras observar el lamentable estado de sus flamantes zapatillas de tenis, hasta ella empezaba a cuestionarse su presencia allí. En Africa, nada resultaba sencillo.
Kevin echó a andar y las mujeres lo siguieron. Al principio, las irregularidades del terreno dificultaban la marcha. Aunque la hierba parecía uniforme, crecía en pequeños montículos rodeados de agua cenagosa.
Pero a unos quince metros de la orilla, el suelo se elevó y se volvió relativamente más seco. Unos instantes después, llegaron a un camino.
Para su sorpresa, la senda parecía trillada. Discurría paralela a la costa del lago.
– Siegfried debe de enviar más cuadrillas de obreros de los que creíamos -dijo Melanie-. Este camino se ha preservado muy bien.
– Tienes razón -convino Kevin-. Supongo que tienen que mantenerlos para facilitar la recogida de ejemplares. La selva es demasiado densa y avanza con rapidez. Es una suerte; el camino nos ayudará. Si no recuerdo mal, éste conduce al macizo de piedra caliza.
– Si vienen por aquí para mantener los caminos, es probable que Siegfried dijera la verdad -señaló Melanie-. Puede que los obreros hicieran fuego.
– Ojalá sea así -dijo Kevin.
– Huele mal -observó Candace, olfateando el aire-. En realidad, huele a podrido.
Sus amigos olfatearon el aire y asintieron.
– Mala señal -dijo Melanie.
Kevin hizo un gesto de asentimiento y se dirigió hacia los árboles. Unos minutos después, tapándose la nariz, los tres descubrieron el origen del repulsivo olor: los restos del bonobo número sesenta. Los insectos devoraban el cadáver del animal y era evidente que algunos depredadores más grandes habían participado en el festín.
Sin embargo, el estado del cadáver era menos pavoroso que la prueba de la causa de la muerte. La criatura había recibido un golpe entre los ojos con una piedra en forma de cuña que le había partido el cráneo por la mitad. La piedra seguía en su sitio. Los globos oculares, fuera de sus órbitas, miraban en direcciones opuestas.
– ¡Ay! -exclamó Melanie-. Es lo que temíamos. Esto sugiere que los bonobos no se han limitado a dividirse en dos grupos; también están matándose entre sí. Me pregunto si el número sesenta y siete también ha muerto.
Kevin dio un puntapié a la cuña de piedra, separándola de la cabeza semidescompuesta. Los tres la miraron.
– También temíamos ver esto -señaló él.
– ¿A qué te refieres? -preguntó Candace.
– Ese trozo de roca tiene una forma artificial -explicó. Con la punta del zapato, señaló uno de los bordes de la piedra, que estaba mellado-. Al parecer, están fabricando herramientas.
– Más pruebas circunstanciales -dijo Melanie.
– Vamos hacia donde dé el viento antes de que vomite -dijo Kevin-. No puedo soportar este olor.
Se había alejado tres pasos en dirección este, cuando alguien lo cogió del brazo, obligándolo a detenerse. Se volvió y vio a Melanie con el dedo índice en los labios. La chica señaló al sur.
Kevin miró hacia allí y contuvo la respiración. A unos cincuenta metros, entre las sombras de la arboleda, había un bonobo. El animal estaba completamente erguido e inmóvil, como un soldado de la guardia de honor. Parecía mirarlos con la misma atención con que ellos lo miraban a él.
Kevin se sorprendió de su tamaño, pues el animal medía más de un metro y medio. También parecía excedido de peso; a juzgar por su musculoso torso, debía de pesar entre sesenta y cinco y setenta kilos.
– Es más alto que los bonobos que han llevado al hospital para los trasplantes -observó Candace-. O al menos me lo parece. Claro qué cuando yo tuve ocasión de verlos, estaban sedados y atados a una camilla.
– Chist -dijo Melanie-. No lo asustemos. Puede que no tengamos oportunidad de ver a ningún otro.
Con lentitud, Kevin se quitó la bolsa del hombro, sacó el radiorreceptor direccional y programó el sistema de búsqueda. Con un suave zumbido, el artefacto señaló en dirección al bonobo y luego emitió un pitido continuo. Miró la pantalla de cristal líquido y dio un respingo.
– ¿Qué pasa? -murmuró Melanie al ver su cambio de expresión.
– ¡Es el número uno! -respondió Kevin también en susurros-. Mi doble.
– Vaya, estoy celosa -dijo Melanie en voz baja-. A mí también me gustaría ver al mío.
– Ojalá pudiéramos ver mejor -terció Candace-. ¿Nos arriesgamos a acercarnos?
Kevin estaba impresionado por dos razones. En primer lugar, por la coincidencia de que el primer bonobo que habían encontrado fuera su doble. En segundo lugar, porque si involuntariamente había creado una raza de protohumanos, en un sentido metafórico, se estaba viendo a sí mismo seis millones de años antes.
– Esto es demasiado -dijo.
– ¿A qué te refieres? -preguntó Melanie.
– En cierto sentido, ése que está allí soy yo mismo -respondió Kevin.
– Tampoco te pases -dijo Melanie.
– Es obvio que está erguido como un ser humano -observó Candace-, pero es más peludo que la mayoría de los tíos con los que he salido.
– Muy graciosa -dijo Melanie sin reír.
– Melanie, usa el localizador para explorar el área -pidió Kevin-. Los bonobos suelen ir en grupo, así que es probable que haya más en los alrededores. Podrían estar ocultos detrás de los árboles.
Melanie manipuló el instrumento.
– No puedo creer que se quede tan quieto -señaló Candace.
– Quizá esté muerto de miedo -repuso Kevin-. No debe de saber qué pensar de nosotros. O, si Melanie tiene razón sobre la falta de hembras, puede que se haya quedado prendado de vosotras dos.
– Eso sí que no me hace ninguna gracia -dijo Melanie sin levantar la vista del teclado.
– Lo siento -se disculpó Kevin.
– ¿Qué tiene en la cintura? -preguntó Candace.
– Yo estaba preguntándome lo mismo -dijo Kevin-. No veo bien, pero tal vez sea una liana que se le enredó mientras se abría paso entre la vegetación.
– Quizá sea uno de los machos dominantes de su grupo -dijo Melanie-. Con tan pocas hembras, es muy probable que se comporten como los chimpancés. En tal caso, podría estar demostrando su valor.
Transcurrieron varios minutos y el bonobo permaneció inmóvil.
– Esto parece uno de esos atolladeros típicos de las películas de vaqueros -protestó Candace-. Acerquémonos todo lo posible. ¿Qué podemos perder? Incluso si sale corriendo, veremos algo más.
– De acuerdo -repuso Kevin-. Pero no hagáis movimientos bruscos. No quiero asustarlo. Si lo hacemos, quizá perdamos la oportunidad de ver a otros.
– Vosotros primero-dijo Candace.
Los tres avanzaron con sigilo, paso a paso. Kevin iba delante, seguido de cerca por Melanie. Candace caminaba en la retaguardia. Cuando llegaron al punto medio entre ellos y el bonobo, se detuvieron. Ahora podían verlo mucho mejor.
El animal tenía cejas prominentes y una frente en declive, como los chimpancés, pero el prognatismo del extremo inferior de la cara era menor al de un bonobo normal. Su nariz era chata, con unas aletas que se ensanchaban y se hundían alternativamente. Las orejas eran más pequeñas que las de los chimpancés o los bonobos, y estaban aplanadas a ras de la cabeza.
– ¿Estáis pensando lo mismo que yo? -preguntó Melanie.
Candace asintió.
– Me recuerda a los dibujos de cavernícolas que había en los libros de texto de la escuela.
– ¿Habéis visto sus manos? -preguntó Kevin.
– Sí -respondió Candace-. ¿Qué tienen de particular?
– El pulgar. No es como el de los chimpancés. Está separado de la palma.
– Tienes razón. Y eso significa que es capaz de oponerlo a los demás dedos.
– ¡Santo cielo! -susurró él-. Las pruebas circunstanciales se acumulan. Supongo que si en el brazo corto del cromosoma seis se encuentran los genes evolutivos responsables de la bipedación, también podrían encontrarse allí los que permiten oponer el pulgar a los dedos.
– Lo que lleva a la cintura es una liana -observó Candace-.
Ahora la veo con claridad.
– Acerquémonos un poco más -sugirió Melanie.
– No sé -dijo Kevin-. Creo que estamos tentando a la suerte. Con franqueza, me sorprende que aún no haya huido de nosotros. Tal vez deberíamos sentarnos aquí a mirarlo.
– Hace muchísimo calor al sol -replicó Melanie-. Y todavía no son las nueve, así que dentro de un rato será peor. Si decidimos sentarnos a observar, yo propongo que sea a la sombra. Y entonces también me gustaría tener la comida con nosotros.
– Estoy de acuerdo -intervino Candace.
– Claro que estás de acuerdo -se burló Kevin-. Me sorprendería que no fuera así.
Estaba cansado de ver que cada vez que Melanie hacía una sugerencia, Candace la apoyaba incondicionalmente. Gracias a su adhesión, se habían metido en más de un lío.
– Gracias por el cumplido -dijo Candace, indignada.
– Lo siento -se disculpó él, que no prentendía herir sus sentimientos.
– Bueno, yo me acercaré -dijo Melanie-. Al fin y al cabo, Jane Goodall consiguió aproximarse a los chimpancés.
– Es verdad -repuso Kevin-, pero después de meses de acostumbrarlos a su presencia.
– De todos modos voy a intentarlo -insistió ella.
Kevin y Candace dejaron que avanzara unos tres metros, luego intercambiaron una mirada, se encogieron de hombros y la siguieron.
– No tenéis que hacerlo por mí -dijo Melanie.
– En realidad, quiero acercarme lo suficiente para ver la expresión de la cara de mi doble -susurró Kevin-. Y también quiero mirarlo a los ojos.
En silencio, y con paso lento y sigiloso, los tres consiguieron llegar a unos seis metros del bonobo. Luego volvieron a detenerse.
– ¡Es increíble! -susurró Melanie sin apartar los ojos de la cara del animal-. Los únicos indicios de que el animal estaba vivo eran un parpadeo de vez en cuando, algunos movimientos de los ojos y el ensanchamiento de las fosas nasales con cada inspiración.
– Mira esos pectorales -indicó Candace-. Es como si se hubiera pasado media vida en el gimnasio.
– ¿Cómo creéis que se hizo esa cicatriz? -preguntó Melanie.
El bonobo tenía una gruesa cicatriz que se extendía desde un lado de la cara casi hasta la boca.
Kevin se inclinó y lo miró a los ojos. Eran castaños, igual que los suyos. Puesto que tenía el sol de frente, las pupilas eran apenas un puntito. Kevin aguzó la vista, buscando algún indicio de inteligencia, pero era difícil detectarlo.
De improviso, el animal hizo chocar las palmas con tanta fuerza que el eco hizo vibrar las hojas de la arboleda. Al mismo tiempo gritó: "¡At!".
Kevin, Melanie y Candace dieron un respingo. Preocupados desde un principio por la posibilidad de que el bonobo huyera de ellos, ni siquiera habían pensado en una conducta agresiva. El violento palmoteo y el grito los asustó, haciéndoles temer un ataque. Sin embargo, el animal no los atacó y volvió a quedarse petrificado.
Después de un instante de confusión, recuperaron parte de su anterior compostura y miraron con nerviosismo al bonobo.
– ¿A santo de qué ha hecho eso? -preguntó Melanie.
– No creo que tenga miedo de nosotros -dijo Candace-. Tal vez deberíamos retroceder.
– Estoy de acuerdo -asintió Kevin con inquietud-, pero hagámoslo despacio. No os dejéis dominar por el pánico.
Siguiendo su propio consejo, dio unos pasos lentos hacia atrás e hizo señas a las chicas para que lo imitaran.
El bonobo reaccionó llevándose una mano a la espalda y cogiendo una herramienta colgada a la liana que le rodeaba la cintura. Alzó la herramienta por encima de su cabeza y volvió a gritar "¡At!". Los tres se detuvieron en seco, con los ojos desorbitados de horror.
– ¿Qué significa "At"? -gimió Melanie al cabo de unos segundos. ¿Será una palabra? ¿Es posible que hablen?
– No tengo la menor idea -respondió Kevin con voz temblorosa-. Pero al menos no se ha arrojado sobre nosotros.
– ¿Qué tiene en la mano? -preguntó Candace con aprensión-. Parece un martillo.
– Lo es -respondió Kevin-. Es un martillo de carpintero.
Ha de ser una de las herramientas que robaron los bonobos durante las obras del puente.
– Mira cómo lo sujeta -dijo Melanie-, como lo haríamos tú o yo. No cabe duda de que puede oponer el pulgar a la palma.
– ¡Tenemos que escapar! -gimió Candace-. Me habíais dicho que estas criaturas eran tímidas, y éste no tiene ninguna pinta de serlo.
– ¡No corras! -advirtió Kevin con los ojos fijos en los del bonobo.
– Vosotros quedaos, si queréis, pero yo vuelvo a la piragua -dijo Candace, desesperada.
– Nos iremos todos, pero despacio -dijo Kevin.
A pesar de las advertencias, Candace dio media vuelta y echó a correr. Sin embargo, no había recorrido más de unos metros cuando se detuvo en seco y gritó.
Melanie y Kevin se volvieron, y contuvieron la respiración al descubrir la causa del susto de su amiga: unos veinte bonobos más habían salido del bosque y se habían dispuesto en semicírculo, bloqueando la salida de la arboleda.
Candace retrocedió despacio, hasta que chocó con Melanie.
Durante un minuto nadie habló ni se movió, ni siquiera los animales. Luego, el ejemplar número uno volvió a gritar "¡At!", y los bonobos comenzaron a rodear a los humanos.
Candace dejó escapar un gemido de angustia mientras ella, Kevin y Melanie se aproximaban entre sí, formando una piña. El cerco de los animales comenzó a cerrarse como un lazo. Los bonobos se aproximaron lentamente y pronto los humanos pudieron percibir su olor penetrante. Los animales tenían una expresión indescifrable, pero atenta. Sus ojos destellaban.
Por fin se detuvieron a menos de un metro del grupo y estudiaron los cuerpos de los tres amigos de arriba abajo. Algunos empuñaban piedras en forma de cuña, como la que había matado al bonobo número sesenta.
Ellos no se movieron. Estaban paralizados de terror. Todos los animales parecían tan fuertes como el número uno.
El bonobo número uno permaneció fuera del apretado cerco. Todavía tenía el martillo en la mano, pero ya no lo levantaba. Se aproximó y caminó alrededor del grupo, mirando a los humanos por entre las cabezas de sus congéneres. Luego emitió una retahíla de sonidos acompañados de ademanes.
Algunos de los demás bonobos le respondieron y uno de ellos tendió el brazo hacia Candace, que soltó un gemido ahogado.
– No te muevas -consiguió decir Kevin-. Creo que el hecho de que hasta ahora no nos hayan hecho daño es buena señal.
Candace tragó saliva con dificultad mientras la mano del bonobo le acariciaba el cabello. Parecía fascinado por el color rubio. La joven tuvo que hacer acopio de todo su valor para no gritar ni retroceder.
Otro animal comenzó a gesticular y emitir sonidos. Luego se señaló un costado, donde Kevin vio una larga sutura quirúrgica.
– A éste le extrajimos un riñón para trasplantárselo al empresario de Dallas -dijo Kevin con temor-. Mira cómo nos señala. Creo que nos asocia con el personal que lo recogió.
– Mala señal -susurró Melanie.
Otro animal extendió el brazo y palpó el brazo comparativamente lampiño de Kevin. Luego tocó el radiorreceptor direccional que el investigador tenía en la mano. Kevin se sorprendió de que no intentara arrebatárselo.
El bonobo que estaba frente a Melanie cogió la tela de su blusa con el pulgar y el índice, como si se interesara por su textura. Luego tocó el localizador que sujetaba la chica con la punta de un dedo.
– Parecen fascinados por nosotros -dijo Kevin con voz titubeante-. Y se muestran curiosamente respetuosos. Quizá piensan que somos dioses.
– ¿Cómo podemos reforzar esa creencia? -preguntó Melanie.
– Les daré algo -respondió él.
Pensó en los objetos que llevaba encima y de inmediato se decidió por el reloj. Con movimientos lentos, se puso el radiorreceptor direccional bajo al axila y se quitó el reloj de pulsera. Cogiéndolo por la correa, se lo tendió al animal que tenía delante.
El bonobo inclinó la cabeza para examinar el reloj y luego lo cogió. Pero en cuanto lo hubo hecho, el bonobo número uno emitió otro sonido "¡Ot!" y el animal que tenía el reloj se lo entregó de inmediato. El bonobo número uno examinó el reloj y acto seguido se lo puso en el antebrazo.
– ¡Dios mío! -exclamó Kevin-. Mi doble se ha puesto mi reloj. Esto es una pesadilla.
El bonobo número uno pareció admirar el reloj durante unos instantes. Luego unió el pulgar y el índice, formando un círculo, y dijo: "Randa".
Al punto, uno de los bonobos salió corriendo y desapareció en el bosque. Cuando regresó, llevaba un rollo de cuerda.
– ¿Cuerda? -preguntó Kevin, asustado-. ¿Y ahora qué?
– ¿De dónde sacaron la cuerda? -preguntó Melanie.
– Sin duda la robaron junto con las herramientas -respondió él.
– ¿Qué van a hacer? -preguntó Candace con nerviosismo.
El bonobo fue directamente hacia Kevin y le enlazó la cintura con la cuerda. Con una mezcla de miedo y admiración, el investigador vio cómo el animal hacía un nudo rudimentario y apretaba la cuerda contra su abdomen.
Kevin miró a las mujeres.
– No os resistáis -dijo-. Creo que todo irá bien a menos que los asustemos o los hagamos enfadar.
– Pero yo no quiero que me aten -sollozó Candace.
– Mientras no nos hagan daño, no importa -dijo Melanie, con la esperanza de tranquilizar a su amiga.
El bonobo ató a Melanie y luego a Candace de forma similar. Cuando hubo terminado, retrocedió unos pasos, con el extremo de la cuerda en la mano.
– Es obvio que quieren que nos quedemos -señaló Kevin, procurando desdramatizar la situación.
– Espero que no te ofendas si no festejo tu broma -replicó Melanie.
– Por lo menos no les molesta que hablemos -dijo él.
– Al contrario, curiosamente, parecen interesados en nuestra conversación -observó Melanie. Cada vez que uno de ellos hablaba, el bonobo que estaba más cerca inclinaba la cabeza en un gesto de atención.
De repente, el bonobo número uno abrió y cerró los de dos, mientras separaba los brazos del pecho. Al mismo tiempo, dijo: "Arak".
De inmediato, todos los animales comenzaron a moverse, incluido el que sujetaba el extremo de la cuerda. Kevin, Melanie y Candace se vieron obligados a seguirlos.
– Ese ademán era el mismo que hacía el bonobo en el quirófano-dijo Candace.
– Entonces debe querer decir "marchaos", "moveos" o "fuera" -señaló Kevin-. Es increíble, pero ¡hablan!
Salieron de la arboleda y cruzaron el campo hasta llegar al camino, donde los bonobos enfilaron hacia la derecha.
Mientras los tres amigos hablaban, los animales permanecieron silenciosos, pero también atentos.
– Sospecho que no es Siegfried quien mantiene los caminos-dijo Kevin-, sino los bonobos.
En cuanto se internaron en la selva, el sendero giró hacia el sur. Incluso en el interior del bosque seguía despejado y con la tierra compacta.
– ¿Adónde nos llevan? -preguntó Candace con nerviosismo.
– Supongo que a las cuevas -respondió Kevin.
– Esto es ridículo -protestó Melanie-. Nos llevan como perros con una correa. Si tanto les fascinamos, quizá deberíamos resistirnos.
– No lo creo -repuso Kevin-. Estoy convencido de que debemos hacer todo lo posible para no enfadarlos.
– ¿Candace? -dijo Melanie-. ¿Tú qué piensas?
– Estoy demasiado asustada para pensar. Lo único que quiero es volver a la canoa.
El bonobo que sujetaba la cuerda giró en redondo y dio un tirón que estuvo a punto de hacer caer a los tres amigos.
Luego sacudió la mano con la palma hacia abajo, murmurando: "Hana".
– ¡Joder! ¡Qué fuerza tiene! -protestó Melanie tratando de mantener el equilibrio.
– ¿Qué habrá querido decir? -preguntó Candace.
– Yo diría que nos está ordenando que cerremos el pico -dijo Kevin.
De repente, los animales se detuvieron y comenzaron a comunicarse por señas. Varios de ellos señalaron hacia los árboles de la derecha y un pequeño grupo se internó en la espesura. Los demás formaron un amplio círculo, con la excepción de tres que treparon a los árboles con una facilidad que desafiaba la fuerza de gravedad.
– ¿Qué pasa? -susurró Candace.
– Algo importante -dijo Kevin-. Todos parecen preocupados.
Pasaron varios minutos. Ninguno de los bonobos se movió ni hicieron el menor ruido. De pronto, hubo una violenta conmoción a la derecha, acompañada de gritos agudos.
Súbitamente, los árboles se llenaron de monos colobos que huían desesperadamente en dirección a los bonobos que habían trepado a los árboles.
Los aterrorizados monos intentaron cambiar de rumbo, pero con la prisa, varios de ellos cayeron de las ramas al suelo. Antes de que pudieran recuperarse, los bonobos que se hallaban en el suelo los cercaron y los mataron al instante con cuñas de piedra.
Candace gimió aterrorizada y se volvió para no mirar.
– Creo que es un buen ejemplo de caza en grupo -susurró Melanie-. Para hacer algo así se necesita un alto nivel de cooperación. -A pesar de las circunstancias, estaba fascinada.
– No sigas -susurró Kevin-. Me temo que el jurado ha regresado a la sala y que el veredicto es nefasto. Sólo llevamos una hora en la isla, pero la pregunta que nos trajo aquí ya tiene respuesta. Además de la caza en grupo, hemos observado una postura totalmente erecta, pulgares que se oponen a la palma, fabricación de herramientas y hasta un lenguaje rudimentario. Tengo la impresión de que pueden vocalizar tan bien como tú o como yo.
– Es extraordinario -murmuró Melanie-. Estos animales han evolucionado cuatro o cinco millones de años en el poco tiempo que llevan aquí.
– ¡Oh, cerrad el pico! -sollozó Candace-. Esas bestias nos han cogido prisioneros, y vosotros dos estáis manteniendo una discusión científica.
– Es algo más que una discusión científica -corrigió Kevin-. Estamos reconociendo un terrible error, y yo soy el responsable. La realidad es peor de lo que temí al ver humo sobre la isla. Estos animales son protohumanos.
– Yo debo asumir mi parte de culpa -dijo Melanie.
– No estoy de acuerdo -repuso Kevin-. Fui yo quien creó estas quimeras al añadirles los segmentos de cromosomas humanos. Tú no eres responsable de nada.
El y Melanie se giraron a mirar al bonobo número uno, que se aproximaba cargando el cuerpo ensangrentado de un mono colobo. Todavía llevaba puesto el reloj, lo que subrayaba la curiosa naturaleza de la criatura, que lo situaba entre el hombre y el primate.
El bonobo número uno se puso delante de Candace y le tendió el mono con las dos manos, diciendo: "Sta".
Candace gimió y giró la cabeza. Parecía a punto de vomitar.
– Te lo está ofreciendo -dijo Melanie-. Procura agradecérselo.
– No puedo ni mirarlo -sollozó Candace.
– ¡Inténtalo! -suplicó su amiga. -Candace giró la cabeza con lentitud, aunque su cara reflejaba disgusto. Al mono le habían aplastado la cabeza-. Haz una reverencia o cualquier cosa por el estilo.
Candace esbozó una débil sonrisa e inclinó la cabeza. El bonobo número uno respondió con otra inclinación y se marchó.
– Increíble -dijo Melanie mirando cómo se alejaba-. Aun que es obvio que es el macho dominante, aún conserva costumbres de la sociedad matriarcal propia de los bonobos.
– Lo has hecho muy bien, Candace -dijo Kevin.
– Estoy histérica -repuso la joven.
– Siempre quise ser rubia-bromeó Melanie.
El bonobo que sujetaba la cuerda dio un tirón menos brusco que el anterior. El grupo de animales comenzó a avanzar otra vez, y los tres amigos no tuvieron más remedio que seguirlo.
– No quiero dar un solo paso más -dijo Candace, llorosa.
– Domínate -ordenó Melanie-. Todo saldrá bien. Comienzo a pensar que el pálpito de Kevin era acertado. Nos ven como dioses, sobre todo a ti, con tu pelo rubio. Si hubieran querido, podrían habernos matado de inmediato, como hicieron con los monos.
– ¿Por qué mataron a los monos? -preguntó Candace.
– Supongo que para comérselos -respondió Melanie-. Es curioso, porque los bonobos no son carnívoros como algunos chimpancés.
– Temía que fueran lo bastante humanos para matar por deporte.
El grupo atravesó un terreno cenagoso y comenzó a subir por una cuesta. Quince minutos después, emergieron de la penumbra del bosque a una zona rocosa, aunque verde, al pie del macizo de piedra caliza.
En el centro del muro de piedra estaba la abertura de una cueva, a la que aparentemente sólo se podía acceder mediante una ringlera de cornisas. Junto a la entrada de la caverna había otra docena de bonobos, la mayoría de ellos hembras
Se golpeaban el pecho con los puños y gritaban "Bada", "Bada" una y otra vez.
Los bonobos que llevaban a los tres amigos las imitaron y les enseñaron los monos muertos, levantándolos por encima de sus cabezas. Las hembras respondieron con una retahila de gritos agudos, que a Melanie le recordaron los de los chimpancés.
Luego los bonobos situados al pie del macizo se separaron y empujaron hacia delante a los tres amigos. Al verlos, las hembras guardaron silencio.
– ¿Por qué tengo la impresión de que las hembras no se alegran de vernos? -murmuró Melanie.
– Yo prefiero pensar que están desconcertadas -respondió Kevin-. No esperaban compañía.
Por fin el bonobo número uno dijo "Zit" y señaló hacia arriba con el pulgar. El grupo siguió adelante, tirando de Kevin, Melanie y Candace..