5 de marzo de 1997, 23.30 horas.
Cogo, Guinea Ecuatorial
Kevin oyó el ruido de la pesada puerta que se abría en lo alto de la escalera de piedra y percibió una rendija de luz. Dos segundos después se encendieron sucesivamente las bombillas desnudas del techo del pasillo. A través de los barrotes, vio a Melanie y a Candace en sus respectivas celdas. Igual que él, estaban deslumbradas por el súbito resplandor.
Unos pasos ruidosos sobre los peldaños de granito precedieron la aparición de Siegfried Spallek. Lo acompañaban Cameron McIvers y Mustafá Abud, jefe de la guardia marroquí.
– ¡Ya era hora, Spallek! -exclamó Melanie-. ¡Exijo que me dejen salir de inmediato o tendrá serios problemas!
Kevin dio un respingo.
No era forma de hablarle a Siegfried Spallek en ninguna ocasión, y mucho menos en aquellas circunstancias.
Kevin, Melanie y Candace habían estado acurrucados en la oscuridad de sus celdas separadas en la sofocante y húmeda prisión del sótano del ayuntamiento. Cada celda tenía una pequeña ventana en arco que se abría a un alféizar que daba al patio trasero del edificio. Las aberturas tenían barrotes, pero no cristal, de modo que las sabandijas podían atravesarlas sin problemas. Los tres prisioneros habían estado aterrorizados por los ruidos de los insectos, sobre todo por que antes de que apagaran las luces habían visto varias tarántulas. Su único consuelo era que podían hablar entre sí.
Los primeros cinco minutos de tormento habían sido los peores. En cuanto el ruido de las ametralladoras se había apagado, unos potentes proyectores manuales los habían cegado. Cuando sus ojos se acostumbraron a la luz, notaron que habían caído en una especie de emboscada.
Estaban rodeados por un grupo de jóvenes soldados ecuatoguineanos, que parecían encantados de apuntarles con sus AK-47. Varios de ellos fueron lo bastante osados para empujar a las mujeres con los caños de sus armas. Temiéndose lo peor, ni Kevin ni ellas habían movido un músculo.
Estaban muertos de miedo por el tiroteo indiscriminado y temían que comenzara nuevamente ante la menor provocación.
Los soldados se serenaron únicamente cuando aparecieron varios guardias marroquíes. Kevin nunca había imaginado que podría ver a los intimidantes árabes como salvadores, pero se habían comportado como tales. Los guardias tomaron la custodia del grupo y los condujeron en el coche de Kevin, primero al edificio de la guardia marroquí, situado en el Centro de Animales, donde los mantuvieron durante horas en una habitación sin ventanas, y luego al pueblo, para encerrarlos en la vieja prisión.
– ¡Este tratamiento es inadmisible! -insistió Melanie.
– Nada de eso -replicó Siegfried-. Mustafá me ha asegurado que han sido tratados con el debido respeto.
– ¡Respeto! -exclamó Melanie-. Nos dispararon con ametralladoras y luego nos metieron en este agujero en la oscuridad. ¿A eso le llama respeto?
– Nadie les disparó -corrigió Siegfried-. Fueron sólo algunos disparos al aire de advertencia. Después de todo, han violado una regla importantísima en la zona. El acceso a la isla Francesca está prohibido. Todo el mundo lo sabe.
Siegfried hizo una seña a Cameron en dirección a Candace. El jefe de la guardia marroquí abrió la celda con una llave grande y vieja. Candace no tardó un segundo en salir. Rápidamente se sacudió la ropa para asegurarse de que no se le hubiera adherido ningún bicho. Todavía llevaba el uniforme de cirugía del hospital.
– Le pido disculpas -dijo Siegfried-. Supongo que nuestros investigadores residentes la arrastraron a aquel lugar sin su conocimiento. Supongo que ni siquiera estaba al tanto de la ley que prohíbe visitar la isla.
Cameron abrió la celda de Melanie y luego la de Kevin.
– En cuanto me informaron de la detención, llamé al doctor Raymond Lyons -dijo Siegfried-. Quería consultarlo sobre la mejor manera de resolver esta situación. Puesto que no lo encontré, me veo obligado a asumir personalmente la responsabilidad. Los dejaré libres a todos, confiando en su buen criterio. Espero que sean conscientes de la gravedad de sus actos. Según las leyes ecuatoguineanas, han cometido un delito castigado con la pena de muerte.
– ¡Y una mierda! le espetó Melanie.
Kevin se encogió. Temía que Melanie hiciera enfadar a Siegfried y que éste ordenara que volvieran a encerrarlos. La benevolencia no se contaba entre sus virtudes.
Mustafá entregó las llaves del coche a Kevin.
– Su coche está aparcado detrás del edificio -dijo con marcado acento francés.
Kevin cogió las llaves, que tintinearon con el temblor de sus manos hasta que las guardó en el bolsillo.
– Sin duda hablaré con el doctor Lyons mañana. Luego me pondré en contacto con ustedes individualmente.
Melanie iba a hablar otra vez, pero Kevin se sorprendió a sí mismo cogiéndola del brazo y tirando de ella hacia la escalera.
– Ya me han maltratado lo suficiente -protestó Melanie, procurando soltarse.
– Vamos al coche -murmuró Kevin con los dientes apretados y la obligó a seguir andando.
– ¡Qué noche! -exclamó ella.
Al llegar al pie de las escaleras, consiguió soltar el brazo y echó a andar con evidente crispación. Kevin dejó paso a Candace y luego siguió a las mujeres hasta la planta baja. Salieron al despacho usado por los soldados ecuatoguineanos que holgazaneaban en las puertas del ayuntamiento. Había cuatro soldados en total. Teniendo en cuenta que el gerente de la Zona, el jefe de seguridad y el comandante de la guardia marroquí estaban en el edificio, los soldados se comportaban con mayor respeto de lo habitual. Los cuatro se hallaban en posición de firmes con los rifles sobre los hombros.
Cuando aparecieron Kevin y las mujeres, sus expresiones delataron confusión. Melanie les hizo un gesto obsceno con el dedo corazón mientras Kevin las escoltaba a ella y a Candace hacia la puerta que daba al aparcamiento.
– Por favor, Melanie -suplicó él-, ¡no los provoques!
Kevin no supo si los soldados no habían comprendido el significado del gesto de Melanie o simplemente estaban confundidos por la rareza de las circunstancias. Fuera como fuese, no corrieron tras ellos como había temido que hicieran.
Cuando llegaron junto al coche, Kevin abrió la portezuela del lado del pasajero y Candace se apresuró a subir. Pero Melanie no. Se volvió hacia Kevin con los ojos resplandecientes en la oscuridad.
– Dame las llaves -exigió.
– ¿Qué? -preguntó Kevin, aunque había oído perfecta mente.
– He dicho que me des las llaves.
Desconcertado por tan inesperada petición, pero no queriendo enfurecerla más de lo que estaba, le entregó las llaves.
De inmediato, Melanie rodeó el coche y se sentó al volante.
Kevin subió al asiento del copiloto. No le importaba quién condujera mientras salieran pitando de allí. Ella puso el motor en marcha, hizo chirriar las ruedas y salió del aparcamiento.
– ¡Joder, Melanie! -exclamó-. No vayas tan rápido.
– Estoy furiosa.
– Como si no se notara.
– No pienso volver a casa ahora mismo -anunció Melanie-, aunque no tengo ningún inconveniente en dejaros en la vuestra.
– ¿Adónde piensas ir? Es medianoche.
– Voy al Centro de Animales. No pienso tolerar que me traten así. Me propongo descubrir qué coño está pasando.
– ¿Y qué vas a hacer en el Centro de Animales? -preguntó Kevin.
– Buscar las llaves de ese maldito puente. Quiero una copia porque para mí este asunto va más allá de la simple curiosidad.
– Quizá deberíamos parar y discutirlo con calma -sugirió Kevin.
Melanie frenó con brusquedad y el coche se detuvo con una violenta sacudida.
Tanto Kevin como Candace chocaron contra el respaldo del asiento.
– Yo pienso ir al Centro de Animales -repitió Melanie. Vosotros podéis venir conmigo o volver a casa. Como queráis.
– ¿Por qué esta noche? -inquirió Kevin.
– Primero, porque ahora mismo estoy rabiosa, y, segundo, porque no sospecharán nada. Es obvio que esperan que volvamos a casa a temblar en la cama. Por eso nos trataron tan mal. Pero, ¿sabéis una cosa? A mí no me asustan con tanta facilidad.
– A mí sí -replicó él.
– Creo que Melanie tiene razón-intervino Candace-. Es evidente que pretendían asustarnos.
– Y lo han hecho de maravilla ¿O es que soy el único cuerdo de los tres?
– Hagámoslo-sugirió Candace.
– ¡Oh, no! -exclamó Kevin-. Me superáis en número.
– No hay problema -dijo Melanie-. Te llevaremos a casa.
– Cuando iba a poner la marcha atrás, él la detuvo cogiéndole la mano.
– ¿Cómo vas a conseguir las llaves? -preguntó-. Ni siquiera sabes dónde están
– Sin duda están en el despacho de Bertram. Al fin y al cabo, él está a cargo de los bonobos. Mierda, tú mismo sugeriste que debía de tenerlas él.
– De acuerdo, es posible que estén en el despacho de Bertram. Pero, ¿qué hay de las medidas de seguridad? Los despachos están cerrados con llave.
Melanie metió la mano en el bolsillo del traje del Centro de Animales y sacó una tarjeta magnética, -Olvidas que soy miembro del personal jerárquico del centro -respondió Melanie-. Esta es una tarjeta magnética, y no me la han dado para hacer compras. Este chisme me permite abrir cualquier puerta del Centro de Animales las veinticuatro horas del día. Recuerda que mi participación en el proyecto de los bonobos no se limita a la fertilización in vitro.
Kevin se giró y miró a Candace. Su cabellera rubia brillaba en la penumbra del interior del coche.
– Si tú estás dispuesta, supongo que yo también -dijo.
– Vamos-respondió Candace.
Melanie aceleró y giró hacia el norte, pasando junto al área de servicio. Esta estaba en pleno funcionamiento, con enormes lámparas de mercurio iluminando la plaza de estacionamiento. Por la noche había más personal que nunca, pues era la hora de mayor circulación de camiones entre la Zona y Bata.
Melanie adelantó a varios camiones, hasta que dejó atrás el cruce hacia Bata. A partir de ahí, no se cruzaron con ningún otro vehículo hasta llegar al Centro de Animales. El centro funcionaba en tres turnos, igual que el área de servicio, aunque aquí el personal de noche se reducía al mínimo. La mayoría de los empleados de este turno trabajaban en el Hospital Veterinario. Melanie aprovechó este hecho y aparcó el Toyota de Kevin frente a una de las puertas del hospital, donde pasaría inadvertido entre los demás vehículos.
Melanie apagó el motor y miró hacia la entrada del Hospital Veterinario. Tamborileó con los dedos sobre la palanca de cambios.
– ¿Y? -dijo Kevin-. Ya hemos llegado. ¿Cuál es el plan?
– Estoy pensando. No sé si es mejor que esperéis aquí o que vengáis conmigo.
– Este sitio es enorme -intervino Candace, que se había inclinado y contemplaba el edificio que se extendía desde la calle hasta perderse en la vegetación de la selva-. En ninguno de mis viajes a Cogo he visitado el Centro de Animales. No imaginaba que fuera tan grande. ¿Esto es el hospital?
– Sí -repuso Melanie-. Toda esta ala.
– Me gustaría verlo -dijo Candace-. Nunca he estado en un hospital veterinario, y mucho menos en uno tan palaciego.
– Es de lo más moderno que existe -repuso Melanie-. Deberías ver los quirófanos.
– ¡Dios santo! -suspiró Kevin poniendo los ojos en blanco-. Me han secuestrado un par de locas. Acabamos de vivir la experiencia m s horrorosa de nuestra vida y vosotras queréis hacer una visita turística.
– No será una visita turística -corrigió Melanie mientras bajaba del coche-. Me vendrá bien su ayuda. Tú puedes esperar aquí si lo prefieres, Kevin.
– Estupendo -dijo Kevin, pero apenas vio que las mujeres se dirigían a la entrada, también él bajó del coche. Llegó a la conclusión de que la tensión de la espera sería peor que la de la aventura-. ¡Un momento! -gritó y corrió para alcanzar a las mujeres.
– No quiero oír una sola queja -advirtió Melanie.
– Tranquila -respondió Kevin, sintiéndose como un niño regañado por su madre.
– No preveo problemas -dijo Melanie-. El despacho de Bertram está en la zona de la administración, que a estas horas debe de estar desierta. Pero para asegurarnos de no despertar sospechas, antes que nada os llevaré a los vestuarios.
Quiero que os pongáis el uniforme del Centro de Animales.
¿De acuerdo? No es una hora normal para hacer visitas.
– Buena idea -respondió Candace.
– De acuerdo -dijo Bertram al teléfono, mirando la esfera luminosa del reloj de la mesita de noche. Eran las doce y cuarto-. Estaré en su despacho dentro de cinco minutos.
Bertram bajó de la cama y apartó la mosquitera.
– -¿Algún problema? -preguntó Trish, encaramándose sobre un codo.
– Sólo un pequeño inconveniente. Volveré dentro de media hora.
Bertram cerró la puerta del vestidor antes de encender la luz. Se vistió rápidamente. Aunque delante de su esposa había intentado restar importancia a la situación, estaba inquieto. No sabía qué pasaba, pero sin duda era un problema gordo. Siegfried nunca lo había despertado en plena noche para pedirle que fuera a su oficina.
Fuera había casi tanta claridad como si fuera de día, con una luna llena por el este. El cielo estaba cubierto de cúmulos de nubes de color púrpura y plata. El aire denso y húmedo estaba absolutamente inmóvil. Los ruidos de la selva eran una constante cacofonía de zumbidos y gorjeos interrumpidos por breves y esporádicos chillidos. Bertram estaba tan acostumbrado a esos sonidos, que ni siquiera reparó en ellos.
Aunque el ayuntamiento quedaba a unos cien metros de su casa, Bertram cogió el coche. Sabía que así llegaría antes, y su curiosidad crecía minuto a minuto. Mientras aparcaba, vio que los soldados, habitualmente letárgicos, parecían agitados. Daban vueltas alrededor del puesto de guardia con los rifles apretados entre las manos. Los miró con nerviosismo mientras apagaba las luces del coche y se apeaba.
Cuando se aproximó al edificio, vio una luz parpadeante a través de las rendijas de los postigos del despacho de Siegfried, situado en la segunda plaza. Subió por las escaleras, cruzó la oscura zona de recepción que normalmente ocupaba Aurielo, y entró en el despacho de Siegfried. Este estaba sentado con los pies encima del escritorio. En la mano del brazo sano agitaba suavemente una copa de brandy. Cameron McIvers estaba sentado en una silla de paja, con una copa similar. La única fuente de iluminación era la vela del cráneo que servía de candelero.
La trémula luz arrojaba sombras oscuras y hacía que la colección de animales desecados parecieran vivos.
– Gracias por venir a una hora tan inoportuna lo saludó Siegfried con su característico acento alemán-. ¿Le apetece una copa de brandy?
– ¿La necesitaré? -preguntó Bertram mientras acercaba una silla de paja al escritorio.
Siegfried rió.
– Nunca viene mal.
Cameron fue al mueble bar y le sirvió el coñac. Era un escocés corpulento, con barba espesa, nariz bulbosa y roja y una notable afición a las bebidas alcohólicas de cualquier clase, aunque, lógicamente, el whisky escocés era su favorita.
Le entregó la copa a Bertram y volvió a su asiento.
– Por lo general sólo me llaman a media noche por una urgencia con un animal -dijo Bertram. Bebió un sorbo de brandy y respiró hondo-. Pero esta noche tengo la impresión de que se trata de algo muy distinto.
– Así es. Primero tengo que felicitarlo. Su advertencia de esta tarde sobre Kevin Marshall resultó fundada y oportuna.
Le pedí a Cameron que lo vigilara y esta misma noche él, Melanie Becket y una enfermera del equipo de cirugía llegaron a la zona de estacionamiento de la isla Francesca.
– ¡Maldita sea! ¿Cruzaron a la isla?
– No -respondió Siegfried-. Se limitaron a jugar un rato con la balsa de alimentos. También se detuvieron en el camino para hablar con Alphonse Kimba.
– Esto me saca de mis casillas -dijo Bertram-. No quiero que nadie se acerque a la isla ni que hable con el pigmeo.
– Yo tampoco.
– ¿Dónde están ahora?
– Los dejamos volver a casa, pero no antes de meterles el miedo en el cuerpo. No creo que vuelvan a hacerlo, al menos por un tiempo.
– Esto es lo último que necesitaba -protestó Bertram-.
Detesto tener que preocuparme por estas cosas; como si no tuviera bastante motivo de preocupación con la división de los bonobos en dos grupos.
– Esto es peor que la división de los animales en dos gru pos -aseguró Siegfried.
– Ambas cosas son malas. Las dos podrían interferir en el programa o incluso echarlo a perder por completo. Creo que deberíamos reconsiderar mi idea de enjaular a los bonobos y trasladarlos desde la isla al Centro de Animales.
Tengo las jaulas allí mismo. No sería difícil, y simplificaría mucho la recogida de ejemplares.
Desde que Bertram había reparado en la división de los animales en dos grupos sociales, había pensado que era conveniente reunirlos y mantenerlos en jaulas separadas en un sitio donde pudieran observarlos. Pero Siegfried no se lo había permitido. Bertram había considerado la posibilidad de pasar por encima de él y dirigirse a su jefe, en Cambridge, Massachusetts. Sin embargo, había desistido. Con ello habría alertado a la jerarquía de GenSys de que había problemas potenciales en el proyecto de los bonobos.
– Me niego a volver a discutir ese asunto -dijo Siegfried-.
No abandonaremos la idea de mantener a los bonobos aislados en la isla. Cuando se puso en marcha, todos convinimos en que era lo mejor y yo no he cambiado de opinión. Pero después de este incidente con Kevin Marshall me preocupa el puente.
– ¿Por qué? -preguntó Bertram-. Tiene llave.
– ¿Y dónde están las llaves? -dijo Siegfried.
– En mi despacho -respondió Bertram.
– Creo que deberíamos guardarlas aquí, en la caja de seguridad. La mayoría de sus empleados tienen acceso a su despacho, incluida Melanie Becket.
– Quizá tenga razón -admitió Bertram.
– Me alegra que esté de acuerdo -dijo Siegfried-. Quiero que vaya a buscarlas. ¿Cuántas copias hay?
– No lo recuerdo con exactitud. Cuatro o cinco.
– Las quiero aquí.
– Bien -dijo Bertram con cortesía-. No hay problema.
– Estupendo. -Bajó las piernas del escritorio y se puso en pie-. Vamos. Lo acompañaré.
– ¿Quiere ir ahora? -preguntó Bertram, atónito.
– No dejes para mañana lo que puedas hacer hoy. ¿No es uno de los refranes favoritos de los americanos? Dormiré mejor esta noche sabiendo que las llaves están en la caja de seguridad.
– ¿Quieren que los acompañe? -preguntó Cameron.
– No es necesario -dijo Siegfried-. Bertram y yo podemos arreglarnos solos.
Kevin se miró en el espejo de luna situado al final de los bancos del vestuario de hombres. La talla pequeña del mono le iba estrecha y la mediana era demasiado grande. Tuvo que remangarse y doblar las perneras de los pantalones.
– ¿Qué coño haces ahí dentro? -preguntó Melanie empujando la puerta del pasillo.
– Ya salgo. -Cerró la taquílla donde había dejado su ropa y salió rápidamente al pasillo.
– Y resulta que luego somos las mujeres las que tenemos fama de tardar en vestirnos -protestó Melanie.
– No me decidía por la talla -replicó el.
– ¿Ha entrado alguien mientras te cambiabas? -preguntó Melanie.
– No, nadie.
– Estupendo. Tampoco ha entrado nadie en el vestuario de mujeres -dijo Melanie. Les indicó que la siguieran con una seña y comenzó a subir por las escaleras-. Para llegar a la zona de administración tenemos que cruzar el Hospital Veterinario. Será mejor evitar la planta principal, donde están la sala de urgencias y la unidad de cuidados intensivos. Ahí siempre hay mucho trajín, así que subamos a la segunda planta y pasemos por la unidad de fertilización. Si alguien me pregunta qué hago aquí a estas horas, puedo decir que he venido a ver a un paciente.
– Estupendo -dijo Candace.
Subieron a la segunda planta. Mientras recorrían el pasillo central se cruzaron con el primer empleado del centro. Si al hombre le llamó la atención la presencia de Kevin y Candace en el hospital, no lo demostró. Pasó junto a ellos y saludó con una inclinación de cabeza.
– No ha habido problema -murmuró Candace.
– El uniforme ayuda -respondió Melanie.
Giraron hacia la izquierda, atravesaron una puerta doble y entraron en un pasillo estrecho, muy iluminado y flanqueado por una serie de puertas. Melanie entreabrió una de ellas y asomó la cabeza. Luego la cerró silenciosamente.
– Es una de mis pacientes. Una gorila de los llanos que está prácticamente lista para la recolección de óvulos. Con tantas hormonas, pueden ponerse nerviosas, pero ésta duerme plácidamente.
– ¿Puedo verla? -preguntó Candace.
– Supongo que sí -respondió Melanie-. Pero no hagas ruido ni ningún movimiento brusco.
Candace hizo un gesto de asentimiento. Melanie abrió la puerta y entró, seguida por Candace. Kevin se quedó en el umbral.
– ¿No deberíamos ocuparnos de lo que hemos venido a hacer?-murmuró Kevin.
Melanie se llevó un dedo a los labios.
En la habitación había cuatro jaulas grandes, aunque sólo una estaba ocupada. Una gorila hembra dormía sobre un lecho de paja. La escasa iluminación procedía de una lámpara empotrada en el techo. Candace se cogió a los barrotes de la jaula y se inclinó ligeramente para ver mejor. Nunca había estado tan cerca de un gorila. Si hubiera querido, habría podido tocar al enorme animal.
Con sorprendente rapidez, la hembra gorila se despertó y se acercó a los barrotes. Un instante después golpeaba los puños contra el suelo, como si fuera un tambor, y chillaba.
– Tranquila -dijo Melanie-. La gorila dio otro salto, cogió un puñado de heces frescas y lo arrojó hacia la pared del fondo-. Lo siento muchísimo -dijo a Candace. La tez nórdica de la enfermera estaba más pálida de lo habitual. ¿Te encuentras bien?
– Eso creo -respondió ella mirándose la parte delantera del uniforme.
– Me temo que sufre tensión premenstrual -observó Melanie-. No te ha dado con la caca, ¿verdad?
– Me parece que no -respondió Candace. Se pasó una mano por el pelo y luego la examinó.
– Vamos a buscar las llaves -sugirió Kevin-. Estamos tentando a la suerte.
Cruzaron la unidad de fertilización y empujaron un segundo par de puertas oscilantes hasta entrar en una amplia sala dividida en cubículos. Cada cubículo tenía varias jaulas, la mayoría de ellas ocupadas por primates jóvenes de distintas especies.
– Este es el pabellón pediátrico -murmuró Melanie-.
Comportaos con naturalidad.
Había cuatro empleados trabajando. Todos vestían equipo de cirugía y llevaban estetoscopios colgados alrededor del cuello. Se mostraron cordiales, pero estaban ocupados y distraídos y el trío cruzó la sala sin recibir más que un par de sonrisas o inclinaciones de cabeza.
Tras atravesar otra puerta doble y recorrer un corto pasillo, llegaron junto a una pesada puerta de incendios. Melanie tuvo que usar su tarjeta magnética para abrirla.
– Ya hemos llegado -murmuró, mientras cerraba con sigilo la puerta. Después de la conmoción que acababan de presenciar, la oscuridad y el silencio parecían absolutos-. La escalera está al fondo del pasillo, a la izquierda. Seguidme.
Anduvieron a tientas en la oscuridad. Candace apoyó una mano en el hombro de Melanie y Kevin cogió la de Candace.
– Vamos -los animó Melanie.
Avanzaba lentamente hacia el fondo del pasillo, tocando la pared con una mano. Los demás se dejaron guiar. Poco a poco sus ojos se acostumbraron a la oscuridad y, cuando llegaron a la puerta que conducía a la escalera, vieron la tenue luz de la luna que se filtraba a través de las rendijas. La escalera estaba comparativamente más iluminada. El resplandor de la luna entraba por las grandes ventanas de los rellanos y bañaba los peldaños.
Les resultó mucho más sencillo guiarse por el pasillo de la primera planta, ya que las puertas principales tenían hojas de cristal. Melanie los condujo hasta la puerta del despacho de Bertram.
– Ahora viene la prueba de fuego -dijo Kevin mientras Melanie probaba la tarjeta en la cerradura.
De inmediato se oyó un chasquido reconfortante y la puerta se abrió.
– Todo en orden dijo Melanie con tono triunfal.
Los tres entraron en la estancia y volvieron a internarse una vez más en una oscuridad casi absoluta. La única luz era el tenue resplandor que se filtraba por la puerta abierta.
– ¿Y ahora qué? -preguntó Kevin-. No encontraremos nada en la oscuridad.
– Es verdad -admitió Melanie.
Palpó la pared buscando el interruptor. En cuanto lo localizó, lo pulsó. Por un instante, los tres parpadearon deslumbrados.
– ¡Guau! -dijo Melanie-. Qué luz más potente.
– Espero que no despierte a los guardias marroquíes -señaló Kevin.
– No lo digas ni en broma -dijo Melanie. Se dirigió al despacho interior y también encendió la luz. Los otros la siguieron-. Deberíamos organizarnos. Yo revisaré el escritorio.
Candace, ocúpate del archivador. Kevin, espera en el despacho exterior y vigila el pasillo. Si aparece alguien, da la voz de alarma.
– Buena idea -dijo Kevin y salió.
Al llegar al área de servicio, Siegfried giró a la izquierda y pisó el acelerador de su Toyota nuevo, dirigiéndose al Centro de Animales. El vehículo había sido modificado para adaptarlo a su discapacidad, de modo que pudiera maniobrar los cambios con la mano izquierda.
– ¿Sabe Cameron por qué nos preocupa tanto la seguridad de la isla Francesca? -preguntó Bertram.
– No; claro que no -respondió Siegfried.
– ¿No ha hecho ninguna pregunta?
– No; no es de esa clase de hombres. Se limita a cumplir las órdenes sin cuestionarlas.
– ¿Por qué no se lo contamos y le ofrecemos un pequeño porcentaje? -sugirió Bertram-. Podría resultarnos muy útil.
– No pienso reducir mi porcentaje -aseguró Siegfried-.
No se atreva a sugerirlo. Además, Cameron ya es útil. Hace todo lo que le ordeno.
– Lo que más me preocupa del incidente con Kevin Marshall es que debe de haberse confiado a las mujeres. Lo último que necesitamos es que piensen que los bonobos de la isla están haciendo fuego. Si se corre la voz, pronto tendremos fanáticos defensores de los derechos de los animales hasta debajo de las piedras. GenSys abandonará el proyecto antes de que cante un gallo.
– ¿Qué cree que debemos hacer? Yo podría hacer desaparecer a los tres.
Bertram miró a Siegfried y se estremeció levemente. Sabía que no bromeaba.
– No, sería peor -dijo. Fijó la vista en el parabrisas-. Organizarían una campaña de investigación. Como le he dicho, creo que deberíamos ir a buscar a los bonobos, enjaularlos y trasladarlos aquí. Es obvio que no harán fuego en el Centro de Animales.
– ¡No, maldita sea! Los animales se quedan en la isla. Si los traemos aquí, no podremos mantener el secreto. Aunque no hagan fuego, sabemos que son condenadamente listos por los problemas que crearon durante la operación de recogida.
Y puede que empiecen a hacer cosas raras. En tal caso, darán que hablar entre las personas que los cuiden, y estaremos peor que ahora.
Bertram suspiró y se mesó el cabello blanco con nerviosismo. Aunque no le gustara, debía admitir que Siegfried tenía razón. Aun así, seguía pensando que era conveniente trasladar a los animales al centro, sobre todo para separarlos.
– Mañana hablaré con Raymond Lyons -dijo Siegfried-. Lo llamé antes, pero no lo encontré. Supuse que puesto que Kevin Marshall ya había hablado con él era recomendable pedirle su opinión. Después de todo, este proyecto es obra suya, y al igual que nosotros, no querrá tener problemas.
– Es cierto.
– Dígame una cosa: Si es verdad que los animales prenden fuego, ¿cómo cree que lo consiguieron? ¿O todavía piensa que fueron los rayos?
– No estoy seguro. Es posible que fueran rayos, pero no hay que olvidar que los bonobos se las apañaron para robar herramientas sogas y demás objetos cuando los operarios construyeron el mecanismo del puente del lado de la isla.
Nadie había pensado siquiera en la posibilidad de un robo. todo estaba seguro dentro de las cajas de herramientas. también podrían haber cogido cerillas. Claro que no entiendo cómo aprendieron a usarlas.
– Acaba de darme una idea -dijo Siegfried-. ¿Por qué no les decimos a Kevin y a las mujeres que la semana pasada enviamos una cuadrilla de obreros a la isla para hacer algún trabajo, por ejemplo para desmontar terreno y abrir caminos.
Podemos decirles que descubrimos que ellos son los responsables de los fuegos.
– Es una idea excelente -convino Bertram-, perfectamente verosímil. Al fin y al cabo, en algún momento consideramos la posibilidad de construir un puente sobre el río Deviso.
– ¿Por qué no se nos ocurrió antes? -preguntó Siegfried-.
Era lo más obvio. -Los faros del todoterreno iluminaron el primer edificio del Centro de Animales-. ¿Dónde quiere que aparque?
– En la entrada principal. Puede esperarme en el coche. Tardaré un minuto.
Siegfried levantó el pie del acelerador y comenzó a frenar.
– ¡Mierda! -exclamó Bertram.
– ¿Qué pasa?
– Hay luz en mi despacho.
– Esto promete -dijo Candace mientras extraía una carpeta del primer cajón del archivador. La carpeta era de color azul oscuro y estaba cerrada con bandas elásticas. En el extremo superior derecho se leía: Isla Francesca.
Melanie cerró el cajón del escritorio y se acercó a Candace. Kevin entró en el despacho interior. Candace retiró las bandas elásticas, abrió la carpeta y desparramó el contenido sobre una mesa. Había diagramas de equipos electrónicos, gráficos de ordenador y numerosos mapas. También había un abultado sobre marrón con la inscripción Puente Stevenson.
– Caliente, caliente… -dijo Candace. Introdujo la mano en el sobre y sacó un llavero con cinco llaves idénticas.
– Voila -dijo Melanie. Cogió el llavero y desenganchó una de las llaves.
Kevin examinó los mapas y separó uno topográfico.
Cuando comenzaba a desplegarlo, notó una luz parpadeante con el rabillo del ojo. Miró hacia la ventana y vio el reflejo de los faros de un coche sobre las tablillas de las persianas venecianas. Se acercó a la ventana y miró hacia fuera.
– ¡Caray! -dijo-. Es el coche de Siegfried.
– ¡Rápido! -exclamó Melanie-. Guardemos todo en el archivador.
Melanie y Candace amontonaron ra.pidamente el material de la carpeta, la pusieron en el archivador y cerraron el cajón. Casi de inmediato, oyeron el ruido de la puerta principal al abrirse.
– Por aquí -murmuró Melanie con nerviosismo.
Señaló una puerta situada detrás del escritorio de Bertram y los tres salieron a toda prisa. Cuando Kevin la cerró, oyó que se abría la puerta del despacho exterior. Estaban en la consulta de Bertram, cubierta de azulejos blancos y con una mesa de acero inoxidable en el centro. Al igual que en el despacho interior de Bertram, las ventanas tenían cortinas venecianas, que dejaban entrar suficiente luz para que pudieran correr hasta la puerta del pasillo. Por desgracia, en el camino Kevin chocó con una papelera de acero inoxidable que estaba junto a la mesa. El cubo golpeó contra la pata de la mesa y resonó como un gong en un parque de atracciones. Melanie empujó la puerta del pasillo y corrió hacia la escalera. Candace la siguió. Mientras Kevin corría tras ellas, oyó que se abría la puerta del despacho de Bertram. Ignoraba si había alcanzado a verlo o no.
Una vez en la escalera, Melanie descendió tan rápidamente como permitía la escasa luz. Oía a Candace y a Kevin a su espalda. Al pie de la escalera, aflojó el paso para buscar a tientas la puerta del sótano. La abrió en buena hora, pues en ese preciso instante se entornó la puerta del primer rellano y se oyeron pasos en los peldaños de metal.
El sótano estaba completamente a oscuras, salvo por un contorno rectangular de luz en la distancia. Cogidos en una piña echaron a andar hacia la luz. Sólo cuando llegaron allí, Kevin y Candace se percataron de que se trataba de una puerta de incendios, iluminada por la luz que se filtraba por las rendijas. Melanie la abrió con la tarjeta magnética en cuanto localizó la cerradura.
Al otro lado de la puerta había un pasillo brillantemente iluminado que les permitió correr a toda velocidad. Melanie se detuvo abruptamente en el centro del pasillo y abrió una puerta señalada con un rótulo que rezaba Anatomía Patológica.
– Entrad -ordenó Melanie, y los dos la siguieron sin rechistar.
Estaban en la antesala de dos anfiteatros anatómicos. Había un par de fregaderos, varios escritorios y una gran puerta metálica que conducía al cuarto refrigerado.
– ¿Por qué hemos entrado aquí? -preguntó Kevin con voz cargada de pánico-. Estamos atrapados.
– No exactamente -respondió Melanie con la respiración entrecortada-. Por aquí.
Les hizo señas para que la siguieran hasta un rincón de la estancia, donde, para sorpresa de Kevin, había un ascensor.
Melanie pulsó el botón de llamada, que produjo un chirrido inmediato del mecanismo. Al mismo tiempo, el indicador luminoso se encendió en la tercera planta.
– Venga -dijo Melanie, como si su súplica pudiera acelerar el descenso.
Puesto que el ascensor era en realidad un montacargas, bajaba con penosa lentitud. Apenas había llegado a la segunda planta cuando oyeron la puerta del pasillo y una imprecación ahogada.
Los tres cambiaron una mirada de horror.
– Llegarán en unos segundos -dijo Kevin-. ¿Hay alguna otra salida?
Melanie negó con la cabeza.
– Sólo el ascensor.
– Tendremos que escondernos en algún sitio -dijo Kevin.
– ¿Qué os parece el frigorífico? -propuso Candace.
Sin tiempo para discutir, los tres corrieron hacia la nevera.
Kevin abrió la puerta, y un vapor fresco salió del interior, acumulándose al nivel del suelo.
Candace entró en primer lugar, seguida por Melanie y Kevin. Este cerró la puerta metálica, que produjo un fuerte chasquido. La estancia, de unos seis metros cuadrados, tenía estantes de acero inoxidable desde el suelo hasta el techo, a ambos lados y en el centro. En los estantes había cadáveres de varios primates. El más impresionante era el de un gorila macho, situado en la estantería central. La nevera estaba iluminada por unas bombillas protegidas por estructuras metálicas y acopladas al techo a intervalos regulares encima de los pasillos.
Instintivamente, los tres corrieron hacia la parte posterior de la estantería central y se agacharon. En la fría temperatura, la respiración agitada de los tres amigos formaba fugaces nubecillas de vapor. El olor a amoníaco no era agradable, pero resultaba soportable. Rodeados por las paredes de material aislante, Kevin y las chicas no oían ningún sonido del exterior, ni siquiera el chirrido del ascensor. Al menos hasta que oyeron el ruido inconfundible de la puerta del frigorífico.
Cuando se abrió la puerta, el corazón de Kevin dio un vuelco. Preparado para ver la cara despectiva de Siegfried, levantó ligeramente la cabeza para espiar por encima del cuerpo del gorila muerto. Para su sorpresa, no era Siegfried, sino dos hombres con uniformes de cirugía que cargaban el cuerpo de un chimpancé. Sin decir una palabra, los hombres dejaron el cadáver en un estante de la derecha, muy cerca de la entrada y se marcharon.
En cuanto la puerta volvió a cerrarse, Kevin miró a Melanie y suspiró.
– Creo que éste ha sido el peor día de mi vida -dijo.
– Todavía no ha terminado -repuso ella-. Aún hemos de salir de aquí. Pero al menos tenemos lo que vinimos a buscar. -Abrió la mano y les enseñó la llave. La luz destelló sobre la superficie cromada.
Kevin miró su propia mano. Inadvertidamente había llevado consigo el mapa topográfico.
Bertram encendió la luz del pasillo mientras salía de la zona de escaleras. Había subido a la segunda planta y entrado en el pabellón de pediatría para preguntar al personal si habían visto a alguien corriendo. Le respondieron que no.
Entró en su consulta y encendió la luz. Siegfried apareció en la puerta que conducía al despacho.
– ¿Y?
– No sé si ha entrado alguien -dijo Bertram. Advirtió que la papelera metálica no estaba en su sitio, junto a la mesa.
– ¿Ha visto a alguien?
– No -respondió negando con la cabeza-. Es probable que el personal de limpieza dejara la luz encendida.
– Bueno, eso justifica mi preocupación por las llaves -señaló Siegfried.
Bertram hizo un gesto afirmativo. Empujó con el pie la papelera metálica para devolverla a su posición normal. Luego apagó la luz de la sala de revisión y siguió a Siegfried al despacho. Abrió el primer cajón del archivador y sacó la carpeta de la isla Francesca. Soltó las bandas elásticas y examinó el contenido.
– ¿Qué pasa? -preguntó Siegfried al ver que titubeaba.
Bertram era un maniático del orden y no recordaba haber dejado los papeles en ese estado caótico. Temía lo peor, por eso sintió un enorme alivio al ver el sobre del puente Stevenson y el bulto de las llaves en su interior.