4 de marzo de I997, I3.30 horas.
Cogo, Guinea Ecuatorial
Kevin Marshall dejó el lápiz y miró por la ventana situada encima de su escritorio. En contraste con su caos interior, fuera el tiempo era agradable y el cielo comenzaba a teñirse de un color azul que Kevin no había visto en meses. Por fin había comenzado la estación seca. Claro que en realidad no era seca; sencillamente, no llovía tanto como durante la temporada húmeda. La desventaja era que el sol hacía que la temperatura se asemeiara a la de un horno. En ese momento, había 46 C a la sombra.
Kevin no había trabajado bien esa mañana ni había dormido bien la noche pasada. La ansiedad que lo había embargado el día anterior, durante la operación, no se había disipado.
De hecho, había ido en aumento, sobre todo después de la inesperada llamada del director de GenSys, Taylor Cabot.
Previamente, sólo había cambiado unas palabras con él en una ocasión. Para la mayoría de los miembros de la compañía era lo mismo que hablar con Dios.
Su inquietud aumentó al ver otra columna de humo ondulando en el cielo, encima de la isla Francesca. Ya había reparado en el humo esa mañana, poco después de llegar al laboratorio. Por lo que podía adivinar, procedía del mismo sitio que el día anterior: el macizo de piedra caliza. El hecho de que el humo ya no fuera tan evidente no lo consolaba.
Renunció a la idea de continuar con su trabajo, se quitó la bata blanca y la arrojó sobre una silla. No tenía hambre, pero sabía que su ama de llaves, Esmeralda, le habría preparado la comida, así que se sentía obligado a volver a casa.
Descendió los tres tramos de escalera abstraído en sus pensamientos. Varios colegas lo saludaron al pasar, pero Kevin no reparó en su presencia. Estaba demasiado preocupado. En las últimas veinticuatro horas había llegado a la conclusión de que debía hacer algo. El problema no era pasajero, como había supuesto la semana anterior, al ver el humo por primera vez.
Por desgracia, no se le ocurría qué podía hacer. Sabía que no era precisamente un héroe; es más, hacía años que se veía a sí mismo como un cobarde. Detestaba los enfrentamientos y los evitaba a toda costa. Ya en su infancia había huido de cualquier forma de rivalidad, excepto cuando jugaba al ajedrez Desde entonces, siempre había sido una especie de solitario.
Se detuvo junto a la puerta de cristal de la salida. Al otro lado de la plaza, debajo de las arcadas del antiguo ayuntamiento, avistó la habitual camarilla de soldados. Estaban enfrascados en las actividades sedentarias de rigor; sencillamente, mataban el tiempo. Algunos jugaban a las cartas sentados en viejas sillas de paja; otros discutían entre sí con voz estridente, apoyados contra los muros del edificio. Casi todos fumaban. El tabaco formaba parte de su sueldo. Vestían sucios uniformes de camuflaje, gastadas botas de combate y boinas rojas. Todos tenían rifles de asalto automáticos colgados al hombro o al alcance de la mano.
Los soldados habían aterrorizado a Kevin desde el momento de su llegada a Cogo, cinco años antes. En un principio Cameron McIvers, el jefe de seguridad, que entonces le había enseñado los alrededores, le había dicho que GenSys había contratado a unos cuantos soldados ecuatoguineanos para que protegieran la compañía. Más tarde, Cameron había admitido que esas funciones eran, en realidad, una compensación adicional del gobierno, así como del ministro de Defensa y del ministro de Administración Territorial.
En opinión de Kevin, los soldados tenían más pinta de adolescentes aburridos que de guardaespaldas. Su tez parecía ébano pulido. Las expresiones ausentes y las cejas arqueadas les daban un aire de arrogancia que reflejaba su aburrimiento. Tenía la desagradable sensación de que se morían por encontrar un pretexto cualquiera para usar sus armas.
Empujó la puerta y cruzó la plaza. No miró en dirección a los soldados, aunque sabía por experiencia que, al menos algunos de ellos, lo observaban, cosa que le ponía la carne de gallina. Como no sabía una sola palabra de fang, el principal dialecto local, ignoraba de qué hablaban.
Una vez perdida de vista la plaza central, se relajó un poco y aflojó el paso. La combinación de calor con una humedad del ciento por ciento producía el efecto de un permanente baño de vapor. Cualquier actividad hacía que uno sudara a chorros. Después de unos minutos, sintió la camisa adherida a su espalda.
Su casa estaba situada a mitad de camino entre la costa y el hospital-laboratorio; es decir, a sólo tres calles de este último. La ciudad era pequeña, aunque todavía quedaban vestigios de su antigua belleza. Originalmente, los edificios de techos rojos habían sido estucados en colores vivos. Ahora esos colores se habían desvanecido, convertidos en suaves tonos pastel. Los postigos eran de la clase que giran sobre un gozne en la parte superior. La mayoría de ellos, con la única excepción de aquellos de los edificios restaurados, estaban en un estado lamentable. Las calles discurrían en una poco imaginativa cuadrícula, pero en el curso de los años habían sido repetidamente pavimentadas con el granito importado que servia de lastre a los veleros. En tiempos de la colonia española, la ciudad vivía de la agricultura, en particular de la producción de café y cacao, que había alimentado generosamente a una población de varios millares de personas.
Pero la historia cambió de forma radical después de 1959, el año de la independencia de Guinea Ecuatorial. El nuevo presidente, Francisco Macías, se transformó rápidamente de un militar elegido por el pueblo en el dictador más sádico del continente, cuyas atrocidades consiguieron superar incluso a las de Idi Amín Dadá de Uganda y a las de Jean-Bedel Bokassa, de la República Centroafricana. Las consecuencias fueron apocalípticas. Tras el asesinato de cincuenta mil personas, la tercera parte de la población nacional huyó, incluidos los residentes españoles. La mayoría de las ciudades quedaron diezmadas, y Cogo, en particular, fue abandonada por completo. La carretera que unía Cogo con el resto del país quedó en ruinas y pronto se hizo intransitable. Durante años, la ciudad se convirtió en una simple curiosidad para los esporádicos visitantes que llegaban en lancha desde el pueblo costero de Acalayong. Cuando uno de los representantes de GenSys había dado con ella, siete años antes, la selva había comenzado a reclamar el territorio de la ciudad. El individuo en cuestión consideró que el aislamiento de Cogo y el vasto bosque tropical que rodeaba la ciudad la convertían en el enclave perfecto para la granja de primates de GenSys.
A su regreso a Malabo, la capital de Guinea Ecuatorial, el delegado de GenSys inició negociaciones de inmediato con el gobierno ecuatoguineano. Puesto que el país era uno de los más pobres de África, y en consecuencia necesitaba desesperadamente la entrada de divisas, el nuevo presidente se mostró encantado y las negociaciones prosperaron.
Kevin giró en la última esquina y se acercó a su casa. Tenía tres plantas, como la mayoría de los edificios de la ciudad.
GenSys la había restaurado con buen gusto, dándole un aire de casa de cuento infantil. De hecho, era una de las casas más deseables de la ciudad y motivo de envidia para unos cuantos empleados de GenSys, en especial para el jefe de seguridad, Cameron McIvers. Sólo Siegfried Spallek, el gerente de la Zona, y Bertram Edwards, el jefe de los veterinarios, tenían alojamientos comparables. Kevin había atribuido su buena suerte a la mediación del doctor Raymond Lyons, aunque no podía estar seguro.
La casa, de estilo tradicional español, había sido construida a mediados del siglo xix por un próspero importador-exportador. La planta baja tenía arcadas, como el ayuntamiento, y originariamente había albergado tiendas y almacenes.
La segunda planta constaba de tres dormitorios y tres cuartos de baño, un amplio salón, comedor, cocina y un pequeño apartamento de servicio. Estaba rodeada por terrazas en los cuatro lados. La tercera planta era una inmensa estancia sin separaciones con suelo de taracea, iluminada por dos gran des arañas de luces de hierro forjado. Podía albergar con facilidad a cien personas, y en apariencia había sido usada para reuniones multitudinarias.
Entró y subió por la escalera central, que conducía a un pasillo estrecho- De allí pasó al comedor. Tal como esperaba, la mesa estaba puesta.
La casa era demasiado grande para Kevin, sobre todo por que éste no tenía familia. Había señalado este hecho cuando le enseñaron la vivienda por primera vez, pero Siegfried Spallek había respondido que la decisión se había tomado en Boston y que no le convenía quejarse. En consecuencia, aceptó la casa, aunque la envidia de sus colegas a menudo lo hacía sentirse incómodo.
Esmeralda apareció como por arte de magia. Kevin se preguntó cómo lo hacía; cualquiera diría que estaba siempre pendiente de su llegada. Era una mujer agradable, de edad indeterminada, con cara redonda y ojos tristes. Vestía ropa estampada de colores vivos con un pañuelo a juego en la cabeza. Además del fang, su lengua nativa, hablaba español con fluidez y un inglés pasable que mejoraba casi a diario.
Esmeralda vivía en las dependencias de servicio de lunes a viernes. Pasaba el fin de semana con su familia, en un pueblo que GenSys había construido en el este, a orillas del estuario, para alojar a los múltiples trabajadores locales empleados en la Zona, como se llamaba a la región ocupada por la operación ecuatoguineana de GenSys. Esmeralda y su familia se habían trasladado allí desde Bata, la principal ciudad del territorio continental ecuatoguineano. La capital, Malabo, estaba en una isla llamada Bioko.
Kevin había animado a Esmeralda a regresar a casa por las tardes si así lo deseaba, pero ella se había negado. Ante la insistencia de él, la mujer había respondido que tenía órdenes de permanecer en Cogo.
– Le han dejado un recado por teléfono -dijo Esmeralda.
– Ah -respondió Kevin con nerviosismo. Su pulso se aceleró.
Los mensajes telefónicos eran poco frecuentes, y en las presentes circunstancias, lo último que deseaba oír eran más noticias inesperadas. La llamada de Taylor Cabot, en plena noche, ya lo había turbado demasiado.
– Era el doctor Raymond Lyons, desde Nueva York -explicó Esmeralda-. Dejó dicho que lo llame.
El hecho de que se tratara de una llamada del exterior no le sorprendió. Con las líneas vía satélite que GenSys había instalado en la Zona, era más sencillo llamar a Europa o a Estados Unidos que a Bata, situada a apenas noventa kilómetros al norte. Las llamadas a Malabo eran prácticamente imposibles.
Kevin pasó al salón. El teléfono estaba sobre el escritorio, en un extremo de la habitación.
– ¿Va a comer? -preguntó Esmeralda.
– Sí -respondió él. Aún no tenía hambre, pero no quería herir los sentimientos de Esmeralda.
Se sentó ante su escritorio. Con la mano sobre el teléfono, calculó rápidamente que en Nueva York serían las ocho de la mañana. Se preguntó para qué habría llamado el doctor Lyons, aunque suponía que tendría algo que ver con su breve conversación con Taylor Cabot. No le gustaba la idea de que le hicieran la autopsia a Carlo Franconi, e imaginaba que a Raymond Lyons le pasaba otro tanto.
Había conocido a Raymond hacía seis años, durante una reunión de la Asociación Americana para el Desarrollo de la Ciencia, en la que Kevin había presentado un trabajo. El detestaba las disertaciones y rara vez las daba, pero en aquella ocasión lo había obligado su jefe de departamento de Harvard. Desde la redacción de su tesis de doctorado, su interés se centraba en la transposición de cromosomas: un proceso mediante el cual se intercambiaban segmentos de cromosomas para mejorar la adaptación de las especies y con ello la evolución. Este fenómeno ocurría con particular frecuencia durante la generación de células sexuales, un proceso conocido como meiosis.
Por pura casualidad, en el mismo congreso y a la misma hora de su intervención, James Watson y Francis Crick habían dado una conferencia extraordinariamente popular con ocasión del aniversario de su descubrimiento de la estructura del ADN. En consecuencia, poca gente había acudido a escuchar a Kevin- Sin embargo, Raymond había estado entre ellos. Después de la disertación, Raymond había hablado con él, convenciéndolo de que abandonara Harvard para unirse a GenSys.
Con mano temblorosa, levantó el auricular y marcó el número. Raymond atendió al primer timbrazo, como si hubiera estado esperando junto al teléfono. Su voz se oía con tanta claridad como si se hallaran en habitaciones contiguas.
– Tengo buenas noticias -anunció en cuanto supo que se trataba de Kevin-. No habrá autopsia.
Kevin no respondió. Estaba desconcertado.
– ¿No te alegras? Sé que Cabot te telefoneó anoche.
– Me alegra hasta cierto punto -repuso Kevin-. Pero con autopsia o sin ella, tengo sentimientos encontrados acerca de este proyecto.
Esta vez fue Raymond quien calló. Apenas terminaba de resolver un problema potencial, otro asomaba la cabeza.
– Es posible que hayamos cometido un error -explicó Kevin-. Quiero decir que quizá yo haya cometido un error. Mi conciencia empieza a importunarme, y estoy asustado. En realidad, soy un especialista en ciencias puras. Las ciencias aplicadas no son lo mío.
– ¡Venga ya! -dijo Raymond con exasperación-. ¡No compliques las cosas! Y sobre todo ahora. Tienes el laboratorio que siempre has deseado. Me he roto los cuernos para enviarte todo el equipo que pediste. Además, las cosas van de maravilla, en especial en lo que respecta a mis reclutamientos. ¡Joder! Con todas las acciones que estás acumulando, serás rico.
– Nunca me propuse amasar una fortuna.
– Hay cosas peores. ¡Vamos, Kevin! No me hagas esto.
– ¿De qué me sirve ser rico si tengo que estar aquí, en el medio de la nada? -Involuntariamente, evocó la imagen del gerente, Siegfried Spallek, y se estremeció. Aquel hombre lo aterrorizaba.
– No estarás allí siempre -dijo Raymond-. Tú mismo me dijiste que casi lo has conseguido, que el sistema es prácticamente perfecto. Una vez termines y entrenes a alguien para que ocupe tu lugar, regresarás. Con tanto dinero, podrás construir el laboratorio de tus sueños.
– He visto más humo procedente de la isla-dijo Kevin-. Igual que la semana pasada.
– ¡Olvida el humo! Estás dejando que tu imaginación se desboque. En lugar de preocuparte por tonterías, deberías concentrarte en tu trabajo para terminar antes. En tu tiempo libre, dedícate a fantasear con el laboratorio que construirás cuando regreses.
Kevin asintió con la cabeza. Raymond tenía algo de razón.
Parte de su preocupación se debía a que si su intervención en el proyecto africano se hacía pública, nunca podría regresar al mundo académico. Nadie lo contrataría. Pero si tenía su propio laboratorio y unos ingresos independientes, no tendría que preocuparse.
– Escucha -dijo Raymond-. Iré a recoger al último paciente cuando esté preparado, lo que debería ser pronto. Entonces volveremos a hablar. Mientras tanto, recuerda que casi lo hemos conseguido y que el dinero no deja de acumularse en nuestras arcas.
– De acuerdo -repuso Kevin de mala gana.
– No hagas ninguna tontería-insistió Raymond-. Prométemelo.
– De acuerdo -repitió Kevin con algo más de entusiasmo.
Colgó el auricular. Raymond era un tipo persuasivo, y siempre que hablaba con él se sentía mejor.
Se levantó del escritorio y regresó al comedor. Siguió el consejo de Raymond e intentó pensar dónde construiría su laboratorio. Cambridge, Massachusetts, se le antojaba el sitio ideal, sobre todo por su antigua vinculación con Harvard y el MIT. Pero quizá fuera mejor hacerlo en el campo, por ejemplo, en New Hampshire.
El plato principal de la comida era un pescado blanco que él no reconoció. Cuando interrogó a Esmeralda al respecto, ésta le dio el nombre del pescado en fang, de modo que se quedó en ascuas. Se sorprendió comiendo más de lo previsto. La conversación con Raymond había tenido un efecto positivo sobre su apetito. La idea de un laboratorio propio le atraía extraordinariamente.
Después de comer, se cambió la camisa sudada por una limpia y recién planchada. Estaba ansioso por volver al trabajo. Cuando se disponía a bajar las escaleras, Esmeralda le preguntó a qué hora quería cenar. Respondió que a las siete, la hora habitual.
Mientras comía, un cúmulo de nubes plomizas se había acercado desde el océano. Cuando cruzó la puerta, ya estaba diluviando, y la calle era una auténtica cascada que descendía en dirección a la ribera. Al sur, más allá del estuario del Muni, Kevin avistó una brillante franja de luz solar y el semicírculo completo del arco iris. En Gabón el tiempo seguía despejado, cosa que no le sorprendió. En ocasiones llovía en una acera y no en la de enfrente.
Previendo que no amainaría durante al menos una hora, rodeó su casa bajo la protección del alero y subió a su Toyota negro. Aunque el trayecto hasta el hospital era ridículamente breve, Kevin prefirió hacerlo en coche a pasarse el resto de la tarde empapado.