7 de marzo de 1997, 6.15 horas.
Nueva York.
Jack parpadeó y despertó en el acto. Se sentó y se restregó los ojos. Todavía estaba cansado, pues la noche previa casi no había dormido y la anterior se había acostado más tarde de lo previsto. Sin embargo estaba demasiado nervioso para volver a conciliar el sueño.
Se levantó del sofá, se envolvió con una manta para protegerse del frío de la mañana y se acercó a la puerta de la habitación. Aguzó el oído. Convencido de que Laurie dormía, entornó la puerta. Como suponía, Laurie estaba tendida de costado bajo una montaña de mantas, respirando profunda mente.
Con cuidado de no hacer ruido, Jack cruzó de puntillas el dormitorio y entró en el cuarto de baño. Tras cerrar la puerta, se afeitó y se duchó con rapidez. Al salir, vio con satisfacción que Laurie no se había movido de su sitio.
Cogió ropa limpia del armario, se la llevó consigo al salón y se vistió. Unos minutos después salió del edificio a la luz del amanecer. Hacía frío y unos cuantos copos de nieve flotaban en el aire, empujados por el viento.
Al otro lado, en el interior de un coche con las luces interiores encendidas, dos policías de uniforme bebían café y leían los periódicos de la mañana. Reconocieron a Jack y lo saludaron con la mano. Jack respondió al saludo. Lou había cumplido su palabra.
Jack corrió calle abajo, en dirección a una tienda de Columbus Avenue que abría las veinticuatro horas del día. Uno de los policías lo siguió. Jack pensó en comprarle una pasta pero enseguida cambió de idea. No quería que el poli lo interpretara mal.
Cargado con zumo, café, fruta y pan recién horneado regresó al apartamento. Laurie se había levantado y estaba duchándose. Jack llamó a la puerta y anunció que el desayuno estaría listo cuando ella quisiera.
Unos minutos después, Laurie salió al salón enfundada en la bata de Jack y con el cabello húmedo. Las secuelas de su encuentro con Angelo no eran especialmente notorias y lo único que llamaba la atención era el ligero morado en el ojo.
– Ahora que has tenido toda la noche para pensar en el viaje, ¿sigues queriendo hacerlo? -preguntó ella.
– Desde luego. Estoy completamente decidido.
– ¿De verdad vas a pagar todos los billetes? Te saldrá caro.
– ¿En qué otra cosa puedo gastarme la pasta? -replicó Jack echando un vistazo alrededor-. En mi estilo de vida, no, naturalmente, y la bici ya está pagada.
– Hablo en serio. En cierto modo, entiendo que quieras llevar a Esteban, pero ¿por qué a Warren y a Natalie?
La noche anterior, cuando habían propuesto el viaje a Teodora, ésta había recordado a su marido que uno de los dos debía permanecer en la ciudad para atender la tienda y cuidar a su hijo adolescente. Para tomar la decisión habían arrojado una moneda al aire y la suerte había favorecido a Esteban.
– Hablaba en serio cuando dije que nos divertiríamos -dijo Jack-. Aunque no descubramos nada, y cabe la posibilidad de que así sea, por lo menos haremos un viaje estupendo. El interés de Warren por esa parte de Africa se leía clara mente en sus ojos. Y en el camino de vuelta, pasaremos un par de días en París.
– A mí no tienes que convencerme-dijo Laurie-. Al principio no quería que fueras, pero ahora estoy entusiasmada.
– Lo único que nos falta es convencer a Bingham.
– No creo que sea difícil. Ninguno de los dos nos tomamos vacaciones cuando nos lo propuso. Y Lou prometió poner su granito de arena contándole lo de las amenazas. Seguro que se alegra de que nos marchemos de la ciudad.
– No me fío de los burócratas. Pero seamos optimistas y, suponiendo que nos vayamos, repartamos las tareas. Yo iré a comprar los billetes mientras tú, Warren y Natalie os ocupáis de los visados. También tendremos que vacunarnos e iniciar un tratamiento preventivo contra la malaria. En rigor, deberíamos contar con más tiempo para las vacunas, pero haremos todo lo que podamos y llevaremos un cargamento de repelente de insectos.
– Buena idea -dijo ella.
Puesto que Laurie estaba con él, Jack tuvo que dejar su adorada bicicleta en el apartamento y compartieron un taxi hasta el depósito. Cuando entraron en la sala de identificaciones, Vinnie bajó el periódico que estaba leyendo y los miró como si fueran fantasmas.
– ¿Qué hacéis aquí? -preguntó con voz ronca y de inmediato se aclaró la garganta.
– ¿Qué clase de pregunta es ésa? -inquirió Jack-. Trabajamos aquí, Vinnie, ¿o lo has olvidado?
– Es que no sabía que estuvierais de guardia -dijo Vinnie.
Bebió precipitadamente un sorbo de café y volvió a toser.
Jack y Laurie se acercaron a la cafetera.
– Hace un par de días que está muy raro -susurró Jack.
Laurie miró por encima del hombro a Vinnie, que había vuelto a ocultarse detrás del periódico.
– Ha reaccionado de manera extraña-convino ella-. Y ayer noté que parecía incómodo en mi presencia.
Sus ojos se cruzaron y los dos se miraron fijamente durante unos instantes.
– ¿Est s pensando lo mismo que yo? -preguntó Laurie.
– Es posible. Todo parece encajar. Desde luego, podría haberlo hecho.
– Creo que deberíamos comentárselo a Lou. -No me gustaría que fuera Vinnie, pero tenemos que descubrir quién ha estado filtrando información confidencial.
Por suerte para Laurie, su turno semanal como jefa de día había terminado y comenzaba el de Paul Plodgett. Este ya estaba ante el escritorio, examinando los casos que habían entrado la noche anterior. Laurie y Jack le dijeron que pensaban tomarse unos días de vacaciones y que no les asignara ninguna autopsia a menos que fuera imprescindible. Paul les aseguró que no habría necesidad, pues la lista de casos era pequeña.
Laurie, que sabía más de política que Jack, insistió en que, debían comentar sus planes con Calvin antes de abordar a Bingham, y Jack se sometió a su buen criterio. Calvin respondió con un gruñido que deberían haber avisado con más tiempo.
En cuanto Bingham llegó, Laurie y Jack fueron a su despacho. El jefe del instituto los miró con curiosidad por encima de la montura metálica de las gafas. Tenía la correspondencia en la mano y estaba a punto de leerla.
– ¿Quieren dos semanas a partir de hoy? -preguntó con incredulidad-. ¿Por qué tanta prisa? ¿Es una emergencia?
– Nos proponemos hacer lo que se llama turismo de aventura -dijo Jack-. Y nos gustaría marcharnos esta misma noche.
Los ojos vidriosos de Bingham iban y venían de Laurie a Jack.
– No pensarán casarse, ¿no?
– No será una aventura tan arriesgada -respondió Jack.
Laurie soltó una carcajada.
– Lamentamos no haber avisado con mayor antelación -dijo-. El motivo de nuestra prisa es que anoche los dos recibimos amenazas en relación con el caso Franconi.
– ¿Amenazas? -preguntó Bingham-. ¿Ese ojo a la funerala tiene algo que ver con ellas?
– Me temo que sí -respondió Laurie. Había hecho lo posible por cubrir el morado con maquillaje, pero sólo lo había conseguido en parte.
– ¿Y quién está detrás de esas amenazas? -preguntó Bingham.
– Una de las familias de la mafia de Nueva York -repuso Laurie-. El detective Soldano le informará al respecto y le hablará de la posibilidad de que exista un infiltrado de la mafia en el instituto. Creemos haber descubierto cómo robaron el cadáver de Franconi.
– Soy todo oídos -dijo Bingham.
Dejó la correspondencia sobre el escritorio y se reclinó en su sillón.
Laurie le contó toda la historia, subrayando el hecho de que la funeraria Spoletto tenía el número de admisión de la víctima sin identificar.
– ¿Y el detective Soldano cree que es conveniente que se marchen de la ciudad? -preguntó Bingham.
– Sí -respondió ella.
– Bien -dijo Bingham-. Entonces pueden marcharse.
¿Tengo que llamar a Soldano o me llamar él?
– Quedamos en que llamaría él.
– De acuerdo. -Miró a Jack-. ¿Y qué hay del asunto del hígado?
– Todavía está sin aclarar -respondió Jack-. Estoy esperando los resultados de las pruebas.
Bingham hizo un gesto de asentimiento y dijo:
– Este caso es un auténtico coñazo. Asegúrese de que me notifiquen cualquier descubrimiento mientras usted esté fuera. No quiero sorpresas. -Bajó la vista al escritorio y cogió la correspondencia-. Que tengan buen viaje, y no olviden enviarme una postal.
Laurie y Jack salieron al pasillo y sonrieron.
– Esto promete -dijo él-. Bingham era el principal obstáculo.
– Me pregunto si deberíamos haberle dicho que íbamos a Africa para investigar el asunto del hígado trasplantado dijo ella.
– No lo creo. Es muy probable que no nos hubiera dejado marchar. Lo único que él quiere es que el caso se esfume sin alboroto.
Cuando se retiraron a sus respectivos despachos, Laurie telefoneó a la embajada de Guinea Ecuatorial para informarse de los trámites necesarios para los visados, mientras Jack llamaba a las líneas aéreas. Laurie descubrió que Esteban estaba en lo cierto: el visado podía obtenerse en una mañana.
En la compañía Air France dijeron a Jack que se ocuparían de todo, y él quedó en pasar por la oficina por la tarde a recoger los billetes.
Poco después, Laurie entró en el despacho de Jack. Estaba radiante.
– Comienzo a hacerme a la idea de que nos vamos de verdad -dijo con entusiasmo-. ¿Qué tal te ha ido a ti?
– Bien -respondió Jack-. Salimos esta tarde a las ocho menos diez.
– No puedo creerlo. Me siento como una adolescente antes de su primer viaje al extranjero.
Tras hacer los arreglos necesarios para el viaje y la vacunación en el Hospital General de Manhattan, telefonearon a Warren, que dijo que llamaría a Natalie y se reuniría con ellos en el hospital.
Una enfermera les puso una serie de vacunas y les dio recetas de fármacos para prevenir la malaria. También les dijo que debían esperar una semana para viajar. Jack le explicó que era imposible, y la mujer respondió que se alegraba de no estar en sus zapatos.
En el pasillo, Warren preguntó a Jack qué había querido decir la enfermera.
– Las vacunas tardan una semana en hacer efecto -explicó Jack-, excepto la gammaglobulina.
– ¿Entonces corremos algún riesgo? -preguntó Warren.
– Vivir es un riesgo -bromeó Jack-. Ahora en serio, sí, corremos un riesgo, pero nuestro sistema inmunitario estará más fuerte día a día. El principal peligro es la malaria, pero pienso llevar una tonelada de repelente de insectos.
– ¿Entonces no estás preocupado? -preguntó Warren.
– No lo suficiente para quedarme en casa.
Abandonaron el hospital y fueron a un fotógrafo para hacerse las fotografías de pasaporte.
Con ellas, Laurie, Warren y Natalie se dirigieron a la embajada de Guinea Ecuatorial.
Jack cogió un taxi rumbo al Hospital Universitario. Una vez allí, subió directamente al laboratorio del doctor Malovar. Como de costumbre, el anatomopatólogo estaba inclinado sobre el microscopio. Jack esperó pacientemente a que terminara de examinar la muestra.
– Ah, doctor Stapleton lo saludó Malovar-, me alegro de verlo. Veamos, ¿dónde está su muestra?
El laboratorio del doctor Malovar era un polvoriento caos de libros, revistas médicas y centenares de bandejas de portaobjetos. Las papeleras estaban siempre a rebosar. El profesor se negaba rotundamente a que cualquiera limpiara su lugar de trabajo por miedo a que perturbaran su metódico desorden.
Con sorprendente rapidez, Malovar localizó la muestra de Jack encima de un libro de patología veterinaria. Sus dos dedos diestros cogieron el portaobjetos y lo pusieron bajo el objetivo del microscopio.
– Osgood tuvo una idea excelente al sugerir que el doctor Hammersmith examinara la muestra -dijo Malovar mientras enfocaba. Una vez satisfecho con el enfoque, se irguió en su silla, cogió el libro y lo abrió en la página señalada con un portaobjetos vacío.
Le entregó el libro a Jack, que miró la página indicada. En ella había una fotomicrografía de un corte de hígado, en la que se veía un granuloma similar al de la muestra de Jack.
– Es igual -aseguró el doctor Malovar e hizo una seña a Jack para que lo confirmara mirando por el microscopio.
Jack se inclinó y examinó el preparado histológico. Las imágenes parecían idénticas.
– Sin duda, ésta es una de las muestras más interesantes que me ha traído -afirmó el doctor Malovar, apartando de sus ojos un mechón de cabello gris-. Como puede ver en el libro, el microorganismo agresor se llama Hepatocystis.
– ¿Es poco común? -preguntó Jack.
– Bueno, yo diría que es insólito encontrarlo en el depósito de cadáveres de Nueva York -respondió el doctor Malovar-. ¡Extraordinario! Verá, sólo se encuentra en primates, y exclusivamente en primates de Africa y el sudeste asiático.
Nunca se ha visto en el Nuevo Mundo y mucho menos en humanos.
– ¿Nunca? -preguntó Jack.
– Mire, yo nunca lo había visto -dijo Malovar-, y he visto muchos parásitos hepáticos. Más aún, el doctor Osgood tampoco lo había visto nunca, y él ha visto más parásitos hepáticos que yo. Basándome en la experiencia de ambos, puedo afirmar que este parásito no existe en los seres humanos.
Por supuesto, es probable que se presente en las zonas endémicas, pero incluso allí, apuesto a que es poco frecuente. De lo contrario habríamos visto al menos algún caso.
– Le agradezco su ayuda -dijo Jack con aire ausente, pensando en las inferencias de esa sorprendente información.
De hecho, era un indicio de que Franconi había sido sometido a un heterotrasplante, y un indicio mucho más claro que el simple hecho de que hubiera viajado a Africa.
– Este sería un caso interesante para presentar en uno de nuestros seminarios -señaló Malovar-. Si en algún momento le interesa hacerlo, hágamelo saber.
– Claro -repuso Jack con aire evasivo. Su mente era un auténtico torbellino.
Se despidió del profesor, cogió el ascensor hasta la planta baja y se dirigió al depósito. El hallazgo de un parásito de primate en la muestra hepática era una prueba significativa. Sin embargo, también debía tener en cuenta los análisis de ADN que había hecho Ted Lynch. Y para complicar más las cosas, estaba la ausencia de inflamación en el hígado, pese a no haberse detectado fármacos inmunosupresores. De lo único que estaba seguro era de que todo aquello carecía de lógica.
Al regresar al depósito, Jack subió directamente al laboratorio de ADN con la intención de interrogar a Ted. Esperaba que a él se le ocurriera alguna hipótesis para explicar los últimos hallazgos.
Jack no tenía los conocimientos necesarios sobre el tema para sacar sus propias conclusiones, pues las investigaciones sobre el ADN avanzaban con sorprendente rapidez.
– ¡Caramba, Stapleton! ¿Dónde demonios estabas? -preguntó Ted al verlo-. He estado llamando a todos los departamentos y nadie sabía nada de ti.
– He estado fuera -dijo Jack a la defensiva. Por un instante pensó en explicarle lo que ocurría, pero cambió de idea. En las últimas doce horas habían pasado demasiadas cosas.
– ¡Siéntate! -ordenó Ted.
Jack se sentó.
Ted rebuscó entre los papeles de su escritorio hasta que encontró una película cubierta de centenares de pequeñas bandas negras. Se la entregó a Jack.
– ¿Por qué me haces esto, Ted? Sabes perfectamente bien que no me entero de nada cuando miro estos chismes.
Sin hacerle caso, Ted continuó buscando otra película. La encontró debajo del informe sobre el presupuesto del laboratorio, en el que había estado trabajando momentos antes, y se la entregó a Jack.
– Levántalas a la luz -indicó Ted.
Jack lo hizo y comparó las dos películas. Las diferencias eran evidentes, incluso para un lego como él.
Ted señaló la primera plancha de celuloide.
– Este es un estudio del área del ADN que codifica las proteínas ribosómicas de un ser humano. He cogido un caso al azar para que veas qué aspecto tiene.
– Muy bonito -dijoJack.
– No empieces con tus sarcasmos.
– Lo intentaré.
– Bien; este otro es un estudio del tejido hepático de Franconi -explicó Ted-. Corresponde a la misma área y se han usado las mismas enzimas que para el primer estudio. ¿Notas las diferencias?
– Es lo único que noto -respondió Jack.
Ted le quitó la primera película y señaló la que seguía en manos de Jack.
– Como te dije ayer, tenemos la información en CD ROM, así que programé el ordenador para que buscara un patrón coincidente con éste. He descubierto que el patrón es similar al que presentaría un chimpancé.
– ¿Similar? ¿No es idéntico? -preguntó Jack. En ese caso, ningún resultado era concluyente.
– No, pero cercano. Podría tratarse de un primo de un chimpancé. Algo por el estilo.
– ¿Los chimpancés tienen primos?
– Ni idea -respondió Ted encogiéndose de hombros-.
Pero me moría por darte esta información. Tienes que admitir que es sorprendente.
– De modo que, según tú, ha sido un heterotrasplante -sugirió Jack.
Ted volvió a encogerse de hombros.
– Puestos a fantasear, yo diría que sí. Sin embargo, teniendo en cuenta los resultados del DQ alfa, no sé qué pensar.
Además, por iniciativa propia, he iniciado un análisis del de los grupos sanguíneos ABO. Hasta el momento, los resultados coinciden con el DQ alfa. Creo que dará un pareamiento perfecto con Franconi, lo que me confunde aún más. Es un caso rarísimo.
– ¡Y que lo digas! -exclamó Jack. Luego le contó a Ted el hallazgo de un parásito de primate.
Ted hizo una mueca de perplejidad.
– Me alegro de no estar a cargo de este caso -dijo.
Jack dejó las películas sobre el escritorio de Ted.
– Con un poco de suerte, en los próximos días encontraré una pista -dijo-. Esta noche me voy a Africa, al mismo país donde estuvo Franconi.
– ¿Te envía el instituto? -preguntó Ted, sorprendido.
– No. Lo hago por cuenta propia. Bueno, en realidad, eso no es del todo cierto. Yo pagaré los billetes, pero Laurie me acompaña.
– ¡Caray! Sí que eres concienzudo.
– Más bien obstinado -replicó Jack levantándose para marcharse.
Cuando llegó a la puerta del laboratorio, Ted le dijo:
– Ah, tengo los resultados del mitocondrial. Coinciden con los de Franconi, así que al menos la identificación fue acertada.
– Por fin algo definitivo -dijo Jack.
Cuando se disponía a salir, Ted volvió a llamarlo.
– Acaba de ocurrírseme una idea descabellada -dijo-. La única explicación para estos resultados es que el hígado sea quimérico.
– ¿Qué demonios significa eso?
– Significa que el hígado podría contener ADN de dos organismos diferentes -respondió Ted.
– Mmm -musitó Jack-. Tendré en cuenta esa posibilidad.
– -
Cogo, Guinea Ecuatorial
Bertram consultó el reloj de pulsera. Eran las cuatro de la tarde. Miró por la ventana y comprobó que la repentina y violenta tormenta tropical, que apenas quince minutos antes había oscurecido por completo el cielo, ya había amainado.
Ahora la tarde era soleada y sofocante.
Movido por un súbito impulso, levantó el auricular y llamó a la unidad de fertilización. Contestó Shirley Cartwright, la técnica del turno de la tarde.
– ¿Han inyectado las hormonas a los dos bonobos hembras? -preguntó Bertram.
– Todavía no.
– Tenía entendido que las inyecciones estaban previstas para las dos de la tarde.
– Según el plan original, sí -repuso Shirley con voz titubeante.
– ¿Y a qué se debe la demora?
– A que la señorita Becket no ha llegado todavía -respondió Shirley de mala gana. Lo último que pretendía era crearle problemas a su jefa inmediata, pero no podía mentir.
– ¿A qué hora debía llegar? -preguntó Bertram.
– A ninguna hora en particular. Dijo que estaría ocupada en el hospital del laboratorio durante la mañana. Supongo que la habrán retenido allí.
– ¿No dejó instrucciones para que otra persona inyectara las hormonas si no regresaba a las dos? -preguntó Bertram.
– Al parecer, no -respondió Shirley-. Por eso suponemos que llegará en cualquier momento.
– Si no ha regresado dentro de treinta minutos, quiero que administren las dosis previstas -ordenó Bertram-. ¿Pueden hacerlo?
– Desde luego, doctor.
Bertram cortó la comunicación y marcó el número del hospital. Puesto que estaba menos familiarizado con el personal de allí, no reconoció a la mujer que respondió. Sin embargo, ésta le dio una versión inquietante: Melanie no había ido al hospital en todo el día porque estaba ocupada en el Centro de Animales.
Bertram colgó el auricular y tamborileó nerviosamente con la uña del dedo índice sobre el teléfono. Aunque Siegfried juraba que había resuelto el problema de Kevin y sus supuestas amantes, Bertram no acababa de creérselo. Melanie era muy concienzuda con su trabajo y no era propio de ella faltar a sus obligaciones.
Volvió a levantar el auricular y llamó a Kevin, pero no obtuvo respuesta. Embargado por una creciente inquietud, se levantó del escritorio y dijo a Martha, su secretaria, que volvería en una hora. Subió a su Cherokee y se dirigió a la ciudad.
Al llegar a las afueras, precisamente en el punto en que el asfalto dejaba paso a los adoquines de granito, tuvo que frenar con brusquedad. En su disgusto, no había reparado en la velocidad, y los adoquines mojados por el reciente chaparrón estaban resbaladizos como el hielo, de modo que el vehículo patinó varios metros antes de detenerse por completo.
Bertram estacionó en el aparcamiento del hospital. Subió a la tercera planta del laboratorio y llamó a la puerta de Kevin. No hubo respuesta. Bertram empujó la puerta, pero estaba cerrada con llave.
Entonces regresó a su coche, dio la vuelta a la plaza y aparcó detrás del ayuntamiento. Saludó con una inclinación de cabeza al grupo de soldados sentados en sillas de paja a la sombra de la arcada.
Subiendo los peldaños de la escalera de dos en dos, Bertram se presentó ante Aurielo y pidió hablar con Siegfried.
– En este momento está reunido con el jefe de seguridad -diio Aurielo.
– Dígale que estoy aquí -dijo Bertram mientras se paseaba por la recepción. Su irritación iba en aumento.
Cinco minutos después, Cameron McIvers salió del despacho de Siegfried. Saludó a Bertram, pero éste tenía tanta prisa por ver al gerente de la Zona, que ni siquiera respondió.
– Tenemos problemas -anunció Bertram-. Melanie Becket no se ha presentado a poner las inyecciones programadas para esta tarde, y Kevin Marshall no está en su laboratorio.
– No me sorprende -dijo Siegfried con tranquilidad. Se reclinó en su silla y se estiró, levantando el brazo sano-. Esta mañana los vieron juntos con la enfermera. Por lo visto, el ménage a trois va viento en popa. Anoche tuvieron una pequeña fiesta en casa de Kevin y las mujeres pasaron la noche allí.
– ¿De veras? -preguntó Bertram, que no imaginaba al solitario investigador en una aventura semejante.
– Nadie lo sabe mejor que yo -respondió Siegfried-. Vivo enfrente de su casa. Además, un rato antes de la fiesta me encontré con las mujeres en el bar Chickee. Ya estaban algo bebidas, y me contaron que se dirigían a casa de Kevin.
– ¿Y adónde fueron esta mañana? -preguntó Bertram.
– Supongo que a Acalayong -contestó Siegfried-. Un miembro del personal de limpieza los vio zarpar en piragua antes del amanecer.
– Entonces han ido a la isla por agua -protestó Bertram.
– Se dirigían hacia el oeste; no hacia el este -replicó Sieg fried.
– Quizá fuera un truco para despistarnos.
– Es posible. Yo también pensé en esa posibilidad; incluso se la mencioné a Cameron. Pero ambos creemos que para visitar la isla hay que desembarcar obligatoriamente en la zona de estacionamiento. El resto de la isla está rodeada de mangles y pantanos.
Bertram alzó la vista y la fijó en las gigantescas cabezas de rinoceronte colgadas en la pared, detrás de Siegfried. Sus cráneos vacíos le recordaban al del gerente de la zona; aun que en este caso debía admitir que quizá tuviera razón. En efecto, la imposibilidad de acceder a la isla por agua era una de las razones que los había inducido a escogerla para el proyecto de los bonobos.
– Y no pueden haber desembarcado en la zona de estacionamiento -prosiguió Siegfried-, porque los soldados siguen allí, muertos de ganas de encontrar un pretexto para usar sus rifles AK-47. -El gerente rió-. Cada vez que recuerdo que destrozaron el parabrisas trasero del coche de Melanie, no puedo contener la risa.
– Puede que tenga razón -admitió Bertram a regañadientes.
– Claro que tengo razón -dijo Siegfried.
– Pero sigo preocupado. Y no me fío. Me gustaría entrar en el despacho de Kevin.
– ¿Para qué?
– Fui lo bastante estúpido para enseñarle a manejar el programa de localización de bonobos -explicó Bertram- Y ha sacado buen provecho de esa información. Lo sé porque he comprobado que ha accedido a él varias veces, durante largo rato. Quiero saber qué ha averiguado.
– Es razonable -dijo Siegfried. Llamó a Aurielo y le pidió una tarjeta magnética para abrir el laboratorio de Kevin.
Luego se dirigió a Bertram-: Si encuentra algo interesante, comuníquemelo.
– Claro; no se preocupe -repuso Bertram.
Regresó al laboratorio y abrió el despacho de Kevin con la tarjeta magnética. Cerró la puerta con llave y registró el escritorio en primer lugar. Al no encontrar nada, echó un vistazo por la estancia. El primer indicio sospechoso fue una pila de papeles junto a la impresora: eran copias impresas del gráfico de la isla.
Estudió cada una de las páginas y observó que representaban distintas escalas. Pero no entendía el significado de las abigarradas figuras geométricas.
Dejó las copias a un lado, conectó el ordenador de Kevin y revisó los directorios. Poco después descubrió lo que buscaba: la fuente de información de las copias impresas.
Durante la media hora siguiente, Bertram permaneció fascinado ante la pantalla. Kevin había ideado un sistema para seguir a cada animal en tiempo real. Después de investigar las posibilidades del sistema durante unos minutos, Bertram encontró un archivo que documentaba los movimientos de los animales durante un período de varias horas. Con esta información, consiguió reproducir las formas geométricas.
– Eres más listo de lo que te conviene -dijo en voz alta mientras el ordenador reproducía consecutivamente los movimientos de cada animal.
Tras observar la totalidad del proceso, Bertram descubrió el problema con los bonobos número sesenta y sesenta y siete. Inquieto, procuró hacer que los indicadores de los animales se movieran, pero al ver que no lo conseguía volvió al tiempo real y buscó la situación actual de los dos ejemplares.
Estaban inmóviles.
– ¡Dios mío! -gimió. De repente, la preocupación por Kevin desapareció, reemplazada por otra más apremiante.
Apagó el ordenador, cogió las copias impresas y salió corriendo del laboratorio. Una vez fuera del edificio, pasó junto a su coche y cruzó corriendo la plaza en dirección al ayuntamiento. Sabía que a pie llegaría antes.
Subió las escaleras volando. Al verlo entrar en la recepción, Aurielo alzó la vista, sorprendido. Bertram no le hizo caso e irrumpió en el despacho de Siegfried sin esperar que lo anunciaran.
– Tengo que hablar con usted de inmediato -dijo entre jadeos.
Siegfried estaba reunido con el supervisor del servicio de alimentación. Los dos se sobresaltaron ante la imprevista entrada de Bertram.
– Es una emergencia -añadió Bertram.
El supervisor del servicio de alimentación se puso en pie.
– Puedo volver más tarde -dijo y se marchó.
– Más le vale que sea importante -advirtió Siegfried.
Bertram sacudió los papeles en el aire.
– Tengo malas noticias -dijo sentándose en la silla que acababa de dejar libre el supervisor-. Kevin Marshall inventó un sistema para seguir a los bonobos en tiempo real.
– ¿Y qué?
– Dos de los bonobos no se mueven, los números sesenta y sesenta y siete. Y hace más de veinticuatro horas que están inmóviles. Sólo hay una explicación posible: ¡han muerto!
Siegfried arqueó las cejas.
– Bueno, son animales -dijo-. Los animales mueren. Es lógico que haya alguna baja.
– No entiende nada -replicó Bertram-. Usted se rió de mi inquietud por la división de los bonobos en dos grupos, aunque le dije que era importante. Por desgracia, esto es una prueba de ello. Estoy absolutamente seguro de que los animales se están matando entre sí.
– ¿De veras lo cree así? -preguntó Siegfried, alarmado.
– No tengo la menor duda. Estos últimos días no he hecho más que preguntarme por qué se habían dividido y llegué a la conclusión de que se debió a un error nuestro, pues no supimos mantener el equilibrio entre machos y hembras. No hay otra explicación. Y esto significa que los machos están
peleando por las hembras. Estoy seguro.
– ¡Cielo santo! -exclamó Siegfried sacudiendo la cabeza-.
Es una noticia terrible.
– Más que terrible, es catastrófica. Si no hacemos algo de inmediato, será la ruina del proyecto.
– ¿Y qué podemos hacer?
– En primer lugar, no decírselo a nadie -repuso Bertram-.
Si llegaran a solicitar un trasplante con los órganos del animal sesenta o sesenta y siete, nos ocuparemos del problema en su momento. En segundo lugar, y esto es lo más importante, debemos trasladar a los animales aquí, como he dicho tantas veces. Los bonobos no podrán matarse si están en jaulas separadas.
Siegfried tuvo que aceptar el consejo del veterinario. Aunque siempre había insistido en que los animales permanecieran en la isla por razones logísticas y de seguridad, las cosas habían cambiado. No podían permitir que los bonobos se mataran entre sí. En las presentes circunstancias, no había alternativa.
– ¿Cuándo iremos a buscarlos? -preguntó Siegfried.
– Lo antes posible. Puedo organizar una cuadrilla de hombres de confianza para mañana por la mañana. Comenzaremos por el grupo más pequeño. Cuando todos los animales estén enjaulados, lo que debería llevarnos un par de días, los trasladaremos por la noche al Centro de Animales, donde tendré una zona preparada especialmente para ellos.
– Supongo que debo retirar a los soldados de la zona de estacionamiento -dijo Siegfried-. Lo único que nos falta es que disparen a nuestros hombres.
– Nunca me gustó la idea de que estuvieran apostados allí. Temía que dispararan a un bonobo por deporte o para hacer sopa.
– ¿Cuándo informaremos a nuestros respectivos jefes de GenSys?
– Cuando hayamos acabado. Sólo entonces sabremos con seguridad cuántos animales han muerto. Es probable que entretanto se nos ocurra alguna idea de cómo alojarlos. Creo que tendremos que construir una planta aislada.
– Para eso necesitamos autorización -dijo Siegfried.
– Por supuesto -replicó Bertram mientras se ponía en pie-.
Ahora debemos dar gracias de que yo tomara la precaución de llevar las jaulas a la isla.
– -
Nueva York
Hacía semanas que Raymond no se sentía tan bien. Todo había ido viento en popa desde que se había levantado de la cama. Poco después de las nueve, había telefoneado al doctor Waller Anderson, que no sólo estaba dispuesto a unirse al grupo, sino que ya tenía dos clientes preparados para pagar sus primas de ingreso y viajar a las Bahamas para las extracciones de médula ósea.
Luego, a mediodía, Raymond había recibido una llamada de la doctora Alice Nonvood, que tenía su consulta en Rodeo Drive, Beverly Hills. La mujer le había informado de que conocía a tres médicos que estaban ansiosos por sumarse al proyecto. Estos profesionales tenían grandes consultorios privados en Century City, Brentwood y Bel-Air. La doctora estaba convencida de que muy pronto enrolarían a una avalancha de clientes, pues en la costa Oeste había un extraordinario mercado potencial para los servicios que ofrecía Raymond.
Pero la mayor satisfacción de Raymond ese día era que no había tenido noticias de Vinnie Dominick ni del doctor Daniel Levitz. Y él interpretaba el silencio como una señal de que el caso Franconi por fin estaba resuelto.
A las tres y media, sonó el timbre del portero automático.
Darlene atendió y anunció a Raymond con voz llorosa que el coche lo esperaba.
Raymond abrazó a su amante y le dio una palmadita en la espalda.
– Es probable que la próxima vez puedas venir conmigo -dijo para consolarla.
– ¿De veras? -preguntó ella.
– No puedo garantizártelo, pero haré todo lo posible.
Lo cierto era que Raymond no tenía control alguno sobre los vuelos de GenSys, y Darlene sólo había podido ir a Cogo en una ocasión. En los demás viajes, el avión había estado lleno. El procedimiento habitual era volar desde Estados Unidos a Europa y, desde allí, a Bata. En el viaje de regreso se seguía el mismo itinerario, aunque hacían escala en una ciudad europea distinta.
Tras prometer a Darlene que la llamaría en cuanto llegara a Cogo, Raymond bajó su maleta. Subió en el coche que lo esperaba y se arrellanó en el asiento con satisfacción.
– ¿Quiere que ponga la radio, señor? -preguntó el chofer.
– Claro; por qué no -respondió Raymond, que ya se sentía más animado.
El trayecto por la ciudad fue la parte más complicada del viaje. Cuando entraron en la autopista del oeste, avanzaron a buen ritmo. Había mucho tránsito, pero se movía en fluidez, pues aún no había empezado la hora punta. Lo mismo sucedió en el puente de George Washington. En menos de una hora, Raymond se apeó en el aeropuerto de Teterboro.
El avión de GenSys todavía no había llegado, pero eso no preocupó a Raymond, que se sentó en un lugar de la cafetería desde donde podía ver las pistas y pidió un whisky. En el preciso momento en que le servían su copa, el jet de GenSys descendió de entre las nubes y aterrizó. Se detuvo justamente frente a Raymond.
Era un precioso avión pintado de blanco, con una raya roja en un lado. Sus únicas señales distintivas eran la sigla de identificación, N69SU, y una pequeña bandera estadounidense. Ambas estaban en la cola.
En la parte delantera se abrió lentamente una puerta y la escalera descendió hacia la pista. Un auxiliar de vuelo, impecablemente vestido con un uniforme azul marino, descendió por la escalera y entró en la terminal del aeropuerto. Se llamaba Roger Perry, y Raymond lo recordaba bien. Junto con otro auxiliar, de nombre Jasper Devereau, había volado con él en todos los viajes anteriores.
Una vez dentro del edificio, Roger paseó la vista por el vestíbulo. Cuando localizó a Raymond, fue a su encuentro y lo saludó.
– ¿Este es todo su equipaje? -preguntó mientras cogía la maleta de Raymond.
– Así es -respondió él. ¿Nos vamos ya, o el avión tiene que repostar?
– Ya estamos preparados, señor.
Raymond se levantó y siguió al auxiliar al exterior. Era una tarde gris y fría de marzo. Mientras se aproximaba al avión, Raymond deseó que la gente lo mirara. En momentos como aquél, sentía que había tenido suerte de que le retiraran la licencia médica.
– Dígame, Roger -dijo Raymond poco antes de llegar a la escalinata del avión-. ¿El avión va completo hasta Europa?
En los viajes anteriores, Raymond había viajado con varios ejecutivos de GenSys.
– Sólo hay otro pasajero -respondió Roger. Al pie de la escalera se hizo a un lado para que Raymond lo precediera.
Raymond sonrió. Con un único pasajero más y dos auxiliares de vuelo, el viaje sería aun más agradable de lo que había previsto. Los problemas de los días anteriores le parecieron un precio pequeño por semejante lujo.
Una vez dentro del avión, lo recibió Jasper, que cogió su abrigo y su americana y preguntó si le apetecía una copa antes de despegar.
– Esperaré -respondió Raymond con cortesía.
Jasper apartó la cortina que separaba la cocina de la cabina de pasajeros. Henchido de orgullo, entró en la parte principal del avión, preguntándose cuál de los mullidos asientos de piel escogería. Entonces vio al otro pasajero y se quedó paralizado, al tiempo que sentía un nudo en el estómago.
– Hola, doctor Lyons. Bienvenido a bordo.
– ¡Taylor Cabot! -exclamó Raymond-. No esperaba encontrarlo aquí.
– Lo entiendo -dijo Taylor-. A decir verdad, yo tampoco esperaba encontrarme aquí. -Sonrió y señaló el asiento contiguo.
Raymond se sentó de inmediato, mientras se maldecía interiormente por no haber aceptado la copa que le había ofrecido Jasper. De repente, tenía la garganta completamente seca.
– Me informaron del plan de vuelo del avión -explicó Taylor-, y puesto que tengo un hueco en mi agenda, pensé que podría aprovecharlo para controlar personalmente la operación de Cogo. Fue una decisión de último momento. Naturalmente, antes nos detendremos en Zúrich, donde tengo prevista una breve reunión con unos banqueros. Espero que no tenga inconveniente.
Raymond negó con la cabeza.
– No, claro que no -balbuceó.
– ¿Y qué tal va el proyecto de los bonobos?
– Muy bien. Esperamos varios clientes nuevos. De hecho, tenemos dificultades para satisfacer la demanda.
– ¿Y qué me dice de ese desgraciado asunto de Carlo Franconi? -preguntó Taylor-. Espero que el problema esté solucionado.
– Sí, desde luego -balbuceó Raymond, intentando sonreír.
– En parte, el motivo de mi viaje es asegurarme de que vale la pena financiar el proyecto -continuó Taylor-. El jefe del departamento de contabilidad dice que estamos obteniendo algún beneficio, pero el jefe de operaciones tiene reservas sobre los riesgos que el proyecto podría suponer para el plan original de experimentación con primates. De modo que tendré que tomar una decisión. Espero que usted esté dispuesto a ayudarme.
– Desde luego -dijo Raymond mientras oía el zumbido característico del avión antes de despegar.
En la cafetería de la terminal de salidas del aeropuerto JFK parecía que se estaba celebrando una fiesta. Hasta Lou se encontraba allí, bebiendo cerveza y comiendo cacahuetes. Estaba de excelente humor, como si él también fuera a viajar.
Jack, Laurie, Warren, Natalie y Esteban estaban sentados con Lou alrededor de una mesa redonda, en un rincón de la cafetería. Sobre sus cabezas, un televisor emitía un partido de hockey. La potente voz del comentarista y los vítores de los aficionados añadían animación a la algarabía general.
– Ha sido un día estupendo -dijo Lou a Laurie-. Cogimos a Vido Delbario y está cantando como un pajarito para salvar el culo. Creo que vamos a desarticular la banda de Vaccaro.
– ¿Y qué hay de Angelo Facciolo y Franco Ponti? -preguntó ella.
– Esa es otra historia -dijo Lou con una risita-. Por una vez el juez se ha puesto de nuestro lado y fijó una fianza de dos millones por cabeza. Todo gracias al cargo por suplantación de identidad policial.
– ¿Y la funeraria Spoletto? -preguntó Laurie.
– Será una mina de oro -repuso Lou-. El propietario es el hermano de la mujer de Vinnie Dominick. Lo recuerdas, verdad, Laurie?
Laurie asintió.
– ¿Cómo iba a olvidarlo?
– ¿Quién es Vinnie Dominick? -preguntó Jack.
– Un tipo que desempeñó un papel inesperado en el caso Cerino -respondió Laurie.
– Trabaja para la familia rival, los Lucia -explicó Lou-.
Después de la caída de Cerino, han mantenido buenas relaciones. Pero tengo la impresión de que hemos acabado con el romance.
– ¿Se sabe algo del topo del depósito? -preguntó Laurie.
– Eh, lo primero, primero -dijo Lou-. Ya llegaremos a ese punto. No te preocupes.
– Cuando lo hagáis, investigad a un ayudante llamado Vinnie Amendola -sugirió Laurie.
– ¿Por algún motivo en particular? -preguntó Lou mientras apuntaba el nombre en la libretita que siempre llevaba en el bolsillo delantero de la americana.
– Sólo una vaga sospecha -respondió Laurie.
– Hecho -dijo Lou-. ¿Sabéis?, este episodio nos demuestra la rapidez con que pueden cambiar las cosas. Ayer era el último mono del departamento y hoy soy el niño mimado.
Hasta he recibido una llamada del capitán, que dejó caer la posibilidad de un ascenso. ¿Podéis creerlo?
– Te lo mereces -afirmó Laurie.
– Pues si me ascienden a mí, también deberían ascenderos a vosotros dos -respondió Lou.
Jack sintió que alguien le daba una palmada en el hombro.
Era la camarera, que preguntaba si querían otra ronda.
– Eh, oídme -gritó Jack por encima del bullicio de voces-. ¿más cerveza?
Miró primero a Natalie, que cubrió su copa con la mano, indicando que ya tenía suficiente. Estaba guapísima con su mono de color morado. Era maestra en una escuela de Harlem, pero no se parecía a ninguna de las maestras que Jack recordaba de su infancia más bien, sus rasgos le recordaban a las esculturas egipcias que Laurie lo había llevado a ver en el Metropolitan. Sus ojos eran almendrados y sus labios gruesos y voluptuosos. Llevaba el cabello recogido en una multitud de intrincadas trenzas. Natalie le había contado que ese peinado era la especialidad de su hermana.
Cuando Jack miró a Warren para comprobar si quería más cerveza, éste negó con la cabeza. Estaba sentado junto a Natalie y sobre su camiseta negra llevaba una cazadora de deporte que de algún modo conseguía disimular su portentosa musculatura. Jack nunca lo había visto tan contento. En lugar de apretar los labios con su habitual expresión de terquedad, esbozaba una media sonrisa.
– Yo estoy bien -dijo Esteban, cuya sonrisa era aún más grande que la de Warren.
Jack miró a Laurie.
– No quiero más -dijo ella-. Me reservo para el vino de la comida en el avión.
Laurie llevaba el pelo rojizo recogido en una trenza y vestía un holgado blusón de tela aterciopelada y unas mallas.
Con esa ropa informal y su humor alegre y despreocupado, Jack pensó que parecía una colegiala.
– Yo sí que tomaré otra cerveza -dijo Lou.
– Una cerveza -pidió Jack a la camarera-, y la cuenta.
– ¿Qué tal os ha ido hoy? -les preguntó Lou.
– Bueno, estamos aquí -respondió Jack-, y ése era nuestro principal objetivo. Laurie y los demás fueron a tramitar los visados mientras yo compraba los billetes. -Se dio un par de palmadas en el estómago-. También llevo unos cuantos francos en un cinturón antirrobo. Me dijeron que la moneda más fuerte en esa región de Africa es el franco francés.
– ¿Qué haréis al llegar? -preguntó Lou.
Jack señaló a Esteban.
– Nuestro compañero de viaje nativo se ha hecho cargo de todo. Su primo irá a buscarnos al aeropuerto y la esposa de éste tiene un hotel.
– Así que estaréis muy bien -dijo Lou-. ¿Y cuál es el plan una vez allí?
– El primo de Esteban nos ha conseguido una furgoneta de alquiler -respondió Jack-. Con ella iremos a Cogo.
– ¿Y os presentaréis así, como si tal cosa?
– Esa es la idea -respondió Jack.
– Pues que tengáis suerte -dijo Lou.
– Gracias. Es muy probable que la necesitemos.
Media hora después, todos, salvo Lou, subieron con alegría al 747.
Buscaron sus asientos y guardaron el equipaje de mano.
En cuanto se sentaron, el avión comenzó a moverse sobre la pista. Más tarde, cuando los motores comenzaron a rugir y el avión se preparaba para el despegue, Jack cogió la mano de Laurie y la apretó con fuerza.
– ¿Te encuentras bien? -preguntó ella.
– Jack asintió.
– No me gustan los viajes en avión -dijo Jack.
Laurie comprendió.
– ¡Ya estamos en camino! -exclamó Warren con alegría-.
¡Allá vamos, Africa!