5 de marzo de 1997. 4.50 horas.
Bata, Guinea Ecuatorial.
Jack despertó a las cuatro y no consiguió volver a conciliar el sueño. Paradójicamente, el alboroto de las ranas y los grillos en los plataneros del jardín era demasiado, incluso para alguien acostumbrado a las ruidosas sirenas y al bullicio general de la ciudad de Nueva York.
Cogió jabón y toalla y salió a la galería en dirección a la ducha. A mitad de camino se encontró con Laurie que regresaba a su habitación.
– ¿Qué haces? -preguntó Jack. Fuera todavía reinaba una oscuridad absoluta.
– Nos acostamos hacia las ocho. Y ocho horas de sueño es todo lo que necesito.
– Tienes razón -dijo Jack, que había olvidado que todos habían quedado rendidos muy temprano.
– Bajaré a la cocina para ver si encuentro café -dijo Laurie.
– Te veré allí dentro de un momento.
Cuando Jack bajó al comedor, se sorprendió de encontrar al resto del grupo desayunando. Cogió una taza de café y un poco de pan y se sentó entre Warren y Esteban.
– Arturo cree que es una locura ir a Cogo si no tienen invitación -dijo Esteban. Puesto que tenía la boca llena, Jack sólo pudo hacer un gesto de asentimiento-. Dice que no conseguirán entrar -añadió.
– Ya lo veremos -dijo Jack después de tragar lo que tenía en la boca-. Ahora que hemos llegado hasta aquí, no pienso regresar sin arriesgarme.
– Al menos la carretera está en buen estado -continuó Esteban-. Y gracias a GenSys.
– En el peor de los casos, habremos hecho una excursión interesante -concluyó Jack.
Una hora después, volvieron a reunirse en el comedor.
Jack recordó a los demás que el viaje a Cogo no era ningún juego y que aquellos que prefirieran quedarse en Bata podían hacerlo. Dijo que tardarían cuatro horas en llegar.
– ¿Cree que podrán arreglarse solos? -preguntó Esteban.
– Desde luego -respondió Jack-. No podemos perdernos, puesto que sólo hay una carretera que conduce al sur. Seguro que hasta un tipo como yo es capaz de encontrar el camino.
– Entonces me quedaré. Me gustaría visitar a algunos parientes.
Una vez en camino, con Jack al volante, Warren de copiloto y las dos mujeres en el asiento central, el cielo comenzó a iluminarse al este del horizonte. Mientras avanzaban hacia el sur, les sorprendió la gran cantidad de gente que caminaba por la carretera en dirección a la ciudad, la mayoría mujeres y niños; las primeras llevaban bultos sobre la cabeza.
– Aunque son pobres, parecen felices -observó Warren.
A su paso, muchos niños se detenían a saludarles con la mano. Warren les devolvió el saludo.
Cuando llegaron a las afueras de la ciudad, los edificios de cemento dejaron paso a sencillas cabañas de barro con techo de paja. Los corrales para las cabras estaban cercados con esteras de junco.
Una vez fuera de Bata, comenzaron a ver grandes tramos de exuberante vegetación selvática.
Prácticamente no había tránsito, y sólo de tanto en tanto se cruzaban con camiones que iban en dirección contraria.
– ¡Tío, cómo corren esos camiones! -observó Warren.
A unos veintidós kilómetros al sur de Bata, Warren desplegó el mapa. Si no querían perder tiempo, debían estar atentos para torcer por la curva adecuada y coger el camino correcto en una bifurcación. El camino no estaba señalizado.
Cuando el sol ascendió en el cielo, todos se pusieron las gafas de sol. El paisaje se volvió monótono; sólo se veía selva, interrumpida de tanto en tanto por pequeños grupos de cabañas con techos de paja.
Casi dos horas después de la salida de Bata, torcieron por la carretera que conducía a Cogo.
– Este camino está en mejores condiciones -señaló Warren mientras Jack aceleraba.
– Parece nuevo -dijo éste.
La carretera anterior había sido aplanada recientemente, pero la superficie parecía una colcha hecha de retazos, debido a las distintas obras de reparación.
Ahora se dirigían al sudeste, alejándose de la costa y penetrando en una selva más densa. El terreno también comenzaba a elevarse. A lo lejos se veían montañas bajas, cubiertas de vegetación selvática.
De repente se oyó un violento e inesperado trueno. Poco antes, el cielo se había convertido en un torbellino de nubes negras. En cuestión de segundos se hizo de noche. Cuando por fin se desató la tormenta, la lluvia cayó en cascadas, y los viejos y desvencijados limpiaparabrisas de la furgoneta no alcanzaban a contener el agua. Jack tuvo que reducir la velocidad a menos de treinta kilómetros por hora.
Quince minutos después, el sol apareció detrás de las grandes nubes, convirtiendo el camino en una cinta de vapor humeante. En un tramo recto, vieron un grupo de mandriles cruzando la carretera. Los animales parecían andar sobre una nube.
Más allá de las montañas, la carretera volvió a girar hacia el sudeste. Warren consultó el mapa y anunció que estaban a treinta kilómetros de su destino.
Tras girar otra curva, todos vieron algo similar a un edificio blanco en mitad de la carretera.
– ¿Qué coño es eso? -preguntó Warren-. Todavía no hemos llegado. lEs imposible.
– Creo que es una valla -dijo Jack-. Me enteré de su existencia anoche. Cruzad los dedos. Es probable que tengamos que poner en práctica el plan B.
A medida que se aproximaban, vieron que a ambos lados del edificio central había enormes cercos de rejilla blancos.
Funcionaban como una compuerta rodante, de modo que podían abrirse para dejar paso a los vehículos.
Jack pisó el freno y detuvo la furgoneta a unos diez metros de la valla. De la caseta de guardia de dos plantas salieron tres soldados con un aspecto similar a los que custodiaban el jet privado en el aeropuerto. Igual que aquellos, estos hombres llevaban rifles de asalto, aunque en esta ocasión los empuñaban, apuntando a la furgoneta.
– Esto no me gusta -murmuró Warren-. Parecen críos.
– Tranquilo -dijo Jack mientras bajaba la ventanilla-.
Hola, muchachos, bonito día, ¿eh?
Los soldados no se movieron, y sus expresiones permanecieron pétreas.
Jack estaba a punto de pedirles amablemente que abrieran la valla, cuando un cuarto hombre salió de la caseta.
Para sorpresa de Jack, este hombre llevaba un traje negro, camisa blanca y corbata, cosa que parecía absurda en medio de la sofocante jungla. También le sorprendió ver que no era negro, sino árabe.
– ¿Puedo servirles en algo? -preguntó el árabe con tono de pocos amigos.
– Eso espero -respondió Jack-. Hemos venido a visitar Cogo.
El árabe echó un vistazo al parabrisas de la furgoneta, seguramente buscando una identificación. Al no verla, preguntó a Jack si tenía un pase.
– No tengo pase -admitió Jack-. Somos médicos y estamos interesados en el trabajo que están haciendo aquí.
– ¿Como se llama? -preguntó el árabe.
– Soy el doctor Jack Stapleton. Vengo de Nueva York.
– Un momento -dijo el árabe y regresó a la caseta de guardia.
– Aquí huele a chamusquina -murmuró Jack-. ¿Cuánto debería ofrecerle? No estoy acostumbrado a los sobornos.
– Seguro que en este sitio el dinero vale mucho más que en Nueva York -dijo Warren-. Apuesto a que les das veinte pavos y alucinan. Siempre que a ti te parezca una inversión rentable, claro.
Jack convirtió mentalmente veinte dólares en francos franceses. Luego sacó los billetes del cinturón donde guardaba el dinero. Unos minutos después regresó el árabe.
– El gerente dice que no lo conoce y que no puede entrar -dijo el árabe.
– Caramba -dijo Jack y extendió el brazo izquierdo, con los francos franceses metidos como al descuido entre los de dos índice y anular-. Le agradeceríamos mucho su ayuda.
El árabe miró el dinero durante unos instantes antes de cogerlo y metérselo en el bolsillo.
Jack lo miró fijamente, pero el hombre no se movió. Jack no conseguía descifrar su expresión, porque el bigote del árabe le cubría la boca.
Jack se volvió hacia Warren.
– ¿No le he dado suficiente?
Warren negó con la cabeza.
– No creo que sea eso.
– ¿Quieres decir que cogió el dinero a cambio de nada? -preguntó Jack.
– Eso diría yo.
Jack volvió a mirar al hombre del traje negro. Era un individuo delgado, de poco más de setenta kilos. Por un momento Jack consideró la posibilidad de bajar del coche y pedirle que le devolviera el dinero, pero una rápida mirada a los soldados le bastó para cambiar de idea.
Con un suspiro de resignación, dio la vuelta con la furgoneta y regresó por donde había venido.
– Uf -dijo Laurie desde el asiento trasero-. Eso no me ha gustado ni un pelo.
– ¿No te ha gustado? -bromeó Jack-. Ahora sí que estoy enfadado.
– ¿Cuál es el plan B? -preguntó Warren.
Jack les explicó que podían alquilar una embarcación en Acalayong y llegar a Cogo por agua. Pidió a Warren que mirara el mapa y calculara cuánto tardarían en llegar a Acalayong, basándose en el tiempo que les había llevado llegar hasta el punto donde se encontraban entonces.
– Yo diría que unas tres horas. Siempre que la carretera esté en condiciones. El problema es que tenemos que retroceder unos cuantos kilómetros antes de girar hacia el sur.
Jack consultó su reloj de pulsera. Eran casi las nueve de la mañana.
– Eso significa que llegaríamos allí a mediodía. Y calculo que el viaje de Acalayong a Cogo nos llevaría otra hora, incluso en la embarcación más lenta del mundo. Si permanecemos en Cogo un par de horas, creo que podríamos volver a una hora razonable. ¿Qué decís?
– Yo estoy de acuerdo -dijo Warren.
Jack miró por el retrovisor.
– Podría llevaros de regreso a Bata y volver mañana, chicas.
– Lo único que me preocupa de la visita son esos soldados con rifles de asalto -dijo Laurie.
– No creo que nos causen problemas -dijo Jack-. Si tienen soldados apostados en la entrada, no creo que los necesiten en la ciudad. Claro que cabe la posibilidad de que haya otros en la costa, lo que me obligaría a poner en práctica el plan C.
– ¿ Cuál es el plan C? -preguntó Warren.
– No lo sé -respondió Jack-. Todavía no lo he pensado.
¿Y tú qué opinas, Natalie? -añadió.
– Todo esto me parece muy interesante -respondió Natalie-. Iré con vosotros.
Tardaron casi una hora en llegar al punto del camino donde debían tomar una decisión. Jack frenó junto al arcén.
– ¿Qué hacemos, colegas? -preguntó. Quería estar absolutamente seguro-. ¿Volvemos a Bata o vamos a Acalayong?
– Creo que me preocuparía más si fueras solo -dijo Laurie-. Cuenta conmigo.
– ¿Natalie? -preguntó Jack-. No te dejes influir por estos chalados. ¿Qué quieres hacer?
– Voy con vosotros.
– De acuerdo -dijo él. Puso el coche en marcha y torció a la izquierda, en dirección a Acalayong.
– -
Siegfried se levantó del escritorio con una taza de café en la mano y fue hasta la ventana con vistas a la plaza. Estaba perplejo. En los seis años de existencia de la operación de Cogo, nadie había llegado a la caseta de guardia pidiendo autorización para entrar. Guinea Ecuatorial no era un país de paso ni de vacaciones.
Siegfried bebió un sorbo de café y se preguntó si podría haber alguna conexión entre este insólito episodio y la llegada de Taylor Cabot, el director ejecutivo de GenSys. No había previsto ninguno de las dos visitas, y ambas se le antojaban particularmente inoportunas, dada su coincidencia con un importante problema en el proyecto de los bonobos.
Hasta que resolvieran aquel desafortunado incidente, Siegfried no quería extraños en los alrededores, e incluía al director ejecutivo en esa categoría.
Aurielo asomó la cabeza por la puerta y anunció la visita del doctor Raymond Lyons.
Siegfried puso los ojos en blanco. Tampoco estaba contento con la presencia de Raymond.
– Hazlo pasar-ordenó de mala gana.
Raymond entró en el despacho, luciendo su bronceado y su habitual aspecto saludable. Siegfried envidiaba la apariencia aristocrática del hombre y el hecho de que tuviera sus dos brazos sanos.
– ¿Ha localizado a Kevin Marshall? -preguntó Raymond.
– No; todavía no -respondió Siegfried, molesto por el tono de Raymond.
– Tengo entendido que han pasado cuarenta y ocho horas desde la última vez que lo vieron. ¡Quiero que lo encuentren!
– Siéntese, doctor -dijo Siegfried con brusquedad. Raymond vaciló un instante. No sabía si enfadarse o intimidarse por la súbita agresividad del gerente de la Zona-. ¡He dicho que se siente!
Raymond obedeció. El cazador furtivo, con su horrible cicatriz y su brazo paralizado, podía resultar amedrentador, sobre todo rodeado de sus múltiples presas.
– Debo aclararle un punto con respecto a las jerarquías -dijo Siegfried-. Usted no me da órdenes. Por el contrario, mientras usted se encuentre aquí en calidad de invitado, deberá acatar las mías. ¿Lo ha entendido?
Raymond se dispuso a protestar, pero se lo pensó mejor.
Sabía que, desde un punto de vista puramente formal, Siegfried tenía razón.
– Y ya que estamos hablando claro -añadió Siegfried-, ¿dónde está mi bonificación por el último trasplante? En el pasado, siempre me la entregaron cuando el paciente abandonaba la Zona para regresar a Estados Unidos.
– Es verdad -respondió Raymond con nerviosismo-, pero ha habido gastos importantes. Tenemos varios clientes nuevos apalabrados, y se le pagará en cuanto recibamos las cuo tas de ingreso.
– No crea que puede darme largas así como así.
– Claro que no.
– Y otra cosa -dijo Siegfried-: ¿Hay alguna forma de adelantar la partida del director ejecutivo? Su presencia aquí, en Cogo, interfiere en nuestro trabajo. ¿No puede poner como excusa la salud del paciente?
– No veo cómo. Está informado de que el paciente está en condiciones de viajar. ¿Qué más puedo decirle?
– Piense en algo.
– Lo intentaré -dijo Raymond-. Entretanto, le ruego que haga todo lo posible para localizar a Kevin Marshall. Estoy preocupado por su desaparición. Temo que cometa alguna imprudencia.
– Creemos que fue a Coco Beach, en Gabón -dijo Siegfried, satisfecho con el súbito tono servil de Raymond.
– ¿Está seguro de que no fue a la isla?
– No podemos estar totalmente seguros -admitió Siegfried-. Pero no creemos que lo haya hecho. Aunque hubiera ido allí, no habría podido quedarse. Ya debería estar de vuelta. Han pasado cuarenta y ocho horas.
Raymond se puso en pie y suspiró.
– Ojalá apareciera de una vez. Estoy muy preocupado por él, sobre todo ahora que Taylor Cabot se encuentra aquí. Es un problema más entre los tantos que hemos tenido últimamente en Nueva York, problemas que han amenazado el proyecto y me han hecho la vida imposible.
– Seguiremos buscándole aseguró Siegfried.
Intentaba parecer comprensivo, pero en realidad se preguntaba cómo reaccionaría Raymond cuando se enterara de que estaban enjaulando a los bonobos para trasladarlos al Centro de Animales. Todos los demás problemas parecían una nimiedad comparados con la noticia de que los animales estaban matándose entre sí.
– Veré si se me ocurre algo para convencer a Taylor Cabot de que adelante su viaje -dijo Raymond mientras se dirigía a la puerta-. Si es posible, le agradeceré que me informe de cualquier novedad acerca del paradero de Kevin Marshall.
– Desde luego -dijo Siegfried con cordialidad.
Observó con satisfacción cómo el orgulloso doctor se retiraba con el rabo entre las piernas. Pero de inmediato recordó que Raymond venía de Nueva York. Corrió a la puerta y alcanzó a Raymond en las escaleras.
– Doctor -llamó Siegfried con fingido respeto. Raymond se detuvo y miró hacia atrás-. ¿Por casualidad no conocerá a un médico llamado Jack Stapleton?
Raymond palideció, y su reacción no pasó inadvertida a los ojos de Siegfried.
– Será mejor que vuelva usted a mi despacho -dijo el gerente de la Zona.
Siegfried cerró la puerta detrás de Raymond, quien de inmediato le preguntó dónde había oído el nombre de Stapleton.
Siegfried rodeó su escritorio y se sentó, señalando una silla a Raymond. El gerente estaba intranquilo. Había asociado vagamente la inesperada visita de los médicos con Taylor Cabot, pero no se le había ocurrido que pudiera tener alguna relación con Raymond.
– Poco antes de que usted llegara, me llamaron desde la caseta de guardia -explicó-. El guardia marroquí me dijo que varias personas en una furgoneta querían entrar a echar un vistazo a la Zona. Nunca habíamos recibido visitas inesperadas con anterioridad. La furgoneta la conducía un tal doctor Jack Stapleton, de Nueva York.
Raymond se enjugó el sudor de la frente, luego se pasó las dos manos por el pelo. No dejaba de decirse que aquello no podía estar ocurriendo, puesto que, en teoría, Vinnie Dominick se había ocupado de Jack Stapleton y Laurie Montgomery. Raymond no había llamado para averiguar qué les había pasado, pues no quería conocer los detalles. Cuando uno paga veinte mil dólares por un trabajo, no tiene que preocuparse por los detalles… Al menos eso había pensado. De verse forzado a pensar en ellos, habría supuesto que en esos momentos Stapleton y Montgomery flotaban en algún lugar del océano.
– Su reacción me preocupa -dijo Siegfried.
– ¿No habrá dejado entrar a Stapleton y sus amigos? -preguntó Raymond.
– No, claro que no.
Ruiz debería haberlo hecho. Entonces habríamos podido hacer algo al respecto. Jack Stapleton está poniendo en peligro el proyecto. ¿Hay alguna forma de ocuparse de esta clase de individuos en la Zona?
– Sí -respondió Siegfried-. Podemos entregarlos al Ministerio de Justicia o al de Defensa, junto con una importante bonificación en metálico. El castigo sería discreto y muy rápido. El gobierno pone especial celo en luchar contra cualquiera que amenace a la gallina de los huevos de oro. Sólo tenemos que decir que esas personas suponen un serio peligro para las operaciones de GenSys.
– Entonces, si vuelven, deberían dejarlos entrar -dijo Raymond.
– Tal vez debería explicarme por qué.
– ¿Recuerda a Carlo Franconi?
– ¿Carlo Franconi, el paciente? -dijo Siegfried. Raymond asintió con la cabeza-. Claro que sí.
– Bueno, todo empezó con él -dijo Raymond y pasó a relatarle la complicada historia del mafioso.
– -
– ¿Crees que es seguro? -preguntó Laurie, mirando la enorme piragua de troncos con techo de paja que estaba atracada en la playa. En la parte posterior había un abollado motor fuera borda, que, a juzgar por la mancha opalescente en la popa, perdía combustible.
– Según me han dicho, viaja hasta Gabón dos veces al día -repuso Jack-. Y eso está más lejos que Cogo.
– ¿Cuánto pagaste por el alquiler? -preguntó Natalie. Jack había regateado durante media hora antes de decidirse a quedársela.
– Más de lo que esperaba -respondió él-. Por lo visto, unas personas alquilaron una embarcación similar hace un par de días, y no han vuelto a devolverla. Me temo que ese incidente ha subido las tarifas de alquiler.
– ¿Más o menos de cien? -preguntó Warren. El tampoco parecía convencido de la seguridad de la embarcación-. Por que si te han cobrado más de cien pavos, te han tomado el pelo.
– Bueno, no discutamos -dijo Jack-. Pongámonos en marcha; a menos que hayáis cambiado de opinión y queráis quedaros.
Se produjo un silencio, durante el cual todos intercambiaron miradas.
– No soy un gran nadador -admitió Warren.
– Os aseguro que no tendremos que nadar -dijo Jack.
– De acuerdo -dijo Warren-, vamos.
– ¿Y vosotras, señoritas, venís con nosotros? -preguntó Jack.
Laurie y Natalie asintieron sin demasiada convicción. En esos momentos, el sol del mediodía era exasperante. Aunque estaban junto a la costa del estuario del Munino corría un soplo de aire.
Las mujeres tomaron posiciones en la popa para ayudar a levantar la piragua, mientras Jack y Warren empujaban la pesada embarcación al agua. Luego saltaron uno detrás del otro. Todos remaron hasta llegar a unos quince metros de la costa Jack se ocupó del motor, apretando la pequeña bomba de mano situada encima de la cubierta roja. En su infancia había navegado en una lancha en un lago del Medio Oeste, y tenía experiencia con los motores fuera borda.
– Esta piragua es mucho más estable de lo que parece -observó Laurie. Aunque Jack se movía en la popa, la embarcación apenas se sacudía.
– Y no entra agua -dijo Natalie-. Eso era lo que más me preocupaba.
Warren permaneció callado. Se había cogido a la borda con tanta fuerza, que sus nudillos estaban blancos.
Para sorpresa de Jack, el motor se puso en marcha después de accionar la bomba dos veces. Un instante después, zarparon en dirección al este. Comparada con el calor sofocante de la playa, la brisa del río les pareció una bendición. Había llegado a Acalayong antes de lo previsto, aunque la carretera estaba más deteriorada que la que conducía a Cogo. No había habido tráfico, y sólo se habían cruzado con alguna que otra camioneta increíblemente atiborrada de pasajeros. Hasta viajaban dos o tres personas colgadas de la baca del equipaje.
Todos habían sonreído al ver Acalayong. En el mapa figuraba como una ciudad, pero en realidad no era más que un caserío con unas cuantas tiendas de hormigón, bares y algún hotel. También había un puesto de policía. A la sombra del porche, varios hombres con uniformes sucios holgazaneaban en sillas de paja. Cuando la furgoneta pasó junto a ellos, los agentes miraron a Jack y a los demás con expresión soñolienta y desdeñosa. Aunque la ciudad era sucia y decrépita, al menos había encontrado un sitio donde comer y beber, además de alquilar el bote. Con cierta inquietud, habían aparcado la furgoneta enfrente del puesto de policía, esperando encontrarla allí a su regreso.
– ¿Cuánto tiempo habías calculado que tardaríamos en llegar? -gritó Laurie por encima del ruido del motor, que era particularmente ensordecedor, pues le faltaba una parte de la cubierta.
– Una hora -gritó Jack-. Pero el propietario de la piragua me dijo que podíamos hacerlo en veinte minutos. Por lo visto, está al otro lado de ese promontorio que se ve en línea recta.
En ese momento, cruzaban la embocadura del río Congue, de unos tres metros de ancho. La bruma apenas permitía vislumbrar las orillas cubiertas de vegetación. El cielo estaba cubierto de nubes amenazadoras. De hecho, mientras iban en la furgoneta, se habían desatado dos tormentas eléctricas.
– Espero que la lluvia no nos coja en la piragua -dijo Natalie.
Pero la madre naturaleza no hizo caso de sus súplicas. En menos de cinco minutos llovía con tanta fuerza que algunas de las inmensas gotas hacían que el agua del río salpicara el interior de la embarcación. Jack disminuyó la velocidad y dejó que la piragua avanzara sola, mientras se reunía con los demás debajo del techo de paja. Para sorpresa y alegría de todos, no se mojaron.
En cuanto rodearon el promontorio, divisaron el muelle de Cogo. Construido con gruesas tablas de madera, era todo un lujo comparado con el desvencijado muelle de Acalayong. Cuando se aproximaron, vieron que un dique flotante se proyectaba desde un extremo.
Todos se quedaron impresionados ante la vista de Cogo.
A diferencia de las desvencijadas y precarias construcciones con techos de metal acanalado que proliferaban en Bata y Acalayong, Cogo estaba compuesto de atractivos edificios con paredes enlucidas y techos de teja, que daban a la ciudad un suntuoso aspecto colonial. A la izquierda, y casi oculta tras la selva, había una moderna central eléctrica. Su presencia habría pasado inadvertida de no ser por su chimenea, sorprendentemente alta.
Jack apagó el motor antes de llegar a la ciudad para poder hablar con los demás. Había varias piraguas similares a la suya amarradas al muelle, aunque todas estaban llenas de redes de pesca.
– Me alegra ver otras embarcaciones -dijo Jack-. Tenía miedo de que la nuestra llamara la atención.
– ¿Crees que aquel edificio grande y moderno será el hospital?-preguntó Laurie, señalando.
Jack siguió la dirección de su dedo.
– Sí, a juzgar por lo que dijo Arturo, y él debería saberlo mejor que nadie. Estuvo en la cuadrilla de obreros que lo construyó.
– Supongo que ése es nuestro destino -dijo Laurie.
– Así es -respondió Jack-. Al menos en un principio. Arturo dijo que el complejo donde tienen los animales está a unos cuantos kilómetros de aquí, en dirección a la selva. Puede que luego se nos ocurra alguna forma de llegar hasta allí.
– La ciudad es más grande de lo que esperaba -dijo Warren.
– Me dijeron que era una ciudad española abandonada -explicó Jack-. No ha sido totalmente renovada, pero desde aquí lo parece.
– ¿Y qué hacían aquí los españoles? -preguntó Natalie-.
No hay nada más que selva.
– Cultivaban café y cacao -respondió Jack-. O eso es lo que he oído. Claro que no sé dónde lo cultivaban.
– Oh, oh -dijo Laurie-. Veo un soldado.
– Yo también lo veo -dijo Jack, que había estado escrutando la costa a medida que se aproximaban.
El soldado llevaba boina roja y uniforme de camuflaje, igual que los de la caseta de guardia de la valla. Con un rifle de asalto en bandolera, se paseaba perezosamente por una plazoleta de adoquines, situada al otro lado del muelle.
– ¿Eso significa que tenemos que poner en marcha el plan C? -preguntó Warren con tono burlón.
– Todavía no -respondió Jack-. Es evidente que está allí para controlar a cualquiera que salga del muelle. Pero mira ese bar en la costa. Si conseguimos entrar allí, tendremos paso libre.
– No podemos atracar la piragua en la playa -protestó Laurie-. Nos verá.
– Mira lo alto que es el muelle -dijo Jack-. ¿Por qué no pasamos por debajo, dejamos la piragua en la playa y caminamos hasta el bar? ¿Qué os parece?
– Buena idea -dijo Warren-. Pero esa piragua no pasará por debajo del muelle. Imposible.
Jack se levantó y se acercó a uno de los postes que sostenía el techo de paja y que estaba embutido dentro de un agujero en la borda. Lo cogió con las dos manos y lo levantó.
– ¡Qué práctico! -exclamó-. Esta piragua es descapotable. Unos minutos después habían conseguido quitar todos los postes. El techo de paja quedó reducido a una pila de ramitas y hojas secas, que distribuyeron debajo de los bancos.
– No creo que el propietario de la piragua se alegre de nuestras reformas -observó Natalie.
Jack hizo girar la embarcación en el ángulo más conveniente para que quedara oculta detrás del muelle, fuera de la línea de mira de la plaza. Apagó el motor en el preciso momento en que se deslizaron bajo el muelle. Cogiéndose de la parte inferior de los tablones, guiaron la piragua hacia la costa, con cuidado de esquivar las vigas transversales. La piragua arañó la costa y se detuvo.
– Hasta ahora, todo bien -dijo Jack, haciendo señas a las mujeres y a Warren para que salieran de la embarcación.
Luego, Warren tiró de la piragua y Jack remó, hasta que consiguieron subirla a la playa.
Jack saltó de la piragua, señaló un muro de piedra que se alzaba sobre la base del muelle y desapareció tras una suave cuesta de arena.
– Caminemos pegados al muro. Cuando lleguemos al final, id hacia el bar.
Unos minutos después, entraban en él. El soldado no los había detenido: o bien no los había visto, o bien su presencia le traia sin cuidado.
En el bar no había nadie, con excepción de un negro que cortaba cuidadosamente limones y limas. Jack señaló los taburetes y sugirió que bebieran una copa para celebrar la ocasión. Todos aceptaron la invitación de buena gana. En la piragua habían pasado calor, sobre todo después de retirar el techo.
El camarero se acercó de inmediato. Según su tarjeta de identificación se llamaba Saturnino. Contrariamente a lo que sugería su nombre, era un individuo jovial. Vestía una llamativa camisa estampada y un sombrero cuadrangular, similar al que llevaba Arturo cuando había ido a recogerlos al aeropuerto.
Siguiendo el ejemplo de Natalie, todos pidieron Coca Cola con limón.
– Hoy no hay mucho trabajo -comentó Jack a Saturnino.
– No suele haberlo hasta después de las cinco -respondió el camarero-. Entonces sí tenemos lleno.
– Nosotros somos nuevos aquí-dijo Jack-. ¿Qué moneda aceptan?
– Pueden firmar -respondió Saturnino. Jack miró a Laurie, solicitando su permiso, pero ella negó con la cabeza-. Preferimos pagar en efectivo. ¿Aceptan dólares?
– Lo que quiera -respondió Saturnino-. Dólares o francos franceses. Es igual.
– ¿Dónde está el hospital?
Saturnino señaló por encima de su hombro.
– Suban por esa calle hasta la plaza principal. Es el edificio de la izquierda.
– ¿Y qué hacen allí? -preguntó Jack.
Saturnino lo miró como si estuviera loco.
– Curan a la gente.
– ¿Viene gente de Estados Unidos, exclusivamente para ingresar en el hospital? -preguntó Jack.
– De eso no sé nada -respondió el camarero, que cogió los billetes que Jack había dejado sobre la barra y regresó junto a la caja registradora.
– Al menos lo has intentado-susurró Laurie.
– Habría sido demasiado fácil -convino Jack.
Reanimados por las bebidas frescas, los cuatro amigos salieron al sol. Pasaron a quince metros del guardia, que tampoco esta vez les prestó atención. Tras una breve caminata por la ardiente calle de adoquines, encontraron una plazoleta cubierta de césped y rodeada de casas de estilo colonial.
– Me recuerda a algunas islas del Caribe -señaló Laurie.
Cinco minutos después llegaron a la plaza principal, flanqueada por árboles. Al otro lado de la plaza, en diagonal al sitio donde se encontraban ellos, un grupo de soldados ociosos, congregados a las puertas del ayuntamiento, estropeaba la idílica vista.
– ¡Guau! -exclamó Jack-. Hay un batallón entero.
– ¿No dijiste que si tenían soldados en la valla no los necesitarían en la ciudad? -preguntó Laurie.
– La realidad demuestra que estaba equivocado -admitió. Jack-. Pero no tenemos necesidad de cruzar y anunciarnos.
El hospital esta aquí mismo.
Desde la esquina de la plaza, el hospital parecía ocupar más de una manzana de la ciudad. Había una entrada frente a la plaza, pero también otra en una calle lateral, a la izquierda del grupo. Fueron por allí para que no los vieran los soldados.
– ¿Qué diremos si nos interrogan? -preguntó Laurie con preocupación-. Es muy probable que lo hagan cuando nos vean entrar.
– Ya improvisaré algo -respondió Jack. Abrió la puerta e invitó a entrar a sus amigos con una extravagante reverencia.
Laurie miró a Natalie y a Warren y puso los ojos en blanco. Jack tenía la virtud de ser encantador, incluso cuando resultaba exasperante.
Una vez dentro del edificio, todos se estremecieron de placer. El aire acondicionado nunca les había parecido tan maravilloso. Se encontraban en una sala lujosa, con moqueta de pared a pared, amplias y cómodas butacas y sofás. Una de las paredes estaba cubierta por una gran estantería, en algunos de cuyos estantes se exhibía una asombrosa colección de periódicos y revistas, desde el Times hasta el National Geographic. En la sala había una docena de personas sentadas, todas leyendo.
En la pared del fondo, a la altura de una mesa, había una abertura con paneles correderos de cristal. Al otro lado, una mujer negra con uniforme azul estaba sentada ante un escritorio. A la derecha de la ventanilla había un pasillo con varios ascensores.
– ¿Crees que todas estas personas son pacientes? -preguntó Laurie.
– Buena pregunta -repuso Jack-. No lo creo. Se las ve demasiado saludables y cómodas. Hablemos con la recepcionista.
Warren y Natalie, intimidados por el ambiente del hospital, siguieron en silencio a Jack y a Laurie.
Jack golpeó con suavidad en el cristal. La mujer alzó la vista y abrió el panel de la ventanilla.
– Lo siento -dijo-. No los había visto llegar. ¿Desean registrarse?
– No -respondió Jack-. Por el momento, todos mis órganos funcionan perfectamente.
– -
– Tranquilícese -pidió Cameron-. ¿De quién habla?
– No me dieron ningún nombre -respondió Corrina-.
Había cuatro personas, pero sólo habló un hombre. Dijo que era médico.
– Mmm -dijo Cameron-, ¿y no lo había visto antes?
– Nunca -respondió Corrina con nerviosismo-. Me pillaron desprevenida. Como ayer llegó gente nueva, pensé que iban a alojarse en el hostal. Pero dijeron que querían visitar el hospital. Cuando les indiqué cómo llegar allí, se marcharon de inmediato.
– ¿Eran blancos o negros? -preguntó Cameron. Quizá, después de todo, no se tratara de una falsa alarma.
– Mitad y mitad -respondió Corrina-. Dos blancos y dos negros. Pero por la ropa que llevaban, todos eran estadounidenses.
– Ya veo -dijo Cameron mientras se acariciaba la barba y pensaba que era poco probable que los trabajadores estadounidenses de la Zona quisieran visitar el hospital.
– El que habló dijo algo extraño-prosiguió Corrina-.
Algo así como que todos sus órganos funcionaban bien. Yo no sabía qué responder.
– Mmm-repitió Cameron-, ¿puedo usar su teléfono?
– Desde luego -respondió Corrina. Puso el aparato en un extremo del escritorio, delante de Cameron.
El jefe de seguridad marcó el número del gerente. Siegfried respondió de inmediato.
– Estoy en el hostal -explicó Cameron-. Pensé que debía informarle de un episodio curioso. Cuatro médicos desconocidos se presentaron aquí y dijeron a la señorita Williams que querían visitar el hospital.
La respuesta de Siegfried fue una furiosa retahíla que obligó a Cameron a apartarse del auricular. Hasta Corrina se encogió, acobardada.
Cameron devolvió el teléfono a la recepcionista. No había oído todos los exabruptos de Siegfried, pero su significado estaba claro. Cameron debía pedir refuerzos de inmediato y detener a los intrusos.
El jefe de seguridad desenfundó la radio y la pistola al mismo tiempo. Mientras enfilaba hacia el hospital, hizo una llamada de emergencia a su oficina.
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La habitación 302 estaba en la parte exterior del edificio, sobre la plaza, con una excelente vista al este. Jack y sus amigos la encontraron sin dificultad. Nadie los había detenido. De hecho, no se habían cruzado con ninguna persona en el trayecto desde el ascensor hasta la habitación.
Jack llamó a la puerta abierta, aunque era evidente que la habitación estaba vacía. Sin embargo, había múltiples indicios de que su ocupante se había ausentado sólo momentáneamente: el televisor con vídeo incorporado estaba encendido, y emitía una vieja película de Paul Newman. La cama estaba deshecha. Sobre una mesa, había una maleta a medio hacer.
El misterio se desveló cuando Laurie oyó el ruido de la ducha detrás de la puerta del cuarto de baño.
Cuando cerraron el grifo, Jack llamó a la puerta, pero pasaron casi diez minutos antes de que vieran aparecer a Horace Winchester.
El paciente era un hombre corpulento de cincuenta y tantos años, con aspecto feliz y saludable. Se ató el cinturón del albornoz y caminó hacia una butaca tapizada situada junto a la cama. Se sentó con un suspiro de satisfacción.
– ¿Qué se les ofrece? -preguntó-. Desde que ingresé aquí, nunca había tenido tantos visitantes juntos.
– ¿Cómo se encuentra? -preguntó Jack, cogiendo una silla y sentándose frente a Horace.
Warren y Natalie permanecieron junto a la puerta, reacios a entrar. Laurie se acercó a la ventana. Su inquietud iba en aumento desde que había visto a los soldados. Estaba ansiosa por terminar la visita y volver a la piragua.
– Estupendamente -respondió Horace-. Es un milagro.
Cuando llegué estaba con un pie en la tumba, amarillo como un canario. ¡Míreme ahora! En forma para hacer treinta y seis hoyos en uno de mis campos de golf particulares. Eh, todos ustedes están invitados a cualquiera de mis hoteles cuando quieran. Se sentirán como en su casa. ¿Les gusta el esquí?
– A mí sí -dijo Jack-. Pero ahora quisiera hablar de su caso. Tengo entendido que le han hecho un trasplante de hígado. ¿Podría decirme quién fue el donante?
Una media sonrisa se dibujó en los labios de Horace mientras miraba a Jack por el rabillo del ojo.
– ¿Es una especie de prueba psicológica? -preguntó-. Por que si lo es, quédense tranquilos. No se lo contaré a nadie.
No podría estarles más agradecido. De hecho, en cuanto pueda, pediré que me hagan otro doble.
– ¿Qué quiere decir exactamente con eso de un "doble"? -preguntó Jack.
– ¿Ustedes forman parte del equipo de Pittsburgh? -preguntó Horace, mirando a Laurie.
– No, formamos parte del equipo de Nueva York -respondió Jack-. Y estamos fascinados por su caso. Nos alegra que se encuentre tan bien y estamos aquí para informarnos.
– Jack sonrió y abrió las manos-. Somos todo oídos. ¿Por qué no empieza por el principio?
– ¿Quiere decir por cómo me enfermé? -preguntó Horace, obviamente confundido.
– No; por cómo se organizó el trasplante aquí, en Africa -repuso Jack-. Y me gustaría saber qué ha querido decir al referirse a un doble. Por casualidad, ¿le han trasplantado el hígado de un primate?
Horace soltó una risita nerviosa y cabeceó.
– ¿Qué pasa aquí? -preguntó. Volvió a mirar a Laurie y luego a Warren y Natalie, que seguían junto a la puerta.
– Oh, oh -dijo Laurie-. Los soldados están cruzando la plaza, y vienen corriendo.
Warren cruzó la habitación rápidamente y miró al ex terior.
– ¡Mierda! Esto va en serio.
Jack se puso en pie, apoyó las manos sobre los hombros de Horace y puso su cara a escasos centímetros de la del paciente.
– Me sentiré muy decepcionado si no responde a mis preguntas, y cuando me decepcionan, hago cosas muy raras.
¿Qué animal era? ¿Un chimpancé?
– Vienen hacia el hospital -gritó Warren-. Y todos están armados con rifles AK-47.
– ¡Vamos! -insistió Jack sacudiendo ligeramente a Horace-. Hable. ¿Era un chimpancé? -Apretó sus hombros con más fuerza.
– Era un bonobo -dijo Horace con un hilo de voz. Estaba aterrorizado.
– ¿Es una clase de primate? -preguntó Jack.
– Sí -consiguió articular Horace.
– ¡Venga, tío! -lo animó Warren, que había vuelto a la puerta-. Tenemos que salir pitando.
– ¿Y qué ha querido decir con lo del doble? -preguntó Jack.
Laurie cogió el brazo de Jack.
– No tenemos tiempo -dijo-. Los soldados llegarán en cualquier momento.
A regañadientes, Jack soltó a Horace y se dejó arrastrar hacia la puerta.
– ¡Joder! Estaba tan cerca-protestó.
Warren hacía señas histéricas para que los siguieran a él y a Natalie hacia la parte posterior del edificio, cuando la puerta del ascensor se abrió y apareció Cameron empuñan do su pistola.
– ¡Quietos todos! -gritó al ver a los extraños. Cogió el arma con las dos manos y apuntó a Warren y Natalie. Luego movió el cañón en dirección a Jack y Laurie. El problema de Cameron era que sus adversarios estaban a ambos lados de él, y cuando miraba a una pareja, no veía a la otra.
– Las manos encima de la cabeza -ordenó, señalando con el cañón de la pistola.
Todos obedecieron, aunque cada vez que Cameron se giraba para mirar a Jack y Laurie, Warren daba otro paso hacia él.
– Si hacen lo que se les ordena, no habrá heridos -dijo Cameron.
Warren ya estaba lo bastante cerca para arriesgar una patada; su pie se levantó con la velocidad de un rayo y chocó contra las manos de Cameron. La pistola rebotó en el techo.
Antes de que Cameron pudiera reaccionar, Warren le asestó dos puñetazos: uno en el vientre y otro en la nariz.
Cameron se desplomó en el suelo.
– Me alegro de que estés en mi equipo en este partido -dijo Jack.
– ¡Tenemos que volver a la piragua! -exclamó Warren sin hacer caso a la broma.
– Estoy abierto a cualquier sugerencia -repuso Jack.
Cameron gimió y se sentó, cogiéndose el estómago. Warren miró hacia ambos lados del pasillo. Unos minutos, antes, había pensado que debían correr por el pasillo principal hacia la parte posterior del edificio, pero ya no le parecía una opción razonable. A mitad de camino, se habían congregado varias enfermeras, que señalaban en su dirección.
Enfrente de los ascensores, a la altura de los ojos, un cartel con forma de flecha señalaba hacia un pasillo perpendicular a la habitación de Horace. En el cartel se leía "Q".
– Por ahí -gritó Warren.
– ¿Quieres ir a los quirófanos? -preguntó Jack-. ¿Por qué?
– Porque no se lo esperan -respondió Warren. Cogió a la asustada Natalie de la mano y tiró de ella.
Jack y Laurie los siguieron. Pasaron junto a la habitación de Horace, pero el paciente se había encerrado en el cuarto de baño.
La zona de quirófanos estaba separada del resto del hospital por las típicas puertas basculantes. Warren las empujó y las sostuvo con el brazo extendido, como un defensa de fútbol americano. Jack y Laurie pasaron junto a él.
No había ninguna operación en curso ni paciente alguno en la sala de recuperación. Las luces estaban apagadas, con excepción de las de un dispensario situado en medio del pasillo. La puerta del dispensario estaba entornada y a través de ella se filtraba un tenue resplandor.
Alertada por los golpes en las puertas de la zona de quirófanos, una mujer se asomó por la puerta de dispensario. Vestía uniforme de cirugía y un gorro desechable. Al ver a las cuatro figuras que corrían en su dirección, dio un respingo.
– ¡Eh, no pueden entrar aquí con ropa de calle! -gritó en cuanto se hubo recuperado de la impresión. Pero Warren y los demás ya habían pasado a su lado. Atónita, los siguió con la vista mientras corrían hacia el fondo del pasillo, hasta desaparecer por las puertas del laboratorio.
Volvió a entrar en el dispensario y cogió el teléfono colgado en la pared.
Al llegar a una bifurcación del pasillo, Warren se detuvo en seco y miró en ambas direcciones. Al fondo a la izquierda, sobre la pared, había una lamparilla roja de una alarma de incendios Encima de la luz, un cartel indicaba la salida de emergencia.
– ¡Alto! -gritó Jack cuando Warren se disponía a correr hacia allí, suponiendo que encontraría las escaleras.
– ¿Qué pasa, tío? -preguntó Warren.
– Esto parece el laboratorio -repuso Jack. Se acercó a la puerta de cristal, miró al interior y se quedó estupefacto.
Aunque estaban en pleno corazón de Africa, era el laboratorio más moderno que había visto en su vida. Todos los aparatos parecían flamantes.
– ¡Vamos! -exclamó Laurie-. No tenemos tiempo para curiosear. Tenemos que salir de aquí.
– Es verdad, tío -dijo Warren-. Sobre todo después de pegarle a este tipo de seguridad. Tenemos que salir pitando.
– Id delante -dijo Jack-. Os veré en la piragua.
Warren, Laurie y Natalie intercambiaron miradas de ansiedad.
Jack giró el pomo de la puerta y descubrió que no tenía llave. La abrió y entró.
– ¡Por el amor de Dios! -protestó Laurie. Jack la ponía histérica. Era obvio que su propia seguridad le tenía sin cuidado, pero no tenía derecho a comprometer la de los demás.
– Dentro de un momento, este sitio estará lleno de guardias de seguridad y soldados -dijo Warren.
– Lo sé -repuso Laurie-. Vosotros seguid. Yo procuraré llevarlo a la piragua lo antes posible.
– No podemos dejaros aquí -dijo Warren.
– Piensa en Natalie -sugirió Laurie.
– Tonterías -protestó la susodicha. No soy una mujercita indefensa. Estamos todos juntos en esto.
– Vosotras entrad ahí y procurad razonar con ese loco -dijo Warren-. Yo voy a hacer sonar la alarma contra incendios..,
¿Para qué? -preguntó Laurie.
– Es un viejo truco que aprendí de crío. Cuando estés en un atolladero, crea el mayor caos posible. Así hay más probabilidades de escapar.
– Te tomo la palabra -dijo ella. Hizo una seña a Natalie para que la siguiera y entró en el laboratorio.
Encontraron a Jack conversando amistosamente con una técnica de laboratorio vestida de bata blanca. Era una pelirroja con pecas y sonrisa agradable. Jack ya la había hecho reír.
– Perdón -dijo Laurie, esforzándose por no gritar-. Jack, tenemos que irnos.
– Laurie, quiero presentarte a Rolanda Phieffer -dijo él-. Es de Heidelberg, Alemania.
– ¡Jack! -exclamó Laurie con los dientes apretados.
– Rolanda me estaba contando una historia muy interesante. Al parecer, ella y sus colegas están trabajando con los genes de los antígenos menores de histocompatibilidad. Los extraen de un cromosoma específico en una célula y los insertan en el cromosoma homólogo, en la misma posición, en otra célula.
Natalie, que se había acercado al ventanal que daba a la plaza, regresó rápidamente y dijo:
– La cosa se pone fea. Acaba de llegar un camión lleno de árabes con trajes negros.
En ese momento sonó la alarma contra incendios, que emitía secuencias de tres pitidos ensordecedores, seguidos por una voz grabada: "Fuego en el laboratorio. Por favor, procedan a evacuar el edificio por las escaleras. No usen los ascensores."
– ¡Cielos! -exclamó Rolanda, mirando rápidamente alrededor para decidir qué llevar consigo.
Laurie cogió a Jack por los dos brazos y lo sacudió.
– Jack, sé razonable ¡Tenemos que salir de aquí!
– He descubierto cómo lo hacen -dijo Jack con una sonrisa de astucia.
– ¡Me importa una mierda! -le espetó Laurie-. ¡Vamos!
Corrieron hacia el pasillo, donde de repente habían aparecido muchas personas más. Todos estaban desconcertados y miraban hacia todos lados. Algunos olfateaban el aire y otros hablaban animadamente. Muchos llevaban consigo sus ordenadores portátiles.
La gente se dirigía en masa hacia la escalera, sin excesiva prisa. Jack, Laurie y Natalie se encontraron con Warren, que sujetaba la puerta de incendios. También había conseguido hacerse con varias batas blancas, que distribuyó entre el grupo. Todos se las pusieron encima de la ropa. Por desgracia, eran las únicas personas en el edificio que llevaban pantalones cortos.
– Han creado quimeras con esos simios llamados bonobos -dijo Jack con entusiasmo-. Eso lo explica todo. No me sorprende que los análisis de ADN fueran tan confusos.
– ¿De qué coño habla? -preguntó Warren, irritado.
– No preguntes -respondió Laurie-, o lo animarás a seguir.
– ¿De quién fue la idea de hacer sonar la alarma de incendios?-preguntó Jack-. Es genial.
– De Warren -repuso Laurie-. Al menos hay un ser pensante entre nosotros.
La escalera de incendios salía a un aparcamiento por el lado norte. La gente se congregaba en pequeños grupos, miraba el edificio y conversaba. Hacía un calor sofocante, pues brillaba el sol y el suelo del aparcamiento estaba alquitranado. Se oyó el aullido de una sirena de bomberos, procedente del noreste.
– ¿Qué hacemos? -preguntó Laurie-. Es un alivio haber llegado hasta aquí. No creía que fuera tan fácil salir del edificio.
– Vamos a la calle y giremos a la izquierda -dijo Jack, señalando- Podemos dar un rodeo por el oeste y regresar a la costa.
– ¿Dónde están los soldados? -preguntó Laurie.
– ¿Y los árabes? -añadió Natalie.
– Supongo que estarán buscándonos en el hospital -respondió Jack.
– Larguémonos antes de que los empleados del laboratorio vuelvan a entrar en el edificio -dijo Warren.
Evitaron correr para no llamar la atención. Antes de llegar a la calle, todos se giraron para comprobar si los vigilaban.
Pero la gente ni siquiera los miraba. Todo el mundo estaba fascinado con el coche de bomberos que acababa de llegar.
– Todo bien, hasta el momento -dijo Jack.
Warren fue el primero en llegar a la calle. Cuando torcía la esquina hacia el oeste se detuvo en seco y extendió el brazo para atajar a los demás. Dio un paso atrás.
– No podemos ir hacia allí -dijo-. Han cortado la calle.
– ¡Caray! -exclamó Laurie-. Es probable que hayan acordonado toda la zona.
– ¿Recordáis la central eléctrica que vimos? -preguntó Jack. Todos asintieron-. Tiene que estar comunicada con el hospital. Apuesto a que hay un túnel.
– Puede -dijo Warren-. Pero el problema es que no sabemos cómo encontrarlo. Además, no me gusta la idea de volver a entrar. Sobre todo si nos persiguen esos críos con AK-47.
– Entonces crucemos la plaza -sugirió Jack.
– ¿Hacia dónde estaban los soldados? -preguntó Laurie, atónita.
– Bueno, si están aquí, en el hospital, no debería haber problema -dijo Jack.
– Tienes razón -asintió Natalie.
– Claro que también podemos entregarnos y decir que lamentamos lo ocurrido -dijo Jack-. ¿Qué pueden hacernos, aparte de echarnos de aquí? Ya he descubierto lo que venía a averiguar, así que no me molestaría.
– Bromeas -dijo Laurie-. No se contentarán con una simple disculpa. Warren ha golpeado a un tipo de seguridad.
Hemos hecho algo más que entrar sin autorización.
– Bromeaba hasta cierto punto -repuso Jack-. Aquel hombre nos apuntó con una pistola; tenemos una buena excusa.
Además, siempre podemos darles algunos francos franceses.
En este país, todo se soluciona con dinero.
– Pues el dinero no nos sirvió para cruzar la valla -le recordó Laurie.
– De acuerdo, no nos sirvió para entrar -admitió él-, pero me sorprendería que no nos sirviera para salir.
– Tenemos que hacer algo -dijo Warren-. Los bomberos están indicando a la gente que vuelva al edificio. Nos quedaremos aquí solos, con este calor horrible.
– Sí, están entrando -confirmó Jack, que escrutaba el aparcamiento con los ojos entornados debido al fuerte resplandor del sol. Sacó las gafas de sol y se las puso-. Intentemos cruzar la plaza antes de que vuelvan los soldados.
Una vez más, procuraron caminar con calma, como si es tuvieran paseando. Cuando casi habían llegado el césped, notaron una conmoción en las puertas del edificio. Se giraron y vieron a varios árabes vestidos con trajes negros, abriéndose paso entre los técnicos del laboratorio.
Los árabes salieron corriendo al soleado aparcamiento, con las corbatas aleteando sobre las camisas y los ojos entornados. Todos empuñaban pistolas automáticas. Detrás de los árabes aparecieron varios soldados. Agitados, se detuvieron bajo el sol ardiente, jadeando mientras miraban alrededor.
Warren y los demás se quedaron paralizados.
– Esto no me gusta -dijo Warren-. Esos seis tipos tienen armas suficientes para robar el Chase Manhattan.
– Me recuerdan a los Intocables -dijo Jack.
– Yo no le veo la gracia -replicó Laurie.
– Creo que no tenemos más remedio que volver a entrar
– dijo Warren-. Teniendo en cuenta que vamos vestidos como técnicos de laboratorio, se preguntarán qué hacemos aquí.
Antes de que pudieran responder a la sugerencia de Warren, Cameron salió por la puerta, acompañado de dos hombres. Uno de ellos estaba vestido igual que Cameron; era evidente que era otro guardia de seguridad. El otro era más bajo y tenía el brazo derecho paralizado. El también estaba vestido con ropas color caquí, pero sin ninguna de las insignias que llevaban los otros dos.
– Caramba -dijo Jack-. Tengo el pálpito de que nos obligarán a usar la táctica de la disculpa.
Cameron apretaba contra su nariz un pañuelo manchado de sangre, que sin embargo no le obstaculizaba la vista. Localizó al grupo de inmediato y señaló.
– ¡Allí están! -gritó.
Los marroquíes y los soldados rodearon de inmediato a los intrusos. Todas las armas apuntaban a Jack y sus amigos, que levantaron las manos sin que nadie se los ordenara.
– Me pregunto si podría impresionarlos con mi chapa de forense -bromeó Jack.
– ¡No hagas ninguna estupidez! -advirtió Laurie.
Cameron y sus acompañantes cruzaron la calle rápidamente. El cerco de hombres armados se abrió para dejarles paso. Siegfried dio un paso al frente.
– Si hemos causado alguna molestia, les pedimos disculpas… -comenzó Jack.
– ¡Cierre el pico! -gritó Siegfried.
Caminó alrededor del grupo para mirarlos desde todos los ángulos. Cuando regresó al punto de partida, preguntó a Cameron si ésas eran las personas que había encontrado en el hospital.
– Sin ninguna duda -dijo Cameron dirigiendo una mirada fulminante a Warren-. Si me lo permite, señor…
– Desde luego -dijo Siegfried con un ademán condescendiente.
Sin previo aviso, Cameron asestó un puñetazo en la cara de Warren, que sonó como una guía telefónica al caerse al suelo. De inmediato, Cameron dejó escapar un gemido de dolor, se cogió la mano y apretó los dientes. Warren permaneció inmóvil; ni siquiera pestañeó.
Cameron maldijo entre dientes y se apartó.
– Regístrenlos -ordenó Siegfried.
– Lamentamos mucho si… -comenzó Jack, pero Siegfried no le permitió continuar. Lo abofeteó con suficiente fuerza para girarle la cara y dejarle una marca roja en la mejilla.
El ayudante de Cameron registró rápidamente al grupo y les quitó los pasaportes, el dinero y las llaves del coche. Se los entregó a Siegfried, que los examinó despacio.
Después de hojear el pasaporte de Jack, alzó la vista y lo miro con desprecio.
– Yo me veo más bien como un competidor tenaz -corrigió Jack.
– Ah, así que también es arrogante -gruñó Siegfried-. Espero que su tenacidad le resulte útil cuando lo entreguemos a las autoridades ecuatoguineanas.
– Si nos permiten llamar a la embajada de Estados Unidos, estoy seguro de que resolveremos este embrollo -dijo Jack-.
Al fin y al cabo, somos funcionarios del gobierno.
Siegfried esbozó una sonrisa que resaltó aún más su permanente mueca de desprecio.
– ¿A la embajada de Estados Unidos? -preguntó con tono burlón-. ¿En Guinea Ecuatorial? ¡Muy gracioso! Por desgracia para usted, está en la isla de Bioko. -Se volvió hacia Cameron-: Enciérrelos, pero separe a las mujeres de los hombres.
– ¿De verdad piensa entregarlos a las autoridades ecuatoguineanas? -preguntó Cameron.
– Desde luego -respondió Siegfried-. Raymond me ha hablado de Stapleton. Tienen que desaparecer.
– ¿Cuándo? -preguntó Cameron.
– En cuanto se haya marchado Taylor Cabot -respondió Siegfried-. Quiero que este asunto se lleve con absoluta discreción.
– Entiendo -dijo Cameron. Saludó rozando el ala del sombrero y se marchó a supervisar el traslado de los prisioneros al calabozo situado en el sótano del ayuntamiento.