6 de marzo de 1997, 6.45 horas.
Nueva York
Jack aceleró la marcha y consiguió pasar con luz verde en el cruce de la Primera Avenida y la calle Treinta. Luego se abrió paso entre los coches sin disminuir la velocidad. Subió por el camino particular del depósito y no frenó hasta el último segundo. Momentos después había amarrado la bicicleta y se dirigía al despacho de Janice Jaeger, la investigadora forense del turno de noche.
Estaba alterado. Tras identificar casi con seguridad a su último cadáver como Carlo Franconi, prácticamente no había dormido. Había hablado varias veces con Janice por teléfono, implorándole que consiguiera copias de todos los informes de Franconi en el Hospital General de Manhattan.
Sus pesquisas preliminares habían revelado que Franconi había estado hospitalizado allí.
También había pedido a Janice que buscara en el escritorio de Bart Arnold los números de teléfono de los bancos de órganos europeos. Puesto que la diferencia horaria era de seis horas, Jack comenzó a llamar después de las tres de la mañana. Le interesaba especialmente una organización llamada Eurotransplant, en Holanda. Cuando descubrió que ahí no había constancia de que Carlo Franconi hubiera recibido un hígado, llamó a todas las organizaciones nacionales cuyos números tenía, en Francia, Inglaterra, Italia, Suecia, Hungría y España. Nadie sabía nada de Carlo Franconi
Para colmo, la mayoría de las personas con las que había hablado aseguraban que era difícil que un extranjero hubiera sido sometido a un trasplante allí, puesto que la mayoría de los países tenían largas listas de espera con sus propios ciudadanos.
Tras pocas horas de sueño, la curiosidad lo había despertado. Incapaz de volver a dormirse, Jack decidió ir al depósito temprano y repasar el material que había reunido Janice.
– Vaya, sí que estás ansioso -señaló Janice cuando Jack entró en su despacho.
– Esta clase de casos hacen las delicias de cualquier forense.
¿Cómo te ha ido con el Hospital General de Manhattan?
– Tengo todos los informes -respondió Janice-. Franconi fue ingresado en múltiples ocasiones a lo largo de los años, sobre todo por hepatitis y cirrosis.
– Ah, mis sospechas parecen fundadas. ¿Cuándo ingresó por última vez?
– Hace aproximadamente dos meses. Pero no para un trasplante. Aunque el tema se menciona, si se le practicó trasplante, no fue en el hospital general. -Le entregó a Jack una carpeta grande.
Jack sopesó la carpeta y sonrió.
– Supongo que tengo con qué entretenerme.
– A mí me ha parecido muy repetitivo.
– ¿Y qué hay de su médico? -preguntó él-. ¿Tenía uno en particular o iba pasando de uno a otro?
– Lo atendió el mismo médico durante mucho tiempo -respondió Janice-. El doctor Daniel Levitz en la Quinta Avenida, entre las calles Sesenta y cuatro y Sesenta y cinco.
La dirección de su consulta está escrita en el sobre.
– Eres muy eficaz.
– Hago todo lo que puedo -repuso Janice-. ¿Has tenido suerte con los bancos de órganos europeos?
– En absoluto -respondió Jack-. Dile a Bart que me llame en cuanto llegue. Ahora que tenemos un nombre, debemos volver a llamar a los hospitales nacionales que hacen trasplantes.
– Si Bart no ha llegado antes de que me vaya, le dejaré una nota sobre su escritorio -dijo Janice.
Jack silbó mientras cruzaba la recepción rumbo a la sala de identificaciones. Ya podía saborear el café y soñaba con la euforia que siempre le producía la primera taza del día. Pero cuando llegó, recordó que era demasiado temprano. Vinnie Amendola estaba preparándolo en ese momento.
– Date prisa con el café -dijo mientras dejaba la pesada carpeta sobre el escritorio de metal donde Vinnie solía leer el periódico-. Esta mañana lo necesito con urgencia.
Vinnie no respondió, cosa poco habitual en él.
– ¿Sigues de mal humor? -preguntó Jack.
Tampoco esta vez respondió Vinnie, pero la mente de Jack ya estaba en otra parte. Había visto los titulares del periódico de Vinnie: Hallado el cadáver de Franconi. Debajo del titular, en letras un poco más pequeñas se leía: "El cuerpo de Franconi permaneció veinticuatro horas en el Instituto Forense sin que fuera identificado".
Jack se sentó a leer el artículo. Como de costumbre, estaba escrito en tono sarcástico e insinuaba que los médicos forenses de la ciudad eran unos ineptos. Jack pensó que era curioso que el periodista, que disponía de información suficiente para escribir el artículo, no supiera que al cuerpo le habían cortado la cabeza y las manos con el fin de ocultar su identidad. Tampoco mencionaba las heridas de bala en el torso.
Cuando Vinnie terminó de preparar el café, se acercó al escritorio donde Jack leía. Con expresión impaciente, trasladó el peso del cuerpo de una pierna a la otra. Cuando Jack alzó la vista, Vinnie dijo con tono irritado:
– ¿Te importa? Me gustaría que me devolvieras el periódico.
– ¿Has visto este artículo? -preguntó Jack señalando la primera página.
– Sí, lo he visto.
– ¿Y te sorprendió? Quiero decir, cuando hicimos la autopsia ayer, ¿se te cruzó por la cabeza que podría tratarse del cuerpo de Franconi?
– No ¿por qué iba a pensar algo así?
– No te estoy acusando de nada, sólo te pregunto si se te ocurrió la idea.
– No -respondió Vinnie-. Devuélveme mi periódico
¿Por qué no lo compras? Siempre me estás quitando el mío.
Jack se puso en pie, empujó el periódico hacia Vinnie por encima de la mesa y levantó el sobre que le había dado Janice.
– Vaya, cómo está el patio. Tal vez necesites unas vacaciones. Te estás convirtiendo en un viejo gruñón.
– Al menos no soy un gorrón -repuso Vinnie. Cogió el periódico y ordenó las páginas que Jack había sacado de su sitio.
Jack se acercó a la cafetera, se sirvió una taza hasta el tope y se la llevó a la mesa de registros. Mientras bebía con aire satisfecho, echó un vistazo a los múltiples informes de ingresos hospitalarios de Franconi. Como quería hacerse una idea rápida del caso, leyó únicamente el informe resumido del alta. Tal como le había dicho Janice, los ingresos se debían sobre todo a trastornos hepáticos, desencadenados a raíz de una hepatitis que había contraído en Nápoles, Italia.
Poco después llegó Laurie. Antes incluso de quitarse el abrigo, preguntó a Jack si había leído el periódico u oído las noticias de la mañana. Jack le dijo que había leído el Post.
– ¿Ha sido obra tuya? -preguntó Laurie mientras doblaba su abrigo y lo dejaba sobre una silla.
– ¿De qué hablas?
– Pregunto si has sido tú quien ha filtrado la información de que tu último cadáver podría ser Franconi -dijo Laurie.
Jack soltó una risita incrédula.
– Me sorprende que lo preguntes. ¿Por qué iba a hacer algo así?
– No lo sé, pero como anoche estabas tan emocionado…
Sin embargo, no pretendía ofenderte. Me sorprendió verlo en las noticias tan rápido, eso es todo.
– A mí también me sorprendió -dijo Jack-. Puede que fuera Lou.
– Eso me sorprendería todavía más que si hubieras sido tú -dijo Laurie.
¿Por qué yo? -preguntó Jack que parecía ofendido.
– El año pasado contaste la historia de las infecciones.
– Era una situación completamente distinta -respondió Jack a la defensiva-. Pretendía salvar vidas.
– Bueno, no te enfades -dijo Laurie. Para cambiar de tema preguntó-: ¿Qué casos tenemos para hoy?
– No lo he mirado -admitióJack-, pero la pila es pequeña y quiero pedirte algo especial: si es posible, me gustaría tener el día libre para dedicarlo al papeleo o a la investigación.
Laurie se inclinó y contó las carpetas de autopsias.
– No hay inconveniente; apenas tenemos diez casos dijo-. Creo que yo me asignaré sólo uno. Ahora que hemos recuperado el cadáver de Franconi, estoy incluso más interesada por descubrir cómo desapareció de aquí. Cuanto más pienso en ello, más convencida estoy de que tuvo que hacerse con la participación de uno de nuestros empleados.
Se oyó un ruido súbito, seguido de una maldición. Laurie y Jack se volvieron para mirar a Vinnie que se había puesto de pie de un salto. Había derramado el café sobre el escritorio y su regazo.
– Cuidado con Vinnie -advirtió Jack a Laurie-. Sigue de un humor de perros.
– ¿Estás bien Vinnie? -preguntó Laurie.
– Estoy bien. -Caminó con las piernas rígidas hacia la cafetera para coger servilletas de papel.
– Estoy desconcertado -dijo Jack a Laurie-. ¿Por qué el hecho de que hayamos recuperado el cadáver de Franconi ha avivado tu curiosidad por su desaparición?
– Sobre todo por lo que descubriste durante la autopsia -respondió ella-. Al principio pensé que quien fuera que había robado el cuerpo lo había hecho como venganza, por ejemplo, para privar a la víctima de un funeral decente. Pero ahora tengo la impresión de que se llevaron el cuerpo para destruir el hígado. Es muy extraño. Antes, resolver el acertijo de la desaparición del cuerpo era una especie de reto. Ahora pienso que si podemos figurarnos cómo desapareció el cadáver, también descubriremos quién se lo llevó.
– Empiezo a entender por qué Lou dijo que se sentía como un idiota ante tu habilidad para hacer las asociaciones -dijo Jack-. En el caso de la desaparición de Franconi, siempre pensé que el "qué era más importante que el "cómo". Pero tú sugieres que ambas cosas están relacionadas.
– Exactamente -convino Laurie-. El cómo nos conducirá al quién, y el quién explicar el porqué.
– Y crees que está involucrada una persona que trabaja aquí.
– Me temo que sí. No veo cómo pueden haberse llevado el cuerpo sin la ayuda de alguien del interior. Pero todavía no tengo la más remota idea de cómo lo hicieron.
Después de la llamada a Siegfried, Raymond sucumbió finalmente a las elevadas concentraciones de sustancias hipnóticas que circulaban por su torrente sanguíneo. Durmió profundamente durante las primeras horas de la mañana. Lo despertó Darlene, que corrió las cortinas para dejar entrar la luz del sol. Eran casi las ocho; la hora en que él había pedido que lo despertara.
– ¿Te sientes mejor, cariño? -preguntó Darlene.
Le pidió a Raymond que se sentara y se inclinara para ahuecarle las almohadas.
– Sí -respondió Raymond, aunque tenía la mente nublada por los somníferos.
– Te he preparado tu desayuno favorito -dijo Darlene.
Fue hasta la cómoda, donde había dejado una bandeja de mimbre. La llevó a la cama y la colocó sobre el regazo de Raymond. Este miró la bandeja. Había zumo de naranja natural, dos lonchas de beicon, una tortilla de un huevo, una tostada y café recién hecho. A un lado estaba el periódico de la mañana.
– ¿Qué te parece? -preguntó Darlene con orgullo.
– Perfecto -contestó Raymond y se irguió para darle un beso.
– Avísame cuando quieras más café -dijo ella. Luego salió de la habitación.
Con un placer infantil, Raymond untó la tostada con mantequilla y bebió lentamente el zumo de naranja. Para él, no había nada tan maravilloso como el olor del café y del beicon por la mañana.
Tomando un bocado de beicon y de tortilla al mismo tiempo para disfrutar de la combinación de sabores, Raymond levantó el periódico, lo desplegó y leyó los titulares.
Su ahogada exclamación de horror hizo que se atragantara con la comida. Tosió con tanta fuerza que la bandeja cayó de la cama y su contenido se desparramó sobre la alfombra.
Darlene entró corriendo en la habitación y se detuvo en seco, restregándose las manos mientras Raymond se ponía como un tomate y tosía desesperadamente.
– ¡Agua! -chilló entre un acceso de tos y otro.
Darlene corrió hacia el baño y regresó con un vaso de agua. Raymond lo cogió y consiguió beber un sorbo. Los restos de beicon y tortilla trazaban ahora un arco alrededor de la cama.
– ¿Te encuentras bien? -preguntó Darlene-. ¿Llamo a urgencias?
– He tragado mal -dijo él con un hilo de voz, señalándose la nuez.
Tardó cinco minutos en recuperarse. Para entonces su garganta estaba irritada y su voz ronca. Darlene ya lo había limpiado todo, salvo la mancha de café en la alfombra blanca.
– ¿Has visto el periódico? -preguntó a Darlene.
Ella negó con la cabeza, así que Raymond se lo enseñó.
– ¡Oh, Dios! -exclamó ella.
– ¡Oh, Dios! -repitió Raymond con sarcasmo-. Y tú me preguntabas por qué seguía preocupado por Franconi.
– Arrugó el periódico con furia.
– ¿Qué vamos a hacer? -preguntó Darlene.
– Supongo que tendré que volver a ver a Vinnie Dominick -dijo Raymond-. Me prometió que el cuerpo había desaparecido. ¡Vaya faena!
Sonó el teléfono y Raymond se sobresaltó.
– ¿ Quieres que conteste yo? -preguntó Darlene.
El asintió. Se preguntó quién podía llamar tan temprano.
Darlene levantó el auricular y pronunció un "hola" seguido de varios "síes". Luego pidió a su interlocutor que esperara un momento.
– Es el doctor Waller Anderson -dijo con una sonrisa-.
Quiere unirse al grupo.
Raymond suspiró. No se había dado cuenta de que estaba conteniendo el aliento.
– Dile que nos alegra mucho, pero que no puedo hablar con él ahora. Lo llamaré más tarde.
Darlene obedeció y colgó el auricular.
– Al menos tenemos una buena noticia -dijo.
Raymond se restregó la frente y gruñó:
– Ojalá todo fuera tan bien como la parte económica del proyecto.
El teléfono volvió a sonar y él hizo una seña a Darlene para que respondiera. Después de saludar y escuchar durante unos instantes, la sonrisa de la joven se desvaneció. Cubrió el micrófono del teléfono con la mano y le dijo a Raymond que era Taylor Cabot.
Raymond tragó saliva, su garganta irritada se había secado. Bebió un rápido sorbo de agua y cogió el auricular.
– Hola señor -dijo con voz todavía ronca.
– Llamo desde el teléfono de mi coche -dijo Taylor-, así que no me explayaré. Me han informado que ha vuelto a plantearse un problema que yo creía resuelto. Lo que dije antes sobre ese asunto sigue en pie. Espero que lo comprenda.
– Desde luego, señor -balbuceó Raymond-. Haré que…
– Se detuvo, separó el auricular de la oreja y lo miró. Taylor había cortado la comunicación-. Justo lo que necesitaba -dijo mientras le devolvía el auricular a Darlene-. Cabot ha vuelto a amenazarme con cancelar el proyecto.
Bajó de la cama. Mientras se levantaba y se enfundaba con la bata sintió un remanente del dolor de cabeza del día anterior.
– Tengo que buscar el teléfono de Vinnie Dominick. Necesito otro milagro.
A los ocho en punto, Laurie y los demás estaban en el foso, comenzando las autopsias. Jack se había quedado en la sala de identificaciones para leer los informes de los ingresos hospitalarios de Carlo Franconi. Cuando reparó en la hora, volvió al área forense para averiguar por qué el investigador jefe, Bart Arnold, aún no había llegado. Jack se sorprendió de encontrarlo en su despacho.
– ¿Janice no ha hablado contigo esta mañana?
El y Bart eran buenos amigos, así que no tuvo ningún reparo en entrar directamente en el despacho y dejarse caer en una silla.
– Llegué hace apenas quince minutos -repuso Bart-. Janice ya se había marchado.
– ¿No te dejó un mensaje sobre la mesa?
Bart rebuscó entre el caos de su escritorio, que se parecía al de Jack. Por fin encontró una nota y la leyó en voz alta:
"¡Importante! Llamar a Jack Stapleton de inmediato". Estaba firmado: "Janice".
– Lo siento -se disculpó Bart-. Aunque la habría visto tarde o temprano -esbozó una pequeña sonrisa, consciente de que no era una buena excusa.
– Supongo que estarás al tanto de que hemos identificado casi con seguridad a mi último cadáver como Carlo Franconi -dijo Jack.
– Eso he oído.
– Eso significa que quiero que vuelvas a ponerte en contacto con UNOS y con todos los hospitales que hacen trasplantes de hígado.
– Ahora que tenemos un nombre, será mucho más sencillo que averiguar si ha desaparecido alguna persona con un trasplante reciente -dijo Bart-. Tengo todos los teléfonos a mano, así que lo haré en un santiamén.
– Yo me he pasado la mayor parte de la noche hablando por teléfono con todos los bancos de órganos europeos -explicó Jack-, pero no he descubierto nada.
– ¿Hablaste con Eurotransplant, en Holanda? -preguntó Bart.
– Los llamé en primer lugar. No tienen ningún antecedente de un hombre llamado Franconi.
– Eso es prácticamente como decir que Franconi no fue sometido a un trasplante en Europa -dijo Bart-. Eurotransplant registra todos los trasplantes que se practican en el continente.
– También quiero que alguien vaya a ver a la madre de Franconi y la convenza de que dé una muestra de sangre.
Quiero que Ted Lynch compare el ADN mitocondrial con el del cadáver; de ese modo confirmaremos la identificación.
Dile al investigador que pregunte a la mujer si su hijo fue sometido a un trasplante de hígado. Puede que sepa algo al respecto.
– ¿Qué más? -preguntó Bart, tras apuntar las indicaciones de Jack.
– Creo que eso es todo por el momento. Janice me dijo que el médico de Franconi se llama Daniel Levitz. ¿Lo conoces?
– Si es el Levitz de la Quinta Avenida, sí, lo conozco.
– ¿Qué sabes de él? -preguntó Jack.
– Tiene una consulta lujosa y una clientela rica. Por lo que sé es un buen internista. Lo curioso es que atiende a varias familias del crimen organizado, así que no es sorprendente que fuera el médico de Carlo Franconi.
– ¿Familias diferentes? -preguntó Jack-. ¿Incluso familias rivales?
– Es extraño, ¿verdad? -admitió Bart-. La pobre recepcionista debe de vérselas moradas para concertar las citas. ¿Te imaginas que coincidan dos mafiosos rivales, con sus respectivos guardaespaldas, en la sala de espera?
– La vida es más rara que la ficción -dijo Jack.
– ¿Quieres que vaya a ver al doctor Levitz y le pregunte lo que sabe de Franconi?
– Prefiero hacerlo yo mismo -respondió Jack-. tengo la sospecha de que durante la conversación con el médico de Franconi lo que no se diga será tan importante como lo que se diga. Tú concéntrate en descubrir dónde le hicieron el trasplante a Franconi. Creo que será la pieza de información clave en este caso. ¿Quién sabe? Es probable que lo explique todo.
– ¡Aquí estás! -rugió una voz estridente.
Jack y Bart alzaron la vista y vieron que el umbral estaba prácticamente ocupado por la imponente figura del doctor Calvin Washington, el subdirector del Instituto Forense.
– Te he buscado por todas partes, Stapleton -gruñó Calvin-. Vamos, el jefe quiere verte.
Antes de levantarse Jack hizo un guiño a Bart.
– Seguro que quiere darme otro de los muchos premios que me tiene reservados.
– Yo en tu lugar no me lo tomaría a broma -dijo Calvin mientras hacía sitio a Jack para que pasara-. Una vez más has hecho enfurecer al viejo.
Jack siguió a Calvin hacia la zona de administración. Antes de entrar en el despacho central, Jack echó un vistazo a la sala de espera. Había más periodistas que de costumbre.
– ¿Pasa algo? -preguntó Jack.
– Como si no lo supieras -gruñó Calvin.
Jack no entendió, pero no tuvo ocasión de preguntar nada más. Calvin ya estaba preguntando a la señora Sanford, la secretaria de Bingham, si podían pasar al despacho del jefe. Sin embargo, no habían llegado en el momento oportuno, así que Jack tuvo que esperar en la silla que estaba frente al escritorio de la señora Sanford. Al parecer, ella estaba tan alterada como su jefe y dirigió a Jack varias miradas de desaprobación. Jack se sintió como un colegial travieso esperando para ver al director. Calvin aprovechó el tiempo y desapareció en su oficina para hacer una llamada telefónica. Jack, que tenía una sospecha razonable del motivo de la furia del jefe, intentó pensar en una explicación. Por desgracia, no se le ocurrió ninguna. Después de todo, podría haber esperado hasta que llegara Bingham para recoger las radiografías de Franconi.
– Ya puede entrar -dijo la señora Sanford sin levantar la vista del teclado del ordenador.
La mujer había notado que la luz del supletorio se había apagado, lo que significaba que el jefe había terminado de hablar por teléfono.
Jack entró en el despacho y tuvo toda la sensación de haber vivido esa experiencia con anterioridad. Un año antes, durante una epidemia, Jack había conseguido volver loco a su jefe, y habían tenido varios enfrentamientos similares.
– Entre y siéntese -dijo Bingham con brusquedad.
Jack se sentó al otro lado del escritorio. En los últimos años, Bingham había envejecido notablemente y se lo veía muy mayor para sus sesenta y tres años. Dirigió una mirada fulminante a Jack a través de sus gafas de montura metálica.
A pesar de su piel arrugada y flácida, Jack notó que los ojos reflejaban la vehemencia y la inteligencia de siempre.
– Justo cuando empezaba a pensar que por fin se había adaptado a este sitio, me viene con éstas -dijo Bingham.
Jack no respondió. Pensó que era mejor callar hasta que le hiciera una pregunta directa.
– ¿Por lo menos podría explicarme por qué? -preguntó
Bingham con su voz grave y ronca.
Jack se encogió de hombros.
– Por curiosidad -respondió-. Estaba intrigado y no podía esperar.
– ¡Curiosidad! -gruñó Bingham-. Es la misma excusa que usó el año pasado cuando desobedeció mis órdenes y fue al Hospital General de Manhattan.
– Al menos soy coherente.
Bingham gimió.
– Y ahora su impertinencia. No ha cambiado nada, ¿verdad?
– Creo que ahora juego mejor al baloncesto -respondió Jack.
En ese momento oyó la puerta, se volvió y vio a Calvin entrando en el despacho. El grandullón cruzó los enormes brazos sobre su pecho y permaneció de pie, como si fuera el guardia de un harén.
– No hay forma de entenderse con él -protestó Bingham dirigiéndose a Calvin, como si Jack ya no estuviera allí-. Me habías dicho que su conducta había mejorado.
– Y así era hasta este episodio. -Calvin dirigió una mirada fulminante a Jack-. Lo que más me irrita -dijo, clavando los ojos en Jack-, es que sabes perfectamente que los informes del Instituto Forense deben proceder directamente del doctor Bingham o del equipo de relaciones públicas. Vosotros no estáis autorizados a divulgar información. Lo cierto es que este asunto está muy politizado, y con los problemas actuales, lo único que nos faltaba era una mala publicidad.
– Tiempo -dijo Jack-. Algo va mal. Creo que no hablamos el mismo lenguaje.
– De eso no cabe la menor duda-afirmó Bingham.
– Lo que quiero decir es que no estamos hablando de lo mismo. Cuando entré aquí, pensé que iba a reñirme porque convencí al portero de que diera las llaves del despacho para buscar las radiografías de Franconi.
– ¡Diablos, no! -exclamó Bingham señalando con un dedo la nariz de Jack-. Es porque filtró a la prensa la historia sobre la recuperación del cuerpo de Franconi en el depósito.
¿Qué pensaba? ¿Que esto le ayudaría a progresar en su carrera?
– Un momento -dijo Jack-. En primer lugar, no tengo ningún mterés por progresar en mi carrera. En segundo lugar, yo no soy el responsable de que esta historia se difundiera a los medios de comunicación.
– ¿No fue usted? -preguntó Bingham.
– ¿No estará sugiriendo que la responsable fue Laurie Montgomery? -preguntó Calvin.
– En absoluto. Pero no fui yo. Mire, para decirle la verdad, ni siquiera creo que esto sea noticia.
– Es obvio que los periodistas opinan lo contrario -replicó Bingham-. Y también el alcalde, desde luego. Esta mañana ya me ha llamado dos veces preguntando qué clase de circo hemos organizado aquí. El caso Franconi está haciéndonos quedar mal a los ojos de todos los ciudadanos, sobre todo porque los jefes somos los últimos en enterarnos de las noticias sobre nuestro propio instituto.
– Lo sorprendente del caso Franconi no es que su cadáver desapareciera del depósito en plena noche -aseguró Jack-, sino que el hombre aparentemente fue sometido a un trasplante de hígado del que nadie sabe nada, que es difícil de detectar mediante análisis de ADN y que alguien quería ocultar.
Bingham miró a Calvin, que levantó las manos a la de fensiva.
– Es la primera noticia que tengo -dijo.
Jack resumió rápidamente sus hallazgos durante la autopsia y luego informó de los intrigantes resultados del análisis de ADN que había hecho Ted Lynch.
– Esto suena muy extraño -admitió Bingham. Se quitó las gafas y se secó los ojos húmedos-. También suena mal, considerando que me gustaría que el caso Franconi se olvidara pronto. Y si es verdad que ocurre algo raro, como que Franconi recibiera un hígado sin autorización, eso no pasará.
– Hoy sabré algo más -dijo Jack-. He pedido a Bart Arnold que se ponga en contacto con todos los hospitales que hacen trasplantes del país, John DeVries está en el la boratorio intentando detectar inmunosupresores, Maureen O'Connor está haciendo los preparados histológicos, y Ted realiza un análisis de ADN con seis marcadores, que según él nos dará la prueba definitiva. Esta tarde sabremos con seguridad si ha habido un trasplante y, si tenemos suerte, dónde se llevó a cabo.
Bingham miró a Jack por encima del escritorio.
– ¿Está seguro de que no fue usted quien filtró la historia a la prensa?
– Palabra de explorador -respondió Jack levantando dos dedos en V.
– De acuerdo, me disculpo -dijo Bingham-. Pero recuerde, Stapleton, mantenga todo esto en secreto. Y deje de importunar a todo el mundo, así yo no recibiré llamadas protestando por su conducta. Tiene una habilidad especial para sacar de sus casillas a la gente. Y, por último, prométame que la prensa no se enterará de nada si no es directamente por mí. ¿Está claro?
– Más claro que el agua.
– -
Jack rara vez tenía ocasión de montar en su mountain bike durante el día, de modo que fue un placer pedalear entre el tráfico por la Quinta Avenida en dirección a la consulta del doctor Daniel Levitz. No había sol, pero la temperatura rondaba los diez grados, anunciando la llegada de la primavera. Para Jack, la primavera era la mejor estación en la ciudad de Nueva York.
Tras encadenar su bicicleta en un poste en que se leía: Prohibido Aparcar, Jack se dirigió a la entrada de la consulta del doctor Daniel Levitz. Había llamado con antelación para asegurarse de que el doctor estaba allí, pero había evitado adrede concertar una cita. Creía que una visita sorpresa resultaría más fructífera. Si Franconi había sido sometido a un trasplante, era obvio que había sido de manera clandestina.
– ¿Su nombre, por favor? -preguntó la recepcionista de pelo blanco.
Jack le mostró su chapa de médico forense. Su superficie brillante y su apariencia oficial confundían a la mayoría de la gente, que solía pensar que se trataba de una chapa de policía. En situaciones como ésta, Jack no se molestaba en explicar la diferencia. La chapa siempre impresionaba.
– Tengo que ver al doctor -dijo Jack guardándose la chapa en el bolsillo-. Cuanto antes, mejor.
Cuando la recepcionista recuperó la voz, le preguntó a Jack cuál era su nombre. Este se lo dio omitiendo el título de doctor, para no aclarar la naturaleza de su profesión.
La recepcionista se levantó de inmediato de la silla y desapareció en el interior de la consulta.
Jack observó la sala de espera, que era amplia y estaba lujosamente decorada. No se parecía en nada a la sala de espera funcional que él tenía cuando practicaba la oftalmología.
Eso había sido antes de la invasión de las mutualidades médicas. Jack recordaba esos tiempos como si pertenecieran a una vida anterior y, en cierto modo, así era.
En la sala de espera había cinco personas impecablemente vestidas. Todas miraron a Jack por el rabillo del ojo, sin dejar de hojear sus revistas. Mientras pasaban ruidosamente las páginas, Jack percibió un sentimiento de disgusto, como si supieran que estaba a punto de saltarse la cola y hacerlos esperar más. Jack esperaba que ninguna de esas personas fueran criminales capaces de considerar una inconveniencia semejante como un motivo de venganza.
La recepcionista reapareció y con una humildad embarazosa guió a Jack hacia el despacho privado del médico. Una vez que Jack hubo entrado, cerró la puerta tras ella.
El doctor Levitz no estaba en su despacho. Jack se sentó en una de las dos sillas que había frente al escritorio y miró alrededor Vio los típicos títulos y diplomas, fotografías familiares e incluso una pila de revistas médicas sin leer. Jack sintió un escalofrío; todo le resultaba demasiado familiar.
Ahora, en la distancia, se preguntó cómo había podido trabajar tanto tiempo en un entorno similar.
El doctor Daniel Levitz entró por una puerta lateral. Llevaba una bata blanca, con el bolsillo superior lleno de de presores y bolígrafos, y un estetoscopio al cuello. Comparado con Jack, que medía un metro ochenta y tenía una figura musculosa, de hombros anchos, Levitz parecía bajo y frágil.
Jack reparó de inmediato en los tics nerviosos del médico, que incluían giros e inclinaciones de cabeza. Levitz no parecía consciente de ellos. Estrechó la mano de Jack con aparente incomodidad y se refugió detrás del enorme escritorio.
– Estoy muy ocupado -dijo el médico-, aunque, naturalmente, siempre tengo tiempo para la policía.
– No soy de la policía -corrigió Jack-. Soy el doctor Jack Stapleton, del Instituto Forense del estado de Nueva York.
El doctor Levitz hizo un movimiento espasmódico con la cabeza, frunciendo al mismo tiempo su bigote ralo. Jack tuvo la impresión de que tragaba saliva.
– Ah -dijo.
– Quería hablar brevemente con usted acerca de un paciente suyo.
– La historia clínica de mis pacientes es confidencial.
– Desde luego -contestó Jack con una sonrisa-. Pero sólo hasta que mueren y pasan a manos de un forense. Verá, quería hacerle algunas preguntas sobre Carlo Franconi.
Observó cómo Levitz hacía otra serie de extraños movimientos convulsivos. Era una suerte que aquel tipo no hubiera tenido que someterse a cirugía cerebral.
– Aun así, sigo respetando la confidencialidad de mis casos -insistió Levitz.
– Entiendo su posición desde un punto de vista ético, pero debo recordarle que, en estas circunstancias, los forenses del estado de Nueva York tenemos autoridad para citarlo a comparecer. Así que, ¿por qué no mantenemos una conversación amistosa? Quién sabe; es posible que podamos aclarar algunos puntos.
– ¿Qué quiere saber? -preguntó Levitz.
– Tras leer los múltiples informes de ingresos hospitalarios del señor Franconi, he descubierto que tuvo una larga serie de trastornos hepáticos que condujeron a un insuficiencia grave -dijo Jack.
El doctor Levitz asintió, pero su hombro derecho se encogió varias veces. Jack esperó a que estos movimientos involuntarios cesaran.
– Para ir directamente al grano -dijo Jack-, nuestra gran duda es si en algún momento se sometió al señor Franconi a un trasplante de hígado.
El médico no respondió enseguida. Se limitó a contraer los músculos unas cuantas veces más. Pero Jack estaba dispuesto a esperar el tiempo que hiciera falta.
– No sé nada de ningún trasplante de hígado -contestó por fin.
– ¿Cuándo lo examinó por última vez?
El doctor Levitz levantó el auricular y pidió a una de sus ayudantes que le llevara la historia clínica de Franconi.
– Sólo será un momento -dijo.
– En uno de los ingresos del señor Franconi, hace aproximadamente tres años, usted escribió que consideraba necesario un trasplante de hígado. ¿Recuerda haber escrito ese informe?
– No específicamente -respondió Levitz-. Pero era consciente del agravamiento de su estado, así como de los fracasos del señor Franconi en sus intentos para dejar de beber.
– Sin embargo, no volvió a mencionar esta recomendación, lo cual me parece sorprendente puesto que en los análisis de los dos años siguientes se observa claramente un deterioro gradual, aunque irreversible, de la función hepática.
– La influencia del médico sobre la conducta de sus pacientes es limitada.
Se abrió la puerta y la amable recepcionista entró con una gruesa carpeta. La dejó sobre el escritorio sin decir una palabra y se marchó.
Levitz abrió la carpeta y, después de echarle una ojeada, dijo que había visto a Franconi por última vez hacía un mes.
– ¿Por qué lo visitó?
– Por una infección en las vías respiratorias altas -respondió Levitz-. Le receté un antibiótico. Al parecer, funcionó.
– ¿Lo examinó?
– ¡Desde luego! -exclamó el médico con indignación-. Siempre examino a mis pacientes.
– ¿Le habían hecho un trasplante de hígado?
– Bueno; no hice una revisión física completa. Lo examiné específicamente por los síntomas que lo habían traído aquí.
– ¿No le palpó el hígado, a pesar de sus antecedentes?
– Si lo hice, no lo apunté en la ficha.
– ¿Le pidió un análisis de sangre para controlar la función hepática? -preguntó Jack.
– Sólo uno de bilirrubina-respondió el médico.
– ¿Por qué sólo de bilirrubina?
– Había tenido hepatitis en el pasado. Parecía estar mejor, pero quería asegurarme.
– ¿Cuál fue el resultado?
– La bilirrubina estaba dentro de los límites normales.
– De modo que, aparte de la infección de las vías respiratorias, estaba bien.
– Sí; supongo que sí.
– Parece un milagro -observó Jack-. Sobre todo porque, como usted acaba de decir, Franconi se resistía a dejar de beber.
– Es posible que finalmente lo hiciera. Después de todo, la gente cambia.
– ¿Le importaría que echara un vistazo a la historia clínica?
– Sí; me importaría -respondió el doctor Levitz-. Ya he dejado clara mi postura ética sobre el derecho de mis pacientes a la confidencialidad. Si quiere examinar la historia clínica de Franconi, tendrá que obligarme legalmente a declarar. Lo lamento. No es mi intención obstaculizar sus investigaciones.
– Tranquilo -dijo Jack con tono amistoso y se puso en pie-. Informaré de su postura a la oficina del fiscal. Mientras tanto, gracias por su tiempo y, si no le importa, es probable que vuelva a ponerme en contacto con usted en un futuro próximo. Hay algo muy extraño en este caso y pienso investigarlo a fondo.
Mientras abría los candados de su bicicleta, Jack sonrió para sus adentros. Era evidente que el doctor Levitz sabía más de lo que estaba dispuesto a admitir. Jack ignoraba cuánto más, pero su intriga iba en aumento. Tenía el pálpito de que ese caso no era sólo el más interesante de su práctica profesional hasta el momento, sino que iba camino de convertirse en el más interesante de toda su carrera.
Al regresar al depósito, dejó la bicicleta en el lugar de costumbre, subió a su despacho, se quitó la cazadora y fue directamente al laboratorio de ADN. Pero Ted no había ter minado.
– Necesito un par de horas más -dijo Ted-. ¡Y te llamaré en cuanto haya acabado! No necesitas volver a subir.
Aunque estaba decepcionado, Jack no se dio por vencido y bajó al área de histología a buscar los preparados finales del caso Franconi.
– ¡Dios mío! -protestó Maureen-. ¿Qué esperas, un milagro? He puesto tu petición delante de todas las demás, pero aun así tendrás mucha suerte si los preparados están listos hoy.
Procurando conservar el buen humor y mantener a raya su curiosidad, Jack bajó a la segunda planta y buscó a John DeVries en el laboratorio.
– Los análisis para detectar ciclosporina y FK506 no son tan sencillos -le espetó John-. Además, ya tenemos bastante trabajo pendiente. No pueden esperar un servicio inmediato con el presupuesto con que estoy obligado a trabajar.
– De acuerdo, tranquilo -dijo Jack con cordialidad. Sabía que John era un hombre irascible y que, si lo provocaban, podía reaccionar con agresividad. En tal caso, no tendría los resultados de los análisis hasta varias semanas después.
Descendió otra planta, entró en el despacho de Bart Arnold y le suplicó que le diera alguna información, ya que las demás pesquisas estaban atascadas.
– He hecho un montón de llamadas -le explicó Bart-, pero ya sabes lo que pasa con el teléfono; es difícil que te responda la persona que necesitas. Así que dejé unos cuantos mensajes aquí y allí, y estoy esperando que me devuelvan las llamadas.
– iJoder! -exclamó Jack-. Me siento como una adolescente con un vestido nuevo esperando que alguien me invite al baile de graduación.
– Lo siento -dijo Bart-. Si te sirve de consuelo, conseguimos la muestra de sangre de la madre de Franconi. Ya está en el laboratorio de ADN.
– ¿le preguntaron si su hijo había tenido un trasplante de hígado?
– Desde luego -respondió Bart-. La señora Franconi aseguró a nuestro investigador que no sabía nada al respecto.
Pero reconoció que últimamente su hijo se encontraba mucho meior.
– ¿A qué atribuyó ella ese súbito cambio en su estado de salud?
– Dice que Franconi pasó una temporada en un balneario y que volvió como nuevo.
– Por casualidad, ¿dijo dónde está el balneario? -preguntó Jack.
– No lo sabe -respondió Bart-. Al menos eso es lo que dijo, aunque el investigador cree que no mentía.
Jack asintió y se puso en pie.
– Me lo figuraba -dijo-. Las cosas habrían sido demasiado fáciles si hubiéramos conseguido alguna pista de la madre.
– Te informaré en cuanto reciba las llamadas que espero -dijo Bart.
– Gracias -respondió Jack.
Frustrado, Jack cruzó la recepción en dirección a la sala de identificaciones, pensando que un café lo animaría. Le sorprendió encontrar allí a Lou Soldano, sirviéndose una taza.
– Vaya -dijo Lou-. Me has cogido con las manos en la masa.
– Jack miró al detective de homicidios. Hacía varios días que no tenía tan buen aspecto. No sólo llevaba abrochado el primer botón del cuello de la camisa, sino que la corbata estaba en su sitio. Además, se había afeitado y peinado.
– Caray le dijo-. Hoy pareces casi humano.
– Y así me siento -respondió Lou-. He dormido una noche completa por primera vez en varios días- ¿Dónde está Laurie?
– Supongo que en el foso -dijo Jack.
– Quiero felicitarla por asociar el cadáver de Franconi con el que apareció en el agua después de ver la cinta de vídeo -dijo Lou-. En la jefatura, todos creemos que esto ayudará a aclarar el caso. Ya hemos conseguido un par de pistas fiables a través de nuestros confidentes, pues la noticia ha producido un gran alboroto, sobre todo en Queens.
– A Laurie y a mí nos sorprendió verla en los periódicos de la mañana -observó Jack-. Fue mucho más rápido de lo que esperábamos. ¿Tienes idea de quién filtró la información?
– Claro; fui yo -dijo Lou con inocencia-. Aunque me cuidé mucho de no dar detalles, aparte de que se había identificado el cadáver. ¿Por qué? ¿Hay algún problema?
– No; sólo que Bingham se puso a parir -respondió Jack-. Y me culpó a mí.
– Vaya, lo siento -se disculpó Lou-. No se me pasó por la cabeza que podía causaros problemas. Supongo que debí consultaros antes. Bueno, te debo una.
– Olvídalo. Ya está solucionado. -Se sirvió una taza de café, añadió azúcar y una cucharadita de nata.
– Al menos en la calle produjo el efecto que habíamos previsto -señaló Lou-. Ya hemos obtenido un dato importante:
las personas que mataron a Franconi no fueron las mismas que secuestraron y mutilaron su cuerpo.
– No me sorprende -repuso Jack.
– ¿No? -preguntó Lou-. Yo tenía entendido que aquí todos teníais la opinión contraria. Al menos, eso fue lo que dijo Laurie.
– Sí, pero ahora piensa que los que robaron el cuerpo lo hicieron porque no querían que nadie se enterara del trasplante de hígado. Yo sigo opinando que se proponían ocultar la identidad de la víctima.
– En realidad -dijo Lou con aire pensativo, bebiendo su café a pequeños sorbos-, eso no tiene mucho sentido. Verás, estamos casi convencidos de que el cadáver lo robó la familia Lucia, los rivales más directos de los Vaccaro, que son los que mataron a Franconi.
– ¡Santo cielo! -exclamó Jack-. ¿Estáis seguros?
– Casi. El confindente que dio el soplo es bastante fiable. Naturalmente no ha proporcionado nombres, y ésa es la parte más frustrante del asunto.
– La sola idea de que hay una familia de la mafia involucrada es inquietante -dijo Jack-. Significa que los Lucia podrían estar metidos en el tráfico de órganos. Es para quitarle el sueño a cualquiera.
– ¡Tranquilícese! -exclamó Raymond al auricular. El teléfono había sonado cuando se disponía a salir de su casa. Al enterarse de que era el doctor Levitz, había atendido.
– ¡No me diga que me tranquilice! -respondió Daniel-. Ya ha visto los periódicos. ¡Tienen el cadáver! Y un forense llamado Jack Stapleton ha estado en mi consulta para pedirme la historia clínica de Franconi.
– No se la habrá dado, ¿verdad?
– ¡Claro que no! -gritó Daniel. Pero él me recordó, dándose aires de superioridad, que puede obligarme a comparecer. Es un tipo agresivo y sin pelos en la lengua y me aseguró que se propone investigar el caso a fondo. Sospecha que Franconi fue sometido a un trasplante. Me lo preguntó directamente.
– ¿En la historia clínica hay alguna información sobre nuestro programa de trasplantes? -preguntó Raymond.
– No; he seguido sus instrucciones al respecto. Pero de todos modos, si alguien examina la historia clínica de Franconi, sospecharán que hay gato encerrado. Al fin y al cabo, he documentado el deterioro de la salud de Franconi durante años. Y de repente, los análisis de la función hepática son normales sin que medie ninguna explicación. ¡Nada! Ni siquiera un comentario al respecto. Le aseguro que me harán preguntas, y no sé si podré salir airoso del interrogatorio.
Estoy muy nervioso. Ojalá no me hubiera metido en esto.
– No saquemos las cosas de quicio -repuso Raymond con una tranquilidad que no sentía-. No hay forma de que Stapleton llegue al fondo del asunto. Nuestra preocupación por la autopsia se basaba en una hipótesis, en la remotísima posibilidad de que alguien con el coeficiente intelectual de Einstein pudiera adivinar el origen del órgano trasplantado. Pero no ocurrirá. De todos modos, le agradezco que me haya llamado para informarme de la visita de Stapleton. Casualmente, en este preciso momento me disponía a visitar a Vinnie Dominick. Estoy seguro de que, con sus recursos, podrá solucionar el problema. Después de todo, él es el responsable de la actual situación.
A la primera oportunidad, Raymond dio por terminada la conversación. Aplacar al doctor Levitz no le ayudaba en absoluto a controlar su propia ansiedad. Después de dar instrucciones a Darlene sobre qué decir en el improbable caso de que volviera a llamar Taylor Cabot, salió de su casa.
Cogió un taxi en el cruce de Madison Avenue con la calle Sesenta y cuatro y pidió al taxista que lo llevara a Corona Avenue, en Elmhurst.
En el restaurante Neopolitan, la escena era idéntica a la del día anterior, con el único añadido del olor rancio de un centenar de cigarrillos más. Dominick estaba sentado en el mismo reservado y sus esbirros en los mismos taburetes. El gordo barbudo lavaba copas detrás de la barra.
Raymond no perdió el tiempo. Tras apartar la pesada cortina de terciopelo de la puerta, caminó en línea recta hacia el reservado de Vinnie y se sentó frente a él sin esperar una invitación. Le pasó por encima de la mesa el arrugado periódico, que había alisado con esfuerzo.
Vinnie leyó los titulares con indiferencia.
– Como verá, tenemos un problema -dijo Raymond-. Usted me prometió que el cadáver había desaparecido. Es evidente que la ha fastidiado.
Vinnie cogió su cigarrillo, dio una larga calada y exhaló el humo hacia el techo.
– No deja de sorprenderme, doctor -dijo-. No sé si es muy valiente o está loco. Yo no tolero esta clase de lenguaje irrespetuoso ni siquiera a mis hombres más leales. Así que, o retira lo que acaba de decir, o se larga antes de que me enfade en serio.
Raymond tragó saliva y tiró del cuello de la camisa con un dedo. recordó con quién estaba hablando y sintió un escalo frío. Una sola seña de Vinnie Dominick a sus esbirros, y su cadáver aparecería flotando en East River.
– Lo lamento -se disculpó con humildad-. No soy dueño de mí. estoy muy alterado. Después de leer el periódico, recibí una llamada del director ejecutivo de GenSys, que me amenazó con cancelar el proyecto. También me telefoneó el médico de Franconi y me dijo que ha ido a verlo un médico del Instituto Forense. Un tal Jack Stapleton pasó por su consulta para pedirle la historia clínica de Franconi.
– ¡Angelo! -llamó Vinnie-. ¡Ven aquí!
Angelo se acercó al reservado, y Vinnie le preguntó si conocía al doctor Jack Stapleton, del depósito. Angelo negó con la cabeza.
– Nunca lo he visto -respondió-. Pero Amendola me habló de él cuando llamó esta mañana. Me dijo que Stapleton estaba entusiasmado con la identificación de Franconi, por que está a cargo del caso.
– Verá -dijo Vinnie-, yo también he recibido un par de llamadas. Me telefoneó Amendola, que está muerto de miedo porque lo obligamos a colaborar en el robo del cadáver.
Y también llamó el hermano de mi mujer, el encargado de la funeraria que recogió el cuerpo. Al parecer, la doctora Laurie Montgomery le hizo una visita, preguntando por un cadáver que no existe.
– Lamento que hayan surgido tantos contratiempos -dijo Raymond.
– Yo también lo lamento -repuso Vinnie-. Con franqueza, no entiendo cómo recuperaron el cadáver. Nos tomamos muchas molestias, pues sabíamos que el suelo en Westchester estaba demasiado duro para enterrarlo allí. Así que lo llevamos más allá de Coney Island y lo arrojamos al océano.
– Es obvio que algo salió mal -dijo Raymond-. Con todo respeto, ¿qué se puede hacer ahora?
– En lo referente al cadáver, no podemos hacer nada Amendola le dijo a Angelo que ya han terminado la autopsia. Así que tendremos que dejar las cosas como están.
Raymond gimió y se cogió la cabeza con las dos manos.
Su jaqueca se había intensificado.
– Un segundo, doctor -dijo Vinnie-, quiero tranquilizarlo en un punto. Como sabíamos por qué la autopsia podía causar problemas, les ordené a Angelo y a Franco que destrozaran el hígado de Franconi.
Raymond levantó la cabeza. Un tenue rayo de esperanza aparecíd en el horizonte.
– ¿Cómo lo hicieron? -preguntó.
– Con una escopeta de caza. Le reventaron el hígado. De hecho, destrozaron toda esta parte del abdomen. -Hizo un movimiento circular sobre su costado derecho-. ¿No es cierto, Angelo?
Angelo hizo un gesto afirmativo y dijo:
– Vaciamos todo el cargador de una Remington. El tío parecía una hamburguesa.
– Así que no creo que tenga tantos motivos de preocupación como supone -dijo Vinnie a Raymond.
– Si el hígado de Franconi estaba destrozado, ¿cómo es que Jack Stapleton preguntó si le habían hecho un trasplante? -inquirió Raymond.
– ¿Lo ha hecho?
– Se lo preguntó directamente al doctor Levitz.
Vinnie se encogió de hombros.
– Debe de haber descubierto una pista por otra vía. En cualquier caso, ahora el problema parece concentrarse en estos dos personajes: el doctor Jack Stapleton y la doctora Laurie Montgomery.
Raymond arqueó las cejas con expresión inquisitiva.
– Como ya le he dicho, doctor -prosiguió Vinnie-, si no fuera por Vinnie Junior y su problema de riñón, yo no me habría metido en este lío. Tengo problemas por haber involucrado a mi cuñado. Ahora que está incriminado, no puedo dejarlo colgado, ¿me entiende? Así que pensaba enviar a Angelo y a Franco a hablar con esos dos doctores. ¿Te importaría, Angelo?
Raymond miró a Angelo con esperanza, y lo vio sonreír por primera vez desde que lo conocía. No era exactamente una sonrisa, porque las cicatrices impedían cualquier movimiento facial, pero la intención estaba clara.
– Hace cinco años que quiero volver a ver a Laurie Montgomery-anunció Angelo.
– Lo sospechaba -dijo Vinnie-. ¿Podéis pedirle las direcciones a Amendola?
– Estoy seguro de que nos dará las señas de Jack Stapleton -dijo Angelo-. Tiene tanto interés como nosotros en resolver este asunto. En cuanto a Laurie Montgomery, yo ya sé dónde vive.
Vinnie aplastó la colilla en el cenicero y arqueó las cejas.
– ¿Y bien, doctor? ¿Qué le parece la idea de que Angelo y Franco visiten a esos forenses entrometidos y los convenzan de que vean las cosas desde nuestro punto de vista? Tenemos que dejarles claro que nos están causando muchas molestias, ¿entiende? -Esbozó una sonrisa maliciosa e hizo un guiño.
Raymond dejó escapar una risita de alivio.
– No se me ocurre una solución mejor. -Se arrastró hacia el extremo del largo banco tapizado en terciopelo y se puso en pie-. Gracias, Dominick. Le estoy muy agradecido y permita que me disculpe una vez más por mi arrebato de hace un momento.
– Espere, doctor -dijo Vinnie-. Aún no hemos hablado de la cuestión económica.
– He dado por sentado que la compensación por nuestro acuerdo anterior cubriría también este trabajo -dijo Raymond tratando de hablar como un hombre de negocios, aunque sin ofender a Vinnie-. Después de todo, el cuerpo de Franconi no debía reaparecer.
– Yo no lo veo así. Es un extra. Y puesto que ya hemos negociado las cuotas, me temo que ahora me veo obligado a pedirle que me reembolsen parte de la cantidad inicial. ¿Que le parecen unos veinte mil? Yo creo que es una suma razonable.
Raymond estaba furioso, pero consiguió contenerse. También recordó lo que había ocurrido la última vez que había intentado regatear con Vinnie Dominick: éste había doblado el precio de sus servicios.
– Necesitaré tiempo para reunir esa cantidad -dijo.
– Tranquilo, doctor. Ahora que hemos llegado a un acuerdo, no hay problema. Por mi parte, mandaré a Angelo y a Franco a hacer el trabajo de inmediato.
– Estupendo-dijo Raymond antes de irse.
– ¿Hablaba en serio? -preguntó Angelo a Vinnie.
– Me temo que sí. Supongo que no debería haber involucrado a mi cuñado en este asunto, aunque en su momento no teníamos otra opción. De una forma u otra, tengo que resolver el problema si no quiero que mi mujer me corte las pelotas. La única ventaja es que el buen doctor tendrá que pagar en efectivo por lo que tendríamos que hacer de cualquier manera.
– ¿Cuándo quiere que nos ocupemos de esos dos? -preguntó Angelo.
– Cuanto antes, mejor -respondió Vinnie-. De hecho, sería conveniente que lo hicierais esta misma noche.