CAPITULO 22

9 de marzo de 1997, 4.15 horas.

Isla Francesca


– Aquí pasa algo raro -dijo Kevin.

– Pero ¿qué? -preguntó Melanie-. ¿Crees que podemos hacernos ilusiones?

– ¿Dónde estarán los demás animales? -preguntó Candace.

– No sé si debemos ilusionarnos o preocuparnos -repuso Kevin-. ¿Y si ahí fuera están librando una batalla apocalíptica y la lucha se extiende hasta aquí?

– ¡Dios mío! -exclamó Melanie-. No había pensado en esa posibilidad.

Hacía dos días que los tres habían sido hechos prisioneros por los bonobos. En todo ese tiempo no les habían permitido salir de la pequeña cueva interior, que ahora olía igual o peor que la de los animales. Para hacer sus necesidades se habían visto obligados a internarse en el túnel, que ahora apestaba como una cloaca.

Ellos no olían mejor. Tras cuarenta y ocho horas con la misma ropa, durmiendo sobre las rocas y el suelo de tierra, estaban mugrientos. Los tres tenían el cabello enmarañado, y la cara de Kevin estaba cubierta por el rastrojo de una barba de dos días. Se sentían débiles por la falta de ejercicio y comida, aunque todos habían acabado por aceptar algunos de los alimentos que les habían ofrecido.

Esa mañana, hacia las diez, habían tenido la impresión de que ocurría algo extraño. Los animales estaban alborotados.

Algunos habían salido de la cueva, sólo para volver poco después emitiendo sonidos estridentes. El bonobo número uno se había marchado y aún no había regresado. No era normal.

– Un momento -dijo Kevin de repente y levantó las manos para indicar a las mujeres que no hicieran ruido. Aguzó el oído y giró la cabeza lentamente de un lado a otro.

– ¿Qué pasa? -preguntó Melanie con tono apremiante.

– Me ha parecido oír una voz.

– ¿Una voz humana? -preguntó Candace.

Kevin asintió con la cabeza.

– ¡Eh, yo también le he oído! -exclamó Melanie, ilusionada.

– Y yo -dijo la otra-. Estoy segura de que era una voz humana. Alguien ha gritado algo así como "de acuerdo".

– Arthur también la ha oído -dijo Kevin. No había tenido un motivo especial para bautizar con el nombre de Arthur al bonobo que con mayor frecuencia hacía guardia junto a la entrada de la cueva; lo habían hecho sencillamente para referirse a él de alguna forma. Durante las interminables horas de encierro, habían establecido algo similar a un diálogo con su guardián, lo que les había permitido adivinar el significado de determinados gestos y palabras.

Por ejemplo, estaban seguros de que "arak" significaba "fuera", sobre todo cuando al mismo tiempo abrían los dedos y sacudían los brazos, un gesto que Candace ya había observado en el quirófano. También sabían que "hana" era "silencio", y "zit", "ir". No les cabía duda alguna de que "comida" y "agua" se decían respectivamente "bumi" y "carak". Sin embargo, no estaban muy seguros del significado de la palabra "sta", que los animales pronunciaban con los brazos en alto y las palmas hacia fuera. Creían que podía ser el equivalente del pronombre "tú".

Arthur se levantó y se dirigió con chillidos a los pocos bonobos que quedaban en la cueva. Los demás lo escucharon y se marcharon de inmediato.

Acto seguido, Kevin y los demás oyeron varias detonaciones de un arma de fuego, quizá de una escopeta de aire comprimido. Unos minutos después, sobre el brumoso cielo del atardecer vislumbraron las siluetas de dos individuos vestidos con uniformes del Centro de Animales. Uno de ellos llevaba una escopeta y el otro una potente lámpara de pilas.

– ¡Socorro! -gritó Melanie. Desvió la vista de la luz de la lámpara, pero sacudió frenéticamente los brazos por si los hombres no lo veían.

Un ruido seco retumbó en el interior de la caverna, y Arthur dejó escapar un gemido. Con una expresión de desconcierto en la cara, el bonobo miró el extremo rojo del dardo que tenía clavado en el pecho. Hizo ademn de arrancárselo, pero antes de conseguirlo, comenzó a temblar. Como si se tratara de una escena filmada en cámara lenta, el animal cayó al suelo y rodó sobre un costado.

Kevin, Melanie y Candace salieron a gatas de su celda sin puerta e intentaron incorporarse. Tardaron unos instantes en estirarse y, cuando lo consiguieron, los hombres ya estaban junto al bonobo, administrándole una dosis adicional de tranquilizante.

– ¡Vaya, no saben cuánto nos alegramos de verlos! -exclamó Melanie, apoyándose contra una roca. Por un instante tuvo la impresión de que la cueva se movía alrededor como un torbellino.

Los hombres se pusieron en pie y alumbraron con la lámpara a las mujeres y a Kevin. Los tres se cubrieron los ojos con las manos.

– Están hechos un asco-dijo el hombre de la lámpara.

– Soy Kevin Marshall y éstas son Melanie Becket y Candace Brickmann.

– Ya sabemos quiénes son-respondió el hombre-. Salgamos de esta cloaca.

Kevin y las mujeres salieron de la cueva con paso tambaleante. Una vez fuera, el resplandor del sol los obligó a entornar los ojos. A los pies del macizo había otra media docena de trabajadores del Centro de Animales. Estaban ocupados envolviéndolos en esteras de juncos y llevándolos hasta un carro de remolque, donde los acomodaban cuidadosamente lado a lado.

– Ahí arriba, en la cueva, hay otro -dijo el hombre de la lámpara.

– Yo los conozco -dijo Melanie después de mirar mejor a los hombres que habían entrado en la cueva-. Son Dave Turner y Daryl Christian.

Los hombres no le hicieron caso. Dave, el más alto de los dos, sacó una radio de la funda de cinturón. Daryl comenzó a descender por los gigantescos peldaños.

– Turner a la base -dijo Dave pegando la boca a la radio.

– Le oigo -respondió Bertram.

– Hemos cogido al último bonobo y estamos cargando -dijo Dave.

– Buen trabajo -respondió Bertram.

– Y también hemos encontrado a Kevin Marshall y a las dos mujeres en una cueva.

– ¿En qué estado? -preguntó Bertram.

– Asquerosamente sucios, pero al parecer sanos y salvos -contestó Dave.

– ¡Déme eso! -exclamó Melanie, tratando de arrebatarle la radio a Dave.

No podía consentir que un subordinado hablara de ella en esos términos.

Sin embargo, Dave no se dejó quitar la radio.

– ¿Qué quiere que haga con ellos?

Melanie puso las manos en jarras. Estaba furiosa.

– ¿Qué quiere decir con qué hace con nosotros?

– Tráigalos al Centro de Animales -ordenó Bertram-. Yo informaré a Siegfried Spallek. Estoy seguro de que querrá hablar con ellos.

– Entendido. Corto y fuera -dijo Dave, apagando la radio.

– ¿A qué viene este tratamiento? -preguntó Melanie-. Hemos estado prisioneros aquí durante más de dos días.

Dave se encogió de hombros.

– Nosotros nos limitamos a cumplir órdenes, señorita. Por lo visto han hecho enfadar a los altos mandos.

– ¿Qué demonios hacen con los bonobos? -preguntó Kevin. En un primer momento había supuesto que estaban inmovilizando a los bonobos con el solo propósito de rescatarlos a él y a las mujeres. Pero ahora no comprendía por qué subían a los animales al carro de remolque.

– Los tiempos felices de los bonobos en la isla han pasado a la historia -repuso Dave-. Han estado peleando y matándose entre sí. Hemos encontrado cuatro cadáveres que dan fe de ello. Todos murieron como consecuencia de heridas hechas con cuñas de piedra. Por lo tanto, estamos enjaulando a los animales para llevarlos al centro. A partir de hoy, vivirán en celdas de cemento de dos metros por uno.

Kevin se quedó boquiabierto. A pesar del hambre, el cansancio y los dolores, sintió una profunda compasión por aquellas desafortunadas criaturas que no habían pedido que las trajeran al mundo. De manera súbita y arbitraria, las condenaban a una vida de monótona cautividad. Nadie reconocería su potencial humano, y pronto olvidarían sus sorprendentes logros.

Daryl y otros tres hombres subían a la cueva con una camilla. Kevin se volvió a mirar en el interior. Entre las sombras, divisó el perfil de Arthur junto al borde de la cámara interior, donde los habían tenido prisioneros. Las lágrimas asomaron a sus ojos cuando imaginó cómo se sentiría Arthur al despertar y verse rodeado de barrotes.

– Muy bien -dijo Dave-, regresemos. ¿Se sienten con fuerzas para andar o prefieren ir en el remolque?

– ¿Cómo mueven el remolque? -preguntó Kevin.

– Hemos traído un todo terreno a la isla.

– Yo iré andando, gracias -dijo Melanie con frialdad.

Sus amigos hicieron un gesto de asentimiento.

– Sin embargo, estamos muertos de hambre -dijo Kevin-.

Los animales sólo nos ofrecieron insectos, gusanos y hierba.

– Tenemos algunas chocolatinas y refrescos en el remolque -dijo Dave.

– Estupendo -dijo Kevin.

El descenso por el peñasco rocoso fue la peor parte del viaje. Una vez en tierra llana, caminaron sin dificultad, sobre todo porque los trabajadores del Centro de Animales habían desmontando el camino para facilitar el paso del todoterreno.

Kevin estaba asombrado del trabajo que esos hombres habían hecho en tan poco tiempo. Cuando llegaron a las tierras cenagosas, al sur del lago de los Hipopótamos, se preguntó si la piragua seguiría oculta entre los juncos. Supuso que sí.

Dudaba de que la hubiesen encontrado.

Candace se alegró de ver el puente de troncos cubierto de tierra y lo dijo. Hasta ese momento, no sabía cómo iban a cruzar el río Deviso.

– Han estado muy ocupados -comentó Kevin.

– No había alternativa -respondió Dave-. Teníamos que atrapar a los animales lo antes posible.

En el tramo comprendido entre el puente del río Deviso y la zona de estacionamiento, Kevin, Melanie y Candace comenzaron a sucumbir al cansancio. Lo notaron especialmente cuando se vieron obligados a apartarse del camino para dejar paso al todoterreno, que regresaba a buscar el último cargamento de bonobos. Cuando se detuvieron y permanecieron quietos durante unos minutos, sus piernas se les antojaron de plomo.

Todos suspiraron de alivio al salir de la semipenumbra de la selva al claro de la zona de estacionamiento. Otra media docena de empleados con monos azules trabajaban bajo el sol ardiente.

Descargaban a los animales de un segundo remolque y los encerraban en jaulas rápidamente, antes de que despertaran.

Las jaulas eran cajas de aluminio de un metro cuadrado, de modo que sólo los animales más jóvenes podían ponerse de pie. La única fuente de ventilación eran los barrotes de las puertas, aseguradas con un pestillo situado fuera del alcance del bonobo. Kevin notó que algunos animales estaban aterrorizados, encogidos entre las sombras de las jaulas.

Aunque estas estrechas jaulas estaban previstas sólo para el transporte, un elevador de carga las levantaba laboriosa mente y las colocaba a la sombra de los árboles de la costa norte de la isla, señal de que permanecerían allí. Uno de los trabajadores rociaba las jaulas y a los animales con agua del río, usando la manguera de una bomba a gasolina.

– ¿No dijo que iban a trasladar a los bonobos al Centro de Animales? -preguntó Kevin.

– Hoy no -respondió Dave-. Por el momento, no hay sitio disponible. Lo haremos mañana o, como muy tarde, pasado mañana.

No tuvieron dificultades para llegar a la zona continental, ya que el puente telescópico estaba desplegado. El puente era de acero y resonaba bajo sus pies con un ruido hueco, similar al de un tambor. La pickup de Dave estaba aparcada junto al mecanismo del puente.

– Suban -dijo éste, señalando la caja de la camioneta.

– ¡Un momento! -exclamó Melanie, que hablaba por primera vez desde que había salido de la cueva-. No viajaremos en la caja.

– Entonces irán andando. No pienso llevarlos en la cabina.

– Vamos, Melanie -pidió Kevin-. Será agradable viajar al aire libre.

Kevin le tendió la mano a Candace para ayudarla a subir.

Dave rodeó el vehículo y se sentó al volante.

Melanie se resistió un minuto más. Con las manos en jarras, las piernas separadas y los labios apretados parecía una niña pequeña haciendo pucheros.

– No es tan lejos -dijo Candace, tendiéndole la mano. Su amiga la cogió de mala gana.

– No esperaba que nos recibieran como a héroes -protestó-, pero tampoco que nos trataran de esta manera.

Comparado con el agobiante encierro de la cueva y el húmedo calor de la selva, el viaje al viento resultó inesperada mente placentero. Las esteras de junco que habían usado para envolver a los animales acolchaban la superficie de la caja y, aunque despedían un olor rancio, Kevin y sus amigas sabían que ellos no olían mejor.

Se tendieron de espaldas y contemplaron los retazos del cielo del atardecer entre las ramas de los árboles.

– ¿Qué crees que nos harán? -preguntó Candace-. No quiero volver al calabozo.

– Esperemos que nos despidan en el acto -dijo Melanie-.

Estoy decidida a decir adiós a la Zona, al proyecto y a Guinea Ecuatorial. Ya he tenido suficiente.

– Ojalá sea tan sencillo -terció Kevin-. Por otra parte, me preocupan los animales. Los han condenado a cadena perpetua.

– No podemos hacer nada por ellos -dijo Candace.

– No sé -repuso Kevin-. Me pregunto qué dirían los grupos de protección de los animales si se enteraran de este asunto.

– No se te ocurra mencionar ese tema hasta que hayamos salido de aquí -advirtió Melanie-. Se pondrían furiosos.

Entraron en la ciudad por el este, pasando junto al campo de fútbol y las pistas de tenis. Ambos sitios bullían de actividad; no había una sola pista de tenis libre.

– Después de una experiencia como ésta, te sientes menos importante de lo que creías ser-señaló Melanie-. Hemos estado desaparecidos durante dos horribles días, y aquí la vida sigue como si nada.

Todos reflexionaron sobre el comentario mientras se preparaban inconscientemente para lo que les esperaba en el Centro de Animales. Sin embargo, la camioneta disminuyó la velocidad y se detuvo. Kevin se sentó y vio el jeep Cherokee de Bertram.

– Siegfried quiere que vayan directamente a la casa de Kevin-gritó Bertram.

– De acuerdo -respondió Dave.

La camioneta arrancó con una sacudida y siguió al vehículo de Bertram.

Kevin volvió a recostarse sobre las esteras.

– Vaya sorpresa. Puede que no nos traten tan mal, después de todo.

– Podríamos pedirles que nos llevaran antes a mí, y a Candace -sugirió Melanie-. Les pilla casi de camino. -Se miró la ropa-. Lo primero que quiero hacer es ducharme y cambiarme. Sólo entonces comeré algo.

Kevin se arrodilló sobre la caja de la camioneta, junto a la cabina. Golpeó la ventanilla trasera para atraer la atención de Dave y le comunicó la petición de Melanie. Dave respondió con un gesto despectivo.

Kevin volvió a su posición original.

– Creo que primero tendréis que pasar por mi casa -dijo.

En cuanto llegaron a la zona de adoquines, el traqueteo se hizo tan violento que tuvieron que sentarse. Cuando torcieron por la calle de la casa de Kevin, éste miró al frente con expectación. Estaba tan ansioso como Melanie por darse una ducha. Por desgracia, lo que vio no era alentador: Siegfried, Cameron y cuatro soldados ecuatoguineanos, armados hasta los dientes, los esperaban en la puerta de su casa. Uno de los soldados era un oficial.

– Caray -dijo-. Creo que he abrigado falsas esperanzas.

La camioneta se detuvo. Dave bajó de la cabina y dio la vuelta para abrir la compuerta de cola. En primer lugar bajó Kevin, con las piernas entumecidas. Melanie y Candace lo siguieron de inmediato.

Preparándose para lo inevitable, Kevin fue al encuentro de Siegfried y Cameron. Sabía que Melanie y Candace le pisaban los talones. Bertram, que había aparcado delante de la pickup, se sumó al grupo. Nadie parecía contento.

– Esperábamos que se hubieran tomado unas vacaciones imprevistas -dijo Siegfried con sarcasmo-, pero hemos descubierto que han desobedecido a sabiendas la orden de no entrar en la isla Francesca. En consecuencia, los tres permanecerán bajo custodia en esta misma casa-añadió, señalando la casa de Kevin por encima del hombro.

Kevin estaba a punto de explicar lo sucedido, cuando Melanie dio un paso al frente y lo apartó. Estaba agotada y furiosa.

– No pienso quedarme aquí, y es mi última palabra -espetó-. De hecho, dimito. Me iré de la Zona en cuanto haga las gestiones necesarias.

Siegfried frunció el labio superior, exagerando su sonrisa burlona. Dio un rápido paso al frente y abofeteó a Melanie con tanta fuerza que la arrojó al suelo. Candace se arrodilló para ayudar a su amiga.

– ¡No la toque! -gritó Siegfried mientras extendía el brazo como si fuera a golpear también a Candace.

La enfermera no le hizo caso y ayudó a Melanie a sentarse.

El ojo izquierdo de la joven empezaba a hincharse y una gota de sangre se deslizaba sobre su mejilla.

Kevin dio un respingo y apartó la vista, esperando oír otro golpe. Admiraba el valor de Candace y le habría gustado tenerlo para sí, pero Siegfried le infundía terror, y no se atrevía a moverse.

Al no oír el golpe previsto, Kevin volvió a mirar al grupo Candace había ayudado a Melanie a incorporarse y la sujetaba para mantenerla en pie.

– Pronto se marchará de la Zona -dijo Siegfried a Melanie con tono burlón-, pero será en compañía de las autoridades ecuatoguineanas. Pruebe a usar su insolencia con ellos.

Kevin tragó saliva. Nada lo asustaba tanto como la posibilidad de que los entregaran a los ecuatoguineanos.

– Soy ciudadana de Estados Unidos -balbuceó Melanie.

– Pero está en Guinea Ecuatorial -respondió Siegfried Y ha transgredido las leyes locales. -Dio un paso atrás y añadió-: He confiscado sus pasaportes, que entregaré a las autoridades ecuatoguineanas junto con sus personas. Entretanto, permanecerán en esta casa. Y les advierto que estos soldados y este oficial tienen órdenes de disparar apenas se asomen fuera de la casa. ¿Está claro?

– Necesito ropa-protestó Melanie.

– Ya he mandado traer algo de ropa para ambas. Está en las habitaciones de huéspedes -dijo Siegfried-. Créanme, hemos pensado en todo. -Se volvió hacia Cameron-: Ocúpese de que los vigilen.

– Desde luego, señor.

Saludó tocando el ala del sombrero y se volvió hacia Kevin y las mujeres.

– Muy bien, ya han oído al jefe -gruñó-. Suban a la primera planta, y les ruego que no causen problemas.

Kevin echó a andar, pero se desvió unos pasos de su camino para hablar con Bertram.

– No sólo usan fuego. Fabrican herramientas y hablan entre sí.

Continuó andando. No había notado ninguna reacción en Bertram, aparte de un ligero movimiento en sus cejas perpetuamente arqueadas. Sin embargo, Kevin sabía que el veterinario lo había oído.

Mientras subía con paso tambaleante al primer piso, vio que Cameron daba instrucciones a los soldados y al oficial para que vigilasen la escalera.

Al llegar al vestíbulo, los tres amigos se miraron. Melanie todavía sollozaba entrecortadamente.

– No son precisamente buenas noticias -dijo Kevin con un resuello.

– No pueden hacernos esto -gimió Melanie.

– Pues está claro que lo intentarán -repuso Kevin-. Y sin los pasaportes, tendríamos dificultades para salir del país incluso si pudiéramos escapar de aquí.

Melanie se llevó las manos a las mejillas y apretó con fuerza.

– Tengo que controlarme -dijo.

– Yo vuelvo a sentirme aturdida -reconoció Candace-.

Hemos pasado de una forma de cautiverio a otra.

Kevin suspiró.

– Por lo menos no nos han metido en el calabozo.

Salió a la terraza y vio que todos los coches se marchaban, excepto el de Cameron. Alzó la vista al cielo y notó que estaba oscureciendo. Ya brillaban las primeras estrellas.

Regresó a la casa y fue directamente al teléfono. Levantó el auricular y oyó lo que esperaba: nada.

– ¿Tiene tono? -preguntó Melanie a su espalda.

Kevin colgó el auricular y negó con la cabeza.

– Me temo que no.

– Lo suponía -dijo ella.

– Vamos a ducharnos -sugirió Candace.

– Excelente idea -dijo Melanie con fingido optimismo.

Después de que acordaran volver a reunirse en media hora, Kevin cruzó el comedor y abrió la puerta de la cocina.

Estaba tan sucio, que no se atrevía a entrar. Olió un aroma de pollo asado.

Esmeralda se había puesto de pie de un salto al oír la puerta.

– Hola, Esmeralda -saludó Kevin.

– Bienvenido, señor -dijo Esmeralda.

– No ha salido a recibirnos como de costumbre -señaló Kevin.

– Temía que el gerente siguiera allí -dijo la mujer-. El y el jefe de seguridad vinieron antes, dijeron que usted regresaría pronto y que no le permitirían abandonar la casa.

– Sí; eso me han dicho -respondió Kevin.

– Le he preparado la cena -dijo Esmeralda-. ¿Tiene ham bre?

– Mucha-respondió Kevin-, pero tenemos dos invitadas.

– Lo sé. Me lo dijo el gerente.

– ¿Podremos comer dentro de media hora?

– Desde luego.

Kevin respondió con una inclinación de cabeza. Era una suerte poder contar con Esmeralda. Se volvió para marcharse, pero la mujer lo llamó. Kevin se detuvo, sujetando la puerta.

– Están pasando muchas cosas malas en la ciudad -dijo Esmeralda-. Y no sólo a usted y a sus amigas, sino también a gente extraña. Una prima mía que trabaja en el hospital me dijo que cuatro personas de Nueva York entraron allí.

Hablaron con el paciente al que le pusieron el hígado del bonobo.

– ¿Ah sí? -preguntó Kevin. El que unas personas viajaran desde Nueva York para hablar con un paciente de trasplante era un acontecimiento inesperado.

– Entraron por su propia cuenta-prosiguió Esmeralda-, sin autorización. Dijeron que eran médicos. Llamaron a los de seguridad, y los guardias se los llevaron. Están en el calabozo.

– Vaya -dijo Kevin mientras su mente trabajaba a marchas forzadas.

La mención de Nueva York le recordó que una semana antes le había telefoneado Taylor Cabot, el director ejecutivo de GenSys, para hablarle de un paciente, Carlo Franconi, que había sido asesinado en esa ciudad. Cabot le había preguntado si era posible detectar el trasplante al hacer la autopsia.

– Mi prima conoce a algunos de los soldados que estuvieron allí -dijo Esmeralda-. Dicen que entregarán a los americanos a los ministros. Si lo hacen, los matarán. Pensé que debía saberlo.

Un escalofrío recorrió la espalda de Kevin. Sabía que Siegfried les reservaba el mismo destino a él, Melanie y Candace.

¿Pero quiénes eran esos neoyorquinos? ¿Tendrían algo que ver con la autopsia de Carlo Franconi?

– La situación es muy grave -dijo Esmeralda-. Y tengo miedo por usted. Sé que ha ido a la isla prohibida.

– ¿Y cómo lo sabe? -preguntó Kevin, atónito.

– La gente de la aldea habla. Cuando mencioné que se había marchado inesperadamente y que el gerente lo estaba buscando, Alphonse Kimba le dijo a mi marido que estaba seguro de que usted había ido a la isla.

– Le agradezco su preocupación-dijo Kevin, abstraído en sus pensamientos-. Y gracias por lo que me ha contado.

Subió a su habitación. Cuando se miró en el espejo, se sorprendió de su aspecto sucio y cansado. Se pasó la mano por la barba de dos días y notó algo aún más alarmante: ¡Se parecía a su doble!

Después de afeitarse, ducharse y ponerse ropa limpia, se sintió como nuevo. Mientras hacía todas esas cosas, no había dejado de pensar en los neoyorquinos encerrados en el calabozo. Sentía curiosidad y le habría gustado ir a hablar con ellos.

Encontró a las dos mujeres también más animadas. La ducha había retransformado a Melanie en la rebelde de siempre, y protestaba con vehemencia por la selección de prendas que le habían llevado.

– Nada combina con nada -dijo.

Se sentaron a la mesa del comedor y Esmeralda sirvió la cena. Melanie echó un vistazo alrededor y rió.

– ¿Sabéis? Tiene gracia; hace apenas unas horas vivíamos como cavernícolas, y de repente, estamos rodeados de lujos.

Es como si hubiéramos viajado en la máquina del tiempo.

– Si no tuviéramos que preocuparnos por lo que pasará mañana… -dijo Candace.

– Al menos disfrutemos de nuestra última cena -sugirió Melanie con su característico humor negro-. Además, cuanto más lo pienso, más me convenzo de que no nos entregarán a los ecuatoguineanos. Estamos casi a las puertas del tercer milenio. El mundo es demasiado pequeño.

– Pero a mí me preocupa… -comenzó Candace.

– Perdona -interrumpió Kevin-, pero Esmeralda me ha contado algo muy interesante que me gustaría compartir con vosotras.

Comenzó por la llamada que le había hecho Taylor Cabot en plena noche. Luego contó la historia de la llegada de los neoyorquinos y su posterior encarcelamiento en el calabozo de la ciudad.

– ¿Veis? Es lo que os decía. Un par de tipos listos hacen una autopsia en Nueva York y luego aparecen aquí, en Cogo. Y nosotros que pensábamos que estábamos aislados.

Creedme, el mundo se hace más pequeño día a día.

– ¿Entonces piensas que estos neoyorquinos han venido tras la pista de Franconi? -preguntó Kevin. Su intuición le decía lo mismo, pero necesitaba confirmación.

– ¿Para qué si no? -preguntó Melanie-. No me cabe la menor duda.

– ¿Tú que opinas, Candace?

– Estoy de acuerdo con Melanie. De lo contrario, sería demasiada coincidencia.

– ¡Gracias, Candace! -Agitó su copa vacía y miró a Kevin con expresión provocativa-. Lamento interrumpir esta fascinante conversación, ¿pero te queda alguna botella de aquel excelente vino, colega?

– ¡Dios, lo había olvidado! Lo siento.

Apartó la mesa de la silla y fue a la despensa, donde guardaba las partidas de vino. De repente, mientras estudiaba las etiquetas, que significaban poca cosa para él, tomó conciencia de la cantidad de vino que había en la casa. Contando las botellas de una estantería y extrapolando el resultado a toda la despensa, calculaba que había más de trescientas.

– Vaya, vaya -dijo mientras comenzaba a urdir un plan.

Cogió todas las botellas que pudo cargar y empujó la puerta de la cocina.

Esmeralda se levantó de la mesa, donde estaba cenando.

– Tengo que pedirle un favor -dijo Kevin-. ¿Le importaría llevar estas botellas y un sacacorchos a los soldados que están al pie de las escaleras?

– ¿Tantas?

– Sí; y me gustaría que llevara incluso más a los soldados de la puerta del ayuntamiento. Si preguntan por qué dígales que me marcho y que prefiero que se beban el vino ellos a que lo haga el gerente.

Esmeralda lo miró y sonrió.

– Creo que lo entiendo -dijo.

Sacó del armario la bolsa de lona que usaba para las compras y la llenó de botellas. Unos minutos después, salió de la despensa en dirección al vestíbulo.

Kevin hizo varios viajes para dejar botellas de vino sobre la mesa de la cocina. Pronto había alineado varias docenas de botellas, incluyendo un par de oporto.

– ¿Qué pasa aquí? -preguntó Melanie asomando la cabeza por la puerta de la cocina-. Te estamos esperando. ¿Dónde está el vino?

Kevin le dio una botella, dijo que tardaría unos minutos en volver a la mesa y que comenzaran a cenar sin él. Melanie giró la botella para leer la etiqueta.

– ¡Vaya, Chateau Latour! -exclamó y dedicó una sonrisa de agradecimiento a Kevin antes de volver al comedor.

Esmeralda regresó y dijo que los soldados estaban muy contentos.

– También les he llevado un poco de pan -añadió-. Para estimular la sed.

– Excelente idea -dijo Kevin. Llenó la bolsa de lona con más botellas y la sopesó. Era pesada, pero creía que Esmeralda podría llevarla-. Cuente a los soldados del ayuntamiento -pidió mientras le entregaba la bolsa-. Debe haber suficiente vino para todos.

– Por las noches suelen haber cuatro -respondió Esmeralda.

– Bien; entonces será suficiente con diez botellas.

Al menos para empezar. -Sonrió, y Esmeralda le devolvió la sonrisa.

Kevin respiró hondo y empujó la puerta del comedor. Se preguntaba qué pensarían de su plan las mujeres.

Kevin se volvió y miró el reloj. Faltaban unos minutos para medianoche, así que se bajó de la cama, quitó la alarma del despertador, que debía sonar a las doce en punto, y se estiró.

Durante la cena, el plan de Kevin había suscitado una acalorada discusión. En un esfuerzo de cooperación, habían afinado la idea y concretado los detalles. Los tres creían que valía la pena intentarlo.

Tras ultimar los preparativos, habían decidido descansar un rato. Sin embargo, a pesar del cansancio, Kevin no había pegado ojo. Estaba demasiado nervioso. Además, los soldados hacían cada vez más alboroto. Al principio, se habían limitado a conversar animadamente, pero en la última media hora Kevin los había oído cantar a voz en cuello, completa mente ebrios.

Esmeralda había visitado a ambos grupos de soldados dos veces durante la noche. Cuando regresó, informó que el caro vino francés había sido todo un éxito. Después de la segunda escapada, dijo a Kevin que los soldados ya habían dado buena cuenta de las primeras botellas.

Kevin se vistió rápidamente en la oscuridad y salió al pasillo. No quería encender las luces. Por suerte, había una luna radiante, que le permitió guiarse hasta las habitaciones de invitados. Llamó en primer lugar a la puerta de Melanie y se sobresaltó cuando ésta se abrió de inmediato.

– Te esperaba -susurró Melanie-. No podía dormir.

Los dos se dirigieron a la habitación de Candace, que también estaba preparada.

En el salón, recogieron las pequeñas bolsas de lona que habían preparado y salieron a la terraza. La vista era encantadoramente exótica. Pocas horas antes había llovido, pero ahora el cielo estaba cubierto de abultadas nubes de color plata. Una luna casi llena resplandecía en lo alto del cielo, y su luz daba un aire espectral a la ciudad cubierta de niebla.

Los sonidos de la selva sonaban con sorprendente estridencia en el aire húmedo y caliente.

Habían discutido detenidamente esta primera parte del plan, de modo que no necesitaron hablar. Ataron un extremo de tres sábanas anudadas a la barandilla de la terraza y arrojaron el otro hacia el suelo.

Melanie había insistido en bajar en primer término. Trepó con agilidad a la barandilla y se deslizó hacia el suelo con asombrosa facilidad. Candace era la siguiente. Gracias a su actividad como animadora de fútbol, se mantenía en buena forma y no tuvo problemas para bajar.

Pero Kevin sí los tuvo. Intentando imitar a Melanie, tomó impulso con los pies, pero mientras se balanceaba de nuevo hacia el edificio, se enredó entre las sábanas y chocó contra la pared estucada, raspándose los nudillos.

– Mierda -susurró cuando por fin tocó los adoquines. Sacudió la mano y se cogió los nudillos.

– ¿Estás bien? -preguntó Melanie.

– Supongo.

La siguiente etapa de la fuga era más peligrosa. Caminaron en fila india hacia la parte posterior del edificio, amparados por la sombra de la arcada. Cada paso los acercaba más a la escalera central, donde estaban los soldados. Sus guardianes habían animado la fiesta con un aparato de música portátil, que emitía música africana a todo volumen.

Llegaron al sitio donde estaba estacionado el Toyota de Kevin y se escurrieron entre la pared y el vehículo, hasta llegar al frente. Siguiendo el plan previsto, Kevin dio la vuelta hasta la portezuela del conductor y la abrió con sigilo. Se encontraba a apenas cinco o seis metros de los soldados, que estaban al otro lado de una estera de juncos colgada del techo.

Quitó el freno de mano y puso el coche en punto muerto.

Regreso junto a las mujeres e hizo señas para que empezaran a empujar.

Al principio el pesado vehículo se resistió. Kevin levantó un pie para hacer palanca contra la pared de la casa. La estratagema surtió efecto y el coche salió de su plaza de aparcamiento.

Al borde de la arcada, la calle de adoquines descendía en una suave cuesta para que la casa no se inundara con el agua de lluvia. En cuanto las ruedas traseras pasaron este punto, el coche ganó velocidad. De repente, Kevin se percató de que no era necesario seguir empujando.

– Eh -susurró Kevin al ver que la velocidad aumentaba.

Corrió a un lado del vehículo e intentó abrir la portezuela del conductor, cosa que no era fácil con el coche en movimiento El Toyota estaba a medio camino de la callejuela y comenzaba a girar a la derecha, en dirección a la costa.

Finalmente, consiguió abrir la puerta y, con un salto ágil, se arrojó detrás del volante. Puso el freno de mano y giró el volante a la derecha para alinear el coche con la calle.

Temeroso de que sus esfuerzos hubieran llamado la atención de los soldados, se volvió a mirarlos. Los hombres se hallaban sentados en torno a una mesa pequeña, donde estaba el aparato de música y media docena de botellas vacías.

Hacían palmas y zapateaban, completamente ajenos a las maniobras de Kevin con el coche.

Suspiró aliviado. Se abrió la otra portezuela delantera, y Melanie se sentó a su lado. Candace subió al asiento trasero.

– No cerréis las puertas -susurró Kevin, que mantenía la suya entreabierta.

Quitó el freno de mano. Como al principio el coche no se movía, comenzó a sacudirse hacia delante y hacia atrás, hasta conseguir que comenzara a descender por la cuesta. Miró por el parabrisas trasero, maniobrando mientras el vehículo adquiría velocidad en dirección a la costa.

Continuaron así a lo largo de dos manzanas, pero a partir de ese punto el terreno se aplanó y el coche se detuvo. Sólo entonces Kevin usó la llave para encender el motor. Todos cerraron las portezuelas.

– ¡Lo hemos conseguido! -exclamó Melanie.

– Hasta aquí, todo bien -asintió él.

Puso la primera, dio un largo rodeo hacia la derecha para alejarse de su casa y se dirigió al área de servicio.

– ¿Estás seguro de que nadie nos ocasionará problemas en el garaje? -preguntó Melanie.

– Bueno, no puedo garantizarlo, pero no lo creo. La gente del área de servicio vive en otro mundo. Además, Siegfried se habrá cuidado bien de que nadie se enterara de nuestra desaparición y posterior reaparición. Tiene que haberlo hecho si de verdad piensa entregarnos a las autoridades ecuatoguineanas.

– Espero que tengas razón -dijo ella y suspiró-. Me pregunto si no deberíamos marcharnos de la Zona en la caja de uno de los camiones, en lugar de preocuparnos por cuatro neoyorquinos a quienes ni siquiera conocemos.

– Esa gente consiguió entrar de alguna manera -dijo Ke vin-. Así que cuento con que tengan un plan para salir. Sólo nos arriesgaremos a cruzar la valla como último recurso.

Entraron en la bulliciosa área de servicio, donde el resplandor de las lámparas de mercurio los obligó a entornar los ojos. Kevin aparcó detrás de la cabina de un camión, suspendida sobre un elevador hidráulico. Varios mecánicos estaban debajo, rascándose la cabeza.

– Esperadme aquí -dijo Kevin mientras se apeaba del Toyota.

Entró en el compartimiento y saludó a los hombres.

Melanie y Candace lo siguieron con la vista. La enfermera cruzó los dedos.

– Bueno, al menos no han corrido al teléfono en cuanto lo vieron -dijo Melanie.

Las mujeres siguieron mirando. Uno de los mecánicos salió por una puerta del fondo y reapareció poco después cargando una larga y pesada cadena. La depositó sobre los brazos de Kevin, que se tambaleó bajo su peso.

Con paso tambaleante, Kevin echó a andar hacia el todoterreno. Su cara adquiría progresivamente un tono más intenso de rojo. Temiendo que dejara caer la cadena, Melanie bajó del coche y abrió el maletero.

Cuando Kevin dejó la cadena, el vehículo entero se sacudió.

– Les pedí una cadena pesada-consiguió decir-, pero no era para tanto.

– ¿Qué les has dicho? -preguntó Melanie.

– Les he dicho que tu coche se atascó en el barro. No sospecharon nada, aunque tampoco se ofrecieron a ayudar, desde luego.

– ¿Estás seguro de que lo conseguiremos? -preguntó Candace desde el asiento trasero.

– No; pero no se me ocurre otra salida.

Durante el resto del viaje, nadie habló. Todos sabían que era la parte más difícil del plan. La tensión aumentó cuando giraron hacia el aparcamiento del ayuntamiento y apagaron las luces del coche.

La habitación ocupada por los soldados de guardia resplandecía. Mientras se aproximaban, Kevin, Melanie y Candace oyeron música. Este grupo de soldados también tenía un aparato de música portátil y escuchaba música africana a todo volumen.

– Contaba con que estuvieran de juerga -dijo Kevin. Dio la vuelta con el todoterreno y retrocedió hacia el edificio.

Entre las sombras de la arcada de la planta baja alcanzó a vislumbrar el alféizar de la ventana del calabozo subterráneo.

Detuvo el coche a un metro y medio del edificio y puso el freno de mano. Los tres miraron hacia la estancia ocupada por los soldados. Debido al ángulo en que se encontraban, no vieron gran cosa de la habitación ni tampoco a ninguno de los hombres. Estos habían levantado la cortina y la habían enganchado en el techo de la arcada. En el alféizar había varias botellas vacías.

– Bueno, ahora o nunca -dijo Kevin.

– ¿Podemos ayudar? -preguntó Melanie.

– No, quedaos donde estáis.

Kevin se apeó del coche, pasó por debajo del arco más cercano y se detuvo. La música era ensordecedora. Lo que más le preocupaba era que si alguien se asomaba a la ventana, lo vería de inmediato, pues no había dónde ocultarse.

Miró hacia abajo y vio la ventana con barrotes. Al otro lado reinaba una oscuridad absoluta.

Se puso a gatas y luego se tendió sobre el suelo, con la cabeza sobre el alféizar de la ventana. Acercó la cara a los barrotes y gritó por encima del ruido de la música:

– ¡Eh! ¿Hay alguien ahí?

– Sólo nosotros, un grupo de turistas -respondió Jack-.

¿Estamos invitados a la fiesta?

– Tengo entendido que son norteamericanos -dijo Kevin.

– Tanto como el pastel de manzana y el béisbol -respondió Jack.

Kevin oyó otras voces en la oscuridad, aunque no pudo descifrar las palabras.

– Supongo que sabrán que corren un gran peligro -dijo.

– ¿De veras? Yo creía que en Cogo recibían igual a todos los visitantes.

Kevin pensó que el tipo que le respondía, quienquiera que fuese, se entendería a las mil maravillas con Melanie.

– Intentaré arrancar estos barrotes -dijo-. ¿Estáis todos en la misma celda?

– No. Tenemos a dos preciosas señoritas en la celda de la izquierda.

– Bien -dijo Kevin-. Empecemos por comprobar si puedo hacer algo con los barrotes.

Se levantó para ir a buscar la cadena. Cuando regresó, pasó un extremo entre los barrotes.

– Atad esto varias veces alrededor de uno de los barrotes -dijo.

– Estupendo -repuso Jack-. Me recuerda las viejas películas del oeste.

Kevin aseguró el otro extremo de la cadena al enganche del remolque del Toyota. Cuando regresó a la ventana, tiró con suavidad de la cadena y comprobó que estaba firmemente atada al barrote central.

– Yo diría que está bien -dijo-. Veamos qué pasa.

Subió al coche y puso la primera.

Mirando por el parabrisas trasero, avanzó con lentitud para extender la cadena.

– Muy bien, allá vamos -dijo a Melanie y a Candace y pisó el acelerador. El potente motor del Toyota rugió, aunque Kevin no pudo oírlo, pues la frenética música de un popular grupo zaireño de rock ahogaba cualquier sonido.

Súbitamente el vehículo se sacudió hacia delante. Kevin frenó de inmediato. A su espalda, oyeron un poderoso estruendo por encima de la música, como si alguien hubiera derribado una puerta de incendios con una roca.

Kevin y las mujeres se sobresaltaron y miraron hacia la ventana del puesto de soldados. Afortunadamente, nadie salió a averiguar a qué se debía aquel tremendo ruido.

Kevin saltó del Toyota con la intención de regresar a la ventana y ver qué había ocurrido, cuando se topó con un musculoso negro que caminaba a su encuentro.

– ¡Buen trabajo, amigo! Me llamo Warren, y éste es Jack.

Jack había aparecido detrás de Warren.

– Yo soy Kevin.

– Estupendo -dijo Warren-. Ahora retrocede y veremos qué podemos hacer con la otra ventana.

– ¿Cómo habéis salido tan pronto? -preguntó Kevin.

– Tío, te has cargado todo el tinglado -dijo Warren.

Kevin subió al coche y puso la marcha atrás. Notó que los dos hombres ya habían desenganchado la cadena.

– ¡Ha funcionado! -exclamó Melanie-. ¡Enhorabuena!

– Debo reconocer que fue más sencillo de lo que creía -dijo Kevin.

Un instante después, alguien golpeó la puerta trasera del Toyota.

Kevin repitió las maniobras de la primera vez. Avanzó aproximadamente a la misma velocidad, produciendo la misma sacudida y, por desgracia, el mismo ruido. Esta vez un soldado se asomó por la ventana. Kevin no se movió y rezó para que los dos hombres que acababa de conocer lo imitaran. El soldado empinó una botella de vino y, al hacerlo, arrojó varias vacías al suelo, haciéndolas añicos contra el suelo de piedra. Luego volvió a desaparecer en el interior de la estancia.

Bajó del vehículo justo a tiempo para ver a las dos mujeres saliendo por la segunda ventana. En cuanto estuvieron fuera, todos corrieron hacia el coche. Kevin dio la vuelta para desenganchar la cadena, pero cuando llegó vio que Warren ya lo había hecho.

– Todos subieron al Toyota en silencio. Jack y Warren se sentaron a los asientos plegables de la parte trasera, mientras Laurie y Melanie se acomodaban junto a Candace en el del medio.

Kevin puso el coche en marcha y, tras echar un último vistazo al puesto de guardia, salió del aparcamiento. No encendió las luces hasta que estuvieron a una distancia prudencial del ayuntamiento.

La fuga había sido una experiencia embriagadora para todos: un triunfo para Kevin, Melanie y Candace; una sorpresa y un alivio para el grupo de Nueva York. Los siete se presentaron mutuamente y de inmediato comenzaron a intercambiar preguntas.

Al principio todos hablaban a la vez.

– ¡Eh, un momento! -exclamó Jack por encima del bullicio-. Hay que poner un poco de orden en este caos. Hablemos por turnos.

– ¡Yo primero! -pidió Warren-. Quiero daros las gracias por aparecer en el momento oportuno.

– Apoyo esa moción -dijo Laurie.

Tras alejarse del centro, Kevin entró en el aparcamiento del principal supermercado de la ciudad, donde había unos cuantos coches más. Paró el coche y apagó las luces.

– Antes de hablar de cualquier otra cosa -dijo-, tenemos que discutir cómo salir de esta ciudad. No tenemos mucho tiempo. ¿Cómo pensabais huir vosotros en un principio?

– En la misma piragua que nos trajo hasta aquí? -respondió Jack.

– ¿Y dónde está? -preguntó Kevin.

– Suponemos que donde la dejamos -repuso Jack-. Atracada en la playa, debajo del muelle.

– ¿Es lo bastante grande para todos? -preguntó Kevin.

– Sí, hay sitio de sobra -dijo Jack.

– ¡Perfecto! -exclamó Kevin con entusiasmo-. Tenía la esperanza de que hubierais venido por agua. Así podremos ir directamente a Gabón. -Echó un rápido vistazo alrededor y puso el coche en marcha-. Recemos para que no hayan descubierto la embarcación.

Salió del aparcamiento y enfiló hacia la costa, dando un amplio rodeo. No quería acercarse al ayuntamiento ni a su casa.

– Hay un problema -dijo Jack-. No tenemos documentación ni dinero. Nos quitaron todo.

– Nosotros no estamos mucho mejor -dijo Kevin-. Sin embargo, tenemos algo de dinero en efectivo y en cheques de viaje. Nos confiscaron los pasaportes esta tarde, cuando nos pusieron bajo arresto domiciliario. Por lo visto nos reservaban el mismo destino que a vosotros: entregarnos a las autoridades ecuatoguineanas.

– ¿Y eso habría sido un problema? -preguntó Jack.

Kevin soltó una risita burlona, recordando los cráneos que decoraban el escritorio de Siegfried.

– Habría sido algo más que un problema. Nos habrían sometido a un juicio sumarísimo, con un tribunal improvisado, para luego entregarnos a un pelotón de fusilamiento.

– ¡No me jodas! -exclamó Warren.

– En este país, interferir en las operaciones de GenSys es un delito castigado con la pena de muerte -explicó Kevin-.

Y el que decide si alguien interfiere o no es el gerente de la Zona.

– ¡Un pelotón de fusilamiento! -repitió Jack con horror.

– Eso me temo -dijo Kevin-. Al ejército local se le dan muy bien esas cosas. Tienen muchos años de práctica.

– Entonces nuestra deuda con vosotros es mayor de lo que creíamos -dijo Jack-. No tenía idea de que las cosas eran así.

Laurie miró por la ventanilla y tembló. Comenzaba a tomar conciencia del riesgo que habían corrido, y todavía no estaban a salvo.

– ¿Cómo os metisteis en este embrollo? -preguntó Warren.

– Es una larga historia -respondió Melanie.

– La nuestra también -dijo Laurie.

– Quiero haceros una pregunta -dijo Kevin-: ¿Vinisteis aquí siguiendo el rastro de Carlo Franconi?

– ¡Guau! -exclamóJack-. ¡Qué clarividencia! Me dejas estupefacto e intrigado. ¿Cómo lo adivinaste? ¿Qué haces en Cogo?

– ¿Yo, en particular? -preguntó Kevin.

– Bueno, todos.

Kevin, Melanie y Candace se miraron para ver quién quería empezar.

– Todos participábamos en el mismo proyecto -respondió Candace-, aunque yo no era más que un simple peón en el juego. Soy enfermera de cuidados intensivos de un equipo de trasplantes.

– Yo soy técnica en reproducción asistida-dijo Melani. Soy la que proporciona la materia prima a Kevin, para que él obre su magia y, una vez que lo ha hecho, compruebo que sus creaciones prosperen.

– Yo soy especialista en biología molecular -explicó Kevin con un suspiro de tristeza-. Alguien que traspasó los límites y cometió un error prometeico.

– Espera -dijo Jack-. No me vengas con referencias literarias. He oído hablar de Prometeo, pero no recuerdo quién era.

– Prometeo era un titán de la mitología griega -explicó Laurie-. Robó el fuego del Olimpo para dárselo a los hombres.

– Sin darme cuenta, yo entregué el fuego a unos animales -dijo Kevin-. Descubrí la forma de transferir fragmentos de cromosomas, en particular del cromosoma seis, de una célula a otra y de una especie a otra.

– O sea que aislaste fragmentos de cromosomas humanos y se los introdujiste a un simio -dijo Jack.

– Al huevo fertilizado de un simio -dijo Kevin-. De un bonobo, para ser más exacto.

– Y lo que en realidad estabas haciendo -prosiguió Jack era crear un órgano perfecto para trasplantar a un individuo específico.

– Exactamente -dijo Kevin-. Al principio no lo había planeado así. Me dedicaba a la investigación pura. Alguien me arrastró a esta aventura porque intuyó su potencial económico.

– ¡Vaya! -exclamó Jack-. Es ingenioso e impresionante, pero también aterrador.

– Más que aterrador -dijo Kevin-, es una especie de tragedia. El problema es que transferí demasiados genes humanos y creé accidentalmente una raza de protohumanos.

– ¿Algo así como hombres de Neanderthal? -preguntó Laurie.

– Varios millones de años más primitivos -respondió Kevin-. Algo similar a Lucy. Sin embargo, son lo bastante inteligentes para usar fuego, fabricar herramientas e incluso hablar. Creo que se asemejan a lo que éramos hace cuatro o cinco millones de años.

– ¿Y dónde están esas criaturas? -preguntó Laurie, alarmada.

– En una isla cercana -respondió Kevin-, donde han estado viviendo en relativa libertad. Por desgracia, las cosas cambiarán muy pronto.

– ¿Por qué? -preguntó Laurie, imaginando a esos protohumanos. En su infancia había sentido verdadera fascinación por los hombres de las cavernas.

Kevin relató rápidamente la historia del humo que los había impulsado a visitar la isla. Contó cómo los animales los habían capturado y rescatado. También les habló del destino de los bonobos, condenados a pasar el resto de sus vidas en celdas de cemento por ser demasiado humanos.

– ¡Es horrible! -dijo Laurie.

– ¡Un desastre! -convino Jack-. ¡Qué historia!

– El mundo no está preparado para una raza nueva -dijo Warren-. Ya hay suficientes problemas con las que tenemos.

– Estamos llegando a la costa -anunció Kevin-. La plazoleta que da al muelle está a la vuelta de la esquina.

– Entonces para aquí -dijo Jack-. Cuando llegamos había un soldado.

Kevin aparcó a un lado de la calle y apagó las luces. Dejó el motor encendido para que no se apagara el aire acondicionado. Jack y Warren bajaron por la puerta trasera, corrieron hacia la esquina y espiaron con sigilo.

– Si nuestra embarcación no está allí, ¿habrá alguna otra? -preguntó Laurie.

– Me temo que no -respondió Kevin.

– ¿Y hay alguna otra forma de salir de la ciudad, que no sea a través de la valla? -preguntó ella.

– No -respondió él.

– Que el cielo nos proteja -dijo ella.

Jack y Warren regresaron de inmediato. Kevin bajó la ventanilla.

– Hay un soldado -dijo Jack-. No parece estar alerta. De hecho, es posible que esté dormido. Pero de todos modos tendremos que ocuparnos de él. Será mejor que esperéis aquí.

– Por mí, estupendo -dijo Kevin. Se alegraba de poder dejar ese asunto en otras manos. Si hubiera tenido que resolverlo él, no habría sabido qué hacer.

Jack y Warren regresaron a la esquina y desaparecieron tras ella.

Kevin subió la ventanilla.

Laurie miró a Natalie y meneó la cabeza.

– Lamento haberte metido en este embrollo. Supongo que debí haber previsto el curso que iban a tomar los acontecimientos. Jack tiene un talento especial para meterse en líos.

– No tienes por qué disculparte -dijo Natalie-. No es culpa tuya. Además, ahora estamos mejor que hace quince o veinte minutos.

Jack y Warren reaparecieron en un tiempo asombrosamente breve. Jack empuñaba una pistola y Warren un rifle de asalto. Subieron al Toyota por la puerta trasera.

– ¿Algún problema? -preguntó Kevin.

– No -respondió Jack-. El tipo ha sido muy complaciente.

Claro que Warren es muy persuasivo cuando se lo propone.

– ¿El bar Chickee tiene aparcamiento? -preguntó Warren.

– Sí -respondió Kevin.

– Conduce hacía allí -indicó Warren.

Kevin retrocedió, giró a la derecha y luego a la izquierda.

Al final de la calle, entró en un amplio aparcamiento asfaltado.

Inmediatamente delante de ellos se alzaba la oscura silueta del bar Chickee y, al otro lado, se veía la vasta expansión del estuario, cuya superficie brillaba a la luz de la luna.

Acercó el coche al bar y frenó.

– Esperad aquí -dijo Warren-. Iré a ver si la piragua sigue en su sitio.

Bajó empuñando el rifle de asalto y desapareció al otro lado del bar.

– Es muy rápido -observó Melanie.

– No sabes cuánto -dijo Jack.

– ¿Aquello que se ve al otro lado del río es Gabón? -pre guntó Laurie.

– Exactamente-respondió Melanie.

– ¿A qué distancia está? -preguntó Jack.

– A unos seis kilómetros en línea recta -respondió Kevin-.

Pero deberíamos intentar llegar a Coco Beach, que está a unos dieciséis kilómetros. Desde allí podremos ponernos en contacto con la Embajada de Estados Unidos de Libreville.

Ellos nos ayudarán.

– ¿Cuánto tardaríamos en llegar a Coco Beach? -preguntó Laurie.

– Calculo que poco más de una hora -respondió Kevin-.

Claro que depende de la velocidad de la embarcación.

Warren reapareció y se acercó al coche. Una vez más, Kevin bajó la ventanilla.

– Todo en orden -dijo Warren-. El bote está en su sitio.

Ningún problema.

– ¡Bravo! -exclamaron todos al unísono y bajaron del coche.

Kevin, Melanie y Candace cogieron las bolsas de lona.

– ¿Es la totalidad de vuestro equipaje? -bromeó Laurie.

– Así es -respondió Candace.

Warren guió al grupo hacia el oscuro bar y luego hacia la escalinata que conducía a la playa.

– Corramos hacia el muro de contención -dijo Warren haciendo señas a los demás para que lo precedieran.

Debajo del muelle estaba oscuro y tuvieron que caminar despacio. Por encima del rumor de las pequeñas olas al chocar con la costa, podían oír a los cangrejos reptando en sus madrigueras de arena.

– Tenemos un par de linternas -dijo Kevin-. ¿Las encendemos?

– No corramos riesgos innecesarios -dijo Jack en el preciso momento en que chocaba con el bote. Se aseguró de que la embarcación estuviera razonablemente estable antes de indicar a los demás que subieran y se acomodaran en la popa.

En cuanto lo hicieron, la proa se elevó, más ligera. Jack se inclinó sobre la piragua y comenzó a empujar.

– Cuidado con las vigas transversales -dijo mientras saltaba a bordo.

Todos colaboraron, cogiendo los tablones de madera y empujando el boterío adentro. En cuestión de minutos llegaron al final del muelle, bloqueado por el dique flotante.

Entonces giraron el bote en dirección al agua iluminada por la luna.

Había sólo cuatro remos, y Melanie insistió en remar con los hombres.

– No quiero encender el motor hasta que estemos a unos treinta metros de la costa -explicó Jack-. Mejor no correr riesgos.

Todos miraron atrás, hacia la aparentemente tranquila ciudad de Cogo, cuyos edificios encalados y cubiertos de bruma resplandecían a la luz plateada de la luna. La selva envolvía a la ciudad en un manto de color azul oscuro. Los muros de vegetación eran como olas a punto de romperse.

Los sonidos nocturnos de la selva quedaron atrás, y sólo oyeron el ruido de los remos en el agua o rozando los lados de la embarcación. Durante unos minutos, nadie habló. Los latidos desbocados de sus corazones y sus respiraciones agitadas recuperaron el ritmo normal. Tuvieron tiempo para pensar e incluso para mirar alrededor. Los recién llegados, en particular, estaban fascinados por el paisaje africano. Su sola extensión resultaba sobrecogedora. En Africa, hasta el cielo de la noche parecía más grande.

Pero Kevin no compartía su sosiego. La sensación de alivio por haber escapado de Cogo, y por haber ayudado a hacerlo a otros, sólo consiguió intensificar su preocupación por el destino de los bonobos quiméricos. Crearlos había sido un error, pero abandonarlos a una vida de cautividad en celdas minúsculas era un crimen.

Después de unos minutos, Jack dejó el remo en el fondo de la embarcación.

– Es hora de encender el motor -anunció cogiendo el fuera borda e inclinándolo hacia el agua.

– ¡Un momento! -dijo Kevin de repente-. Quiero pediros un favor. Sé que no tengo derecho a hacerlo, pero es importante.

Jack, que estaba inclinado sobre el motor, se incorporó.

– ¿Qué pasa, amigo?

– ¿Veis esa isla, la última del grupo? -dijo señalando la isla Francesca-. Allí están los bonobos, en jaulas, a los pies del puente que conduce a la parte continental. Nada me gustaría tanto como ir a liberarlos.

– ¿Y qué conseguiríamos con eso? -preguntó Laurie.

– Mucho si pudiéramos animarlos a cruzar el puente respondió Kevin.

– ¿No crees que vuestros amigos de Cogo volverían a capturarlos? -preguntó Jack.

– Jamás los encontrarían-aseguró Kevin, que empezaba a entusiasmarse con la idea-. Desaparecerán. Desde esta zona de Guinea Ecuatorial, y a lo largo de unos mil quinientos kilómetros hacia el interior del continente, todo es bosque tropical. No sólo comprende este país, sino grandes extensiones de Gabón, Camerún, Congo y República Centroafricana. Son miles de kilómetros cuadrados, en gran parte sin explorar.

– ¿Y se arreglarán solos? -pregunta Candace.

– Esa es la idea -dijo Kevin-. Tienen una oportunidad y yo creo que lo conseguirán. Son listos. Piensa en nuestros antepasados, que sobrevivieron a la era glacial del Pleistoceno.

Aquél fue un reto mayor que vivir en un bosque tropical.

Laurie miró a Jack.

– Me gusta la idea.

Jack miró hacia la isla y luego preguntó en qué dirección estaba Coco Beach.

– Tenemos que apartarnos de nuestro camino -reconoció Kevin-, pero no está tan lejos. Como máximo, perderemos veinte minutos.

– ¿Y si cuando los liberemos prefieren quedarse en la isla? -preguntó Warren.

– Al menos lo habré intentado -respondió Kevin-. Me siento obligado a hacer algo.

– Vale, ¿por qué no? -dijo Jack-. A mí también me gusta la idea. ¿Qué opináis los demás?

– A decir verdad, me gustaría ver a uno de esos animales -dijo Warren.

– Vamos -les anunció Candace con entusiasmo.

– Por mí, no hay problema -dijo Natalie.

– A mí me parece una idea genial -terció Melanie-. ¡Hagámoslo!

Jack tiró varias veces de la cuerda del motor, que se puso en marcha con un rugido. Luego giró el timón en dirección la isla Francesca.

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