8 de marzo de 1997 – 2.00 horas.
Cogo, Guinea Ecuatorial
– ¿Duermes? -preguntó Candace en un susurro.
– ¿Bromeas? dijo Melanie-. ¿Cómo quieres que duerma sobre una roca, abrigada por unas cuantas ramas?
– Yo tampoco puedo dormir. Sobre todo con tantos ronquidos. ¿Y qué me dices de Kevin?
– Estoy despierto -respondió él.
Estaban en el interior de una pequeña cámara situada en el fondo de la cueva principal. Reinaba una oscuridad casi absoluta. La única luz procedía de la luna que brillaba en el exterior.
Los animales les habían asignado esa zona poco después de su llegada allí. Tenía unos tres metros de ancho y un techo en declive que en la parte más alta mediría un metro setenta y cinco, como Kevin. En el fondo de la cueva no había un muro de roca; sencillamente las paredes de piedra se estrechaban formando un túnel. Unas horas antes, Kevin había explorado el túnel a la luz de la linterna, con la esperanza de encontrar otra salida al exterior, pero el túnel terminaba abruptamente a unos diez metros de allí.
A pesar de la fría recepción de las hembras, los bonobos los habían tratado bien. Al parecer, estaban fascinados con los humanos y se proponían mantenerlos con vida. Les habían ofrecido agua cenagosa en calabazas y una variedad de alimentos. Por desgracia, la comida se componía de larvas, gusanos y demás insectos, acompañada de alguna hierba del lago de los Hipopótamos.
Durante la tarde, los animales habían hecho fuego en la entrada de la cueva. Kevin estaba muy interesado en ver cómo lo prendían, pero se encontraba demasiado lejos para observar el método. El grupo de bonobos había formado un estrecho círculo, y media hora después el fuego estaba encendido.
– Bueno, esto aclara el misterio del humo -había dicho Kevin.
Los animales habían empalado a los monos colobos y los habían cocinado al fuego. A continuación, los habían partido en trozos y repartido con gran algarabía. A juzgar por sus gritos y chillidos, la carne de mono era un auténtico manjar para los bonobos.
El ejemplar número uno había puesto varios trozos de carne en una hoja grande para ofrecérselos a los humanos.
Pero sólo Kevin se había atrevido a probar. Luego había comentado a las mujeres que la carne de mono tenía un sabor curiosamente similar a la de elefante, que había comido en una ocasión. Un año antes, Siegfried había cazado un elefante en el bosque y, después de extraerle los comillos, había ordenado cocinar parte de la carne en la cocina del hospital.
Los bonobos no habían intentando inmovilizar a los humanos, ni les habían impedido que se desataran. Sin embargo, habían dejado claro que querían que se quedaran en la pequeña cueva. En todo momento, dos de los ejemplares más grandes los vigilaban de cerca. Cada vez que Kevin o sus amigas se acercaban a la entrada, los animales chillaban a voz en cuello o, lo que era más aterrador, se acercaban mostrando los dientes, aunque se detenían a último momento. De esa manera, consiguieron retener al grupo dentro de la cueva.
– Tenemos que hacer algo -dijo Melanie-. No vamos a quedarnos aquí para siempre. Y es obvio que tendremos que actuar mientras duermen. Ahora, por ejemplo.
Todos los bonobos que estaban en la cueva, incluidos los supuestos guardias, dormían profundamente sobre primitivos lechos de ramas y hojas. La mayoría roncaba.
– Creo que no debemos correr el riesgo de hacerlos enfadar -dijo Kevin-. Es una suerte que nos hayan tratado tan bien.
– Yo no diría que alguien que te ofrece gusanos para comer te trata bien -replicó Melanie-. Bromas aparte, tenemos que hacer algo. Además, es probable que se vuelvan agresivos.
No sabemos qué pueden llegar a hacernos.
– Prefiero esperar -insistió Kevin-. Ahora somos una novedad, pero pronto perderán el interés por nosotros. Además, en la ciudad nos echarán de menos. Siegfried y Bertram se figurarán rápidamente dónde estamos y enviarán a alguien a buscarnos.
– Yo no estaría tan segura -dijo Melanie-. Es muy probable que Siegfried tome nuestra desaparición como un regalo del cielo.
– Siegfried quizá; pero Bertram, no -repuso Kevin-. En el fondo, es una buena persona.
– ¿Tú qué opinas, Candace? -preguntó Melanie.
– No sé qué pensar. Esta situación supera mis peores pesadillas, así que no puedo reaccionar. Estoy aturdida.
– ¿Qué vamos a hacer cuando volvamos? -preguntó Kevin-. No hemos hablado de eso.
– Deberías decir si volvemos -corrigió Melanie.
– No digas esas cosas -repuso Candace.
– Tenemos que afrontar los hechos -dijo Melanie-. Por eso pienso que deberíamos hacer algo ahora, mientras duermen.
– No sabemos si duermen profundamente -dijo Kevin-.
Salir de aquí podría ser como cruzar un campo de minas.
– Una cosa es segura -añadió Candace-. Yo no pienso participar en ningún otro trasplante. Ya me sentía incómoda cuando pensaba que eran simios. Ahora que sabemos que son protohumanos, no puedo seguir con esto. Lo tengo muy claro.
– Es una conclusión inevitable -convino Kevin-. Ningún ser humano medianamente sensible pensaría de otra manera.
Sin embargo, ésa no es la cuestión. La cuestión es que esta raza nueva existe, y si no se usa para trasplantes, ¿qué se hará con ella?
– ¿Podrán reproducirse? -preguntó Candace.
– Seguramente -respondió Melanie-. No hemos hecho nada para afectar su fertilidad.
– ¡Dios mío! -exclamó Candace-. ¡Es horrible!
– Tal vez deberíamos esterilizarlos -sugirió su amiga-. Entonces el problema se limitaría a una sola generación.
– Ojalá hubiera pensado en esta posibilidad antes de empezar el proyecto -dijo Kevin-. El problema es que una vez que descubrí cómo intercambiar fragmentos de cromosomas, el estímulo intelectual fue tan importante que ni siquiera me detuve a pensar en las consecuencias.
Un súbito y deslumbrante relámpago iluminó fugazmente el interior de la cueva, y fue seguido por un portentoso trueno. La montaña entera pareció temblar. La violenta conmoción era la forma de la naturaleza de anunciar que una de las tormentas eléctricas, casi diarias, estaba a punto de azotar la isla.
– Ese ha sido un punto más a mi favor -dijo Melanie cuando se apagó el retumbar del trueno.
– ¿A qué te refieres? -preguntó Kevin.
– Ese trueno habría podido despertar a un muerto. Y ninguno de los bonobos ha pestañeado siquiera.
– Es verdad -dijo Candace.
– Creo que al menos uno de los tres debería tratar de salir insistió Melanie-. Así podríamos alertar a Bertram de lo que está sucediendo aquí. El se ocupará de que alguien venga a rescatar a los otros dos.
– Estoy de acuerdo -dijo Candace.
– Naturalmente, cómo no ibas a estarlo -dijo Melanie.
Tras una breve pausa, Kevin habló:
– Eh, un momento, ¿no estaréis sugiriendo que vaya yo?
– Yo no podría meterme sola en la canoa, y mucho menos remar -dijo Melanie.
– Yo podría meterme, pero dudo mucho de que pudiera remar en la oscuridad -dijo Candace.
– ¿Y las dos pensáis que yo sí?
– Sin duda lo harías mejor que nosotras -respondió Melanie.
Kevin se estremeció. La idea de salir a buscar la canoa en la oscuridad, sabiendo que había hipopótamos pastando en los alrededores, era aterradora. Pero aún le asustaba más la idea de tener que remar en el pantano infestado de cocodrilos.
– Podrías esconderte en la canoa hasta el amanecer -sugirió Melanie-. Lo importante es salir de esta cueva mientras los bonobos duermen.
La perspectiva de esperar en la canoa sonaba mejor que la de cruzar el lago en la oscuridad, pero no solucionaba el peligro potencial de un encuentro con los hipopótamos en los campos cenagosos.
– Recuerda que la idea de venir aquí fue tuya -dijo Melanie.
Kevin iba a protestar, pero se contuvo. En cierto modo, era verdad. El había dicho que la única manera de comprobar si los bonobos eran protohumanos era ir a la isla. Sin embargo, a partir de ese momento, Melanie había asumido el mando.
– Lo sugeriste tú -dijo Candace-. Lo recuerdo perfectamente. Fue en tu despacho, cuando planteaste el problema del humo.
– Yo sólo dije… -comenzó él, pero se interrumpió. Sabía por experiencia que era imposible discutir con Melanie, sobre todo cuando Candace la respaldaba, como hacía en esos momentos. Además, desde el sitio donde estaba sentado, veía un claro sendero de luz de luna en el suelo de la caverna, que conducía hasta la entrada. Aparte de algunas rocas y ramas, no había obstáculos.
Kevin supuso que quizá lo consiguiera. Tal vez no debería pensar en los hipopótamos. Y es posible que fuera cierto que no debían fiarse de la hospitalidad de los bonobos, y no por sus características animales, sino por las que tenían de humanos.
– De acuerdo -dijo Kevin con súbita determinación-. Lo intentaré.
– Bravo -dijo Melanie.
Kevin se puso a gatas. Ya temblaba, sabiendo que muy cerca de él había al menos cincuenta animales corpulentos obstinados en que se quedara donde estaba.
– Si algo sale mal -dijo Melanie-, vuelve corriendo.
– Lo dices como si fuera lo más fácil del mundo -replicó Kevin.
– Será fácil -aseguró ella-. Los bonobos y los chimpancés se duermen en cuanto oscurece y no despiertan hasta el amanecer. No tendrás problemas.
– ¿Y qué me dices de los hipopótamos? -preguntó Kevin.
– ¿Qué pasa con ellos?
– Olvídalo -dijo él-. Ya tengo suficientes preocupaciones.
– De acuerdo, buena suerte -susurró Melanie.
– Sí, buena suerte -repitió Candace.
Kevin intentó ponerse en pie para salir, pero no pudo. Se dijo que nunca había sido un héroe, y que no era el mejor momento para empezar.
– ¿Qué pasa? -preguntó Melanie.
– Nada.
De súbito, en lo más profundo de sí mismo, Kevin encontró el valor que necesitaba. Se levantó y echó a andar encogido hacia la abertura de la cueva.
Mientras avanzaba, se preguntó si debía moverse lentamente o correr a toda prisa hacia la salida. Se debatía entre la prudencia y la ansiedad por terminar de una vez con aquel tormento. Ganó la prudencia. Avanzó a paso de niño, y cada vez que sus pies producían algún ruido, daba un respingo y se quedaba paralizado en la oscuridad. A su alrededor, oía la ruidosa respiración de los animales dormidos.
Cuando se hallaba a unos seis metros de la entrada de la caverna, uno de los bonobos se movió tan bruscamente que las ramas de su lecho crujieron. Una vez más, Kevin se detuvo en seco, con el corazón desbocado. Pero el bonobo sólo se había girado en sueños y su respiración era profunda, lo que indicaba que seguía durmiendo. Puesto que la zona próxima a la entrada de la cueva estaba mejor iluminada, Kevin pudo ver con claridad a los bonobos tendidos alrededor. La visión de tantas bestias dormidas lo hizo detenerse. Tras un minuto de total inmovilidad, Kevin reinició la marcha hacia la libertad. Incluso comenzó a sentir una ligera sensación de alivio cuando los aromas de la selva taparon el rancio olor de las fieras. Pero esa sensación duró poco.
Otro estampido de un trueno, seguido por un súbito chaparrón tropical, sobresaltó a Kevin, que estuvo a punto de perder el equilibrio. Balanceó los brazos frenéticamente hasta que consiguió permanecer de pie y en el sendero previsto.
Con un escalofrío, pensó en lo cerca que había estado de pisar a uno de los bonobos dormidos.
Cuando estaba a apenas tres metros de la entrada, Kevin divisó la bóveda oscura de la selva a sus pies. Los sonidos nocturnos de la jungla se oían ahora por encima de los ronquidos de los bonobos.
Kevin ya estaba lo bastante cerca de la salida para empezar a preocuparse por el descenso por la empinada pared de roca, cuando la suerte lo abandonó. El corazón le dio un vuelco. Una mano le había cogido la pierna. Algo atenazaba su tobillo con tanta fuerza, que se le saltaron las lágrimas. Al mirar hacia abajo, lo primero que vio fue su propio reloj. Era el bonobo número uno.
– ¡Tada! -exclamó el bonobo mientras se ponía en pie de un salto, arrojando a Kevin al suelo en el proceso. Por suerte, esa parte de la cueva estaba cubierta de desperdicios, que amortiguaron la caída. No obstante, Kevin se dio un buen golpe al aterrizar sobre su cadera izquierda.
El grito del bonobo número uno despertó a los demás animales, que se incorporaron de inmediato. Por un instante el caos fue absoluto, hasta que las bestias comprendieron que no corrían peligro alguno.
El bonobo número uno soltó el tobillo de Kevin, sólo para agacharse y cogerlo por los brazos. En una sorprendente demostración de fuerza, levantó a Kevin del suelo y lo sostuvo a la distancia de sus brazos.
Los bonobos emitieron una estridente y furiosa vocalización. Asido por las fuertes garras del animal, Kevin se encogió de dolor.
Al final de su perorata, el bonobo número uno se adentró en las profundidades de la cueva y arrojó a Kevin en la cámara interior. Después de una última reprimenda, regresó a su lecho.
Kevin se sentó con esfuerzo. Había caído nuevamente sobre la cadera, que estaba entumecida. También se había torcido la muñeca y tenía un rasguño en el codo. Pero considerando la forma en que lo había arrojado al aire, había salido mejor parado de lo que había previsto.
Otros gritos retumbaron en la caverna, presumiblemente emitidos por el bonobo número uno, aunque Kevin no podía estar seguro, ya que la oscuridad era total. Se palpó el codo derecho. Sabía que la sustancia pegajosa que lo cubría era sangre.
– ¿Kevin? -susurró Melanie-. ¿Te encuentras bien?
– Tan bien como puede esperarse -respondió Kevin.
– ¡Gracias a Dios! -dijo Melanie-. ¿Qué ha pasado?
– No lo sé -respondió Kevin-. Creí que lo había conseguido; estaba en la salida de la cueva.
– ¿Estás herido? -preguntó Candace.
– Un poco. Pero no me he roto ningún hueso. O eso creo.
– No vimos qué paso -dijo Melanie.
– Mi doble me ha reñido. Por lo menos, así lo interpreto yo. Luego me trajo de vuelta aquí. Me alegro de no haber caído encima de vosotras.
– Lamento haber insistido en que salieras -se disculpó Melanie-. Por lo visto, tenías razón.
– Me alegro de que lo reconozcas. Pero el plan casi funcionó. Estaba tan cerca…
Candace encendió la linterna y cubrió el foco con una mano. Dirigió el haz de luz al brazo de Kevin y le examinó el codo.
– Parece que tendremos que confiar en Bertram Edwards -dijo Melanie. Se estremeció y dejó escapar un suspiro-. Es difícil aceptar que somos prisioneros de nuestras propias creaciones.
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