5 de marzo de 1997, 17.45 horas.
Cogo, Guinea Ecuatorial
– ¡Hola! -gritó Candace-. ¿Hay alguien?
Kevin se sobresaltó ante el ruido inesperado. Los técnicos se habían marchado a casa hacía un buen rato y en el laboratorio reinaba un silencio absoluto, roto sólo por la grave vibración de las unidades de refrigeración. Kevin se había quedado trabajando en la separación de fragmentos de ADN, pero al oír la voz de Candace, le falló el pulso y el contenido de la micropipeta se derramó sobre la superficie del gel. Había echado a perder el análisis; tendría que empezar otra vez.
– ¡Aquí! -gritó Kevin, dejando la pipeta.
Entre los botes de reactivos que cubrían el banco del laboratorio, vio a Candace en el umbral de la puerta.
– ¿Vengo en mal momento? -preguntó Candace mientras se aproximaba.
– No, estaba terminando -repuso Kevin. Esperaba que su cara no delatara sus sentimientos.
Aunque se sentía frustrado por haber perdido el tiempo en el análisis, Kevin se alegraba de ver a Candace. Durante la comida, había hecho acopio de valor para invitar a Melanie y a Candace a su casa a tomar el té.
Ambas habían aceptado con alegría. Melanie había reconocido que siempre había sentido curiosidad por ver el interior de la casa.
La tarde había sido un éxito. Sin duda el ingrediente fundamental de ese éxito era la personalidad de las dos mujeres.
La conversación no había decaído en ningún momento.
Otro factor contribuyente había sido el vino que decidieron beber en lugar de té.
Como miembro de la elite de la Zona, Kevin recibía una dotación regular de vino francés que rara vez bebía. En consecuencia, tenía una bodega impresionante.
El principal tema de conversación había sido Estados Unidos, el pasatiempo favorito de los norteamericanos expatriados temporalmente. Los tres habían ensalzado y discutido las virtudes de sus lugares de origen. Melanie amaba Nueva York y afirmaba que era una ciudad sin par, Candace dijo que la calidad de vida en Pittsburgh estaba muy por encima de la media del país y Kevin alabó los estímulos intelectuales que podían encontrarse en Boston.
Habían evitado adrede discutir el arrebato emocional de Kevin en la comida. En su momento, tanto Candace como Melanie le habían preguntado qué había querido decir cuando había comentado que le aterrorizaba sobrepasar los límites. Pero al ver que Kevin estaba muy alterado y se resistía a dar explicaciones, no insistieron. Las mujeres decidieron intuitivamente que era mejor cambiar de tema, al menos por el momento.
– He venido a ver si puedo llevarte a conocer al señor Horace Winchester -dijo Candace-. Le he hablado de ti y le gustaría darte las gracias personalmente.
– No sé si es buena idea -repuso Kevin, sintiendo que la tensión crecía en su interior.
– Al contrario -replicó Candace-. Después de lo que comentaste durante la comida, creo que deberías ver el lado bueno de lo que haces. Lamento que lo que dije te hiciera sentir tan mal.
El comentario de Candace era la primera referencia a la pataleta de Kevin desde que ésta había ocurrido. El pulso de Kevin se aceleró.
– No fue culpa tuya. Ya estaba nervioso antes de oír tus comentarios.
– Entonces ven a conocer a Horace -insistió Candace-. Se está recuperando estupendamente. De hecho, está tan bien que no necesita una enfermera de cuidados intensivos como yo.
– No sabría qué decirle -murmuró Kevin.
– Oh, no importa lo que digas -repuso Candace-. El hombre está muy agradecido. Hace apenas unos días estaba tan enfermo que pensó que iba a morir. Ahora siente que le han dado una nueva oportunidad. ¡Venga! Te hará sentir mejor.
Kevin se esforzó por encontrar una razón para no ir, pero en ese momento lo salvó otra voz. Era Melanie.
– Eh, mis dos compañeros de bebida favoritos -dijo Melanie mientras entraba en el laboratorio.
Había visto a Candace y a Kevin a través de la puerta abierta cuando se dirigía a su propio laboratorio, al fondo del pasillo. Vestía un mono azul con la inscripción Centro de Animales bordada en el bolsillo del pecho.
– ¿Ninguno de los dos tiene resaca? -preguntó Melanie-.
Yo todavía estoy un poco achispada. ¡Dios, nos bebimos dos botellas de vino! ¿Podéis creerlo?
Ni Candace ni Kevin respondieron. Melanie miró primero a uno y luego al otro. Intuyó que algo iba mal.
– ¿Qué es esto?, ¿un velatorio? -preguntó.
Candace sonrió. Le gustaba la actitud directa e irreverente de Melanie.
– No lo creo -respondió Candace-. Kevin y yo estábamos en un atolladero. Yo procuraba convencerlo de que fuera conmigo al hospital a conocer a Winchester. Ya se ha levantado de la cama y se siente de maravilla. Le he hablado de vosotros y le gustaría conoceros a ambos.
– Tengo entendido que es propietario de una cadena de hoteles dijo Melanie con un guiño-. Quizá consigamos que nos regale algunos vales de bebida gratis.
– Con lo agradecido que está y lo rico que es, creo que podrías sacarle mucho más -respondió Candace-. El problema es que Kevin se niega a ir.
– ¿Cómo es eso, colega? -preguntó Melanie.
– Pensé que sería bueno para él ver el lado positivo de lo que ha hecho -señaló Candace.
Buscó la mirada de Melanie, que captó de inmediato las motivaciones de la enfermera.
– Sí -dijo Melanie-. Vayamos a buscar un estímulo positivo de un paciente humano y vivo. Eso justificará nuestros esfuerzos y nos dará ánimos.
– Yo creo que me hará sentir peor -repuso Kevin.
Desde que había regresado al laboratorio, había procurado concentrarse en la investigación para evitar afrontar sus temores. La estratagema había funcionado un rato, hasta que la curiosidad había podido más y lo había inducido a buscar la isla Francesca en el ordenador. Jugar con los datos había tenido un efecto tan desastroso como ver el humo.
Melanie se llevó las manos a las caderas.
– ¿Por qué? -preguntó-. No lo entiendo.
– Es difícil de explicar -respondió Kevin con aire evasivo.
– Ponme a prueba -lo desafió Melanie.
– Porque ver a ese hombre me recordará cosas en las que prefiero no pensar -dijo Kevin-. Como lo ocurrido con el otro paciente.
– ¿Te refieres a su doble?, ¿el bonobo? -preguntó Melanie.
Kevin asintió con la cabeza. Su cara estaba encendida, casi tanto como durante su arrebato en la cantina.
– Te estás tomando este asunto de los derechos de los animales aún más en serio que yo -dijo Candace.
– Me temo que esto va más allá de la cuestión de los derechos de los animales -replicó Kevin.
Se produjo un silencio tenso. Melanie miró a Candace, quien se encogió de hombros, sugiriendo que estaba desconcertada.
– ¡Bueno, ya es suficiente! -exclamó Melanie con súbita determinación. Puso las manos sobre los hombros de Kevin y lo obligó a sentarse en el taburete del laboratorio-. Hasta esta tarde yo creía que éramos sólo colegas. -Se inclinó y puso su cara de rasgos angulosos a pocos centímetros de la de Kevin-. Pero ahora he cambiado de opinión. Creo que empiezo a conocerte un poco mejor, cosa que debo decir que me ha gustado, y ya no creo que seas un esnob intelectual frío y distante. De hecho, me parece que somos amigos. ¿Estoy en lo cierto?
Kevin hizo un gesto de asentimiento. Se veía obligado a mirar fijamente los negros y marmoleados ojos de Melanie.
– Los amigos se cuentan sus cosas -prosiguió Melanie-. Se comunican- No ocultan sus sentimientos ni hacen que los demás se sientan incómodos. ¿Entiendes lo que digo?
– Eso creo -respondió Kevin, que nunca había pensado que su conducta podía incomodar a los demás.
– ¿Eso crees? -lo regañó Melanie-. ¿Cómo tengo que explicártelo para que estés seguro?
Kevin tragó saliva.
– Supongo que lo estoy.
Frustrada, Melanie puso los ojos en blanco.
– Eres tan evasivo, que me sacas de las casillas. Pero está bien, lo entiendo. Lo que no puedo entender es tu pataleta durante la comida, el hecho de que cuando te pregunté qué pasaba respondieras con un comentario vago acerca de "traspasar los límites" y que luego te encerraras otra vez en tu concha y te negaras a hablar del tema. Sea lo que fuere lo que te preocupa, no puedes permitir que se emponzoñe en tu interior. Sólo te hará daño y obstaculizará tus amistades.
Candace asentía con la cabeza a todo lo que decía Melanie.
Kevin miró a las dos mujeres francas y obstinadas. Por mucho que se resistiera a expresar sus temores, en aquel momento le pareció que no tenía alternativa, sobre todo con la cara de Melanie a escasos centímetros de la suya. Sin saber cómo comenzar, dijo:
– He visto humo procedente de la isla Francesca.
– ¿Qué es la isla Francesca? -preguntó Candace.
– La isla adonde van los bonobos transgénicos cuando llegan a la edad de tres años -respondió Melanie-. ¿Y qué pasa con el humo?
Kevin se puso en pie e hizo señas a las mujeres para que lo siguieran. Fue hasta su escritorio y señaló con el índice por la ventana, en dirección a la isla Francesca.
– He visto el humo tres veces -explicó-. Siempre procede del mismo sitio: a la izquierda del macizo de piedra caliza. Es sólo una pequeña columna que serpea en el cielo, pero aparece una y otra vez.
Candace aguzó la vista. Era algo miope, pero por vanidad no usaba gafas.
– ¿Es la isla más lejana? -preguntó. Le pareció divisar unas manchas pardas en el centro de la isla, que podrían ser rocas.
A la luz del atardecer, las otras islas del archipiélago parecían montículos homogéneos de musgo verde oscuro.
– La misma -respondió Kevin..
– Vaya problema -observó Melanie-. Un par de pequeños incendios. Con tantos rayos como caen en esta zona, no debería extrañarte.
– Es lo mismo que sugirió Bertram Edwards -repuso él-.
Pero no puede tratarse de rayos.
– ¿Quién es Bertram Edwards? -preguntó Candace.
– ¿Por qué no puede tratarse de rayos? -inquirió Melanie haciendo caso omiso de la pregunta de Candace-. Es probable que haya vetas de metales en las rocas.
– ¿No has oído decir que los rayos nunca caen dos veces en el mismo sitio? El fuego no fue producido por rayos. Además, el fuego persiste y nunca cambia de sitio.
– Es posible que allí vivan nativos -sugirió Candace.
– GenSys se aseguró de que no fuera así antes de escoger la isla-repuso Kevin.
– Es probable que la visiten algunos pescadores locales -aventuró Candace.
– La gente de los alrededores sabe que está prohibido -respondió Kevin-. Según las nuevas leyes ecuatoguineanas, es un delito castigado con la pena de muerte. No hay nada allí por lo que valga la pena morir.
– Entonces, ¿quién prendió las fogatas? -preguntó Candace.
– ¡Dios santo, Kevin! -exclamó súbitamente Melanie-.
Empiezo a vislumbrar lo que te ha pasado por la cabeza, pero permite que te diga que es ridículo.
– ¿Qué es ridículo? -preguntó Candace-. ¿Alguien puede darme una pista?
– Dejadme que os muestre otra cosa -dijo Kevin. Se giró hacia su ordenador y, tras pulsar unas cuantas teclas, en la pantalla apareció el gráfico de la isla. Explicó el sistema a las mujeres y a modo de demostración localizó al doble de Melanie. La pequeña luz roja parpadeó al norte del macizo, muy cerca de donde había localizado al suyo propio el día anterior.
– ¿Vosotros tenéis un doble? -preguntó Candace, atónita.
– Kevin y yo hicimos de conejillos de Indias -explicó Melanie-. Nuestros dobles fueron los primeros. Teníamos que demostrar que la técnica funcionaba.
– Bien, ahora que sabéis cómo funciona el programa de localización, permitidme que os enseñe lo que hice hace una hora y veremos si os preocupa también a vosotras. -Los dedos de Kevin aletearon sobre el teclado-. Estoy dando instrucciones al ordenador para que localice automática y secuencialmente a los setenta y tres dobles. Los números aparecerán en un rincón, seguidos por la luz parpadeante en el gráfico. Ahora mirad.
Pulsó una tecla para empezar. El programa trabajaba con rapidez y había apenas una pequeña pausa entre el número y la luz roja parpadeante.
– Tenía entendido que había casi cien animales -dijo Candace.
– Los hay -asintió Kevin-. Pero de ellos, veintidós tienen menos de tres años y están en un recinto cerrado en el Centro de Animales.
– Bueno -dijo Melanie después de observar la pantalla del ordenador durante unos minutos-. Está haciendo exactamente lo que has dicho. ¿Qué es lo que te preocupa tanto?
– Espera y verás -respondió Kevin.
De repente se encendió el número 37, pero no la corres pondiente luz roja. Después de unos segundos en la pantalla apareció un mensaje que decía: Animal no localizado. Haga clic para continuar.
Melanie miró a Kevin.
– ¿Dónde está el número treinta y siete?
Kevin suspiró.
– Lo que queda de él está en el incinerador -respondió-. El número treinta y siete era el doble de Winchester. Pero no era eso lo que quería enseñaros.
Kevin pulsó una tecla y el programa continuó la búsqueda. Luego se detuvo en el número 42.
– ¿Ese era el doble de Franconi? -preguntó Candace-.
¿Del otro trasplante de hígado?
Kevin negó con la cabeza. Pulsó varias teclas, pidiendo al ordenador la identidad del número cuarenta y dos, y apareció el nombre de Warren Prescott.
– ¿Entonces dónde está el cuarenta y dos? -preguntó Melanie.
– No lo sé con certeza, pero sé lo que temo -dijo Kevin.
Tecleó otra vez, y los números y luces rojas parpadearon alternativamente en la pantalla.
Al terminar toda la secuencia, el programa indicó que siete dobles de bonobos estaban ilocalizables, aparte del de Franconi, que había sido sacrificado.
– ¿Esto es lo mismo que viste antes? -preguntó Melanie.
Kevin asintió.
– Pero entonces no fueron siete, sino doce. Y aunque algunos de los que estaban ilocalizables hace un rato siguen así, la mayoría ha reaparecido.
– No entiendo -dijo Melanie-. ¿Cómo es posible?
– Cuando recorrí la isla, antes de que se iniciara el proyecto -explicó él- vi algunas cavernas en el macizo. Lo que creo es que nuestras creaciones se ocultan en las cavernas o incluso es probable que vivan allí. Es la única explicación que encuentro para que no aparezcan en el gráfico.
Melanie se llevó una mano a la boca. Sus ojos reflejaron una mezcla de horror y desolación.
Candace se sorprendió de la reacción de Melanie.
– ¡Eh, chicos! -suplicó-. ¿Qué pasa? ¿Qué estáis pensando?
Melanie se retiró la mano de la boca, mirando fijamente a Kevin.
– Cuando Kevin dijo que tenía miedo de haber traspasado los límites -explicó en voz baja y cautelosa- se refería a que tenía miedo de haber creado seres humanos.
– ¡No hablarás en serio! -exclamó Candace, pero le bastó con mirar a Kevin y luego a Melanie para saber que así era.
Durante un minuto nadie habló. Por fin él rompió el silencio:
– No hablo de un ser humano auténtico, con aspecto de simio -dijo-. Sugiero que involuntariamente he creado una especie de protohumano. Quizá algo similar a nuestros antepasados remotos, que aparecieron de manera espontánea en la naturaleza a partir de animales simiescos, hace cuatro o cinco millones de años. Es posible que entonces la mutación responsable del cambio se produjera en los genes de la evolución, que según he descubierto, se encuentran en el brazo corto del cromosoma seis.
Candace miró por la ventana con expresión ausente, mientras en su mente se reproducía la escena vivida dos días antes en el quirófano, cuando el bonobo estaba a punto de recibir la anestesia. Entonces el animal había emitido extraños sonidos, que parecían humanos, y había intentado desesperadamente liberarse las manos para repetir los mismos ademanes salvajes. Abría y cerraba los dedos sin parar y luego sacudía las manos, apartándolas del cuerpo.
– ¿Te refieres a una criatura primitiva, similar a los homínidos, algo así como de la especie del Homo erectus? -dijo Melanie-. Es cierto que notamos que los bonobos transgénicos jóvenes tendían a caminar más erguidos que sus madres.
En su momento, sólo nos pareció un detalle divertido.
– No pienso en un homínido tan remoto que no supiera hacer fuego -explicó Kevin-. Sólo los hombres primitivos usaban el fuego, y eso es lo que temo haber visto en la isla: fogatas.
– De modo que para decirlo brutalmente -intervino Candace volviéndose de la ventana-, ahí fuera hay un montón de cavernícolas, como en tiempos prehistóricos.
– Algo así -admitió Kevin. Tal como había previsto, las dos mujeres estaban boquiabiertas. Aunque le extrañaba, se sentía un poco mejor ahora que había expresado sus temores.
– ¿Qué vamos a hacer? -preguntó Candace-. Yo no pienso participar en el sacrificio de otro animal hasta que esto se resuelva de un modo u otro. Ya me sentía bastante mal cuando creía que la víctima era un simio.
– ¡Eh, un momento! -exclamó Melanie. Abrió los brazos, con los dedos separados. Sus ojos resplandecían-. Es probable que nos estemos apresurando a sacar conclusiones. No hay ninguna prueba. Las únicas que tenemos son, como mucho, circunstanciales.
– Sí, pero hay algo más -anunció Kevin.
Se volvió hacia el ordenador y dio instrucciones para que el programa localizara simultáneamente a todos los bonobos de la isla. En cuestión de segundos, dos grandes manchas de luces rojas comenzaron a parpadear. Una estaba en el sitio donde habían visto al doble de Melanie; la otra, al norte del lago. Kevin miró a Melanie.
– ¿Qué te sugieren estos datos?
– Que hay dos grupos -respondió ella-. ¿Crees que es permanente?
– Ocurrió lo mismo antes -dijo él-. Creo que es un fenómeno permanente. Hasta Bertram lo mencionó. Y esto no es típico de los bonobos, que por lo general se relacionan en grupos más grandes que los chimpancés. Además, estos animales son relativamente jóvenes. Deberían estar todos en un mismo grupo.
Melanie asintió con la cabeza. En los últimos cinco años había aprendido mucho sobre la conducta de los bonobos.
– Y hay otra cosa preocupante -prosiguió Kevin-. Bertram me contó que uno de los bonobos mató a un pigmeo durante la recogida del doble de Winchester. No fue un accidente. El bonobo le arrojó una piedra. Esa clase de agresión es más propia de la conducta humana que de los bonobos.
– Reconozco que es verdad -admitió Melanie-. Pero siguen siendo pruebas circunstanciales todas ellas.
– Circunstanciales o no -replicó Candace-, yo no pienso vivir con este peso sobre mi conciencia.
– Comparto tu opinión -dijo Melanie-. Hoy mismo me he pasado el día preparando a dos hembras bonobos nuevas para la recolección de óvulos. No pienso seguir adelante hasta que sepamos si esta idea aparentemente absurda sobre posibles protohumanos tiene algún fundamento o no.
– No ser fácil descubrirlo -repuso Kevin-. Para comprobarlo, alguien tendría que ir a la isla. El problema es que sólo hay dos personas que pueden autorizar una visita: Bertram Edwards y Siegfried Spallek. Yo ya he hablado con Bertram, y aunque le comenté lo del humo, me dejó bien claro que no se permite el acceso de ninguna persona a la isla, con la excepción del pigmeo que lleva la comida suplementaria.
– ¿Le explicaste por qué estabas preocupado? -preguntó Melanie.
– No de manera explícita. Pero él lo sabe; estoy seguro. Sin embargo, le restó importancia. El problema es que él y Siegfried han conseguido que los incluyeran en el plan de incentivos. En consecuencia se asegurarán de que nada amenace sus beneficios. Me temo que son lo bastante corruptos para no preocuparse por lo que ocurre en la isla. Y, además de su corruptibilidad, tenemos que tener en cuenta la sociopatía de Siegfried.
– ¿Tan terrible es? -preguntó Candace-. He oído rumores.
– Pues multiplica por diez lo que hayas oído -respondió Melanie-. Está como una regadera. Para darte un ejemplo, ejecutó a unos desgraciados ecuatoguineanos porque los pilló cazando furtivamente en la Zona, que es su coto privado.
– ¿Los mató él personalmente? -preguntó Candace impresionada y asqueada.
– El mismo no -respondió Melanie-. Los hizo juzgar por un tribunal improvisado, aquí en Cogo. Luego un pelotón de soldados ecuatoguineanos los ejecutó en el campo de fútbol.
– Y para colmo -añadió Kevin-, usa los cráneos de esos hombres para guardar los utensilios de su escritorio.
– Comienzo a arrepentirme de haber hecho esa pregunta -dijo Candace, estremeciéndose.
– ¿Y qué hay del doctor Lyons? -preguntó Melanie.
Kevin rió.
– Olvídate de él. Es aún más corrupto que Bertram. Esta operación es obra suya. También a él intenté hablarle del humo, pero fue incluso menos receptivo. Dijo que todo era fruto de mi imaginación. Con franqueza, no me fío de él, aunque debo reconocer que ha sido generoso con los incentivos y las acciones. Es lo bastante listo para darle una buena tajada a todas las personas involucradas en el proyecto, muy en particular a Bertram y a Siegfried.
– Entonces sólo quedamos nosotros -dijo Melanie-. Descubramos si esto es fruto de tu imaginación o no. ¿Qué os parece si los tres nos hacemos una escapada a la isla Francesca?
– Bromeas -dijo Kevin-. Sin autorización, es un delito castigado con la pena de muerte.
– Lo es para los habitantes locales -replicó Melanie-. No pueden aplicarnos esa ley a nosotros. En nuestro caso, Siegfried tendrá que responder ante GenSys.
– Bertram prohibió específicamente las visitas -insistió él-. Propuse ir solo y me dijo que no.
– Bien, ¿y qué? -dijo Melanie-. Se enfurecerá, pero ¿qué va a hacer? ¿Despedirnos? Yo llevo aquí mucho tiempo, así que no sería tan terrible. Además, no pueden seguir adelante sin ti. Es la pura verdad.
– ¿Creéis que podría ser peligroso? -preguntó Candace.
– Los bonobos son seres pacíficos -respondió Melanie-.
Mucho más que los chimpancés. Y los chimpancés no son peligrosos a menos que los ataques.
– ¿Y qué me dices del hombre que mataron?
– Eso fue durante el proceso de recogida de ejemplares -explicó Kevin-. Tienen que acercarse a ellos para dispararles dardos. Además era la cuarta recogida.
– Lo único que pretendemos es mirar -aseguró Melanie.
– Muy bien, ¿y cómo llegamos allí? -preguntó Candace.
– En coche, supongo -respondió Melanie-. Así se trasladan cuando van a llevar o retirar ejemplares. Debe de haber algún puente.
– Hay una carretera que bordea la costa al oeste -dijo Kevin-. Está asfaltada hasta la aldea de los nativos y luego se convierte en un camino de tierra. Por ahí fui a visitar la isla antes de que empezáramos el programa. A lo largo de un trecho de unos treinta metros, la isla y el continente están separados sólo por un canal de diez metros de ancho. En aquel entonces había un puente de alambre que se extendía entre dos árboles de caoba.
– Tal vez veamos a los animales sin necesidad de cruzar -dijo Melanie.
– Vosotras no le tenéis miedo a nada-señaló Kevin.
– No creas -replicó Melanie-. Pero no veo que corramos el menor riesgo por conducir hasta allí para echar un vistazo, cuando sepamos con qué nos enfrentamos, podremos tomar una decisión sobre nuestras acciones futuras.
– ¿Cuándo queréis hacerlo? -preguntó él.
– Yo propongo que lo hagamos ahora mismo -respondió
Melanie consultando su reloj de pulsera-. No hay un momento mejor. El noventa por ciento de la población de la ciudad está en el bar de la costa, chapoteando en la piscina o sudando a chorros en el polideportivo.
Kevin suspiró. Dejó caer los brazos a ambos lados del cuerpo y se dio por vencido.
– ¿Qué coche llevamos? -preguntó.
– El tuyo -respondió Melanie sin vacilar-. El mío no tiene tracción en las cuatro ruedas.
Mientras los tres bajaban por las escaleras y cruzaban la superficie alquitranada del aparcamiento, Kevin tuvo la apremiante sensación de que estaban cometiendo un error.
Pero ante la determinación de las mujeres, no se atrevió a expresar sus ideas en voz alta.
En la salida este de la ciudad pasaron junto a las pistas de tenis del polideportivo que estaban atestadas de jugadores.
Entre la humedad y el calor, los jugadores se veían tan empapados como si hubieran saltado a la piscina con sus prendas de deporte puestas.
Kevin conducía, Melanie iba sentada junto a él, en el asiento delantero, y Candace en el trasero. Las ventanillas estaban abiertas, pues la temperatura rondaba los cuarenta grados. A sus espaldas, el sol se ocultaba y reaparecía alternativamente entre las nubes que cubrían el horizonte. Pasado el campo de fútbol, la vegetación se cerraba sobre la carretera. Pájaros de vivos colores entraban y salían de las densas sombras. Grandes insectos se estrellaban contra el parabrisas, como pilotos kamikaze en miniatura.
– La selva parece muy densa -dijo Candace, que nunca había viajado al este de la ciudad.
– No sabes cuánto -repuso Kevin. Poco después de su llegada, había hecho varias excursiones por la zona, pero con la profusión de lianas y enredaderas resultaba imposible avanzar si uno no llevaba un machete consigo.
– Acaba de ocurrírseme una idea sobre el asunto de la agresividad -dijo Melanie-. La pasividad de la sociedad bonobo suele atribuirse a su carácter matriarcal. Dado que nosotros tenemos una mayor demanda de dobles machos, tenemos una población básicamente masculina. Debe de haber mucha competencia por las pocas hembras del grupo.
– Suena razonable -admitió Kevin, preguntándose por qué Bertram no había pensado en ello.
– Por lo que decís, es el sitio ideal para mí -bromeó Candace-. Puede que en mis próximas vacaciones decida visitar la isla Francesca.
– Podemos ir juntas -dijo Melanie sonriendo.
Se cruzaron con varios ecuatoguineanos que regresaban a la aldea desde Cogo, después de su jornada laboral. La mayoría de las mujeres llevaban vasijas y paquetes sobre la cabeza. Casi todos los hombres iban con las manos vacías.
– Esta es una cultura extraña-observó Melanie-. Las mujeres se ocupan de casi todo el trabajo: cultivan los alimentos, llevan el agua, crían a los niños, cocinan, hacen las tareas domésticas.
– ¿Y qué hacen los hombres? -preguntó Candace.
– Sentarse a discutir cuestiones metafísicas -respondió Melanie.
– Acaba de ocurrírseme una idea -dijo Kevin-. No sé por qué no se me ocurrió antes. Tal vez deberíamos hablar con el pigmeo que lleva la comida a la isla y ver qué tiene que decir.
– Me parece buena idea -aceptó Melanie-. ¿Sabes cómo se llama?
– Alphonse Kimba -respondió él.
Al llegar a la aldea de los nativos, se detuvieron frente a la atestada tienda local y bajaron del coche. Kevin entró en la tienda para preguntar por el pigmeo.
– Este lugar es encantador -dijo Candace mirando alrededor-. Tiene un aire africano, pero al estilo de lo que uno podría ver en Disneylandia.
GenSys había edificado la aldea con la colaboración del Ministerio del Interior ecuatoguineano. Las casas eran de ladrillos de barro encalados y techos de paja. Los corrales para los animales domésticos estaban construidos con esteras de caña atadas a estacas de madera. Los edificios parecían tradicionales, pero todos ellos estaban nuevos e impecables.
También disponían de electricidad y agua corriente. Por debajo del suelo, estaba el tendido de la red eléctrica y un moderno sistema de cloacas.
Kevin regresó poco después.
– No hay problema -dijo-. Vive cerca. Iremos andando.
La aldea hervía con el bullicio de hombres, mujeres y niños. Muchos de ellos encendían los tradicionales fuegos para cocinar. Todos se mostraban amistosos y parecían contentos de haberse librado recientemente de la opresión de la interminable temporada de lluvias.
Alphonse Kimba medía menos de un metro cincuenta de estatura y tenía la piel tan negra como el ónix. Una sonrisa perpetua dominaba su cara ancha y chata cuando dio la bienvenida a sus inesperados visitantes. Quiso presentarles a su mujer y a su hijo, pero éstos se escondieron tímidamente entre las sombras.
Alphonse invitó a sus huéspedes a sentarse sobre la estera de mimbre. Luego sacó cuatro vasos y una botella verde, que en un tiempo había contenido aceite para coches, y sirvió una pequeña cantidad de líquido a cada uno.
Los invitados removieron el brebaje en el vaso con recelo.
No querían pasar por desagradecidos, pero tampoco se atrevían a beber.
– ¿Es una bebida alcohólica? -preguntó Kevin.
– Claro -respondió Alphonse y su sonrisa se ensanchó-.
Es lojoko y está hecha de maíz. Muy buena. La traigo de Lomako, mi pueblo natal. -Bebió con manifiesto placer. El inglés de Alphonse tenía un acento francés y no español, como el de los ecuatoguineanos. Era miembro de la tribu Mogandu de Zaire. Había llegado a la Zona en el primer cargamento de bonobos.
Dado que la bebida contenía alcohol, que presumiblemente mataría a los microorganismos, los invitados probaron el brebaje con recelo. A pesar de sus buenas intenciones, todos hicieron una mueca de asco. La bebida tenía un fuerte sabor acre.
Kevin explicó que habían ido a preguntar sobre los bonobos de la isla. No mencionó su preocupación de que entre ellos pudiera haber un grupo de protohumanos. Sólo preguntó si Alphonse pensaba que se comportaban igual que los bonobos de su tierra natal, Zaire.
– Son todos muy jóvenes -respondió Alphonse-. Así que son muy rebeldes y salvajes.
– ¿Usted va a la isla con frecuencia? -preguntó Kevin.
– No. Lo tengo prohibido. Sólo cuando vamos a recoger o llevar animales, y siempre acompañado por el doctor Edwards.
– ¿Y cómo lleva la comida suplementaria a la isla? -preguntó Melanie.
– En una pequeña balsa -respondió Alphonse-. Tiro de ella en el agua con una cuerda y luego la empujo otra vez hacia la otra orilla.
– ¿Los bonobos se muestran agresivos con la comida o la comparten? -inquirió Melanie.
– Muy agresivos -repuso Alphonse-. Luchan como locos, sobre todo por la fruta. También vi a uno matar a un mono.
¿Por qué? -preguntó Kevin.
– Supongo que para comérselo -respondió Alphonse-.
Cuando vio que se había terminado la comida, se lo llevó.
– Eso parece más propio de un chimpancé -dijo Melanie a Kevin.
Kevin asintió con un gesto.
– ¿En qué lugar de la isla se recogen los ejemplares? -preguntó.
– Todas las operaciones de recogida se han hecho a este lado del río -respondió Alphonse.
– ¿Ninguna más allá del macizo? -preguntó Kevin.
– No; nunca.
– ¿Cómo van a la isla para recoger ejemplares? ¿Todo el mundo usa la balsa?
Alphonse se echó a reír a carcajadas, tanto que tuvo que secarse los ojos con el dorso de la mano.
– La balsa es demasiado pequeña -respondió-. Nos comerían los cocodrilos. Usamos el puente.
– ¿Y por qué no usa el puente para llevar la comida? -preguntó Melanie.
– Porque el doctor Edwards tiene que hacerlo crecer -dijo Alphonse.
– ¿Crecer? -preguntó Melanie.
– Si.
Los tres invitados intercambiaron miradas de asombro.
Estaban perplejos.
– ¿Ha visto fuego en la isla? -preguntó Kevin cambiando de tema.
– No. Pero he visto humo.
– ¿Y qué pensó cuando lo vio?
– ¿Yo? Yo no pensé nada.
– ¿Alguna vez ha visto a un bonobo hacer esto? -preguntó Candace. Abrió y cerró los dedos, luego separó el brazo del cuerpo, imitando al bonobo en el quirófano.
– Sí -respondió Alphonse-. Muchos hacen eso cuando terminan de repartirse la comida.
– ¿Y qué me dice de los ruidos? -preguntó Melanie-. ¿Hacen mucho ruido?
– Mucho.
– ¿Como los bonobos de Zaire? -intervino Kevin.
– Más. Pero en Zaire yo no veía a los bonobos tan a menudo como aquí y nunca les di de comer. Allí se alimentan solos, con lo que encuentran en la selva.
– ¿Qué clase de ruido hacen? -preguntó Candace-. ¿Puede darnos un ejemplo?
Alphonse rió con timidez.
Miró alrededor para asegurarse de que su mujer no lo escuchaba y vocalizó en voz baja:
– Eeee, ba da, lu lu, ta ta. -Rió otra vez. Era obvio que se sentía avergonzado.
– ¿Chillan como los chimpancés? -preguntó Melanie.
– Algunos -dijo Alphonse.
Los invitados se miraron. Por el momento no se les ocurrían más preguntas. Kevin se levantó y las mujeres lo imitaron. Dieron las gracias a Alphonse por su hospitalidad y le devolvieron las bebidas intactas. Si Alphonse se sintió ofendido, no lo demostró. Su sonrisa permaneció inalterable.
– Hay algo más -dijo Alphonse poco antes de que sus invitados se marcharan-. A los bonobos de la isla les gusta hacerse los payasos. Siempre que voy a llevarles la comida, se ponen de pie.
– ¿Todo el tiempo? -preguntó Kevin.
– Casi todo.
El grupo cruzó la aldea en dirección al coche. No hablaron hasta que Kevin puso en marcha el motor.
– ¿Y bien? ¿Qué opináis? -preguntó Kevin-. ¿Deberíamos continuar? Ya se ha puesto el sol.
– Yo voto por seguir -dijo Melanie-. Si hemos llegado hasta aquí…
– Estoy de acuerdo -apuntó Candace-. Además, siento curiosidad por ver el puente que crece.
– Yo también -dijo Melanie sonriendo-. ¡Qué hombrecillo tan encantador!
Kevin condujo alejándose de la tienda, ahora aún más atestada que antes, aunque no estaba seguro de la dirección que debía tomar. Dentro de la aldea, el camino simplemente se expandía en el aparcamiento de la tienda, y la carretera que conducía al este no estaba señalizada. Para encontrarla, tuvo que dar vueltas alrededor del perímetro del aparcamiento.
Una vez en camino, les llamó la atención cuánto más fácil había sido viajar por la carretera asfaltada. El camino era estrecho, lleno de baches y barro. En la parte central, la hierba alcanzaba casi un metro de altura. Las ramas de los árboles se extendían de un lado al otro y golpeaban el parabrisas o en traban por las ventanillas. Tuvieron que cerrar las ventanillas para evitar lastimarse con las ramas. Kevin encendió el aire acondicionado y las luces. La vegetación circundante devolvía el reflejo de los faros, creando la impresión de que conducían por un túnel..
– ¿Cuánto tiempo tendremos que seguir por este camino de vacas? -preguntó Melanie.
– Sólo cinco o seis kilómetros -respondió él.
– Es una suerte que el coche tenga tracción en las cuatro ruedas -observó Candace, que a pesar de cogerse con fuerza del asidero lateral, no podía evitar ir dando botes. El cinturón de seguridad no servía de mucho-. No puedo imaginar nada peor que quedarnos atascados aquí.
Miró por la ventanilla la selva negra y tembló. El paisaje era siniestro. No veía nada aparte de pequeños jirones de cielo sobre sus cabezas. Y encima el ruido… Durante la breve visita a Alphonse, las criaturas nocturnas de la selva habían iniciado su estridente y monótono coro.
– ¿Qué opináis de lo que ha dicho Alphonse? -preguntó Kevin.
– El jurado sigue fuera de la sala -respondió Melanie-.
Pero sin duda alguna está deliberando.
– Yo creo que su comentario sobré el bipedismo de los bonobos cuando van a buscar la comida es desconcertante
– dijo Kevin-. Las pruebas circunstanciales se van sumando.
– La idea de que podrían estar comunicándose entre ellos me ha impresionado -dijo Candace.
– Sí, pero también es cierto que hay precedentes de gorilas y chimpancés que han aprendido a hablar por señas -señaló Melanie-. Y sabemos que los bonobos son más bípedos que cualquier otro simio. Lo que a mí me impresionó fue lo de la conducta agresiva, aunque sigo sosteniendo mi teoría de que podría deberse a un error nuestro, por no haber llevado más hembras para mantener el equilibrio.
– ¿Los chimpancés pueden emitir los sonidos que imitó Alphonse?-preguntó Candace.
– No lo creo -respondió Kevin-. Y es un punto importante. Sugiere que quizá sus laringes sean diferentes.
– ¿Los chimpancés suelen matar a los monos? -preguntó Candace.
– En ocasiones -respondió Melanie-. Pero nunca había oído que un bonobo lo hiciera.
– ¡Agarraos! -gritó Kevin de repente.
El coche chocó contra un tronco caído en el camino.
– ¿Estás bien? -preguntó Kevin a Candace mirándola por el retrovisor.
– Perfectamente -respondió ella, aunque había sido una buena sacudida. Por suerte el cinturón de seguridad la había sujetado y había evitado que se golpeara la cabeza contra el techo.
Kevin disminuyó considerablemente la velocidad por miedo a encontrar otro tronco. Quince minutos después, llegaron a un claro que marcaba el final del camino. Kevin frenó. Directamente frente a ellos, los faros delanteros iluminaron un edificio de ladrillo de ceniza con una puerta de garaje.
– ¿Ya hemos llegado? -preguntó Melanie.
– Supongo -respondió él-. Aunque este edificio es nuevo para mí.
Apagó las luces y el motor. En el claro, la iluminación del cielo bastaba. Por un momento, nadie se movió de su sitio.
– ¿Qué hacemos? -preguntó-. ¿Bajamos a mirar o no?
– Desde luego -repuso Melanie-. A eso hemos venido.
– Abrió la portezuela y bajó. Kevin la imitó.
– Yo prefiero esperar en el coche -dijo Candace.
El se acercó al edificio e intentó abrir la puerta, pero estaba cerrada con llave. Se encogió de hombros.
– No sé qué puede haber aquí -dijo dándose un manotazo en la frente para matar un mosquito.
– ¿Por dónde se va a la isla? -preguntó Melanie.
Kevin señaló hacia la derecha.
– Por ahí hay un sendero. La orilla está a unos cincuenta metros.
Melanie alzó la vista al cielo, que había adquirido un color azul lavanda.
– Pronto oscurecerá. ¿Tienes una linterna en el coche?
– Creo que sí -respondió Kevin-. Pero lo más importante es que tengo un repelente de mosquitos. Si no lo usamos, nos comerán vivos.
Se dirigieron al coche, y cuando se acercaban Candace bajó.
– No quiero quedarme aquí sola-dijo-. Es demasiado lúgubre.
Kevin sacó un repelente de mosquitos en aerosol. Mientras las mujeres se rociaban todo el cuerpo, buscó la linterna.
La encontró en la guantera. Después de aplicarse él mismo el repelente, hizo señas a las mujeres de que lo siguieran.
– No os separéis de mí -dijo-. Los cocodrilos y los hipopótamos salen del agua por la noche.
– ¿Bromea? -preguntó Candace a Melanie.
– No lo creo.
En cuanto se internaron en el sendero, la luz descendió notablemente, aunque todavía no necesitaban la linterna.
Kevin tomó la delantera y las dos mujeres lo siguieron encogidas. Cuanto más se acercaban al agua, más fuerte sonaba el coro de insectos y ranas.
– ¿Cómo me he metido en esto? -preguntó Candace-. No me va la vida al aire libre. Ni siquiera puedo imaginarme a un cocodrilo o a un hipopótamo fuera del zoo. Jolín, cualquier bicho más grande que la uña de mi pulgar me aterroriza. Y no hablemos de las arañas…
De repente oyeron una estampida a la izquierda. Candace soltó un grito ahogado y se agarró a Melanie, que también gritó. Kevin dio un respingo y encendió la linterna. Dirigió el haz de luz hacia el lugar de donde había procedido el ruido, pero la densa vegetación no permitía iluminar más de un metro de terreno.
– ¿Qué ha sido eso? -preguntó Candace cuando recuperó la voz.
– Probablemente un duiker -respondió Kevin-. Es una especie de antílope pequeño.
– Antílope o elefante -dijo Candace-, me ha dado un susto de muerte.
– Y a mí también -admitió él-. Quizá deberíamos regresar y volver de día.
– ¡Jo! ¿Ahora que hemos llegado hasta aquí? -protestó Melanie-. Ya oigo el rumor del agua.
Por un instante nadie se movió. En efecto, se oía el ruido del agua al chocar contra la orilla.
– ¿Qué ha ocurrido con las criaturas nocturnas? -preguntó Candace.
– Buena pregunta -dijo Kevin-. El antílope también debe de haberlas asustado a ellas.
– Apaga la luz -ordenó Melanie.
En cuanto él lo hizo, los tres vislumbraron la brillante superficie del agua entre la vegetación. Parecía plata líquida. Melanie tomó la delantera mientras el coro de criaturas nocturnas se reiniciaba. Al llegar al río, el camino acababa en otro claro, en medio del cual había una mole oscura, prácticamente del tamaño del garaje donde habían dejado el coche.
Kevin se dirigió hacia allí. Era fácil adivinar que se trataba del puente.
– Tiene un mecanismo telescópico -observó Kevin-. Por eso Alphonse dijo que crecía.
Al otro lado del río, a unos nueve metros de distancia, estaba la isla Francesca. Bajo la luz mortecina del atardecer, la densa vegetación se veía de color azul marino. En la orilla opuesta, a la altura del puente telescópico, había una estructura de cemento que servía de soporte cuando el puente estaba desplegado. Más allá, un claro se extendía hacia el este.
– Intenta desplegar el puente -sugirió Melanie.
Kevin encendió la linterna; encontró el panel de mandos del puente, donde había dos botones, uno rojo y otro verde.
Apretó el rojo. Al ver que no ocurría nada, pulsó el verde. Nada. Entonces notó una cerradura con una ranura alineada en la posición off.
– Se necesita una llave -dijo.
Melanie y Candace se habían acercado a la orilla.
– Hay corriente -señaló Melanie. Hojas y desperdicios flotaban lentamente en el agua.
Candace alzó la vista. Las ramas más altas de los árboles de ambas orillas prácticamente se tocaban.
– ¿Por qué los animales se quedan en la isla? -preguntó.
– Los simios y los monos no se meten en el agua, sobre todo si son aguas profundas -explicó Melanie-. Por eso los zoológicos sólo necesitan rodear las jaulas de los primates con una pequeña zanja con agua.
– ¿Y por qué no cruzan por las ramas de los árboles? inquirió Candace.
Kevin se unió a las mujeres en la orilla.
– Los bonobos son bastante pesados -dijo-. En particular los nuestros. Algunos pesan más de cincuenta kilos y las ramas de allí arriba no son lo bastante fuertes para resistir su peso. Antes de llevar los primeros animales a la isla, se talaron los árboles más recios. Pero los monos colobos todavía van y vienen.
– ¿Qué son esos objetos cuadrangulares en el claro? -preguntó Melanie.
Kevin los iluminó con la linterna, pero el haz de luz no era lo bastante potente para que pudieran distinguirlos a la distancia. Apagó la linterna y escudriñó la oscuridad.
– Parecen cajas del Centro de Animales para transportar a los bonobos.
– Me pregunto qué hacen allí -dijo Melanie-. Hay muchísimas.
– No tengo idea -repuso Kevin.
– ¿Qué podemos hacer para que aparezcan algunos bonobos? -preguntó Candace.
– A esta hora deben de estar preparándose para pasar la noche -respondió él-. Dudo de que podamos atraerlos.
– ¿Y qué me dices de la balsa? -sugirió Melanie-. La mueven de un lado al otro con un mecanismo de poleas. Si hace ruido, es probable que lo oigan. Sería como la campanilla para anunciar la comida y puede que los haga aparecer.
– Supongo que vale la pena probar. -Kevin miró a un lado y otro de la orilla-. El problema es que no tengo la menor idea de dónde puede estar la balsa.
– No debe de estar lejos -observó Melanie-. Tú ve hacia el este y yo iré hacia el oeste.
Kevin y Melanie caminaron en direcciones opuestas. Candace permaneció en su sitio, deseando estar de vuelta en su habitación del hospital.
– ¡Aquí está! -gritó Melanie.
Había tomado un sendero que se internaba en el denso follaje y a corta distancia había encontrado una polea amarrada al grueso tronco de un árbol. Una pesada soga se extendía desde la polea; un extremo desaparecía en el agua, y el otro estaba atado a una balsa de un metro veinte de longitud, arrinconada contra la orilla.
Kevin y Candace se reunieron con Melanie. El alumbró la isla con la linterna. Al otro lado del agua había una polea similar acoplada a otro árbol. Entregó la linterna a Melanie y cogió la cuerda caída en el agua. Cuando tiró, vio que la polea del otro lado se separaba del tronco del árbol. Tiró de la soga con ambas manos y las poleas chirriaron, emitiendo un sonido agudo. De inmediato la balsa comenzó a moverse hacia la orilla contraria.
– Es probable que funcione -dijo.
Mientras tiraba de la cuerda, Melanie paseó el haz de luz de la linterna por la otra orilla. Cuando la balsa estaba a mitad de camino, se oyó un chapoteo a la derecha y un bulto grande se sumergió en el agua desde la isla. Melanie alumbró la zona donde habían oído el chapoteo. Sobre la superficie del agua, se reflejaron dos alargadas rendijas de luz. Un enorme cocodrilo los miraba.
– ¡Dios mío! -gritó Candace mientras se alejaba de la orilla.
– Tranquila -dijo Kevin. Soltó la soga, cogió una gruesa rama del suelo y se la arrojó al cocodrilo.
Con otro chapoteo, la bestia desapareció debajo del agua.
– ¡Genial! -exclamó Candace-. Ahora no sabemos dónde está.
– Se ha ido -dijo Kevin-. No son peligrosos a menos que te encuentren en el agua o que tengan mucha hambre.
– ¿Y quién te ha dicho que ése no tiene hambre? -preguntó Candace.
– Aquí tienen alimento de sobra -repuso Kevin mientras recogía la soga y volvía a tirar. Cuando la balsa llegó al otro lado, cambió de soga y comenzó a tirar en dirección contraria-. No funcionará. La zona de asentamiento más cercana que vimos en el ordenador está a más de un kilómetro y medio de distancia. Tendremos que repetir la prueba durante el día.
No había terminado de pronunciar estas palabras, cuando una barahúnda de temibles gritos rompió la quietud de la noche. Al mismo tiempo, hubo una conmoción entre los arbustos de la isla, como si estuviera a punto de producirse una estampida de elefantes.
Kevin soltó la soga. Candace y Melanie corrieron hacia el claro, aunque se detuvieron después de unos pasos. Con el pulso acelerado, se quedaron paralizadas, esperando nuevos gritos. Melanie dirigió con mano temblorosa el haz de luz hacia el lugar de la conmoción. Todo estaba tranquilo. No se movía ni una hoja.
Pasaron diez segundos tensos, que más bien parecieron diez minutos. El grupo aguzó el oído, intentando captar el mínimo sonido. Pero el silencio era absoluto. Todas las criaturas de la noche habían callado. Era como si la selva entera aguardara una catástrofe.
– ¿Qué demonios ha sido eso? -preguntó Melanie por fin.
– No estoy segura de querer saberlo -dijo Candace-. Larguémonos de aquí.
– Debe de haber sido una pareja de bonobos -aventuró Kevin. Se agachó y recogió la soga. La balsa se sacudía en el centro de la corriente, y la amarró rápidamente.
– Creo que Candace tiene razón -dijo Melanie-. Incluso si aparecieran, está demasiado oscuro para verlos. Vámonos.
– No pienso discutir con vosotras -contestó él mientras caminaba hacia las mujeres-. No sé qué hacemos aquí a estas horas. Volveremos durante el día.
Apuraron el paso por el sendero que conducía al claro.
Melanie los guiaba con la linterna, Candace iba detrás, rodeándose el torso con los brazos, y Kevin caminaba en último lugar.
– Deberíamos conseguir la llave del puente -dijo Kevin cuando pasaron junto a la estructura de cemento.
– ¿Y cómo piensas conseguirla? -preguntó Melanie.
– Habrá que tomar prestada la de Bertram -respondió Kevin.
– Pero dijiste que no quiere que nadie vaya a la isla -repuso Melanie-. No creo que te deje la llave.
– Entonces tendré que tomarla prestada sin su conocimiento.
– Ah, claro -dijo Melanie con sarcasmo.
Se internaron por el sendero similar a un túnel que conducía al coche. A medio camino de la zona de estacionamiento, Melanie dijo:
– ¡Dios! Está muy oscuro. ¿Estoy iluminando bien el camino?
– Sí -dijo Candace. Melanie aflojó el paso y por fin se detuvo-. ¿Qué pasa?
– Algo raro -respondió Melanie. Inclinó la cabeza hacia un lado y aguzó el oído.
– No me asustes -dijo Candace.
– Las ranas y los grillos no han vuelto a cantar -observó Melanie.
Un segundo después se desató un infierno. Un ruido ensordecedor y repetitivo quebró la quietud de la noche. Sobre sus cabezas cayó una lluvia de ramas y hojas. Kevin reaccionó instintivamente. Extendió los brazos y se arrojó sobre las mujeres, de modo que los tres cayeron sobre la tierra infestada de insectos. Kevin había reconocido el ruido porque en una ocasión había sido testigo involuntario de las maniobras de los soldados ecuatoguineanos. Era el fragor de ametralladoras.