6 de marzo de 1997, 12.00 horas.
Cogo, Guinea Ecuatorial
Kevin había perdido la noción del tiempo cuando un golpe en la puerta interrumpió la intensa concentración que dedicaba a la pantalla del ordenador desde hacía varias horas
Abrió la puerta del laboratorio y Melanie entró en la estancia. Llevaba una bolsa de papel en la mano.
– ¿Dónde están tus ayudantes? -preguntó.
– Les he dado el día libre -dijo él-. Hoy no pensaba trabajar, así que les dije que salieran a disfrutar del sol. La temporada de lluvias ha sido muy larga y regresará antes de que nos demos cuenta.
– ¿Dónde está Candace? -Dejó la bolsa sobre la mesa del laboratorio.
– No lo sé. No la he visto ni he hablado con ella desde que la dejamos en el hospital esta mañana.
Había sido una noche muy larga. Después de permanecer escondidos en el refrigerador, Melanie había convencido a Kevin y a Candace de que la acompañaran a su habitación de guardia en el Centro de Animales. Los tres habían permanecido allí, durmiendo a ratos, hasta el cambio de turnos de la mañana. Luego se habían mezclado con los empleados que entraban y salían y habían conseguido volver a Cogo sin dificultad.
– ¿Sabes cómo ponerte en contacto con ella? -preguntó Melanie.
– Supongo que habrá que llamar al hospital y pedir que la localicen con el busca -sugirió Kevin-. A menos que esté en la habitación del hostal, que sería lo más lógico, puesto que Horace Winchester se encuentra tan bien.
Llamaban "hostal" a las habitaciones asignadas al personal temporal del hospital. Esta sección formaba parte del complejo hospital-laboratorio.
– Bien pensado -dijo Melanie.
Levantó el auricular y pidió a la operadora que la comunicara con la habitación de Candace. Esta respondió al tercer timbrazo. Era evidente que estaba durmiendo.
– Kevin y yo nos vamos a la isla -anunció Melanie sin preámbulos-. ¿Quieres venir o prefieres quedarte aquí?
– ¿De qué hablas? -preguntó Kevin con nerviosismo.
Melanie le hizo señas de que se callara.
– ¿Cuándo? -preguntó Candace.
– En cuanto llegues. Estamos en el laboratorio de Kevin.
– Tardaré más de media hora. Tengo que ducharme.
– Te esperaremos -dijo Melanie y colgó.
– ¿Estás loca? -preguntó Kevin-. Tenemos que dejar pasar un tiempo antes de arriesgarnos a volver a la isla.
– Yo no lo creo así -repuso Melanie llevándose una mano al pecho-. Cuanto antes vayamos, mejor. Si Bertram descubre que falta una llave, podría cambiar la cerradura y estaremos otra vez como al principio. Además, como te dije anoche, esperan que estemos aterrorizados. Si vamos de inmediato los pillaremos con la guardia baja.
– No sé si estoy en condiciones.
– ¿De veras? -preguntó Melanie con arrogancia-. Eh, recuerda que fuiste tú quien nos metió la preocupación sobre lo que habíamos creado. Y ahora estoy realmente preocupada. Esta mañana he encontrado más pruebas circunstanciales.
– ¿Cuáles?
– Entré en el recinto de bonobos del Centro de Animales.
Me aseguré de que nadie me viera, así que no te pongas nervioso. Me llevó más de una hora, pero conseguí encontrar a una madre con una de nuestras crías.
– ¿Y? -preguntó Kevin. No estaba seguro de querer oír el resto.
– La cría caminaba de aquí para allí sobre sus patas traseras, igual que tú y yo. Lo hizo durante todo el tiempo que estuve observando -dijo Melanie. Sus ojos oscuros resplandecían con una emoción que rayaba en la furia-. La conducta que solíamos calificar de encantadora es definitivamente bípeda.
Kevin hizo un gesto de asentimiento y desvió la mirada.
La vehemencia de Melanie lo ponía nervioso y sus palabras hacían recrudecer sus miedos.
– Tenemos que determinar con certeza cuál es el estado de estas criaturas -afirmó Melanie-. Y la única forma de hacer lo es ir allí. -Kevin asintió-. Así que he preparado unos bocadillos -dijo señalando la bolsa de papel que había llevado con ella-. Será como un día de campo.
– Yo también he descubierto algo preocupante esta mañana -dijo Kevin-. Deja que te enseñe algo.
Cogió un taburete y lo acercó al ordenador. Le hizo una seña a Melanie para que se sentara mientras él lo hacía en su silla. sus dedos volaron sobre el teclado. Pronto la pantalla mostró el gráfico de la isla Francesca.
– He programado el ordenador para que siga a los setenta y tres bonobos de la isla durante varias horas de actividad en tiempo real -explicó Kevin-. Luego condensé los datos para verlos en cámara rápida. Mira el resultado.
Kevin hizo clic en el ratón para comenzar la secuencia. La multitud de pequeños puntos rojos trazaron rápidamente extraños diseños geométricos. Sólo llevó unos segundos.
– Parecen arañazos de gallinas -dijo Melanie.
– Salvo por estos dos puntos -repuso Kevin señalándolos en la pantalla.
– Al parecer no se movieron mucho.
– Exactamente -convino Kevin-. Son los ejemplares números sesenta y sesenta y siete. -Kevin cogió el mapa topogrfico que se había llevado inadvertidamente de la oficina de Bertram-. Localicé el ejemplar número sesenta en un claro al sur del lago de los Hipopótamos. Según el mapa, allí no hay árboles.
– ¿Cómo te lo explicas? -preguntó Melanie.
– Espera -dijo Kevin-. Lo que hice a continuación fue reducir la escala de la cuadrícula para que representara una zona de quince por quince metros en el sitio donde estaba localizada la criatura número sesenta. Deja que te enseñe lo que sucedió.
Kevin introdujo la información e hizo clic con el ratón para comenzar la secuencia otra vez. Una vez más, la luz roja del ejemplar número sesenta fue un punto inmóvil.
– No se ha movido en absoluto -dijo Melanie.
– Me temo que no.
– ¿Crees que está dormido?
– ¿A media mañana? En esta escala, debería detectar el menor movimiento, incluso cuando se moviera en sueños. El programa es muy sensible.
– Si no está dormido, ¿qué hace?
Kevin se encogió de hombros.
– No lo sé. Puede que haya encontrado la forma de quitarse el chip.
– Nunca pensé en esa posibilidad -admitió Melanie-. Es una idea aterradora.
– La única otra posibilidad que se me ocurre es que el bonobo haya muerto.
– Supongo que es posible. Pero no creo que sea probable.
Son animales jóvenes y extraordinariamente sanos. Nos hemos asegurado de eso. Viven en un medio sin depredadores y tienen comida de sobra.
Kevin suspiró.
– Sea lo que fuere, me preocupa, y creo que cuando vayamos allí deberíamos averiguar qué pasa.
– Me pregunto si Bertram sabrá algo al respecto -dijo Melanie-. No es un buen presagio para el proyecto.
– Supongo que debería decírselo.
– Espera a que volvamos de la isla.
– Desde luego -respondió Kevin.
– ¿Has descubierto algo más con el programa en tiempo real?
– Sí. Prácticamente he confirmado mi sospecha de que están usando cavernas. Mira.
Kevin cambió las coordenadas de la cuadrícula que estaba en la pantalla para ver una sección específica del macizo de piedra caliza. Luego indicó al ordenador que rastreara la actividad de su propio doble, el ejemplar número uno.
Melanie miró cómo el punto rojo trazaba una figura geométrica y luego desaparecía. De inmediato reapareció en el mismo punto y trazó una segunda figura. Por fin una secuencia similar se repitió por tercera vez.
– Parece que estás en lo cierto -dijo ella-. Sin duda parece que tu doble entra y sale de las rocas.
– Cuando vayamos allí, creo que deberíamos visitar a nuestros dobles. Son los ejemplares más antiguos, y si algunos de estos bonobos transgénicos se comportan como protohumanos, deberían ser ellos.
Melanie hizo un gesto de asentimiento.
– La idea de ver a mi doble me pone la carne de gallina.
Además, no tendremos mucho tiempo y, dada la superficie de dieciocho kilómetros cuadrados de la isla, será muy difícil encontrar un ejemplar específico.
– Te equivocas -dijo Kevin-. Tengo los instrumentos que usan para recoger ejemplares.
Se levantó de la silla del ordenador y fue hasta su escritorio. Cuando regresó llevaba el localizador y el radiorreceptor direccional que Bertram le había dado. Le enseñó los aparatos a Melanie y le explicó el funcionamiento. Melanie estaba impresionada.
– ¿Dónde está esta chica? -preguntó Melanie mientras consultaba el reloj-. Yo pretendía hacer la visita a la isla durante la hora de comer.
– ¿Siegfried ha hablado contigo esta mañana?
– No; lo hizo Bertram. Parecía furioso y dijo que yo lo había decepcionado. ¿Te imaginas? ¿Acaso cree que con eso me va a partir el corazón?
– ¿Te dio alguna explicación sobre el humo que vi? -preguntó Kevin.
– Sí. Me dijo que acababa de enterarse de que Siegfried había enviado una cuadrilla de obreros para construir un puente y quemar malezas. Dijo que lo habían hecho sin su cono cimiento.
– Lo suponía. Siegfried me telefoneó poco después de las nueve y me contó la misma historia. Incluso me dijo que acababa de hablar con el doctor Lyons y que éste le había dicho que lo habíamos decepcionado.
– Te habrá hecho llorar -dijo Melanie.
– No creo que lo de la cuadrilla de obreros sea verdad.
– Por supuesto que no. Bertram está al corriente de todo lo que pasa en la isla Francesca. ¿Acaso se creen que hemos nacido ayer?
Kevin se puso en pie y miró por la ventana a la lejana isla.
– ¿Qué pasa? -preguntó Melanie.
– Siegfried -dijo Kevin volviéndose hacia ella-. Estoy pensando en su amenaza de aplicarnos la ley ecuatoguineana.
Nos recordó que ir a la isla podía considerarse un delito castigado con la pena de muerte. ¿No crees que deberíamos tomarnos en serio su advertencia?
– ¡Joder, no!
– ¿Cómo estás tan segura? Siegfried me da mucho miedo.
– A mí también me daría miedo si fuera ecuatoguineana -repuso Melanie-. Pero no lo somos. Somos americanos.
Mientras estemos aquí, en la Zona, sólo pueden aplicarnos la ley de Estados Unidos. Lo peor que puede pasarnos es que nos despidan y, como te dije anoche, la idea no me disgusta.
Ultimamente Manhattan se me antoja un paraíso.
– Ojalá me sintiera tan seguro como tú.
– ¿Tu sesión con el ordenador esta mañana ha confirmado que los bonobos están separados en dos grupos?
Kevin asintió con la cabeza.
– El primer grupo es el más grande y permanece en las cercanías de las cavernas. Incluye a la mayoría de los bonobos maydres, entre ellos tu doble y el mío. El otro grupo está en una zona boscosa, al norte del río Deviso. Se compone en su mayor parte de animales jóvenes, aunque el tercero en edad también está con ellos. Es el doble de Raymond Lyons.
– Muy curioso -señaló Melanie.
– Hola -saludó Candace mientras entraba por la puerta sin llamar. ¿He llegado puntual? Ni siquiera me he secado el pelo.
En lugar de recogido con el moño habitual, llevaba el cabello húmedo peinado hacia atrás, despejando la frente.
– Justo a tiempo -dijo Melanie-. Y fuiste la única lista de los tres porque al menos dormiste un rato. Tengo que reconocer que estoy agotada.
– ¿Siegfried Spallek se ha puesto en contacto contigo? -preguntó Kevin.
– A eso de las nueve y media-respondió Candace-. Me despertó de un sueño profundo. Espero haberle hablado con cordura.
– ¿Qué te dijo? -preguntó él.
– En realidad fue muy amable -dijo Candace-. Incluso se disculpó por lo ocurrido anoche. También me dio una explicación sobre el humo que sale de la isla. Dijo que se debía a una cuadrilla de obreros que estuvieron quemando arbustos.
– Lo mismo que nos dijo a nosotros -señaló Kevin.
– ¿Y qué pensáis?
– No nos lo tragamos -respondió Melanie-. Es demasiado oportuno.
– Lo mismo pensé yo -dijo Candace.
Melanie cogió la bolsa de papel.
– Larguémonos de una vez.
– ¿Tienes la llave? -preguntó Kevin. Cogió el localizador y el radiorreceptor direccional.
– Por supuesto que la tengo -respondió Melanie.
Mientras cruzaban la puerta, le dijo a Candace que había preparado comida.
– ¡Genial! Estoy muerta de hambre.
– Esperad un segundo -dijo Kevin cuando llegaron a las escaleras-. Acabo de darme cuenta de algo: ayer debieron de habernos seguido. Es la única explicación para la forma en que nos sorprendieron. Desde luego, eso significa que debían de estar vigilándome a mí, pues yo fui el que hablé del humo con Bertram Edwards.
– Es razonable -dijo Melanie.
Durante unos instantes los tres se miraron entre sí.
– ¿Qué hacemos? -preguntó Candace-. No podemos permitir que nos sigan.
– En primer lugar no debemos usar mi coche -dijo Kevin-.
¿Dónde está el tuyo, Melanie? Ahora que el tiempo está seco, podemos arreglarnos sin la tracción en las cuatro ruedas.
– Abajo, en el aparcamiento. He venido en él desde el Centro de Animales.
– ¿Te ha seguido alguien?
– ¿Cómo quieres que lo sepa? No me he fijado.
– Mmmm -musitó Kevin-. Todavía creo que si están vigilando a alguien ha de ser a mí, así que tú, Melanie, baja, métete en el coche y dirígete a tu casa.
– ¿Y qué haréis vosotros?
– Hay un túnel en el sótano que llega hasta la central eléctrica. Espera unos cinco minutos en tu casa y recógenos en la central. Allí hay una puerta lateral que da directamente al aparcamiento. ¿Sabes dónde te digo?
– Creo que sí -respondió Melanie.
– De acuerdo -dijo Kevin-. Te veremos allí.
Se separaron en la planta baja, donde Melanie salió al calor del mediodía mientras Candace y Kevin bajaban al sótano.
Después de caminar durante unos quince minutos, Candace comentó que el túnel era un laberinto de pasillos.
– Toda la electricidad viene de una misma fuente -explicó Kevin-. El túnel conecta todos los edificios principales, excepto el Centro de Animales, que tiene su propio generador eléctrico.
– Es fácil perderse aquí -dijo Candace.
– A mí me ha pasado -admitió Kevin-, y varias veces. Pero en mitad de la temporada de lluvias, estos túneles resultan útiles. Son secos y frescos.
Cuando se aproximaban a la central eléctrica oyeron y sintieron las vibraciones de las turbinas. Un tramo de peldaños metálicos los llevó hasta la puerta lateral. En cuanto aparecieron, Melanie, que había aparcado bajo un árbol de malapa, acercó el coche y los recogió. Kevin subió en el asiento trasero para que Candace fuera en el delantero. Con la sofocante temperatura y el cien por cien de humedad, el aire acondicionado hacía que el interior del coche pareciera un paraíso.
– ¿Has visto algo sospechoso? -preguntó.
– Nada -respondió Melanie-. Y di unas cuantas vueltas simulando que estaba haciendo recados. Nadie me siguió; estoy prácticamente segura.
El miró por la ventanilla trasera del Honda de Melanie y escrutó la zona de la central eléctrica, hasta que ésta desapa reció cuando tomaron una curva. No había nadie a la vista y ningún coche los seguía.
– Parece una buena señal -dijo Kevin mientras se agachaba en el asiento trasero para que nadie lo viera.
Melanie se dirigió al norte del pueblo mientras Candace repartía los bocadillos.
– No está mal -comentó Candace tras mordisquear un bocadillo de pan integral y atún.
– Los he hecho preparar en la cafetería del Centro de Animales -explicó Melanie-. En el fondo de la bolsa hay bebidas.
– ¿Quieres, Kevin? -preguntó Candace.
– Supongo -respondió él, que seguía tendido de lado en el asiento trasero. Candace le pasó un bocadillo y un refresco por la abertura entre los asientos delanteros.
Pronto llegaron a la carretera que conducía al este, en dirección a la aldea de los nativos. Desde la posición en que se encontraba, Kevin sólo podía ver las copas de los árboles cubiertas de lianas y jirones de cielo azul. Después de tantos meses de nubarrones y lluvia, era agradable volver a ver el sol.
– ¿Nos sigue alguien? -preguntó Kevin después de un rato de viaje.
Melanie miró por el retrovisor.
– No he visto ni un solo coche -respondió.
No había tráfico de vehículos en ninguna de las dos direcciones, aunque se cruzaron con varias mujeres nativas cargando bultos en la cabeza.
Después de cruzar el aparcamiento situado frente a la tienda de la aldea de los nativos, y una vez que entraron en el sendero que conducía al cruce de la isla, Kevin se sentó. Ya no le preocupaba que lo vieran. Cada pocos minutos, se giraba para asegurarse de que no los seguían. Aunque no quería admitirlo delante de las mujeres, estaba hecho un manojo de nervios.
– El tronco con que chocamos anoche debería de estar cerca-advirtió Kevin.
– Pero no volvimos a chocar con él cuando nos llevaron de vuelta-dijo Melanie-. Deben de haberlo retirado del camino.
– Tienes razón -admitió él. Le sorprendía que Melanie lo recordara. Después del tiroteo de ametralladoras, los detalles de la noche pasada eran una nebulosa en su mente.
Cuando supuso que estaban llegando, Kevin se inclinó para mirar por el parabrisas a través de la abertura de los asientos delanteros. A pesar del intenso sol del mediodía era prácticamente tan difícil ver algo entre la densa vegetación que flanqueaba el camino como la noche anterior. La luz apenas se filtraba entre los árboles; era como avanzar entre dos muros.
Llegaron al claro y se detuvieron. El garaje estaba a la izquierda mientras que a la derecha se veía el comienzo del sendero que conducía a la orilla del agua y al puente.
– ¿Sigo hasta el puente? -preguntó Melanie.
Kevin se puso aún más nervioso. Le preocupaba meterse en un callejón sin salida. Consideró la posibilidad de seguir en coche hasta la orilla del río, pero supuso que allí no habría sitio suficiente para dar la vuelta, lo que significaría que tendrían que dar marcha atrás.
– Sugiero que aparques aquí -contestó-. Pero primero da la vuelta al coche.
Kevin esperaba que Melanie discutiera, pero ella obedeció sin rechistar. Nadie mencionó el hecho de que tendrían que atravesar andando el sitio donde les habían disparado la noche anterior.
Melanie acabó de dar la vuelta.
– Muy bien, aquí estamos -dijo con aparente despreocupación mientras ponía el freno de mano. Intentaba levantarles el ánimo. Todos estaban muy tensos.
– Acaba de ocurrírseme una idea que no me gusta -dijo Kevin.
– ¿Qué pasa ahora? -preguntó Melanie mirándolo por el retrovisor.
– Quizá debería adelantarme hasta el puente para asegurarme de que no hay nadie.
– ¿Nadie como quién? -inquirió Melanie. A ella también se le había ocurrido la posibilidad de que tuvieran compañía.
Kevin respiró hondo para hacer acopio de valor y bajó del coche.
– Cualquiera -respondió-. Incluso Alphonse Kimba.
Se levantó las perneras de los pantalones y echó a andar.
El sendero que conducía al río estaba tan cubierto de vegetación que se parecía incluso más a un túnel que el camino desde la carretera. En cuanto Kevin se internó en el camino éste giró a la derecha. La cúpula de árboles y enredaderas impedía la entrada de la luz. En el centro, la hierba era tan alta que más que un sendero parecían dos concursos paralelos.
Kevin torció la primera curva y se detuvo. El inconfundible sonido de botas corriendo sobre el suelo húmedo combinado con el tintineo de metal contra metal, le produjo un nudo en el estómago. Más adelante, el sendero giraba hacia la izquierda. Kevin contuvo la respiración. De inmediato vio un grupo de soldados ecuatoguineanos con trajes de camuflaje girando por la curva y avanzando en su dirección. Todos llevaban rifles de asalto chinos.
Dio media vuelta y retrocedió corriendo como nunca había corrido en su vida. Al llegar al claro, le gritó a Melanie que debían salir pitando de allí. Abrió la portezuela trasera del coche y se arrojó en el interior de inmediato. Melanie intentaba poner en marcha el coche.
– ¿Qué ha pasado? -gritó.
– ¡Soldados! -dijo Kevin con voz ronca-. ¡Un montón!
El motor del coche rugió en el mismo instante en que los soldados aparecían en el claro. Uno de ellos gritó mientras Melanie pisaba el acelerador.
El pequeño vehículo se sacudió y Melanie luchó con el volante. Se oyó una estampida de disparos y la ventanilla trasera del Honda estalló en un millón de fragmentos. Kevin se tendió en el asiento trasero. Candace gritó al ver que también su ventanilla estallaba. Poco más allá del claro, el camino giraba hacia la izquierda. Melanie consiguió mantener el coche en el sendero y luego pisó el acelerador a fondo.
Cuando habían recorrido unos setenta metros, oyeron más disparos a lo lejos. Unas cuantas balas perdidas silbaron por encima del coche mientras Melanie torcía en otra curva.
– ¡Dios mío! -exclamó Kevin mientras se sentaba y se sacudía los fragmentos de cristal del pecho.
– Ahora sí estoy furiosa -dijo Melanie-. Esos no fueron disparos al aire. Mirad el parabrisas trasero.
– Creo que debemos retirarnos -sugirió él-. Siempre he tenido miedo a esos soldados y ahora sé el porqué.
– Supongo que la llave del puente no nos servirá de nada.
Qué pena, después de todo lo que tuvimos que hacer para conseguirla.
– Es un fastidio -convino Melanie-. Tendremos que buscar un plan alternativo.
– Yo me voy a la cama -dijo Kevin. No podía entender a esas mujeres; parecían no tener miedo a nada. Se llevó una mano al corazón: nunca le había latido con tanta rapidez.