Capítulo 13

Miércoles, 29 de noviembre, 20:40 horas

Reed la vio acercarse por el retrovisor. No debería estar allí. Debería haberse limitado a esperar a la mañana siguiente para contárselo. Además, ella no podía hacer nada aquella noche, pero Reed sabía que a Mia le gustaría saberlo. Sabía que no era de las que… ¿cómo lo había dicho ella? De las que se esconden bajo las mantas como una nenita.

Mia aminoró la marcha del coche que le había prestado el departamento, hasta detenerse junto al todoterreno de Reed. Por un momento se quedó allí sentada, mirándolo, luego aparcó el coche junto al bordillo. Con la sensación de estar arrastrando un ancla, Reed salió y se acercó al coche de Mia con las manos en los bolsillos.

Ella abrió el maletero y lo miró por el rabillo del ojo.

– ¿Alguna novedad en el caso? -preguntó. En el maletero había media docena de bolsas de supermercado.

Reed negó con la cabeza.

– No.

– ¿Necesitas a alguien para que te ate los zapatos o te abra los sobres de mostaza?

– No. -Reed la apartó suavemente y cogió las bolsas con las dos manos-. ¿Esto es todo?

Mia cerró el maletero.

– No como demasiado.

Y sin decir palabra lo guió por los tres pisos de escaleras hasta su apartamento. Estaba poco decorado, tal como él imaginaba. No colgaban fotos de las paredes. Los muebles eran mínimos. La tele era pequeña y descansaba encima de una vieja nevera portátil de espuma de poliestireno. Aquello no era un hogar, era simplemente el lugar donde ella dormía cuando no iba a trabajar.

Sus ojos depararon en una cajita de madera sobre la mesa del comedor justo antes de que ella se la llevara rápidamente junto con una bandera plegada en triángulo y las metiera en el armario de los abrigos, que estaba igual de vacío. No hacía falta ser muy listo para deducir que la bandera era de su padre; había sido policía y le hicieron un funeral de policía. Su viuda recibió la bandera.

También era de lógica que la caja contuviera sus cenizas. El hecho de que fuera su hija quien guardara las cenizas y no su viuda era significativo, pero después de lo que ella le había confesado aquella mañana, resultaba muy comprensible. Debió de resultarle muy duro enterarse de las infidelidades de su padre mientras estaba de pie ante su tumba. Pensó cómo se habría sentido él si se hubiera enterado de que Christine le había traicionado. ¡No podía ni imaginárselo!

El hecho de que Mia Mitchell hubiera conseguido permanecer centrada daba idea de la clase de policía que era.

– Puedes dejar las compras encima de la mesa -dijo Mia, y él obedeció mientras se preguntaba cómo iba a decirle que su intimidad estaba a punto de verse amenazada.

Sacó las cosas de una bolsa y apiló los congelados.

– Acabo de reunirme con Holly.

Los ojos de Mia destellaron.

– Confío en que dejaras a la señorita Wheaton feliz y contenta.

Reed se estaba poniendo de mala leche.

– A mí tampoco me gusta, Mia. Y no me gusta lo que estás insinuando.

Mia se encogió de hombros.

– Tienes razón, lo siento -murmuró-. Además no importa.

Mia se disponía a coger el montón de congelados pero él la retuvo por el brazo.

– ¡Maldita sea, Mia! ¿Qué coño te pasa?

Durante una milésima de segundo, el enfado que reflejaban los ojos de la detective se convirtió en miedo. Luego, con la misma rapidez con la que llegó, desapareció; lo reemplazó una actitud desafiante. Mia apartó el brazo de un tirón, y él la soltó enseguida.

– Vete, Reed. Ahora mismo no soy una buena compañía.

Cogió los paquetes y desapareció en la cocina. Reed oyó cómo abría la puerta del congelador y luego la cerraba de un portazo. Mia reapareció, con los brazos en jarras.

– Todavía estás aquí.

– Eso parece.

Mia se quedó allí plantada con cara de enfado, los ojos azules echando chispas y en cierto modo más sexy con los pantalones caqui y las botas rozadas que Wheaton con la minifalda de ante y los tacones de aguja. Y Reed la deseaba, con cara de enfado y todo.

– Mira. Pareces un buen hombre. No te mereces que te haya tratado así. No es que sea una mujer demasiado cariñosa ni mimosa, pero no suelo ser tan grosera. -Los labios se le curvaron en una sonrisa obviamente forzada-. Intentaré ser más agradable. Resolvamos este caso y te podrás largar, por suerte aún tiene remedio.

Mia se dirigió hacia la puerta principal para despedirlo.

«No tan rápido».

– Mia, tengo que hablarte de Holly Wheaton. Es importante.

Mia se detuvo a unos pasos de él, dándole la espalda.

– De verdad que no me importa.

Reed suspiró.

– Esto sí te importará.

Se dio la vuelta para mirarlo.

– ¿Qué pasa con ella?

– Tu ausencia en la conferencia de prensa de esta mañana no ha pasado inadvertida.

Mia cerró los ojos.

– ¡Oh, mierda!

– Ella sabe lo de esa mujer que seguiste, sabe que es importante para ti. Tiene un vídeo en el que aparece ella entre la multitud. Pensé que querrías saberlo, para poder estar en guardia.

Mia entornó los ojos.

– ¡Maldita sea, odio a esa puta!

– Tengo que decirte que el sentimiento es mutuo. ¿Por qué te odia tanto?

– Tuvimos un caso de violación y asesinato de una niña y ella intentó ligarse a Abe para obtener una exclusiva, igual que lo intentó contigo en el incendio de ese apartamento. Le daba igual que Abe estuviera casado. Abe y yo acordamos que el mejor modo de quitarse a Wheaton de encima era darle la exclusiva a otro periodista. Hablamos con Lynn Pope de Chicago on the Town.

– He visto su programa, pero no la conozco.

– Lynn es una dama con clase. Confío en ella. Cuando Holly se enteró, elevó una queja formal a Spinnelli. Él nos apoyó, claro, y cuando volvió a tener una historia, le dio la exclusiva a Lynn. Así que Holly me culpa de intentar arruinar su carrera.

– ¿Por qué te culpa a ti?

– Porque los hombres solos no se habrían resistido a sus encantos. Tuve que volverlos contra ella. Es una amenaza. -Suspiró con amargura-. Y es muy buena para averiguar lo que quiere saber. La mayoría de los hombres no son capaces de resistirse a una tía que mueve el culo dentro de una minifalda.

Reed sabía que en cierto modo le estaba haciendo un cumplido, porque él se había resistido, pero también insinuaba algo más, una aceptación de que ella, Mia Mitchell, no tenía aquellos atributos y por tanto era menos deseable. Lo cual le cabreaba, porque él era la prueba viviente y doliente de lo deseable que era Mia.

– Nadie sabe lo de tu relación con la rubia, salvo los hombres que estaban en la sala esta mañana. Yo no diré ni una palabra. Spinnelli, Jack y el loquero tampoco dirán nada.

Mia se apretó los ojos con las yemas de los dedos.

– Lo sé. Te agradezco que hayas venido a contármelo. Bueno, siento mucho haberte soltado un bufido.

Reed quería acercarse, abrazarla, pero ella lo había rechazado dos veces y temía que volviera a hacerlo por tercera vez. Y lo había dejado correr. Así que allí estaba él, con las manos en los bolsillos.

– No pasa nada. -Inyectó una nota de humor en la voz-. De haber sabido lo mucho que la odiabas, te habría dejado que consiguieras una orden judicial.

Mia esbozó una media sonrisa triste.

– Sabía que eras un caballero.

«Ya has dado tu opinión. Ahora vete». Pero sus pies seguían plantados en el sitio. No podía dejarla con aquel aspecto tan derrotado.

– Mia, hace tres días que te observo. Te preocupas por las víctimas… Si han sufrido… Buscas justicia para ellas. Te preocupas por las familias. Les prestas apoyo y dignidad. Eso para mí es importante. Más importante que los cariños y los mimos y, sobre todo, mucho más importante que una que mueve el culo dentro de una minifalda.

Con ojos serios, Mia estudió a Reed a un metro y medio de distancia.

– Gracias. Es lo más bonito que me han dicho nunca.

«Ahora te puedes ir. Joder, vamos, vete», pero allí estaba él.

– Aunque te verías igual de bien con una minifalda.

A Mia se le animaron los ojos y el corazón le dio un vuelco.

– Eso es lo segundo más bonito.

Reed avanzó con paso inseguro. Mia no cedió, pero él le veía el pulso latir con fuerza en la garganta. Mia flexionaba y crispaba las manos a los lados y Reed llegó a una conclusión sorprendente: la ponía nerviosa. Era un descubrimiento que le reforzaba el ego y le infundía valor.

– Sobre lo de la otra noche -dijo Reed-. Yo te derribé.

Mia levantó la barbilla.

– Lo sé. Yo estaba allí.

– No me disparaban desde que estuve en el ejército. Mis reflejos estaban un poco oxidados.

Mia chasqueó la lengua.

– No todos.

Aquella era la oportunidad que había estado esperando.

– Así que ¿lo notaste?

– Habría sido difícil no notarlo -dijo ella con brusquedad-. Entonces, ¿era cuestión de reflejos o de interés?

Mia recuperó la actitud arrogante y equilibrada. Y de algún modo, aquello hacía que lo que iba a ocurrir fuera más… justo. Si él hubiera presionado cuando ella se sentía triste y derrotada, no habría sido justo.

– ¿Y si dijera que las dos cosas?

– Al menos serías honesto. -Por un momento le dirigió una mirada desapasionada-. Podías haber esperado a mañana para contarme lo de Wheaton. ¿Por qué has venido esta noche?

El tiempo se alargó mientras reflexionaba la respuesta, luego se aceleró como si con dos pasos hubiera eliminado la distancia que seguía separándolos. La cogió por la nuca, subió los dedos por su pelo e hizo lo que llevaba días queriendo hacer. Cuando su boca se fundió con la de ella, aún la notó tensa, luego ella lo abrazó y se puso de puntillas para devolverle el beso.

Reed se estremeció, de alivio y de liberación. Hacía mucho tiempo que no abrazaba así a una mujer. Llevaba mucho tiempo sin probar los labios de una mujer, sin notar la excitación y la rendición en su respuesta. Se dio cuenta de que le resultaba dulce. Y familiar, como si ya hubiera estado allí y hubiera hecho aquello anteriormente. Tenía cuidado con la mejilla magullada de Mia, y eso le hacía ser mucho más leve de lo que quería, mucho más breve de lo que deseaba. Dejando de lado estoicamente el deseo que nacía en su vientre, concluyó el beso, pero la abrazó fuerte.

– No estaba seguro de que quisieras esto -admitió-. Tú te alejabas de mí.

Mia descansó la frente en el hombro de Reed.

– Lo sé.

Lo dijo de un modo tan cansino que él retrocedió un paso para verle la cara.

– ¿Por qué te alejabas de mí?

– Porque no quería querer esto, pero ahora sí.

Ella levantó las pestañas y Reed notó como si le hubieran dado un puñetazo por sorpresa. Había una oscura excitación en los ojos azules de Mia. Reed notó que el corazón se le agolpaba en la garganta y le costó bajarlo para poder respirar.

– ¿Por qué? ¿Por qué no querías esto?

Mia vaciló.

– ¿Cuánto tiempo tienes?

«El tiempo. Mierda».

– ¿Qué hora es?

– Un poco más de las nueve. ¿Por qué?

– Le prometí a Beth que la recogería a las nueve y eso está en la otra punta de la ciudad.

Mia asintió.

– Lo entiendo. Podemos hablar más tarde.

Reed recogió el abrigo del viejo sofá y dio dos pasos hacia la puerta, luego se detuvo y se dio la vuelta hacia ella.

– No le pasará nada si tardo unos minutos más. En realidad, es probable que se alegre de que llegue tarde.

Mia curvó los labios en una sonrisa.

– ¿Y cómo propones que usemos esos minutos?

– Propongo que hagamos lo que tú no quieres querer.

Reed la cogió por la barbilla y le levantó el rostro, y esta vez ella salió a su encuentro elevando al instante el beso al siguiente nivel. Ardiente y húmedo y lleno de movimiento, le dejó el cuerpo temblando y deseándola mucho, mucho más. Consciente del tiempo, él se apartó de repente y le resultó gratificante ver que ella respiraba de manera tan entrecortada como él.

– Avísame cuando empieces a querer quererlo -dijo Reed-. Me aseguraré de que traigo conmigo un desfibrilador.

Mia se rio.

– Vete a casa, Solliday. Continuaremos con esto mañana. -Su sonrisa despejó una sombra-. Pero no cerca de la oficina, ¿de acuerdo?

– De acuerdo. -Se inclinó hacia delante para otro beso, luego se dio media vuelta con un juramento-. Tengo que irme. Cierra la puerta con llave cuando salga.

– Siempre la cierro.

Reed se detuvo en el descansillo al otro lado de la puerta.

– Te veré mañana a las ocho. -Con un poco de distancia física, su mente empezaba a funcionar mejor-. No salgas sola esta noche, ¿vale?

Mia parecía divertida.

– Solliday, soy policía. Se supone que soy yo quien tiene que decir eso a la gente.

Pero a Reed no le hizo ninguna gracia.

– Iré con cuidado.

Reed comprendió que aquello era lo más cerca que Mia había estado de una capitulación.

– Buenas noches, Mia.

Una expresión seria y nostálgica cruzó fugazmente su rostro.

– Buenas noches, Reed.


Miércoles, 29 de noviembre, 22:05 horas

Por fin había vuelto. Estaba claro que le había llevado bastante tiempo.

Creyó que su blanco esperaría dentro de Flannagan durante quince minutos, pero había esperado una hora. Durante la cual él se había escondido en el suelo del coche del hombre, esperando el momento oportuno.

La primera parte le había resultado fácil y rápida. Había llegado pronto y había esperado en las sombras. Había observado cómo el hombre cerraba el coche con llave, lo cual era una broma. Había tardado quince segundos en abrir la cerradura con su fiel varilla. Luego se había tendido en el asiento de atrás, se había puesto el pasamontañas y se había quedado esperando, visualizando en su mente lo que tenía que hacer.

No sería bonito, pero sería rápido, e indoloro, porque su blanco era su amigo y no se merecía retorcerse de dolor, como le ocurriría a la señora Dougherty aquella noche. Pero cada cosa a su tiempo. «Céntrate». Conducirían durante quince minutos. No sería largo.

Quería suspirar, pero se contuvo. Nunca había matado a alguien que le cayera bien. Para todo había una primera vez, pero la Urea no le entusiasmaba.

Se apoyó en un codo y echó una mirada furtiva por la ventanilla contraria. Bien, estaban en una carreterita, con un callejón a cada lado. Cerca había un supermercado de esos que están abiertos toda la noche donde podría robar un coche cuando hubiera acabado. Sacó la navaja.

Había vuelto a afilar la hoja. Quería que fuera rápido. Se incorporó de un salto, trazó un semicírculo con la navaja y la puso en la garganta de su amigo.

– Sal en la próxima farola -le ordenó, manteniendo la voz baja.

Los ojos de su amigo volaron hacia el retrovisor, llenos de terror, pero él sabía que no veía nada salvo el pasamontañas negro.

– Si quieres el coche, te lo doy, pero no me hagas daño.

Pensó que le estaban robando el coche, lo cual era exactamente lo que quería que su amigo pensara. No tenía sentido arriesgarse a que lo identificara, si el plan se iba al garete. Ahora habían salido de la carretera principal. La zona estaba demasiado poblada para su gusto, pero serviría.

Cogió a su amigo por el cabello y le ladeó la cabeza de un tirón.

– Despacio. Así es. Despacio y cuidadito. Métete en el arcén. Más rápido. Ahora para.

– No me mates, por favor. -Estaba llorando-. Por favor, no me mates.

Frunció el ceño. Esperaba que lo tomase con más valentía. ¡Menuda nenaza! A ver si después de todo no iba a resultar tan indoloro… Pero la navaja estaba afilada. Le rebanaría a la menor presión.

– Aparca. Muy bien. Ahora baja la ventanilla.

Entró el aire frío, que le pareció maravilloso en la piel acalorada.

– Quita las llaves del contacto. -Su blanco vaciló y apretó un poco más el cuchillo-. Venga.

El motor del coche se quedó en silencio.

– Ahora tira las llaves por la ventanilla.

Las llaves golpearon la nieve con un amortiguado ruido metálico.

– No te saldrás con la tuya -dijo su blanco, con desesperación en la voz.

Qué estereotipado. Tendría que elegir mejor a sus amigos cuando empezara su nueva vida.

– Creo que sí -respondió con su voz normal, y tuvo un momento para saborear la cara que puso cuando lo reconoció antes de tirar de su cabeza hacia atrás y recorrer con la cuchilla la garganta del hombre. Fuerte.

Empezó a salir sangre a borbotones, a salir a chorros. Llenando el coche de su olor metálico. Movió la cabeza de un lado a otro y descubrió que casi la había cercenado. ¡Guay! Nunca lo había hecho antes.

Soltó el cabello y bajó del asiento de atrás. Limpió el cuchillo con un puñado de nieve, luego recogió las llaves. Las llaves serían un bonito recuerdo.

Tendría que deshacerse de la chaqueta. Tenía la manga llena de sangre. Tendría que conseguir una nueva en algún lado. Tal vez en el centro comercial encontrase un coche con un abrigo dentro. Caminaría hasta el centro comercial, robaría un coche y tendría mucho tiempo para echar una siestecita antes de ocuparse de los Dougherty. Quería estar despejado después de todo.


Miércoles, 29 de noviembre, 23:15 horas

En la casa reinaba el silencio. Beth estaba dormida, y Lauren, en su lado del dúplex. Reed se sentó en el borde de la cama y se estremeció; seguía torturándose con la fantasía, imaginando lo que habría ocurrido si no hubiera tenido que marcharse. La boca de Mia era tan suave, dulce, caliente y apasionada a la vez… Era mejor de lo que se había imaginado. Y solo fueron unos pocos besos cortos. Cuando la tuviera en la cama…

Ella lo deseaba. Él la tendría. Le entró otro escalofrío. Bien. Le dolía de tanto como la deseaba. Se quitó la cadena por el cuello y la sostuvo, el anillo brillaba tenuemente. Había llevado el anillo en el dedo durante los cinco años más felices de su vida, luego durante otros dos había sufrido. Solo tras la preocupada insistencia de su familia había acabado por quitárselo, pero no lo había dejado muy lejos. Desde entonces lo llevaba en una cadena alrededor del cuello. Saber que estaba allí era como conservar un pedacito de Christine consigo. Justo como la poesía de Christine, la mantenía viva en su corazón. Pero aquella noche no eran los sueños de Christine los que ocupaban su mente. Mia estaba allí, firmemente arraigada. Se quedaría allí hasta que averiguase aquello, les llevara a donde les llevase y costara lo que costase.

Dejó que el anillo oscilase, como la moneda de un hipnotizador. Podía ir allí ahora mismo y tenerla. La sangre le latía en la cabeza, ahogando todos los motivos por los cuales no debía hacerlo. Bajó el anillo hasta que se dio con la mesilla de noche y dejó la cadena dentro de él.

Cogió el teléfono y marcó el número de Lauren.

– Necesito que te quedes con Beth.

Lauren bostezó.

– Dame dos minutos. Ahora voy.

Colgó, culpable por el engaño, eclipsado por una necesidad que lo dejaba temblando. Ella lo deseaba, incluso aunque no quería desearlo. Tenía que averiguar por qué.


Miércoles, 29 de noviembre, 23:50 horas

Mia parpadeó. Había leído ese nombre antes. Tenía los ojos cansados. Era hora de dejarlo.

Se recostó en la dura silla y se desperezó, estirando los músculos del cuello. Había repasado un mes de los casos de Burnette, en concreto el mes antes de que enviaran a Manny Rodríguez al Centro de la Esperanza. Había hecho una minuciosa relación de cada nombre, cada lugar mencionado en cada caso que Burnette había supervisado o con el que se había relacionado.

Era una fea lista. No envidiaba a Burnette su clientela de Antivicio. Pero aparte de ser una fea lista, no había nada útil o raro en ella. Ni un solo nombre o lugar que le llamara la atención. Era una labor tediosa, y todavía le quedaban toneladas de papel por leer.

Pero, como sucedía con las labores tediosas, había sido un modo medio decente de olvidarse de Reed Solliday y su seductora boca. Bueno, en realidad olvidarse no se había olvidado. Más bien se había quedado en… una especie de limbo. En la primera fila del limbo, ¡mierda!

Ella lo había besado. Y ahora conocía el sabor de su boca, el contacto de sus labios contra los suyos, cómo se sentía recostándose contra la sólida pared de músculo que él llamaba pecho. Y ahora, después de haberlo probado, quería volver a probarlo. Y quería una buena ración.

Maldita hamburguesa. Culpó a Dana de aquello. Había sido felizmente desgraciada hasta que había empezado a tener antojos de hamburguesa. ¿A ver qué iba a ocurrir cuando Solliday quisiera algo más exclusivo, como pasar de la hamburguesa al solomillo? A ella se le partiría el corazón, eso es lo que ocurriría.

Y tal vez el de Solliday también. Era un poco deprimente, pero no lo bastante como para aniquilar el deseo. No solo quería besarlo. Ahora que ella se había arriesgado… bueno, si entrase por la puerta en aquel preciso instante, sería un hombre muy feliz. Al menos durante un rato. Mia sabía que era bastante buena en el sexo. El sexo en sí nunca había sido un problema. La intimidad sí.

Se levantó, volvió a estirar la espalda. Aún le dolía el placaje que Solliday le había hecho la noche anterior, pero no tenía sueño. Tenía demasiada cafeína en el cuerpo como para poder dormir. Así que ahora se tumbaría en la cama, miraría el techo y desearía estar echando un polvo.

¡Esa maldita Dana! Probablemente ella estaba echando un polvo en ese preciso minuto. No era justo.

Caminaba preocupada de un lado a otro, preguntándose si Solliday estaría durmiendo. Esperaba que no. Esperaba que estuviera…

Un fuerte golpe en la puerta la sobresaltó. Sacó con cuidado el arma de la cartuchera que había dejado colgada de una silla. Sujetando el arma a un lado, se puso de puntillas y echó un vistazo por la mirilla de la puerta.

Soltó un soplido de alivio. Abrió la puerta a Reed Solliday, que estaba de pie sobre su felpudo con rostro severo.

– Me has dado un susto de muerte -dijo Mia saltándose cualquier saludo, luego se preocupó. Era casi medianoche-. ¿Qué ha pasado?

– ¿Puedo entrar?

Se hizo a un lado de inmediato y le dejó pasar. Reed entró con grandes zancadas y un paso casi agresivo. Mia cerró la puerta y se apoyó contra ella.

– ¿Qué ha pasado?

Reed se quitó la gabardina y la dejó en el sofá. Había dejado la americana y la corbata en algún lugar. Llevaba la camisa desabrochada de modo que permitía vislumbrar su fuerte y tentador vello negro. El corazón de Mia empezó un lento martilleo en su pecho. El martilleo se hizo más fuerte cuando él le quitó la pistola de la mano y la devolvió a la cartuchera. Y cuando Reed se acercó a ella con aquel semblante duro y depredador, el martilleo se propagó en tono grave y profundo.

Sin quitar los ojos de los de ella apoyó las manos planas contra la puerta a cada lado de la cabeza de Mia. Estaba atrapada, pero no sentía miedo. Solo excitación y la oscura emoción del deseo. Cuando Reed bajó la cabeza y la besó, lo hizo de una manera salvaje y ávida, y no dejó lugar a dudas sobre el motivo de su regreso. Mia se dejó arrastrar. Simplemente la boca de Reed en la suya. Mia gimió y Red echó la cabeza hacia atrás. Mia estaba allí de pie, con los ojos cerrados, mientras la puerta soportaba su peso. El aliento de Reed le golpeaba el cabello y Mia sabía que si levantaba la mano hasta el corazón de Solliday, lo notaría atronar contra su palma.

– No podía dormir -dijo él en un susurro entrecortado-. Solo podía pensar en ti. Debajo de mí. He de tenerte, pero si no es eso lo que quieres, dímelo y me iré.

Mia tenía el corazón físicamente herido y el cuerpo expectante. Él era lo que ella deseaba. Aquello era lo que necesitaba. Ya.

– No te vayas.

Mia levantó los ojos hacia los de Reed. Luego levantó las manos hacia su rostro y lo atrajo para darle otro apasionado beso que la dejó con las rodillas temblando. Reed recorrió los costados de Mia, los pechos, modelándola una y otra vez. Reed pasó los dedos por los pezones y ella se estremeció de una manera violenta.

Hacía mucho tiempo que no notaba las manos de un hombre en su cuerpo. Mucho tiempo desde que no tocaba a un hombre. Cogió la camisa de Reed y tiró de ella por la botonadura, arrancando el tejido hasta que consiguió abrírsela. Durante un minuto entero Mia recorrió con la mano kilómetros de músculo, luego pasó los dedos por el grueso vello que le cubría el pecho.

Murmurando una maldición, Reed la cogió del trasero y la levantó del suelo hasta que sus cuerpos estuvieron alineados, y aguantando su peso, se apretó contra ella. Estaba duro y excitado en el lugar preciso que ella necesitaba que estuviese.

No, no exactamente donde necesitaba que estuviese. Aún no. Reed apartó la boca de la de Mia y recorrió un sendero de besos por el cuello. La dura protuberancia ya no pulsaba contra ella cuando él la levantó más alto y ella le puso las piernas alrededor de la cintura.

Mia abrió la boca para protestar, cuando la boca de Reed se cerró en su pecho y empezó a chuparlo con fuerza. Mia gritó, la protesta se desintegró en un gemido. Ella le acarició el pelo y lo dejó allí, chupando. Reed se apartó para trasladarse al otro pecho y Mia dejó caer la cabeza hacia atrás contra la puerta y… se dejó absorber.

Reed se enderezó bruscamente y, sorprendida, Mia se agarró a sus hombros.

– Coge mi gabardina -dijo y ella parpadeó.

– ¿Qué?

Reed la llevó hasta el sofá.

– Coge mi gabardina.

Agarrada a un hombro, Mia se inclinó para hacer lo que él le había pedido.

– ¿Por qué?

Reed ya la estaba conduciendo hasta el dormitorio.

– Condones en el bolsillo.

Metió la mano en un bolsillo, luego en el otro y sacó una bolsa de plástico blanca de la farmacia. Mia dejó caer la gabardina en el suelo y se inclinó para mordisquearle los labios.

– Los tengo.

Reed se arrodilló a los pies de la cama y la bajó con cuidado hasta el colchón. Le quitó los pantalones antes de que pudiera parpadear e, incapaz de mantenerse al margen, se quitó la blusa. Con las manos a la espalda buscaba desabrocharse el sujetador, cuando él volvió a poner la boca en ella, justo a través del triángulo de seda del tanga. Mia se desplomó hacia atrás sobre la almohada, agarró la colcha con las dos manos y una vez más volvió a dejarse absorber.

– Estás húmeda -murmuró Reed-. Muy húmeda. -Levantó la cabeza y sus ojos centellearon-. Esperaba que lo estuvieras.

– Estaba pensando en ti.

Reed levantó la ceja y parecía el propio diablo, pero la imagen era seductora.

– ¿Qué pensabas?

Como por un acto reflejo, ella levantó las caderas; quería que volviera a donde estaba a hacer lo que estaba haciendo. Nunca antes le había gustado tanto.

– Solliday, por favor.

– Primero hablas tú.

Se apoyó en los codos para incorporarse.

– Eso es extorsión.

Reed sonrió y le lamió a través de la seda.

– Demándame.

Jugaría a aquel juego.

– Estaba pensando en anoche. En el contacto de tu cuerpo contra el mío. -Mia enarcó las cejas-. Tú estás… increíblemente bien dotado, Solliday.

Reed entornó los ojos.

– Quítate el sujetador.

Con mano firme se lo quitó y también la cadena y las placas.

Reed respiró fuerte.

– Y tú también.

Reed apartó el tanga a un lado y con la boca extrajo de Mia un gemido gutural.

– Pensé en tu boca el primer día -dijo Mia jadeando. Luego él le metió la lengua y ella cerró los ojos-. Por favor.

– Dime si hago algo que no te guste.

– No me gusta que pares -murmuró ella y él se echó a reír.

Luego volvió a su tarea, llevándola a cimas más altas, dejándola sin respiración. Mia levantó las caderas y Reed la apretó contra el colchón y la chupó y ella se curvó como un arco. El orgasmo la asaltó como una sacudida eléctrica, duro y completo, dejándola débil y jadeante.

Reed le puso un condón en la mano.

– Hazlo -soltó él, bajándose los pantalones.

Los ojos de Mia se abrieron como platos. En aquel momento estaba sentada y pudo admirarlo.

– ¡Oh, esto va a ser bueno!

– Mia, por favor. No voy a poder aguantar mucho más. -Mia lo acarició con las yemas de los dedos y él se estremeció-. Mia -exclamó entre dientes.

Mia le puso el condón y volvió a jadear cuando Reed se hundió en ella con un firme empuje de cadera. Se quedó quieto como si él también hubiera sido absorbido.

– ¿Te he hecho daño? -preguntó.

– No. Yo solo… no. -Mia le acarició los hombros-. Ahora no pares.

Reed hizo una mueca.

– No estoy seguro de poder parar, aunque quisiera.

Empezó a moverse dentro de ella y Mia hizo su parte, cerrando los tobillos alrededor de la cintura, saliendo al encuentro de cada embate. Pero su ritmo se aceleró y los embates fueron más duros, rápidos y profundos. Y ella se sintió otra vez elevada a lo más alto, hasta que se corrió, esta vez en una oleada que parecía seguir y seguir hasta que una vez más se desplomó sobre la almohada, débil y jadeante.

Encima de ella, Reed se quedó quieto, con la cabeza ladeada hacia atrás, la boca abierta y los músculos del pecho y los brazos temblorosos. Hermoso, fue todo lo que pudo pensar. Él era simplemente hermoso. Reed dejó caer la cabeza hacia delante y lentamente flexionó los antebrazos, bajando el peso de su cuerpo, y suspiró.

Ella le acarició con el dedo siguiendo la línea de su perilla, respirando demasiado entrecortadamente como para poder hablar. Había sido increíble, demoledor.

Nada de hamburguesa. Mia cerró los ojos, demasiado cansada para preocuparse; ya se preocuparía luego. Por el momento, intentaría repetir aquello tanto como pudiera. Reed la besó en la frente, en la mejilla, en la barbilla.

– Tenemos que hablar -dijo él.

Mia asintió.

– Pero ahora mismo no.

Al menos conservaría aquello, sin estropearlo.

– Entonces, más tarde. -Descansó la frente contra la de ella-. Mia. No puedo quedarme toda la noche.

– Lo sé.

– Pero… Me gustaría quedarme un rato más.

«No huyas de él. Ve a donde te lleva esto».

– A mí también me gustaría. -Su boca se curvó-. Te detuviste en la farmacia. Debías de estar muy seguro de ti mismo.

Reed levantó la cabeza, la miró a los ojos, y ella comprendió que decía la verdad.

– No lo estaba. Lo único que sabía era que si no te tenía iba a explotar. Esperaba que tú me dijeras que sí. Espero que me vuelvas a decir que sí.

Ella asintió sobriamente.

– Te vuelvo a decir que sí.


Jueves, 30 de noviembre, 00:30 horas

Él estaba preparado. Sentía la energía fluir por todo su cuerpo, como un leve zumbido. Había trabajado su plan. La habitación del motel no podía estar mejor situada. Todas las puertas daban al exterior, pero la suya se encontraba en el primer piso y las plazas de aparcamiento estaban a solo unos metros de distancia.

Se puso la mochila al hombro con cuidado. Contenía tres huevos. Uno era para la cama de Dougherty. Lo había estudiado y ahora sabía con exactitud cómo evitar el detector de humos de su habitación. Había investigado sobre las escaleras, los caminos de salida y los lavaderos, y sabía con exactitud dónde tenía que colocar las otras dos bombas para provocar el máximo incendio y convertir todo el motel en un infierno. Sería un caos cuando la gente empezara a salir en pijama, gritando aterrorizada. Como no había conseguido gas para provocar una explosión, bastaba con un pequeño caos. El cuerpo de bomberos enviaría tres, tal vez cuatro camiones. Habría ambulancias y luces intermitentes. Acudirían periodistas y filmarían. Comprobarían desesperadamente que no quedara nadie dentro. Luego encontrarían dos cadáveres.

Su organismo estaba acelerado, aún cargado de lo de antes. Aquella noche había matado una vez. Estaba de buena racha. Hacía horas que había metido en una bolsa el abrigo ensangrentado. Ahora llevaba puesto un mono que había robado de la lavandería del hotel. Las llaves maestras eran algo muy útil.

Estaba de pie en la puerta de la habitación del motel de Dougherty, confiando en que nadie le prestaría demasiada atención, aunque tampoco le importaba. Gracias a una peluca y un poco de relleno parecía otro hombre. En la mano derecha sujetaba la afiladísima navaja. En la izquierda, la llave maestra de Tania. Pasó la tarjeta magnética, probó la puerta con cuidado e hizo una mueca cuando vio que estaba atrancada. Los Dougherty habían echado la cadena de seguridad, pero no le preocupaba. Tenía mucha experiencia con esos chismes. Nada está realmente seguro si sabes cómo eludirlo. Deslizando la fina hoja de la navaja a través de la exigua abertura de la puerta, quitó la cadena de seguridad y se coló en la habitación, cerrando con cuidado la puerta detrás de él. Estaba en silencio, salvo por un leve ronquido que provenía de la cama. Se quedó quieto, dejando que sus ojos se acostumbraran a la oscuridad.

Y al instante fue consciente de dos cosas. No había flores en la habitación y solo había una persona en la cama. Una joven, que no tendría más de veinticinco años. Sintió un aguijonazo de pánico. Se había equivocado de habitación. «Huye».

Pero la mujer abrió los ojos y la boca para chillar. Él era demasiado rápido, demasiado poderoso. Tiró de su cabeza hacia atrás, como ya había hecho una vez aquella noche. Sostuvo la navaja en la garganta.

– No vas a gritar, ¿lo entiendes?

La chica asintió mientras se le escapaba un gemido de terror.

– ¿Cómo te llamas?

– N… N… Niki Markov. Por favor…

Él tensó la mano que le sujetaba por el cabello.

– ¿Qué número de habitación es este?

– N… No lo s… sé. -Dio un tirón más fuerte y ella soltó otro quejido-. No me acuerdo. Por favor. Tengo dos hijos. Por favor, no me haga daño.

La sangre bombeaba y le latía fuerte en la cabeza mientras luchaba por contener el súbito ataque de ira. Malditas mujeres. Ninguna se quedaba con sus niños.

– Si tienes dos hijos, deberías de estar en casa -volvió a tirarle del cabello-, con tus dos hijos. -Encendió la luz y miró el teléfono. El número de habitación era el correcto-. ¿Cuándo has llegado?

– Esta noche. Por favor, haré lo que quiera. Por favor, no me haga daño.

Se habían ido. ¡Malditos, se habían ido! Se le habían escapado. La furia empezó a borbotear, a hervir y a derramarse, carcomiéndolo como si fuera ácido.

– Vamos -soltó.

Se tropezó cuando arrastraba a la mujer al cuarto de baño.

– Por favor. -Ahora sollozaba, histérica. Le tiró del pelo, levantándola de puntillas.

– Cállate.

Otro gemido salió de su garganta. No podía estropear más ropa, pensó. Pero no podía dejarla con vida; ella hablaría y le atraparían, y eso no iba a ocurrir.

Así que la metió en la bañera, y con la punta de la navaja en su garganta abrió el grifo de la ducha, a tope, lo cual era una mierda de chorro. La volvió a coger del pelo, hizo que se doblara por la cintura y luego le rebanó el cuello salvajemente.

Y se quedó allí, viendo cómo el chorro se llevaba toda la sangre por el desagüe.

Mientras la sangre de la chica se colaba por el sumidero, la suya se aceleraba. Estaba tan furioso que la intensidad de la rabia le hacía temblar. Le habían negado aquella satisfacción. Le habían robado la venganza.

Los Dougherty se las habían arreglado para eludirlo una vez más. Descubriría adónde habían ido, pero estaba perdiendo el tiempo. Apretó la mandíbula mientras esperaba que la mujer de la bañera se desangrase. Tenía mucho tiempo hasta que apareciera la poli.

Debido a Brooke Adler, debido a su estupidez, lo descubrirían. Era cuestión de tiempo. No tenía a los Dougherty pero, por Dios, se daría el gustazo. Aún tenía los tres huevos en la mochila y una mierda iba a dejar que se estropeasen.

Primero tenía que ocuparse de aquella mujer. Si la dejaba allí, la descubrirían hacia las doce de la mañana siguiente. La policía no era tan estúpida como para no relacionar a la mujer muerta, que resulta que ocupaba la antigua habitación de los Dougherty, y la otra mujer muerta que resulta que ocupaba la casa vacía de los Dougherty. Ella tenía que desaparecer.

La podía arrastrar fuera, pero era lo bastante voluminosa como para que fuera un incordio. Así que la haría más pequeña. Sostuvo la navaja bajo el raquítico chorro de agua y la lavó antes de probarla con el pulgar. Bien. Aún estaba lo bastante afilada para lo que necesitaba hacer.

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