Lunes, 4 de diciembre, 9:25 horas
Reed tenía los puños apretados en los costados.
– No puedes hacerlo.
Estaban con una unidad SWAT y todos los agentes que el detective Spinnelli había logrado reunir. Esperarían escondidos en furgonetas camufladas a una manzana de la casa de Annabelle. No querían ahuyentar a Kates, de modo que Mia entraría sola fingiendo una visita ordinaria.
Mia se sacudió la cintura. Llevaba puesto un jersey holgado que ocultaba el chaleco antibalas y el arma en la parte trasera de la cinturilla.
– Este maldito chaleco pica -dijo, sin hacer caso de Reed.
– Mia, si Kates está en casa de tu madre, te estarás metiendo en una trampa.
– Si todavía está preparando la trampa, yo lo cogeré primero. -Lo miró directamente a los ojos-. Tiene a Jeremy.
Que el asesino también pudiera tener a su madre parecía del todo secundario. Mia solo pensaba en el muchacho. Y en Kates. Tras el primer impacto, Reed le había visto recuperar el control y la profesionalidad. Estaba tranquila, mientras que el corazón de Reed latía salvajemente.
– Reed. -La voz de Mia sonó grave y queda-. Déjame hacer mi trabajo.
«Tú no eres policía». Se lo había dicho la noche que quiso ir detrás de Getts. Tenía razón. En aquel momento ni siquiera se sentía investigador de incendios. Era un hombre viendo cómo la mujer que le importaba se ponía un chaleco antibalas y se armaba como Rambo.
Solliday se volvió hacia Spinnelli.
– ¿Estás de acuerdo con esto, Marc?
– No puedo decir que sea mi opción preferida. Pero anoche Kates no mordió el anzuelo, de modo que atraparlo antes de que esté preparado es el mejor plan que tenemos. Mia lleva un micrófono. Tendrá un buen respaldo.
– Déjame entrar con ella.
Spinnelli negó con la cabeza y Reed comprendió que estaba al tanto de todo.
– No.
– Está entrenada en intervenciones peligrosas, Reed -murmuró Murphy a su espalda-. Déjale hacer su trabajo.
Reed respiró hondo.
– Mia, me ha llamado Ben. El incendio del colegio se originó en dos puntos, lo que significa que Kates utilizó dos huevos. Puede que aún le quede uno.
– Cuento con ello. -Mia esbozó una sonrisa distraída-. No te lo tomes a mal, Reed, pero será mejor que te vayas. Tengo que concentrarme y no puedo hacerlo contigo aquí.
Reed recorrió la calle con la mirada, buscando los indicadores de los servicios públicos. Ese barrio tenía conductos de gas. Mia podría estar metiéndose en una bola de fuego. «No, no pienso permitirlo».
Si no podía entrar con ella, la apoyaría desde abajo. Spinnelli y todos los demás estaban conversando. Jack estaba colocando el mismo micrófono en el jersey de Mia que había empleado el día antes con Wheaton. Nadie lo estaba mirando. Echó a andar.
– ¿Va a algún sitio, teniente? -El murmullo femenino venía de detrás.
Reed soltó un suspiro.
– Carmichael, ¿no ha hecho ya suficiente?
– Hoy no he hecho nada. Y no pienso hacer nada. Si ni siquiera le he visto.
Reed se dio la vuelta con los ojos entornados.
– ¿Cómo dice?
– Tiene intención de entrar. -Carmichael levantó un hombro-. No hay que ser una lumbrera para darse cuenta. Le agradecería algunas palabras cuando salga. Cuide de Mitchell. A diferencia de lo que usted pueda pensar, la tengo en gran estima. Y se cree indestructible.
– Lo sé. -Reed siguió andando. «A prueba de balas», había dicho Jack. «Cuestión de suerte», creía Mia. «Todo demasiado humano», sabía Reed. Se escabulló por los jardines traseros hasta el jardín de Annabelle Mitchell. La llave principal del gas tenía que estar en el sótano. Un tramo de escalones conducía al mismo. Al llegar al último escalón se agachó, preparándose para forzar la puerta. Pero uno de los vidrios ya estaba roto. Y la puerta no tenía echado el cerrojo.
«Kates está aquí». Abrió la puerta con cautela y entró. «Ahora, yo también».
Lunes, 4 de diciembre, 9:35 horas
Mia abrió la puerta de Annabelle con su llave y la pistola detrás de la pierna, apuntando hacia abajo. La última vez que había estado allí fue el día que enterraron a Bobby. Ahora Bobby no importaba lo más mínimo. Lo único que importaba era sacar a Jeremy de allí ileso y atrapar a Kates.
«Kates ya está aquí». Lo presintió en cuanto cruzó la puerta. En la casa había un silencio extraño. Se acercó con sigilo a la puerta de la cocina y soltó una exclamación ahogada. Annabelle estaba sentada en una silla de la cocina, a medio metro del horno. Amordazada y maniatada, en ropa interior y temblando violentamente. El cuerpo le brillaba, cubierto desde los hombros hasta las caderas con el catalizador sólido que Kates había empleado hasta seis veces. Ya había separado el horno de la pared, dejando claras sus intenciones.
Annabelle la miró aterrorizada y… llena de ese desprecio feroz que Mia conocía tan bien. Su madre siempre las había culpado de la violencia de Bobby. Mia supuso que aquella vez su madre tenía finalmente razón. Kates se encontraba allí y ella estaba en peligro, «por mi causa».
El aire no olía aún a gas. O Kates se estaba preparando o estaba esperando el momento justo para abalanzarse sobre ella. Examinó la cocina, preguntándose dónde había metido a Jeremy. Su madre la siguió con la mirada entornada mientras Mia entraba sigilosamente y abría los armarios situados debajo del fregadero. Era el único lugar lo bastante grande para esconder a un niño. Pero estaban vacíos.
– Ayúdame. -No fue más que un gruñido sordo bajo la mordaza, pero los ojos de Annabelle no dejaban lugar a dudas sobre su significado.
Mia se llevó un dedo a los labios y, a renglón seguido, agarró un cuchillo del taco que descansaba sobre la encimera para cortarle las ataduras. Con un rehén menos podría concentrarse en Jeremy. Había dado un paso hacia su madre cuando una voz la detuvo en seco.
– Suelte el cuchillo, detective.
Aunque se había preparado mentalmente para esa imagen, a Mia se le paró el corazón. Jeremy estaba delante de Kates, temblando, con una de las manos enguantadas de Kates sobre su pelo rubio rojizo y el largo y reluciente cuchillo de Kates en la garganta. Las pecas destacaban en su pálido rostro. Jeremy la miraba aterrorizado y… con una confianza desesperada.
– Ya ha visto lo que mi cuchillo es capaz de hacer, detective -dijo suavemente Kates-. Y también el chico, ¿verdad, Jeremy? -Mia vio que los dedos de Kates se aferraban al pelo de Jeremy, que apretó la mandíbula para controlar el pánico-. Suelte el cuchillo.
Mia dejó el cuchillo con la empuñadura hacia fuera para poder agarrarlo rápidamente si surgía la oportunidad.
– Y la pistola. -Kates tiró de Jeremy hasta ponerlo de puntillas-. Ahora, pásemela.
Mia obedeció de nuevo y su pistola cruzó el suelo de la cocina.
– Mia. -Era la voz de Spinnelli en el audífono. Rezó para que Kates no lo descubriera. La cámara que llevaba oculta por el jersey le proporcionaba a Spinnelli y al resto una vista del interior. El audífono era su enlace con el puesto de control de la furgoneta-. Condúcelo a la sala de estar. Tengo francotiradores apuntando hacia la ventana. El muchacho es pequeño. Apuntaremos hacia arriba. Corto.
Un giro de muñeca de Kates y Jeremy moriría. Los francotiradores no podían disparar hasta que Jeremy estuviera a salvo. Tenía que conseguir que Kates lo dejara ir.
– No le haga daño al chico. -No fue una súplica, ni una orden-. No le ha hecho nada.
Kates rio.
– Sí me lo ha hecho, y los dos lo sabemos, ¿verdad, Jeremy? Le dijo que yo había estado en su casa. La condujo hasta mis cosas.
– No fue él. Encontramos la casa por nuestra cuenta. Jeremy no dijo nada.
– Imposible.
– Es cierto. Encontramos el coche que abandonó la noche que mató a Brooke Adler. Estaba equipado con un GPS que usted no vio.
Kates parpadeó ligeramente. Estaba irritado consigo mismo. Bien.
– ¿Y?
– Le gustan los animales. Deja ir a los gatos y los perros antes de prender fuego a las casas.
Kates levantó la mandíbula.
– Repetiré la pregunta. ¿Y?
– Y tenía acceso al curare. Comprobamos todas las clínicas veterinarias y tiendas de animales situadas en un radio de dos kilómetros del coche que encontramos. Fue así como dimos con la señora Lukowitch.
Kates apretó los labios.
– Y ella me delató. Ojalá hubiera matado a esa zorra con mis propias manos.
– No. Mintió, pero mal, y eso nos hizo sospechar. Encontramos su alijo de la forma tradicional, Kates. Con un trabajo de investigación y una orden de registro. Jeremy no dijo nada. Déjelo ir. -Kates no se movió-. Solo tiene siete años. Es inocente. -Mia decidió arriesgarse y rezar-. La misma edad que tenía Shane antes de lo del marido de su tía.
La mano que sostenía el cuchillo se tensó sobre el mango.
– No pronuncie su nombre. -Kates levantó el mentón con la mirada afilada-. No recuerdo haber visto un jersey como ese en su armario. Solo recuerdo esas camisetas ceñidas que lleva para marcar pecho porque es una provocadora. Lleva puesto un chaleco. Quítese el jersey, detective. Ahora.
– Mia, no te quites el chaleco -espetó Spinnelli, pero en ese momento Kates colocó el cuchillo bajo la barbilla de Jeremy y apretó la hoja lo suficiente para que sangrara. Luego volvió a poner el cuchillo junto a la garganta.
– Quítese el jersey o el muchacho morirá delante de sus narices.
– Mia. -En la voz de Spinnelli había un hilo de pánico-. No.
Los ojos de Jeremy se estaban llenando de lágrimas. Pero el muchacho no se movió en ningún momento. No sollozó en ningún momento. Kates enarcó las cejas.
– Casi le rebané la cabeza a Thompson. Jeremy es mucho más… menudo. ¿Quiere esa carga en su conciencia, Mitchell? -Echó la cabeza de Jeremy hacia atrás y Mia comprendió, por la determinación que veía en sus ojos, que no dudaría en cumplir su amenaza.
– De acuerdo.
– ¡Mia! -bramó Spinnelli. Mia desconectó mentalmente de él. La cámara estaba oculta entre las fibras del jersey, debajo del hombro izquierdo. Si lograba dejar el jersey sobre la encimera de manera que la cámara apuntara hacia fuera, Spinnelli seguiría teniendo una imagen clara. Con cuidado, se quitó el jersey y lo dejó sobre la encimera. Y rezó.
Kates sonrió.
– Ahora el chaleco.
– Maldita sea, Mia, no te quites ese chaleco. Es una orden.
Los dedos de Mia tiraron con firmeza de la tira de velcro.
– Protegió a Shane, Andrew. Se sacrificó con Tyler Young para mantener a su hermano a salvo. -Se estaba quitando el chaleco despacio, tira por tira, con la esperanza de hacer algún progreso antes de hallarse completamente a su merced.
– Le he dicho que no pronuncie su nombre. -Kates se enderezó bruscamente y Jeremy contuvo el aliento.
Mia quería suplicar, pero mantuvo el tono sereno.
– Lo siento, sé que le dolió mucho perder a su hermano. Sé que lleva toda la semana vengándose de esa pérdida. -Mia había detenido los dedos en una de las últimas tiras de velcro. Kates la miraba fijamente-. Pero también sé que todo comenzó cuando Jeff y Manny le hicieron daño a Thad.
La ira brilló en los ojos de Kates.
– Usted no sabe nada. -Apretó los dientes-. ¡Quítese el maldito chaleco! Ahora, si no quiere que la sangre del muchacho corra a borbotones.
«¡Mierda!» Los dedos de Mia tiraron de la última tira. El chaleco le caía ahora suelto sobre el cuerpo.
– Sé más de lo que cree, Andrew. Sé qué se siente al ser la persona por la que se hace el sacrificio que usted hizo por su hermano. Mi hermana hizo lo mismo por mí.
– Miente.
– No, no miento. Mi padre abusaba de mi hermana y ella no oponía resistencia para que yo pudiera tener una vida normal. Vivo todos los días con la culpa de no haberla protegido, así que lo entiendo mucho mejor de lo que cree, Andrew. Usted no desea hacer daño a este niño, es a mí a quien quiere. Durante todo este tiempo solo ha castigado a la gente que le ha hecho daño. -Exceptuando los errores, pero no era el momento de mencionarlos-. Nunca le ha hecho daño a un niño. No empiece ahora.
Kates parecía indeciso. Intuyendo la victoria, Mia lo presionó.
– Es a mí a quien quiere, Andrew. Soy yo la que averiguó su verdadero nombre, la que lo encontró. Soy yo la que se llevó sus cosas. Soy yo la que está intentando detenerlo. No el muchacho. Déjelo ir. Tómeme a mí en su lugar.
Desde lo alto de la escalera del sótano, al otro lado de la puerta, Reed escuchaba. Tenía el corazón encogido, aun cuando era lo que había esperado que Mia hiciera desde el momento en que escuchó las palabras: «Suelte el cuchillo, detective». Reed había tenido la mano en el pomo de la puerta, listo para acudir en su ayuda, cuando oyó a Kates amenazar al niño con el cuchillo. De modo que estaba esperando, pistola en mano, el momento idóneo. No le cabía duda de que Mia conseguiría que Kates soltara al niño. A qué precio para ella, no quería pensarlo. Tras un largo silencio, Kates habló de nuevo.
– Podría matarlos a los dos.
Mia observó con detenimiento a Andrew Kates, repasó ordenadamente cuanto había averiguado sobre él a lo largo de la semana.
– Podría, pero no creo que lo haga. -Era un hombre que durante diez años había echado tierra sobre el hecho de que había matado a su propio hermano. Aceptaría de buena gana cualquier cosa que considerara más agradable que la verdad-. Le ahorró a Joe Dougherty una muerte dolorosa. Y a los animales. Ha castigado a quienes merecían su odio. Penny Hill y Tyler Young merecían su odio, Andrew, pero Jeremy no.
La detective cambió de táctica.
– Si mata a este niño, pelearé y lo mataré. Ninguna de las mujeres a las que ha matado esta semana estaba entrenada como yo. Ya leyó el artículo del periódico. Hace una semana reduje yo sola a un hombre dos veces su tamaño. Tal vez logre matarme, pero usted morirá también. Eso se lo puedo asegurar. Déjelo ir y no pelearé.
– No la creo. Es un truco.
– No es un truco, es una promesa. -Mia enarcó una ceja-. Digamos que lo hago para pagar la deuda que tengo con mi hermana. Seguro que eso puede entenderlo.
Kates estuvo pensando durante lo que a Mia le pareció una eternidad.
– Quítese el chaleco y dejaré ir al niño.
Mia dejó caer el chaleco por los brazos y tiritó, pues debajo solo llevaba una camiseta fina.
– Yo ya he cumplido mi parte. Ahora le toca a usted.
Con un solo movimiento, Kates apartó el cuchillo del cuello de Jeremy y se sacó un revólver de calibre 38 de la cinturilla. Mia miró primero el arma y luego a Jeremy, que estaba temblando.
– Vete, Jeremy -le dijo-. Ahora. -Jeremy la miró acongojado y a Mia se le partió el corazón-. Vete, cariño. Todo irá bien, te lo prometo.
Kates le propinó un empujón.
– Ha dicho que te vayas.
Jeremy echó a correr.
La puerta de la calle se abrió y volvió a cerrarse.
– Tenemos al chico, Mia -dijo Spinnelli en su oído-. Lleva a Kates hasta la ventana.
Mia miró con el rabillo del ojo a su madre, maniatada junto al horno.
– Déjela ir a ella también.
Kates sonrió.
– Ella no era parte del trato. Además, es muy grosera.
– No puede matar a una mujer porque sea grosera -espetó Mia.
– Es evidente que todavía no han encontrado a Tania Sladerman, la empleada del hotel. Su madre se queda. Si usted no cumple, la mato. Si algo sale mal, ella será mi billete para salir de aquí.
– Sala de estar, Mia -susurró Spinnelli-. ¡Ahora!
Mia caminó hacia Kates en un intento de conducirlo hacia la ventana.
– Empecemos de una vez.
Kates agitó su arma.
– Siéntese. Lo haremos a mi manera. Póngase las esposas en las dos muñecas.
«No puede hacer eso -pensó Reed-. No lo hará». El chico estaba a salvo. Ahora Mia daría su siguiente paso. Entreabrió la puerta. Delante tenía una despensa con una puerta abierta que daba a la cocina. Se acercó con sigilo y asomó la cabeza. Annabelle Mitchell estaba sentada de espaldas al horno, maniatada y amordazada. Kates estaba entre la silla y el horno con una llave inglesa en la mano derecha y un cuchillo en la izquierda, apretando la hoja contra la garganta de Annabelle. Al verlo, la mujer abrió los ojos de par en par y Reed meneó la cabeza.
Sus ojos también se abrieron al reparar en el revólver de calibre 38 que descansaba en la parte superior del horno. En algún momento, Kates había ascendido de la pistola de calibre 22 que cogiera de la mesilla de noche de Donna Dougherty.
Cambió de posición hasta tener a Mia en el punto de mira. Estaba sentada en una silla, con las piernas abiertas e inclinada hacia delante.
– Solo hay una cosa que me intriga, Kates. -Tenía las manos entre las rodillas, manejando torpemente las esposas. Ganando tiempo. «Buena chica». Llevaba la pistola de reserva dentro de la bota. Él lo sabía bien. A esas alturas había tenido que quitársela varias veces. Mia estaba esperando la oportunidad para cogerla.
– ¿Solo una? -preguntó Kates con sarcasmo-. Dese prisa con las esposas -añadió impaciente- o la vieja la palma.
– Eso intento -espetó Mia-. Las manos me tiemblan, ¿vale? -Respiró hondo-. Sí, solo una cosa. Las mechas. ¿Por qué son tan cortas? Yo tengo dos teorías. -Levantó la vista con expresión socarrona-. El psiquiatra de mi departamento dice que su cuchillo es una extensión de su polla. Me pregunto si las mechas cortas también lo son.
Mia lo estaba pinchando para que utilizara el cuchillo con ella y no con su madre. Y aunque Reed comprendía su estrategia, el miedo le oprimió el corazón. Apuntó al pecho de Kates. En cuanto apartara el cuchillo de la garganta de Annabelle, sería hombre muerto.
Kates enrojeció.
– Maldita zorra. Sabía que mentiría.
– Y mi segunda teoría -prosiguió Mia con calma- es que las mechas cortas son su forma de hacer frente a la persona que en realidad mató a su hermano. Usted.
– Cierre el pico -susurró Kates, echando fuego por los ojos.
Reed comprendió que Mia estaba a punto de conseguirlo.
– Usted mató a su hermano -dijo la detective-. Cada vez que provocaba un incendio, una pequeña parte de usted confiaba en que el fuego se lo llevara a usted también. Porque usted es el culpable. Usted mató a Shane.
– No tiene ni idea de nada y va a morir. -Sin apartar los ojos de Mia, Kates arrancó la llave del gas del tubo. Pero en lugar de un silbido regular, se oyó un gorgoteo seguido de silencio. «Cuenta eso, imbécil», pensó Reed con satisfacción.
Kates contempló el tubo con cara de pasmo mientras Mia saltaba de la silla con la pistola de reserva en la mano. Pero antes de que Reed pudiera abrir la boca para avisarla, Kates le arrojó la llave inglesa a la cabeza. Mia la esquivó y Kates agarró su revólver.
Reed disparó. El fogonazo retumbó en el silencio de la cocina. El cuchillo de Kates cayó al suelo y, medio segundo después, también Kates. Reed corrió hasta él sujetando la radio con mano temblorosa, pulsando los botones a tientas y a ciegas. Apartó el revólver de la mano de Kates con una patada.
– Kates es nuestro. La madre de Mitchell está herida.
De la garganta de Annabelle brotaba sangre, pero no en exceso. Podría haber sido más grave. Reed agarró un trapo de la encimera y lo apretó contra la herida.
– Mia -dijo, volviéndose… y sus manos se detuvieron en seco.
– Maldita sea, Reed, ¿qué demonios haces ahí? -crepitó la voz furiosa de Spinnelli por la radio.
Pero Reed no contestó. No podía contestar. Mia yacía en el suelo, hecha un ovillo, con la camiseta blanca empapada de sangre. Se arrodilló a su lado, temblando.
– Mia. ¡Mia! -Le levantó la camiseta y el corazón se le paró-. Dios mío. -Tenía un enorme agujero en el costado y la sangre salía a borbotones.
Mareada por el dolor, Mia abrió ligeramente los ojos.
– Reed, ¿lo has atrapado?
Reed se quitó el abrigo y se desgarró la camisa. Tenía que detener la hemorragia o Mia moriría desangrada antes de llegar a urgencias.
– Sí, cariño. No te muevas. La ambulancia está en camino.
– Bien -respondió Mia. Un gruñido emanó de su pecho-. Duele.
Reed apretó la camisa contra la herida.
– Lo sé, cielo.
Mia respiró hondo.
– Debiste dejar que conservara las placas de identificación, Solliday.
La puerta de la calle se abrió de golpe y un equipo de urgencias entró en tropel, seguido de una multitud de agentes encabezados por Marc Spinnelli y Murphy. Murphy apartó a Reed mientras los sanitarios trasladaban a Mia a una camilla.
– La tensión está cayendo en picado. ¡Vamos!
Reed observó, entumecido, cómo la sacaban de la casa y la introducían en la ambulancia.
A renglón seguido, otro equipo se llevó a Annabelle Mitchell. Estaba viva pero inconsciente. Spinnelli se arrodilló junto a Kates y le colocó los dedos en la garganta.
– Está muerto. -Se levantó pesadamente, pálido bajo el frondoso bigote gris-. Un disparo en el pecho y otro en el hombro. De armas diferentes. ¿Quién hizo el disparo en el pecho?
– Yo. Mia le disparó en el hombro. -Las rodillas de Reed estaban amenazando con ceder-. Kates sostuvo un cuchillo en el cuello de Annabelle y luego apuntó con su pistola a Mia. Cuando Kates le arrojó la llave inglesa, Mia le disparó, pero su tiro salió desviado. El mío no. -Se inclinó y recogió su abrigo-. Me voy al hospital.
Spinnelli asintió con vacilación.
– Murphy, sigue a la ambulancia hasta el hospital y llévate a Solliday contigo. Terminaré con esto y luego me reuniré con vosotros.
Lunes, 4 de diciembre, 11:05 horas
– ¿Papá?
Reed abrió trabajosamente los ojos. Beth estaba en la puerta de la sala de espera de cirugía, con una camisa de su padre en la mano y el semblante asustado. Reed se obligó a levantarse pese a tener el estómago revuelto y las rodillas todavía débiles.
– Estoy bien, Beth.
La muchacha tragó saliva y se arrojó a sus brazos.
– Lo sé, lo sé. -Estaba temblando-. Me he enterado de lo de Mia y pensaba que podría haberte ocurrido a ti.
Reed la besó en la coronilla.
– Pues ya ves que no ha sido así. -Y tampoco debería ser el caso de Mia. «Debería haberle disparado a ese cabrón cuando tuve la oportunidad». Pero entonces habría puesto en peligro la vida de Annabelle. Curiosamente, Annabelle no aparecía en los dolorosos secretos que Mia le había desvelado. Pero no había percibido odio hacia su madre. No había percibido nada.
– ¿Cómo está Mia? -preguntó Lauren desde la puerta.
– Sigue en el quirófano. Estamos esperando. -Reed contempló la concurrida sala. Había veinte rostros asustados y demacrados, casi todos por Mia-. Todos estamos esperando.
Beth olisqueó a su padre.
– Hueles a humo. Creía entender que no hubo fuego.
– Es humo de cigarrillos. -La cara de pasmo de Beth le arrancó una leve sonrisa-. No míos. -Murphy se había fumado un paquete entero camino del hospital, abandonando las zanahorias. No podía reprochárselo-. Gracias por la camisa. -Se la puso y no dijo nada cuando Beth se acercó para abotonarla. Habría sido incapaz de abrochársela solo.
Un médico entró en la sala con expresión deliberadamente circunspecta y a Reed se le paró el corazón. «Ha muerto». Beth le estrechó una mano y Dana, la amiga de Mia, se levantó con la cara pálida. Temblaba. Ethan se levantó también y la sostuvo.
– Estoy buscando a la familia de la detective Mitchell.
– Soy su hermana -dijo Dana, y señaló a Reed-. Y él es su prometido.
El médico asintió cansinamente.
– Acompáñenme.
Pasando por alto las miradas de incredulidad, Reed siguió al médico y a los Buchanan hasta un pequeño despacho. El médico señaló unas sillas y cerró la puerta.
– Está viva.
– Dios. -Dana se derrumbó sobre su marido. Buchanan sentó a su esposa en una silla y permaneció de pie, a su lado, con las manos en sus hombros.
– ¿Pero? -dijo Reed. Seguía de pie. Se lo debía a Mia.
– La bala ha hecho mucho daño. Hay varias lesiones internas, pero la más grave era la del riñón derecho. Tuvimos que extirpárselo.
Reed tomó asiento. Miró a Dana, los ojos enormes sobre su pálido rostro, y supo que comprendía el verdadero significado de las palabras del doctor. Pero Ethan Buchanan no.
– ¿Y? Tiene otro. Se puede vivir con un riñón, ¿no es cierto?
– Mia solo tenía uno -dijo Reed. Quería tirar algo, pero se contuvo-. ¿Y ahora qué?
– Todavía no está fuera de peligro. Ha perdido mucha sangre y su estado es aún inestable. Sabremos más dentro de veinticuatro horas. Pero si sobrevive, tendrá que considerar las opciones.
– Diálisis o donación -dijo Reed-. Hágame las pruebas. Le daré uno de mis riñones.
El médico lo miró con simpatía.
– Es más probable que alguien de la familia sea compatible.
Dana parecía incómoda.
– Hágame las pruebas a mí, aunque en realidad somos… hermanas adoptivas.
– Y mi esposa está embarazada -añadió Buchanan.
El médico suspiró.
– Entiendo.
– Tiene a su madre y a una hermana biológica -dijo Dana.
Ahora era el médico el que parecía incómodo.
– La madre se ha negado a hacerse las pruebas.
Reed lo miró boquiabierto.
– ¿Qué?
– Lo siento. La señora Mitchell está consciente y se ha negado.
Pero Dana no parecía sorprendida.
– Su hermana Kelsey está en la cárcel de mujeres de Hart.
– Ya no. La han trasladado. Spinnelli sabe adónde. -Reed miró a Dana-. También está Olivia.
Dana asintió lentamente.
– Probemos primero con Kelsey. Mia me contó lo ocurrido entre ella y Olivia. Puede que no se muestre muy receptiva ahora mismo.
– No tiene que ser ahora -intervino el médico-. Puede sobrevivir con diálisis.
– Pero no volverá a ser policía -dijo Reed sin más.
El médico meneó la cabeza.
– Detective de Homicidios, desde luego, no. Quizá un trabajo de despacho.
Reed tragó saliva. «Eso es lo que soy», le había dicho Mia.
– Creo que Mia preferiría antes la muerte.
El médico le dio unas palmadas en el hombro.
– No tomen ninguna decisión drástica por el momento.
Se marchó y Reed se llevó los dedos a las sienes.
– Ojalá hubiera disparado a ese cabrón cuando tuve la oportunidad. Estaba intentando salvar a la madre, maldita sea.
– Y ahora ella se niega a hacerse las pruebas -murmuró Ethan.
– Es una mujer amargada -dijo Dana con voz queda-, pero Mia no habría querido que obraras de otra manera, Reed. Hablaré con Kelsey. Estoy segura de que aceptará. Quiere mucho a Mia. -Respiró hondo-. Lamento haber dicho que eras su prometido, pero supuse que querías ver a Mia, y no te dejarían verla si no lo fueras. -Sonrió, pero su mirada era de desconsuelo-. En las pelis funciona.
Reed dejó escapar una risa triste.
– Felicidades por el bebé. Mia me lo ha contado. -La noche antes, mientras hacían guardia en el coche, esperando a Kates.
Los ojos de Dana se llenaron de lágrimas.
– Tiene que ponerse bien. Es la madrina.
– También me lo contó. Está encantada.
Dana pestañeó para ahuyentar las lágrimas.
– Las hormonas -murmuró-. Tengo que ir a casa para organizarme con la mujer que está cuidando de nuestros niños. Volveré más tarde, cuando Mia se haya despertado. No dejes que nadie se lo cuente hasta que yo vuelva, ¿vale?
Reed tenía ganas de llorar, pero asintió.
– Vale. Por el momento simplemente les diremos a los demás que la operación ha ido bien.
Dana le estrechó las manos, como hiciera el día que se conocieron.
– Y rezaremos.
Martes, 5 de diciembre, 7:25 horas
– ¿Cómo está? -susurró Dana.
Reed hizo ademán de levantarse, pero ella lo empujó contra la silla que había colocado junto a la cama de Mia, en la UCI.
– Igual. -Mia no se había movido en todo ese tiempo-. El médico dice que si duerme tanto puede deberse al agotamiento de la última semana y al hecho de haber regresado demasiado pronto al trabajo después de la última herida.
Dana acarició dulcemente la frente de Mia.
– Nuestra chica tiene la cabeza dura. No puedes decirle nada.
«La bala habría rebotado en tu dura cabezota -había dicho Jack-. A veces me gustaría que no fueras a prueba de balas». Y no lo era.
– Lo último que dijo fue que debí dejar que conservara sus placas de identificación. No soy un hombre supersticioso, pero me pregunto si tenía razón.
– Recuérdame que te dé un beso -dijo suavemente Dana-. Esas placas tenían que desaparecer y me alegro de que la convencieras para que se las quitara. Reed, Mia es policía, corre riesgos todos los días. La superstición no tiene nada que ver con esto. ¿Has descansado?
– Un poco.
La mirada de Dana era serena, tranquilizadora.
– ¿Por qué se negó su madre a hacerse las pruebas?
– Annabelle siempre culpaba a sus hijas de todo. Pensaba que si hubieran sido varones, la vida habría sido diferente. Si hubieran sido varones, Bobby Mitchell habría encontrado otra razón para maltratarlos. El problema era él. Kelsey y Mia lo pagaron caro.
– ¿Sabes si Mia quiere a su madre?
Dana levantó un hombro.
– Creo que se siente en deuda con ella. Estás intentando encontrar sentido a algo que no lo tiene. Crees que si ella quisiera a su madre a pesar de todo, lo que hiciste estaría, en cierto modo, justificado. No funciona así.
– Hablas como un loquero -farfulló Reed, y Dana rio suavemente.
– Vete al hotel a dormir, Reed. Me quedaré con ella y te llamaré en cuanto se despierte, te lo prometo. -Esperó a que se levantara para tenderle una bolsa de la librería-. Lo he encontrado en mi sala de estar. El domingo trajo un libro para Jeremy y se dejó esto. Es para ti. -Esbozó una leve sonrisa-. No es la clase de cosas que ella lee, así que lo abrí. Asegúrate de leer la nota.
Reed esperó a estar de vuelta en su habitación del hotel, solo por primera vez desde… desde el sábado por la noche, se percató, cuando, sentado en su sala de estar, comprendió que Mia le hacía feliz. Mia iba a despertar. Tenía que despertar. No podía creer en otra posibilidad.
Sacó el libro de la bolsa y frunció el entrecejo. Era de poesía. Poesía radical, sarcástica, de un tipo llamado Bukowski. Se titulaba El amor es un perro infernal. Espiró hondo y lo abrió por la nota que Mia le había escrito. Como todo lo demás, su letra era amplia, descontrolada, caótica.
No es mi corazón. Más bien mi bazo. Pero mis palabras son torpes y este tipo dice lo que siento. Puede que, después de todo, me guste la poesía.
¿No era su corazón? «Oh». Cerró los ojos, recordando la noche que Mia le vio la cadena con el anillo en el cuello. Había estado leyendo el cuaderno de poemas de Christine. Cuando despertó, el cuaderno estaba en la mesilla de noche. Mia debió de leer la dedicatoria de Christine. Ahora el cuaderno de Christine, cargado de lirismo, había sido destruido y en sus manos sostenía un libro nuevo de palabras crudas, apasionadas, en ocasiones vehementes. Pero el sentimiento le tocó hondo y mientras leía el libro que ella había elegido, finalmente se permitió derramar las lágrimas que llevaba tantos días conteniendo.
Se pondría bien. Mia era demasiado testaruda para aceptar otro resultado. «Y yo».