Domingo, 12 de agosto, 9:25 horas
– ¡Reed!, ¡ya está bien! -Mia apartó la mano que la sobaba-. Mira.
– Es lo que intentaba -protestó Solliday.
– Lo que digo es que mires las noticias. Lynn Pope, de Chicago on the Town, insistió en que no me perdiese el programa de esta mañana.
Reed lanzó un suspiro por el sexo matinal que no tendría lugar, se incorporó en la cama y rodeó a Mia con un brazo. A Mitchell ya no le costaba apoyarse en él, pese a que se trataba de una sensación todavía novedosa, tan reciente como la gratitud que Reed experimentaba cada vez que despertaba a su lado.
Mia era una mujer extraordinaria y una policía competente. Había vuelto al trabajo cuatro meses después de la intervención quirúrgica. El primer día que la vio ajustarse la cartuchera, a Reed se le encogió el corazón de miedo, pero no dijo nada. Durante la primera semana, Mia y Abe Reagan detuvieron a dos asesinos. Desde entonces la observaba cada día cuando se ajustaba la cartuchera y todavía se le encogía el corazón, pero sabía que era una buena policía, incluso mejor gracias a la valoración añadida de su propia mortalidad. Era cuidadosa y tenía mucho que perder como para no serlo. Durante el resto de su vida tendría que vigilar su salud y tomar medicación, pero estaba viva y por ese motivo Olivia Sutherland figuraba para siempre en su lista navideña.
Mia era una buena madre, tal como Reed sabía que lo sería, pese a que descubrirlo la dejó estupefacta. Jeremy estaba cada vez mejor y había descubierto que el fútbol le gustaba. Mia lo preparaba para las ligas infantiles. De todos modos, Jeremy todavía encontraba tiempo para ver el canal temático de historia.
La detective había perdido la condición de hija. Annabelle Mitchell se había molestado porque Mia contó «mentiras» sobre Bobby cuando negoció la liberación de Jeremy. Por si eso fuera poco, «todos los policías la oyeron por radio», cuestión que, según sospechaba Reed, era el verdadero pecado. No se trataba de la «mentira», sino de la revelación, que no había dado lugar a la compasión que Mia tanto temía. Se había ganado el respeto de los demás a lo largo de su trayectoria profesional y era una buena policía.
Solliday besó la coronilla de Mia. También era una buena esposa. El día de la boda, Beth le comunicó que empezaba la primavera. No lo había planeado, pero le pareció adecuado. Beth supuso que Christine estaría de acuerdo y Reed coincidió.
– ¿Qué estamos viendo? -preguntó Solliday cuando la imagen de una entrega de premios ocupó la pantalla.
– Lynn Pope fue postulada al premio como locutora del año por el reportaje que realizó sobre Bixby y el Centro de la Esperanza. Parece que ha ganado. Espero que Wheaton lo esté viendo desde la celda.
– No es que estemos resentidos ni nada que se le parezca… -bromeó Reed y Mia le asestó un codazo.
La imagen mostró el Centro de la Esperanza y un extracto del testimonio que Pope había divulgado hacía meses. Como estaban empeñados en poner a prueba métodos terapéuticos que todos los grupos serios habían rechazado, Bixby y Thompson crearon el Centro de la Esperanza. Investigaciones posteriores demostraron el manejo incorrecto de fondos estatales, así como de las comisiones abonadas por visitadores médicos de los laboratorios farmacéuticos que pretendían el uso exclusivo de sus productos. Despidieron a los profesores antes de que se convirtiesen en sospechosos. Entonces sucedió lo imprevisto y Andrew Kates dio a conocer el trabajo de la vida de Bixby.
Pope había rastreado a Bixby hasta Londres, donde pretendía permanecer discretamente hasta que se calmase el revuelo causado por el caso Kates. Una vez recobrada la calma, pensaba reanudar su trabajo, pero la investigación de Pope dio por resultado la clausura del centro y la recolocación de los internos.
– Espero que esos chicos tengan la oportunidad de rehabilitarse -comentó Reed mientras Pope cerraba el programa.
Mia parpadeó y lo miró sorprendida.
– Por lo que tengo entendido no crees en la rehabilitación.
Reed se encogió de hombros.
– Puede que para algunas personas no funcione, pero a Kelsey le ha servido.
– De todas maneras, sigue entre rejas.
Mia recordó que a su hermana habían vuelto a negarle la libertad condicional. Reed la abrazó.
– La próxima vez.
– Tal vez. -Mia no se dejó arrastrar por la pena y abandonó la cama-. No es un día para tristezas. Solliday, levántate y vístete. No puedo llegar tarde. -El teniente no se movió, aunque se acomodó de lado para verla mejor mientras se vestía-. Reed, no tenemos todo el día. Ya sabes que tardas una eternidad en elegir los zapatos.
– Porque son un accesorio importante. Espero que no te pongas botas para ir a la iglesia.
– No, he comprado estos zapatos. -Mia hizo una mueca de dolor y le mostró un par de sandalias atrevidas y con tacón de aguja-. Me haré daño en los pies por una cría que ni siquiera se acordará.
– Estoy seguro de que cuando crezca se lo recordarás -replicó Reed con ironía y escogió el traje que quería ponerse-. Mia, no todos los días ejerces de madrina. Déjate de tonterías y ponte las sandalias.
Mia cogió la foto que tenía en el tocador. Aunque arrugada, para Mia la recién nacida era preciosa. Se trataba de Faith Buchanan, la hija de Dana. Para esa niña también sería la tía Mia. Le pareció perfecto porque para Jeremy sería mamá. Aún no la había llamado así, pero seguro que no tardaría. Mia no sabía cómo reaccionaría la primera vez que lo oyera. Probablemente de la misma forma que la primera vez que Reed le dijo que la quería: llorando como un bebé.
– Mia, ¿piensas dedicar el día a mirarte en el espejo? Necesito ayuda con los botones.
La detective parpadeó, pues no se había dado cuenta de que miraba su propia imagen. Dejó la foto sobre el tocador, abotonó rápidamente la camisa de Reed, le hizo el nudo de su corbata y le colocó el alfiler.
– ¿Cómo te apañabas hasta que entré en tu vida?
Reed le besó la punta de la nariz.
– Tardaba mucho más en vestirme, sin hablar de que me comía los frankfurts a palo seco y dormía solo. -Sonrió a su esposa-. Mi calidad de vida ha mejorado enormemente.
A Mia no le quedó más opción que reír.
– La mía también.