Capítulo 15

Jueves, 30 de noviembre, 8:10 horas

– ¿Cuenta hasta diez y vete al infierno? -Spinnelli se sentaba a la cabecera de la mesa, con el ceño fruncido.

Jack estaba allí, junto con Sam y Westphalen. Al parecer, Spinnelli debía de estar reforzando las tropas porque incluso Murphy y Aidan Reagan se habían unido a ellos. Mia se había llevado la silla lo más lejos posible y se sentaba sola con los ojos cerrados, pero Reed sabía que sus emociones estaban al rojo vivo. Le había llamado al salir del hospital, con la voz cargada de desesperación.

– Esas han sido sus palabras en el lecho de muerte -dijo, ahora de manera inexpresiva-, literales.

Westphalen la miraba con atención.

– ¿Qué crees que significa, Mia?

– No lo sé. Al principio pensaba que me estaba diciendo a mí que me fuera al infierno. -Resopló una vez, expresando un sarcasmo doloroso-. Dios sabe que tenía razón.

– Mia -empezó Spinnelli, pero ella levantó la mano y se puso muy tiesa en la silla.

– Lo sé. No es culpa nuestra. Creo que es lo que él le dijo, Miles, justo antes de que le prendiera fuego. Nunca había visto nada igual. Y sé que no quiero volver a verlo.

– Entonces pongámonos a trabajar. -Spinnelli se dirigió hacia la pizarra blanca-. ¿Qué es lo que sabemos?

– Bueno, Manny Rodríguez no ha podido hacerlo -dijo Mia-. Estaba a buen recaudo.

– Estabas en lo cierto con respecto a él -coincidió Spinnelli-. Ahora es aún más importante averiguar lo que sabe y lo que no nos está contando. ¿Qué más? ¿Qué sabemos de las víctimas?

– Brooke Adler y Roxanne Ledford -dijo Mia-. Las dos eran profesoras. Brooke de literatura inglesa, Roxanne de música. Roxanne tenía veintiséis años y Brooke acababa de cumplir los veintidós.

La expresión de Spinnelli era de triste resignación.

– ¿Causa de la muerte?

– La causa de la muerte de Adler ha sido un colapso cardiovascular derivado de unas quemaduras fatales -informó Sam-. La causa de la segunda víctima ha sido una herida punzante en el abdomen.

– ¿Y la navaja? -preguntó Mia en tensión.

– De unos quince centímetros de largo, fina y afilada. Se la clavó en la cavidad abdominal y -acompañó sus palabras de un movimiento de corte horizontal- le hizo un corte de unos doce centímetros.

– La navaja tiene relación con el asalto sexual a sus víctimas -intervino Westphalen-. Muchos creen que la navaja es una extensión de su pene.

– Me gustaría aplicarle un cuchillo a su extensión -murmuró Mia.

Reed se encogió, y no fue el único.

– ¿Inhalación de humo? -preguntó.

– Ninguna. Ledford murió en unos minutos como máximo. Bueno, antes de que empezara el fuego.

Spinnelli lo escribió en la pizarra y luego se giró.

– ¿Qué más?

– El coche de Adler no está. -Mia comprobó sus notas-. Hemos emitido un aviso a todos los efectivos, pero hasta el momento nada.

– Ha repetido esa parte de su modus operandi -dijo Spinnelli, pensativo-. ¿Qué más es igual?

– El dispositivo es el mismo -comentó Reed-. He encontrado restos en el dormitorio de Brooke y en la entrada principal del edificio.

– Las piernas de Adler estaban rotas como las de las dos primeras víctimas -añadió Sam-, pero no tenía cortes como la señora Hill. De haberlos tenido lo más probable es que no hubiera vivido lo suficiente como para ser rescatada. Ledford solo tenía la herida de arma blanca y las quemaduras causadas por el fuego.

– Creo que podemos decir que Roxanne Ledford lo sorprendió -afirmó Jack-. Encontramos trozos de violín alrededor de donde los bomberos encontraron el cuerpo. Creo que le golpeó con él.

– Después de llamar a la policía -murmuró Mia.

– Y podemos dar gracias por eso -declaró Spinnelli-. Si no le hubiera golpeado, Adler no habría vivido tanto y podría haber muchas otras personas heridas.

– Allí vivían treinta personas -dijo Reed-. Ledford tal vez les salvara la vida.

– Estoy segura de que eso será un gran consuelo para la familia de Roxanne -replicó Mia con dureza.

– ¿Se lo has dicho? -preguntó Westphalen con amabilidad.

– Hace dos horas. No se lo han tomado bien.

«Ni tampoco Mia», pensó Reed.

Murphy le apretó el brazo.

– ¡Es una mierda, niña! -espetó mientras mordisqueaba su dichosa zanahoria.

Ella se rio amargamente.

– ¿Tú crees?

Reed deseó tocarla también, cogerla de la mano, pero sabía que era impensable. Fijó los ojos en la pizarra.

– No ha habido explosión de gas. Los apartamentos solo tenían electricidad. También había una diferencia en los fragmentos de huevo. -Empujó hacia la mesa un tarro de cristal que contenía un pedazo de plástico fundido-. Lo he encontrado a pocos centímetros de la puerta del dormitorio de Brooke. Creo que el huevo se deshizo antes de que se quemara la mecha. Nunca se hizo añicos.

El bigote de Spinnelli se torció hacia abajo.

– Interesante. ¿Teorías?

– Bueno, si yo hubiera preparado el dispositivo lo habría puesto en el mismo colchón. Habría prendido fuego rápido y habría estado más cerca del cuerpo de Adler, pero no creo que estuviera allí.

Aidan Reagan estaba tomando notas en una libreta.

– ¿Por qué no?

– Porque si hubiera estado en el colchón, ella no habría estado viva cuando Hunter y Mahoney entraron en el dormitorio; habría tenido el mismo aspecto que Penny Hill y Caitlin Burnette. Además, el resultado del incendio indica que el fuego empezó en el suelo cerca de la puerta, de modo que tardó unos minutos en propagarse hasta la cama.

– Eso explicaría las graves quemaduras de la segunda víctima: Ledford -dijo Sam-. Aunque su cuerpo no tenía ningún catalizador, estaba más cerca del origen.

– Y por último, he encontrado lo que parece ser nitrato de amonio depositado en lo profundo de las fibras de la alfombra. De algún modo el huevo acabó en el suelo, con bastante fuerza como para abrirse.

– ¿Ella le daría una patada? -preguntó Mia y Reed se encogió de hombros.

– Es posible.

Sam sacudió la cabeza.

– Tenía las piernas rotas. Cuesta creer que le diera una patada.

– El médico dijo que costaba creer que pudiera murmurar después de estar sedada -explicó Mia-. Sentía un dolor atroz, sin embargo seguía preguntando por mí.

– Ella intentó apuñalarlo -comentó Jack-. Encontraron un cuchillo de carnicero en el suelo del salón, con las huellas de Adler. Por desgracia, no había sangre, así que no lo alcanzó.

– Creo que Brooke Adler era mucho más fuerte de lo que yo creía ayer. -La sonrisa de Mia era amarga-. Eso también será de gran consuelo para sus padres.

– Mia. -La boca de Westphalen se curvó de conmiseración-. ¿Se lo has contado a las dos familias una detrás de otra?

– Estoy segura de que para ellos ha sido más infierno que para mí. Pero hablando de infiernos, creo que él dijo «vete al infierno» como una especie de vínculo simbólico con el fuego.

– Eso tiene mucho sentido -coincidió Westphalen-. Así que las personas a las que está matando han hecho algo por lo cual él las está condenando al infierno. ¿Y lo de «cuenta hasta diez»?

– La mecha -dijo Reed-. El vecino de Penny Hill, el señor Wright, dijo que había oído chirriar los neumáticos, vio el coche alejándose y al cabo de un segundo la casa explotó. Bueno, suponiendo que Wright tenga… bueno, razón, y suponiendo que el asesino de Hill echara a correr en cuanto prendiera la mecha, dispondría de diez a quince segundos para escapar. He hecho la prueba.

– Pero ¿por qué «diez»? -caviló Westphalen-. Ha de tener cierto sentido más allá de una beligerancia al estilo de Clint Eastwood.

Mia tensó el rostro.

– Espero que no sea el número de personas que planea matar.

Hubo un segundo de silencio.

– Bueno, esa es una idea que levanta el ánimo -murmuró Jack.

– A ver si tenemos alguna noticia alentadora -dijo Spinnelli con toda la intención-. ¿Jack?

– Estamos comprobando huellas día y noche. En teoría, todas las huellas del taller de arte y del laboratorio de ciencias están registradas. Se ha tomado las huellas dactilares a toda persona del Centro de la Esperanza, personal y residentes, pero un juego de huellas no coincidía con ninguna de las huellas del registro. Y aunque es una redundancia decirlo, no pertenecían a Manny. Además, las huellas no coinciden con ningunas del Sistema Automático de Identificación Dactilar, así que nuestro tipo no tiene ningún documento.

– Alguien ha entrado en la escuela sin que se le tomaran las huellas -reflexionó Spinnelli.

– Tal vez. -Mia miró a Reed a los ojos y él vio los engranajes de su cabeza mientras discurría-. Pero Secrest no parecía un inútil. Es un hijo de puta reservado, pero sabe lo que pasa en el centro. No lo veo dejando que alguien se pasee por allí. Bixby tenía tarjetas con las huellas de cada profesor y de cada delincuente juvenil, del pasado y de la actualidad. Todas las huellas deberían estar registradas.

Reed creyó saber adónde quería llegar.

– De modo que a Secrest se le pasó por alto alguien o una de las tarjetas de huellas que Bixby nos ha dado es errónea, ya sea premeditadamente o por descuido.

Spinnelli tensó la mandíbula.

– Tomadles las huellas a toda la escuela. Si se niegan, detenedlos.

Mia esbozó una sonrisa astuta.

– Será un placer.

– ¿Has encontrado alguna relación entre los archivos de Burnette y los de Hill? -preguntó Spinnelli.

– Mmm, no.

Mia perdió la compostura por un instante y Reed no pudo evitar pensar en lo que había estado haciendo en vez de leer archivos, pero tenían derecho a disfrutar de un poco de tiempo libre. Él no se sentía culpable por ello y esperaba que ella tampoco. Mia se aclaró la garganta.

– Seguiremos buscando. ¿Las noticias dan el nombre de las chicas?

– Yo he visto dos emisoras locales -se ofreció Aidan-. El canal cuatro y el canal siete han dicho que no harían público el nombre de las víctimas hasta que se lo hubieran notificado a las familias.

– Yo he visto las noticias del canal nueve -añadió Westphalen-. Lo mismo.

– Y el fuego ha empezado después de la hora de cierre de las ediciones de todos los periódicos -dijo Mia.

Reed siguió el hilo de su razonamiento.

– Así que podemos suponer que Bixby y sus amigos no han oído hablar todavía del asesinato, a menos de que alguien esté implicado.

Mia asintió, levantando las cejas.

– Creo que volveré al Centro de la Esperanza esta mañana. Quiero ver si el Eje del Mal puede mirarnos a la cara.

Los labios de Reed se curvaron.

– ¿El Eje del Mal? Bixby, Thompson y Secrest. Funciona.

Mia le devolvió la sonrisa, luego su boca volvió a adquirir esa expresión sombría.

– Y quiero decirle a Manny que Brooke está muerta. Tal vez eso lo ponga lo bastante nervioso como para que nos cuente lo que está ocultando.

– Espera hasta que haya hablado con él -le pidió Westphalen-. Me temo que si lo presionas demasiado, se vendrá abajo y no sacaremos nada de él. Habré acabado a la hora de comer.

– De acuerdo, pero no más tarde. No quiero que le dé tiempo para rectificar su historia.

– ¿Qué hay del apartamento de Adler? -preguntó Murphy-. ¿Había alguna cámara de seguridad en el edificio?

– No -dijo Reed-. Era un lugar sencillo y el mantenimiento dejaba mucho que desear. Un par de pisos ni siquiera tenía detectores de humo. Tendremos que interrogar a los residentes a la vieja usanza para comprobar si alguien lo ha visto.

– Murphy y Aidan, vosotros tomad declaraciones -dijo Spinnelli-. ¿Algo más? -preguntó mientras todos se levantaban-. Entonces reunámonos aquí a las cinco. Quiero un sospechoso con nombre, Mia.

Mia suspiró.

– Por pedir que no quede.


Jueves, 30 de noviembre, 8:15 horas

Tuvo que entornar los ojos para comprobar los titulares. Se sentía cansado. Estaba considerando decir que estaba enfermo, pero eso habría parecido sospechoso, dadas las circunstancias.

Pero ¿cuáles eran las circunstancias? Anoche había estado de buena racha. Cuatro. Liquidados. Muertos. Aquello tenía que ser un récord. Al menos para él lo era. «Mi récord personal». Se rio y pasó la siguiente página del Bulletin. Parecían ser los más rápidos con las historias nuevas, así que empezó por su artículo, pero no había nada nuevo sobre él en la página uno. Solo una chapuza reciclada sobre la conferencia de prensa del día anterior. Se sentó un poco más erguido. Había merecido una conferencia de prensa. «Guay».

Echó un vistazo a las otras noticias y se detuvo al final de la página tres donde vio dos nombres familiares. Joanna Carmichael y nada más y nada menos que la detective Mia Mitchell.

Parecía ser que a Mitchell le habían disparado el martes por la noche. Un pistolero había disparado en su barrio, en el 1342 de Sedgewick. Bueno, aquello no era algo que se viera cada día; la dirección de un policía impresa en el periódico. Tenía que ser el destino, o el karma o lo que fuera. Se estaba convirtiendo en un firme creyente en el destino. Parecía ser que aquel pistolero le guardaba algún tipo de rencor a la buena detective, relacionado con otro tiroteo de hacía casi tres semanas. Parecía ser que el pistolero era una mierda de tirador y había salido corriendo.

Arrancó el artículo y recortó meticulosamente los bordes. Mitchell era una dama muy ocupada. Tenía un montón de enemigos. El día anterior había estado demasiado cerca. Con Brooke Adler muerta, tenía muchas razones para acercarse más. Si le pegaban un tiro, pondrían más policías, pero buscarían a ese tipo. Pasó el dedo por debajo del nombre del pistolero. Melvin Getts. Si Mitchell moría, se esforzarían más en encontrar al pobre cabrón. Sería una distracción y de momento era todo lo que necesitaba. Solo un poco de distracción para ganar un poco de tiempo.

Metió el artículo en el libro, junto con los demás. Ya dormiría cuando hubiera acabado. Ahora tenía que atar un cabo suelto, y luego poner cara triste. La pobre Brooke estaba muerta; se mostraría desolado y presto para ofrecer su ayuda personal a los polis.

Era lo menos que podía hacer.


Jueves, 30 de noviembre, 8:35 horas

Un bostezo gigante pareció dividir la cabeza de Mia en dos.

– Estoy cansada.

– Yo también. -Solliday estaba escribiendo en el ordenador a ritmo lento y metódico.

Él tenía un aspecto fresco y profesional, no parecía nada cansado, y durante un segundo se permitió el lujo de recordar qué aspecto tenía despatarrado en su cama después del tercer mejor polvo que a Mia le habían echado en la vida.

– ¿Qué estás haciendo?

Reed contestó sin levantar la mirada.

– Creo que antes de volver al Centro de la Esperanza, deberíamos conocer un poco el historial de los actores. -Esbozó una sonrisa-. Me refiero al Eje del Mal.

– Tendría que haberlo hecho yo antes -murmuró Mia y se levantó de la silla.

– Bueno, pero no lo has hecho -dijo Solliday con dulzura-. Por eso tienes un compañero, Mia, para que no tengas que hacerlo todo tú sola.

La detective apoyó la cadera en el escritorio y tomó aire, respirando su loción para después del afeitado. Tenía la cara suave alrededor de la perilla que le había hecho cosquillas en la cara interna de los muslos. Espiró sonoramente.

– ¿De modo que para eso tengo un compañero? -murmuró con un volumen de voz que solo lo oyó él.

Los dedos de Reed se frenaron en el teclado, y luego reanudaron su ritmo constante.

– Mia -le advirtió entre dientes, con la boca pequeña.

– Lo siento, tienes razón.

Se recobró y prestó atención a la pantalla. Reed sabía moverse en las bases de datos de la policía. Nunca había pensado en que los investigadores jefe de incendios la usaban. Últimamente estaba aprendiendo mucho acerca de los investigadores jefe de incendios.

– ¿Qué has descubierto?

Pulsó unas cuantas teclas y leyó la pantalla con interés.

– Secrest es un ex policía.

– Muchos policías se pasan a la seguridad privada cuando se retiran. No me sorprende.

– No, pero esto sí. Dejó la policía y se fue a trabajar para Bixby hace cuatro años, justo dos años antes de que se retirara del Departamento de Policía de Chicago.

– Se perdió una jugosa pensión -murmuró Mia-. Me pregunto qué ocurriría.

– Tal vez puedas hablar con alguno de sus viejos amigos y averiguarlo.

– Le pediré a Spinnelli que lo haga. Él puede conseguir información que yo no podría. ¿Y qué hay de Thompson?

– Nuestro servicial psicólogo del colegio -murmuró Reed-. No está registrado en esta base de datos. -Lo buscó en Google-. Thompson es un médico de Yale.

Mia frunció el ceño.

– ¿Qué está haciendo un chico de Yale en un centro de menores? El sueldo es una mierda.

– Es autor de un libro: Rehabilitación de delincuentes juveniles. He comprobado el expediente de Manny del Centro de la Esperanza. Ha estado haciendo terapia con Thompson durante algún tiempo.

Mia enarcó las cejas.

– Me pregunto si el doctor Thompson no estará planeando una continuación.

– Eso explicaría su rabieta cuando detuvimos a Manny. ¿No podemos acceder a sus archivos?

– Probablemente no basándonos en lo que tenemos, pero podemos pedírselo. ¿Y qué hay de Bixby?

Reed mantuvo los ojos fijos en la pantalla.

– Es autor de unos pocos artículos sobre educación.

– Dos de los artículos son sobre educación en rehabilitación -destacó Mia.

– Otra vez me pregunto por qué no busca un salario más alto.

– Lo descubriremos. Comprueba lo de Atticus Lucas, el profesor de arte.

Reed hizo lo que le pedía.

– Ha expuesto antes. -Recorrió rápidamente la página y luego levantó la mirada hacia ella-. En galerías prestigiosas. Vuelvo a preguntarme por qué está allí.

– ¿Y qué hay del Centro de la Esperanza? Será una organización sin ánimo de lucro, ¿verdad? ¿Sabes cómo comprobar las finanzas?

Le dirigió una mirada demasiado paciente.

– Sí, Mia.

Ella le devolvió una mirada adusta.

– Entonces mira si puedes averiguar algo mientras yo escucho mi buzón de voz. Luego seguiremos. Todos los profesores estarán allí a las nueve.

Un periódico aterrizó en su escritorio. Murphy estaba allí de pie mirándola fijamente.

– ¿Qué? -preguntó ella.

– Vuelves a estar en las noticias, chica glamurosa. En la página tres del Bulletin, abajo a la derecha.

Por un momento Mia se preguntó si Carmichael ya habría informado de su noche salvaje con Reed, pero rechazó la idea. La edición del Bulletin la cerraban a la una. Reed no se fue hasta casi las cuatro. Bajó la mirada y notó que la sangre le afloraba al rostro.

Era peor, mucho peor. Estaba perdiendo los nervios y luchó contra el impío deseo de echar las manos al cuello de Carmichael.

– Quiero… -«Matar a esa mujer». Se mordió la lengua y miró a Solliday, cuyos ojos expresaban preocupación-. Carmichael. Ha descubierto que Getts nos disparó el martes por la noche. Ha puesto la dirección de mi casa. Primero Wheaton, ahora esto. Ya no tengo intimidad. Ya sabes, odio a los reporteros.

– ¿Qué pasa con Wheaton? -preguntó Murphy y ella suspiró.

– Ella se fijó ayer en la rubia misteriosa. Intentó utilizarla para que Reed le diera información confidencial sobre este caso.

– Pero no se la diste, Solliday. -Los dedos de Murphy tamborilearon sobre el escritorio de Mia.

Reed le dirigió una mirada impaciente.

– Claro que no. -Cogió el periódico con tranquilidad, pero tenía la mandíbula crispada y los ojos centelleantes de rabia-. Tienen que pararle los pies.

– Se ampara en la Primera Enmienda. -Mia se humedeció los labios con la lengua-. Wheaton no está en mi lista de Navidad, Reed. No me importa si me sirve a DuPree en una bandeja.

Los ojos de Reed irradiaban rabia.

– Eso lo arreglaría sin duda. Mia, no puedes quedarte en tu casa. Todos los sapos comemierda de la ciudad estarán merodeando por la puerta de tu casa.

Mia sonrió.

– ¿Sapos comemierda? Creo que estoy empezando a ser una mala influencia para ti, Solliday.

– Lo digo en serio, Mia. Tienes que buscarte otro apartamento.

– Tiene razón, Mia -añadió Murphy-. Es como si te hubiera pintado una diana en el culo.

– No me voy a mudar y no voy a hablar de esto ahora. Voy a escuchar mi buzón de voz y luego a hacer mi puto trabajo. -Cogió el teléfono, haciendo caso omiso de los dos hombres furiosos. Luego frunció el ceño-. Tengo un mensaje del doctor Thompson de anoche.

– ¿Y ahora cuál de los del Eje del Mal es? -preguntó Murphy aún enfadado con ella.

– El psicólogo del centro. Dijo que necesitaba vernos, que era urgente.

– No creo ni una palabra de lo que dice -espetó Reed apretando los dientes.

– Ni yo, pero veamos qué es lo que quiere.


Jueves, 30 de noviembre, 9:15 horas

– Somos Solliday y Mitchell; venimos a ver al doctor Bixby y al doctor Thompson -dijo Reed.

La boca de Marcy se tensó.

– Avisaré al doctor Bixby.

Secrest estaba con Bixby, pero Thompson no. Reed llegó a la conclusión de que ninguno sabía lo de la muerte de Brooke Adler, o si lo sabían, lo ocultaban muy bien.

– ¿Puedo ayudarles? -preguntó Bixby de manera formal.

– Hemos preguntado por el doctor Thompson -le dijo Mia-. Nos gustaría hablar con él.

Bixby frunció el ceño.

– No puede ser, no está aquí.

Reed y Mia intercambiaron una mirada.

– ¿No está aquí? -preguntó Reed-. Entonces, ¿dónde está?

– No lo sabemos. Suele estar en su mesa a las ocho, pero aún no ha llegado.

Reed enarcó una ceja.

– ¿Es normal que a veces no aparezca?

Bixby parecía irritado.

– No, siempre llama.

– ¿Alguien le ha telefoneado a su casa? -preguntó Mia.

Secrest asintió.

– Yo. No me ha contestado nadie. ¿Por qué necesitan verlo?

– Él me llamó. Pensé que tendría algo que ver con el asesinato de Brooke Adler.

Por un momento, ninguno de los dos hombres se movió. Luego Secrest movió la mandíbula de un lado a otro y Bixby palideció. Detrás de ellos, Reed oyó la exclamación de Marcy.

– ¿Cuándo? -exigió saber Secrest-. ¿Cómo?

– Esta madrugada -dijo Reed-. Murió de las heridas provocadas por un incendio.

Bixby bajó la vista, aún turbado.

– No puedo creerlo.

Mia levantó la barbilla.

– Yo sí. Estuve allí cuando murió.

– ¿Dijo algo antes de morir?

Mia esbozó una sonrisa turbia.

– Dijo un montón de cosas, doctor Bixby. Por cierto, ¿dónde estaba usted esta noche entre las tres y las cuatro?

Bixby rugió.

– No puede ser que yo sea sospechoso.

Secrest suspiró.

– Tú solo contesta la pregunta, Bix.

Bixby entornó los ojos.

– En casa. Durmiendo. Con mi esposa. Ella lo confirmará.

– Estoy segura de que sí -dijo Mia suavemente-. ¿Y el señor Secrest? La misma pregunta.

– En casa. Durmiendo. Con mi esposa -respondió con el más absoluto sarcasmo.

– Ella lo confirmará. -Divertida, Mia sonrió-. Gracias, señores.

Reed estuvo a punto de sonreír. Estaba provocando a los hombres y disfrutaba de ello.

– Tenemos que hablar con su equipo y ver sus archivos del personal. Si pudiera prepararnos un despacho para que lo usáramos…

– Marcy -espetó Bixby-. Prepare la sala de reuniones número dos. Estaré en mi despacho.

Secrest les dirigió una larga y amarga mirada antes de seguir a su jefe.

– Me pregunto si oiremos trituradoras de papel en los próximos minutos -murmuró Reed.

– Patrick dijo que no teníamos bastante como para conseguir una orden judicial para todos sus archivos -le contestó Mia, enfadada-, pero tal vez tengamos bastante para los de Thompson si podemos demostrar que se ha largado de la ciudad. Vamos a hacer algunas llamadas. -Frunció el ceño ante Marcy-. Desde fuera, creo.

Una vez fuera, sacó el móvil del bolsillo.

– Llamaré a Patrick y veré si podemos conseguir una orden judicial para revisar el ordenador de Thompson y sus archivadores de aquí y de su casa. ¿Puedes llamar a Spinnelli? Pídele que envíe una unidad a la casa de Thompson. Averigüemos si está allí.

– También pediré unidades para que cubran las salidas de aquí. No quiero que nadie se escabulla.

Hicieron las llamadas y guardaron los móviles exactamente a la vez. Mia chasqueó la lengua.

– Pronto vas a tener que terminar mis frases.

Algo dentro de él sintió vergüenza, estaba incómodo por la intimidad que implicaba. La última persona que había acabado sus frases había sido Christine.

– ¿Has conseguido la orden? -le preguntó bruscamente mientras ella le guiñaba el ojo. Al instante se sintió culpable. Había intimidad entre ellos ahora, al menos de tipo físico. Esperaba haberla interpretado bien y que ella fuera una mujer que no quisiera ataduras. Si no, Mia lo pasaría mal-. Lo siento, no quería soltarle un bufido.

Ella se encogió de hombros.

– Patrick intentará conseguir la orden. ¿Has hablado con Spinnelli?

– Sí. Nos llamará cuando la patrulla llegue a casa de Thompson. También ha dicho que Jack está en camino con el aparato de las huellas dactilares y alguien para rastrear micrófonos ocultos.

Mia frunció el ceño.

– Me he estado torturando con la idea de llevar al personal a la comisaría, pero eso llevaría mucho tiempo. Quiero hablar ya con esa gente.

– Entonces rastrearemos y veremos. -Se obligó a sonreír-. ¿Preparada para patear algunos Ejes?

Mia se rio y el sonido de su risa tranquilizó a Reed.

– Vamos.

Secrest los esperaba para acompañarlos, con una montaña de expedientes en las manos. Era el despacho en el que Bixby los había hecho esperar el día anterior. Parecía que de aquello hacía un millón de años.

– Por favor, que vaya pasando el personal de uno en uno -dijo Mia cuando se sentaron en las duras sillas de madera-. Queremos hablar primero con la gente que mejor conocía a la señorita Adler.

Secrest dejó caer la pila de expedientes sobre la mesa.

– Sí, señora.

Reed hizo una mueca cuando Secrest se alejó.

– ¡Uy!

– Perdón. -Había un hombre en la puerta, muy pálido-. Ustedes son los detectives. -Miró por encima del hombro-. Necesito hablar con ustedes.

Mia miró a Reed.

– ¿Hemos de esperar a los detectores? -murmuró.

– Parece nervioso. Tal vez no debamos darle tiempo para que se retracte. Además, si Bixby quiere, puede escuchar detrás de la puerta aunque esta habitación esté limpia.

– Tienes razón. Haremos preguntas directas, luego llevaremos a quien nos parezca interesante a la comisaría. -Mia asintió al hombre-. Soy la detective Mitchell y este es el teniente Solliday. Por favor, entre y siéntese.

– Soy Devin White. -Dejó en la mesa el libro de texto que llevaba y se sentó, con ojos conmovidos y apenados-. Acabo de oírlo. No puedo creerlo. He visto en las noticias que ha habido un incendio, pero nunca imaginé que pudiera ser Brooke.

– Sentimos mucho su pérdida, señor -dijo Mia con amabilidad-. Tenemos que hacerle algunas preguntas.

Él movió las manos con nerviosismo y miró hacia la puerta.

– Sí, sí, claro.

Reed puso la grabadora en la mesa.

– ¿Conocía bien a la señorita Adler?

– No. No llevaba demasiado tiempo aquí. La he conocido esta última semana. Quiero decir, que la había visto por el centro, pero esta semana hablamos por primera vez.

– ¿Cuánto hace que da clases aquí, señor White? -preguntó Mia.

– Cinco meses. Desde principios del verano pasado.

– ¿Cuándo la vio por última vez?

– Anoche. -Soltó un suspiro, luego se inclinó hacia delante-. Mire, detective, tengo que decir que estoy nervioso de estar hablando con usted en este momento -farfulló entre dientes.

– ¿Por qué?

– Porque Brooke habló con usted y ahora está muerta -soltó. Bajó la voz hasta convertirla en un susurro-. Brooke tuvo una discusión con Bixby ayer. Solo oí el final, pero él la amenazó con despedirla. Bixby le pidió a Brooke la dimisión. Ella amenazó con acudir a la prensa. Estaba muy disgustada y preocupada porque se quedaría sin dinero. La llevé a Flannagan para calmarla. Es un bar donde vamos muchos después del trabajo.

– ¿A qué hora se despidió de ella? -preguntó Reed.

– A las siete y media -dijo White, con un volumen normal de voz-. Brooke se tomó una cerveza de más, así que la llevé a casa y subí con ella. Luego me fui directo a casa. Brooke dijo que una amiga la llevaría a trabajar y que yo podía llevarla a Flannagan después de la escuela para recoger su coche, pero esta mañana no ha aparecido. Pensaba que tal vez se había rendido y había dimitido.

El asesino no se había llevado el coche de Brooke al fin y al cabo, así que no habría pruebas que pudieran demostrar su identidad si al final lo encontraban.

– ¿Está cerca Flannagan? -preguntó Reed.

– A poco más de un kilómetro y medio de aquí. Estaba tan preocupada por ese maldito libro que había puesto como tarea… El señor de las moscas. Le preocupaba haber empujado a Manny a provocar incendios. Él le daba miedo.

– ¿Le daba miedo alguien más? -preguntó Reed y White se encogió de hombros.

– Jeff DeMartino le daba escalofríos, pero le da escalofríos a todo el mundo.

Mia anotó el nombre.

– ¿Es un alumno?

– Sí, un chico listo, pero muy problemático. Julian dijo que era un sociópata.

– ¿Alguien más? -preguntó Mia.

– Bart Secrest la ponía nerviosa, pero eso es todo.

– Una pregunta más. -Mia miró al hombre a los ojos y le aguantó la mirada-. ¿Dónde estuvo usted anoche entre las tres y las cuatro?

Devin palideció.

– ¿Soy sospechoso? Supongo que tengo que serlo. Estaba en casa, durmiendo.

– ¿Alguien puede corroborar esa coartada? -preguntó la detective de manera agradable.

– Mi prometida.

Mia parpadeó.

– Pero… yo creía que usted y la señorita Adler…

– Éramos amigos. La ayudé cuando estaba asustada, pero no había nada sentimental.

Mia le dio su tarjeta.

– Gracias. Por favor, llámeme si se acuerda de algo más.

White se levantó y cogió el libro bajo el brazo.

– Vigilarán a Bixby, ¿verdad? -susurró-. Nunca pensé que ese hombre pudiera ser… malo, pero ahora no estoy seguro.

Mia no respondió a la afirmación directa de White sobre Bixby.

– Gracias, señor White. Le agradecemos la información.

Mia abrió la puerta y se topó con Marcy esperando con cara adusta. Con una temblorosa mirada de reojo, White se escabulló y Marcy frunció el ceño.

– Hay un tal sargento Unger aguardando fuera. Dice que ustedes le están esperando.

– Sí. ¿Puede darnos otra sala? El sargento Unger volverá a tomar las huellas de todo el personal y los alumnos.

La espalda de Marcy se enderezó.

– El doctor Bixby no lo ha aprobado.

– El doctor Bixby no tiene por qué aprobarlo -le dijo Mia suavemente-. El estado le exige sus huellas dactilares. Tenemos motivos para creer… que sus archivos contienen errores. Por favor, búsquele una sala al sargento. Necesitará una mesa y un enchufe.

Reed se recostó hacia atrás en la silla.

– Creo que el doctor Bixby debería ser el primero al que le tomaran las huellas.

– Estoy de acuerdo -suspiró Mia-. No me extraña que Bixby quisiera saber qué dijo Brooke antes de morir. Fue un bombazo. Seguiremos hablando con los profesores mientras Jack prepara el equipo. -Asomó la cabeza por el pasillo-. El siguiente, por favor, entre.


Jueves, 30 de noviembre, 10:15 horas

– Por favor, siéntese, señorita Kersey. -Jackie Kersey había llorado mucho, tenía la cara roja e hinchada-. Soy la detective Mitchell y este es mi compañero, el teniente Solliday. Sentimos mucho su pérdida, señora, pero necesitamos hacerle algunas preguntas.

Eran las mismas palabras que le había dicho al profesor de matemáticas, al de historia y a la bibliotecaria que acababan de entrevistar, pero no por eso sus palabras parecieron menos sinceras. Kersey asintió temblorosa.

– Lo siento, pero no puedo dejar de llorar.

Mia le apretó el brazo.

– Está bien. Bueno, ¿qué enseña aquí, señorita Kersey?

Sollozó y respiró hondo.

– Enseño geografía a los alumnos de secundaria.

– ¿Qué puede decirnos de la señorita Adler?

Jackie Kersey se retorció las manos.

– Brooke era joven. Tan llena de… optimismo. Aquí lo pierdes muy rápido. Quería hacer lo correcto, para llegar a estos chicos.

– ¿A algún chico en particular?

– Estaba preocupada por Manny. -Frunció el ceño-. Jeff le daba miedo.

Los cuatro profesores habían mencionado a ese tal Jeff, pensó Reed.

– ¿Y usted? -le preguntó Mia con suavidad.

– Digamos que me alegro de que esté aquí encerrado. Cuando cumpla los dieciocho le diré que sí.

– ¿Conocía bien a la señorita Adler? -preguntó Reed.

– Tan bien como a cualquiera. Solo acababa de salir de su caparazón. La convencí para que fuéramos a Flannagan después de trabajar el lunes. Devin iba y a ella le gustaba.

– ¿Y a él le gustaba ella? -murmuró Mia.

– A Devin le gusta todo el mundo. -Consiguió esbozar una sonrisa lacrimógena-. Le gustas más si consigue arrastrarte a su quiniela de fútbol, pero sí, a él le gustaba.

– ¿Como novia?

– Le sorprendí mirándole los pechos más de una vez, así que creo que ella le atraía, pero por lo que yo sé no quedaban después de las clases. Mire, todos sabemos que usted estuvo aquí ayer. De algún modo, Brooke estaba implicada y ahora está muerta. No quiero ser grosera, pero ¿los demás corremos algún peligro?

Mia dudó lo bastante como para que Jackie Kersey palideciera.

– No vaya a ningún sitio sola.

– ¡Oh, Dios mío! -susurró Kersey-. Este lugar es una pesadilla. Lo sabía.

Reed frunció el ceño.

– ¿Qué es lo que sabía, señora?

– Vine aquí porque cerraron mi antigua escuela y necesitaba un trabajo, pero nunca me dio buena espina. No puedo decirle nada más que eso porque solo es una sensación.

Mia apretó la mano de Kersey antes de darle una tarjeta de visita.

– Confíe en sus instintos, señorita Kersey. Para eso los tiene, para mantenerla alerta y a salvo.

Cuando se fue, Mia se acercó al lado de la mesa de Reed y recostó la cadera en el borde.

– Kersey no sabía que White ya tenía novia -murmuró.

– Lo sé. -Reed sacó el archivo de personal de Kersey-. Solo lleva aquí ocho meses. -Levantó los ojos, relacionando ideas-. ¿Has notado que todos los profesores de este centro llevan aquí menos de dos años? Pero el centro hace cinco años que funciona. Como Bixby y Thompson. Secrest lleva aquí cuatro años.

– Ajá. -Podía ver que no había pensado en ello, pero a diferencia de lo que había ocurrido aquella mañana, no le molestó que se le hubiera ocurrido primero a él-. Tienes razón. Lucas, Celebrese, el profesor de historia, la bibliotecaria, White, Kersey, Adler. Todos menos de dos años. -Pasó el pulgar por la pila de expedientes, contando-. Unas dos docenas. Echemos una ojeada antes de hablar con más profesores para ver si para todos es cierto. -Asintió con la cabeza, impresionada-. Bonito.

Su elogio sencillo no era como para que él tirara cohetes, pero los tiró. Dejando al margen el sentimiento, abrió el primer expediente.

– Yo leeré, ¿escribes tú?

Mia movió el bolígrafo en el aire.

– Adelante.

Habían comprobado tres de los expedientes, los tres empleados llevaban menos de un año, cuando Jack llamó a la puerta.

– Es el agente James. Está aquí para rastrear escuchas. El agente Willis ya está casi preparado para tomar las huellas. Solo he venido para asegurarme de que todo esté perfecto. Por el jodido libro. No quiero que quede ningún interrogante sobre esa huella que no coincide cuando hayamos acabado.

Reed y Mia siguieron a Jack a otra sala de reuniones donde un agente estaba conectando un escáner a un ordenador portátil.

– Tendrás que tomar las huellas de Thompson de su despacho -dijo Reed-. Ha hecho campana.

– Interesante. Tomaré sus huellas y Willis podrá empezar con el personal.

– ¿Spinnelli ha enviado efectivos para cubrir las salidas? -preguntó Mia.

– No los he visto cuando he llegado -dijo Jack.

Willis levantó la mirada.

– Venían detrás de mí. Yo me he retrasado unos minutos.

– Willis se ha parado en un semáforo en ámbar -se burló Jack.

Willis le guiñó el ojo a Mia.

– Estaba en rojo. No quería que me pusieran una multa.

– ¿Qué significa esto? -Bixby estaba en el umbral de la puerta hecho una furia-. Vienen aquí y nos toman las huellas dactilares como si fuéramos vulgares criminales. Esto es ultrajante.

– No, no lo es -dijo Reed, perdiendo la paciencia-. Tenemos cuatro mujeres muertas en el depósito de cadáveres, doctor Bixby. Una es empleada suya. Pensaba que le gustaría saber quién es el culpable. Pensaba que tal vez usted incluso estaría asustado.

Bixby palideció ligeramente.

– ¿Por qué iba a estar yo asustado?

– No me imagino que no tenga usted enemigos -dijo Reed con serenidad-. Hágase un favor a sí mismo y no nos entorpezca más. Mejor aún, acompañe al sargento Unger al despacho del doctor Thompson y déjele hacer su trabajo.

Bixby asintió muy tieso.

– Por aquí, sargento.

Mia le sonrió.

– Bonito -volvió a decir justo cuando sonaba su teléfono móvil-. Es Spinnelli -murmuró-. Soy Mitchell… ajá… -Abrió mucho los ojos-. Ay, mierda, Marc. Estás bromeando. -Suspiró-. Todavía no. Willis está a punto de empezar. Gracias. -Cerró el teléfono móvil bruscamente-. Bueno, parece que hemos encontrado a Thompson.

Reed se reclinó hacia atrás, vio la cara de frustración de Mia y lo supo.

– ¿Cómo está de muerto?

– Muy, muy muerto. Alguien lo degolló. Un tipo que iba a trabajar lo encontró. Vio un coche en un lado de la carretera con lo que parecía barro empastado en el parabrisas. El barro resultó ser sangre. El coche está registrado a nombre del doctor Julian Thompson. Vamos.

Al salir, Mia encontró el despacho de Secrest.

– Necesitamos salir un rato.

– Perdóneme si no me echo a llorar -dijo él con sarcasmo y los brazos cruzados sobre el pecho.

– ¿No quiere saber por qué? -le preguntó la detective.

– ¿Debería?

Mia soltó un bufido de enfado.

– Maldita sea, ¿qué clase de policía era usted, Secrest?

Secrest la fulminó con la mirada.

– Un ex policía, detective.

– Thompson está muerto -dijo Mia y Secrest se estremeció; luego recuperó su expresión imperturbable.

– ¿Cuándo? ¿Cómo?

– No sé cuándo y no puedo decirle cómo -le espetó-. Mientras estamos fuera, el sargento Unger les tomará las huellas dactilares al personal y a los alumnos.

Secrest se puso tenso.

– ¿Por qué?

Reed se aclaró la garganta.

– Porque encontramos cierta discrepancia en sus archivos, señor Secrest -dijo con calma-. Le agradeceremos su cooperación.

Secrest asintió.

– ¿Nada más, teniente? -Reed casi hizo una mueca al notar la cortesía en su voz, un notable contraste con el tono burlón que empleaba con Mia.

Mia ladeó la cabeza, pasando por alto el golpe.

– Sí. Que nadie, absolutamente nadie, entre o salga de este centro. Cualquiera que lo intente, será llevado a comisaría. Están confinados hasta que acabemos con la cuestión de las huellas dactilares. ¿Está claro, Secrest?

– Como el cristal. -Mostró los dientes en una parodia de sonrisa-. Señora.

– Bien -dijo Mia-. Volveremos en cuanto podamos.

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