Capítulo 19

Viernes, 1 de diciembre, 5:40 horas

Mia se reunió con él en el bordillo.

– Lo siento, no quería que ella nos siguiera hasta aquí.

Reed miró a su alrededor. Era un barrio bien cuidado.

– ¿Qué hay aquí?

– La casa de la hija de Blennard. Algo que ha dicho Wheaton sobre los pecados del padre me ha hecho pensar.

– Wheaton solo quería pincharte, Mia.

– Lo sé. -Echó a andar por el camino de entrada-. Pero ¿y si los Dougherty fueron asesinados por los pecados de los padres de Joe hijo? Y, a juzgar por la forma en que murió Donna Dougherty, ¿por los pecados de la madre? Blennard ha dicho que los Dougherty acogían siempre a niños.

Reed comprendió al fin.

– Padres de acogida. Y los dos se llaman Joe Dougherty. Joe hijo ni siquiera tuvo que cambiar el nombre en el buzón. Mató al matrimonio equivocado.

– Eso creo. He intentado telefonear a Joe padre para confirmarlo, pero la poli de Florida dice que el ataque al corazón ha sido muy fuerte. Está intubado y no puede hablar. Tal vez Blennard recuerde algo. -Mia pulsó el timbre y un hombre les abrió la puerta-. Soy la detective Mitchell y este es mi compañero, el teniente Solliday. Necesitamos hablar con la señora Blennard.

– Clyde, ¿quién es? -La señora Blennard apareció al lado del hombre, ya con el audífono puesto. Abrió los ojos como platos-. ¿Qué puedo hacer por ustedes, detectives?

– Señora -comenzó Mia-, antes ha dicho que los Dougherty «acogían a muchachos descarriados». ¿Se refería a que eran padres de acogida?

– Así es. Lo fueron durante diez años o más, después de que Joe hijo se hubo marchado de casa para casarse. ¿Por qué? -Entornó sus ojos ancianos-. La otra mujer asesinada, Penny Hill… era asistente social.

Mia, haciendo al respecto un gesto con los labios, afirmó:

– Sí, señora. ¿Recuerda si tuvieron problemas con alguien? ¿Con los muchachos o con sus familias?

La señora Blennard frunció el entrecejo mientras reflexionaba.

– Ha pasado mucho tiempo. Sé que acogían a muchos chicos. Lo siento, detective, no puedo recordarlo. Debería preguntarle a Joe padre. Le daré su teléfono.

– No se preocupe, ya lo he llamado. -Mia titubeó-. Señora, la noticia le ha afectado mucho.

Las mejillas de la anciana palidecieron.

– Lleva años delicado del corazón. ¿Ha muerto?

– No, pero su estado es grave. -Mia arrancó una hoja de su libreta y anotó un nombre-. Es el agente de Florida con el que he hablado. Ahora debemos irnos. Gracias por todo.

Una vez en la calle, Mia comentó:

– Perdonó a Joe hijo e interrumpió su venganza contra la mujer que creía era Laura Dougherty.

– Porque se dio cuenta de que se había equivocado de mujer. Tiene sentido. Buen trabajo.

– Ojalá lo hubiera deducido antes. -Mia se detuvo frente al coche. El gato blanco estaba acurrucado en el asiento del conductor-. Tenemos que hacer una lista de todos los niños que Penny Hill colocó con los Dougherty.

– Y averiguar qué niño guarda relación con White.

– O como se llame. Aparta, Percy. -Mia subió al coche y envió al gato al asiento del copiloto-. Pero primero tengo que hablar con Burnette.

– Te sigo.


Viernes, 1 de diciembre, 6:05 horas

Mia estaba esperando en la acera.

– No hay luz en la casa -dijo Reed-. Deben de estar durmiendo.

Mia se volvió y le clavó una mirada sombría.

– Reed, hoy va a enterrar a su hija. Burnette cree que la culpa es suya. Si se tratase de Beth… ¿podrías dormir?

Reed carraspeó.

– No, no podría.

Se encaminaron a la puerta, donde todavía pendía el dibujo del pavo. Un detalle nimio, pero a Reed se le encogió el corazón. Para esa familia el tiempo se había detenido. Durante una semana, un padre había vivido sabiendo que había servido de herramienta para el brutal asesinato de su hija. Si hubiese sido Beth…

Mia llamó a la puerta. Roger Burnette abrió con el rostro cansado y ojeroso.

– ¿Podemos pasar?

El hombre asintió en silencio.

Burnette se detuvo en medio de la sala, de espaldas a ellos, y Reed advirtió que en la estancia antes tan limpia y ordenada… ahora reinaba el caos. En una pared, a la altura de la cintura, había un boquete del tamaño de un puño, y Reed pudo imaginar a un padre torturado por el dolor, la rabia y la culpa abriendo ese boquete.

Burnette se volvió despacio.

– ¿Lo han atrapado? -Su voz era apenas un murmullo.

Mia negó con la cabeza.

– Todavía no.

El hombre alzó el mentón. Tenía la mirada fría.

– Entonces, ¿a qué han venido?

Mia le sostuvo la mirada sin pestañear.

– Esta noche hemos descubierto que el verdadero objetivo en casa de los Dougherty eran los antiguos propietarios. Los padres de Joe Dougherty. -Hizo una pausa para darle tiempo a asimilarlo-. No era Caitlin, y tampoco usted.

Durante unos segundos, Burnette permaneció muy quieto. Luego asintió con la cabeza.

– Gracias.

Mia tragó saliva.

– Ahora váyase a dormir, señor. No hace falta que nos acompañe.

Se dirigían a la puerta cuando Reed escuchó el primer sollozo. Parecía más el llanto de un animal herido que el de un hombre. Pero lo que le oprimió el corazón no fue tanto la expresión de Burnette como la de Mia. Una expresión de melancolía descarnada, desesperada, que antes de aquella noche no habría podido comprender.

Roger Burnette había adorado a su hija. Bobby Mitchell no.

Abrumado, Reed tomó a Mia del brazo y tiró de ella suavemente.

– Vamos -susurró.

– Detective.

Con una exhalación honda, trémula, Mia se dio la vuelta.

– ¿Sí, señor?

– Lo siento, estaba equivocado.

Reed frunció el entrecejo, pero Mia parecía saber de qué estaba hablando.

– No tiene importancia -dijo.

– Sí, sí la tiene. Le dije cosas horribles. Usted es una buena policía, todo el mundo lo dice. Su padre habría estado muy orgulloso de usted y yo no tenía ningún derecho a opinar lo contrario.

Mia asintió secamente con la cabeza.

– Gracias, señor.

Temblaba con violencia bajo la mano de Reed.

– Es hora de irse -dijo Reed-. De nuevo, nuestro más sentido pésame. -Esperó a que estuvieran en la calle-. ¿A qué ha venido eso?

Mia se negó a mirarlo.

– Ayer por la tarde, cuando te fuiste, vino a verme. Estaba indignado por el hecho de que no hubiéramos atrapado aún al hombre que mutiló y asesinó a su hija.

La ira lo asaltó de repente.

– ¿El morado en el brazo?

– No es nada. Burnette es un padre desconsolado.

– Eso no le da derecho a ponerte las manos encima. -Reed apretó los puños.

– Tienes razón. -La detective echó a andar-. Pero por lo menos a él le importa.

– Y a tu padre no le habría importado. Lo siento, Mia.

La mano de Mia tembló sobre la puerta del coche.

– Lo sé. -Se llevó una manga a la nariz-. Huelo a demonios. Iré a casa de Lauren a ducharme antes de la reunión. ¿Crees que le molestará que vaya con Percy? Ha tenido una semana muy dura.

El tema de Bobby Mitchell estaba zanjado. Al menos por el momento.

– Estoy seguro de que no.

Reed permaneció en la acera con expresión ceñuda mientras Mia se alejaba en el coche. Lo había rechazado y no quería reconocer que le dolía. Pero le dolía. Era el precio que había que pagar por una relación sin compromisos. Él podía dejarlo cuando quisiera. Ella también.

Era lo que él quería. Lo que ella le había dicho que necesitaba. Ahora, sin embargo, no podía evitar preguntarse si alguno de los dos sabía verdaderamente lo que estaban haciendo.


Viernes, 1 de diciembre, 7:10 horas

– Toma -farfulló Mia mientras volcaba arena en el cajón de plástico ante la atenta mirada de Percy-. No digas que nunca te compro nada.

Abrió una lata de comida para gatos y la vació en el cuenco que decía Gato y que había echado impulsivamente en el carro de Wal-Mart camino de casa de Lauren. Colocó el cuenco en el suelo y se sentó mientras Percy comía.

– Soy una idiota -murmuró en voz alta, encogiéndose al recordar todo lo que le había contado a Reed la noche anterior. Pero, envuelta en sus brazos, le había parecido la cosa más natural. Él sabía escuchar y ella… mierda. Ella se había convertido en la típica mujer que vomita sus intimidades después de una noche de sexo alucinante. Puso los ojos en blanco, muerta de vergüenza.

– Soy una idiota. -Le había abierto su corazón a un hombre que había sido lo bastante sincero para decirle que solo la quería para tener buen sexo.

Esa mañana, en la sala de estar de Burnette, Reed Solliday había visto y comprendido demasiado. Y la había compadecido. Eso la humillaba, la quemaba por dentro. Quería estar con él en igualdad de condiciones. Sexo. Sin compromisos. La compasión lo jodía todo.

Contempló la cocina de Lauren. Ella no pertenecía a ese lugar. El hecho de que Reed la hubiera engatusado para que se instalara allí era una prueba de que nunca habían estado en igualdad de condiciones. Debería recoger sus cosas y marcharse. Miró al gato. Tal vez Dana aceptara quedárselo.

Se lo debía, con toda esa charla de hamburguesas y teniéndolo todo.

Se levantó. Dana tendría que aceptar al maldito gato. Al día siguiente encontraría otro sitio para quedarse y le devolvería a Lauren su casa. En cuanto a Solliday… Francamente, no había necesidad de tirar las frutas frescas con las pochas. Todavía quería sexo alucinante. Por tanto, lo primero que tenía que hacer era colocarse de nuevo en igualdad de condiciones. Se acabaron las intimidades. Se acabó la compasión.


Viernes, 1 de diciembre, 8:10 horas

– Por lo menos ya tenemos la conexión -dijo Spinnelli con gravedad.

– En principio tendremos la lista de nombres antes del mediodía -informó Mia desde la otra punta de la mesa, lugar que había escogido deliberadamente-. Servicios Sociales está examinando todos los expedientes desde el período en que los Dougherty mayores fueron padres de acogida.

– Anteriormente solo repasamos los expedientes de Penny Hill de los últimos dos años -añadió Reed, tratando de pasar por alto el hecho de que ella no lo había mirado una sola vez-. No existía ninguna lista. Una vez que tengamos nombres, podremos empezar a compararlos con su foto.

Spinnelli se acercó a la pizarra blanca.

– Bien, ya tenemos algunos anzuelos echados. Quiero saber quién demonios es realmente ese tipo y dónde vive. -Estaba haciendo anotaciones en la pizarra mientras hablaba-. Quiero relacionarlo con los dos primeros incendios con algo más que el acceso a los huevos de plástico y quiero saber por qué demonios está haciendo todo esto. Murphy, tú y Aidan averiguad dónde vive. Seguid mostrando la foto del profesor por la zona donde encontramos el coche que utilizó para huir de casa de Brooke Adler. Encontrad a alguien que lo conozca que no sea del Centro de la Esperanza. Jack, ¿hemos encontrado alguna prueba material que lo relacione con la casa de los Dougherty o de Penny Hill?

– En las casas no hemos dejado nada por remover -respondió Jack.

– No hemos encontrado el coche de Penny Hill -señaló Reed-. Puede que el tipo se dejara algo allí.

– El jefe de Penny nos facilitó una lista de los regalos que le hicieron en su fiesta de jubilación. -Mia se frotó cansinamente la nuca-. Si alguien ha encontrado el coche, puede que los haya empeñado.

– Enviaré a alguien a preguntar en las casas de empeño -dijo Spinnelli-. Mia, ¿ha dicho algo el Departamento de Policía de Atlantic City?

– Todavía no. Les telefonearé para ver si han encontrado a uno de nuestros hombres en sus cintas. -Escudriñó la pizarra-. Nos hemos dejado algo. Necesitamos saber por qué está haciendo esto, pero también por qué ahora. Miles dijo que hubo un detonante.

– ¿Qué sugieres? -preguntó Spinnelli.

– No sé, pero sigo teniendo un presentimiento extraño con respecto a ese centro de menores. Después de enseñar durante seis meses, nuestro hombre se pone a quemar y a asesinar como un loco.

– Ya hablaste con los profesores sobre Brooke -dijo Spinnelli-. Pregúntales ahora sobre White.

Mia asintió.

– Vale.

– A mí me gustaría saber cómo supo dónde encontrar anoche a los Dougherty -dijo Reed-. Se registraron en el Beacon Inn el martes y Judith Blennard ha dicho que fueron a su casa el miércoles por la tarde. Nuestro hombre los localizó la noche del jueves. No pudo pasarse el día esperando a que salieran porque estaba dando clase en el Centro de la Esperanza.

– Puede que se lo dijeran en el hotel -observó Mia-. Deberíamos pasarnos por allí camino del Centro de la Esperanza.

– Aidan, encárgate del Departamento de Policía de Atlantic City. Mia y Reed cubrirán el hotel y el centro de menores.

Aidan lo anotó en su pequeña libreta.

– De acuerdo.

– ¿Algo más? -preguntó Spinnelli.

– El entierro de Caitlin Burnette es a las diez -dijo Mia-. ¿Crees que irá? ¿Deberíamos ir nosotros?

– Déjamelo a mí -dijo Spinnelli-. A Jack le toca videovigilancia y yo estaré entre los asistentes o los oficios fúnebres. La verdad es que no creo que asista. Caitlin fue un accidente. De todos modos, echaré un vistazo. Podéis retiraros. Llamadme si tenéis novedades. Tengo una conferencia de prensa a las dos y me gustaría parecer razonablemente competente. Mia, quédate un momento.

Reed esperó fuera, pero podía oír lo que decían.

– Kelsey ha sido trasladada esta mañana a las siete. Está a salvo.

Reed pudo oír el suspiro de alivio de Mia.

– Gracias.

– De nada. Por cierto, intenta dormir unas horas. Tienes un aspecto horrible.

Mia soltó una risa sardónica.

– Gracias.

Reed echó a andar a su lado cuando Mia cruzó la puerta.

– Yo creo que tienes un aspecto estupendo -susurró.

Pensó que Mia reiría, pero en lugar de eso le clavó una mirada casi sombría que le provocó una punzada de pánico. Era la primera vez que lo miraba desde que habían salido de casa de Burnette.

– Gracias -dijo la detective con voz queda.

Reed no habló hasta que estuvieron sentados en el todoterreno.

– ¿Qué te pasa?

– Que estoy cansada, solo eso. Mañana tengo que hacerme un hueco para buscar apartamento.

Reed sintió que se quedaba sin aire.

– ¿Qué?

Ella sonrió, pero era una sonrisa fría.

– Nunca he tenido intención de molestar a Lauren más de una o dos noches. Reed, lo de quedarme en tu casa era algo temporal. Los dos lo sabíamos.

Temporal. Estaba empezando a detestar esa palabra. Pero ella tenía razón. No había previsto sacar a Lauren de su parte del dúplex para siempre. «Entonces, ¿hasta cuándo habías previsto que se quedara Mia? ¿Hasta que hubieras saciado tu hambre? ¿Hasta que te hubieras cansado de ella?».

Sí. No. «Mierda».

– ¿Y nosotros?

Ella conservó la serenidad mientras el corazón de él iba a cien, algo que lo sacaba de quicio.

– Seguiremos hasta que ya no queramos seguir. Es hora de trabajar. Al Beacon Inn, por favor.

Con la mandíbula apretada, Reed se sumergió en el tráfico y al llegar al primer semáforo el móvil de Mia sonó.

– Soy Mitchell… De acuerdo, pásamelo. Señor Secrest, ¿qué puedo hacer por usted? -Se incorporó de golpe-. ¿Cuándo?… ¿Ha tocado algo?… Bien, vamos para allá.

Reed se colocó en el carril izquierdo para hacer un cambio de sentido rumbo al Centro de la Esperanza.

– ¿Qué?

– Jeff DeMartino está muerto.


Viernes, 1 de diciembre, 8:55 horas

– No ha respondido cuando esta mañana ha sonado la alarma del despertador, así que el vigilante ha avisado a la enfermera -dijo Secrest-. La enfermera me ha llamado a mí y yo la he llamado a usted.

El muchacho yacía boca arriba, blanco y con los ojos inertes fijos en el techo. La CSU ya estaba haciendo fotos.

– ¿Cuándo fue visto con vida por última vez? -preguntó Mia.

– Los vigilantes de esta unidad se asoman a las habitaciones cada media hora durante la noche. Jeff estaba en su cama. -Secrest parecía frustrado-. La última vez que alguien recuerda haberlo visto caminando, hablando y respirando fue anoche a las nueve y media, la hora a la que a su grupo le toca ducharse.

– Disculpen. -Sam Barrington entró en la habitación, llenándola un poco más.

– Esta vez han venido los peces gordos -susurró Mia, y Reed la silenció.

– Nadie ha tocado el cuerpo, Sam -dijo Reed.

– ¿Dónde está la enfermera? Quiero el historial médico para ayer.

Secrest se lo tendió.

– La enfermera lo ha sacado justo después de llamarme.

– ¿Dónde está? -insistió Sam mientras se ponía los guantes-. La quiero aquí ya.

Frunciendo el entrecejo, Secrest le entregó la carpeta a Mia.

– Está en la enfermería. Voy a buscarla.

Sam se agachó para examinar al muchacho.

– Spinnelli me ha pedido que viniera. La víctima lleva muerta por lo menos diez horas. No hay heridas ni traumatismos evidentes… salvo…

Reed se colocó a la izquierda de Sam; Mia, a la derecha.

– ¿Salvo qué? -preguntó Mia.

– Esto. -Sam levantó la mano del muchacho-. Tiene un corte en el pulgar, y es reciente.

– ¿Reciente de antes de muerto o reciente de después de muerto?

– De antes. De justo antes. -Sam miró al muchacho-. Déjame ver el historial. -Mia se lo pasó y Sam lo leyó por encima-. Gozaba de buena salud. Ni problemas cardíacos ni asma.

– Solo un pequeño corte -musitó Mia-. ¿Dónde está la sangre?

– Hay una mancha en la manta -dijo el técnico de la CSU-. Justo en el borde.

– A media altura de la cama -señaló Mia-, como si hubiera estado sentado y se lo hubiera limpiado. ¿Ves un cuchillo por algún lado?

El técnico meneó la cabeza.

– Tal vez lo tenga debajo.

– ¿Has terminado con las fotos? -le preguntó Sam-. En ese caso, vamos a darle la vuelta. Con suavidad. -Sam y Reed levantaron el cadáver y Mia resopló.

– Ahí está -dijo-. Una navaja abierta. -Descansaba plana sobre la cama.

– No la toque -espetó Sam cuando Mia deslizó su mano enguantada bajo el cadáver-. Si es lo que creo, aconsejo que no la toque.

Mia enarcó las cejas.

– ¿Veneno?

– Ajá. -Sam se agachó e iluminó con una linterna la espalda desnuda del muchacho-. Por el amoratamiento y el tipo de herida, yo diría que estaba tumbado sobre la empuñadura de la navaja antes de morir.

– Cayó sobre ella -dijo pensativamente Mia-. ¿De dónde pudo sacar Jeff una navaja?

– ¿Del mismo lugar que Manny sacó las cerillas? -propuso Reed.

– Puede que, después de todo, Manny estuviera diciendo la verdad. ¿Habéis analizado esas cerillas?

Reed negó con la cabeza.

– No, pero ahora sí quiero hacerlo.

Sam miró a Reed y luego a Mia.

– Creéis que les pusieron una trampa.

– Sí. -Reed asintió y se volvió hacia Secrest, que estaba observando la escena desde la puerta-. ¿Todavía tiene las cerillas que encontró en el cuarto de Manny?

Secrest asintió.

– En mi despacho. Iré a buscarlas.

Mia levantó una mano.

– Un momento, señor Secrest. ¿Quiénes eran los chicos del grupo de Jeff? ¿Los que compartían el turno de ducha?

– Jeff, Manny, Regis, Hunt y Thaddeus Lewin. Los chicos llaman a Thad «mariquita». -Incómodo, Secrest contrajo el rostro-. Thad fue trasladado a la enfermería la noche de Acción de Gracias.

– ¿Por qué? -preguntó Mia.

– Se quejaba de que le dolía la barriga -explicó la enfermera-, pero en realidad le habían agredido.

Secrest se apartó para que la enfermera pudiera pasar. Contempló a Jeff con una extraña mezcla de desdén y satisfacción que sorprendió a Reed.

– ¿Agredido de qué manera? -preguntó, y la mujer levantó la vista y lo miró.

– Fue sodomizado. Tenía un desgarro rectal, aunque él lo negó.

– Y usted cree que fue Jeff -dijo Reed con calma.

La enfermera asintió.

– Pero Thad se negó a hablar. Todos los chicos tenían miedo de Jeff.

– Por eso se alegra de que haya muerto -dijo Mia, y la enfermera endureció la mirada.

– No me alegro de que haya muerto. -Se encogió de hombros-. Pero era un chico cruel y agresivo. A todos nos horrorizaba lo que pudiera hacer cuando saliera libre dentro de un mes. Ahora ya no tenemos de qué preocuparnos. -Se volvió bruscamente hacia Secrest-. Thad tuvo una visita la noche de Acción de Gracias. Devin White. Thad le telefoneó.

– Tu detonante -murmuró Reed.

– Sí -murmuró Mia a su vez. Se aclaró la garganta-. Me gustaría llevarme a Thad y a Regis Hunt para tener una charla. Avisen a sus abogados y díganles que se reúnan con nosotros. -Miró a su alrededor-. ¿Dónde está Bixby? Me extraña no verlo aquí.

Secrest parecía nuevamente incómodo.

– Todavía no ha llegado.

Mia puso los ojos en blanco.

– Genial. Le enviaré una unidad a casa y una orden de búsqueda para el coche.


Viernes, 1 de diciembre, 10:10 horas

El director del Beacon Inn era un hombre irritable.

– Perdone -dijo Mia.

– Lo siento, señora, pero tendrá que esperar su turno -replicó sin levantar la vista.

El cliente frente al mostrador sonrió con suficiencia.

– La cola termina allí -dijo el hombre.

– ¿Quieres que le enseñe modales? -murmuró Reed detrás de ella, y Mia soltó una risita, tratando de no hacer caso del escalofrío que le subía como una bala por la espalda. Por eso no se liaba con otros polis y por eso iba contra el reglamento. Aunque se tratara de algo temporal. Era demasiado difícil concentrarse. Se había mantenido fría y serena cuando él le había preguntado por «nosotros», pero a costa de un esfuerzo demoledor. Centró toda su atención en el director del hotel, que había cometido el desafortunado error de dejarla de lado.

– No, déjamelo a mí. -Golpeó su placa contra el mostrador-. Tómese un respiro, amigo.

Cuando el director levantó la vista, su mirada era asesina.

– ¿Qué ocurre ahora?

Mia frunció el entrecejo.

– ¿Cómo que qué ocurre ahora? Usted espere ahí -le dijo al cliente, que había dejado a un lado su petulancia-. Soy la detective Mitchell de Homicidios, y este es mi compañero, el teniente Solliday, de la OFI. ¿Qué quiere decir con «qué ocurre ahora»?

– ¿De Homicidios? Lo que me temía. -El director levantó la vista con resignación-. Lo siento. Tengo a la mitad del personal con gripe y mi ayudante no se ha presentado hoy a trabajar. Soy Chester Preble. ¿En qué puedo ayudarles?

– En primer lugar, cuénteme qué ha sucedido aquí -dijo Mia, suavizando el tono.

– Unos agentes uniformados han llegado esta mañana para comprobar la denuncia de la desaparición de una persona. Niki Markov. Se registró aquí el miércoles y su marido telefoneó el jueves. Dijo que su esposa no le contestaba al móvil. Le comenté que a lo mejor había salido. -Se encogió nerviosamente de hombros-. Hay gente que viene aquí para descansar del cónyuge, ya me entiende. Procuramos ser discretos.

– Pero el marido ha denunciado su desaparición -dijo Mia con otro escalofrío en la espalda-. Y la mujer no ha vuelto.

– No debía dejar la habitación hasta hoy. Todavía tiene la ropa en el armario.

– ¿En qué habitación está? -preguntó Mia.

– En la ciento veintinueve. Los acompañaré si me dan un minuto para atender a los clientes que han de tomar un avión.

– Señor -dijo secamente Mia-, estamos investigando un homicidio. Sus clientes tendrán que esperar.

– Entonces… ¿han encontrado su cuerpo? -preguntó el hombre, palideciendo ligeramente.

– No. Estamos investigando otro homicidio. Un matrimonio que dejó el hotel el miércoles fue asesinado anoche. Joe y Donna Dougherty. ¿Le importaría mirar qué habitación ocupaban?

El director pulsó algunas teclas y el poco color que le quedaba en la cara desapareció por completo.

– La ciento veintinueve.

– Ostras -murmuró Solliday.

Mia se toqueteó el pelo. Empezaba a dolerle la cabeza.

– Sí.


Viernes, 1 de diciembre, 10:50 horas

– ¿Habéis llamado? -preguntó Jack, entrando en la habitación 129 con su equipo de la CSU, todos con el mono puesto.

– Han denunciado la desaparición de Niki Markov. Esta es la habitación que Joe y Donna Dougherty ocuparon hasta el miércoles -respondió Mia.

– Crees que nuestro hombre vino pensando que seguían aquí y encontró a Markov -dijo Jack.

– Todavía tiene la ropa en el armario -dijo Solliday-, pero las maletas no están. Lo que hay amontonado en la cama son los artículos que vende.

Jack hizo una mueca mientras caía en la cuenta de lo que Mia y Solliday ya habían supuesto.

– Dios mío. -Se volvió rápidamente hacia su equipo-. Inspeccionad la habitación -dijo-. Yo inspeccionaré el cuarto de baño. -Con rapidez y destreza, extrajo el sifón de la bañera-. Buscaremos cabellos y… otras cosas. -Acto seguido, cubrió las baldosas de la ducha con Luminol. Transcurrida media hora, apagó la luz.

Toda la superficie brilló. Los tres se quedaron unos instantes mirándola.

– Es un montón de sangre -dijo finalmente Jack-. Teniendo en cuenta que las maletas no están, creo que sería lógico pensar…

– Que la ha descuartizado -terminó Mia con gravedad-. Santo Dios, estoy perdiendo la cuenta. -Se llevó los dedos a las sienes-. Caitlin, Penny, Thompson, Brooke y Roxanne…

– Joe y Donna -añadió Solliday con voz queda-, Jeff y ahora Niki Markov. Nueve en total.

Mia lo miró.

– ¿Cuenta hasta diez? -preguntó, y él se encogió de hombros.

– Puede, aunque no tenía nada en contra de esta mujer.

– Fue un accidente -murmuró Mia-. Como Caitlin. El lugar equivocado en el momento equivocado.

– Veré qué puedo encontrar -dijo Jack-. En todo este desorden tiene que haberse dejado algo.

– Y yo buscaré información sobre sus familiares más cercanos. He conseguido el teléfono de los de Donna por medio de su jefe cuando veníamos hacia aquí. -Mia suspiró, temiendo esa tarea más que ninguna otra-. Luego les notificaré las muertes al marido de Markov y a la madre de Donna Dougherty.

– Te acompañaré -dijo Reed-. No tienes que hacerlo sola, Mia.

Cansada, Mia asintió, sorprendiéndolo.

– De acuerdo. Llámanos cuando tengas algo, Jack. Comprobaremos si se llevó el coche de Markov. Puede que encontremos ahí el cuerpo.


Viernes, 1 de diciembre, 11:50 horas

Jenny Q deslizó su bandeja junto a la de Beth y se sentó.

– ¿Qué piensas hacer?

– No lo sé. Lo único que sé es que no pienso perdérmelo, Jenny. Es más terco que una mula.

Jenny suspiró.

– Yo que había convencido a mi hermana para que nos cubriera. Y mi dinero me costó.

Beth apretó la mandíbula.

– Me… me iré, así de sencillo -dijo, y Jenny rio.

– No, no lo harás. No vas a salir de casa mientras él sale detrás pegando gritos.

– No -convino Beth-. Encontraré otra manera.


Viernes, 1 de diciembre, 13:30 horas

– Estaba esperando la detención de un sospechoso -dijo Spinnelli con calma-, no otros dos cadáveres.

Habían vuelto a reunirse. Mia estaba sentada entre Murphy y Aidan y a Reed se le había sumado Miles Westphalen. Sam estaba sentado en la otra punta de la mesa y Jack seguía en el Beacon Inn, examinando el escenario del crimen de Markov. Reed seguía deprimido tras haberles comunicado a dos familias que sus seres queridos no volverían a casa.

Como investigador de incendios, raras veces tenía que vérselas con la muerte. La mayor pérdida de vidas a la que había tenido que enfrentarse en su trayectoria profesional había sido la del incendio de apartamentos del año anterior. No entendía cómo Mia era capaz de tratar con las familias un día tras otro, todos esos años que llevaba en Homicidios.

Al otro lado de la mesa, Mia suspiró.

– No sabemos dónde está, pero nos estamos acercando al móvil. Tiene que ver con la agresión sufrida por Thad. Tenemos a Thad Lewin y a Regis Hunt en cuartos separados. Hablaremos con ellos cuando hayamos terminado aquí.

– He encontrado el catalizador sólido en las cerillas que Secrest descubrió en la zapatilla de Manny -dijo Reed-. Si Manny hubiera encendido una, habría sufrido graves quemaduras.

– Secrest ha examinado las cintas de seguridad del aula de White del martes, el día que registraron el cuarto de Manny -dijo Mia-. Ha visto a White deteniéndose junto al pupitre de Manny. Puede que fuera entonces cuando arrojó las cerillas en sus zapatillas deportivas y puede que no. Lo que sí ha visto en el vídeo es a White arrojando el cuchillo en la mochila abierta de Jeff.

– ¿Han buscado en el cuarto del tercer chico, Regis Hunt? -preguntó Aidan.

– Secrest ha encontrado otro cuchillo en la habitación de Hunt -dijo Mia.

– Recubierto de d-tubocurarina -añadió Sam-. Los dos cuchillos lo estaban. Y también he encontrado d-tubocurarina en la orina de la víctima.

Reed arrugó el entrecejo.

– ¿Tubocurarina? ¿Está seguro?

– Yo mismo he analizado la orina -dijo Sam-. Nunca había visto una víctima de curare y sentía curiosidad. Mi primera impresión es que la víctima murió de una insuficiencia respiratoria.

Mia abrió los ojos como platos y de sus labios salió una risa incrédula.

– ¿Curare? ¿El veneno que ponen las tribus amazónicas en las flechas? Tiene que estar bromeando.

– No bromeo -dijo Sam-. Hoy día se utiliza en cirugía. Puede encontrarse en hospitales y clínicas veterinarias. Su hombre solo habría tenido que robar una ampolla y hervirla en un recipiente de cristal en el fogón. -Se levantó-. Gracias por la comida. He de volver al trabajo.

– Aidan -dijo Spinnelli cuando Sam se hubo marchado-. ¿Tienes algo de Atlantic City?

– Sí. El Silver Casino ha encontrado al auténtico Devin White en sus cintas. Era un jugador inepto hasta que su suerte cambió de repente. No tanto como para echarlo, pero sí para vigilarlo. Los guardias de seguridad lo recordaban porque al final de su estancia se reunió con un conocido jugador de blackjack que había sido expulsado del casino.

– El chico de las mates -murmuró Mia.

– Exacto. Se hacía llamar Dean Anderson, pero descubrieron que el verdadero Anderson había muerto dos años antes. Los guardias de seguridad del casino dijeron que nuestro hombre tenía un don. Podía calcular probabilidades en su cabeza como un ordenador. Pero la gente del casino no era la única que lo recordaba. Hace un año que la policía lo tiene en su lista de sospechosos.

– ¿Vas a decirme por qué? -preguntó Spinnelli.

– Por violación -respondió sucintamente Aidan-. Durante seis meses, hasta el pasado junio, se produjo una sucesión de violaciones. Estaban vigilando a Anderson porque creían que era el autor. En junio las violaciones cesaron de golpe y Anderson desapareció.

– Conoció al verdadero Devin White, lo ayudó a ganar y se ganó su confianza. -Mia meneó la cabeza-. Luego le quitó la vida y… le usurpó la identidad.

– Eso explicaría por qué falsificó las huellas digitales para el centro de menores. Sabía que la policía lo buscaba y no quería dejar pistas -dijo Murphy pensativamente.

– Eso mismo he pensado yo. Y -añadió Aidan- casi todas las mujeres violadas tenían las piernas rotas para que no pudieran echar a correr o propinar patadas. Cuando demos con él, Nueva Jersey quiere un bocado.

– Tendrán que ponerse a la cola -farfulló Mia.

– Primero hemos de atraparlo -dijo Spinnelli-, y todavía no sabemos cómo se llama realmente ese cabrón. ¿Murphy?

– Hemos cubierto más o menos la mitad de la zona y nadie lo ha visto.

Una ocurrencia asomó por la oscura nube que inundaba la mente de Reed.

– ¿Habéis preguntado en las tiendas de animales?

– No -dijo Murphy-. ¿Por qué?

– Porque al tipo le gustan los animales y ha tenido acceso a un botiquín quirúrgico. Algunas tiendas de animales tienen ahora consulta veterinaria. Yo acabo de llevar al cachorro de mi hija para una de sus vacunas. Son centros integrados. Merece la pena intentarlo.

– De acuerdo -convino Murphy-. Iré cuando hayamos terminado aquí.

Spinnelli se levantó y se alisó el uniforme.

– Debo acudir a esa conferencia de prensa. Hemos recibido unas trescientas llamadas por la foto difundida en los informativos. Stacy ha descartado a los chiflados más obvios y Aidan ha eliminado a otros tantos. Te he dejado la lista sobre la mesa, Mia.

Mia se volvió hacia Westphalen, que no había abierto la boca.

– ¿Qué piensas, Miles?

– Pienso que aquí hay patrones y un profundo conocimiento de la naturaleza humana.

– Vale. Empieza por los patrones.

– Los números. Nuestro hombre dice «cuenta hasta diez» y realiza mentalmente cálculos estadísticos que le ayudan en el juego. Ha sido muy meticuloso en todo lo que ha hecho. Y pensad en esto. Usurpó la identidad de Devin White, pero no tenía necesidad de suplantarlo en su trabajo. Le gustan las matemáticas. Le gustan los números.

– Dirigía la quiniela de fútbol en el Centro de la Esperanza. -Mia contempló las estadísticas que habían extraído del ordenador de su aula y frunció el entrecejo-. Perdía a menudo.

Reed rodeó la mesa para mirar por encima de su hombro.

– Solo cuando los Lions perdían. Elegía a los Lions incluso cuando sus cálculos le decían que perderían.

Mia lo miró con una media sonrisa.

– ¿Lealtad al equipo local?

Reed asintió con la cabeza.

– Nuestro muchacho tiene lazos con Detroit.

– Enviemos su foto al Departamento de Policía de Detroit. Puede que alguien lo reconozca.

– Enviadla también a Servicios Sociales -les aconsejó Miles-. Apuesto a que ha estado metido en líos con anterioridad. Y sabe cómo funciona la mente de esos chicos. Fijaos en las trampas que les tendió a Manny y Jeff. Los tentó con cosas que sabía que no podrían rechazar. -Agitó una mano antes de que Reed pudiera hablar-. Que elegirían no rechazar -se corrigió.

– Gracias -dijo secamente Reed-. Pero tienes razón. Sabía cómo tentarlos. Y aunque Manny no encendiera las cerillas, lo pillaron con material prohibido. Y nuestro hombre sabía que lo primero que Jeff haría sería probar la hoja de la navaja para ver si era de verdad. Y aunque no lo hubiera hecho, lo habrían pillado y enviado a una cárcel de verdad. Tienes razón. Sabe lo que hace.

– Gracias -dijo Miles con igual sequedad-. Otra cosa. Su empeño con los Dougherty. Se le escurrieron dos veces y regresó a por ellos una tercera vez.

– Tenía que terminar el trabajo -apostilló Mia-. O ellos son superimportantes o él es supercompulsivo.

– Estaba pensando que un poco de lo primero y mucho de lo segundo -dijo Miles-. Puede que su personalidad compulsiva nos resulte útil.

– Pero, como ha dicho Spinnelli, primero tenemos que encontrarlo -suspiró Mia.

Murphy golpeteó la mesa con su omnipresente zanahoria.

– Mia, habías dicho que a mediodía tendrías la lista de los chicos que Penny Hill colocó con los Dougherty.

– Tienes razón. Ya debería tenerla. Los llamaré. Aidan, ¿puedes seguir ayudándonos con las trescientas llamadas telefónicas?

– Claro.

Mia se levantó.

– Entonces, en marcha.

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