Lunes, 27 de noviembre, 17:20 horas
Mia abrió los ojos cuando Solliday detuvo el todoterreno. Estaban frente a un establecimiento de comida preparada.
– ¿Qué hacemos aquí? -preguntó la detective con el cuerpo rígido.
Estaba dolorida como si le hubiesen dado una paliza y aún faltaba lo peor: decirle a Abe que el cabrón que le había disparado seguía libre.
Solliday enarcó una ceja.
– Mientras esperaba me he bebido tres tazas de café.
Mia dio un respingo.
– Lo siento. No pensé que tardaría tanto.
Habían aguardado dos horas a que DuPree apareciera con el brazo en cabestrillo. Esperaron a Getts, el agresor, hasta que la detective reparó en que DuPree intentaba escapar por la puerta trasera del bar. DuPree echó a correr y a Mitchell no le quedó más opción que derribarlo. El cabrón le plantó cara a pesar de que llevaba el brazo en cabestrillo.
– Tendría que haber ido a la residencia estudiantil y entrevistado a las chicas de la hermandad.
– Sí, por supuesto, y perderme el espectáculo -ironizó Reed secamente-. Por mucho que no haya cogido a Getts, ver cómo aplastaba a un capullo drogado que la dobla en tamaño ha merecido la pena.
– ¡Cabrón! -exclamó Mia en tono bajo-. Debió de darse cuenta de nuestra presencia.
– Ya cogerá a Getts. Además, esta noche, cuando se acueste, sabrá que su amigo está en el calabozo.
Solliday habló convencido y con sinceridad. A decir verdad, parecía bastante impresionado. Mia pensó que tal vez le había dado una segunda oportunidad tras la primera impresión.
– Gracias por meterse en el callejón y cortar la retirada a DuPree. Esta noche se lo contaré a mi compañero. Vayamos a la residencia estudiantil y así podrá volver a su casa.
El teniente se apeó del todoterreno.
– Más tarde. El segundo motivo por el que estamos aquí responde a que estoy famélico y a que usted tiene que comer algo para tomar más calmantes. Me sorprende que no se haya dislocado el hombro. ¿Con qué acompaña el frankfurt?
– Con todo, salvo kétchup. Gracias, Solliday.
Había caminado todo el día junto a Reed Solliday y se había sentido pequeña. En ese momento lo observó mientras entraba en el establecimiento. El teniente se desplazó con una gracia sinuosa poco corriente en un hombre de su corpulencia. Al verlo andar, Mia pensó en Guy. Supuso que la comparación era inevitable. Hacía tiempo que no se acordaba de Guy LeCroix, lo que en sí mismo resultaba revelador, y de pronto lo recordó con asombrosa claridad.
Guy tenía la misma forma de moverse. Fue lo que le atrajo desde el principio: la gracia felina de un hombre corpulento. Guy pensó que la amaba y, en última instancia, quiso mucho más que lo que Mia podía darle. Si era sincera consigo misma, no lo echaba de menos, lo que también resultaba revelador. Tampoco había querido hacerle daño. Albergaba la esperanza de que con su actual esposa Guy hubiese encontrado lo que buscaba y fuera feliz. Desde Guy el manantial había estado prácticamente seco. Se había visto con unos pocos hombres aquí y allá, sobre todo allá, con los que no había tenido nada serio.
Pensó objetivamente desde la serenidad de su mente y reconoció que, por mucho que se pareciera al demonio cuando enarcaba las cejas, no había nadie tan apuesto como Reed Solliday. Su delgada perilla enmarcaba una boca tentadora. Fantaseó con que una boca tan tentadora sería una ventaja para ciertas actividades… lo mismo que la gracia felina.
«La señora Solliday tiene que ser una mujer muy satisfecha», pensó. Durante una fracción de segundo la envidió sanamente. Sofocó ese sentimiento con gran rapidez. No se liaba con polis. Era el mantra de su vida. «Claro que no es poli».
– Pero se parece demasiado a un madero -musitó.
De todas maneras, nada le impedía mirarlo. Reed Solliday era un hombre digno de ser observado.
El teniente había llegado a la caja y se disponía a pagar. El empleado hizo una mueca y echó las monedas en la bolsa que Solliday mantuvo abierta. Reed abrió la portezuela del todoterreno sin dejar de menear la cabeza y Mia arrinconó sus pensamientos caprichosos y cogió la comida.
– Lo que más temo es que Beth traiga a casa un chico como ese y que tenga que fingir que me cae bien -se lamentó y se sentó. Retiró de la bolsa varios sobres individuales de condimentos-. Los botes estaban vacíos, así que tendrá que apañarse con los sobres.
– No será la primera vez. Ahora que lo pienso, lo paso peor cuando Abe elige el sitio en el que comemos. Se ha aficionado a la comida vegetariana. Gracias. -Mia rasgó un sobre de mostaza mientras Solliday abría el compartimento situado entre los asientos. Entre varios casetes había un bote de cerámica lleno hasta la mitad de monedas. Solliday vació el contenido de la bolsa en el bote y cerró el compartimento. La detective lo miró y parpadeó-. ¡Caramba! En ese bote debe de haber diez dólares en monedas.
– Es probable.
Solliday desenvolvió uno de los frankfurts y comenzó a comérselo a palo seco.
Desconcertada, Mitchell lo miró boquiabierta.
– ¿No le pone nada, ni siquiera mostaza?
Reed miró el frankfurt con desagrado y titubeó. Al cabo de unos segundos se encogió de hombros.
– Tengo dificultades para manipular cosas pequeñas.
De repente el bote de monedas adquirió sentido.
– ¿Como la calderilla?
Solliday dio un mordisco y puso cara de resignación.
– Pues sí.
– ¿Y los sobres de mostaza?
– Lamentablemente, así es.
Mia puso los ojos en blanco.
– Solliday, páseme su maldito frankfurt y le pondré mostaza.
El teniente se lo entregó al tiempo que preguntaba:
– ¿Puede ponerle también un poco de salsa?
– Por descontado. -Mitchell meneó la cabeza-. ¿Por qué no lo ha pedido antes?
Solliday volvió a encogerse de hombros.
– Supongo que por orgullo.
– Dada la evaluación que esta mañana ha hecho de mí, habría supuesto que era por vergüenza -replicó y el teniente se echó a reír.
Reed poseía una risa agradable, grave y con matices, y la sonrisa hizo que su cara dejara de parecerse a la del demonio para… bueno, ¡caramba! Durante unos segundos, Mia lo observó con detenimiento. «¡Caramba!» La detective parpadeó con decisión y dirigió la vista hacia la caja de cartón que tenía en su regazo. Resultaba evidente que la señora Solliday era muy afortunada.
– Tocado, Mitchell. Debo reconocer de forma oficial que esta tarde he quedado gratamente impresionado por sus aptitudes. No había visto una jugada parecida desde la escuela secundaria.
Mia le pasó el frankfurt.
– Déjeme adivinarlo. ¿Jugaba de linebacker?
– No, de extremo, pero desde entonces ha pasado mucho tiempo.
Comieron en silencio y, cuando terminó, Mia dobló su caja de cartón.
– Dígame, ¿qué pasó?
Solliday la miró mientras masticaba el último bocado de frankfurt.
– No es asunto suyo.
Mitchell rio.
– Tocada, Solliday. Déme la caja y la tiraré a la basura. -Cuando regresó al todoterreno, Mia lo vio guardarse el móvil en el bolsillo-. ¿Ha habido una emergencia?
– No, solo tenía que llamar a casa.
Mia suspiró y apostilló:
– Le pido disculpas una vez más. Tiene que reunirse con su familia.
– Mi horario es tan flexible como el suyo. Alguien cuida de Beth cuando trabajo por la noche. Tome algo para calmar el dolor del hombro.
Mia se percató de que la señora Solliday no existía. Se dijo que el repentino acelerón de su corazón no fue de alivio, sino de puro interés. Tomó varios calmantes y se preguntó qué había pasado con la esposa del teniente, pero se abstuvo de plantearlo.
– ¿Dónde vamos?
– A Greek Row.
Tardarían un rato en llegar.
– ¿Puedo volver a leer sus notas?
Reed le pasó la libreta.
– ¿Qué ha hecho de bueno por Carmichael? -inquirió.
– El año pasado asesinaron a alguien próximo. Abe y yo fuimos los primeros en llegar. Estaba histérica y le hice compañía hasta que se sobrepuso. Es lo mismo que habría hecho por la familia de cualquier víctima.
– Evidentemente es más de lo que Carmichael esperaba.
– Eso creo. Desde entonces me he convertido en su fuente personal de noticias. Me la encuentro cada vez que me giro. Ahora me ha dado a DuPree. Si así pillo a Getts, Carmichael figurará para siempre en mi lista navideña. -Hojeó las notas del teniente-. ¿Estaba hecha la cama del cuarto de huéspedes?
Solliday se sorprendió.
– Sí. ¿Por qué lo pregunta?
– Cuando iba a la escuela estudiaba en la mesa de la cocina. Estoy segura de que no se me habría ocurrido utilizar la habitación de otra persona. ¿Por qué Caitlin estudiaba en el primer piso?
– Tal vez le entró sueño.
– Por eso he preguntado por la cama. Podría haber dormido en el sofá. Dormir en la cama de otra persona, sobre todo si te dicen explícitamente que no te quedes… me parece… -Buscó la palabra precisa-. Me parece descarado.
El teniente frunció los labios y repitió:
– ¿Descarado?
La detective meneó la cabeza y sonrió.
– No se meta con mis adjetivos -protestó-. Da la impresión de que Caitlin interpretó el papel de Ricitos de Oro y se fue a estudiar y a dormir a una casa a la que no había sido invitada.
– En el cuarto de huéspedes había un escritorio y un ordenador.
– Vaya, tendríamos que haberlo cogido para buscar correos electrónicos y el historial de navegación.
– Hablé con Ben mientras usted se ocupaba de DuPree. Dice que esta tarde Unger se ha llevado el ordenador. Intentará comprobar correos y el resto de las cosas para mañana.
– Me parece bien. Recapitulemos. Caitlin está estudiando, navegando o algo parecido. Oye un ruido, baja y encuentra al pirómano. Forcejean en el vestíbulo. Tal vez él la viola y, en determinado momento, le dispara. Sin embargo, no la quema para destruirla por completo… a menos que pensara que la convirtió en ceniza y solo se trate de un aficionado. ¿Estamos ante un aficionado?
– No lo sé. Atinó con el dispositivo del catalizador sólido. Se me ha ocurrido reflexionar sobre la explosión… Se tomó muchas molestias con tal de conseguir que reparasen en él, lo que me parece una actitud inmadura, casi pueril. Por otro lado, empleó un método complejo. Me sorprendería saber que es la primera vez que lo utiliza. -El teniente vaciló-. También me sorprendería si no volviera a usarlo.
– ¿Estamos ante un pirómano en serie?
– Esa idea ha pasado por mi cabeza -reconoció Reed-. Su modus operandi está perfectamente planificado y es grandioso. Lo imagino pensando que sería una lástima aplicarlo una única vez.
– ¡Mierda! Por lo tanto, lo único que tenemos es una chica muerta y varios fragmentos de un huevo de plástico.
– Más la huella del calzado. Antes de que me olvide, Ben dice que el laboratorio le ha comunicado que corresponde al número cuarenta y cuatro.
– Lo que significa que calza el mismo número que miles de hombres en Chicago -se lamentó Mitchell-. A menos que descubramos algo más o que vuelva a atacar, no tenemos nada.
– A no ser que estemos equivocados y que alguien acudiera a casa de los Dougherty con la intención expresa de matar a Caitlin. En ese caso, las compañeras de la residencia pueden ser útiles.
– Solo podemos abrigar esperanzas -murmuró la detective.
Lunes, 27 de noviembre, 18:00 horas
Judy Walters se balanceó en el borde de la cama y exclamó:
– ¡Ay, Señor!
Mitchell se había arrodillado junto a la compañera de habitación de Caitlin y la miraba a la cara.
– Lo siento, Judy, pero necesito que te tranquilices -afirmó la detective-. Quiero que me ayudes a responder a ciertas cuestiones. Deja de llorar.
El tono delicado suavizó la exigencia implacable contenida en las palabras, por lo que la joven se esforzó por controlar el llanto.
– Lo lamento. ¿Quién le disparó? ¿Quién fue capaz de hacer esa barbaridad?
Mitchell se sentó en la cama, junto a Judy.
– ¿Cuándo viste por última vez a Caitlin?
– El sábado… más o menos a las siete de la noche. Montamos una fiesta y había mucho ruido. Supuse que pasaría el fin de semana en el apartamento de Joel. -Parecía muy afligida-. Ay, Señor, tengo que avisarle.
Judy intentó incorporarse, pero la detective le apoyó una mano en la rodilla.
– Todavía no. El padre de Caitlin dijo que había roto con Joel.
– Es lo que Caitlin les contó para que sus padres la dejasen en paz. Joel no le gustaba a su padre.
– ¿Por qué? -intervino Reed y se sorprendió al ver la mirada furibunda de la muchacha.
– Porque su padre es un policía muy controlador y no deja de decirle a Caitlin lo que tiene que hacer.
Algo iluminó la mirada de Mitchell, pero lo controló rápidamente. Su padre había sido policía. El teniente se preguntó cuánto tenían en común Mia y Caitlin.
– ¿Solía pasar el fin de semana con Joel? -quiso saber Solliday.
– Sí, pero es imposible que Joel le haya disparado, ya que la quiere.
– Judy, ¿recuerdas qué ropa llevaba Caitlin esa noche?
– Tejanos y un jersey rojo. -Rompió a llorar-. Fui yo quien le regaló el jersey.
Mitchell le palmeó el hombro.
– Ya conocemos la salida. -La detective esperó a llegar al todoterreno para preguntar-: ¿Encontró remates o cierres metálicos de los tejanos en las proximidades del cadáver?
Reed abrió la portezuela del lado del acompañante.
– Según Ben, en el vestíbulo hallaron botones de metal.
Mia trepó al habitáculo y se volvió con mirada severa.
– En ese caso también la violó.
– ¿Qué hacemos ahora? -inquirió el teniente.
– Tenemos que averiguar cuánto la quería Joel.
Lunes, 27 de noviembre, 18:40 horas
El compañero de habitación de Joel Rebinowitz estudiaba Derecho, de lo que se sentía muy orgulloso. Zach Thornton se interpuso entre los visitantes y la puerta del cuarto de baño, a través de la cual oyeron los sollozos de Joel.
– No dirá una sola palabra, salvo en presencia de un abogado -declaró Zach.
Mia dejó escapar un suspiro.
– Que el cielo nos salve de los abogados en pañales. Oye, chico, quítate de en medio o te llevaré del culo a comisaría por obstrucción.
– No puede hacerlo -replicó con actitud beligerante.
– ¿Qué te juegas? -preguntó Mitchell y notó cómo cambiaba la actitud de Zach-. Supuse que no te arriesgarías. -Llamó a la puerta del cuarto de baño-. Sal, Joel. Tenemos que hablar contigo y no nos iremos sin hacerlo.
– ¡Maldición, lárguense! -La voz de Joel sonó entrecortada-. Déjenme en paz.
Mia miró a Solliday e inquirió:
– ¿Quiere entrar a buscarlo?
Solliday hizo una mueca.
– En realidad no, pero iré.
Thornton cambió de táctica y su expresión se tornó totalmente sincera.
– Acaban de decirle que su novia ha muerto y que está carbonizada. ¿Qué pretenden de él?
– La verdad -replicó Mia-. Joel, te doy cinco segundos o mi compañero entrará.
Pálido y con los ojos hinchados de tanto llorar, Joel salió dando tumbos del cuarto de baño.
– No pienso hablar con ustedes ni los acompañaré a comisaría.
Zach asintió y recuperó su actitud presuntuosa.
– Si lo quieren tendrán que traer una autorización.
– Joel, ayúdanos a aclarar la situación para ocuparnos de los malos de verdad.
– Del verdadero asesino -ironizó Zach-. Eso es.
Mia se puso de puntillas y se colocó a pocos centímetros de la cara de Thornton.
– Cierra el pico o te juro que pasarás la noche en el calabozo. No es un farol. Me tienes harta. Si no te sientas y te callas acabarás rodeado de raperos matones que querrán convertirte en su mejor amigo. Espero que entiendas lo que digo.
Solliday soltó un suave silbido.
– En el calabozo no suelen disfrutar de la compañía de chicos guapos.
Mia se tragó la sonrisa cuando Zach se sentó en su cama sin pronunciar palabra. Se dirigió seriamente a Joel:
– Joel, ayúdame a encontrar al culpable. ¿Cuándo viste a Caitlin por última vez?
– El sábado por la noche, alrededor de las siete. Dijo que esa noche había fiesta en TriEpsilon y que tenía que estudiar. Le propuse que se quedara en el apartamento, pero me respondió que si venía acabaríamos… bueno, que no estudiaría. No quería darle a su padre el gusto de verla suspender. -El muchacho cerró los ojos-. Tengo la culpa de todo.
– Joel, ¿por qué dices eso? -intervino Solliday.
– Porque salía demasiado conmigo. Tendría que haberme alejado, como quería su padre.
El crío era inocente o se trataba de un actor consumado. Mia se decantó por la primera opción.
– ¿Supiste algo de ella a lo largo de la noche?
– A las once me envió desde el ordenador un mensaje en el que decía que me quería -concluyó con voz entrecortada.
Mia le echó un vistazo a Solliday y comprendió que estaban de acuerdo con respecto a la inocencia del muchacho.
– Joel, ¿dónde estuviste esa noche?
– Hasta las once, aquí. Respondí a su mensaje y luego me reuní con varios amigos en el salón recreativo.
Joel mencionó seis nombres y la detective tuvo la certeza casi absoluta de que los jóvenes corroborarían sus palabras.
Aunque detestaba presionar en esas condiciones, Mia sabía que era necesario, por lo que inquirió:
– ¿Alguien quería hacerle daño a Caitlin? ¿Alguien la seguía? ¿Alguien la llevó a sentirse incómoda?
Joel se recostó en la pared y apoyó el mentón en el pecho.
– No, no y no.
– Joel, una pregunta más -terció Solliday-. ¿No te has preocupado al darte cuenta de que ni ayer ni hoy tenías noticias de Caitlin?
Levantó la cabeza y su mirada se tornó furibunda.
– Claro que sí. Pensaba que había vuelto a su casa. Yo no podía llamar a casa de sus padres, ya que Caitlin les había contado que habíamos terminado. Supuse que me telefonearía en cuanto pudiera. Esta mañana no ha venido a clase y les he preguntado a sus amigos. Nadie la había visto. Me he puesto muy nervioso y he llamado a sus padres. He dejado dos mensajes en el contestador, pero prefieren verme entre rejas antes que decirme que está muerta -concluyó con amargura-. ¡Malditos sean!
Dadas las circunstancias, Mia comprendió su punto de vista.
Cuando volvieron a montar en el todoterreno de Solliday, la detective meneó la cabeza y comentó:
– Si alguna vez tengo hijos no pienso entrometerme.
Solliday le abrió la portezuela, como había hecho a lo largo del día.
– Nunca digas nunca jamás. -Reed decidió tutearla-. Entiendo a las dos partes. El padre quiere lo mejor para la hija y la hija quiere dirigir su propia vida. Diría que Joel no está implicado.
– Estoy de acuerdo. Sospecho que el pirómano eligió la casa de los Dougherty, donde la acechó o la encontró por casualidad, y aprovechó la situación.
– Burnette también podría ser el verdadero objetivo. -Solliday cerró la portezuela del lado del acompañante y se dirigió a su asiento. El motor ya estaba en marcha cuando Mia oyó la risa grave del detective-. «Un rapero matón que quiere que seas su mejor amigo». Es muy poético. ¿Puedo repetirlo?
Mitchell le sonrió y en ese instante se sintió profundamente en paz.
– Cuando quieras.
Ambos aprovecharon el trayecto de regreso a la comisaría para oír el buzón de voz de sus móviles. Reed aparcó el todoterreno junto al coche de la detective.
– ¡Caramba, qué bonito!
Mia miró con cariño su pequeño Alfa Romeo bien conservado.
– Es mi único capricho. -Se apeó del vehículo y se volvió para mirar al teniente-. Barrington ha hecho oficial la identificación de Caitlin.
– El laboratorio encontró un mensaje en la caché del ordenador de los Dougherty. La hora se corresponde con la explicación de Joel.
– Entonces algo hemos avanzado. ¿Qué tal si mañana a las ocho nos reunimos en el despacho de Spinnelli? Tiene debilidad por las reuniones a las ocho de la mañana.
– Para entonces intentaré conseguir el informe del laboratorio sobre las muestras que tomé. Quedamos en tu escritorio. Los Dougherty me enviaron un correo de voz en el que dicen que llegarán a medianoche. Podemos hablar con ellos después de informar a Spinnelli.
– Le pediré a Jack que también acuda a la reunión de mañana y que informe de lo que encontró en el análisis de la moqueta. Así sabremos con más claridad dónde sucedieron las cosas. -Mia guardó silencio casi un minuto, suspiró y murmuró-: Vi cómo caía mi compañero.
Reed tardó un segundo en reaccionar.
– ¿Te refieres a esta mañana, cuando clavaste la mirada en el cristal? ¿Qué pasó aquella noche?
– Buscábamos a Getts y DuPree por un homicidio cometido en South Side. Fue un asunto de drogas que se desmandó y asesinaron a dos mujeres atrapadas en el fuego cruzado. -La detective suspiró-. Sea como fuere, recibimos el soplo de que se escondían en un apartamento, pero no era así.
– Fue una trampa.
– Eso parece. De todos modos, los vi. Además, dispararon a Abe.
– Y a ti -añadió Solliday y Mia sonrió con amargura.
– Solo fue un rasguño. Mientras estuve de baja, Spinnelli reasignó el caso.
– A los dos agentes que envió esta tarde. Se mantuvieron al margen mientras cogías a DuPree.
La detective sonrió ante la incredulidad que creyó percibir en la voz de Reed.
– Fue… en realidad fue un regalo. Me dejaron detenerlo. Saben lo mucho que significa para mí.
– Me parece que lo comprendo. Oye, lamento lo que ha ocurrido esta mañana, pero sucede que la chaqueta y el sombrero te daban un aspecto… un aspecto indeseable.
– ¿Has dicho indeseable? -preguntó Mia sonriente.
– ¡No te burles de mis adjetivos! -exclamó el teniente en tono jocoso.
– Está bien. -Ella se serenó-. La chaqueta nueva tiene un agujero de bala y está manchada de sangre. -Mitchell recordó que se trataba, sobre todo, de la sangre de Abe-. Necesito cobrar antes de comprarme un abrigo nuevo. -Su sonrisa se convirtió en una burla de sí misma-. He gastado hasta el último céntimo en el coche.
Solliday levantó una ceja.
– ¿Qué hay del sombrero?
– Lo lamento, pero el sombrero me lo quedo porque es cómodo. Espero que no llueva. Adiós.
Mia había empezado a cerrar la portezuela cuando Reed se lo impidió. Su mirada reveló simpatía y también respeto.
– Mitchell, lamento lo que le pasó a tu compañero y la muerte de tu padre. -Solliday se echó hacia atrás y se acomodó frente al volante-. Nos vemos mañana a las ocho en punto.
La detective cerró la portezuela del todoterreno, montó en su coche y se sintió tranquila y emocionada a la vez. Encendió el motor y maldijo el aire frío que la calefacción escupió a todo trapo. Iría a visitar a Abe. No tenía ni la más remota idea de lo que diría cuando llegase al hospital.
Lunes, 27 de noviembre, 18:40 horas
Hacía hora y media que Brooke se bebía la misma cerveza.
– Ha sido divertido -comentó.
– Ya te dije que te sentaría bien -afirmó Devin con actitud presuntuosa.
Aunque se le aceleró el pulso, Brooke decidió que no permitiría que la cerveza le hiciese perder la sensatez. Devin había reído y bromeado con ella tanto como con el resto de los profesores con quienes se había reunido en el bar. Brooke se sorprendió de la cantidad de docentes congregados durante la happy hour. Evidentemente, no era la única que se estresaba con el trabajo.
– ¿A qué hora vuelven a sus casas?
Devin se mostró sorprendido.
– Es lunes y los lunes por la noche nos quedamos a ver el partido.
– Ah, el partido…
– El programa Monday Night Football, el partido. Supongo que me estás tomando el pelo, ¿no?
– No. A mi familia no le interesan los deportes.
Devin se puso más cómodo en el asiento.
– ¿Qué hacíais para divertiros?
– Jugábamos al Scrabble, al Risk y al Trivial Pursuit.
Devin disimuló la sonrisa.
– ¡Y eso que me consideraba un sabelotodo!
«Ni yo lo creo». Esa posibilidad la mareó y buscó mentalmente palabras que la ayudasen a destrabar la lengua.
– La bibliotecaria dice que usas tus aptitudes matemáticas para el mal.
El profesor echó la cabeza hacia atrás y se desternilló de risa.
– Está furiosa porque no dejo de ganar a la quiniela. -Devin enarcó una ceja-. Deberías participar. Te haré ganar una fortuna.
La risa de Devin la estremeció de la cabeza a los pies.
– ¿Has dicho una fortuna?
White se encogió de hombros.
– Bueno, en el peor de los casos solo perderás cinco pavos.
Brooke suspiró.
– Cinco pavos representan una fortuna.
El profesor de matemáticas adoptó una actitud filosófica.
– Ya sabías que dando clases nadie se enriquece, ¿verdad?
– Claro que lo sabía.
– ¿Y lo demás lo desconocías?
– Soñaba con ayudar a los niños a querer los libros, pero las cosas no funcionan de esa manera.
– Manny y el fuego te han inquietado, ¿no?
– Detesto la idea de que podría ayudarlo a cometer una atrocidad.
Devin suspiró.
– Brooke, es imposible obligar a alguien a que haga lo que no quiere. Esos chicos son problemáticos. La debilidad de Manny es el fuego y la de Mike, el robo.
– ¿Qué me dices de Jeff? -preguntó la profesora en un tono apesadumbrado y Devin puso los ojos en blanco.
– Nadie entiende a Jeff. Hace meses que intento comprenderlo. Hay algo cruel en él. Por desgracia, es uno de los jóvenes más espabilados que conozco.
Brooke parpadeó y preguntó:
– ¿Hablamos del mismo Jeff?
– Sí. Es un genio para las matemáticas. Si no estuviera en un centro de internamiento, le lloverían las becas.
Algo se rebeló dentro de Brooke.
– Destruirán su expediente cuando cumpla los dieciocho años. Eso no debería afectar a sus posibilidades de acceder a un buen centro de estudios.
– No tiene la menor importancia. Lo detendrán al cabo de un mes de dejar el centro.
Brooke se indignó.
– ¿Por qué lo dices? ¿Por qué lo das por perdido?
Devin hizo señas a la camarera para que le sirviera otra cerveza y miró a su compañera con expresión de pesar.
– Yo no lo doy por perdido. Es Jeff quien se da por perdido a sí mismo. Daría un ojo de la cara por cambiar la situación, pero la he vivido demasiadas veces. A ti te ocurrirá lo mismo.
– No quiero acabar harta como… -Brooke dominó su contrariedad.
– ¿Como yo? Me alegro, Brooke, pero debes tener cuidado. Los chicos son peligrosos. -Devin dirigió la mirada al televisor colocado encima de la barra-. Parece que va a nevar.
El cambio de tema fue brusco, pero eficaz. Brooke cogió el abrigo y el bolso y apostilló:
– Disculpa, Devin. Me he pasado.
El profesor se mostró apenado.
– No, tienes razón. Estoy harto. Lamentablemente, si no lo estás acaban por machacarte. Estoy a medio camino entre salvarlos y encerrarlos de por vida. A veces me asustan demasiado. -Reparó en que la joven había cogido el abrigo e inquirió-: ¿No te quedas a ver el partido?
Brooke estaba famélica, pero las compras navideñas habían consumido gran parte de su presupuesto, por lo que hasta enero no podría cenar fuera de casa.
– No. Tengo que preparar la clase de mañana.
Sorprendida, Brooke vio que Devin se incorporaba y la ayudaba a ponerse el abrigo.
– Está oscuro y el barrio no es muy seguro. Te acompaño al coche.
Lunes, 27 de noviembre, 19:45 horas
Reed se quejó al recibir un codazo en el estómago. Miró furioso a su hermana, que hizo lo propio con el mismo fervor, y volvió a dejar el plato en el fregadero.
– Me ha dolido.
– Era lo que pretendía. Siéntate antes de que me cabree de verdad. -Lauren lo fulminó burlonamente con la mirada-. Tenemos un acuerdo y no cumples tu parte. Reed, siéntate.
Solliday tomó asiento y comentó:
– Pagas el alquiler con puntualidad y cuidas a Beth. Para mí es suficiente.
– Acordamos un alquiler barato a cambio de hacer de canguro y limpiar. Reed, cierra el pico.
El alquiler modesto del otro lado del dúplex de Reed le permitía a Lauren trabajar media jornada y asistir a la universidad. El horario flexible de su hermana suponía que Reed no se preocupaba de encontrar a alguien que cuidase de Beth cuando le tocaba trabajar. En su opinión, era una situación ventajosa, pero no había contado con que Lauren tenía su orgullo.
– ¿Te pidió Beth que la llevases de compras? -quiso saber el teniente.
Lauren se echó a reír.
– Ya lo creo. Me sorprende que un hombre grande como tú le tema al burro lleno de perchas con ropa.
– Tú ves perchas con ropa, y yo, monstruos con etiquetas en lugar de colmillos. ¿La acompañarás?
– Por supuesto. Si quieres, hasta elegiré algunas prendas para los regalos navideños.
«¡Qué poco falta para Navidad!», pensó Reed.
– Nunca había esperado tanto para hacer las compras navideñas. Ya no sé qué le gusta a Beth.
Esa certeza lo dejó… lo dejó desconsolado.
– Reed, ya no es una niña.
– No dejas de decírmelo. -Solliday miró el techo con actitud nostálgica. Pocos meses antes nada habría apartado a Beth del partido del lunes por la noche. Últimamente se disculpaba después de cenar y aseguraba que tenía que estudiar-. Jamás imaginé que al crecer comenzarían a disgustarle las cosas que nos encantaban.
Lauren lo miró comprensivamente.
– Hasta ahora lo has tenido fácil. Tu niña placaba, saltaba y paraba la pelota con la misma habilidad que los niños. Has de tener en cuenta que los marimachos crecen y empiezan a gustarles las ropas con muchos adornos.
La palabra «marimacho» lo llevó a pensar en Mia Mitchell y en el sombrero «cómodo».
– No a todos los marimachos les ocurre lo mismo. Deberías ver a mi nueva compañera.
Sorprendida, Lauren abrió desmesuradamente los ojos.
– ¿La OFI ha contratado a una mujer?
– No, es detective de Homicidios.
Su hermana hizo una mueca.
– Vaya, qué horror.
Reed pensó en Caitlin Burnette, que yacía en el depósito de cadáveres.
– No te lo puedes ni imaginar.
– Cuéntame algo más. ¿Qué tal es la nueva tía?
Reed la censuró con la mirada.
– Si yo la llamara «tía» me pegarías.
Lauren sonrió.
– Eso es lo que más me gusta de ti. Eres un hombre muy listo y atractivo.
– Mi nueva compañera es del tipo atlético. -Su nueva compañera había sido capaz de responder a todos los desafíos que se le plantearon, ya fuese un padre desconsolado, un drogata de noventa kilos o un arrogante abogado en pañales. Los había afrontado con gran habilidad-. Eso es todo.
Lauren puso los ojos en blanco.
– ¿Eso es todo? ¿Cómo se llama?
– Mitchell.
Su hermana volvió a poner los ojos en blanco.
– Me refiero a su nombre de pila.
– Mia. -Reed descubrió que la sonoridad del nombre le agradaba y que iba con ella-. Es realmente imprevisible.
– ¿Y qué más? ¿Es rubia, morena o pelirroja? ¿Es alta o baja?
En ese momento le tocó a Solliday poner los ojos en blanco.
– Es rubia y menuda.
El teniente recordó que la coronilla de Mitchell apenas le llegaba al hombro. Dio un respingo cuando por su mente pasó la imagen de la rubia cabeza de Mia apoyada en su hombro. «Como si alguna vez pudiera pasar». Por alguna razón, fue incapaz de imaginar a Mia Mitchell apoyada en alguien. El mero hecho de haber tenido esa idea lo perturbó. «Solliday, ni se te ocurra meterte en honduras. Esa mujer no es para ti».
Lauren se había puesto seria.
– ¿Es demasiado menuda para cubrirte las espaldas?
Reed evocó la forma en la que Mitchell había dominado a DuPree.
– Está bien.
Lauren lo observaba con suma atención.
– Está claro que te ha impresionado.
– Lauren, es mi compañera, eso es todo.
– Eso es todo -se burló su hermana-. Nunca tendré más sobrinos.
Reed se quedó boquiabierto.
– ¿Qué has dicho? ¿Qué te ha hecho pensar que los tendrías? -Solliday meneó la cabeza-. Ten tus propios hijos. Yo no quiero más. Soy demasiado viejo.
– No eres viejo, simplemente actúas como si lo fueras. ¿Cuándo tuviste por última vez una cita de verdad? No me refiero a una reunión con una profesora de Beth ni a la visita a la higienista dental.
– Gracias por recordármelo. Tengo que pedir hora para la limpieza bucal.
Lauren sacó la mano del agua enjabonada y le pegó a su hermano en el brazo.
– Hablo en serio.
– ¡Ay! Esta noche no haces más que golpearme -se quejó él y se frotó el brazo.
– Y tú te dedicas a fastidiarme. Reed, ¿cuánto hace? ¿Cuándo fue tu última cita?
Reed se preguntó si su hermana se refería a una cita a la que había acudido de buena gana. Había sido hacía dieciséis años, cuando llevó a Christine a tomar café después de la clase de poesía clásica que tanto temía hasta la noche en la que la conoció. Al cabo de un rato, Christine le leyó sus poemas y fue entonces cuando bebió los vientos por ella.
– Lauren, estoy cansado. El día ha sido muy largo. Déjame en paz.
Su hermana no se dejó intimidar.
– No has tenido una cita desde… desde las navidades de hace tres años.
Solliday se estremeció.
– ¡Ni me lo recuerdes! A Beth le cayó fatal.
«Y a mí», se dijo el teniente.
– El apoyo de Beth es importante y eres joven. Cualquier día Beth será adulta y te quedarás solo. -Lauren adoptó expresión de pena-. No quiero que estés solo.
Las palabras de su hermana le afectaron, ya que la imagen de Beth adulta y fuera de casa resultó sumamente real. Como Lauren se preocupaba por él, Reed se tragó el comentario tajante de que se metiera en sus asuntos y la besó en la coronilla.
– Lauren, mi vida me gusta. Cómprale a Beth unos tejanos que no le hagan parecer una mujer de veinticinco años, ¿de acuerdo?
Reed retrocedió y su hermana le taladró la espalda con la mirada.
Una vez arriba, el aporreo de la música que Beth oía llegó hasta sus oídos a través de la puerta del dormitorio. Solliday supuso que eso también tenía que ver con crecer. Le habría gustado que no ocurriera tan rápido. Llamó a la puerta con energía y preguntó:
– ¿Beth?
La música cesó bruscamente y el perro ladró.
– Dime.
– Cielo, quería hablar contigo.
La puerta se entreabrió y la cabeza morena de su hija asomó por arriba, al tiempo que la del cachorro aparecía debajo.
– Dime -repitió Beth. Reed parpadeó y de pronto no supo qué decir. La adolescente levantó las cejas, las bajó y las frunció-. Papá, ¿estás bien?
– Me acabo de dar cuenta de que hace tiempo que no hacemos algo juntos. Este fin de semana podríamos ir… podríamos ir al cine o a otro espectáculo.
Beth entornó los ojos con actitud recelosa.
– ¿Por qué?
Solliday rio.
– Porque te echo de menos.
La adolescente parpadeó.
– Una amiga me ha invitado a pasar el fin de semana en su casa.
Reed intentó disimular el chasco que acababa de llevarse.
– ¿Quién es?
– Jenny Q. El pasado mes de septiembre conociste a su madre en el día de la escuela.
Reed arrugó el entrecejo.
– No me acuerdo. Tendré que verla de nuevo antes de que vayas.
Beth puso los ojos en blanco.
– Me parece bien. Jenny Q y yo estamos haciendo un trabajo de ciencias. Mañana por la noche me llevas en coche y así verás a su madre.
– ¿Has dicho «me llevas»? ¿Qué tal si le añadimos «por favor, papá»? No pongas los ojos en blanco cuando te hablo -espetó al ver que Beth lo hacía. Lanzó un suspiro. No había ido a discutir con su hija, aunque últimamente era lo que más hacía-. Mañana me la presentarás.
Beth suavizó su mueca de contrariedad.
– Gracias, papá.
La adolescente cerró la puerta con delicadeza y Solliday permaneció quieto durante unos instantes antes de dirigirse a su dormitorio.
En cuanto entró se detuvo y bufó. Sus sábanas seguían cubiertas de pisadas embarradas. Deshizo la cama, se sentó en el colchón y cogió la foto de Christine. Christine había sido… había sido la única. La echaba de menos. «De todas maneras, me gusta mi vida tal como es». Le agradaba en lo que la había convertido, aunque en ocasiones añoraba tener a alguien con quien charlar en los momentos de tranquilidad. Reconoció que también debía tomar en consideración los aspectos físicos. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que estuvo con una mujer. No hacía falta que Lauren se lo recordase.
Jamás había buscado a una sustituta de Christine. Nadie podía suplantarla. Christine había llenado su mundo de belleza y alimentado su alma. Claro que su cuerpo también tenía necesidades. En los primeros años posteriores a su muerte, pensó que podría… que podría cubrir discretamente sus necesidades con mujeres a las que no les interesasen las relaciones con futuro. No tardó en descubrir que en este planeta esos seres no existen. Cada mujer que se comprometió a que no habría ataduras acabó por necesitarlas. Cada una se sintió herida porque Reed era un hombre que cumplía su palabra.
Lamentablemente, ni ataduras ni dolor equivalía a nada de sexo. Por lo tanto, había prescindido del sexo. No era agradable, aunque tampoco se trataba del fin del mundo. Al fin y al cabo, la disciplina existía. Las lecciones que había aprendido con los militares le resultaron muy útiles. Le gustaba su vida, su vida tranquila, pero esa noche la tranquilidad le resultó más intensa que de costumbre.
Dejó la foto de Christine sobre la mesilla de noche y abrió el cajón en el que durante once años había escondido el libro bajo una pila de tarjetas de felicitación de cumpleaños y del día del padre. Lo retiró con cuidado de su lugar seguro y con el pulgar acarició la cubierta. No era más grande que la palma de su mano y estaba lleno de Christine. El libro se abrió en la página más sobada, la del poema que había titulado, sencillamente, «Nosotros».
Pálida rama verde y dorada,
tallo flexible y hojas tiernas,
demasiado nuevas para ser certeras.
Sujeto en un puño peñascoso
que la sombra protege,
mantiene firmes las raíces como cabellos de ángel,
repele el viento
y suaviza las gotas de lluvia
hasta convertirlas en un beso.
Despliega sus frondas
agazapada en la ladera barbuda de la roca
y absorbe la luz matinal.
Alimentada por su esencia mineral,
se torna florida en la vida que él le ofrece
hasta que no sabes quién salvó a quién.
Su dosel se ha convertido en el tejado que cubre la cabeza del hombre.
Su hendidura pétrea se ha trocado en los cimientos mismos de la mujer.
Alguien llamó delicadamente a la puerta y a Solliday se le disparó el corazón. Guardó el libro bajo las tarjetas y se sintió ridículo. Solo se trataba de un libro y no tenía motivos para ocultarlo como si fuera un secreto terrible.
No, no solamente era un libro, sino un recuerdo. «Es mi recuerdo».
– Adelante.
Lauren asomó la cabeza con expresión de descontento.
– Perdona, Reed, me he pasado.
– No te preocupes. Déjalo estar.
– De acuerdo… Buenas noches.
Lauren cerró la puerta y Solliday soltó un suspiro.
De repente rio porque de la nada evocó la imagen de Mia Mitchell de puntillas y cara a cara con aquel arrogante aspirante a abogado.
– Un rapero matón que quiere que seas su mejor amigo… -musitó.
Supuso que, para la detective, la lectura de poesía no sería su primera cita ideal. Mia Mitchell preferiría una actividad física, como un partido de fútbol o de hockey. «Si la invitara a salir, iríamos a un partido», pensó, y meneó la cabeza al reparar en el serpenteo de sus divagaciones. Jamás la invitaría a salir.
No habría primera cita con Mia Mitchell. No era el tipo de mujer que le gustaba. Miró largamente la foto de Christine y supo que ella sí que era su tipo de mujer. Su esposa había sido pura gracia y elegancia y la mirada se le iluminaba cuando tenía ganas de hacer travesuras o divertirse. Mitchell era desfachatada y descarada, sus movimientos estaban cargados de energía contenida y sus comentarios carecían de matices.
Clavó la mirada en el cajón donde había escondido el libro. Esos versos habían transmitido los sentimientos de Christine y también los suyos. Le pareció imposible que una mujer como Mia Mitchell apreciase el delicado equilibrio entre palabras y emociones. Claro que eso no convertía a Mia en una mala persona; simplemente, no era el tipo de mujer que le gustaba.
Tampoco tenía la menor importancia. Su trato era estrictamente profesional y transitorio. Cuando atrapasen al asesino de Caitlin Burnette, Reed volvería a su rutina, que era exactamente lo que le gustaba. Recogió las sábanas sucias y se dijo que durante el descanso tendría tiempo de poner una lavadora. Vería el partido, se comería la pizza que había sobrado el fin de semana y bebería una cerveza. Era una buena vida.
Lunes, 27 de noviembre, 20:00 horas
Beth Solliday se quitó el albornoz que se había puesto a la carrera cuando su padre llamó a la puerta y se situó ante el espejo de cuerpo entero. Analizó críticamente el equilibrio de color y estilo de la ropa que había elegido para el fin de semana. Jenny Q la había encargado por internet. Era imposible que su padre se enterase de que la había comprado. Durante dos meses se había saltado el almuerzo a fin de ahorrar para adquirirla y sabía que valía la pena.
Llamó a Jenny.
– Soy Beth. -Sonrió-. Mejor dicho, Liz.
– ¿Seguimos adelante?
– Ya está todo listo. Le dije que el otoño pasado había conocido a tu madre.
– Perfecto. Le diré a mi madre que lo conoce. Como nunca se acuerda de nada…
– Bueno. Nos vemos mañana por la noche.
– Tráelo todo.
– ¡Ya lo creo!
Beth colgó y giró sobre sí misma. Se puso el pijama y escondió la ropa comprada por internet. No tardaría en empezar a salir y a vivir la vida. Había dejado de ser una cría.