Capítulo 10

Martes, 28 de noviembre, 23:15 horas

Wheaton lo esperó sonriente en la puerta principal de los estudios… hasta que vio a Mitchell. En ese momento apretó los labios y las arrugas demudaron su célebre rostro.

La cara de Wheaton era de una belleza clásica y su cuerpo… bueno, la sangre todavía circulaba por las venas de Reed. Como persona le disgustaba, pero estaba claro que sus hormonas no entendían de ética. Tampoco se habían dado por aludidas cuando el año anterior la reportera se había pegado a él mientras investigaba el incendio del apartamento. Llevaba la blusa desabotonada, por lo que Solliday vio el encaje del sujetador y la curvatura de sus senos. En cuanto la reportera abrió la boca, todo acabó.

– Hemos visto el reportaje sobre el incendio en casa de Penny Hill -dijo el teniente.

La reportera se pavoneó.

– Ha estado bien, ¿no?

– Sí, muy bien. Queremos la cinta. Mejor dicho, todo lo que grabaste allí.

Wheaton estudió la cara de Solliday.

– ¿Qué obtendré a cambio?

– No tendrá que dar noticias desde la celda de una cárcel -terció Mia con tono ácido.

Wheaton entornó los ojos.

– Detective, no respondo a amenazas.

Mia sonrió, pero no fue una mueca agradable.

– Señorita Wheaton, ni siquiera he empezado. Nos interesa, en concreto, el vídeo que filmó el vecino. ¿De quién se trata?

– Sabe perfectamente que no se lo diré. Protejo mis fuentes.

– Señorita Wheaton, se trata de una investigación por homicidio -puntualizó Mia-. Han muerto dos mujeres inocentes. Puede elegir entre cooperar o encontrarse mañana con una orden judicial que prohíba la exhibición del vídeo. Quiero ahora mismo su cinta y también la del vecino.

– Holly, el día ha sido muy largo -reconoció Reed en tono conciliador-. Hace veinticuatro horas que estamos inmersos en el caso. Podemos conseguir una orden judicial, pero a nadie le interesa actuar así.

– A mí sí -masculló Mia.

Holly levantó la barbilla y abrió la boca.

– No nos interesa -replicó Solliday sin darles tiempo a hablar-. Realmente no nos interesa. Holly, intentamos meter entre rejas a un asesino y puedes ayudarnos.

La reportera apretó la mandíbula y la relajó.

– ¿A cambio de qué?

Reed miró a Mia por el rabillo del ojo.

– De una entrevista cuando todo se esclarezca.

La mirada de Wheaton se tornó maliciosa.

– Pueden pasar semanas. ¿Qué tal una charla cada mañana?

– ¿Qué tal una vez por semana? -contraofertó Reed, que quería la cinta y al asesino a buen recaudo.

– Dos veces por semana y yo estipulo el día y el lugar.

Reed se tragó un suspiro y repuso cansinamente:

– Está bien. ¿Nos puedes dar la cinta?

La sonrisa de la reportera fue felina.

– Si tengo tiempo te la enviaré mañana y, si no, a más tardar el jueves.

Situada junto al teniente, Mia abrió la boca y estuvo a punto de soltar una maldición, pero Reed carraspeó y se lo impidió.

– La queremos esta noche, ahora mismo. De lo contrario, no hay trato y la detective Mitchell solicitará la orden judicial. -Solliday levantó una mano cuando Wheaton intentó hablar-. Además, me ocuparé personalmente de que todas las dotaciones de bomberos de la ciudad te impidan estar en el escenario del incendio y… y tu jefe sabrá a qué se debe -concluyó en un tono suave.

Wheaton apretó los labios y Reed se dio cuenta de que el trato estaba cerrado.

– Espera aquí.

En cuanto la reportera se retiró, Reed se volvió hacia Mia y murmuró:

– Disculpa.

La mirada de la detective fue fría cuando replicó:

– Te espero fuera.

Solliday suspiró y la contempló mientras se alejaba. Transcurrió media hora y Wheaton reapareció con una cinta de vídeo en la mano.

– ¿Incluye la filmación del vecino? -preguntó el teniente.

Wheaton sonrió al percatarse de que Mia no estaba y replicó:

– Teniente, nunca dejo de pagar mis deudas.

– Estoy convencido de que lo harías si te beneficiara. Si a la cinta le falta algo olvida nuestro trato.

La sonrisa de la reportera se esfumó.

– ¿Cómo sabrás si falta algo?

– La detective Mitchell me lo dirá cuando requise las cintas realizadas desde el sábado pasado. Supongo que mañana, a más tardar a las diez, tendrá la orden judicial.

Wheaton ladeó la cabeza y lo miró con furia.

– Podría borrarlas.

Solliday sonrió, sacó del bolsillo la minigrabadora, rebobinó la cinta y volvieron a escuchar las últimas palabras de la reportera. Los ojos de la mujer se convirtieron en coléricas hendiduras.

– Yo no lo haría. A Mitchell le encantaría verte en la cárcel y sospecho que ese alojamiento no será de tu gusto.

– Eres un hijo de puta -afirmó la reportera.

Reed se guardó la grabadora en el bolsillo y se colocó la cinta de video bajo el brazo. La valoración de Wheaton fue muy acertada, aunque básica.

– Buenas noches -se despidió el teniente-. Ya conozco la salida.

Mia estaba apoyada en el capó del Alfa Romeo y comía lasaña directamente del recipiente de plástico donde la había guardado Lauren. Al verlo dejó el recipiente en el asiento del acompañante y su expresión se convirtió en una máscara pétrea. Solliday le ofreció la cinta de vídeo, pero la detective meneó la cabeza.

– La veremos mañana a las ocho en punto.

Mia se alejaba cuando Solliday puso los ojos en blanco y la alcanzó.

– Mia, deja de comportarte como una niña -dijo Reed.

Mitchell se volvió deprisa y el enfado demudó su expresión.

– ¡Me has desautorizado! -espetó-. La próxima vez que vaya a buscar pruebas tendré que trabajar el doble. Maldita sea, mañana por la mañana habría dispuesto de la orden judicial.

– Pero ahora tienes la cinta. -Como la detective se limitó a mirarlo, Solliday suspiró contrariado-. Mia, con esa actitud no habrías conseguido lo que querías. A veces vale la pena ser… -Calló, pero Mitchell ya había retrocedido un paso como si la hubiese abofeteado.

– Vale la pena ser amable. -La detective concluyó la frase con tono titubeante-. Lo tendré en cuenta.

Mia rodeó su coche y hundió los hombros para protegerse del viento. Se la veía pequeña y herida.

«Deja que se vaya», advirtió una voz en la mente de Solliday cuando Mitchell arrancó. «Mañana estará bien». No pudo dejar de pensar en que había visto la expresión de la detective. «Se recuperará y mañana lo habrá superado». La pega estaba en que suponía que no sucedería. «No soy esa clase de hombre».

Reed montó en el todoterreno y pensó en lo que sabía de Mia Mitchell. Todo le importaba, pero cubría sus sentimientos con un barniz sarcástico para que nadie se diera cuenta. Recordó aquel instante en la cocina de su casa, en el que la había pillado mientras lo miraba… Tuvo la certeza de que lo encontraba interesante. Cuando había negado que le gustaran las mujeres como Holly Wheaton, cuando le había dicho que no era esa clase de hombre, había percibido respeto en la mirada de Mia. Muy bien, ¿qué clase de hombre era? Había llegado el momento de averiguarlo.


Miércoles, 29 de noviembre, 00:30 horas

Mia vivía en una calle tranquila, ocupada por apartamentos iguales. Aunque no eran elegantes, parecían limpios. De la mayoría de las ventanas colgaban jardineras. Supuso que en la vivienda de Mia no había plantas. No la imaginaba dedicando tiempo a las flores, como tampoco lo había hecho por Fluffy, el pez de colores. Christine había sido una excelsa jardinera y adoraba las rosas.

Mitchell dejó tan poco espacio libre que aparcar el todoterreno detrás significó un desafío y el parachoques delantero quedó casi rozando el trasero del Alfa Romeo. Se dijo que en ese pensamiento había demasiados juegos de palabras. «Olvídalo». Reed la observó mientras se apeaba cansinamente del coche. «Olvídala».

Solliday sabía que debía olvidarla pero, por algún motivo, le resultó imposible. Mia lo observó con mirada firme; finalmente se acercó y esperó a que él bajase la ventanilla.

– Solliday, dime una cosa. ¿Siempre sigues a tus compañeros?

El teniente llegó a la conclusión de que era una pregunta justa.

– No.

– En ese caso, ¿por qué me sigues? ¿Soy tan patéticamente inepta que te sientes en la obligación de vigilarme?

– No. -El problema radicaba en que, en realidad, no sabía por qué estaba allí. Bueno, eso tampoco era cierto. Lo sabía, pero no le gustaba reconocerlo. «Reed, vete a casa. No salgas del vehículo». Se apeó del todoterreno-. No quería que las cosas quedasen en esos términos.

Mitchell apretó los dientes.

– No pasa nada. Hemos ido a buscar la cinta y la hemos conseguido.

Técnicamente era él quien había conseguido la cinta. Holly Wheaton se había ocupado de dejarlo clarísimo. Solliday miró a Mia a los ojos y se dio cuenta de que todavía estaba afectada por la confrontación.

– Mia, Wheaton es una mujer vengativa.

La detective se ruborizó.

– Estoy bien y te garantizo que no me dormiré llorando.

– ¿Podrás dormir?

– Tal vez… si logro llegar a casa -contestó irritada-. Te aseguro que he tratado con zorras mucho peores que Wheaton. Joder, soy mucho peor que ella. Agradezco que te preocupes por mí, pero vete a casa. Te prometo que mañana examinaremos la condenada cinta del derecho y del revés.

La detective se volvió y pasó entre el Alfa Romeo y el todoterreno.

Solliday la siguió, sin dejar de repetirse que debía hacerle caso y volver a casa. Los pies no le obedecieron, por lo que apoyó una mano en el capó del todoterreno y saltó ágilmente.

– Mia…

– ¡Maldición, Solliday! -La detective abrió violentamente la puerta del acompañante-. Te lo digo por última vez: estoy bien. También te digo por última vez que te vayas a casa.

Mitchell se inclinó y buscó algo debajo del asiento.

Durante unos segundos, Reed maldijo la raída chaqueta que tapaba eficazmente las caderas de Mia, pero luego se alegró de que así fuese.

– ¿Qué haces?

– Busco el recipiente de plástico de tu hermana.

– No es necesario que se lo devuelvas ahora. Tiene una colección de cacharros.

– No pensaba devolvértelo. Solo me he comido la mitad de la lasaña y pretendo desayunarme el resto.

Solliday hizo una mueca de desagrado y preguntó:

– ¿Lasaña para el desayuno?

– Contiene los grupos principales de alimentos, por lo que no me vengas con esas. -Mia se enderezó y levantó el recipiente de plástico como si fuese un trofeo-. ¡La lasaña, desayuno de campeones!

Reed la siguió con la mirada y luego observó a su izquierda por el rabillo del ojo porque detectó movimientos. Un coche se acercaba a excesiva velocidad. Abrieron la ventanilla y alguien se asomó. Solliday experimentó una fracción de segundo de reconocimiento antes de reparar en el reflejo de la farola en el cañón metálico de una pistola.

– ¡Reed, ponte a…! -gritó Mitchell.

Solliday apenas asimiló las palabras de Mia porque sus reflejos se hicieron cargo de la situación. Dio un salto y un segundo después ambos estaban tumbados en la acera. Cubrió el cuerpo de Mitchell con el suyo.

Poco después sonó un disparo y el cristal de la ventanilla del lado del conductor del Alfa Romeo se hizo añicos. Solliday aplastó a Mia contra el suelo cuando un segundo disparo destruyó el parabrisas y el tercero rebotó en el capó, a pocos centímetros de la coronilla de la detective. El coche se alejó a toda pastilla, haciendo chirriar los neumáticos al tiempo que el olor a goma quemada impregnaba el aire. Se habían largado. Mejor dicho, el coche ya no estaba. Sería absurdo que el pistolero abandonase la seguridad del vehículo. Por otro lado, el hombre había disparado contra una agente de policía a la entrada de su vivienda, por lo que cabía dudar de su inteligencia.

Reed continuó tendido; se esforzó por oír pisadas pese al aporreo de los latidos de su corazón y aguardó el cuarto disparo, que no se produjo. Su cuerpo cubría totalmente el de Mia, le había pasado un brazo alrededor de la cintura y hundido la cara en su cabello. Su hombro había sufrido lo más recio de la caída cuando había llegado al suelo y rodado. El brazo derecho de Mitchell se extendía más allá del cuerpo del teniente y el arma reglamentaria parecía enorme en su mano menuda. Mia había desenfundado al tiempo que Reed la derribaba. Él había hecho lo mismo. Solliday aferró su nueve milímetros, levantó la cabeza y preguntó:

– ¿Estás herida?

– Solo… solo por ti. -Mitchell le asestó un codazo en las costillas-. ¡Solliday, maldito seas, no puedo respirar!

«No hay de qué», pensó el teniente con acritud, y se incorporó unos centímetros para que respirara. Mia se estremeció y tragó aire a bocanadas.

– ¡Por fin! -apostilló la detective-. ¿Estás herido?

– No. -Solliday también respiró hondo. Una vez superada la situación, sus músculos parecían paralizados-. He vislumbrado su cara. Podría ser Getts.

– Lo sé. He visto al muy cabrón. Es el mismo modus operandi con el que se metió en este fregado. Disparos desde el coche y matanza de transeúntes inocentes. Cabría esperar que el muy jodido aprendiera la lección, pero no. Sigue pegando tiros por el barrio sin preocuparse por los ciudadanos atrapados en el fuego cruzado. -Mitchell masculló al tiempo que recuperaba la respiración-. Seguro que ya ha abandonado el coche. Hace siempre lo mismo. -Mia se relajó y apoyó la mejilla en el antebrazo de Reed-. Maldito sea.

Las dos últimas palabras fueron un murmullo cansino, como si sus energías estuviesen agotadas.

Solliday también se relajó. Cualquiera de esas balas podría haberlos herido. Si hubiera reaccionado un segundo después, Mia podría estar muerta. Si el coche de la detective hubiese sido más pequeño, él también podría haber muerto. El último disparo había pasado demasiado cerca. Bajó la cabeza, respiró hondo y esta vez reparó en el aroma a limón de la cabellera de Mia en lugar de oler a goma quemada y a pólvora. Recobró paulatinamente la conciencia a medida que disminuía la adrenalina. Estaban rodeados de cristales. La acera le rascaba los codos y por la mañana tendría un bonito morado en la rodilla izquierda. El cuerpo menudo, suave y redondeado de Mia seguía bajo el suyo. De momento la detective se apoyaba en él. Se trataba de una vulnerabilidad que, supuso Reed, manifestaba ante escasas personas.

El hecho de que le permitiese verla le pareció… le pareció tierno, estimulante y, combinado con el roce de su trasero con su cuerpo, innegablemente excitante. «Solliday, incorpórate antes de que…» Demasiado tarde. Reed hizo una mueca de contrariedad cuando su cuerpo se encendió, se esforzó por ponerse a gatas y deseó haber sido lo bastante rápido como para que Mia no reparase en nada. Se irguió con gran cuidado e hizo una mueca de malestar cuando el dolor de la rodilla lo obligó a dejar de pensar en la molestia que notaba en otra zona de su cuerpo. Se quitó de los hombros los restos de cristal, bajó la cabeza y la sacudió para que cayeran los fragmentos de vidrio depositados en su pelo.

Con movimientos lentos e inseguros, Mia se incorporó y se sentó con la espalda apoyada en su coche. Era la segunda vez en dos días que recibía un golpe en el hombro herido. Solliday había intentado amortiguar lo más duro de la caída, pero evidentemente le había hecho daño.

– Lo siento -murmuró el teniente-. No pretendía golpearte.

Mitchell respiró hondo y cogió la radio que llevaba en el cinturón.

– Estoy bien. Simplemente, me has dejado sin aliento. -No lo miró a los ojos mientras se conectaba para informar de lo ocurrido y Solliday no supo si Mia había reparado en su reacción física o si solo se sentía incómoda porque había percibido en ella algo menos que una supermujer-. Soy la detective Mitchell, de Homicidios. Ha habido disparos desde un coche en movimiento a la altura del mil trescientos cuarenta y dos de Sedgewick Place. El tirador y el conductor han huido en un Ford último modelo de color marrón. -Mitchell repitió el número de la matrícula y Reed se sorprendió de que hubiese tenido el valor necesario para memorizarlo-. Probablemente el coche está abandonado a una manzana. Envíen a un equipo de la CSU y avisen a las unidades de que en el escenario hay agentes de paisano. -Cuando concluyó volvió a colgar la radio del cinturón.

– ¿Qué quieres hacer? -preguntó Solliday.

A lo lejos sonaron sirenas.

– Ya se ha ido.

Reed se puso de pie y dobló la rodilla.

– Si se mueve a pie, podemos buscarlo -propuso, pero Mitchell negó con la cabeza.

– Que los policías uniformados registren la zona mientras llamo a Spinnelli. -En ese momento Mia lo miró con expresión cargada de comprensión-. No podías hacer nada y es evidente que no debes perseguirlo, ya que no eres policía.

«No hay de qué», volvió a pensar Solliday, tan irritado como en la primera ocasión. No era policía, pero formaba parte de los organismos encargados de hacer cumplir las leyes. Portaba arma. La actitud de Mia era tan típicamente policial que se molestó. De todas maneras, esa noche no merecía la pena plantarle cara.

Mitchell se puso de pie con suma cautela.

– Estás contrariado -comentó la detective y Reed apretó los dientes.

– Me jode que me disparen -replicó con acritud.

Esperó a que Mitchell dijera algo… por ejemplo, que le diera las gracias pero, al ver que continuaba en silencio, frunció el ceño y pasó a su lado.

La detective lo cogió del brazo y lo retuvo.

– Gracias, Reed, me has salvado el pellejo.

Solliday la miró a los ojos y se dio el lujo de estremecerse al pensar en lo cerca que habían estado de recibir los disparos. Aunque sana y salva, Mia tenía una mejilla arañada y en carne viva. Le cogió delicadamente la barbilla, le pasó el pulgar por el maxilar y notó que la detective se sobresaltaba. Reed se dio cuenta de que era más probable que diese un respingo ante una muestra de ternura que al experimentar dolor.

– Perdona. No pretendía hacerte daño… ni ahora ni en los estudios.

Mitchell se apartó con la misma delicadeza.

– Lo sé. -Las sirenas ulularon por su calle-. La caballería ha llegado.

Se abrieron las ventanas de varios apartamentos y los vecinos asomaron cautelosamente la cabeza porque pensaron que ya no había peligro. Dos coches patrulla con las luces encendidas se detuvieron junto al vehículo de Mitchell.

– ¡Maldita sea! -espetó Mia.

Reed giró la cabeza para mirar a su alrededor y solo vio restos de cristales y gente que empezaba a congregarse.

– ¿Qué pasa?

Mitchell señaló uno de los coches patrulla. Debajo de la rueda delantera derecha se encontraba, hecho añicos, el recipiente de plástico de Lauren.

– Tendré que desayunar galletas.

Solliday no pudo controlarse y se echó a reír.


Miércoles, 29 de noviembre, 6:00 horas

Durante la noche había descansado y su mente volvía a funcionar con eficacia. Había buscado a Young, el siguiente nombre de su lista mental. Encontró cuatro. Uno lo había sabido pero, como era un cobarde, su muerte sería menos dolorosa. Dos lo sabían y habían mirado para otro lado, por lo que sufrirían. Y el cuarto… ese sí que había causado un gran dolor. Había matado a Shane. «Antes de que acabe con él deseará haber muerto mil veces». Hasta ese momento no había logrado localizar a ningún Young.

¿Cómo se le podía haber escapado? El que buscaba era agente inmobiliario… y los agentes inmobiliarios ponían su nombre en todas partes, incluida la web de la escuela secundaria. En esas fechas Tyler Young vivía en Indianápolis. Sería fácil encontrarlo. Esa noche remataría a los Dougherty y pondría rumbo al sur.

Claro que tenía que encontrar a los otros Young. En caso necesario, regresaría. No quería, pero tenía que dar con ellos. Ya se había enfrentado a muchos fantasmas. ¿Qué significaba uno más? En realidad, no se trataba de un fantasma cualquiera, sino del de Shane… y del suyo.


Miércoles, 29 de noviembre, 7:25 horas

Mia esperaba en el bordillo, con la bolsa de plástico que contenía la ropa colgada del hombro, cuando Solliday se acercó en el todoterreno y se inclinó para abrir la portezuela.

– Tienes muy mal aspecto -opinó el teniente.

Mitchell dobló la bolsa, la echó en el asiento trasero y subió al del acompañante al tiempo que hacía una mueca de malestar. Le dolía la cabeza, le ardía el hombro y el lado derecho de su cuerpo estaba tocado a pesar de que la víspera Solliday había intentado amortiguar la caída con su propio cuerpo.

– Encanto, yo también te deseo buenos días -masculló Mitchell al tiempo que se abrochaba el cinturón de seguridad.

– ¿Has podido dormir?

– Un rato. -De las cuatro horas que había pasado en la cama, tal vez había dormido una en total. Mia no había cesado de despertarse, algo normal tras una descarga de adrenalina como la que había sufrido. No se había despertado por el sonido de disparos y de cristales rotos, sino por el recuerdo del cuerpo tenso y excitado de Reed sobre el suyo. Cada vez que se había despertado se había estirado para tocarlo. Eso había sido lo peor-. ¿Y tú?

– Poco. ¿Crees que podemos llegar tarde a la reunión de las ocho con Spinnelli?

Mitchell lo estudió con cautela.

– ¿Por qué?

Solliday miró para otro lado, pero Mia notó que se ruborizaba y de repente en el habitáculo del todoterreno hizo demasiado calor. Era evidente que él también recordaba lo ocurrido. Por eso las normas prohibían que los compañeros tuviesen relaciones extralaborales. Por eso no debía ocurrir.

– Anoche, cuando llegué a casa, miré la cinta. En el vídeo doméstico, el que filmaba le gritó a alguien que se pusiera detrás, que se mantuviese alejado de las llamas.

– Probablemente no quiso que le fastidiaran la toma -comentó Mia con tono irónico-. ¿Y qué?

– Lo llamó Jared. Quizá se trata de otro vecino o de su hijo.

– Muy interesante -opinó Mitchell lentamente-. Tenemos que averiguar quién es Jared, si es posible antes de que los vecinos se vayan a trabajar. Llamaré a Marc, pero no podremos retrasar mucho la reunión. Hablamos anoche, después de que te fueras. Quería cerciorarse de que seguíamos vivos. Ha convocado una rueda de prensa para las diez y nos espera.

Solliday puso cara de contrariedad.

– ¿Para qué?

– Somos los investigadores principales del caso. Spinnelli responderá a todas las preguntas y nosotros asistiremos como los chicos del cartel de la cooperación entre diversos organismos. Cálmate, tus zapatos brillan. Yo tengo que ponerme el uniforme y los zapatos me aprietan.

Reed no las tenía todas consigo.

– Nos toca hacer de floreros.

– Más bien de carnaza.

El teniente enarcó las cejas.

– ¿Quién asistirá a la rueda de prensa?

La sonrisa de Mia fue demoledora.

– Spinnelli ha pedido que no sean demasiado estrictos con las acreditaciones.

– Pretende que el pirómano haga acto de presencia.

– Lo que está claro es que no lo hace para salir en la foto. Spinnelli detesta el uniforme incluso más que yo.

– De repente me entran ganas de sonreír.

Mitchell rio.

– Solliday, conduce mientras yo hago varias llamadas.


Miércoles, 29 de noviembre, 7:25 horas

Agotada después del doble turno, Tania Sladerman se tambaleó por la escalera hasta su apartamento. Sabía que el director del Beacon Inn ni siquiera le daría las gracias por cubrirlo pero, por otro lado, las horas extras le ayudarían a pagar la matrícula del semestre siguiente.

Falló dos veces antes de introducir la llave en la cerradura. Se enderezó cuando una mano la agarró del pelo y le echó la cabeza hacia atrás. «Acaban de ponerme un cuchillo en el cuello», pensó.

Intentó gritar, pero el individuo le tapó la boca con la otra mano y se lo impidió.

– No digas nada o rajaré tu puñetero cuello.


Miércoles, 29 de noviembre, 7:55 horas

Mientras se dirigían a la casa del padre de Jared, Reed comentó:

– Ha sido más sencillo de lo que suponía.

Los niños que esperaban en la parada del autobús habían delatado a su compañero sin inmutarse.

– Siempre es más fácil preguntarles a los críos, ya que no les preocupa venderse al mejor postor.

La detective llamó a la puerta y aguardó, con la cabeza inclinada aparentemente en actitud de reposo, aunque Solliday sabía que no era así. Se había puesto furiosa al enterarse de quién era el padre de Jared. Abrieron la puerta y el señor Wright los miró con expresión desaforada.

La sonrisa de Mia fue todo menos agradable.

– Supongo que me recuerda, señor Wright. ¿O sería más adecuado decir Oliver Stone? Me han dicho que ahora se dedica a la industria cinematográfica.

La mirada de Wright se endureció.

– No he hecho nada malo.

– Ilegal no, pero inmoral, lo que quiera y más. Penny Hill era su vecina y sacó beneficios de su muerte. Lo recuerdo con lágrimas en los ojos. ¿También eran para la cámara?

– Le dije cuanto quería saber. Además, es mi hijo el que realizó el vídeo. Está en la escuela secundaria e hizo… hizo los deberes.

Mitchell torció la boca.

– Llámelo como quiera mientras nos entrega la cinta.

Wright quedó boquiabierto.

– No puede obligarme. Es de mi propiedad.

– Se trata de una prueba. Existen varias maneras de resolver la situación. Puede esperar aquí mientras solicito autorización o… -Mitchell levantó un dedo cuando Wright intentó protestar-, o puede ir a trabajar y dentro de una o dos horas me presentaré en su oficina, cuando todos estén en sus puestos. Esta mañana tengo que asistir a una rueda de prensa, por lo que estaré de uniforme y lo escoltaré hasta la puerta. También puede entregarme el vídeo y continuar con su vida.

Wright apretó los dientes.

– Detective, ¿me está amenazando?

Reed recordó claramente la escena de la víspera con Wheaton. Era la misma canción, pero el segundo estribillo. Cuanto más pensaba en Wheaton, más claro tenía que Mia estaba en lo cierto: había minado su autoridad y los compañeros no actuaban así.

– Exactamente. Señor Wright, ¿prefiere la puerta uno, la dos o la tres? A mí ni se me ocurriría tratar de destruir los vídeos porque supongo que, en ese caso, la detective Mitchell se encargaría de trasladarlo a comisaría y plantearía una acusación de más peso, por ejemplo, por obstrucción.

Mia asintió.

– Estoy de acuerdo, teniente. Lo acusaría de obstrucción.

– Esperen aquí -dijo Wright y cerró la puerta en sus narices.

Mitchell levantó la cabeza y volvió a contemplar con respeto al teniente.

– Me ha gustado, es como en los concursos de la tele.

La puerta se abrió y la detective se concentró en Wright, que depositó la cinta de vídeo en la mano de Reed y apenas esperó a que Mitchell rellenara el resguardo para cerrar la puerta con tanta violencia que la casa tembló.

– Gracias por cumplir con sus deberes de ciudadano con un espíritu tan animoso -se burló Mia-. Volvamos al despacho e intentemos averiguar quién es nuestra dama misteriosa. -Reed la siguió hasta el todoterreno y la detective lo miró con el ceño fruncido-. Solliday, ¿estás bien?

Reed asintió y se alegró de haber recuperado parte de la saliva porque en el instante en el que Mia lo miró con tanta seriedad su boca quedó total y absolutamente reseca. Apretó los dientes mientras se dirigían al centro. La situación era de lo más inconveniente y una pésima idea. Mejor dicho, Mia era una pésima idea. Por otro lado, recobró las imágenes que durante la noche lo habían obsesionado y, con ellas, un anhelo que lo dejó sin aliento.

Llegó a la conclusión de que la culpa era de Lauren, ya que le había metido en la cabeza la idea de que necesitaba a alguien. Le había dicho que se quedaría solo y preguntado cuánto hacía que no mantenía una relación. Quiso la mala suerte que, simultáneamente, el destino lo emparejase con una detective. Maldijo a Lauren y al destino y se preguntó qué opinaba Mia de los vínculos afectivos.

– Solliday, tu cara está… estás pálido. Déjame conducir si quieres vomitar.

El teniente rio sin alegría. Mia Mitchell sabía expresar lo obvio a la perfección.

– Estoy bien. Además, los pies no te llegan a los pedales.

Mia adoptó una expresión irónica y replicó:

– ¡Qué listillo! Solliday, limítate a conducir.


Miércoles, 29 de noviembre, 10:10 horas

Mia recorrió con la mirada a los reunidos que aguardaban con impaciencia la llegada de Spinnelli. Aunque fuera hacía frío, Spinnelli quería el máximo acceso. Los presentes eran periodistas, entre los que se mezclaba media docena de policías de paisano. Spinnelli había organizado la vigilancia por adelantado y, desde diversos ángulos, varias cámaras grababan la rueda de prensa. Holly Wheaton estaba en primera fila y parecía fulminar con la mirada a Solliday. Mia miró al teniente, que se encontraba a su lado con las piernas separadas y los brazos cruzados sobre el pecho, por lo que parecía un guardaespaldas.

– Da la sensación de que a Wheaton le gustaría romperte algún hueso -musitó la detective.

– Cuando saliste hizo varios comentarios y le aconsejé… le aconsejé que reconsiderase sus palabras.

Mia se emocionó.

– ¿Diste la cara por mí?

Solliday esbozó una sonrisa.

– Algo por el estilo.

– Bueno, gracias.

– No hay de qué.

Mitchell se balanceó ligeramente sobre sus doloridos talones mientras escrutaba los rostros de los presentes.

– ¿Ves a algún conocido?

– No veo a incendiarios conocidos, si es a lo que te refieres. Mira hacia atrás, a las diez en punto.

Mia disimuló una expresión de contrariedad.

– Una zorra rubia que lleva trenza -musitó la detective-. Todavía me fastidia que diese a conocer la identidad de Penny Hill sin darnos tiempo a informarle a la familia.

– Pero te entregó a DuPree, por lo que dijiste que figura para siempre en tu lista navideña.

– Te mentí -aseguró Mia y le oyó reír, por lo que, muy a su pesar, se sintió encantada y tranquila.

Spinnelli subió a la tarima y los presentes prestaron atención.

– La prensa ha publicado una serie de noticias sobre una sucesión de incendios y homicidios. Hoy nos hemos reunido para aclarar la situación. En la última semana han tenido lugar dos incendios, presuntamente provocados por el mismo pirómano. En cada caso apareció un cadáver y tratamos esas muertes como homicidios. De momento seguimos diversas pistas. Dirigen la investigación la detective Mitchell, de Homicidios, y el teniente Solliday, de la OFI. Ambos son profesionales condecorados y experimentados. Cuentan con el pleno apoyo y los recursos de sus respectivos departamentos. Pueden hacerme preguntas.

Un periodista del Trib se puso en pie e inquirió:

– ¿Confirma que la primera víctima es hija de un policía?

– Sí. La difunta se llama Caitlin Burnette y se trata de una universitaria de diecinueve años. Esperamos que respeten a la familia en este momento de dolor. Siguiente…

Holly Wheaton se levantó con suma elegancia y Mia apretó los dientes.

– La segunda víctima es asistente social. Cuesta dejar de establecer una relación entre ambas. La hija de un policía y una trabajadora social. ¿Hablamos de un pirómano con ansias de venganza?

– Por ahora desconocemos el móvil de los homicidios. Siguiente…

– Bien dicho -musitó Solliday.

– Por eso lleva galones.

Mia mantuvo la mirada fija en el grupo de periodistas que hicieron la misma pregunta de diversas maneras. Spinnelli permaneció tranquilo e imperturbable. La detective se dio cuenta de que su jefe alargaba la rueda de prensa y ganaba tiempo para que estudiasen a los presentes y buscaran comportamientos sospechosos. No hubo nada fuera de lugar. Nada parecía…

Mitchell se quedó petrificada y Solliday se tensó a su lado.

– ¿Qué pasa? -preguntó el teniente en tono bajo.

Mia tragó saliva con dificultad y fue incapaz de romper el contacto ocular con la rubia que estaba al otro lado; fue tan incapaz como lo había sido cuando sus miradas se encontraron por encima de la lápida de su hermanastro. La rubia se limitó a observarla con expresión inescrutable.

– ¿A quién has visto? -insistió Solliday-. ¿Es la mujer del video?

Mia logró menear la cabeza y murmurar:

– No.

Reed dejo escapar un suspiro de desaliento, apretó los dientes y volvió a la carga:

– ¿Quién es?

A modo de saludo la mujer se tocó la sien con los dedos y se fue.

– Ni idea -replicó Mia-. Cúbreme. -Se situó tras el cuerpo de Solliday y se alegró de que fuese tan fornido mientras se dirigía a un lado con la radio en la mano-. Soy Mitchell. Una mujer camina hacia el oeste. Metro sesenta y siete, melena rubia por los hombros y traje oscuro. Deténganla.

Mia logró llegar hasta el fondo de los congregados y miró a su alrededor. Los policías de uniforme apostados en la zona estaban desconcertados y alguien informó:

– Detective, por aquí no ha pasado nadie que coincida con su descripción.

Mia maldijo en voz baja y apretó el paso cuando la vio. La mujer caminaba deprisa y se cubría la cabeza con un pañuelo. Al cabo de unos segundos subió a un Chevrolet Cavalier. La detective echó a correr, pero el coche se alejó del bordillo, giró a toda velocidad y desapareció antes de que Mitchell pudiese ver algo más que las tres primeras letras de la matrícula: DDA. «¡Mierda!».

Se detuvo bruscamente en plena calle. ¡Maldita sea! Esa mujer parecía un condenado fantasma. Emprendió el regreso, contrariada, y vio que Spinnelli seguía en la tarima.

Solliday se abrió paso entre los asistentes y se reunió con la detective.

– La mujer de la cinta de vídeo tiene el pelo castaño. ¿Por qué has seguido a una rubia? -preguntó.

– Francamente, no lo sé. De todos modos, te garantizo que enfadarte conmigo no servirá de nada.

– Oye, detective, estamos juntos en esta investigación -puntualizó Solliday con tono tenso y demasiado controlado-. No vuelvas a pedirme que te cubra y luego huyas. ¿Y si se hubiera tratado de alguien a quien teníamos que seguir? No tenía forma de averiguar si necesitabas o no refuerzos.

– Es una cuestión personal, ¿de acuerdo? No tiene nada que ver con el caso.

Solliday sacó chispas por los ojos e inquirió:

– ¿Has abandonado por una mera cuestión personal la rueda de prensa que organizamos para atraer al asesino?

Planteado en esos términos, Mia vio dónde quería ir a parar su compañero.

– Sí.

Spinnelli se acercó con los ojos entrecerrados.

– Mia, ¿qué ha pasado?

– Te… te lo explicaré -replicó Mitchell y apretó los labios.

– Más te vale -espetó Spinnelli-. Os quiero en mi sala de reuniones dentro de diez minutos. No os retraséis.

Mia lo miró mientras se alejaba y logró dominar su mueca de contrariedad. Solliday no le quitó ojo de encima y la fulminó con la mirada.

– Lo lamento -se disculpó Mia-. No volverá a ocurrir.

– Parafraseando a tu jefe, más te vale -replicó y se alejó.

– ¡Maldición!

Mia no supo contra quién despotricó. Al cabo de un minuto entró en la comisaría convencida de que se maldecía a sí misma.

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