Jueves, 30 de noviembre, 18:45 horas
Reed colgó el teléfono.
– Lo he encontrado.
Tanto Mia como Aidan colgaron enseguida.
– ¿Dónde? -exigió saber Mia.
– En el Willow Inn de Atlantic City. En su ordenador aparece que Devin White se registró el 1 de junio y se marchó el 3 de junio. Pagó en metálico. El tipo de recepción no se acuerda de él.
– No sabemos si fue el auténtico Devin o el chico de las mates. -dijo Mia-. Ahora sabemos dónde se alojó, pero aún no sabemos a qué casino fue. Va tanta gente a los casinos… Es difícil que alguien recuerde a un chaval universitario.
– Pero todos los casinos tienen cámaras -dijo Reed-. Sabemos los días que estuvo allí. Deberíamos ser capaces de encontrarlo en el vídeo. Al menos saber si es Devin White o… -hizo una pequeña mueca- o el chico de las mates. ¿No podemos ponerle otro apodo?
– Por ahora funciona. -Mia frunció el ceño-. Hay una docena de casinos. ¿Por dónde empezamos?
– ¿Conocéis Atlantic City? -preguntó Aidan.
– Yo no he estado nunca -respondió Reed y Mia sacudió la cabeza.
– Tess y yo fuimos a la costa de Jersey en nuestra luna de miel precisamente hace pocas semanas. Uno de los días fuimos en coche a Atlantic City y visitamos algunos casinos, así que aún tengo el recuerdo fresco. -Aidan llevó un plano a sus mesas y los tres lo estudiaron allí de pie-. El Willow Inn está aquí, cerca del Silver Casino. El Harrah's y el Trump Marina están por aquí arriba y todos los demás casinos grandes están más lejos, en la playa.
– Lo más probable es que fuera al Silver Casino al menos una o dos veces, pues le quedaba cerca -conjeturó Mia.
– Y es uno de los casinos más pequeños, así que debería de resultarles fácil localizarlo.
Reed miró la foto de grano gordo.
– La universidad tiene una foto mejor del auténtico Devin. Podríamos pedirle al Departamento de Policía de Atlantic City que buscaran hoy por la noche con esta, o esperar hasta mañana por la mañana.
– Ya hay cuatro mujeres muertas -se lamentó Mia-. No creo que podamos permitirnos el lujo de esperar.
– Estoy de acuerdo -dijo Aidan-. Además, si mañana por la mañana no lo han encontrado, les daremos una foto mejor y les pediremos que vuelvan a buscarlo.
– Enviaré fotos de White y del chico de las mates al Departamento de Policía de Atlantic City -apostilló Mia-. Tal vez alguien fichó al verdadero Devin como persona desaparecida. Gracias por la ayuda, Aidan. Vosotros, chicos, marchaos a casa.
Aidan obedeció enseguida y les dijo adiós con la mano al salir, pero Reed se quedó mirándola.
– Vas a venir a casa conmigo, Mia.
La detective levantó la mirada, con los ojos entornados.
– Eso ha sido jugar sucio, Solliday.
Él inclinó la cabeza, estaba a punto de perder los estribos.
– ¿A qué te refieres? ¿A que quiera mantenerte con vida? -masculló.
Mia regresó a su ordenador, sus labios eran una fina línea.
– Deberías haberme preguntado primero.
Reed retrocedió.
– Sí, probablemente sí. Lo siento.
– Ya, bueno, está bien. Vete a casa, Solliday. Me reuniré contigo más tarde, cuando Beth se haya dormido.
– Podrías venir a cenar.
Mia tenía los ojos fijos en la pantalla del ordenador.
– Le prometí a Abe que cenaría con ellos. Además, necesitas pasar más tiempo con tu hija. Vete a casa. Te veré más tarde.
Reed se inclinó hacia su mesa, más de lo que era prudente, pero, ¡jolín!, aún recordaba su temblor cuando la había abrazado. Mia se creía una supermujer, pero era mucho más jodidamente humana de lo que quería admitir.
– Mia, yo estaba contigo la otra noche, ¿recuerdas? Vi lo a punto que estuviste de perder la cabeza, ¿recuerdas? ¿No te asusta?
Mia levantó la vista y le dirigió una mirada inexpresiva.
– Sí, pero es mi trabajo y mi vida. No voy a salir corriendo cada vez que un tipo malo me pone una pistola delante de la cara. Si lo hiciera, no sería de ninguna utilidad para nadie.
– Muerta tampoco serás de ninguna utilidad para nadie -le replicó Solliday.
– He dicho que te vería más tarde. -La detective cerró los ojos-. Te lo prometo. Ahora vete a casa con tu hija.
Mia esperó hasta que se hubo ido, luego llamó al Departamento de Policía de Atlantic City, les explicó lo que necesitaba y respondió a todas las preguntas que pudo. Dijeron que harían una búsqueda coordinada con la dirección del Silver Casino. Cuando regresó de pasar las fotos por fax, encontró a Roger Burnette de pie ante su mesa.
No estaba nada satisfecho. Tal vez estaba un poco borracho. Tenía los ojos embargados por el dolor y una ira temeraria que le hizo a Mia aminorar el paso. Instintivamente dejó las fotos sobre la primera mesa por la que pasó, de manera que cuando se acercó tenía las manos vacías. No tenía sentido darle a un padre desolado por la pena la identidad del asesino de su hija. Sobre todo cuando el padre era policía.
– Sargento Burnette. ¿Puedo ayudarle?
– Puede decirme si saben quién asesinó a mi hija.
– Creemos que sí, señor, pero aún no lo hemos identificado ni conocemos su paradero.
Burnette respiró precipitadamente.
– En otras palabras, no saben una puñetera mierda.
– Sargento. -Se acercó con cuidado-. Déjeme que llame a alguien para que lo lleve a casa.
– ¡Maldita sea!, no necesito a nadie para que me lleve a casa. Necesito que me diga que sabe quién asesinó a mi Caitlin.
En un ataque de ira dio un puñetazo a la montaña de carpetas con los expedientes que estaban encima de su mesa. Los papeles volaron al suelo.
– Se sienta aquí y se pasa todo el día leyendo. ¿Por qué no está fuera buscando?
Entonces la cogió por los hombros y la apretó como un torno, y por segunda vez en una hora Mia sintió dolor. Se había equivocado; Burnette estaba muy borracho.
– Usted no es policía -escupió las palabras entre dientes-. Su padre era un policía. Él habría sentido vergüenza de usted.
Mia le apartó las manos.
– Sargento. Siéntese.
Burnette se alzó frente a ella con los puños crispados.
– Mañana entierro a mi hija. ¿Significa eso algo para usted?
Mia se mantuvo firme sin ceder terreno, aunque tuvo que alargar el cuello para mirarlo a los ojos.
– Significa mucho para mí, sargento. Nos estamos acercando, pero aún no lo tenemos. Lo siento.
– Roger. -Spinnelli salió de su despacho y se interpuso entre ellos con una rapidez que Mia no había visto en su vida-. ¿Qué cojones cree que está haciendo?
Burnette retrocedió.
– Poniéndome al día sobre el caso de mi hija. Aunque no es que haya nada de lo que ponerse al día -añadió asqueado.
– La detective Mitchell ha estado trabajando en este caso desde el lunes casi sin interrupción.
– Entonces es que no es demasiado buena en su trabajo, ¿no? -se burló.
– Roger, se está pasando de la raya -vociferó Spinnelli.
Burnette giró sobre sus talones, dando un manotazo en el aire.
– Váyanse al infierno, todos.
Spinnelli observó el rostro de Mia.
– ¿Te ha hecho daño?
– Estoy bien, pero él está borracho -murmuró Mia-. Asegúrate de que no coge el coche para volver a casa.
– Mia, vete a casa. -Hizo una mueca-. A tu casa no. A la de Reed, con esa, como se llame.
– Lauren. -Señaló a Burnette, que se había parado en la salida de Homicidios, con los hombros caídos-. Ve a ayudarlo, Marc. Te veré mañana.
Jueves, 30 de noviembre, 20:05 horas
– La cena ha sido fantástica, Kristen. -Mia le sonreía a la sucia carita de Kara Reagan, mientras Kristen luchaba por quitarle una capa de salsa de espagueti sin lastimar la delicada piel de su hijita-. A ti también te ha gustado, ¿verdad, preciosa?
Kara saltó al regazo de Mia con una mirada pilla en los ojos.
– Helado de nata, ¿por favooooor?
Mia se rio. Quería a aquella niña como si fuera suya. Mia jugueteó con uno de los rizos pelirrojos de Kara.
– Tienes que pedírselo a mamá.
– Mamá ha dicho que no -intervino Abe; tenía mejor color, pero aún estaba muy delgado-, pero papi y Kara esperan que, como tía Mia está aquí, mamá cambie de opinión.
Kristen soltó un suspiro melodramático.
– Dos contra uno. Cada noche se confabulan contra mí. Te he preparado la habitación de invitados, Mia. Te quedarás aquí esta noche.
Kara empezó a dar brincos.
– Quédate -le exigió depositando un húmedo beso en la mejilla de Mia.
Kristen levantó a la niña del regazo de Mia.
– Es la hora del baño, niña, y luego a la cama. Dile buenas noches a tía Mia.
Kara la besó ruidosamente en la otra mejilla, luego Kristen se la llevó, mientras las dos cantaban una cancioncilla tonta para la hora del baño y Kara pronunciaba las palabras con un encantador ceceo.
– Tienes salsa en las mejillas -dijo Abe en tono burlón y Mia se la limpió.
– Valía la pena. -Sonrió con nostalgia mientras Kara se iba, agradecida de que la niña nunca tuviera que preguntarse si sus padres la querían-. No veo cómo Kristen consigue resistirse a ella.
– Es un caramelito. No dejes que la idea te haga perder los papeles. -Abe volvió a sentarse en su silla-. No vas a quedarte aquí esta noche, ¿verdad?
– No, pero no se lo digas a Kristen hasta que me haya ido. Ha amenazado con atarme.
– Por favor, dime que no te vas a casa.
Mia puso los ojos en blanco.
– Solliday tiene un adosado. Voy a usar el otro lado. Tengo mi propia habitación, mi propia cocina y mi propia entrada privada.
Abe movió los labios.
– ¿Y tu propio túnel que conecta con el otro lado para la cita a medianoche?
Mia chasqueó la lengua. Abe se rio y Mia supo que Aidan había largado sobre el abrazo de la oficina.
– Tu hermano es un bocazas. No fue nada.
– Aidan siempre ha sido un bocazas -se desternilló Abe-. Deberías verte la cara. Está más roja que la de Kara llena de salsa de espagueti.
Mia le arrojó una servilleta.
– Y pensar que te he echado de menos.
– Pronto volveré. Otra vez al curry y al sushi y a las delicias vegetarianas.
Entornó los ojos a propósito mirándolo fijamente.
– Solliday me deja elegir.
– ¿Elegir qué? -preguntó Abe con una sonrisa y Mia sintió que aún se sonrojaba más. Abe se inclinó hacia atrás, y puso una cara seria-. Me dirás si él… si tú necesitas ayuda.
– ¿Qué? Si se porta mal conmigo, ¿le darás una paliza?
– O algo parecido.
Lo decía en serio y a Mia le llegó al alma.
– Aparte de ser algo mandón, es un caballero, pero me saca de quicio intentando siempre ser más listo que nadie.
– Parece que lo ha logrado. -Abe se encogió de hombros cuando Mia hizo una mueca-. Ahora mismo no estás en tu apartamento. Me parece que eso es una ventaja. Tal vez pueda conseguir que te mudes.
Mia lo miró fijamente.
– ¿Tú también? Abe, es mi casa. Tú no venderías esta casa. Si me mudara cada vez que vuelvo loco a un tipo malo, sería una nómada en una jodida tienda.
– Esto es más que un tipo malo. ¿Qué está haciendo Spinnelli para frenar a Carmichael?
– ¿Qué puede hacer él? Ella no dijo que era mi dirección. Dijo que se hicieron unos disparos y que yo era el blanco. Deja que el lector lo deduzca. No quebranta ninguna ley.
– Mia, ¿cómo sabía Carmichael dónde encontrar a Getts y a DuPree?
– Dijo que se lo había contado una de sus fuentes.
– ¿Y si ella es la fuente?
– ¿Quieres decir que ella podría haber estado allí la noche en que te dispararon? -Abe asintió y ella pensó en la posibilidad-. Pudo haberlos seguido entonces, pero eso significaría que ella sabía dónde estaban todo el tiempo y no dijo nada.
– Eso significaría que esperó hasta el día en que tú volviste para compartir la información.
Mia oía cómo se resquebrajaba su paciencia.
– ¡Maldita sea! Quería la historia en la que yo los apresaba y yo le di la mitad de lo que quería cuando detuve a DuPree.
– Y eso fue una noticia de primera plana cuando lo hiciste. No confíes en ella, Mia.
– Mierda. -Se puso de pie con las piernas temblorosas-. Ha sido un día de mierda lo mires por donde lo mires.
– Quédate un poco más. Pareces cansada.
Mia parpadeó con esfuerzo.
– Estoy cansada, pero tengo que repasar los expedientes de Burnette. No tenemos… -Vaciló, luego se encogió de hombros y usó las propias palabras de Burnette-. No tenemos una puñetera mierda en cuanto a pruebas materiales se refiere. Hemos de encontrar algo que lo relacione.
– Pero si no sabes su verdadero nombre, entonces ¿qué estás buscando? -preguntó Abe.
La detective se frotó la frente dolorida.
– Intentas enredarme con juegos de lógica -gruñó Mia-. Dormiré un poco y luego seguiré con los expedientes.
Se encaminó hacia la puerta principal. Abe la siguió, moviéndose despacio pero con firmeza.
– Pásame algunos. Puedo ayudarte.
Mia se encogió de hombros ya con el abrigo puesto, haciendo un gesto de dolor en dirección a su hombro. Tendría suerte si Burnette no le había dejado un moretón.
– Estás inválido, colega.
– Puedo sentarme y leer. Me voy a volver loco aquí todo el día. -Ladeó la cabeza-. ¿Por favooor?
Mia se echó a reír.
– Ahora sé a quién ha salido Kara. Si Spinnelli lo aprueba, considérate contratado. Lo llamaré mañana. Dale las gracias a Kristen por la cena y dale un beso a Kara de mi parte.
Mientras se alejaba de su casa, Mia lo vio de pie en la ventana, mirando, tal como Dana la había mirado alejarse la noche anterior. Una vez más, sintió un desagradable sentimiento de celos mezclado con resentimiento, pero no sentía resentimiento ni hacia Abe ni hacia Dana, en realidad no. Era la intimidad que tenían con sus familias. Podía admitirlo para sí. Era el llegar al hogar y encontrar una casa ruidosa, con gente que te amaba por encima de todo. Era el no tener que avanzar sola.
E incluso a pesar de que el lugar había cambiado, estaría sola aquella noche. Se quedaría en casa de Lauren, mientras la familia de Reed se reunía en el otro lado. Pensó en su propia familia; Kelsey en la cárcel, su madre… después del funeral no habían hablado. Annabelle le había ordenado que no volviera, lo cual no era difícil de obedecer. Pensó en la rubia misteriosa, se pregunto quién era y si tenía familia. Si se llevaba bien con su madre.
Aún tenía que comprobar aquellos números de matrícula. Cuando todo se calmase, los comprobaría. «Cuando todo se calme. Cuando todo se aposente». Eran las palabras que usaba para aplazar las cosas. Para aplazar la compra de nuevos muebles, para pintar su dormitorio, para evitar mudarse a casa de Guy cuando se lo pidió, para casarse con él… Cuando todo se aposente…
«¿Y cuándo será eso, Mia? ¿Cuántos años tendrás cuando eso suceda?».
Sintiéndose indispuesta, ahuyentó esos pensamientos de su mente. Tenía cosas más importantes de las que preocuparse. Iría a su apartamento a prepararse una bolsa, así que debía tener la mente clara y aguzar los sentidos por si acaso algún indeseable armado rondaba por los alrededores. Ya pensaría en toda aquella angustia más tarde. Se echó a reír en voz alta, y el sonido llegó crispado y amargo hasta sus oídos. «Cuando todo se aposente».
Jueves, 30 de noviembre, 20:15 horas
– La cena ha sido muy buena, Lauren -dijo Reed ayudando a quitar los platos de la mesa.
Lauren lo miró con suspicacia.
– Me sorprende oír eso. Parecía como si estuvieras castigando a la comida todo el tiempo.
Más como si se estuviera castigando a sí mismo. Había llevado mal todo ese asunto con Mia.
– Lo siento. Tengo la cabeza llena de cosas.
– Supongo que sí. -Lauren le dio un apretón en el brazo y llevó los platos al fregadero.
– ¡So! -Reed freno a Beth, que se marchaba de la cocina sin decir palabra-. ¿A dónde crees que vas?
Beth lo miró.
– A mi cuarto -dijo, como si él fuera un enfermo mental.
Beth había guardado silencio durante toda la cena, con una mueca petulante en el rostro. Una vez más, había pedido ir a dormir a casa de una amiga el fin de semana. Y una vez más, él le había dicho que no. Aquello se estaba convirtiendo en una costumbre.
– Vuelve aquí y ayuda a tu tía. No sé qué te pasa, Beth.
Con expresión de enfado la chica empezó a dejar caer la cubertería sobre los platos con gran estruendo.
– ¡Beth!
Beth levantó la mirada y a Reed le impresionó descubrir lágrimas en sus ojos.
– ¿Qué? -dijo entre dientes.
– Beth, cielo, ¿qué pasa?
Beth limpió con violencia las migas de la mesa.
– Nada que tú puedas entender.
Tiró las migas al cubo de basura y salió corriendo de la estancia, dejando a Reed desconcertado y boquiabierto.
– ¿Qué ha sido eso? -preguntó.
Lauren cogió la escoba y barrió alrededor del cubo de basura, donde habían caído la mayoría de las migas.
– Algo la ha tenido preocupada toda la semana. Quizá sea un chico.
Reed cerró los ojos y se estremeció.
– Tiene catorce años, Lauren. No me digas eso.
– Tiene catorce años, Reed. Vete haciendo a la idea.
– Iré a hablar con ella.
– Dale tiempo para recomponerse. -Lauren se inclinó sobre la escoba y le dirigió una mirada calibradora-. Tú tampoco has estado muy tranquilo estos últimos días. ¿Necesitas hablar?
Reed la miró. De todos sus hermanos, él y Lauren eran los más próximos. Quería a todos los demás, pero entre él y Lauren siempre había habido un vínculo más fuerte.
– No lo sé.
Lauren sonrió.
– Cuando lo decidas, ya sabes dónde vivo.
– ¡Ah!, oye. -Se frotó la nuca con torpeza-. He ofrecido tu casa para una buena causa.
Lauren asintió, entornando los ojos.
– Has ofrecido mi casa, ¿por qué?
– Mitchell necesita un lugar donde quedarse unos días. Le he ofrecido el otro lado de la casa. He pensado que no te importaría quedarte en la habitación de invitados; tienes muchas cosas tuyas allí.
Lauren lo pensó en silencio durante un momento.
– ¿Por qué no puede compartirla conmigo?
Reed abrió la boca y la volvió a cerrar. Había pensado en eso después de haberle hecho la oferta a Mia, luego había descartado la idea. Quería a Mia sola, la quería desnuda, quería oírla gritar cuando se corriera, sin preocuparse de que su hermana los estuviera oyendo ni dejara a su hija sola. Lauren cayó en la cuenta y sus ojos expresaron comprensión mientras las mejillas de Reed se arrebolaban.
– Por fin has seguido mi consejo.
– No, no es eso.
– Pero…
– Lauren, no es asunto tuyo, pero ahora que lo sabes, es solo provisional. Como el hecho de que ahora seamos compañeros.
Los ojos de Lauren se ensombrecieron.
– ¿Sabes lo que estás haciendo, Reed?
Reed parpadeó.
– ¿Perdón?
– No me refiero desde el punto de vista técnico. Supongo que eso lo tienes muy bien controlado.
– Lauren… -le advirtió Reed, pero ella no le hizo caso.
– Me refiero a esta… cosa con Mia. Recuerda que por muy en secreto que lo lleves no significa que sea menos importante, y aunque te digas a ti mismo que es algo provisional no significa que lo sea. Y a pesar de que parece una mujer dura, seguro que tiene sentimientos.
Él ya lo sabía.
– No quiero hacerle daño.
– Con quererlo no basta. -Tiró las migas a la basura-. Prepararé la habitación. -Su expresión se tornó de dolor y pasó el dedo por la abertura de la camisa de su hermano, tocando la cadena que llevaba debajo de ella-. Te dejaste esto anoche.
– ¿Estuviste en mi habitación?
– Buscaba una aspirina. Estaba en la mesilla de noche a plena vista. Ten cuidado, Reed. Ninguna mujer quiere vivir con la sombra de otra, ni siquiera de manera provisional.
No sabía qué decir y el timbre del teléfono móvil lo salvó de tener que abrir la boca. No reconoció el número.
– Solliday.
Lauren sacudió la cabeza y, mirando hacia atrás, se fue a preparar la habitación de Mia.
– Soy Abe Reagan. El compañero de Mia.
Reed levantó la guardia.
– Me alegro de conocerte. Solo por curiosidad, ¿cómo has conseguido mi número de móvil?
– Me lo dio Aidan y a él se lo dio Jack. Mia acaba de salir de aquí. Ha dicho que se iba a quedar en tu casa, pero sé que antes va a pasar por su apartamento. Si pudiera iría a cubrirla.
– Yo iré. Gracias por ponerme sobre aviso.
Reed se guardó el teléfono móvil, pero primero tenía que hablar con Beth. Subió los escalones de dos en dos y llamó a la puerta. Dentro sonaba la música alta y no pudo oír la respuesta.
– ¿Beth? Tengo que hablar contigo.
– Vete.
Sacudió la puerta, pues estaba cerrada con llave.
– Tengo que hablar contigo. Abre la puerta, vamos.
Al cabo de un minuto más o menos, se abrió la puerta y ella apareció allí plantada mirándolo con beligerantes ojos oscuros, aún hinchada y enrojecida de llorar.
– ¿Qué?
Reed intentó apartarle un mechón de cabellos húmedos de la mejilla, pero ella retrocedió y se apartó, lo cual le dolió más que sus palabras.
– Beth, por favor, dime qué pasa. No puedo comprenderlo si no me lo explicas.
– No es nada, solo estoy cansada.
Impotente y frustrado, Reed frunció el ceño.
– ¿Te encuentras mal? ¿Quieres que llamemos al médico?
Beth esbozó una sonrisa amarga y demasiado adulta.
– ¿Me preguntas si necesito un loquero? No lo creo, papá. Tú eres el que siempre anda diciendo que son una estupidez.
Reed hizo una mueca de dolor; había dado en el blanco.
– Puede que yo haya dicho eso, pero no debería haberlo dicho. Tal vez hay muchas cosas que debería haber hecho de otra manera, pero no puedo cambiarlas si no hablas conmigo, nena.
Los ojos de Beth centellearon.
– No soy una nena. -Luego se entristecieron, pero Reed podía ver socarronería en ellos-. Podrías dejarme dormir fuera de casa; eso me haría feliz.
Reed dio un paso atrás y se le pusieron los pelos de punta. Aquella no era su niña. Aquella extraña manipuladora pertenecía a otra persona.
– No. Ya te ha dicho que estabas castigada y nada de lo que digas me hará cambiar de opinión, sino todo lo contrario. No sé por qué es tan importante que duermas fuera de casa, pero no, no puedes ir. A partir de ahora no quiero que vayas más a dormir a casa de Jenny.
A Beth se le hincharon las aletas de la nariz marcando el ritmo de la respiración.
– Le estás echando la culpa a ella. Jenny ya dijo que la culparías. -Beth retrocedió con la mano en la puerta-. ¿Has acabado de destrozarme la vida?
Reed sacudió la cabeza, sin palabras.
– Beth, tengo que salir unos minutos. Acabaremos de hablar cuando vuelva.
– No te molestes -dijo Beth con frialdad-. Estaré dormida cuando regreses.
Y le cerró la puerta en las narices.
Se toqueteó los cabellos y se agarró la nuca como si quisiera sujetarla en su sitio. ¿Qué le pasaba a esa niña? ¿Era solo una rabieta? ¿O tal vez era algo más? ¿Algo… peor? Pero no podía creerlo. Beth era su niña lista. Era una niña buena, solo tenía catorce años; sin embargo sabía, por experiencia propia, en lo que andaban las niñas de catorce. Pero aquella era Beth. No era la hija de un alcohólico drogadicto al que le importaba más el siguiente chute que dar de comer a su hija.
Beth tenía suerte, lo tenía a él. Reed suspiró. «Y ahora mismo me odia». No sabía qué hacer. Le entraron ganas de romper la puerta, pero sabía que aquello no resolvería nada. Necesitaba ayuda. Llamaría al psicólogo de orientación juvenil a primera hora de la mañana.
Ahora tenía que ver a una mujer que lo más seguro era que se alegrase tanto de verlo como su hija.
«Deberías rendirte, Solliday», murmuró mientras bajaba la escalera y cogía el abrigo. Al salir se cruzó con Lauren que venía del jardín.
– Tengo que salir -le soltó-. Beth está en su habitación.
– ¿Has hablado con ella? -preguntó Lauren, con una bolsa de loneta bajo el brazo.
– Para lo que ha servido… Mañana llamaré al psicólogo del colegio.
– Buena idea.
– Volveré más tarde. -Se encaminó hacia el todoterreno, sintiéndose un patán y avergonzándose por ello.
– Reed.
Solliday se detuvo, sin darse la vuelta.
– ¿Qué?
– Quítate la cadena antes de marcharte.
Sin mirar hacia atrás, subió al coche, se alejó por el camino y dio la vuelta a la manzana. Luego aminoró la marcha y se quitó la cadena del cuello, contemplando el anillo en la palma de la mano, para dejarlo con cuidado en la guantera cercana a su asiento.
– Mierda.
Jueves, 30 de noviembre, 20:45 horas
Allí estaba ella. Él llegó por su propio pie al callejón del otro lado de la calle, con la mochila colgada a la espalda. Viajaba ligero de equipaje. Si tenía que correr, llevaba todo lo que necesitaba. El coche que había cogido estaba aparcado a una manzana de distancia, lo bastante cerca como para salir pitando cuando hubiera acabado su tarea. Luego Melvin es saldría en las noticias. «No yo».
Mitchell estaba saliendo del coche a la calle, con un maletín colgado del hombro. Se paró un momento, alerta, escrutando la zona, pero él estaba agachado fuera de su vista en las sombras. Era un blanco perfecto, tenía la cabeza en la posición adecuada. Con mano firme se dispuso a apuntar con el arma. Desde aquella distancia no podía fallar. Apuntó…
Un todoterreno aparcó delante de ella, bloqueándole el tiro. «¡Maldita sea!» El teniente Solliday.
Solliday bajó la ventanilla y hablaron, pero no lo bastante alto como para que pudiera oír lo que decían. Solliday se sentó hacia atrás e inspeccionó la calle tal como ella había hecho.
Mierda. Se iba a su apartamento. ¿Quién sabía cuándo saldría? Podía tardar dos minutos o veinte. Jolín, podía pasarse toda la noche. Él tenía cosas que hacer y lugares a donde ir. Tenía que matar a los Dougherty. No podía quedarse allí esperándola. «¡Maldita sea!» Era ahora o nunca. Sería ahora. Salió de las sombras, levantó la pistola y disparó.
– ¡Policía! Tire el arma.
Retrocedió de un bandazo. El grito no procedía ni de Mitchell ni de Solliday. Mitchell no se veía por ninguna parte y Solliday había salido de su vehículo con la pistola desenfundada. «¡Mierda!»
Retrocedió un paso, luego otro. Se le detuvo el corazón cuando Solliday lo vio.
– Alto. -Solliday se acercaba corriendo, corriendo a toda pastilla.
«Lárgate». Se dio media vuelta y huyó.
Mia se puso en pie, con la radio en una mano y la pistola en la otra.
– Disparos en el 1342 de Sedgewick Place. Un oficial de paisano ha salido en su persecución. Solicitamos refuerzos lo antes posible.
Se quedó de pie en la calle, obligando a su mente a enfocar las cosas con claridad a pesar de la descarga de adrenalina. Alguien había gritado, justo antes del disparo, pero la calle estaba vacía. Apretó la radio contra su frente y luego se la volvió a llevar a la boca.
– Solliday. -Al no obtener respuesta, el pánico empezó a atenazarle la garganta y echó a correr-. Solliday.
– Estoy aquí. -La radio le devolvió su voz entre interferencias y se detuvo, respirando con dificultad, mareada de alivio-. Lo he perdido -refunfuñó Reed-. Avisa por radio a todas las patrullas para que busquen a White.
Se quedó helada.
– ¿Qué?
– White. El chico de las mates. Date prisa, Mia. Aún está corriendo por aquí, en alguna parte.
«Ha intentado matarme».
– Aquí la detective Mitchell de Homicidios. Buscamos a un hombre caucásico, de aproximadamente veintidós años. Metro setenta, sesenta y ocho kilos. Ojos azules. El sospechoso está armado y se lo busca por cuatro asesinatos. Responde al nombre de Devin White. Repito, el sospechoso va armado.
– Comprendido, detective -dijo la central-. ¿Necesita atención médica?
– No, solo refuerzos. Necesitamos sellar todo el barrio. Ha escapado a pie, así que envíen una unidad a El Station a dos manzanas hacia el sur de aquí.
Levantó la vista para ver a Solliday salir corriendo del callejón. Se detuvo en seco, con una mirada furibunda.
– Estás herida.
Mia se llevó la mano a la mejilla y se limpió la sangre.
– Me ha rozado. Estoy bien.
Él le levantó la barbilla, asintió una vez y luego la soltó.
– ¿Quién ha gritado «policía»?
– No lo sé. -Mia se giró trazando un círculo y mirando a su alrededor-. ¿Era el chico de las mates? ¿Estás seguro?
Asintió, mientras aún respiraba con dificultad.
– Sí. Ese cabrón es muy rápido. Casi lo tenía, se ha escabullido entre unos cubos de basura y los ha lanzado en mi camino.
– Tú también eres muy rápido.
– No lo bastante. Se nos ha vuelto a escapar.
– Vamos a poner controles. -Su instinto le decía a Mia que aún estaba allí-. Pero la estación de tren está solo a dos manzanas de aquí. Ahora podría haber llegado. Aún podría estar aquí. ¡Maldita sea! Me siento como si alguien estuviera vigilándonos… -Un ruido a su espalda le hizo darse media vuelta con la pistola cogida con las dos manos-. Salga con las manos en alto.
– ¡Que me jodan…! -murmuró Solliday y Mia parpadeó.
De las sombras, cerca de donde White había escapado, salió caminando… ella. Con la cabellera rubia cubierta con un gorro negro y en lugar del traje negro que vestía en la conferencia de prensa, llevaba una chaqueta de cuero negra, idéntica a la que Mia había llevado la noche en que le dispararon a Abe. Curvó los labios en una sonrisa burlona. Llevaba una pistola en la mano, pero la sostenía plana en la mano levantada. En la otra, mostraba una placa.
Mia resopló.
– Dios, esto se pone cada vez mejor.
Jueves, 30 de noviembre, 21:15 horas
Bajó dos estaciones después y caminó hasta el pequeño Ford, con la varilla en la mano. Al cabo de un instante ya estaba al volante y treinta segundos más tarde se alejaba calle abajo, con la mochila en el asiento de al lado.
Una vez más volvía a estar fuera del alcance del ojo público. Se había sentado en el tren, preguntándose quién estaba mirándolo, comparando su cara con la que había salido en las noticias. Había mantenido la cabeza fría, no se había encogido en su asiento, pero no había establecido contacto visual con nadie. Lo normal.
¿Le había dado? ¿Estaba Mitchell muerta, con los sesos desparramados sobre la acera? No estaba seguro. Su bala le había pasado cerca, pero habían estado a punto de pillarlo, de aquello sí estaba completamente seguro. Solliday lo había visto, lo había reconocido, su estratagema había fallado.
Así que tenía que alejarse, apartarse de la circulación durante un tiempo. Hacer lo que tenía que hacer aquella noche, y al día siguiente darse el piro de la ciudad. «Encuentra a los últimos cuatro y habrás acabado».
Jueves, 30 de noviembre, 21:15 horas
– Baja el arma despacio -dijo Mia.
La mujer hizo lo que le ordenaba, colocando el arma con cuidado sobre la acera.
– Te ha dado -dijo la mujer.
Mia enfundó su arma reglamentaria.
– Es solo un rasguño.
Llegaron dos coches patrulla y Mia miró por encima del hombro. Le siguieron otros cuatro.
– Yo me ocuparé de esto -dijo Solliday-. Organizaré los controles de calles.
– Gracias -susurró Mia, luego se volvió hacia la mujer-. Déjame verla. -Cogió la placa de la mujer y la levantó hacia la luz-. Olivia Sutherland. Departamento de Policía de Minneapolis.
La boca de Sutherland se curvó, aquella misma sonrisa que se reía de sí misma.
– Hola, hermana.
Mia le devolvió la placa.
– ¿Por qué no has venido a hablar conmigo? ¿Por qué llevas semanas siguiéndome? ¿Estás intentando volverme loca?
– No estaba intentando volverte… loca. No sabía si quería hablar contigo. No sabía si quería conocerte. Pensaba que no quería.
Mia esperó una milésima de segundo antes de inclinar la cabeza.
– ¿Y eso por qué?
La mujer se encogió de hombros.
– Él te quería a ti, no a mí. Quería a tu madre, no a la mía.
Mia parpadeó, luego se echó a reír.
– Estás bromeando, ¿verdad?
La sonrisa burlona desapareció.
– Ni se me ocurriría.
Era obvio que alguien le había pintado a aquella mujer un cuadro mucho más halagüeño de Bobby Mitchell de lo que se merecía.
– Empecemos de nuevo. Olivia Sutherland, gracias por salvarme el culo.
La sonrisita volvió.
– Estaba esperando a que te dieras cuenta.
– ¿Por qué lo has hecho?
Olivia se encogió de hombros.
– No quería que me gustases. Quería odiarte profundamente, pero te he observado y me he dado cuenta de que tal vez estuviera equivocada en algunas cosas. Me preparaba para marcharme esta tarde cuando he visto tu dirección publicada en el periódico matinal. -Frunció el ceño-. Tienes que hacer algo con respecto a esa mujer, ya sabes. Esa Carmichael es una víbora.
– Sí. Ya me he dado cuenta. Así que… ¿has estado merodeando por aquí todo el día?
– A ratos, bastantes. Pensaba que si venías a tu casa, te diría hola y adiós, pero no sueles ir a tu casa muy a menudo.
– Lo sé. Normalmente me quedo en las casas de mis amigos.
– ¿La pelirroja del funeral?
– Ella es una de ellos. Mira, quiero hablar contigo, pero tengo que ocuparme de esto. -Hizo un gesto por encima del hombro hacia donde Solliday tenía un plano desplegado en el capó de uno de los coches patrulla, para establecer los controles.
Sutherland sonrió.
– Cuando las cosas se aposenten podremos hablar.
«Cuando las cosas se aposenten». De repente, la frase le dio a Mia en los morros. Había perdido tantas cosas porque había esperado a que las cosas se aposentaran. Ahora tenía una oportunidad que tal vez no se volvería a presentar nunca más.
– No, porque nunca se aposentarán. ¿Cuántos años tienes?
Sutherland parpadeó.
– Veintinueve. -Luego sonrió-. Eres muy grosera preguntando eso.
Mia le devolvió la sonrisa.
– Lo sé. ¿Puedes quedarte por aquí unos días más?
– No. Me había guardado algunos días y cogí algunos de permiso, pero mi capitán anda detrás de mí para que vuelva. Tengo que irme a casa.
– Solo un día más, por favor. Yo no conocía tu existencia hasta hace tres semanas. Es evidente que tenemos algunas cosas en común, además de Bobby. ¿Dónde te alojas?
Sutherland estudió la cara de Mia y luego asintió.
– Mi madre se trasladó a Minnesota cuando yo nací, pero mi tía aún vive aquí. Estoy en su casa. -Anotó una dirección y un número de teléfono en el reverso de su tarjeta-. Yo sé dónde vives.
– No durante unos días. Estaré de un lado a otro, probablemente, pero aquí está mi móvil.
Le dio a Sutherland una tarjeta, miró cómo se la guardaba en el bolsillo y luego levantó los ojos pensativamente.
– He vivido deseando ser tú. Odiándote, pero no eres la que yo pensaba que eras.
– A veces incluso me sorprendo a mí misma -dijo Mia con ironía-. Ahora vamos a tener que tomarte declaración. El tipo al que has ahuyentado ha matado a cuatro mujeres.
Olivia abrió los grandes ojos azules y era como mirarse al espejo.
– ¿Entonces era…?
Su hermanita pequeña leía los periódicos.
– Sí. Vamos. Vamos a trabajar.
Jueves, 30 de noviembre, 22:00 horas
El chico de las mates se había escapado. Reed echaba chispas en silencio mientras observaba a la policía ir de puerta en puerta. Había estado tan cerca… Se había acercado tanto… Podía ver la cara burlona del hijo de puta. Su sonrisita triunfante al saber que se había escapado. Si hubiera sido un poco más rápido…
– Si sigues poniendo esa cara se te quedará así para siempre -dijo Mia y se apoyó en el todoterreno junto a él.
– Lo he tenido al alcance de la mano. -Reed apretó los dientes-. ¡Maldita sea! Casi lo tenía.
– El «casi» no nos vale en este juego -objetó Mia-. Estamos perdiendo el tiempo, Reed. No va a quedarse aquí pegado. Se ha ido.
– Lo sé -dijo Reed con amargura.
– Me pregunto por qué lo ha hecho. ¿Por qué yo?
Reed se encogió de hombros.
– Nos estamos acercando y él lo sabe. Además, si sabe tu dirección, también sabe que te dispararon el martes por la noche.
Se llevó los dedos a la mejilla donde un paramédico de urgencias le había dado dos puntos para cerrar la piel que la bala había rozado.
– Una maniobra de distracción.
– ¡Mia!
Se volvieron los dos y vieron a Jack junto a la puerta del edificio de su apartamento. Sostenía una bala en la palma de la mano.
– Si hubiera dado una fracción de centímetro más en el blanco…
Como había ocurrido en múltiples ocasiones durante la última hora, a Reed se le heló la sangre en el cuerpo. Unos milímetros más y la bala se habría estrellado contra la base del cráneo en lugar de rozar la superficie de la mejilla. Una fracción de milímetro y podría haberla perdido.
– Sí, sí -dijo Mia-. Estaría muerta. Gracias, Jack.
– En realidad -dijo Jack de modo seco-, lo más probable es que hubiera rebotado en tu dura cabezota. A veces me gustaría que no tuvieras tanta suerte. Estás empezando a pensar que estás hecha a prueba de balas y no es así.
No, no lo era. Reed se tragó el miedo que afloraba a su garganta cada vez que su mente recreaba la escena en la que ella caía al suelo.
– Jack, estamos derrotados. ¿Puede Mia hacer su maleta y salir de aquí?
Jack lo miró con suspicacia y Reed sabía que en las llamadas telefónicas entre Abe, Aidan y Jack no solo habían intercambiado números de teléfono.
– Sí. Cúbrele las espaldas hasta que llegue… a donde quiera que vaya.
Todos miraron a su alrededor, percatándose de que las paredes tenían oídos.
– Lo haré. -Reed aguantó la puerta del edificio de su apartamento-. Vamos a hacer tu maleta.
Esperó hasta que Mia abrió con llave la puerta principal, luego la empujó dentro y contra la puerta, con el corazón acelerado. Puso la boca en la suya, con demasiada fuerza y demasiada desesperación, pero enseguida dejó de importarle porque ella se abrazaba a su cuello y le devolvía el beso, con la misma fuerza y la misma desesperación.
Reed se apartó, respirando con la misma dificultad que cuando perseguía a ese sapo cabrón de asesino comemierda.
– Gracias. Lo necesitaba -susurró Mia.
Descansó la frente en la de ella.
– Maldita sea, Mia. Estaba tan…
Ella respiró hondo.
– Sí. Yo también.
Reed retrocedió un paso y ella levantó los ojos hacia él, con una mirada de comprensión.
– Haz pronto la maleta. Quiero sacarte de aquí. -Luego, incapaz de resistirse, le cogió la mejilla con la mano y recorrió con el pulgar y con cuidado una línea debajo de los puntos-. Te deseo y punto. Ven a casa conmigo.
– No parece que tenga otra elección. -La detective hizo una mueca-. Eso ha sido algo muy rastrero, manipularme de ese modo. Echar a Lauren de su propia casa.
Movió el pulgar hasta su labio inferior y lo acarició.
– Técnicamente es mi casa. Ella solo la alquila. -Se quedó en silencio un instante-. La habitación de invitados de ese lado tiene una cama muy cómoda. Muy grande, con un colchón duro.
– El mío también es bastante duro -dijo Mia sin mucha convicción, pero sus ojos se ensombrecieron-. ¿Qué más?
– Bueno… También está la barra de bomberos, el trapecio y el trampolín.
Mia se echó a reír.
– Tú ganas. Prepararé la maleta.
La siguió hasta el dormitorio. Parecía como si hubiera pasado un tornado, sábanas y mantas estaban hechas una pelota en el suelo. Tal como lo habían dejado a primera hora de la mañana. Reed miró la cama, luego a ella. Mia también la miraba, luego sacudió la cabeza.
– No -dijo Mia-. No con la mitad de la CSU peinando la calle al otro lado de la ventana.
Precipitadamente y sin armar revuelo llenó una bolsa de lona con las cosas que necesitaba, luego vaciló; en la mano tenía una foto de tamaño pequeño enmarcada. Dos chicas adolescentes sonreían animadamente a la cámara, pero aunque estaban muy cerca, no se tocaban.
– ¿Sois tú y Kelsey?
– Sí. -La metió en la bolsa-. Tengo que contarle lo de Olivia, pero me da miedo visitarla en el sitio nuevo. Me da miedo incluso saber dónde está.
– Y…
Reed le levantó la barbilla con un dedo. Era la primera vez que mencionaba a la mujer, al margen de para tomarle declaración y desearle buenas noches. Jack se había imaginado quien era, pero Reed sabía que Mia no tenía ningunas ganas de difundir la identidad de la mujer a todo policía uniformado que estuviera a tiro.
– Háblame de Olivia.
Mia se encogió de hombros.
– Sabes lo mismo que yo. Vamos a intentar pasar una hora juntas mañana por la noche y charlar.
Se disponía a colgarse la bolsa del hombro, pero él se la quitó.
– Permíteme, por favor -añadió Reed con ojos centelleantes. A ella le resultaba muy difícil aceptar cualquier tipo de ayuda. ¡Peor para ella! Tendría que aprender a aceptar la suya.
¿Durante cuánto tiempo? Aquello dependería de la conversación que tuvieran en cuanto la volviera a acompañar a su casa. Aquello dependería de las expectativas de Mia. En aquel instante, él rezaba por no haber malinterpretado la necesidad de independencia y de ataduras de Mia.
Mia asintió, caminó hasta la puerta principal, luego se paró.
– Joder -refunfuñó; acto seguido abrió con violencia la puerta del armario. Allí solo estaban la cajita y la bandera plegada en triángulo. Con los dientes apretados cogió la caja y la metió también en la bolsa-. Vámonos.