Jueves, 30 de noviembre, 3:10 horas
– ¿Qué coño estás haciendo? -Sorprendida, Brooke levantó la vista del ordenador. Su compañera de piso estaba de pie en el zaguán con el iPod en la mano-. Son las tres de la mañana -añadió Roxanne.
– No sé qué hacer -murmuró Brooke.
Roxanne suspiró.
– Esta noche ya no puedes hacer nada más, Brooke. Vete a dormir.
– Lo he intentado, pero no puedo. Solo puedo pensar en facturas, préstamos y deudas. No puedo dormir.
La compasión endulzó la expresión de Roxanne.
– Todo irá bien. Encontrarás otro trabajo.
– No lo creo. Llevo buscando toda la noche. No hay nada abierto por aquí.
– Encontrarás algo. Ahora vete a la cama, Brooke. Te pondrás enferma de preocupación y entonces sí que no podrás encontrar un trabajo.
– Tienes razón. Sé que tienes razón pero, sin una recomendación de Bixby, será casi imposible encontrar a alguien que ni siquiera me tome en consideración.
– Sigo creyendo que deberías demandar al bastardo, no importa lo que el abogado amigo de Devin crea.
Devin había llamado a su amigo abogado de Flannagan, pero el amigo le había dicho que su demanda sería muy difícil de demostrar y tardaría mucho tiempo. Y ella no tenía mucho tiempo, solo tenía cuarenta y dos dólares en el banco.
– Debería, pero eso no me ayudará ahora. Estoy casi arruinada. -Cerró los ojos-. Tal vez tengas que buscarte otra compañera de piso.
– Salvaremos ese obstáculo en su momento. Tengo que irme a la cama. Las nanas de Bach funcionan. Deberías probarlas. -Apretándose los auriculares en los oídos se encaminó hacia su habitación.
«Necesitaría algo más que Bach para relajarme», pensó Brooke. Fue a la cocina y encontró el brandy que guardaba para las ocasiones especiales. No era exquisito, pero sí lo bastante fuerte como para hacerle efecto. Bajó un vaso, se sirvió brandy y se sentó a la mesa de la cocina. Se bebió un segundo vaso y su desesperación era abrumadora.
No tenía dinero. No podía llamar a sus padres. Ellos vivían casi del aire como ella. El odio renació. Bixby era un hijo de puta. «Yo no hice nada malo». Tragó más brandy con amarga resignación. No importaba. En cualquier caso se había quedado sin trabajo.
No estaba segura de cuánto tiempo estuvo allí sentada amargándose dando vueltas a lo mismo cuando lo oyó.
Click. Levantó la cabeza intentando localizar el ruido. Luego se acercó a la puerta de la cocina para mirar la puerta principal. Estaba abierta. Con llave. «Alguien tiene mi llave».
«Llama a la policía». ¿Dónde estaba el teléfono inalámbrico? Llegó dando traspiés hasta la encimera y sacó un cuchillo de carnicero del bloque. «¡Ay, Dios!» Corrió hacia el salón. ¿Dónde estaba el teléfono?
Se quedó boquiabierta cuando el hombre entró por la puerta. Tenía una navaja. Lo reconoció al instante, pero no le dio tiempo ni de pronunciar su nombre antes de que le tapara la boca con la mano y le retorciera la muñeca. El cuchillo de carnicero se le cayó al suelo.
Con los ojos muy abiertos de horror, vio el metal de la larga y fina hoja ante ella moverse hasta apretarle la garganta. «Me va a matar». Se debatió por zafarse pero la navaja se apretó más contra ella. De repente, Brooke dejó de luchar y él soltó un chasquido.
Le quitó la mano de la boca, pero la navaja seguía apretándola y un sollozo reprimido subía por su garganta.
– Ya he rebanado dos pescuezos esta noche -dijo-. Una sola palabra y serás la tercera.
Él tiró de Brooke, llevándola de puntillas hasta su dormitorio. La lanzó sobre la cama, le puso la rodilla en las costillas y le metió una bola de tela en la boca.
Brooke luchó contra él cuando la cogió de la muñeca y la ató al cabezal, luego gritó cuando él le dio un puñetazo en la mandíbula. Pero su grito quedó amortiguado, apenas podía oírse a sí misma. Se inclinó sobre ella sin dejar de sujetarla con la rodilla para atarle la otra muñeca.
– Estropeaste mi trabajo, Brooke -le susurró en la cara. Tenía los ojos desorbitados, como de loco. No podía ser el mismo hombre que ella conocía, pero lo era-. Ahora no me dará tiempo de acabarlo y tú vas a pagar por ello. Te dije que lo dejaras estar, pero tú no me hiciste caso. Ahora me lo harás.
Él se puso de pie y ella pataleó, con la esperanza de que Roxanne oyera el ruido. Se inclinó hacia su mochila y cuando se incorporó, sostenía una llave inglesa en la mano.
«¡No!», gritó Brooke, pero nadie la oyó. Gimió cuando la alcanzó el primer golpe. Con el segundo deseó estar muerta. Con el tercero supo que lo estaba.
Macabramente satisfecho, metió el condón usado en una bolsa de plástico y la cerró con cremallera, tal como había hecho con Penny Hill. Recordó cómo los ojos de Hill se habían vidriado de dolor y los había cerrado a la mitad, robándole el placer de verla sufrir.
Se puso en pie ante Brooke mientras gotas de sudor caían de su rostro. Le dio dos fuertes bofetadas en las mejillas y un quejido amortiguado escapó por su garganta. Bien. Aún estaba consciente. Quería estar seguro de que había sentido todo lo que le había hecho, y que oía todas sus palabras.
– Has arruinado mi trabajo. Nunca conseguiré que se me haga justicia. Así que esta noche tú ocuparás su lugar.
Trabajó rápido, aplicándole el gel en el cuerpo como había hecho con Penny Hill. Le colocó el huevo entre las rodillas y extendió la mecha hasta los pies. No había gas en aquella casa, solo electricidad, así que tendría que transigir.
Ya había decidido colocar el segundo huevo en la entrada principal del apartamento. Solo otro arito para que saltaran por él los bomberos. Pasó una segunda mecha y dejó ese huevo junto a su navaja en la mesilla de noche. Luego sacó el encendedor y lo bajó hasta la cara de Brooke.
– Eres como las demás. Dices que te preocupas, pero traicionas su confianza. Dices que quieres ayudar a esos chicos, pero a la primera oportunidad, se los entregas a la policía. Eres igual de embustera e igual de culpable. Cuando encienda esta mecha, empieza a contar.
Los ojos de Brooke parpadearon, fijándose encima de su hombro. Él se volvió, evitando por una décima de segundo que un violín se estrellara contra su cabeza. En lugar de eso le dio en el hombro, haciéndose astillas. Una mujer estaba allí con los ojos desorbitados y los pechos subiendo y bajando al compás de su respiración agitada. En el puño sostenía el mástil del violín hecho añicos, y lo blandió ante él.
Él cogió la navaja de la mesilla de noche y en un rápido movimiento lo hundió en las tripas de la violinista y se las rajó, con los ojos fijos en los de ella. La cara de la chica se contrajo de dolor y se cayó al suelo encima de su instrumento destrozado. El corazón le latía y la sangre le bullía; se sentía vivo, intocable, invencible. Encendió el mechero, prendió la mecha a los pies de Brooke, luego se inclinó sobre su oído.
– Cuenta hasta diez, Brooke. Y vete al infierno.
Cogió la mochila, la navaja y el otro huevo, y salió corriendo del apartamento, escaleras abajo. Encendió la segunda mecha y colocó el huevo en la esquina del vestíbulo. La alfombra estaba deshilachada, pero ardería deprisa. Luego salió pitando por la puerta principal.
Y casi le dio un ataque al corazón. Dos patrulleros viraban para entrar en el complejo, con las luces centelleantes y las sirenas a todo trapo. «La violinista llamó a la poli. Jodida puta». Se agachó detrás del edificio y corrió hacia el aparcamiento que estaba detrás de la siguiente hilera de apartamentos. Al menos había tenido el buen juicio de reconocer el terreno al llegar. Manteniéndose oculto en las sombras, eligió el coche más fácil de robar. Al cabo de un minuto se marchaba en él.
Casi lo habían atrapado. Luchó por recuperar el aliento y olió la sangre de la violinista. Le había salpicado el abrigo y los guantes. Ella no entraba en el plan, pero… ¡Uau! Era una sensación increíble, arrebatar una vida de aquel modo, mirándola a los ojos mientras le robaba el alma. Se desternilló de risa. La profesora de literatura inglesa se le había pegado.
Luego se aplacó. Y se preguntó cuánto de él se le habría pegado a la profesora de literatura inglesa. El fuego ya habría prendido en esos momentos, pero sin gas, tal vez no fuera suficiente para destruirlo todo. Había usado un condón, se había puesto guantes, pero se le podía haber caído un pelo. Sin embargo, para utilizarlo contra él, antes tendrían que encontrarlo.
No le quedaba mucho tiempo y aún tenía que encontrar a Laura Dougherty. Luego quedaban otros cuatro. Ellos eran los peores. Ellos no solo habían estado implicados en la muerte de Shane. «Ellos lo mataron». Uno estaba en Indianápolis. Tenía que encontrar a los otros tres, luego habría acabado.
Se inventaría una nueva vida, tal como se había inventado aquella; haría nuevos amigos, encontraría otra mujer que atendiera sus necesidades en casa. Tendría que pensar en un nuevo empleo. Nunca había pensado hacer el que tenía ahora. Se había presentado en el momento preciso en el lugar preciso, así que había aprovechado la oportunidad, pero había sido bueno en eso.
¿Quién necesitaba un título universitario? Él era el maestro camaleón. «Como en esa película en la que el tipo representa a un médico, a un abogado y a un piloto». Tal vez probaría suerte en uno de esos trabajos la próxima vez.
Jueves, 30 de noviembre, 3:50 horas
– ¡Joder! -La exclamación salió del pecho de Mia mientras ella yacía extenuada, relajada y saciada.
A su lado, Solliday se echó a reír.
– Me encanta tu forma de hablar, Mia.
La mujer se apoyó en un codo y le devolvió la sonrisa.
– Sabes que mañana estaremos hechos una piltrafa. Bueno, hoy -corrigió ella mirando el reloj que estaba junto a la cama.
– Lo sé, pero ha merecido la pena. No creo que fuera consciente de lo mucho que necesitaba esto.
Mia le acarició el duro vientre, notando cómo los músculos se estremecían.
– ¿Cuánto tiempo hacía? -preguntó ella en voz baja.
Los ojos de Reed titilaron hacia ella.
– Seis años.
Mia enarcó las cejas.
– ¡Joder! -dijo y se rio. Peinó con los dedos el grueso vello de su pecho, poniéndose seria-. Yo también lo necesitaba.
La estudió durante largo rato.
– Quiero saber por qué tú no querías querer esto.
– Te lo diré.
– ¿Solo que ahora no? -Mia asintió con ojos solemnes-. ¿Esta noche? -presionó él y ella siguió asintiendo sin palabras-. Sería mejor si tú pudieras venir a mi casa, después de que Beth se haya metido en la cama. Así no tendré que pedirle a Lauren que la cuide, como esta noche pasada.
– De algún modo, no me dio la impresión de que a ella le importase -dijo tímidamente Mia y Reed mudó de expresión. No le había dicho a Lauren adónde iba. Su hermana creyó que lo habían llamado para acudir a un incendio. Ser consciente de aquello le sorprendió un poco-. No querías que ella se enterara.
– Aún no. -Reed se sentó y Mia se tumbó de espaldas. La noche había acabado oficialmente.
– Mañana -empezó Mia-. Quiero decir, hoy. Somos colegas, nada más.
La mirada que le dirigió Reed era desapasionada.
– Nada más. -Entonces él la sorprendió al inclinarse y besarla con un deseo que le quitó la respiración-. Pero esta noche, mucho más.
Reed se estaba abrochando el cinturón cuando sonó su móvil.
– Solliday. -Estaba arrodillado buscando los calcetines-. ¿Ha habido una explosión de gas…? Muy bien. Iré al 2026 de Chablis Court. Gracias, Larry. Estaré allí en quince o veinte minutos.
– Es más de medianoche -observó Mia y él la miró por encima del hombro.
– No hubo explosión de gas, así que han llamado a cuatro dotaciones a la escena; la de Larry es una de ellas. -Se puso los zapatos-. No hay motivo para que los dos pasemos la noche en vela. Iré a comprobarlo y te llamaré. ¿Puedes echarme una mano con los botones de la camisa? Será más rápido así.
Mia le ayudó, abrochándole rápido los botones.
– También hago perritos calientes.
Reed levantó una ceja y ahora Mia podía admitir que había despertado su interés desde el principio.
– Eres una chica muy mala.
– Mostaza, Solliday. -Le dio una palmada en el trasero mientras él se alejaba-. Piensa en los condimentos.
– Una chica muy mala.
Reed casi estaba en la puerta principal cuando ella cayó en la cuenta: Chablis 2026.
– Reed, espera. -Salió corriendo tras él-. ¿Has dicho 2026 de Chablis Court, como el vino?
Reed frunció el ceño.
– Sí, ¿por qué?
El corazón le dio un brinco, al recordar los archivos que había comprobado el día anterior.
– Esa es la dirección de Brooke Adler.
La expresión de Reed se enturbió.
– Nos encontraremos allí -dijo-. Date prisa.
Jueves, 30 de noviembre, 4:15 horas
El fuego se limitaba a un edificio de apartamentos, el del final de una hilera de cinco. Para el ojo poco avezado podía parecer caótico, pero estaba bajo control. La gente se quedaba en el borde del aparcamiento, apiñada en pequeños grupos. Muchos lloraban; niños y adultos por igual. Solliday recordó el incendio de un apartamento en el que había trabajado el año anterior, y con él el horror de las víctimas.
Y aunque todas ellas eran importantes, una víctima estaba en un lugar destacado de su cabeza. Reed encontró a Larry Fletcher y de inmediato supo que era muy malo.
– ¿Qué ha ocurrido?
– Aún estábamos de camino cuando nos volviste a llamar y nos contaste lo de Adler -explicó Larry con voz alicaída-. El ciento ochenta y seis estaba haciendo la búsqueda y el rescate en el edificio, pero Mahoney y Hunter quisieron entrar. Quisieron ganar tiempo. El jefe del ciento ochenta y seis dijo que me habían llamado a mí, así que los dejé entrar. Ahora desearía haberles dicho que no.
– ¿Están heridos?
– Físicamente no. Sacaron a Adler y a su compañera de piso. Fue horrible, Reed.
Reed miró por encima del hombro. Mia estaba entrando por la carretera principal.
– ¿Estaban vivas?
– Una estaba ya cadáver. La otra está de camino a County.
Diez patrulleros rodearon el perímetro, los uniformados controlaban la multitud y pasaban mantas a las víctimas.
– ¿Y los policías que fueron los primeros en presentarse en el escenario?
Larry apuntó al patrullero que estaba más lejos.
– Jergens y Petty.
– Gracias. -Corrió hacia los patrulleros-. Solliday, de la OFI, ¿Jergens y Petty?
– Yo soy Jergens, este es Petty -dijo el agente de la izquierda-. Fuimos los primeros en llegar aquí.
Mia se estaba acercando a él. Reed le hizo un gesto para que se diera prisa y ella echó a correr mientras sacaba la grabadora.
– Esta es la detective Mitchell. -Se volvió hacia ella-. Sacaron a dos mujeres del fuego: una está muerta, la otra está de camino a County.
– Se trata del tipo que hizo lo de la hija de Burnette -dijo Jergens aplanando la boca-. ¡Hijo de puta!
– ¿Qué mujer es la que ha muerto? -preguntó Reed y los dos sacudieron la cabeza.
– Ambas tenían quemaduras bastante feas. Los vecinos dijeron que eran más o menos de la misma estatura y que las dos tenían el pelo castaño claro, pero nadie las identificó. Aquella es la muerta. -Sobre una camilla que empujaban hacia la ambulancia, había un cadáver dentro de una bolsa cerrada.
Mia hizo una seña a los de urgencias médicas para que se detuvieran.
– Bueno, vamos a verlo. -Se encogieron y luego espiraron sonoramente al unísono cuando uno de los sanitarios abrió la bolsa. Tenía quemaduras muy feas-. No es Adler -murmuró y luego se volvió hacia Petty y Jergens-. ¿Al menos les dieron un nombre los vecinos?
Jergens comprobó sus notas.
– Roxanne Ledford. Ella llamó a emergencias.
– Díganos qué sucedió -dijo Mia con tranquilidad-. Comience por el 911.
Jergens asintió.
– Se denunció una violación en curso a las tres treinta y ocho horas. El operador de emergencias le dijo que abandonara el lugar, pero no lo hizo. Llegamos aquí a las tres cuarenta y dos.
– Veíamos las llamas arriba y en el vestíbulo cuando llegamos. Petty llamó por radio a los bomberos. Yo cogí el extintor del coche patrulla e intenté entrar, pero el fuego de la entrada ya era demasiado grande. Detrás de nosotros venía otro patrullero. Fui a ver si el autor del crimen estaba aún en el terreno y Petty y los otros dos empezaron a evacuar a la gente.
Mia levantó los ojos.
– Pero ¿no encontró a nadie?
– No, lo siento, detective. No había nadie por los alrededores.
– La última vez, se fue en el coche de la víctima. Quiero que averigüe qué coches tienen Adler y Ledford y vea si aún están aquí. Si no están, emita un comunicado a todos los medios.
– ¿Qué más? -preguntó Petty-. De veras que tenemos ganas de pillar a ese hijo de puta.
Mia miró a su alrededor.
– ¿Alguno de esos tipos es el portero?
– Ese -señaló Petty-. Ese tipo alto y grande que lleva las pantuflas color rosa.
– Averigüen si el edificio tenía cámaras de seguridad. Quiero todas y cada una de las cintas de la última semana. ¡Ah!, ¿y qué vamos a hacer con esa gente? Vamos a tener que preocuparnos de no dejarlos a la intemperie.
– Vienen dos autobuses de camino -dijo Jergens-. Vamos a meterlos en la escuela de primaria que hay en el fondo de la calle hasta que podamos buscarles un refugio.
– Necesitaremos que todos presten declaración. Quiero saber si había alguien por aquí que no conociera nadie. -Mia les dirigió una dura sonrisa-. Gracias. Se lo agradezco. También Roger Burnette. -Levantó la vista cuando los agentes se dirigieron a cumplir sus órdenes-. Necesitamos hablar con Brooke. Tal vez pueda decirnos algo.
– Hunter y Mahoney las sacaron.
Mia le dirigió una mirada de incredulidad, luego se fue hacia los camiones corriendo.
– ¿Otra vez entraron ellos? Hay cuatro dotaciones aquí. ¿Por qué han tenido que ser Mahoney y Hunter, por el amor de Dios?
Reed recordó la mirada de sincero afecto que Mia le había dirigido a Hunter en el incendio de Hill. Una voz desagradable le susurró al oído, pero el teniente no le hizo caso. Pasara lo que pasase entre Mia y Hunter en el pasado, Reed había sido el que se la había llevado a la cama aquella noche.
– Quieren entrar. Después de arrastrar cadáveres, te hace sentir realmente bien sacar a una persona viva. El otro jefe lo entiende y deja que los chicos de Larry entren en el rescate.
– Al igual que Howard y Brooks me dejaron detener a DuPree.
– Sí, igual.
Hunter y Mahoney se sentaban al fondo del camión. Ambos parecían sufrir neurosis de guerra.
Mia puso la mano en el hombro de Hunter.
– David, ¿estáis bien?
Hunter asintió con ojos inexpresivos.
– Bien -murmuró.
Mahoney hizo una mueca.
– Sí, claro. Estamos muy bien. -Pero sus palabras sarcásticas estaban llenas de dolor. Cerró los ojos-. Odio tanto a ese tipo…
– ¿Qué ocurrió? -preguntó Reed con serenidad-. Contadnos todo lo que sepáis.
– Estuvimos en la parte de delante -empezó Mahoney-. Él provocó el fuego aquí también, pero el ciento ochenta y seis lo sofocó. El humo era muy denso en el apartamento de Adler, pero la cocina estaba en orden.
– Entonces, ¿dónde las encontrasteis? -preguntó Mia.
– En el dormitorio del fondo. -Mahoney sacudió la cabeza y se aclaró la garganta-. La cama estaba en llamas, todas las paredes, la alfombra, todo. -Se le quebró la voz-. Había dos mujeres en la habitación. Una estaba en el suelo. La recogí y empecé a salir. Pedí refuerzos a Hunter. Cuando la saqué, el equipo de urgencias médicas dijo que estaba casi muerta. Llevaba uno de esos pijamas resistentes al fuego, por eso su cuerpo no se quemó tanto, pero la cara y las manos sí. La habían apuñalado, destripado. -Frunció los labios y apartó el rostro.
– ¿Y la segunda mujer? -preguntó Reed con serenidad.
Hunter tragó saliva.
– Estaba atada a la cama. Desnuda. Tenía el cuerpo en llamas. Cogí una manta y la envolví en ella. Tenía las piernas rotas. Dobladas en ángulo.
Mia se puso muy tensa de repente, sus ojos se desviaron bruscamente hacia la carretera desde donde se acercaba una mujer con una trenza rubia. Dos agentes la frenaron.
– ¡Maldita sea!
Carmichael otra vez.
– Te estaba siguiendo -comentó Reed y Mia lo fulminó con la mirada.
Sabía que pensaba lo mismo que él. Carmichael había estado esperando fuera del apartamento de Mia. Había visto salir a Reed justo antes que Mia. Que Reed había pasado la noche allí sería noticia de primera plana. «¡Mierda!»
Pero Mia ya había vuelto a centrar la atención en Hunter.
– ¿Qué sucedió luego, David?
– Tuve que cortar las cuerdas para sacarla de allí. Pero no toqué nada más. La cogí y la saqué. Estaba quemada. -Le temblaba la mandíbula y la apretó con fuerza-. Muy quemada. Los de urgencias no estaban seguros de si se salvaría.
Mia apretó la mano de Hunter.
– Si se salva será gracias a vosotros dos. Eso es lo que tenéis que pensar, David. -Mia lo soltó y levantó la mirada-. Tengo que hablar con Brooke.
Reed miró hacia el edificio. El fuego estaba casi extinguido.
– Me quedaré aquí e iré en cuanto pueda. Foster y Ben deberían llegar en cualquier momento. ¿Puedes llamar a Jack?
– Sí. -Mia dio una patada a la gravilla-. Maldita sea, se nos ha vuelto a escapar.
Jueves, 30 de noviembre, 4:50 horas
– Soy la detective Mitchell. Acaban de ingresar a Brooke Adler. Víctima de violación e incendio.
La enfermera de urgencias sacudió la cabeza.
– No puede verla.
– Tengo que hablar con ella. Es la única que ha visto al asesino. Ella es su cuarta víctima.
– Me gustaría ayudarla, detective, pero no puedo dejar que la vea. Está sedada.
Pasó un médico con el ceño fruncido.
– Está muy sedada, pero aún está lo bastante lúcida para murmurar. Tiene quemaduras de tercer grado en el noventa por ciento del cuerpo. Si pensara que iba a sobrevivir, la haría esperar. Dese prisa. Estamos a punto de intubarla.
Mia apretó el paso junto al médico.
– Necesitamos hacer un test de violación.
– Ya lo he anotado en mi tablilla. Tiene muy mal aspecto, detective.
– He visto a sus dos primeras víctimas en el depósito de cadáveres, doctor. Tenían muy mal aspecto.
– Solo intento prepararla. -Le dio una mascarilla y una bata quirúrgica-. Usted primero.
Mia se detuvo. El ácido parecía quemarle la garganta y quitarle el aire. «Santo Dios», fue todo lo que pudo pensar durante unos segundos.
– ¡Oh, Cristo bendito!
– Intenté decírselo -murmuró el doctor-. Dos minutos, nada más.
La enfermera que estaba al lado de Brooke la miró fijamente.
– ¿Qué está haciendo aquí?
– Es la poli mala -dijo el médico en tono inexpresivo-. Déjela pasar.
Mia le dirigió una mirada asesina.
– ¿Qué?
El médico se encogió de hombros.
– Así es como ella la llama: la poli mala.
– Está murmurando algo sobre «diez» -dijo la enfermera.
– ¿Como el número?
– Sí.
– Hola, Brooke, soy yo, la detective Mitchell.
Brooke abrió los ojos y Mia vio el terror absoluto y el dolor más espantoso.
– Diez.
Mia levantó la mano, pero no había dónde acariciarla.
– ¿Quién te ha hecho esto, Brooke?
– Cuenta hasta diez -susurró Brooke. Gimió de dolor y a Mia se le encogió el corazón.
– Brooke, dime quién te ha hecho esto. ¿Ha sido alguien del Centro de la Esperanza? ¿Ha sido Bixby?
– Vete al infierno.
Mia se estremeció. La mujer tenía miedo de hablar con ellos. La habían obligado a hablar, ella y Reed. «Tendré que vivir con esto». Y aunque sabía que no era culpa suya, comprendió la rabia de Brooke.
– Lo siento mucho, Brooke, pero necesito tu ayuda.
– Cuenta hasta diez. -Le costaba respirar y las máquinas empezaron a pitar.
– La tensión está cayendo -dijo la enfermera de manera perentoria-. El nivel de oxígeno está cayendo.
– Póngale una ampolla de epi -ordenó el médico- y un gotero de epinefrina. Prepárese para intubarla. Detective, tiene que irse.
– No. -Brooke se debatía de manera patética-. Cuenta hasta diez. Vete al infierno.
La enfermera le puso a Brooke una inyección en la vía intravenosa.
– Váyase, detective.
– Un minuto más. -Mia se acercó más-. ¿Fue Bixby? ¿Thompson? ¿Secrest?
El médico se inclinó sobre Mia con un bufido.
– Detective, largo.
Mia retrocedió, impotente, horrorizada, mientras el médico y la enfermera luchaban por la vida de Brooke.
Treinta agotadores e interminables minutos más tarde, el médico dio un paso atrás, con los hombros hundidos.
– Declaro la hora de la muerte a las cinco veinticinco horas.
Tenía que haber una palabra para lo que ardía en su interior, pero Mia no la encontraba. Levantó la vista hacia la mirada empañada del médico.
– No sé qué decir.
El doctor tensó la boca.
– Dígame que cogerá al que hizo esto.
Roger Burnette le había pedido lo mismo por Caitlin. Dana se lo había pedido por Penny Hill.
– Lo cogeremos. Tenemos que cogerlo. Ha matado a cuatro mujeres. Gracias, por haber hecho lo que ha podido.
El médico asintió con tristeza.
– Lo siento.
– Yo también.
Se dirigía hacia la puerta, pero se detuvo. Se obligó a sí misma a girarse para ver a Brooke Adler una vez más. Luego se santiguó y salió de la habitación.
Jueves, 30 de noviembre, 5:45 horas
El niño observaba desde su escondite. Él volvía a estar fuera. No sabía lo que estaba enterrando el hombre, pero sabía que tenía que ser muy, muy malo, porque él era muy malo. «¿Lo sabe alguien más? ¿Soy el único que ve lo malo que es?»
Pensó en su madre, sin parar de dar vueltas en la cama, y de repente se puso furioso. Ella tenía que saberlo, tenía que verlo. Sabía perfectamente que él desaparecía en la noche, pero se levantaba cada mañana y le ponía su mejor cara. Le preparaba huevos con beicon y le sonreía como si fueran normales. No eran normales.
Quería que se fuera, que los dejara solos. Quería que su madre lo echara, que le dijera que no volviera nunca más, pero no se lo diría porque tenía miedo. Él lo sabía. Sabía que tenía derecho a tenerlo. «Yo también».
Jueves, 30 de noviembre, 7:20 horas
– ¿Papi?
Reed, que se estaba abotonando la camisa, levantó la vista con el abotonador en la mano.
– ¿Sí, Beth?
Beth estaba de pie en el umbral de la puerta, con el ceño fruncido de preocupación.
– ¿Estás bien?
No. Estaba angustiado. Dos más.
– Solo estoy cansado, cielo. Muy cansado.
Ella vaciló.
– Papi, necesito más dinero para la comida.
Reed torció el gesto.
– Te di el dinero para la comida el lunes.
– Lo sé. -Beth hizo una mueca-. Tengo algunas deudas con la biblioteca. Lo siento.
Algo preocupado, le dio otros veinte dólares.
– Devuelve los libros puntualmente, ¿vale?
– Gracias, papá. -Se metió el dinero en los tejanos-. Voy a prepararte el café.
– Me vendrá bien.
Se sentó cansinamente en el borde de la cama. Mia tenía razón. Aquella mañana estaba hecho una piltrafa. Se preguntó dónde andaría ella; la imaginó en su apartamento, sola. Tenía que haberse aguantado hasta que pudieran establecer las reglas de juego. Sin ataduras, pero no había podido. Su mente estaba demasiado enfrascada en ella, y su cuerpo, al límite del control. Se había controlado porque no quería herirla.
Miró alrededor de la habitación. Todo estaba tal como Christine lo había dejado, con elegancia y gusto a pesar del paso del tiempo. La habitación de Mia era un batiburrillo de colores que se daban de bofetadas, anaranjados y púrpuras intensos. Ropa de cama a rayas y cortinas a cuadros. Todo comprado en las rebajas.
Pero la cama había servido muy bien para su función. El sexo con Mia podía convertirse en adictivo si se lo permitía, pero no se permitía comportamientos adictivos. Era más fuerte que eso. Se frotó distraídamente los pulgares contra las yemas entumecidas de los dedos. Dejó de beber cuando se le estaba escapando de las manos, algo que su madre biológica nunca había hecho. Una enfermedad, decía ella. Una elección, sabía él. Su madre quería más al alcohol que a él, más de lo que había querido a nadie. Hizo una mueca, apartando la idea de su madre de la cabeza. Durante aquella semana había pensado más en ella que en toda su vida.
Tenía que controlarse. No dejar que las cosas con Mia lo distrajeran de lo que era importante. La vida que había construido para Beth, para él mismo. Cogió la fina cadena de oro de la mesilla de noche y se la puso al cuello. Un talismán, tal vez. Un recuerdo, sin duda.
Tenía que darse prisa o llegaría tarde a la reunión matutina.