Jueves, 30 de noviembre, 10:55 horas
– Mierda. -Mia hizo una mueca mientras se acercaba al Saab de Thompson.
Era la primera palabra que pronunciaba desde que habían salido del Centro de la Esperanza. Él la había desautorizado, interviniendo otra vez para facilitarle las cosas y calmarla. Pero necesitaban a Secrest calmado y Mia no contribuía a ello. La reflexión sobre Secrest se volatilizó cuando Reed vio a Thompson en el asiento del conductor. Tenía la cabeza colgando como una muñeca de trapo abandonada. Había sangre por todas partes.
Mia metió con cautela la cabeza por la ventanilla.
– ¡Oh, Dios! Ha llegado hasta el hueso.
– La cabeza cuelga de un trocito de piel de unos diez centímetros de ancho -dijo el técnico forense.
– Maravilloso -murmuró ella-. Aún lleva el cinturón de seguridad. Eso lo mantiene erguido.
El técnico forense estaba tomando notas.
– Dicen que los cinturones de seguridad salvan vidas. A él no le sirvió de nada.
– No tiene gracia -soltó Mia-. ¡Maldita sea!
El forense le dirigió a Reed una mirada como queriendo decir: «Es el síndrome premenstrual». Reed sacudió la cabeza.
– No -articuló Solliday para que le leyera los labios.
– ¿Hora de la muerte? -preguntó Mia en tono agrio.
– Entre las nueve y la medianoche. Por favor, avísenme cuando pueda llevármelo. Lo siento -añadió-. A veces un chiste es una manera de aliviar tensiones cuando encontramos un cadáver como este.
Mia respiró hondo y soltó el aire, luego se volvió hacia el joven técnico forense con una sonrisa compungida. Entornó los ojos para verle la placa.
– Lo siento, Michaels. Estoy cansada y frustrada y le he soltado una pulla inmerecida. -Volvió a asomar la cabeza dentro del coche-. ¿Alguien ve las llaves?
– No. -Una mujer con una chaqueta de la CSU se incorporó después de inspeccionar el otro lado del coche-. Aún no lo hemos tocado. Las llaves podrían estar debajo del hombre.
Mia abrió la puerta trasera del lado del conductor.
– Se ha sentado aquí. Lo ha cogido del pelo, le ha echado la cabeza hacia atrás y lo ha degollado. ¿Algún signo de lucha, marcas de patinazos o abolladuras en el coche? ¿Lo han forzado?
La técnico de la CSU sacudió la cabeza.
– He comprobado el vehículo de arriba abajo. Ni un arañazo. El coche estaba recién estrenado. Un coche bastante caro para no robarlo.
– Un coche de lujo con un salario de correccional de menores -murmuró Mia-. Lleváoslo cuando hayáis acabado.
Los técnicos forenses inmovilizaron la cabeza de Thompson para evitar que se desgarrara por completo del cuerpo.
– Lleva un anillo -observó Reed.
Mia levantó la mano de Thompson.
– Es un rubí. Apuesto lo que sea a que es auténtico. Luego no es un robo.
– ¿Creías que lo era? -le preguntó Reed y Mia sacudió la cabeza.
– No. Aún tiene la cartera en el bolsillo de atrás. Y el teléfono móvil en el de delante. -Se lo sacó del bolsillo y apretó unas teclas-. Ayer por la tarde hizo seis llamadas. -Entornó los ojos para ver los números-. Cuatro al 708-555-6756, una me la hizo a mí y una a… Es el número de Holding. -Rápidamente sacó su propio móvil y marcó-. Hola, soy la detective Mitchell, departamento de Homicidios. ¿Les visitó un tal doctor Julian Thompson anoche? -Enarcó las cejas-. Gracias.
Dejó caer el teléfono en el bolsillo y miró a Reed a los ojos por primera vez desde que habían salido del Centro de la Esperanza.
– Visitó a Manny Rodríguez -explicó Mia-. Firmó en el libro de visitas ayer, cinco minutos antes de dejar un mensaje en mi buzón de voz.
– ¿Puedes rastrear el otro número? -preguntó Reed.
– Estoy convencida de que se trata de un móvil desechable -dijo Mia.
Michaels la miró después de haber asegurado la cabeza de Thompson.
– Puede llamar a ese número.
Mia le sonrió.
– Podría, pero entonces él sabría que hemos encontrado a Thompson. No estoy segura de querer mostrar las cartas aún, pero gracias -dijo dándole al joven unas palmaditas en el hombro-. Y, bueno, Michaels. Ese chiste sobre el cinturón de seguridad… Ha sido muy divertido, muy al estilo delincuente juvenil y un modo de romper la tensión. -Soltó una risita cansada-. Me gustaría que se me hubiera ocurrido a mí.
El rostro de Michaels estaba lleno de empatía.
– Se lo presto cuando quiera, detective.
Jueves, 30 de noviembre, 11:45 horas
Solliday aparcó su todoterreno.
– Si yo hubiera hecho un chiste estilo «delincuente juvenil», tú no me habrías vuelto a dirigir la palabra en la vida.
Mia lo miró con las cejas fruncidas. Reed le había roto el hilo de razonamientos.
– ¿Qué?
– Mia, llevas dos horas haciéndome el vacío. Estoy preparado para humillarme y pedirte perdón de rodillas.
Mia torció el gesto.
– Te he hecho el vacío en el trayecto de ida. En el trayecto de vuelta simplemente estaba pensando, pero un poco de humillación no te vendrá mal.
Reed suspiró.
– Estabas sacando de quicio a Secrest a propósito. No tenías por qué hacerlo.
– Pero me gusta tanto… -respondió Mia con una mueca.
– Tal vez lo necesitemos.
– ¡Muy bien! Pero me sentiría mucho mejor si supiéramos por qué dejó el Departamento de Policía con tanta prisa.
– Yo me sentiría mucho mejor si él te respetase.
Mia se encogió de hombros.
– Eso es lo que me hacía mi padre todo el tiempo. -Bajó del coche antes de que Reed pudiera formularle las preguntas que se moría de ganas de hacerle-. Veamos qué ha estado haciendo Jack.
Secrest los esperaba en la puerta principal.
– Bueno, ¿qué ha pasado?
– Está muerto -dijo Mia-. Degollado. Necesitamos ponernos en contacto con sus parientes más próximos.
Esta vez la alteración de Secrest fue más pronunciada. Abrió la boca para hablar, luego se aclaró la garganta.
– Estaba divorciado -murmuró. Apartó la mirada y su rostro palideció-. Pero conozco a su ex mujer. Les daré su número.
– Tráigalo a la sala donde están tomando las huellas -le dijo Mia intentando ser amable-. Gracias.
El agente Willis estaba tomando las huellas de los dedos regordetes de Atticus Lucas cuando entraron.
– Señor Lucas -dijo Mia-. Gracias por cooperar.
– No tengo nada que ocultar. -Salió con toda tranquilidad y Mia cerró la puerta tras él.
La unidad portátil de huellas dactilares utilizaba un sistema digital sin tinta. Una vez se había escaneado una huella, se podía cotejar con la base de datos. Jack levantó la mirada de la pantalla del portátil.
– Las dos salas están limpias. No hemos de preocuparnos por las escuchas. ¿Qué habéis encontrado?
– A Thompson muerto. Degollado. Visitó a Manny Rodríguez anoche.
Jack parpadeó.
– Interesante.
Solliday acercó una silla y miró la pantalla de Jack.
– ¿Y bien?
– Tengo las huellas de todo el personal, salvo de una persona. Le he pedido a la dragona de recepción que fuera a buscarlo. Se ha limitado a llamarlo por megafonía. Cuando tengamos sus huellas, empezaremos con los alumnos.
Mia hizo una mueca. Marcy la Dragona de Recepción, le gustaba, pero se puso seria, pensando en la montaña de tarjetas con huellas dactilares que los aguardaba.
– ¿Hemos encontrado algunas diferencias claras?
– Lo siento, Mia. Todas las huellas coinciden con las de la base de datos.
– ¿Y las huellas de las tarjetas que Bixby nos dio? -preguntó Solliday.
– Un bonito recuerdo que los de dactiloscopia nos regalaron, en serio. Las huellas oficiales con las que las he cotejado son las del sistema estatal. Y ninguna coincide con la extraña huella que encontramos en el Taller de arte.
– ¿Qué profesor no te ha dado las huellas aún? -preguntó Solliday.
Llamaron a la puerta y Mia le abrió a Marcy, alias la Dragona de Recepción.
– He buscado por todas partes al señor White. No lo he encontrado en todo el edificio.
Secrest asomó por detrás de ella; parecía enfadado.
– Y su coche no está en el aparcamiento.
El cerebro de Mia empezó a bullir.
– Mierda. ¡Ay!, mierda.
– No puede haberse marchado -dijo Jack-. Ha habido una unidad ahí fuera toda la mañana.
– White estaba aquí cuando Marcy ha anunciado que llegabais, Jack -recordó Mia-. Debe de haber oído que nos preparábamos para tomar huellas dactilares. Willis ha llegado con unos minutos de retraso y entonces ha sido cuando las unidades han llegado a la verja principal.
– Thompson -dijo Solliday con los dientes apretados-. El número de móvil. Llamó a White anoche.
Solliday corrió a buscar los expedientes de los profesores que le habían proporcionado en personal y que había dejado en la sala de reuniones. Mia echó a correr y miró por encima del hombro de Reed.
– Por favor, dime que el móvil de White no es 708-555-6756.
– Sí lo es. -El teniente levantó la mirada, con la frustración reflejada en los ojos-. Era White. Se ha ido.
Mia crispó los puños a los costados y dejó caer la barbilla sobre el pecho.
– ¡Mierda, joder, ostras! -Una oleada de cansada desesperación la invadió-. Se nos ha escapado por los pelos.
El rostro de Brooke Adler se formó en su mente, tal como estaba hacía pocas horas, quemada y con un dolor atroz. La mujer se había aferrado a la vida con uñas y dientes lo bastante como para darles información importante. «Cuenta hasta diez. Vete al infierno».
La usarían para encontrar a ese hijo de puta.
– Vamos a buscarlo, antes de que mate a alguien más.
Jueves, 30 de noviembre, 12:30 horas
– Beacon Inn, River Forest. Le habla Kerry. ¿En qué puedo ayudarle?
Se mantenía de espaldas al teléfono público, escrutando la calle y preparado para salir corriendo.
– Hola. ¿Puede ponerme con Joseph Dougherty, por favor?
– Lo siento, señor, pero los Dougherty se marcharon ayer.
«Eso ya podría haberlo imaginado yo solo».
– ¡Vaya por Dios! Llamo de Coches de Ocasión Mike Drummond. Nos enteramos de que habían perdido su casa y queríamos ofrecerle uno de nuestros coches de segunda mano hasta que el seguro les proporcione otro. ¿Podría usted darme una dirección o un número de teléfono para ponerme en contacto con ellos?
– Vamos a ver… -Oyó el ruido de un teclado-. Mire. El señor Dougherty pidió que le enviaran unos paquetes al 993 de Harmony Avenue.
– Gracias.
Colgó muy satisfecho. Iría a aquella dirección en aquel mismo instante para asegurarse de que estaban allí. No dejaría que se le escurrieran entre los dedos por tercera vez.
Volvió a meterse en el coche robado. Por dentro estaba loco de ira, pero exteriormente mantenía la calma. Había tenido que salir del Centro de la Esperanza solo con la ropa que llevaba en la mochila y el libro en el que había metido todos sus artículos. Y había escapado por los pelos. Había recorrido media manzana, cuando un coche patrulla se había apostado ante la verja principal. Un minuto más y lo habrían atrapado. Había abandonado rápidamente ese coche y había robado otro por si detectaban su ausencia de inmediato.
Maldita puta poli. Había llegado a la discrepancia de huellas antes de lo que esperaba. Pensaba que como mínimo tendría un día más de tiempo. «Mierda». Por el momento había tenido que viajar ligero de equipaje. Había vuelto corriendo a su casa y le había dado tiempo solo para dejar una sorpresa para la señora de la casa y coger los siete huevos que le quedaban. Se había tenido que asegurar de que la mujer que le había cocinado y le había limpiado todos aquellos meses no lo entregaba a la poli, porque tenía grandes planes para sus pequeñas bombas. Y cuando todo se asentase, volvería a la casa a buscar el resto de sus cosas. Sus recuerdos de la vida que estaba dejando atrás. Cuando emprendiese su nueva vida, todas las fuentes de ira habrían sido eliminadas de su existencia. Por fin sería libre.
Jueves, 30 de noviembre, 14:45 horas
– ¿Vas a comerte esas patatas? -preguntó Murphy y Mia le dio la caja de corcho blanco.
Alrededor de la mesa de Spinnelli se sentaban Reed, Mia, Jack, Westphalen, Murphy y Aidan. Spinnelli paseaba con el bigote fruncido.
– ¿Así que no tenemos ni idea de dónde está? -dijo Spinnelli por tercera vez.
– No, Marc -respondió Mia, irritada-. La dirección de su expediente profesional era falsa. Nos contó que tenía una novia, pero nadie en el centro sabe su nombre. No tiene tarjetas de crédito. Ha limpiado su cuenta bancaria, y la dirección que figura en ella es un apartado postal de la oficina de correos principal igual que la de un millón de personas más que no desean ser encontradas. Hemos emitido un aviso a todas las patrullas sobre su coche, pero hasta el momento no ha aparecido. Así que no, no sabemos dónde está.
Spinnelli le lanzó una mirada fulminante.
– No te pongas sarcástica conmigo, Mia.
Mia se puso a la defensiva.
– No lo haría ni en sueños, Marc.
– ¿Qué sabemos sobre Devin White? -intervino Westphalen de un modo que a Reed le hizo pensar que no era la primera vez que el hombre mayor había apaciguado a aquellos dos.
– Que tiene veintitrés años -dijo Reed-. Que enseñaba mates en el Centro de la Esperanza desde el pasado junio. Antes de eso era estudiante de la Universidad Drake de Delaware. Según el currículum de su expediente profesional, tiene una licenciatura en educación de las matemáticas y jugaba al golf en el equipo de la universidad. La secretaría de la universidad confirma que estudió allí.
– Tenía que vivir en alguna parte -observó Spinnelli-. ¿Adónde le enviaban los cheques?
– Le ingresaban la nómina en la cuenta -informó Reed.
– Nos dejó huellas en la taza de café de su aula -dijo Jack-. Coinciden con las que hemos estado buscando, así que yo no me molestaría en volver a tomar las huellas de los alumnos.
– ¿Cómo consiguió superar la comprobación de antecedentes penales? -preguntó Aidan.
Jack se encogió de hombros.
– He hablado con la compañía que registra las huellas dactilares para el Centro de la Esperanza. Juran que le tomaron las huellas y que las cargaron en el sistema.
– Yo solía trabajar con ex convictos en un programa de rehabilitación -dijo Westphalen-. Los días que había análisis de drogas, pagaban a la gente para que les dieran su orina. Tuvimos que cambiar el sistema. Uno de nosotros tenía que ir al lavabo con esos tipos y comprobar que efectivamente la muestra fuera suya.
Todos hicieron una mueca.
– Gracias por tan gráfica explicación, Miles -dijo Spinnelli, tajante.
Westphalen sonrió.
– Lo que quiero decir es que si White no quería estar en el sistema, hay modos de evitarlo, si la seguridad de la empresa que tomó las huellas era lo bastante laxa.
Spinnelli se sentó.
– ¿Es una compañía seria?
Jack volvió a encogerse de hombros.
– Es una empresa privada. Hace el registro de huellas dactilares de un montón de empresas de la zona. Supongo que es posible que White consiguiera que alguien ocupase su lugar, pero ¿por qué habría de hacerlo? Sus huellas no están en el Sistema Automático de Identificación Dactilar.
Murphy torció la boca mientras hacía conjeturas.
– Tal vez le preocupaba que sí estuvieran.
– Puede que lo detuvieran por algún delito menor -reflexionó Mia-, pero aun así habría aparecido en la comprobación de antecedentes. A menos que… este tipo no tiene tarjetas de crédito y todas las direcciones que ha dado son falsas. Está volando muy bajo para que no lo detecten los radares. ¿Y si Devin White es un impostor?
– La universidad confirmó que había ido allí -dijo Reed. Exhausto, se pasó las manos por la cara-. Graduado con honores.
– Sí, confirmaron que Devin White había ido allí. -Mia ladeó la cabeza-. ¿Podemos conseguir una foto de la universidad? ¿Una foto del anuario o algo?
Aidan se puso en pie.
– Lo comprobaré. Murphy, tú cuéntales lo que hemos averiguado.
– Hemos encontrado a un vecino que recuerda haber visto a un tipo, que concuerda con la descripción de White, con Adler anoche -informó Murphy-. La estaba ayudando a subir la escalera hasta su apartamento.
– Eso concuerda con la historia de White. El camarero dice que ella se bebió tres cervezas. Su coche aún está en el bar. Eso ya lo sabíamos. ¿Qué más? -dijo Mia con impaciencia.
Murphy sacudió la cabeza.
– Tienes el día cascarrabias. Mientras íbamos puerta por puerta, llegó una mujer gritándonos y diciendo que alguien le había robado el coche. Era un Honda de hace diez años.
– El coche de la huida -apostilló Reed.
– Pero esto mejora. -Murphy enarcó las cejas-. Tiene GPS; se lo instaló después de comprarlo.
Mia se sentó.
– ¡No puedo creerlo! Probablemente cogió un coche viejo pensando que no tendría GPS. Así que, ¿dónde lo habéis encontrado? -quiso saber.
– En el aparcamiento de un 7-Eleven, cerca de Chicago con Wessex.
Reed frunció el ceño.
– Esperad. -Sacó la lista de las transacciones bancarias de White de la montaña de papeles que tenía delante-. Eso está a una manzana del lugar donde rellenó algunos de sus cheques para cobrar en metálico.
La sonrisa de Mia era lenta como la del gato de Cheshire.
– Ahí es donde vive. El bastardo asesinó a dos mujeres, luego se fue a su barrio; lo más probable es que se marchara caminando y se fuera a dormir.
Spinnelli se levantó.
– Voy a enviar a policías de uniforme para que recaben información en la zona con fotos de White.
– Podemos acudir a la prensa -dijo Westphalen, y Mia le hizo un exagerado gesto de dolor.
– ¿Es necesario? -gimió Mia.
Spinnelli le dirigió una mirada comprensiva.
– Es el modo más directo.
– Pero ni a Wheaton ni a Carmichael, ¿vale? ¿Qué tal Lynn Pope? Ella nos gusta.
– Lo siento, Mia. Esto tengo que dárselo a todas las cadenas, pero intentaré evitar a la señorita Wheaton. -Y tras decir aquello se fue para organizar la investigación.
– ¡Maldita sea! -Mia se volvió hacia Westphalen-. ¿Has hablado hoy con Manny?
– Sí.
– Thompson fue a ver a Manny anoche. Justo antes de que me llamara. Pocas horas antes de morir.
Westphalen se quitó las gafas y las limpió.
– Eso tiene sentido. Dijo que su médico le había dicho que no hablase con nadie. No con «polis, abogados o loqueros».
– ¿Así que no ha hablado con usted? -preguntó Reed.
– No demasiado, no. Estaba verdaderamente aterrorizado, pero no de Thompson. Me ha contado que recortar los artículos no fue idea suya. Que a él se los dieron, pero no sabría decir cómo ni quién. Le he preguntado de dónde había sacado las cerillas y ha declarado que él no las había cogido, que estaban allí. Cuando le he preguntado por qué alguien le haría una cosa así, se ha quedado mudo. No ha dicho ni media palabra más, por mucho que le he estado rogando.
Mia frunció el entrecejo.
– ¿Es un paranoico?
– Es difícil decirlo sin observarlo más. Yo diría que está tan fascinado con el fuego como usted indicó, teniente. Aunque no haya hablado, se le han puesto los ojos vidriosos cuando le he enseñado el vídeo de una casa en llamas. Era como si no pudiera controlarse. Creo que de haber sabido que las cerillas estaban en su habitación no habría podido resistirse a usarlas. ¿Sabe exactamente dónde las encontraron?
Reed estaba preocupado. Al igual que Manny, no podía controlarse. Al chico le gustaba el fuego. El chico había elegido mal. El loquero estaba revelando lo que pensaba en realidad. Y como estaba tan preocupado, se mordió la lengua y no dijo nada.
– Secrest dijo que las encontraron en la puntera de sus zapatillas deportivas -respondió Mia.
Westphalen añadió:
– No es precisamente el lugar más discreto para esconder algo.
Mia parecía perpleja.
– ¿Estás diciendo que crees que en realidad alguien puso las cerillas en sus zapatillas? ¿Por qué iba a hacer alguien tal cosa?
– No lo sé. Tú eres la detective. Tu teniente está muy molesto conmigo, Mia.
Reed mantuvo la voz tranquila.
– Sí, lo estoy.
– ¿Por qué? -preguntó Westphalen.
Reed soltó el aire de manera controlada para que no fuera un soplido de frustración.
– Manny Rodríguez no es un hipnozombie radiocontrolado -respondió-. Es un muchacho que ha tomado algunas decisiones equivocadas. Cada vez que encendía una cerilla sabía que estaba mal y sin embargo elegía hacerlo a pesar de todo. Tal vez no robase esas cerillas. No lo sé, pero sugerir que no podría controlarse para no usarlas no solo es ridículo sino peligroso.
A Westphalen se le acabó el humor.
– Estoy de acuerdo.
Reed entornó los ojos desconfiando de la súbita capitulación.
– Me está siguiendo la corriente.
Westphalen hizo una mueca.
– No, no le estoy siguiendo la corriente, de veras, Reed. No creo que la decisión de alguien de quebrantar la ley le haga menos responsable. Debe ser castigado, pero su capacidad para controlar sus impulsos está dañada.
– Por la educación que haya recibido -dijo Reed de manera rotunda.
– Entre otras cosas. -Westphalen lo estudió-. Eso tampoco se lo traga.
– No, no me lo trago.
– Y no me va a decir por qué.
Reed relajó el rostro y esbozó una sonrisa de dentífrico.
– En realidad no importa, ¿no?
– Creo que importa mucho -murmuró Westphalen-. Lo que he estado buscando por ahora es el detonante de Devin White. ¿Qué le hizo empezar ahora? ¿Por qué? Podemos suponer que lo de Brooke fue una venganza, pero ¿qué cometido ejercían las demás víctimas en su vida como para odiarlas tanto?
Mia suspiró.
– De modo que volvemos a los archivos.
Westphalen le dirigió una mirada paternal.
– Eso diría yo. Llámame si me necesitas.
Mia observó cómo se marchaba y luego se dirigió a Reed con los ojos llenos de interrogantes, pero no los formuló.
– Vayamos a hablar con Manny; ya volveremos a los archivos.
Jueves, 30 de noviembre, 15:45 horas
Reed esperó hasta que el chico estuvo sentado frente a él. Mia, de pie, miraba desde detrás del cristal.
– Hola, Manny.
El chico no dijo nada.
– Hoy habría venido antes a verte, pero hemos estado muy ocupados.
Nada.
– Ha empezado esta mañana cuando a la detective Mitchell y a mí nos han llamado al escenario de ese formidable incendio del apartamento. -La barbilla de Manny permaneció con una rigidez estoica, pero parpadeó-. Unas llamaradas enormes, Manny. Iluminaban todo el cielo.
Se detuvo, dejó que el chico empezara a salivar sin control.
– La señorita Adler está muerta.
Manny se quedó boquiabierto.
– ¿Qué?
– Tu profesora de literatura inglesa está muerta. La señorita Adler vivía en el apartamento que se ha incendiado.
Manny bajó los ojos hacia la mesa.
– Yo no lo hice.
– Lo sé.
Manny levantó la mirada.
– Yo no quería que ella muriese.
– Lo sé.
Se quedó allí sentado un momento, simplemente respirando.
– No voy a hablar con usted.
– Manny. -Esperó hasta que el chico le prestó atención-. El doctor Thompson está muerto.
Manny palideció; la conmoción hizo presa en sus rasgos.
– No. Está mintiendo.
– No miento. Yo mismo he visto el cadáver. Le habían cortado el cuello.
Manny se estremeció.
– No.
Reed le acercó a Manny la foto de Thompson en el depósito de cadáveres, por encima de la mesa.
– Compruébalo tú mismo.
Manny no la miró.
– Llévesela. ¡Que le jodan, llévesela! -La última palabra fue un sollozo.
Reed se la acercó y la colocó boca abajo.
– Sabemos quién lo hizo.
Un destello de duda apareció en su mirada.
– No voy a hablar con usted. Acabaría como Thompson.
– Sabemos que fue el señor White.
Manny lo miró a los ojos.
– Entonces, ¿para qué necesita hablar conmigo?
– El doctor Thompson llamó a la detective Mitchell justo después de salir de aquí anoche. Dijo que era urgente. Luego llamó al señor White. Pocas horas más tarde estaba muerto. Queremos saber qué fue lo que le dijiste que necesitaba contárnoslo.
– No tienen a White.
– No -dijo Reed-. Y no lo tendremos a menos de que seas sincero con nosotros.
Manny sacudió la cabeza.
– Olvídelo -fue la respuesta de Manny.
– Vale. Entonces, con respecto a las cerillas, ¿cómo crees que acabaron en tu zapatilla?
La expresión de Manny se agrió.
– Da lo mismo, igualmente no me creería.
– ¿Cómo podría creerte? No me has contado nada. ¿Tuviste las zapatillas en la habitación todo el tiempo?
El chico reflexionó sobre la pregunta.
– No -dijo por fin-. Las llevé puestas todo el día. Era el día que a mi grupo le tocaba usar el gimnasio.
– ¿Cuándo usaste el gimnasio?
– Después de comer. -El chico se recostó en el asiento-. Eso es todo lo que voy a decirle. Déjeme volver a mi celda.
– Manny, White no puede hacerte daño aquí.
Manny curvó los labios.
– Claro que puede.
Jueves, 30 de noviembre, 16:45 horas
– ¿Has llamado? -preguntó Mia mientras ella y Solliday se paraban ante la mesa de Aidan.
Aidan levantó la mirada.
– Sí. He llamado a la secretaría de la universidad de White en Delaware, pero ya se habían ido, van una hora adelantados con respecto a nosotros. Pero me he puesto en contacto con la secretaria del departamento de educación. Es una señora muy amable.
Mia se sentó en una esquina de la mesa.
– ¿Qué ha dicho esa dama tan encantadora?
Aidan le tendió la foto en blanco y negro sobre un papel normal.
– Me la ha enviado por fax hace veinte minutos. Es una foto de un boletín del departamento que fue tomada en la función benéfica para el golf universitario celebrada el año pasado. Ha hecho un círculo sobre Devin White. La foto tiene mucho grano, pero se le puede ver la cara.
Solliday miró por encima del hombro de Mia, se acercó tanto que si ella hubiera girado la cabeza habría podido besarlo. Cuanto más largo se hacía el día, más ganas tenía Mia de que llegara la noche, pero habían hecho un trato y Aidan la miraba atentamente.
– Se le parece, ¿verdad? -susurró Solliday-. La misma estatura, el mismo color de pelo. -Reed se irguió y ella por fin soltó un respiro.
– Pero no es el hombre con el que hemos hablado esta mañana -dijo Mia-. Su cara no es la misma, pero la mayoría de la gente solo nota la estatura y el color de pelo, a menos que se fijen bien. Eligió robar un buen carnet de identidad. Apuesto lo que quieras a que el auténtico Devin White está muerto. ¿Tiene la secretaria números de teléfono de su familia, contactos o lo que sea?
– Dice que dejó el apartado sobre la familia en blanco. Ella cree que no tenía ningún pariente vivo. Su madre murió y nunca conoció a su padre.
– Bueno, ¿esa dama tan amable ha dado alguna otra información útil?
– Ha dicho que Devin era uno de sus preferidos -explicó Aidan-. Que le prometió llamarla cuando se estableciera, pero nunca lo hizo y supuso que estaba muy atareado en su nueva vida. Había ido desde Delaware a Chicago para una entrevista de trabajo, pero planeaba quedarse en Atlantic City unos pocos días. Eso habría sido a principios de junio pasado.
La energía empezó a propagarse por sus venas.
– Podemos comprobar los hoteles, ver si White se quedó en alguno de ellos.
– Ya he empezado a comprobarlo -dijo Aidan y le tendió una hoja de papel a cada uno de ellos-. Estos son los principales hoteles de Atlantic City. Si los dividimos, podremos acabar antes.
Mia se llevó el papel a su mesa, luego se detuvo frunciendo el entrecejo. Sobre la montaña de expedientes de Burnette había un sobre marrón acolchado del tamaño de un vídeo. Estaba dirigido a ella en letras mayúsculas. No había dirección del remitente.
– ¿Qué es esto?
Aidan le echó una mirada y se puso en pie despacio.
– No lo sé. Yo no estaba aquí, he ido al fax antes. Podemos preguntárselo a Stacy.
Mia se puso unos guantes.
– La hemos visto salir cuando nosotros entrábamos. -Sacudió el vídeo en el sobre. Solliday aún tenía el televisor y el reproductor de vídeo en su escritorio, así que allí lo insertó.
Apareció la cara de Holly Wheaton, triste y grave.
«A la luz del reciente y trágico asesinato de la hija de un oficial de policía local, queremos repasar el cargo que el trabajo de policía cobra a sus familias. A menudo los familiares pagan un alto precio por el servicio público que prestan los policías. Algunos, como Caitlin Burnette, son víctimas de la venganza por la actitud de sus padres contra el crimen».
– ¡Zorra! -murmuró Mia-. Está utilizando el sufrimiento de Roger Burnette para subir su puto índice de audiencia.
«La mayoría -prosiguió Wheaton muy seria- encuentra que satisfacer las expectativas de ser la hija o el hijo de un policía es demasiado como para soportarlo, y toman la dirección contraria».
La cámara fundió a negro y Mia notó que se le caía el alma a los pies. Abrió la boca, pero no le salió ninguna palabra. Solliday la cogió del brazo y la empujó hasta sentarla en una silla.
Le cubrió los hombros con las manos y la sacudió con cuidado.
– Respira, Mia.
Mia se tapó la boca con mano temblorosa.
– ¡Oh, Dios mío!
Wheaton hizo un gesto para señalar el edificio de ladrillos que aparecía detrás de ella.
«Este es el Centro Penitenciario de Mujeres de Hart. Las internas aquí convictas son mujeres que han cometido delitos que van desde la tenencia de drogas al asesinato. Las internas aquí convictas son mujeres de todos los extractos sociales, de todas las tipologías de familias. -La cámara hizo un zoom a la expresión de dolor de Wheaton-. Incluso familias de policías. Una de las mujeres que cumplen su pena aquí es Kelsey Mitchell.
– ¿Qué es? -quiso saber Spinnelli desde detrás de ellos-. ¡Oh, Dios, Mia!
Ella le hizo gestos para que se callara mientras la foto de la detención de Kelsey llenaba la pantalla. Kelsey parecía demacrada, vieja, hecha polvo por las drogas.
– Solo tenía diecinueve años -suspiró Mia.
«Kelsey Mitchell está cumpliendo una condena de veinticinco años por robo a mano armada. Es hija y hermana de policías. Su padre murió recientemente, pero su hermana, la detective Mia Mitchell, es una detective de Homicidios condecorada e, irónicamente, es responsable de la detención de muchas de las mujeres que se encuentran recluidas en el mismo bloque penitenciario que su hermana».
– La van a matar. -Mia apenas podía oír su propia voz-. Van a matar a Kelsey. -Se levantó de repente, con el corazón absolutamente disparado-. No puede emitir esta cinta. Esto es una maldita amenaza. Quiere su maldita historia y no le importa el daño que pueda hacer.
– Lo sé. -Spinnelli extrajo el vídeo-. Voy a llamar a la productora de Wheaton ahora mismo. Intenta calmarte, Mia.
Spinnelli volvió a su despacho con expresión sombría.
Mia cogió el teléfono de Solliday.
– Voy a llamar a esa jodida zorra yo misma.
Solliday la sujetó por los hombros, y le dio la vuelta hasta que la tuvo de frente.
– Mia. Deja que Spinnelli se ocupe de esto.
Mia intentó zafarse, pero Solliday la sujetaba con fuerza.
Sintió dolor en el hombro y dio un respingo.
– Me estás haciendo daño.
Reed aflojó al instante, pero no la soltó.
– Prométeme que no llamarás a Wheaton, que no la amenazarás, que dejarás que Spinnelli se ocupe de esto. Prométemelo, Mia.
Mia asintió. Reed tenía razón. De repente estaba demasiado cansada para luchar; bajó la frente hasta el pecho de Solliday y se recostó en su hombro. Él tensó las manos y luego las abrió, dudando entre apartarla o acercarla.
– De alguna manera todo saldrá bien -murmuró contra su cabello.
Mia asintió, combatiendo contra las lágrimas que afluían a su garganta. Los polis no lloran. Bobby le había dicho eso muchas veces.
– La matarán, Reed. -Solliday no dijo nada, solo la abrazó hasta que ella notó que recuperaba el control de sus emociones; entonces se apartó, calmada-. Estoy bien.
– No, no estás bien -dijo él con tranquilidad-. Las tres últimas semanas han sido un infierno. Has aguantado mejor de lo que nadie habría esperado. -Le levantó la cara-. Ni siquiera tú.
Los ojos de Reed rebosaban compasión y respeto y las dos cosas consolaron a Mia. Luego retrocedió un paso hasta que vio a Aidan observándola y notó que se le sonrojaban las mejillas.
Con la intención de desviar la atención de lo que había sido obviamente un abrazo público, entornó los ojos hacia Aidan.
– Ya sabes, creo que Jacob Conti tenía razón después de todo.
Durante un segundo, Aidan abrió mucho los ojos, luego sonrió antes de poder controlarse. Luego se puso serio, dirigiéndole una mirada recatada.
– Mia Mitchell. Debería darte vergüenza.
Solliday parecía confuso.
– ¿Quién es Jacob Conti?
Mia se sentó en su silla con la lista de hoteles de Atlantic City.
– Un hombre malo, muy malo.
Conti era un hombre muy malo que se había tomado la justicia por su mano con un reportero de televisión que, enmarañando las cosas con la finalidad de crear una noticia, había puesto al hijo de Conti en el punto de mira de un asesino. La venganza de Conti por la muerte de su hijo había sido efectiva y definitiva. Por desgracia para él, también había sido ilegal. Mia tendría que tomar unas vías más convencionales para vengarse.
– Un viejo caso -dijo Aidan-. De cuando acosaban sexualmente a mi cuñada Kristen.
Solliday se sentó a su escritorio y tecleó en el ordenador con su ritmo metódico. Luego levantó la mirada con los ojos muy abiertos.
– Era un hombre malo.
Había repasado el viejo caso.
– Ya te lo hemos dicho.
– Y Reagan tiene razón. Deberías avergonzarte. -Pero había una chispa súbita en sus ojos-. Eres una chica muy mala, Mia.
Mia se rio en voz baja, recordando la última vez que él le había dicho aquellas mismas palabras. Pero el alivio pasó y el terror regresó vengativo, mientras miraba la puerta de Spinnelli. Si la cinta de Wheaton se emitía, la vida de Kelsey correría serio peligro, pero dejaría que Spinnelli se ocupara de eso, al menos por ahora.
– Llamemos a esos hoteles, luego nos vamos a casa.
Jueves, 30 de noviembre, 17:30 horas
La gran caravana de los Dougherty entró por fin en el camino de entrada del 993 de Harmony Avenue. Por un momento pensó que la chica del hotel le había mentido. Aquello habría sido un desastre.
Había estado escuchando la radio. Nadie había informado de la desaparición de Tania. Y nadie había mencionado a Niki Markov, la mujer que debería haber estado en su casa con sus dos hijos, en lugar de tener la mala fortuna de dormir en la habitación de hotel de los Dougherty. Si las mujeres se quedaran donde se suponía que debían estar, no tendrían tantos problemas. Ahora Niki Markov estaba muerta y enterrada, sus propias maletas le servían de última morada. Sonrió para sí. «Moradas», mejor dicho, en plural. Los policías nunca la encontrarían.
Los Dougherty salieron de la furgoneta y se dirigieron directamente hacia la parte trasera rodeando la casa, con bolsas de JCPenney en las manos. Lo más probable era que hubieran ido de compras para reponer la ropa, dado que toda la suya había desaparecido. Lástima que no las fueran a necesitar.
Cuando hubiera terminado allí aquella noche, habría acabado su tarea en Chicago. Conduciría hacia el sur, de camino hacia los últimos y escasos nombres que quedaban en su lista. Le rugían las tripas y le recordaban que no había tomado nada desde el desayuno. Apartó el coche de la acera sabiendo que cuando regresara sería el momento de actuar. Y el momento de que la vieja señora Dougherty muriera por fin.
Jueves, 30 de noviembre, 17:55 horas
– Mia, ¿puedes venir un instante? -Spinnelli estaba de pie en el umbral de la puerta de su despacho.
Dirigiendo una mirada de preocupación a Solliday y a Aidan, Mia se acercó.
– ¿Qué?
– Entra y cierra la puerta. Los periodistas son la forma de vida más rastrera del planeta.
Se le encogió el corazón.
– Van a emitir la cinta. -Le tocó el turno al estómago-. ¡Oh, Marc!
– Relájate. Hablaré con Wheaton. Insiste en que el vídeo que has recibido ha sido un error. Ella pretendía enviarte una copia de la conferencia de prensa, ya que habías estado buscando a alguien entre los asistentes. -Se mostró disgustado-. Ella solo quería ayudar.
– Marc -dijo Mia con los dientes apretados-. ¿Qué pasa con Kelsey?
– Te he dicho que te relajaras. Wheaton ha dado a entender que quería una exclusiva sobre este caso. Lo he rechazado de plano y he insinuado que amenazar a un oficial de policía era un delito grave. Se ha puesto de mala leche y ha dicho que no era una amenaza intencionada. Esa cinta sobre tu hermana está programada para emitirse el domingo por la noche con alguna declaración por nuestra parte o sin ella. Era un ultimátum con un plazo.
El corazón le martilleaba en el pecho, pero su confianza en Spinnelli le mantenía los pies pegados al suelo.
– ¿Y?
– No puedo evitar que Wheaton emita esa cinta, Mia, pero que me cuelguen si esa… -Tomó aliento, corrigiéndose a sí mismo-. He llamado a Patrick. Está tocando algunas teclas para que trasladen a Kelsey a otra prisión mañana por la mañana. Entrará con otro nombre. Se hará con mucha discreción. -Spinnelli levantó un hombro-. Es todo lo que puedo hacer.
Mia tragó saliva con dificultad; le invadió una sensación de alivio y gratitud.
– Mucha gente no habría hecho tanto.
– Te has sacrificado por este departamento, por esta ciudad, en muchas ocasiones. Que me cuelguen si permito que Wheaton o cualquier otro utilice este departamento para amenazarte a ti o a tu familia.
Mia cerró los ojos, conmovida.
– Gracias -susurró.
– De nada -dijo Spinnelli en voz baja.
Su voz recuperó el dinamismo habitual.
– Murphy aún está barriendo la zona donde encontramos el coche que White usó para alejarse del apartamento de Brooke Adler, pero todavía no ha encontrado nada. Seguirán peinando la zona durante una hora más, luego continuarán por la mañana. He enviado por fax la foto del profesor de mates White a los equipos de noticias locales y a los periódicos. Es el mejor modo de encontrarlo.
– Lo sé.
– ¿Y vosotros habéis encontrado al auténtico White en alguno de esos hoteles de Atlantic City?
– Aún no. Seguiremos hasta que lo encontremos.
Spinnelli ladeó la cabeza y la estudió.
– ¿Dónde vas a quedarte esta noche?
Mia entornó los ojos.
– ¿Qué?
No era posible que supiera lo de ella y Solliday. Tenía las palabras «solo ha sido un abrazo de apoyo» en la punta de la lengua.
– Tu dirección estaba en el periódico, Mia. Busca otro lugar donde vivir. Es una orden.
– No puedes decirme dónde tengo que vivir. Que yo sepa, soy policía. Puedo cuidar de mí misma.
– Que yo sepa, eres policía y yo soy tu jefe. Busca otro sitio, Mia. No quiero tener que preocuparme por ti toda la noche. -Cuando ella hizo una mueca de obstinación, Spinnelli explotó-. Maldita sea, Mia. Durante días me he sentado junto al lecho de Abe preguntándome dónde cojones estabas. Pensé que podía perder a dos de mis mejores hombres. No me hagas volver a pasar por eso otra vez.
Mia bajó la mirada sintiéndose de repente muy pequeña.
– Bueno, si te pones así…
Spinnelli suspiró.
– Será solo por poco tiempo. Howard y Books están a punto de cazar a Getts. Han cerrado todas las ratoneras por las que puede haberse escabullido.
– Él ya sabía mi dirección.
– Cierto, pero ahora cualquier aspirante a cabrón también la sabe. Tú te preocupas por Kelsey que está dentro, pero hay muchos más tipos fuera a quienes les encantaría ponerte la mano encima.
– Yo tengo un arma. Kelsey no.
– Y las dos tenéis que dormir en algún momento.
Mia se pasó la lengua por los dientes.
– No quiero admitir que tienes razón, pero -se apresuró a decirlo antes de que Spinnelli pudiera intervenir- ¿a quién quieres que ponga en peligro? ¿A Dana? Tiene hijos. ¿A Abe? Tiene a Kristen y al bebé.
La puerta de Spinnelli se abrió y Solliday llenó el hueco de la puerta.
– Puede quedarse en mi casa.
La boca de Mia se abrió de par en par.
– ¿Qué?
Spinnelli se limitó a parpadear.
– ¿Qué?
Solliday encogió los anchos hombros.
– Es lo más sensato. Tengo una casa pareada, mi hermana ha alquilado el otro lado. Además Lauren pasa más tiempo en mi lado, ocupándose de mi hija, que en su propia casa. La detective Mitchell puede quedarse en el otro lado y tener una casa para ella.
Mia recuperó la voz.
– Has estado espiándome otra vez.
Reed se encogió de hombros.
– Estaba esperando para hablar con Spinnelli. No es culpa mía si tengo buen oído.
Ella lo fulminó con la mirada.
– No voy a quedarme en tu casa.
– En mi casa no. -Esbozó una sonrisa inocente-. En la de Lauren. Entra en razón, Mia. Y podremos seguir con los casos de Burnette y Hill después de cenar. Eso aceleraría las cosas.
«Sí, seguro», pensó ella. La idea de que eso aceleraría las cosas volvió a sonrojarle las mejillas. Y Solliday se quedó allí plantado, sonriendo como un jodido niño del coro.
Pero si Spinnelli tenía alguna sospecha sobre los motivos ocultos de Solliday, no dio ninguna muestra de ello.
– Es lo más conveniente, Mia. Y tú nunca tienes tiempo de estudiar esos expedientes durante el día.
Mia resopló.
– Quiero que conste formalmente mi oposición a ese estúpido plan.
Spinnelli asintió.
– Tomo nota formalmente. Pero hazlo.
– ¿Y la hija de Solliday? También la estaré poniendo en peligro. Me seguirán.
– Mia, déjalo ya, ¿vale? -Spinnelli la empujó con cuidado fuera de la puerta-. Acaba las llamadas a los hoteles y luego haz una pausa para cenar. Después de comer algo, podrás volver con los expedientes.
– ¡Qué amable eres!
Spinnelli frunció el bigote y sus ojos se oscurecieron, un claro signo de que se le estaba agotando la paciencia.
– Tenemos que encontrar una conexión entre White, Burnette y Hill o no tendremos más que pruebas circunstanciales. No podemos situarlo en ninguno de los tres escenarios, y tenemos que hacerlo, a menos que encontremos un móvil de peso. Encuéntralo. Deja de preocuparte por tu apartamento y concéntrate en lo que importa. Encuentra a White antes de que vuelva a matar.
Mia sabía cuándo estaba vencida.
– De acuerdo. Tú asegúrate de que trasladan a Kelsey.
– Tienes mi palabra.
– Perfecto. Entonces me quedaré en la parte de la casa de Lauren.
El pecho de Spinnelli se movió en un pequeño suspiro de alivio.
– Gracias. Y gracias a ti también, Reed -dijo Spinnelli-. Te agradezco que le hayas ofrecido la casa.
Mia miró a Solliday con la mandíbula ladeada.
– Sí. Muchas gracias, Solliday.
Algo centelleó en los ojos oscuros de Solliday y ella supo que él sabía que estaba cabreada.
– De nada -le dijo a Spinnelli. Luego murmuró entre dientes-: Creo.
Jueves, 30 de noviembre, 18:15 horas
Casi había terminado de cenar cuando la cara de la pantalla del televisor amenazó con echarlo todo a rodar. Era su cara. Los ojos se le quedaron paralizados de horror ante la pantalla. Sabía que lo estaban buscando. Pero nunca habría creído que pondrían su rostro en televisión.
Mientras luchaba por recuperarse de la impresión, se le empezaron a caldear los ánimos. ¡Esa puta! Aquello era obra de esa Mitchell. Ahora no podría moverse por la ciudad sin que la gente supiera quién era. Hoy era Chicago. Mañana, ¿la CNN? Lo reconocerían a donde quiera que fuese, desde una punta a otra del puto país.
Tenía que salir de aquel restaurante. Ya. Con una naturalidad que nacía solo de un autocontrol superior, se levantó, arrojó el contenido de su bandeja a la basura, salió por la puerta del restaurante y entró en el coche.
Ella tenía que desaparecer. Se dio unos golpecitos en el bolsillo donde aún llevaba la preciosa arma de Caitlin. Mitchell tenía que desaparecer. Si ella desaparecía, la atención se centraría en el pistolero que ya había intentado matarla una vez. Melvin Getts se llamaba. Sería la cara de Getts la que aparecería en las noticias.
Un asesino de policías triunfaba sobre un pirómano cualquier maldito día de la semana.