Miércoles, 29 de noviembre, 10:45 horas
Todas las miradas recayeron en ella cuando entró en la sala de reuniones. Spinnelli, Jack, Miles y Solliday la observaron. Mia se sentó junto a Jack y notó un nudo en la boca del estómago.
– ¿Se presentó la mujer del vídeo que pasaron en las noticias? -preguntó Spinnelli sin más preámbulos.
Solliday carraspeó.
– No. Mia vio a una mujer y creyó reconocerla, pero no era la del vídeo. Anoche conseguimos la cinta de un aficionado, en la que esperamos encontrar alguna pista.
Solliday le cubrió las espaldas. Mia se mordió el carrillo. Pese a lo mucho que se había enfadado, Reed la protegía. Se comportaba como un compañero… y ella no hacía lo mismo.
Spinnelli la presionó.
– Tuvo que ser alguien conocido porque desapareciste muy rápido y sin informar de tus intenciones. -El jefe frunció el ceño-. ¿A quién viste?
Mia hizo frente a la severa mirada de Spinnelli.
– No vi a la mujer del vídeo… señor.
Spinnelli tamborileó los dedos.
– En ese caso, ¿quién es esa mujer?
Mitchell entrecruzó los dedos y los apretó.
– Se trata de un asunto personal.
Spinnelli entornó los ojos.
– Pues acaba de convertirse en una cuestión de dominio público. ¿Quién es esa mujer?
A Mia se le revolvió nuevamente el estómago. «Ahora todos se enterarán».
– No sé su nombre. La vi por primera vez hace tres semanas. Últimamente apareció varias veces y hoy volvió a presentarse.
Spinnelli abrió desmesuradamente los ojos.
– ¿Te ha seguido?
– Sí.
Mia tragó saliva a duras penas y la bilis le quemó la garganta.
– Mia, ¿te dice algo? -preguntó Solliday con gran delicadeza.
– No, nada. Se limita a mirarme y huye sin darme tiempo a averiguar lo que quiere.
– Hoy te saludó -puntualizó Solliday.
La detective evocó mentalmente el discreto saludo y la sonrisa reticente.
– Lo sé.
Miles se reclinó en la silla, aguzó la mirada y afirmó:
– Sabes quién es.
– Sé quién creo que es, pero no tiene nada que ver con el caso.
Spinnelli ladeó la cabeza.
– Te ha seguido y anoche te dispararon.
Mia frunció rápidamente el entrecejo.
– Eso es otra historia. Tiene que ver con Getts.
Spinnelli se inclinó y añadió:
– No lo sabes con certeza. Mia, explícate.
No era una petición.
– Está bien. El día del entierro de mi padre descubrí que había tenido un hijo con… con una mujer que no es mi madre. El niño está enterrado en la parcela contigua a la suya. La mujer que me sigue también estuvo en el entierro. Se parece a mi padre. -Mia levantó la barbilla-. Supongo que es hija suya.
Se produjo un silencio incómodo e interminable. Jack se estiró y le cogió las manos. Mia no se había percatado de lo frías que las tenía hasta que notó el calor del contacto con el especialista.
– Te descoyuntarás -murmuró Jack y aflojó los dedos rígidos de la detective.
Spinnelli carraspeó.
– Me figuro que no sabías nada de esta… de esta hermana.
– No, señor. De todos modos, no es lo más importante. Sigue en pie el hecho de que, por motivos personales, dejé de prestar atención a la vigilancia. Estoy dispuesta a asumir las consecuencias.
Spinnelli la miró atentamente y bufó.
– Todos fuera, salvo Mia. Tú te quedas.
Las patas de las sillas rascaron el suelo cuando Miles, Solliday y Jack se pusieron de pie.
En cuanto la puerta se cerró, Mia entornó los ojos y dijo:
– Marc, acaba de una buena vez.
La detective oyó sus pisadas mientras el jefe caminaba de un extremo a otro de la sala. Se detuvo y dijo:
– Mia, mírame. -La detective se armó de valor y lo miró. Spinnelli estaba al otro lado de la mesa, con los brazos en jarras y los labios apretados, por lo que su bigote sobresalía-. Joder, Mia, ¿por qué no me lo contaste?
– Verás… -Mitchell meneó la cabeza-. No lo sé.
– Abe asegura que aquella noche le dijiste que estabas distraída. Me parece que ahora todo adquiere sentido. -El jefe de Homicidios suspiró-. Sospecho que yo habría actuado de la misma manera.
El corazón de Mia dio un vuelco.
– ¿Cómo, señor?
– Mia, déjate de tonterías, nos conocemos desde hace demasiado tiempo. Si tienes un problema personal lo resuelves en tu tiempo libre, ¿está claro? Dadas las circunstancias, yo también la habría seguido. ¿La consideras peligrosa?
Por primera vez en una hora Mia respiró serenamente.
– Diría que no. Como explicó Solliday, hoy me saludó. Su actitud fue casi… casi respetuosa. Lo único que pensé fue que buscábamos caras sospechosas y ella estaba allí, De todas maneras, apareció por primera vez antes de los incendios provocados.
– Esa mujer te causa pavor.
– Pues sí. Me lleva a preguntarme si hay más como ella.
– Pues no lo averigües en el horario laboral -zanjó Spinnelli, aunque con delicadeza-. Vuelve al trabajo. Quiero saber lo antes posible quién es la mujer del nuevo vídeo. Puedes retirarte.
Mia caminó hasta la puerta y se detuvo con la mano en el pomo.
– Marc, gracias por todo.
El jefe se limitó a farfullar algo.
– Mitchell, quítate esos zapatos de mono.
Mia regresó al área de Homicidios y frenó en seco. Dana estaba junto a su escritorio y sostenía una pequeña caja de cartón.
– ¿Qué hay de nuevo? -preguntó la detective y se sentó en la silla.
– Vengo a denunciar un homicidio.
Dana enarcó las cejas, dejó la caja sobre el escritorio de Mia y extrajo una langosta con las pinzas sujetas con gomas. El bicho no se movía.
Mia frunció la nariz.
– Dana, por favor, ¿qué es eso?
– Era una langosta de Maryland. La cogí con mis propias manos. Estaba viva y habría seguido viva si anoche te hubieses presentado. Ahora está muerta y eres culpable. Quiero que se haga justicia.
– Me cuesta creer que la gente se las coma. Parecen bichos gigantes salidos de una mala película de los años cincuenta.
Dana guardó la langosta muerta en la caja.
– Son muy sabrosas y lo habrías comprobado si la hubiéramos cocinado para ti. Me enteré de que había una rueda de prensa y supuse que estarías en la comisaría. Estaba preocupada. ¿Cómo va tu hombro?
– Está como nuevo.
– Lo que veo es que tienes una nueva pupa. ¿En qué lío te metiste?
– Esquivé una bala -replicó Mia sin dar demasiada importancia a sus palabras.
Dana la miró intensamente.
– ¿Tiene que ver con el nuevo caso?
– No.
– Ya me lo explicarás. Me gustaría saber qué novedades hay sobre los incendios provocados.
– Dana, sabes perfectamente que no puedo dar datos concretos.
La pena empañó la mirada de Dana.
– Conocí a Penny Hill. -Mia se dio cuenta de que Dana lloraba la muerte de la trabajadora social-. Era una buena persona. ¿Cogerás a quien lo hizo?
– Sí.
Mia se dijo que, si tuvieran una o dos pistas, le resultaría más fácil cumplir esa promesa.
– Eso espero. -Dana inclinó la cabeza-. ¿Cómo va lo demás?
– Tuve que decírselo a Spinnelli. La mujer acudió a la rueda de prensa.
Dana parpadeó, sorprendida.
– ¡Maldición!
– Huyó de nuevo, pero esta vez anoté la mitad de su matrícula.
– ¿Quieres que Ethan la rastree?
El marido de Dana era investigador privado y se llevaba de maravilla con los ordenadores.
– Todavía no. Primero lo intentaré por mi cuenta.
Mia desvió la mirada hacia el fondo de la sala Solliday acababa de entrar con un pequeño televisor bajo un brazo y un reproductor de vídeo debajo del otro. Reed la había protegido pese a que no estaba obligado Dana se volvió, siguió la dirección de la mirada de su amiga y silbó quedamente.
Giró otra vez la cabeza con expresión de que lo que había visto le gustaba.
– Dime, ¿quién es?
– ¿Quién? -Hacerse la tonta fue un error-. Ah, él.
– Sí, el. -A Dana se le escapó la sonrisa-. ¿Quieres que investigue su historial?
Mia sintió que se ruborizaba pues sabía a qué se refería Dana. Había investigado a Ethan cuando su amiga se enamoró perdidamente de él, con el que se casó pocos meses después. No hacía falta un detective para seguir la línea de puntos y terminar el dibujo.
– No es necesario. Se trata de mi nuevo compañero.
La mirada de Dana reveló lo mucho que la situación la divertía.
– Vaya, has sido muy escueta a la hora de dar detalles. -Dana se levantó cuando Solliday depositó el reproductor de vídeo en el escritorio de Abe-. Hola, soy Dana Buchanan, la amiga de Mia. Y tú, ¿quién eres?
El teniente estrechó la mano de Dana.
– Me llamo Reed Solliday y soy su compañero provisional. -Reed sonrió y su mirada se tornó cálida-. Tú debes de ser la madre adoptiva.
Dana sonrió de oreja a oreja.
– Así es. De momento tengo cinco, pero pronto habrá otro.
– Yo soy adoptado. Durante años mis padres participaron activamente en el sistema de adopciones. Me alegro por ti.
Dana no le había soltado la mano y estudiaba el rostro de Solliday de una forma que ruborizó más si cabe a Mia.
– Gracias. -Soltó la mano del teniente y se volvió hacia su amiga-: Llámame más tarde o tendrás que vértelas conmigo. Lo prometo.
A medida que se alejaba, Dana levantó un brazo y se despidió con un ademán.
Mitchell aferró la cinta de vídeo de Wright.
– Gracias por conseguir el televisor.
– No se merecen. -Reed observó a Dana por el rabillo del ojo y echó el cable a Mia-. Enchúfalo y lo sintonizaré.
Al llegar al final de la sala de Homicidios, la pelirroja Dana se detuvo y miró hacia atrás. Levantó las cejas con actitud de mudo desafío y desapareció por el pasillo. Reed pensó que el tono de voz de la mujer contenía un elemento reconfortante, lo mismo que su modo de estrecharle la mano, como si fueran amigos de toda la vida.
– Se ha olvidado la caja -apostilló Solliday.
Mia levantó la cabeza y rio.
– No podía ser de otra manera. Contiene una langosta muerta.
– ¿Tu amiga te ha traído una langosta muerta?
– Tendría que haber sido una delicia culinaria. -Mitchell se metió bajo el escritorio para enchufar el aparato, se incorporó y se acomodó rápidamente el uniforme-. Veamos la obra del señor Wright.
Reed introdujo la cinta de vídeo.
– Es la filmación del incendio que vimos anoche.
Contemplaron en silencio el escenario y a sí mismos. Reed se tragó la mueca de malestar cuando la cámara lo pilló peleando con las botas, tarea que acabó por realizar Mia.
– Te pido disculpas -murmuró Mia.
Solliday recordó la expresión que la detective adoptó cuando la regañó. Se mostró distante, como si acabara de recibir un bofetón. «Pues te toca aguantarte». Esas palabras resultaron reveladoras a la luz de lo que Mia acababa de divulgar. Su sorpresa tuvo que ser mayúscula al descubrir que su padre tenía otra familia. Buscó algo que decir:
– Mia, con relación a lo que sucedió en el despacho de Spinnelli…
Aunque no apartó la mirada de la pequeña pantalla, Mitchell tensó la mandíbula.
– Te agradezco que intentases cubrirme. No hará falta que vuelvas a hacerlo.
– No era a eso a lo que me refería. Esa mujer, tu… -El teniente titubeó-. Tuvo que ser toda una sorpresa.
Mitchell entornó los ojos cuando en el vídeo apareció fugazmente una joven con trenza.
– Ahí está Carmichael, escurriendo el bulto como de costumbre.
Solliday se dio cuenta de que Mia no estaba dispuesta a seguir hablando del tema.
– Carmichael se mantuvo en un segundo plano -afirmó Reed.
– Tendría que haberla visto.
– Quizá. La próxima vez estarás atenta a su presencia.
La detective le dirigió una mirada cautelosa.
– Sí, claro, estaré atenta a la presencia de Carmichael.
Solliday le sostuvo la mirada unos segundos, pero Mia no tardó en clavar los ojos en la pantalla, donde la escena había cambiado. Wheaton estaba en la acera, se ahuecaba el pelo y comprobaba que su maquillaje estuviese perfecto.
– Duane, el hermano de Jared, estaba bastante rezagado -comentó el teniente.
– Será difícil enterarse a menos que se acerque.
– Según el reloj de la videocámara, son las seis menos cuarto. La mujer todavía no ha llegado. -Reed arrastró la silla de Mitchell hasta el otro lado-. Siéntate. Puede que tardemos un rato. -La toma se concentró en Wheaton y al final se alejó. De repente Solliday se puso alerta y se enderezó en el asiento-. Ahí está.
El Hyundai azul estaba aparcado a un lado y la mujer se encontraba junto a la portezuela del coche y observaba la casa, tal como habían visto en el vídeo de Action News.
Mitchell se inclinó y bizqueó.
– ¿Podemos leer la matrícula?
– Es posible que los expertos informáticos de la policía consigan realzar la imagen -admitió Reed, aunque tuvo sus dudas-. Duane todavía está demasiado lejos para ver bien y el ángulo es pésimo. -Como si sus deseos se cumplieran, la cámara se aproximó e hizo un barrido de los coches y los curiosos. Reed contuvo el aliento y masculló-: Un poquito más.
– Holly está en el aire -afirmó Mitchell-. El equipo está pendiente de ella. Duane se envalentona. Vamos, chico, acércate.
Duane se aproximó y la filmación mostró el coche desde más cerca. Al final se detuvo, pero la matrícula quedó a la vista, aunque todavía era ilegible-. Chico, acércate un pelín -murmuró.
La cámara rodó unos segundos y bruscamente se desplazó hacia el equipo de Wheaton, que desmontaba los aparatos. Finalmente hubo estática y el vídeo se paró.
– Me parece que es lo máximo que lograremos -dijo Reed-. Se lo llevaremos a los expertos. Quizá tengamos suerte.
Mitchell apartó la silla del escritorio.
– Los expertos informáticos están en la cuarta planta. Llévales el vídeo. Me cambiaré e iré a buscarte. No te diviertas antes de que yo llegue.
Reed la observó mientras abandonaba rápidamente las oficinas. Mia se había acorazado de la misma forma que lo hizo cuando le acarició la cara. Se dijo que debía olvidarse de ella, pero no supo si podría.
Miércoles, 29 de noviembre, 13:05 horas
Mia miró por la ventanilla del todoterreno mientras Solliday rodaba lentamente por el aparcamiento del claustro de profesores y de pronto exclamó:
– ¡Ahí está! Me refiero al Hyundai azul, matriculado a nombre de Brooke Adler, profesora de literatura.
– Los informáticos se superaron a sí mismos ampliando el fotograma.
– La tecnología es estupenda -aseguró Mia mientras aparcaban en un sitio destinado a visitantes-. Adler está limpia y no parece factible en tanto sospechosa de incendiaria.
– Estamos de acuerdo. Sin embargo, tengo la impresión de que sabe o cree saber algo.
– Estamos de acuerdo. Creo que, si hubiera provocado el incendio, estaría satisfecha, pero solo tenía cara de culpable.
– Por ahora, el que trabaje con delincuentes es un vínculo tan válido como cualquier otro.
– Tú mismo dijiste que nuestro pirómano no es novato. ¿Es posible que se trate de un menor?
– Yo dije que sus métodos para provocar incendios son rebuscados. No creo que sea un niño, pero está claro que un adolescente encajaría en el perfil. -Solliday ladeó la cabeza-. Mia, ¿qué pasa?
Afectada, la detective lo miró a los ojos.
– A Penny Hill la quemaron viva y a propósito.
– Y una parte de ti se niega a creer que un menor sea capaz de hacerlo -apuntó Reed en tono bajo-, mientras que otra sabe que es totalmente posible.
Mitchell asintió y la verdad le produjo un regusto amargo.
– Se trata de una buena síntesis.
Solliday se mostró comprensivo y se encogió de hombros.
– También podemos equivocarnos.
– Espero que no. Al fin y al cabo, es la primera pista real que tenemos. -Descendió del todoterreno-. Allá vamos.
Mia atravesó la puerta del centro, que el teniente sostuvo, y pensó que no le costaría nada acostumbrarse a un hombre como Reed Solliday. Le abría las puertas, le acercaba la silla y la invitaba a café. La estaba malcriando.
Tras el cristal había una mujer y en su placa se leía «Marcy».
– ¿En qué puedo ayudarlos?
– Somos la detective Mitchell y el teniente Solliday. El guardia de seguridad de la entrada ya ha visto nuestras identificaciones. Por favor, queremos hablar con la señorita Adler.
– En este momento está dando clase. ¿Quieren dejarle un mensaje?
Mia sonrió amablemente.
– Parece que no me ha entendido. Será mejor que le avise de que venga a hablar con nosotros ahora mismo.
A la izquierda de Mitchell y Solliday apareció un hombre que dijo:
– Soy el doctor Bixby, director del Centro de la Esperanza. ¿En qué puedo ayudarlos?
Nada más verlo, Mia sintió recelos y repuso:
– Solo queremos que nos ayude a hablar con la señorita Adler.
– Marcy, que alguien sustituya a la señorita Adler en el aula. Síganme. -Los condujo a una pequeña estancia amueblada de forma espartana-. Esperen aquí, ya que hay más privacidad que en la entrada. En tanto empleador, me veo en la obligación de preguntar si la señorita Adler tiene algún problema.
Mia no dejó de sonreír.
– Solo queremos hablar con ella. -Indeciso, el director cerró la puerta y los dejó a solas con un viejo escritorio y dos sillones raídos. La solitaria ventana estaba cubierta de barrotes negros. Ese sitio era lo que parecía: una cárcel para críos que se portan mal-. Siempre me he preguntado si colocan micrófonos ocultos en esta clase de instituciones.
– En ese caso pediremos a la señorita Adler que salga -propuso Solliday con gran naturalidad y Mia lo miró.
– ¿Me estás llamando paranoica? -inquirió la detective.
– ¿Te lo dice Abe?
– No, jamás. Solo tira una moneda al aire para elegir lo que comemos. Cara es algo bueno y cruz, comida vegetariana.
Reed recorrió de cabo a rabo la pequeña estancia y por enésima vez Mia quedó prendada de la elegancia con la que se movía. Un hombre de sus dimensiones tendría que parecer acorralado y fuera de lugar en un cuarto tan reducido, pero Solliday se deslizaba como un gato y mantenía el equilibrio sobre las puntas de los pies. Era elegante… pero inquieto.
– Deduzco que la comida vegetariana no te atrae -murmuró el teniente.
– No mucho, fuimos una familia de carne y patatas.
Solliday se detuvo junto a la ventana y, con expresión pensativa, miró a través de los barrotes.
– Nosotros también, después de…
La actitud de Reed había cambiado drásticamente desde que entraron en el centro.
– ¿Después de…?
La miró por encima del hombro.
– Después de que me fuera a vivir con los Solliday.
La mirada cautelosa del hombre la llevó a preguntar con suma delicadeza:
– ¿Te adoptaron en un orfanato?
El teniente asintió y volvió a mirar por la ventana.
– Había estado en cuatro orfanatos antes de que me adoptaran. De los dos últimos huí. Estuve a punto de que me enviasen a un centro como este.
– En ese caso, es mucho lo que le debemos a los Solliday -declaró Mia con delicadeza y vio que Reed tragaba saliva.
– Sí, les debemos mucho. -El teniente se volvió y se sentó en el brazo de uno de los sillones-. Mejor dicho, les debo mucho.
– A veces la divisoria entre ser bueno y ser malo es muy sutil. Basta una buena experiencia y un alma amable para marcar una diferencia radical.
Solliday sonrió a medias.
– Sigo pensando que la buena gente se preocupa y la mala no.
– Lo que dices es demasiado simplista, pero dejaremos el debate para mejor ocasión. Alguien se acerca.
Se abrió la puerta y Mia se encontró cara a cara con la mujer del vídeo, que era muy joven.
– ¿Señorita Adler? -preguntó.
La mujer asintió con los ojos desmesuradamente abiertos y cara de susto.
Brooke entró en la estancia y Bixby le pisó los talones.
– Sí. ¿Qué quiere de mí?
– Soy la detective Mitchell y este es mi compañero, el teniente Solliday. Nos gustaría hablar con usted -explicó Mia ecuánimemente-. ¿Sería tan amable de salir con nosotros?
Bixby carraspeó e intervino:
– Detectives, hace frío y aquí estaremos más cómodos.
– No soy detective -precisó Solliday afablemente-. Soy investigador jefe de incendios.
Adler se quedó pálida y Bixby la observó con gesto de contrariedad.
– Señorita Adler, ¿qué pasa? -preguntó el director.
Brooke cruzó los dedos.
– ¿Bart Secrest habló ayer con usted?
Bixby apretó los labios de forma casi imperceptible.
– Señorita Adler, ¿qué ha hecho?
Fue una maniobra muy poco sutil para distanciarse de su empleada. Adler dio un respingo y se humedeció los labios.
– Fui a ver una de las casas de los artículos. Eso es todo.
Mia avanzó un paso y dijo:
– Humm… hola. Nos gustaría saber qué está pasando.
El doctor Bixby lanzó a la detective una mirada severa que esta supuso que habría provocado el llanto de la señorita Adler y cogió el teléfono que había sobre el escritorio de madera.
– Marcy, llame a Bart y a Julian y que se reúnan inmediatamente con nosotros en mi despacho.
– Señorita Adler, en primer lugar nos gustaría hablar a solas con usted -aseguró Mia-. No tardaremos mucho. No tenemos problemas en esperarla mientras va a buscar el abrigo.
Mitchell mantuvo la puerta abierta y no hizo caso del director, que abrió y cerró la boca sin pronunciar palabra.
Adler negó con la cabeza.
– No es necesario, así estoy bien.
Miércoles, 29 de noviembre, 13:25 horas
Desde la ventana veía el aparcamiento. El hombre estaba allí y observó a las tres personas que salieron del edificio y se detuvieron bajo el sol. Dos, un hombre y una mujer, habían entrado hacía pocos minutos. La mujer era la detective Mia Mitchell. La reconoció por la foto publicada en el periódico. Por lo tanto, el hombre solo podía ser el teniente Solliday. Su corazón seguiría latiendo al ritmo normal y no perdería la cabeza.
Hablaban con Brooke Adler porque la muy tonta había visitado el escenario del incendio. No es que supieran nada. No tenían la menor idea y carecían de pruebas y de sospechosos. No había nada que temer. Ya podían registrar el centro que no encontrarían nada… pues no había nada. Sonrió y pensó: «Salvo yo».
Mitchell y Solliday mantendrían una charla con Adler y averiguarían lo que ya sabían todos: que la nueva profesora de literatura era una ratita cabeza hueca e insignificante. No le quedó más remedio que reconocer que también tenía unos pechos extraordinarios. A menudo había pensado en su cuerpo, lo había disfrutado e incluso la había imaginado gozando. Claro que ahora eso tendría que cambiar… al menos en lo que al disfrute de ella se refería. Adler tendría que pagar por haber conducido a Mitchell y a Solliday hasta el centro.
La juerga tendría que esperar. En ese momento había policías en el centro. No se quedarían mucho. Cuando comprobasen que no había nada, Mitchell y Solliday se retirarían. «Y yo seguiré mi camino». Esa noche remataría a la señora Dougherty. Se excitó de solo pensar en el nuevo desafío.
Una vez más, la diversión debía esperar. A esa hora tenía que estar en otro lugar.
Miércoles, 29 de noviembre, 13:25 horas
Brooke hizo un esfuerzo sobrehumano para que los dientes no le castañeteasen cuando la detective la miró irónicamente e inquirió:
– Anoche estuvo en el escenario del crimen. ¿Por qué?
– Verá… -Adler se humedeció los labios, pero el aire frío los secó en el acto-. Por curiosidad.
– Señorita Adler, ¿está nerviosa? -preguntó con afabilidad el investigador jefe.
Aunque no dedicaba mucho tiempo a la televisión, Brooke había visto lo suficiente como para saber que el hombre era el poli bueno. La rubia menuda interpretaba a la perfección el papel de poli mala.
– No he hecho nada -se defendió, pero sus palabras sonaron a reconocimiento de culpa-. Si entran les explicaré todo.
– Enseguida entraremos -aseguró el investigador jefe.
Brooke se dijo que debía recordar que era el teniente Solliday. Debía recordar que no había hecho nada malo y dejar de comportarse como si fuera tonta.
El teniente volvió a tomar la palabra:
– Antes cuéntenos por qué anoche visitó la casa incendiada. -Solliday esbozó una afable sonrisa-. La vimos en las noticias de las diez.
Brooke había tenido un mal presentimiento cuando descubrió que salía en las noticias. Su mayor temor radicaba en que Bixby o Julian también la vieran, pero lo que estaba ocurriendo era peor.
– Ya he dicho que sentí curiosidad. Me enteré de los incendios y quise verlos con mis propios ojos.
– ¿Quién es Bart Secrest y qué le dijo a Bixby? -preguntó la detective.
– Haga el favor de preguntárselo al doctor Bixby. -Brooke miró por encima del hombro y vio a Bixby junto a la puerta de entrada y con cara de pocos amigos-. Lograrán que me despida -musitó.
Solliday no dejó de sonreír con gran amabilidad y apostilló:
– La llevaremos a comisaría si insiste en que sigamos perdiendo el tiempo.
Brooke parpadeó ante el choque entre el tono amable y las palabras tajantes del teniente. Se le aceleró el pulso y comenzó a sudar a pesar de que hacía mucho frío.
– No pueden, no he hecho nada.
– Mírenos -exigió Reed suavemente-. Señorita Adler, dos mujeres han muerto. Tal vez sabe algo útil o quizá no. Si lo sabe, dígalo de una vez. En caso contrario, ponga fin a este juego porque cada minuto que seguimos aquí es un minuto más que el asesino tiene para planificar otro ataque. Volveré a preguntárselo: ¿por qué fue a la casa incendiada?
A Brooke se le secó la boca cuando pensó en que había dos muertas.
– Uno de nuestros alumnos recortó artículos periodísticos que se referían a los incendios. Se lo comuniqué a Bart Secrest, el encargado de seguridad. El resto tendrá que preguntárselo a él.
La detective entornó los ojos y espetó:
– ¿A él? ¿Quién es él? ¿Se refiere a Secrest o al alumno?
Brooke cerró los ojos y visualizó la expresión impávida que Manny había mantenido a lo largo de la mañana. Dudó de que alguien pudiese sacarle una sola palabra a Manny.
– A Secrest -replicó Brooke y se estremeció de la cabeza a los pies-. Realmente he dicho todo lo que sé.
Los investigadores cruzaron una mirada y el teniente Solliday asintió antes de concluir:
– Está bien, señorita Adler. Hablaremos con el doctor Bixby.
Miércoles, 29 de noviembre, 13:30 horas
Bixby los esperaba en el vestíbulo. Dirigió a Adler una gélida mirada y Mia compadeció a la profesora.
Los condujo a un despacho tan suntuoso como discreta había sido la sala de espera. Señaló los sillones de cuero que rodeaban la gran mesa de caoba. Había dos hombres sentados. Uno rondaba los cuarenta y cinco años y su rostro denotaba simpatía. Daba la impresión de que, como entretenimiento, el otro se golpeaba la calva contra las paredes.
– El doctor Julian Thompson y el señor Bart Secrest -los presentó Bixby.
El simpático se levantó y la sonrisa arrugó su rostro. En el acto Mia desconfió de Thompson tanto como de Bixby.
– Soy el doctor Thompson, el consejero escolar.
Secrest se limitó a mantener el ceño fruncido y guardó silencio.
– Siéntense -dijo Bixby.
El director tamborileó los dedos mientras esperaba a que Mitchell y Solliday tomasen asiento. Mia tardó unos segundos adicionales solo por el gusto de verlo fruncir el ceño y por último se sentó a su lado.
La detective paseó la mirada por cada uno de los hombres antes de preguntar:
– ¿Quién es el alumno y dónde están los artículos?
El consejero no logró disimular un respingo y Secrest continuó con cara de pocos amigos.
– Investigamos al alumno y llegamos a la conclusión de que no era necesario insistir en el asunto. La señorita Adler experimentó… experimentó la necesidad personal de ver la escena con sus propios ojos, probablemente debido a la compasión que siente por las víctimas. ¿No es así, señorita Adler? -preguntó Bixby.
Adler asintió, insegura.
– Así es, señor.
Mia sonrió.
– Vaya, vaya. Doctor Bixby, ¿ha sido contratado por el estado, razón por la cual está sometido a auditorías estatales y a visitas por sorpresa de la junta que concede las licencias?
Bixby apretó la mandíbula.
– Detective, tenga la amabilidad de no amenazarme.
Mitchell miró a Solliday con expresión divertida.
– Me parece haber oído un eco. Hay muchísimas personas que me piden que no las amenace.
– Tal vez porque las personas con las que hablamos sabían algo que necesitábamos averiguar y no quisieron decirlo -replicó Reed con voz muy baja y casi agorera, por lo que su tono fue perfecto.
– Será por eso. -Mia se inclinó y deslizó la palma de la mano por encima de la mesa hasta quedar cara a cara con Bixby. Fue una jugada de desplazamiento del poder que solía ser muy eficaz y, a juzgar por el parpadeo contrariado del director, también dio resultado-. Doctor Bixby, me pregunto qué sabe. Dice que ha investigado, lo que me lleva a suponer que pensó que el alumno en cuestión no recortó los artículos periodísticos para un trabajo escolar.
– Tal como le he dicho a la señorita Adler, en el depósito de cadáveres hay dos mujeres -intervino Solliday con el mismo tono ominoso de antes-. Nuestra paciencia tiene un límite. Si su alumno no está implicado, nos marcharemos. Si lo está, representa un peligro para el resto de los alumnos y me figuro que esa clase de publicidad no le interesa.
A Bixby se le contrajo un músculo de la mejilla y Mia se dio cuenta de que Reed había dado en la diana.
– El alumno no sale del centro. Es imposible que esté implicado.
– Comprendido -aceptó Mia y se relajó-. ¿Todos los alumnos viven aquí?
– El veinte por ciento está solo durante el día -respondió el doctor Thompson-. El resto reside en el centro.
Mia esbozó una sonrisa.
– Residen aquí. ¿Está diciendo que permanecen encerrados?
La sonrisa de Thompson fue forzada.
– Significa que no pueden salir, aunque no están encerrados en celdas, como en la cárcel.
Mia abrió desmesuradamente los ojos.
– ¿Nunca salen? -preguntó y parpadeó-. ¿Jamás?
Bixby echaba chispas por los ojos.
– Los alumnos que viven aquí disponen de tiempo supervisado al aire libre.
– El patio donde hacen ejercicio -concluyó Mia y Bixby se puso rojo. La detective levantó la mano y apostilló-: Ya sé que el centro no es una cárcel, pero a los vecinos no les gustaría enterarse de que un presunto asesino estuvo aquí, a menos de un kilómetro y medio de sus casas y de sus hijos.
– Pues no es así, ya se lo he dicho -aseguró Bixby con tono envarado.
– Ya lo oímos la primera vez -terció Solliday afablemente. Miró a Mia y enarcó una ceja oscura-. Sabes que prometí a Carmichael que sería la primera en saberlo.
Mitchell sonrió de oreja a oreja y manifestó su total acuerdo.
– Claro que lo sé.
Secrest se inclinó, entrecerró los ojos y masculló:
– Eso es extorsión.
– ¿Quién es Carmichael? -quiso saber Bixby.
– La periodista que firmó el artículo aparecido en el Bulletin de ayer -explicó Secrest.
Thompson quedó boquiabierto.
– No puede proporcionar información falsa.
Mia se encogió de hombros.
– Si me pregunta dónde estuve le diré que he venido a visitar el centro. No será una mentira. A veces me sigue en busca de noticias. Es posible que, mientras hablamos, esté al otro lado de las puertas del centro. En lo que a la publicidad se refiere, sería fatal, con comentarios del cariz de «nadie quiere estas instituciones cerca de su casa» y otras lindezas parecidas. -Taladró a Bixby con la mirada-. Su absoluta falta de cooperación afectará a su posición ante las autoridades estatales. Me ocuparé de que así sea.
Bixby parecía a punto de reventar y pulsó un botón del intercomunicador.
– Marcy, traiga el expediente de Manuel Rodríguez. -Jugueteó con el botón-. Supongo que con esto quedará satisfecha.
– Eso espero -replicó Mia con toda la sinceridad del mundo-. Lo mismo opinan las familias de las dos víctimas.
Thompson se había puesto como un tomate.
– Manny es un joven inocente.
Mia arrugó el entrecejo.
– Doctor Thompson, el joven está aquí, por lo que, evidentemente, no es tan inocente.
– No provocó los incendios -insistió Thompson.
– Señor Secrest, ¿registró la habitación de Manny? -preguntó Solliday sin hacer caso del consejero escolar.
– La registré -respondió y su mirada se tornó pétrea.
Mitchell volvió a fruncir las cejas.
– ¿Y?
– Y encontré una caja de cerillas.
– ¿Faltaba alguna? -presionó Solliday-. Para ahorrar tiempo, en caso afirmativo, ¿cuántas faltaban?
– Varias, pero esa caja de cerillas también fue utilizada por otra persona.
La detective reparó en que la mejilla de Thompson se contrajo.
– ¿Sabe de dónde las sacó? -inquirió Mitchell y de soslayo notó que Secrest ponía los ojos en blanco.
– Las cogió del despacho del doctor Thompson, que fuma en pipa -respondió Secrest.
Mia se recostó en el sillón.
– Por favor, que traigan al señor Rodríguez. -Todos se pusieron de pie-. Señorita Adler, tenga la amabilidad de quedarse. -La detective miró a Bixby y añadió-: Solo usted, señorita Adler.
En cuanto las puertas se cerraron, Mia se volvió hacia Adler, que estaba muy pálida, y apostilló:
– Explíquenos por qué fue a casa de Penny Hill.
La profesora se humedeció los labios con la lengua.
– Ya le dije que sentí curiosidad a raíz de los artículos.
Solliday negó con la cabeza.
– No es cierto. Señorita Adler, la vimos en el vídeo. Su expresión no era de curiosidad, sino de culpabilidad.
– Fue por la lectura -reconoció Brooke y en su mirada Mia percibió desdicha pura y dura-. Poco antes de Acción de Gracias, justo antes del primer incendio, puse como lectura El señor de las moscas. -Apretó firmemente los labios-. Lo asigné antes de que asesinaran a la primera mujer.
– Las fechas son muy interesantes -musitó Solliday-. De todos modos, ¿por qué fue a casa de la víctima?
– Porque necesitaba averiguar qué sabía la policía, descubrir si yo había hecho… si era la causante…
Mitchell miró a Reed con el ceño fruncido y comentó:
– Se me escapa la relación con el libro.
– El señor de las moscas trata de adolescentes varados en una isla que, en ausencia de los adultos, se sumen en la anarquía. Encienden una hoguera de señales y más adelante incendian prácticamente toda la isla -respondió el teniente con tono bajo.
– Entendido. -Mia volvió a concentrarse en Adler, que permaneció en silencio mientras las lágrimas rodaban por sus mejillas-. ¿Es una lectura adecuada para un centro de estas características?
– El doctor Bixby la autorizó e incluso la alentó. Quería observar la reacción de los alumnos. Propuse otro libro, pero Julian aseguró que sería útil para la terapia de Manny. -Brooke hizo un esfuerzo por dominarse-. Me pregunto si he impulsado a Manny a provocar incendios y si la lectura que elegí le metió la idea en la cabeza. Luego hubo otro incendio y murió la segunda mujer. ¿Y si han muerto por mi causa?
Solliday suspiró y precisó:
– Señorita Adler, por mucho que Manny sea el causante, usted no es responsable.
– Lo creeré cuando averigüen quién lo ha hecho. ¿Puedo irme?
– Por supuesto -repuso Mia, más dispuesta a ser afable-, pero no abandone la ciudad.
La sonrisa de Adler fue tenue y triste.
– No sé por qué pensé que pronunciaría exactamente esas palabras.
Brooke cerró la puerta con decisión y Mia y Solliday quedaron sentados uno al lado del otro. Reed miró el techo y las paredes y repentinamente se acercó a la oreja de Mia y murmuró:
– Esta búsqueda podría resultar inútil y convertirse en una pérdida de tiempo.
Un estremecimiento inesperado e intenso recorrió la espalda de Mia cuando notó el calor del aliento de Solliday y su aroma la embriagó. Su cuerpo se tensó involuntariamente cuando el recuerdo de Reed tumbado sobre ella descartó todo pensamiento lógico. Mitchell se obligó a concentrarse y se estiró para susurrarle al oído:
– Tal vez, pero estamos aquí y esto es lo único que tenemos, además de cajas y más cajas de expedientes. Policías, trabajadoras sociales, menores cabreados… Tengo la sensación de que esta gente oculta algo.
Se convenció de que era intuición policial más que deberse a que aún le ardía la mejilla en la zona donde la barba de Solliday la había rozado.
Se abrió la puerta y Bixby hizo acto de presencia.
– Enseguida traerán a Manny. Dado que es menor, lo acompañaré durante el interrogatorio. ¿Necesitan algo más?
Solliday se puso en pie.
– Nos gustaría examinar personalmente la habitación del joven.
Bixby asintió con cierta rigidez y repuso:
– Como quieran.
A Mia se le escapó la sonrisa.
– Doctor Bixby, cabe… cabe destacar su cooperación. Retenga a Manny mientras registramos su cuarto En cuanto terminemos volveremos y hablaremos con él.
Miércoles, 29 de noviembre, 14:45 horas
Reed ahogó un suspiro cuando Bixby se llevó a Manny Rodríguez. El registro de su cuarto no había dado el menor resultado y el joven se había cerrado como una ostra.
– Si es culpable no piensa decir una sola palabra. De todas maneras, no creo que lo hiciera. Me parece que perdimos el tiempo persiguiendo a una profesora de literatura con un exacerbado sentimiento de culpa.
– A veces se gana y a veces se pierde -contestó Mia y encogió los hombros dentro de la espantosa chaqueta, un poco mas estropeada tras el tropiezo de la víspera con la acera-. Volvamos a los expedientes.
Reed mantuvo abierta la puerta y siguió a su compañera hasta el mostrador de la entrada, donde una Marcy de expresión severa se dispuso a consignar su salida Solliday se acercó a las vitrinas y se detuvo cuando algo brillante llamo su atención. Retrocedió varios pasos, clavó la mirada y se le aceleró el pulso.
– Mia, fíjate.
La detective contempló las piezas artísticas realizadas por los estudiantes.
– Ese cuadro es interesante -comentó y recorrió la fila expuesta a la altura de sus ojos.
La pintura era oscura y revelaba la falta de cordura.
– Sube la mirada -aconsejó Reed y Mitchell le hizo caso-. Más arriba -insistió.
Mia parpadeó.
– Vaya, vaya. -Se puso de puntillas para ver mejor la interpretación que un artista en ciernes había realizado de un huevo de Fabergé y que habían colocado en el estante superior. Brillaba gracias a las rebuscadas cuentas y cristales que formaban dibujos geométricos-. Es muy bonito. Ojalá pudiera acercarme y verlo mejor.
– ¿Quieres que te aúpe? -inquirió el teniente.
Mia lo fulminó con la mirada, pero lo cierto es que la pregunta le hizo gracia.
– ¡Listillo! -exclamó-. Hizo falta una señora gallina para poner ese huevo.
– Diría que la gallina contó con ayuda. -Reed se agachó y se pegó a la oreja de Mia-. El tamaño coincide.
– El color también -murmuró Mitchell-. Diría que necesitamos una orden judicial. Me ocuparé de conseguirla.
La sonrisa del detective fue muy ufana.
– Avisaré al doctor Bixby de que nos quedamos un rato más.
Mia se alejó al tiempo que abría el móvil.
– ¡Maldita sea, siempre te toca lo más divertido!
Miércoles, 29 de noviembre, 15:15 horas
Mientras paseaba la mirada a su alrededor, Mia pensó que el profesor de arte tenía la misma planta que Reed Solliday. Sus músculos se marcaban bajo la camiseta manchada de pintura, su calva brillaba como ónix lustrado y tenía los dedos más grandes que salchichas, mejor dicho, que las salchichas más caras Respondía al nombre de Atticus Lucas y no se alegro de verlos.
– ¿Que alumno realizó el huevo? -pregunto Solliday.
– No estoy obligado a…
– Calma, calma, calma -lo interrumpió Mia-. Lamento decirle que está obligado a responder. Explíqueselo, señor Secrest.
– Conteste -masculló Secrest.
Lucas se mostró ligeramente incómodo.
– No lo realizó un alumno.
– ¿Está diciendo que es un Fabergé de verdad? -inquirió Solliday con sorna.
Lucas lo miró con cara de pocos amigos.
– Teniente, su sarcasmo está de más. Lo hice yo.
Mia se volvió, parpadeó y lo miró.
– ¿Usted?
El profesor de arte se mantuvo firme como un soldado y asintió.
– Sí, fui yo.
Mitchell observó sus dedos gruesos.
– ¿De verdad ha realizado este trabajo tan delicado?
Lucas la miró con expresión de contrariedad.
– De verdad.
– ¿Llevó a cabo todas las obras artísticas de la vitrina? -prosiguió la detective.
– Claro que no. Intenté demostrar a los chicos que el arte adopta diversas formas. Quería que creyeran que lo había hecho otro alumno, de modo que…
– De modo que no lo considerasen gay -concluyó Mia y suspiró.
– Algo parecido -reconoció Lucas con expresión tensa.
– Bien, ahora que su arte ha salido del armario, ¿dónde están los demás huevos?
– En el armario del material. -El profesor de arte se acercó a un armario metálico y abrió las puertas. Sacó una caja, le quitó la tapa y quedó boquiabierto-. ¡Estaban aquí! Han desaparecido.
Solliday echó un vistazo a Mia antes de decir:
– Necesitamos las huellas que hay en la caja y en el armario.
– Avisaré a Jack, pero antes, señor Lucas, quiero que me diga cuándo tocó la caja por última vez.
– Realicé el huevo en agosto y desde entonces no he vuelto a abrirla. ¿Por qué lo pregunta?
– ¿Cuántos huevos había? -lo presionó Mia.
Lucas estaba perplejo.
– Solo son huevos de plástico. No tiene demasiada importancia.
– Limítese a responder a la pregunta -puntualizó Solliday y el profesor de arte lo miró ofendido.
– Supongo que una docena. Ya estaban cuando hace dos años llegué al centro. Nadie los tocó, salvo yo, y solo decoré un huevo.
– Una docena -repitió Solliday-. Nuestro hombre ha usado tres, por lo que aún quedan nueve con los que jugar.
Mia sacó el móvil para llamar a Jack y exclamó:
– ¡Mierda!
Reed hizo señas a Secrest y exigió:
– Lléveme al laboratorio. Quiero saber qué sustancias químicas tienen.
Se alejaban cuando Mitchell levantó la mano y dijo:
– Llevaremos a Manny a comisaría. Solicite un tutor o un abogado.
Secrest mantuvo la mandíbula tensa y asintió.
Miércoles, 29 de noviembre, 15:45 horas
Reed Solliday se introdujo de lado en el pequeño depósito de sustancias químicas porque de frente no cabía por la anchura de sus hombros. A cualquier otro hombre las gafas de protección le habrían dado un aspecto estrafalario, pero al teniente no lo afearon lo más mínimo. Mia se centró porque no era momento de pensar en esas cuestiones.
– Sabes lo que es un laboratorio -comentó la detective.
– Muchos inspectores del cuerpo de bomberos estudian química.
– ¿Tú también?
– Más o menos. -Solliday cotejaba los frascos con el inventario que había encontrado en una carpeta de pinza colgada de la puerta-. Mi padre era ingeniero químico y supongo que, como yo tenía algo que demostrar, también me especialicé en ese campo.
Quedaba claro que el teniente hablaba de su padre adoptivo.
– Di por sentado que fuiste bombero antes de entrar en la OFI.
Reed se agachó para mirar qué había en el estante inferior.
– Lo fui. Ser bombero es lo que siempre quise en la vida y solicité el ingreso en la academia al día siguiente de dejar el ejército.
«Vaya, su paso por el ejército explica la obsesión por los zapatos brillantes», pensó Mia.
– ¿Y qué pasó?
– Mi padre insistió en que estudiase mientras era joven y no tenía una familia de la que ocuparme. Me dediqué exclusivamente a estudiar con el dinero ganado como militar hasta que me aceptaron en la academia y de forma parcial hasta que me gradué. Tardé unos cuantos años, pero mereció la pena. -Reed levantó la cabeza-. ¿Y tú?
– Estudié aplicación de las leyes gracias a una beca como jugadora de fútbol. ¿Qué buscas?
– Existen dos formas de obtener nitrato amónico. Una es en frasco. -Cogió un recipiente-. Este conserva el precinto original y según el inventario solo hay uno.
– ¿Cuándo lo entregaron?
– En agosto de hace tres años. -Bizqueó para leer la etiqueta-. Me sorprende que una escuela como esta disponga de un inventario tan completo.
– Lo dejó el profesor anterior -intervino el docente de ciencias-. Desde que llegué no he tenido que comprar nada.
Mia se volvió y reparó en que, desde una distancia de un metro, el profesor los observaba.
– ¿Cuánto hace que da clases en este centro?
– Aproximadamente un año. Soy el señor Celebrese.
– Soy la detective Mitchell y este es mi compañero, el teniente Solliday.
– Teniente, encontrará el ácido nítrico en aquel armario. Aquí tiene la llave.
Mia se la pasó a Solliday, que abrió el armario.
– Deduzco que la segunda manera de obtener nitrato amónico consiste en emplear ácido nítrico -comentó la detective.
– Exactamente. -Reed examinó el interior del armario y volvió a echarle el cerrojo-. Tiene el precinto intacto.
– No usamos la mayoría de las sustancias químicas más potentes -explicó Celebrese.
– ¿Tiene miedo de que los chicos se salpiquen con ácido? -quiso saber Mia.
Celebrese tensó las facciones.
– ¿Ha encontrado lo que busca?
Solliday salió del depósito con las gafas de protección puestas.
– Todavía no.
El teniente no hizo caso de la mueca de contrariedad de Celebrese y caminó hasta la pared donde había un reservado con el frontal de cristal.
– Parece un expositor de ensaladas con un extractor hiperactivo -bromeó Mitchell y Reed rio.
– Es una cabina. Como está ventilada, en el interior se manipulan sustancias volátiles. -Sacó el detector que había usado para medir la presencia de hidrocarburos en casa de Penny Hill, abrió unos centímetros la ventanilla de cristal de la cabina e introdujo el aparato. El detector comenzó a silbar en el acto y Solliday sonrió. Esbozó una sonrisa sombría y nerviosa que dio a entender que acababa de encontrar lo que buscaba-. Premio gordo. Celebrese, ¿cuándo utilizó la cabina por última vez?
– No… nunca la he utilizado. Ya he dicho que no empleo sustancias químicas potentes.
Solliday cerró la ventanilla.
– Detective, ¿puedes pedir al sargento Unger que venga lo antes posible? Sin duda querrá tomar muestras.
La sonrisa de Mitchell estaba cargada de admiración y respeto.
– Teniente, será un placer.
Los ojos oscuros de Reed llamearon tras las gafas de protección.
– Muchas gracias.