Lunes, 27 de noviembre, 9:15 horas
Reed Solliday respiró hondo y exhaló lentamente. Durante una fracción de segundo la mujer se mostró contrariada y azorada. Les ocurrió lo mismo, ya que Reed tampoco estaba entusiasmado con su nueva «compañera». Marc Spinnelli insistió en que Mia Mitchell formaba parte de los mejores efectivos, pero Reed la había visto con la mirada clavada en la puerta de la comisaría como un ciervo cegado por los faros de un coche. Había permanecido un minuto tras ella antes de que reparase en su presencia.
Esa actitud no era de las más recomendables en cuanto a sus aptitudes. Además, con la vieja chaqueta de cuero, el sombrero desgastado y las botas cubiertas de arañazos parecía… bueno, mejor dicho, no parecía la policía que le gustaría que le cubriese las espaldas. A pesar de todo, Reed extendió la mano y dijo:
– Detective Mitchell.
El apretón fue firme.
– Teniente Solliday. -Con expresión serena y la columna rígida, Mia se dirigió a su jefe-: Marc, ¿qué pasa? Abe volverá.
– Por supuesto, Mia. La OFI ha descubierto un homicidio en el escenario de un incendio provocado. Abe seguirá de baja varias semanas. Piensa que estás cedida a la OFI. Siéntate y Reed te explicará la situación.
Tomaron asiento y Mitchell le dedicó toda su atención a Reed. La mirada de la mujer se volvió despejada y atenta. Tenía los ojos azules, como la vajilla de porcelana que Christine ponía los días de fiesta. El sombrero que ya no llevaba había mantenido seco su pelo corto y rubio, salvo las puntas, que se rizaban alrededor de su rostro. Se había quitado la chaqueta desgastada y afortunadamente se había puesto una americana negra que le daba aspecto profesional. Por desgracia, la camisa fina y ceñida que llevaba no contribuía a disimular sus curvas. Pese a ser una mujer menuda, la detective Mia Mitchell tenía muchísimas curvas.
Aunque contemplar curvas armónicas le gustaba tanto como a cualquiera, Reed no necesitaba una mujer atractiva ni una distracción, sino una compañera. No percibió en ella coqueteo ni blandura, por lo que no pudo culparla de sus curvas.
– El sábado por la noche se produjo un incendio en Oak Park -comenzó a explicar Solliday-. En la cocina encontramos un cadáver de mujer. Esta mañana el forense me ha telefoneado e informado de que las radiografías demuestran que en el cráneo tenía un orificio de bala.
– ¿Y monóxido de carbono en los pulmones? -inquirió Mitchell.
– Barrington tiene que comprobarlo. Me ha hecho saber lo del orificio de bala porque modifica el carácter de la investigación.
– Y las competencias -murmuró la detective-. ¿Ha visto el cadáver?
– Acudiré al depósito en cuanto terminemos.
– ¿Ha identificado a la víctima?
– De forma provisional. La casa es propiedad de Joe y Donna Dougherty. Se han ido fuera a pasar Acción de Gracias y contrataron a Caitlin Burnette para que vigilase la casa. El cadáver presenta la configuración física y la edad adecuadas y el coche que encontramos en el garaje está a nombre de Roger Burnette, de modo que, de momento, suponemos que corresponde a Caitlin. El forense tendrá que confirmar la identificación basándose en su historial dental o en el ADN.
Aunque el movimiento fue casi imperceptible, Mia retrocedió al oír esas palabras.
Spinnelli le entregó una hoja y comentó:
– Hemos hecho una copia de su permiso de conducir, que hemos cogido de los archivos de Tráfico.
Mitchell ojeó la página.
– Solo tenía diecinueve años -musitó en tono grave y ronco. Alzó la mirada, que se había vuelto sombría-. ¿Ha informado a los padres?
La idea de comunicarles la noticia a los padres de la joven provocó náuseas en Reed. Siempre ocurría lo mismo. Se preguntó cómo se las apañaban los detectives de Homicidios para cumplir cada día con esa tarea.
– Todavía no. Ayer fuimos dos veces a casa de los Burnette, pero no había nadie.
Spinnelli suspiró y apostilló:
– Mia, eso no es todo.
Reed hizo una mueca.
– Si el cadáver que se encuentra en el depósito corresponde a Caitlin Burnette, hay que decir que su padre es policía.
– Lo conozco -afirmó Spinnelli-. Es el sargento Roger Burnette. Durante los últimos cinco años ha formado parte de la brigada antivicio.
– ¡Mierda! -Mitchell apoyó la frente en la palma antes de pasarse la mano por el pelo corto, que le quedó de punta-. ¿Podría tratarse de un asesinato por venganza?
Reed se había planteado lo mismo.
– Tendremos que comprobarlo. Los Dougherty regresarán hoy mismo en avión. Los interrogaré cuando lleguen a su casa.
La detective lo miró a los ojos durante un fugaz instante y lo corrigió con tono sereno:
– Los interrogaremos.
El desafío estaba implícito. Molesto, Solliday asintió.
– Por supuesto.
– Tendremos que enviar una unidad especializada en escenarios de crímenes. -Mia frunció el ceño-. Ya han estado en la casa, ¿correcto? Mierda, esta lluvia complicará la investigación.
– Ayer pasamos el día allí. Fotografié todas las habitaciones y cogí muestras para el laboratorio. Afortunadamente, cubrimos el techo con lona alquitranada, por lo que la lluvia no causará problemas.
Mitchell asintió ecuánimemente.
– Entendido. ¿Qué muestras tomaron?
– De la moqueta y de la madera. Me dediqué a buscar pruebas de catalizadores.
La detective ladeó ligeramente la cabeza.
– Continúe.
– Según mi instrumental, están presentes, y el perro experto en catalizadores captó dos clases de sustancias: gasolina y otra. El laboratorio tendrá los resultados hoy mismo.
Mitchell meneó la cabeza.
– Marc, en lo que a escenarios del crimen se refiere, este es como enseñarle a una madre a hacer hijos.
Reed se enderezó en el asiento.
– Nuestro procedimiento consiste en reunir pruebas lo antes posible a fin de sustentar el cargo de incendio provocado. Tenemos la autorización. Solo cogimos lo necesario para establecer origen y causa a fin de averiguar cómo murió la muchacha. Hicimos un registro limpio.
Mia suavizó un poco la mirada.
– Teniente, no me refería al registro, sino a los escenarios de incendios en un sentido general. -Se dirigió a Spinnelli-: ¿Puedes enviar un policía de guardia a casa de los Dougherty? Quiero que se cerciore de que nadie toca nada hasta que lleguemos.
– En el escenario hemos apostado un guardia de seguridad -intervino Reed con cierta rigidez-. Claro que si quiere firmar la factura de vigilancia durante veinticuatro horas le pediré a nuestro hombre que se retire. No contamos con un presupuesto tan amplio como el suyo.
– De acuerdo. Puesto que se trata de un homicidio, prefiero tener un policía a mano. No se ofenda -se apresuró a añadir la detective-. Llamaré a Jack y le pediré que se reúna con nosotros en la casa, acompañado de la CSU, unidad especializada en escenarios de crímenes.
– Foster Richards y Ben Trammell, dos miembros de mi equipo, los esperan en la casa. Les dejarán pasar y les mostrarán lo que hicimos ayer.
Solliday ya había telefoneado para pedirles que se dispusieran a recibir al equipo que estaba seguro que Homicidios enviaría. Le añadió a Foster la advertencia de que jugasen limpio con los miembros de la unidad. También le hizo a Ben la advertencia de que vigilara a Foster.
La detective se puso de pie.
– De acuerdo. Ante todo vayamos al depósito de cadáveres y veamos qué dice Caitlin.
Spinnelli también abandonó la silla.
– Avísame cuando se lo notifiquéis a los padres. Me pondré en contacto con el capitán de Burnette para que su comisaría envíe flores o lo que consideren adecuado.
– Hay que modificar la autorización, ya que la nuestra se refiere estrictamente al incendio provocado -puntualizó Reed.
Spinnelli asintió.
– Llamaré a la oficina del fiscal del estado y cuando lleguéis al escenario del crimen ya tendréis la autorización.
Mitchell inclinó la cabeza hacia Spinnelli y preguntó:
– Teniente Solliday, ¿nos concede unos minutos? Espere junto a mi escritorio. Es el de al lado del que está vacío.
– Por supuesto.
El teniente cerró la puerta y, en lugar de dirigirse al escritorio de la detective, se apoyó en la pared y ladeó la cabeza hacia la puerta a fin de oír todo lo que pudiera.
– Marc, hablemos del caso de Abe -propuso Mia.
Reed se dio cuenta de que era la segunda vez que Mitchell mencionaba al tal Abe. Miró hacia el escritorio vacío y dedujo que era el de Abe. El tono de Spinnelli fue de advertencia cuando replicó:
– Howard y Brooks están investigando.
– Murphy dice que la pista se ha congelado.
– Es cierto. Mia, deberías…
– Ya lo sé, Marc. El incendio es mi prioridad y sabes que lo será, pero si me entero de algo, si alguien se entera de algo y estoy disponible… Maldita sea, Marc, lo vi. -Su tono se tornó impetuoso-. Si veo al capullo que hirió a Abe lo reconoceré.
– Mia, también resultaste herida.
– Marc, por favor, solo fue un rasguño. -Hizo una pausa-. Por favor, se lo debo a Abe.
Spinnelli también hizo una pausa, suspiró y respondió:
– Si estás disponible te avisaré.
– Te lo agradezco.
La puerta se abrió y Reed no intentó moverse. Quería que la detective supiera que había oído la conversación.
Mia se puso como un tomate y entrecerró los ojos al verlo junto a la puerta. Durante unos segundos se limitó a mirarlo con actitud de fastidio.
– Vayamos al depósito de cadáveres -propuso con un tono tajante; se acercó a su escritorio y cogió la chaqueta y el sombrero raídos-. Aquí tiene su paraguas.
Se lo lanzó y se puso con cuidado la chaqueta de cuero, empezando por el brazo derecho. Spinnelli había dicho que la detective estaba totalmente recuperada, pero Reed tenía sus dudas. En el caso de que no estuviese bien al cien por cien, hablaría sin ambages con Spinnelli para que le asignase otro detective. Mitchell bajó los escalones de dos en dos y Reed supuso que era una mezcla de ira acumulada y el deseo de obligarlo a correr para seguirle el paso. Como esa mañana ya había entrenado, Solliday bajó la escalera un peldaño tras otro y la obligó a esperar en la calle. Abrió el paraguas, pero Mia lo rechazó.
– Todavía no tengo el vehículo de mi departamento y mi coche es muy pequeño -reconoció y no se volvió cuando el teniente la alcanzó-. Usted no encajaría.
El doble sentido de sus palabras era evidente. Reed optó por no hacer caso de la pulla y se centró en el medio de transporte.
– Conduzco yo. -Solliday pensó en ayudarla a subir al todoterreno, pero la detective montó en el habitáculo con sorprendente agilidad y un gruñido de dolor casi imperceptible. Reed tomó asiento tras el volante, la miró significativamente y preguntó-: ¿Verdad que todavía no está en condiciones de volver a trabajar?
Mitchell le regaló una mirada colérica antes de girar la cabeza hacia delante.
– Estoy autorizada a trabajar.
Reed encendió el motor, se acomodó en el asiento y aguardó a que sus miradas se encontrasen. Pasaron un minuto en silencio hasta que Mia volvió la cabeza con el ceño fruncido y preguntó:
– ¿Por qué seguimos aquí?
– ¿Quién es Abe?
La detective apretó los dientes.
– Mi compañero.
«Cosa que tú no eres», fue la muda apostilla.
– ¿Qué le pasó?
– Le dispararon.
– Supongo que se recuperará.
Reed no la habría visto inmutarse si no lo hubiese previsto.
– A la larga sí.
– A usted también le pegaron un tiro.
Mia apretó los carrillos.
– No fue más que un rasguño.
Solliday dudó de la veracidad de esa respuesta.
– ¿Por qué esta mañana tenía la mirada fija en el cristal de la entrada?
Los ojos de Mia echaron chispas.
– No es asunto suyo.
Era exactamente la respuesta que Reed esperaba. De todos modos, decidió manifestar su opinión:
– Lamentablemente, no estoy de acuerdo. Le guste o no, durante un futuro previsible es mi compañera. Esta mañana cualquiera podría haberle cogido la delantera, arrebatado el arma o agredido, tanto a usted como a otros. Repetiré la pregunta porque necesito saber que no mirará las musarañas en el momento en el que la necesite. ¿Por qué esta mañana tenía la mirada fija en el cristal de la entrada?
En las palabras de Reed hubo algo que tocó una fibra sensible, ya que la actitud de Mitchell se tornó gélida.
– Teniente, si le preocupa que no le cubra las espaldas, quédese tranquilo. Lo que ha ocurrido esta mañana es asunto mío y no permitiré que mis asuntos interfieran en nuestro trabajo. Se lo garantizo.
Mientras hablaba, Mia sostuvo la mirada de Solliday y cuando terminó siguió observándolo como si lo desafiase a contradecirla.
– Detective, como no la conozco, sus garantías no son demasiado importantes para mí. -Solliday levantó la mano cuando Mitchell abrió la boca para lanzar una andanada que, estaba seguro, sería imposible reproducir-. Sin embargo, conozco a Marc Spinnelli, que confía en su capacidad. Dejaremos estar lo de esta mañana pero, si vuelve a suceder, le pediré a Spinnelli que me envíe a otra persona. Se lo garantizo.
La detective parpadeó varias veces y apretó los dientes con tanta fuerza que fue un milagro que no se rompieran.
– Teniente, por favor, vayamos al depósito.
Satisfecho de haber dejado clara la situación, Reed puso la marcha y repitió:
– Al depósito.
Lunes, 27 de noviembre, 10:05 horas
Mia se apeó del todoterreno de Solliday antes de que se hubiese detenido por completo. «Amenazas con hablar con mi jefe. ¡Que te zurzan!» Como si ese hombre nunca se hubiera abstraído. «No fastidies. No es nada del otro mundo. ¿Está claro?» Tuvo que hacer esfuerzos para no apretar los dientes mientras Solliday la seguía por el aparcamiento. «Craso error». Era importante. El teniente tenía razón. Cualquiera podría haberla sorprendido y haberle arrebatado el arma. Aminoró el paso y se dijo que, una vez más, no había tenido cuidado.
Reed la alcanzó al llegar al ascensor y Mia pulsó el botón sin pronunciar palabra. Solliday la siguió en silencio y se aproximó lo suficiente como para que la detective notase el calor que su cuerpo despedía. Era como un monolito de granito y había cruzado los brazos sobre el pecho, lo que la llevó a sentirse como una niña de ocho años. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para no encogerse en un rincón, por lo que clavó la mirada en el tablero donde aparecía el número de las plantas.
– Espero que con esa proeza haya cumplido su objetivo -comentó Solliday.
Mia quedó tan sorprendida que lo miró, pero el teniente mantuvo la vista fija hacia delante y una expresión de contrariedad.
– ¿Cómo dice?
– Me refiero a que ha saltado del coche antes de que se detuviera. Sé que está enfadada conmigo, pero el vehículo es muy alto y podría haberse roto una pierna.
Mia rio con incredulidad.
– Teniente Solliday, usted no es mi padre.
– No se imagina cuánto me alegro. -Las puertas del ascensor se abrieron y el teniente esperó a que Mitchell saliese-. Por una actitud como esa habría castigado una semana a mi hija y dos en el caso de que me hubiese respondido.
«Niña, no seas respondona». A Mia le costó reprimir un respingo. De pequeña, esa frase solía ir acompañada de un golpe en la cabeza, gracias al cual veía las estrellas. Cuando creció, el mero hecho de oír a su padre pronunciar esas palabras bastaba para que retrocediese, con lo que se ganó la desdeñosa risa de su progenitor. Odiaba esa risa. Odiaba a su padre. «Odio a mi propio padre».
No era su padre el hombre que tenía al lado, sino Reed Solliday, que mantenía abierta la puerta que conducía al depósito de cadáveres.
– ¿Le afectan estas situaciones? -quiso saber el teniente-. La víctima esta en pésimas condiciones, carbonizada mas allá de todo reconocimiento.
Desde luego que le afectaban, pero prefería morir antes que Solliday lo supiese.
– Estoy segura de que he visto cosas peores.
– Me lo imagino -musitó Reed y se detuvo ante la ventana de cristal que comunicaba con la sala de identificaciones-. Barrington está ocupado. Tenemos que esperar.
A Mia se le cerró la boca del estómago, pero no tuvo nada que ver con el cadáver depositado sobre la mesa metálica y tapado con una sábana. Aidan Reagan se encontraba junto al forense y examinaba las radiografías. Se dijo que Aidan la vería, que no tenía escapatoria. Era probable que el hermano de Abe se mostrase tan enfadado como lo había estado su esposa. Aidan dejó de mirar las radiografías, frunció el ceño en el acto y sus miradas se encontraron a través del cristal. Asintió ante algo que el forense Barrington dijo, pero en ningún momento interrumpió el contacto ocular con ella. Aidan franqueó la puerta y se detuvo.
Solliday se acercó a la puerta, pero frenó al percatarse de que se cocía algo. Curioso, paseó la mirada de Aidan a Mia y enarcó las oscuras cejas.
«¡Por Dios, Solliday se parece al diablo!», pensó Mitchell y vio que Aidan estaba, simplemente, alterado.
– Solliday, ¿nos concede un minuto? -inquirió la detective.
El teniente asintió y quedó claro que todavía sentía curiosidad.
– La espero dentro.
Mia se volvió hacia Aidan Reagan y, sin darle tiempo a tomar la palabra, espetó:
– Esta mañana Kristen me ha puesto de vuelta y media, pero esta noche iré al hospital a visitar a Abe. Si quieres reunirte conmigo allí y acabar de soltarme la bronca, adelante.
Aidan estudió tranquilamente su rostro, tal como había hecho Kristen.
– De acuerdo, te haré caso.
El tono de Aidan fue de decepción. Mia detestaba que la gente se sintiera decepcionada y odiaba detestarlo.
– Tengo que irme.
– Mia, espera un momento. -Aidan extendió una mano y la dejó caer a un lado del cuerpo-. Estábamos preocupados.
– Sí, ya lo sé. Escucha, Aidan, la he fastidiado. Se lo compensaré a Abe.
La detective echó a andar hacia la puerta. Aidan la cogió del brazo y Mia dejó escapar un jadeo de dolor.
Aidan la soltó en el acto.
– Todavía te duele.
– Sobreviviré -afirmó escuetamente-. Estoy mucho mejor que Abe. -Vio que Solliday hablaba con el forense-. Aidan, tengo que irme.
Aidan siguió la dirección de su mirada a través del cristal.
– ¿Quién es ese tío?
– Se llama Solliday, pertenece a la OFI y es mi nuevo compañero hasta que Abe regrese o resolvamos el homicidio descubierto por los bomberos. Los hombres de Solliday encontraron un cadáver con un orificio de bala.
Aidan hizo una mueca.
– Pues sí, lo he visto. Mia, es mejor que te haya tocado a ti más que a mí.
– Caramba, no sabes cuánto te lo agradezco.
Mia entró en la sala e intentó restarle importancia al olor predominante. Ese día era mucho peor que de costumbre. Las sustancias químicas combinadas con el hedor a carne quemada le revolvieron el estómago. El forense Barrington colocó las radiografías en la pantalla y Mia se obligó a abandonar la autocompasión y a dedicarse a su tarea de detective.
En las radiografías aparecía un orificio redondo en la base del cráneo.
– No hay orificio de salida -explicó Barrington-. La bala sigue alojada y desconozco en qué estado se encuentra. Detective Mitchell, me alegro de volver a verla.
– Gracias. -Mitchell estudió la radiografía y centró sus pensamientos-. ¿La bala procede de un arma del calibre veintidós?
– Supongo. -Barrington quitó la radiografía-. Los pulmones no contienen monóxido de carbono, por lo que murió antes de que comenzara el incendio.
– Le dispararon como si la ejecutaran -terció Solliday y Barrington confirmó con un asentimiento de cabeza.
– Descubrí tres fracturas en una pierna. Dos son actuales. La tercera está curada y han reducido el hueso correctamente hace al menos varios años, por lo que sabemos que en algún momento de su vida tuvo acceso a asistencia sanitaria de calidad.
– Su padre es policía -afirmó Mia.
El forense no parpadeó ni manifestó la más mínima emoción.
– En ese caso habrá que averiguar quién es su dentista. Conseguiré su historia dental y realizaré una identificación formal. Hasta entonces es anónima.
Barrington se acercó a una mesa y retiró cuidadosamente la sábana. Mia miró durante una fracción de segundo y le costó lo suyo retener el frugal desayuno que había tomado. Era terrible, peor de lo que esperaba, peor incluso de lo que había visto hasta entonces.
Miró a Solliday y vio que tensaba el cuerpo y palidecía. El teniente había visto ese cadáver con anterioridad y, probablemente, otros tan terribles como ese. En su expresión, Mia no detectó repugnancia, sino dolor, y recordó que tenía una hija todavía lo bastante joven como para portarse mal. Al darse cuenta de que en el interior del pulcro traje latía un corazón pudo superar sus náuseas ante el cadáver carbonizado. Se obligó a mirar los restos de una muchacha de diecinueve años y se dijo que debía hacer su trabajo.
El rostro macabro y ennegrecido la miró fijamente desde el plateado brillante de la mesa. La piel quemada se tensaba sobre los huesos faciales. Quedaban unos pocos mechones de pelo. El cabello era rubio, como el de la chica de la foto del permiso de conducir que Solliday le había mostrado. Era una muchacha muy bonita y joven que le había sonreído a la cámara. Su nariz había desaparecido y su boca permanecía grotescamente abierta, como si emitiera un grito eterno y definitivo. «Caitlin, ¿qué te han hecho?»
– ¿La víctima fue agredida sexualmente? -inquirió Mia con tono sereno.
– No lo sé. En el caso de que la agredieran, es posible que nunca lo sepamos, aunque creo que existe la posibilidad de que la hayan atacado. Encontré fibras de nailon de su ropa fundidas con el torso, aunque no hay nada por debajo de la cintura o en las piernas. Tal vez llevaba ropa de algodón, aunque… -Barrington no concluyó la frase-. Haré más pruebas, pero supongo que solo llevaba puesta una camisa.
– Fantástico -masculló Solliday-. Ya tenemos algo más que comunicarle a los padres.
En ese punto, el teniente y la detective estuvieron de acuerdo.
– Tenemos que ir a verlos lo antes posible -opinó Mia. Se alejó del cuerpo calcinado y cerró los ojos mientras respiraba hondo-. Primero visitaremos a los padres y luego nos dirigiremos al escenario del crimen.
Lunes, 27 de noviembre, 11:00 horas
Los Burnette vivían en una casita muy pulcra, la que cabe esperar de quien cobra un salario de policía. Bonitas cortinas decoraban las ventanas y en la puerta aún había una foto de un pavo.
Solliday aparcó el todoterreno en la calle. Habían permanecido en silencio la mayor parte del trayecto y Mia aprovechó para repasar las notas que el teniente había tomado del escenario del incendio en casa de los Dougherty. El profundo suspiro de Solliday rompió el mutismo y enseguida preguntó:
– ¿Quiere conducir la situación?
– Desde luego. -Era la clase de visita que más detestaba, la que la llevaba a sentirse más inepta. Mia se dio cuenta de lo mucho que añoraba a Abe, que siempre sabía lo que había que decirles a los afligidos padres-. Puede haber sido un asesinato por venganza o una caza azarosa al acecho. También cabe la posibilidad de que Caitlin estuviese implicada en algo. Tenemos que analizar las probabilidades que los padres no están dispuestos a explorar.
– Lo sé -reconoció Reed a regañadientes, a quien la tarea le entusiasmaba tanto como a ella.
Mia había evaluado mentalmente a Reed Solliday. Tras puntualizar lo que quería, el teniente no se había explayado y el trayecto en coche había transcurrido en silencio, lo que permitió que la detective se serenara y evaluase la mañana desde la perspectiva del miembro de la OFI. Se había mostrado amable, compasivo y hasta generoso. En su lugar, tal vez Mia no habría sido tan considerada.
Las notas que leyó eran concisas y estaban escritas con letra de trazos limpios y pulidos. Miró la corbata primorosamente anudada y los bordes definidos de la delgada perilla que enmarcaba la boca del teniente. Sus zapatos brillaban. En síntesis, al igual que su letra era un hombre limpio y pulido.
Algo en su interior le impidió encuadrarlo con tanta rapidez. Ese hombre era más de lo que aparentaba… y, por añadidura, lo que aparentaba resultaba muy agradable. Le había dado el paraguas cuando la había confundido con una persona necesitada. Era… era una actitud encantadora. Desasosegada, se centró en las notas e inquirió:
– ¿Hubo tres focos de origen?
– Sí, la cocina, el dormitorio y la sala -confirmó Reed-. El pirómano quería quemar la casa.
– Y destruir el cuerpo de Caitlin. -Mitchell se apeó del todoterreno-. Detesto estas visitas.
– Lo mismo que yo.
Mitchell se dio cuenta de que los investigadores jefe de incendios también realizaban esas visitas. Con anterioridad no lo había pensado. Se preguntó por enésima vez si era peor decirle a un padre que habían asesinado a su hijo o comunicarle que había fallecido en un incendio tan intenso que su cuerpo estaba irreconocible. Fuera como fuese, se trataba del aspecto más amargo del trabajo.
Mia llamó a la puerta. Las cortinas azules se abrieron y un par de ojos los observó. La persona los abrió desmesuradamente cuando Mia mostró la placa. En cuestión de segundos la puerta se abrió y vieron a una mujer de cerca de cincuenta años, cuya expresión revelaba indicios de pánico.
Era menuda, como el cadáver que yacía en la mesa del depósito.
– ¿Es usted Ellen Burnette?
– Sí. -La mujer se volvió-. ¡Roger! ¡Por favor, Roger, ven!
Se acercó un hombre fornido y descalzo que miró de aquí para allá con expresión atemorizada.
– ¿Qué pasa?
– Soy la detective Mitchell y mi compañero es el teniente Solliday. ¿Podemos pasar?
Sin pronunciar palabra, la señora Burnette los condujo a la sala y tomó asiento en el sofá. El marido permaneció tras ella, con las manos apoyadas en sus hombros.
Mia se sentó en el borde de una silla.
– Hemos venido por Caitlin.
Ellen Burnette dio un respingo, como si la hubiesen abofeteado.
– ¡Ay, Dios mío!
Roger Burnette apretó los puños.
– ¿Ha tenido un accidente?
– ¿Cuándo hablaron con ella por última vez? -preguntó Mia con gran delicadeza.
Roger Burnette miró a Mia con furia y su nuez subió y bajó violentamente. Conocía la rutina y eludirla era lo peor.
– El viernes por la noche.
– Discutimos -reconoció la señora Burnette-. Caitlin se fue a la residencia de su hermandad estudiantil y nosotros nos marchamos a casa de mi madre para pasar el fin de semana. Ayer intenté ponerme en contacto con ella, pero no estaba.
Mia tensó la columna vertebral y añadió:
– Tenemos un cuerpo sin identificar y creemos que corresponde a Caitlin.
La señora Burnette hundió los hombros y se tapó la cara con las manos.
– No puede ser.
Roger Burnette manoteó el aire y finalmente se agarró al sofá.
– ¿Qué ha pasado? -preguntó.
– El teniente Solliday está adscrito a la oficina de investigaciones de incendios. Durante el fin de semana la casa de Joe y Donna Dougherty ardió hasta los cimientos. Tenemos motivos para pensar que Caitlin estaba en el interior.
La señora Burnette se puso a llorar y murmuró:
– Roger…
Aturdido, el hombre tomó asiento junto a su esposa.
– Solo tenía que recoger el correo y dar de comer al gato. ¿Por qué no abandonó la casa?
Mia miró a Solliday. Aunque su expresión era impasible, su mirada estaba cargada de dolor. Además, permaneció en silencio y la dejó llevar la voz cantante.
– Señor, no murió a causa del incendio -explicó la detective y reparó en que la señora Burnette alzaba bruscamente la cabeza-. Le dispararon. Suponemos que su muerte es un homicidio.
La señora Burnette se cobijó en los brazos de su marido.
– No puede ser.
La mirada de Roger Burnette no se apartó de Mia mientras mecía a su esposa y preguntó:
– ¿Hay alguna pista?
Mia negó con la cabeza.
– Todavía no. Sé que no es el momento más adecuado, pero tengo que hacerles varias preguntas. Ha dicho que Caitlin vivía en la residencia de la hermandad estudiantil. ¿En cuál?
– En TriEpsilon -respondió el señor Burnette-. Son buenas chicas.
Eso todavía estaba por verse.
– ¿Puede darnos los nombres de sus amigas?
– Su compañera de habitación se llama Judy Walters -respondió el padre con los dientes apretados.
– ¿Tenía novio?
– Lo tenía, pero rompieron. Su nombre es Joel Rebinowitz -repuso el señor Burnette con la mandíbula rígida.
Mia lo apuntó en la libreta.
– Señor, ¿el chico le caía mal?
– Hacía mucho el tonto y se corría demasiadas juergas. Caitlin tenía futuro.
Mia inclinó la cabeza.
– ¿A qué se debió la discusión del viernes?
– A sus notas -replicó el señor Burnette con tono seco-. Estaba a punto de suspender dos asignaturas.
Solliday carraspeó e intervino:
– ¿Qué asignaturas?
El señor Burnette se mostró muy desconcertado.
– Me parece que una es estadística. Caray, no lo sé.
Mia se irguió.
– Lo lamento, pero tengo que preguntarlo. ¿Su hija tenía algún problema con las drogas o el alcohol?
Roger Burnette entornó los ojos.
– Caitlin no tomaba drogas ni bebía alcohol.
Era exactamente la respuesta que la detective esperaba.
– Muchas gracias. -Mitchell se puso de pie y Solliday hizo lo propio. Mia había reservado lo peor para el final-. Aún no hemos identificado el cadáver.
El señor Burnette levantó el mentón y se ofreció:
– Iré yo.
La detective miró a Solliday, cuyo rostro continuaba estoicamente inexpresivo, aunque sus ojos se llenaron de compasión. Mia suspiró casi en silencio.
– Señor, no es necesario. Utilizaremos su historia dental.
La señora Burnette se incorporó bruscamente. Echó a correr al cuarto de baño y Mia dio un respingo al oírla vomitar. El señor Burnette se puso de pie sin tenerlas todas consigo y su cara adquirió un tono gris letal.
– Le daré los datos de nuestro dentista -afirmó y se dirigió a la cocina.
Mia lo siguió.
– Sargento, veo que cojea.
Roger Burnette dejó de mirar el pequeño listín negro y adoptó expresión de pesar.
– Sufrí un tirón.
– ¿Mientras trabajaba? -preguntó Solliday en un tono bajo y se detuvo detrás de la detective.
– Sí, perseguía a… -Dejó de hablar-. ¡Ay, Dios mío! Es por mi culpa. -Se apoyó en un taburete, junto a la encimera-. Alguien intenta vengarse de mí.
– Sargento, no lo sabemos -reconoció Mia-. Como sabe, tenemos que plantear las preguntas imprescindibles. Necesito los nombres de cuantos les hayan amenazado, tanto a su familia como a usted.
La risa de Roger Burnette sonó ronca.
– Detective, necesitará más hojas de las que tiene su libreta. Por favor, este asunto matará a mi esposa.
Mia titubeó, tomó una decisión y apoyó una mano en el brazo del sargento.
– Pudo ser azaroso. La investigación continúa. Si me dice el nombre del dentista le haremos una visita.
– Es el doctor Bloom. Vive en este barrio. -Burnette miró a Mia y apostilló con tono bajo-: Dígame, ¿la han… la han…?
Mia volvió a dudar antes de responder:
– Lo desconocemos.
El sargento desvió la mirada y espetó:
– Lo comprendo.
Mitchell se inclinó y volvió a llamar su atención.
– Sargento, lo que estoy diciendo es que realmente no lo sabemos. No se me ocurriría mentirle.
– Se lo agradezco. -Mia se alejó, pero el señor Burnette la sujetó del brazo y estuvo a punto de retorcerse de dolor. Aguantó y se emocionó al ver que al sargento se le llenaban los ojos de lágrimas-. Atrape al cabrón que le hizo esa barbaridad a mi niña -murmuró y la soltó.
Mia se irguió y el hombro le ardió.
– Le aseguro que lo atraparemos. -Dejó una tarjeta sobre la encimera-. Si me necesita, en el reverso figura mi número de móvil. Le agradeceré que no les comunique lo ocurrido a los amigos de Caitlin.
– Detective, conozco el protocolo -dijo Roger Burnette con los dientes apretados-. Entréguenosla lo antes posible… lo antes posible para que podamos enterrarla. -Se le quebró la voz.
– Haré cuanto esté en mi mano. Conocemos la salida… -Mia esperó a sentarse en el todoterreno de Solliday antes de soltar un bufido de dolor-. ¡Maldita sea, sí que me ha hecho daño!
– En la guantera hay analgésicos -ofreció Solliday.
Mia movió el brazo y se sobresaltó por la llamarada que pareció recorrerle el hombro.
– Acepto. -Buscó el frasco y se tragó dos pastillas sin agua-. El estómago no me lo perdonará, pero mi brazo le está muy agradecido.
El teniente esbozó una sonrisa.
– No hay de qué.
– Detesto esta clase de visitas. Sus hijos nunca la lían ni tienen problemas.
– Yo diría que si son policías es aún peor -opinó Solliday.
– Es verdad.
Mia se dio cuenta de que había pronunciado esas palabras con más fervor del que pretendía.
El teniente la miró antes de arrancar.
– ¿Lo dice por experiencia personal?
Mitchell supo que, si no se lo decía, Solliday acabaría por preguntárselo.
– Mi padre era policía.
El teniente levantó una ceja y, una vez más, se pareció al diablo.
– Ah. ¿Está jubilado?
– No, está muerto -respondió Mia-. Antes de que lo pregunte le diré que murió hace tres semanas.
Solliday asintió con la mirada fija en la calzada.
– Comprendo.
«No, no entiendes nada». Mitchell se dio cuenta de que no tenía ganas de discutir.
– Como todos, los hijos de los policías también pueden ir por mal camino.
– ¿Es lo que le ocurrió?
– ¿A qué se refiere? ¿A ir por mal camino? No, no perdí el norte. -Mia llegó a la conclusión de que no tenía por qué explicar nada más. Repasó sus notas-. Pudo ser accidental. Tal vez alguien entró a robar en casa de los Dougherty y encontró a Caitlin dándole de comer al gato.
– No estaba dándole de comer al gato. -Solliday la miró antes de volver a concentrarse en la calzada-. No ha querido decir nada ante Burnette, pero encontré páginas de un libro de estadística en el cuarto de huéspedes de casa de los Dougherty. Supongo que había ido a estudiar.
Mia pensó en la compasiva contención que el teniente había manifestado en presencia de los padres.
– Los Burnette no están obligados a saberlo. La discusión por las notas y el que hubiera ido a la casa a estudiar es lo mismo que echar sal en la herida. Iremos a casa de los Dougherty. Seguramente el equipo de especialistas ya habrá llegado.