Capítulo 18

Jueves, 30 de noviembre, 22:40 horas

– ¿Olivia Sutherland? -El tono de Dana, a través de la línea telefónica, era pensativo.

Mia estaba sentada en la cocina de Lauren. La hermana de Reed había preparado la habitación de invitados con toallas a juego y jabón perfumado. Mia casi había apartado el jabón de un manotazo, pero se alegraba de no haberlo hecho. Tenía un aroma tranquilizador y, por ridículo que pareciera, femenino.

Pensó en Reed mientras lo usaba, preguntándose si le gustaría, sabiendo que sí le iba a gustar. Sabiendo que esas eran probablemente las intenciones de Lauren. Hermanas. La de Reed y ahora… la suya.

– Llevaba una chaqueta como la mía, pero a ella le quedaba mejor.

– ¿Quieres que Ethan compruebe sus datos?

– Está bien. Ha dado toda la información cuando le han tomado declaración. Si sus datos no cuadran, lo sabremos muy pronto. Ella me odiaba. Bueno, aunque eso era antes.

– Tuvo que ser duro crecer sin un padre, sabiendo que él había elegido a otra persona.

– Pues yo crecí deseando ser otra persona.

– No vas a desperdiciar esta oportunidad, ¿verdad? Por favor, dime que no.

– No, no la voy a desperdiciar. He pensado en lo que dijiste, sobre el solomillo y la hamburguesa.

– Eso era con respecto a los hombres -dijo Dana con frialdad-. No se aplica a las mujeres y menos a las mujeres emparentadas contigo. Eso es un error, Mia.

– Cállate. Quiero decir que he pensado en la diferencia entre «arreglárselas» y tenerlo todo. Ya he perdido muchas cosas por esperar a que mi vida se asentase, a que fuera normal. Tal vez Olivia y yo podamos tener una relación o tal vez no. Ella ha dado el primer paso. Yo daré el siguiente. Y, si más no, al menos podré curarla de su desinformada visión de su padre.

Dana se quedó en silencio.

– ¿Qué le vas a contar, Mia? -le preguntó después.

– No lo sé. No todo, supongo. Demasiada información y todo eso.

– ¿Quieres que vaya contigo?

Mia sonrió. Al menos tenía una buena amiga.

– Lo pensaré.

– ¿Has pensado en lo que te dije sobre la hamburguesa con respecto a los hombres?

Mia miró al techo.

– Sí.

– ¿Y?

La detective soltó un soplido.

– Ese hombre no es una hamburguesa, Dana.

– ¿Ah? -La voz de Dana encerraba un cauteloso placer-. Cuéntame.

– Costilla de primera. -Pensó en cómo se había sentido. En cómo le había hecho sentirse él-. De primera. -Y mientras lo evocaba, allí estaba él en la puerta de atrás-. ¡Ay! Me tengo que ir.

– Espera -protestó Dana-. No me has contado dónde te quedas esta noche.

Reed hacía muecas al otro lado de la ventana.

– Estoy a salvo -dijo Mia y se puso de pie sin prisas-. Y estoy a punto de… consumir sustento.

– Llámame mañana y prepárate para ser un poco más generosa con los detalles.

Mia colgó y le dejó entrar. Él también se había duchado y cambiado, se había puesto unos tejanos gastados y un jersey viejo, y se había calzado unos flamantes mocasines sin calcetines. Al hombre le encantaban los zapatos. Reed estaba tiritando.

– Me he equivocado con la llave de este lado.

Estaban de pie, calibrándose el uno al otro en la tranquilidad de la cocina de su hermana. Luego ella ladeó la cabeza.

– Me has mentido. No hay barra de bomberos, ni trapecio.

Reed no sonrió.

– Pero hay un trampolín en el jardín trasero.

De repente tampoco ella tenía ganas de reír.

– Suéltalo, Solliday.

Reed no fingió no haberlo entendido.

– Necesitamos establecer algunas reglas.

Reglas. Podía arreglárselas con las reglas. Ella también tenía algunas.

– De acuerdo.

Reed frunció el ceño. Apartó la mirada durante un minuto, luego volvió a mirarla.

– ¿Por qué estás soltera?

La pregunta la sacó de quicio.

– Tengo una agenda muy apretada -contestó con sarcasmo-. Nunca encuentro un lápiz para apuntar las pruebas del vestido de novia.

Reed suspiró sonoramente.

– Lo digo en serio.

El problema era que ella también. Sin embargo, encontró otra respuesta que era igual de cierta.

– Soy policía.

– Muchos policías se casan.

– Y muchos se divorcian. Mira. Soy una buena policía. Estar casada ya es bastante difícil en circunstancias ideales. No creo que pudiera ser buena en las dos cosas al mismo tiempo.

La respuesta pareció relajarlo.

– ¿Lo has estado?

– ¿Qué?, ¿casada? No. -Vaciló, luego se encogió de hombros-. Estuve comprometida una vez, pero no hubo puros. -Lo miró sin alterarse-. Y tú, ¿por qué no te has vuelto a casar?

Tenía los ojos fijos en los de ella, serios y concentrados.

– ¿Crees en las almas gemelas?

– No. -Pero su mente se rebeló; Dana y Ethan lo eran. Abe y Kristen lo eran. Bobby y Annabelle… no lo eran-. Para algunas personas tal vez -corrigió.

– Pero ¿no para ti?

– No, no para mí. ¿Por qué? ¿Christine era tu alma gemela?

Reed asintió.

– Sí.

Su convicción era incuestionable.

– ¿Y solo tienes una? -preguntó Mia.

– No lo sé -dijo Reed con sinceridad-, pero nunca he conocido a nadie como ella y no tengo ganas de conformarme con menos.

La detective no pudo evitar una mueca.

– Bueno, eso es muy directo.

– No quiero mentirte. No quiero que me malinterpretes. Tú me gustas, te respeto. -Bajó la vista hacia sus lustrosos zapatos-. No quiero hacerte daño.

– Solo quieres tener sexo conmigo. -Le salió en un tono más desilusionado de lo que pretendía.

Reed levantó la mirada con cautela.

– Básicamente sí.

Empezaba a irritarse.

– Entonces, ¿por qué no te ligas a alguna mujer en un bar?

Sus ojos oscuros centellearon.

– No quiero un polvo de una noche. Maldita sea. No quiero casarme, pero eso no significa que me conforme con… No importa. Me he equivocado al empezar esto.

– Espera.

Reed se detuvo con la mano crispada en el picaporte sin decir nada.

– Deja que me aclare. Quieres sexo con alguien a quien respetas, de cuya compañía puedes disfrutar pero con límites. No quieres casarte ni nada parecido a un compromiso formal. Creo que el término para eso es «una relación sin ataduras». ¿Es correcto?

Tomó aire y exhaló la respuesta.

– Sí. Y mi hija no debe saberlo.

Mia volvió a hacer una mueca.

– Está claro que no queremos dar mal ejemplo.

– Es demasiado joven para comprenderlo. No quiero que piense que está bien tener sexo de manera indiscriminada, porque no será esto.

Mia se sentó a la mesa de la cocina y se pasó la mano por el cabello.

– Así que es una relación física beneficiosa para los dos, con algunas conversaciones íntimas y sin ataduras.

Reed se quedó donde estaba.

– Si tú quieres.

Mia levantó la barbilla.

– ¿Y si no quiero?

– Me iré a casa y dormiré solo. -Sus ojos parpadearon-. En realidad no quiero dormir solo.

– Mmm. Y ¿has tenido estas relaciones «sin ataduras» antes?

– No a menudo -admitió Reed.

Su larga abstinencia ahora tenía sentido.

– Ese es el motivo de que haga seis años.

– Esencialmente. ¿Tú quieres ataduras, Mia?

Ahí estaba. La oferta. Era solomillo en un panecillo de hamburguesa. Con todo el sabor, sin el revuelo de la cubertería de plata, la porcelana fina y los camareros a los que darles propina. Hacía veinticuatro horas, en la cocina de Dana, ella misma insistía en que eso era lo que quería. Ahora, en la cocina de Lauren, reconoció que aquello era lo que estaba destinada a aceptar. No habría corazones rotos ni niños a los que amargarles la vida. Sería lo mejor.

– No. Yo tampoco quiero ataduras.

Reed permaneció en silencio mientras la miraba. Ella pensó que él no la creía. No estaba segura de creerse a sí misma. Entonces él le tendió la mano. Mia puso la mano en la de Reed y él la levantó de la silla. Lentamente al principio, tiró de ella hasta acercarla y la abrazó. Luego la besó, con la boca cálida, fuerte y… anhelante. La necesidad se desató dentro de ella al instante, demasiado poderosa para negarla.

Se abrazó al cuello de Reed, le pasó los dedos por el pelo y tomó lo que necesitaba. Las manos de Reed en su trasero la levantaron hasta él, frotándola contra el duro bulto de sus tejanos gastados. Le hizo estremecerse de manera incontrolable y se arqueó contra él. «Más, por favor». Las palabras resonaron en su mente, sin salir jamás de sus labios, pero le dijo lo que quería con el cuerpo, con aquel modo de devolverle el beso.

Reed apartó la boca, la besó en el cuello con avidez, con voracidad.

– Te deseo. -Fue un gruñido desde lo más hondo de su garganta-. Déjame tenerte. -Cerró la boca en torno al pecho de Mia, arrancando de ella un grito desesperado-. Di que sí. Ahora.

Mia arqueó la espalda, como abandonándose a la sensación que él le producía.

– Sí.

Reed se estremeció, fuerte, como si no hubiera estado seguro de su respuesta. Entonces la llevó a través de la cocina y subió la escalera hasta donde les aguardaba la gran cama.

– Ahora.


* * *

Viernes, 1 de diciembre, 2:30 horas

El coche al que le había estado poniendo mala cara durante casi dos horas se alejó del bordillo. Por fin. Pensaba que aquellos adolescentes nunca iban a dejar de montárselo en el asiento trasero del Chevrolet. Y cuando lo hicieron, el chico acompañó a la chica hasta la puerta del 995 de Harmony Avenue, justo a una casa de distancia de la que él quería, solo para pasar la siguiente media hora con la lengua metida en lo hondo de la garganta ante la puerta principal. Ahora la chica estaba dentro y el chico se había largado.

Rodeó la parte trasera del 993 de Harmony Avenue, con el pasamontañas puesto. El propietario de la casa había añadido un ala con cocina propia y una entrada separada. No sabía por qué Joe y Laura Dougherty estaban allí, ni le importaba. Solo quería matarlos para seguir con lo demás. Abrió fácilmente la cerradura de la puerta trasera y se metió dentro.

Una mancha blanca captó su atención. Era el mismo gato que había sacado la noche en que había matado a Caitlin Burnette. Cogió enseguida al gato, lo acarició de la cabeza a la cola y luego volvió a sacarlo fuera. Regresó para estudiar la cocina, frunciendo el ceño ante las resistencias eléctricas del horno. Allí tampoco había gas. No habría explosión. Soltó un bufido de frustración.

Pero ya no importaba. Se consolaría haciendo que Laura Dougherty se retorciera de dolor mientras aún estuviera con vida. Luego le prendería fuego, tal y como había hecho con las demás. Subió en silencio hasta el dormitorio. Bien. Dos personas dormían en la cama esta vez. Los tenía. No volverían a escapársele.

Se palpó la espalda, asegurándose de que la pistola estaba segura allí. No planeaba usarla, pero tendría que estar preparado por si sucedía algo inesperado. Debería haberla usado contra el investigador jefe de incendios aquella noche, pensó sombríamente. Se avergonzaba tanto de no haberlo hecho como de que casi lo hubiesen atrapado.

Solliday lo había puesto nervioso. No esperaba tanta velocidad en un tipo tan grande, pero en los minutos en que escapaba para salvar la vida, no había pensado en el arma. Además, le gustaban mucho más los cuchillos.

Se acercó a la cama. Joe Dougherty estaba boca abajo y Laura yacía acurrucada a su lado. Tenía el cabello más oscuro que lo que lo tenía hacía todos aquellos años.

Le molestaba que las mujeres quisieran parecer más jóvenes cuando no lo eran, pero ya se ocuparía de ella más tarde. Primero tenía que ocuparse de Joe. Y así lo hizo, hundiendo el cuchillo en la espalda del hombre con una habilidad sigilosa, justo en el lugar correcto para que muriera al instante. Solo un borboteo de aire escapó de sus pulmones. La vieja Dougherty probablemente estaba demasiado sorda para oírlo.

Pero se agitó.

– ¿Joe? -murmuró.

Saltó sobre ella antes de que pudiera darse la vuelta, le apretó la cara contra la almohada y le clavó la rodilla en los riñones. Laura se revolvió con una fuerza sorprendente. Él sacó un trapo del bolsillo y se lo metió en la boca, le cogió las manos y se las ató a la espalda con un cordel fino.

Luego le dio la vuelta y le hizo trizas el camisón de franela antes de mirarla a los ojos. Le dio un vuelco el corazón. No era ella.

Maldita sea, joder, no era ella. Con los dientes apretados le puso la punta de la navaja en la garganta.

– Si gritas, te degüello como a un cerdo. ¿Lo entiendes? -Con los ojos desorbitados de terror, la mujer movió la cabeza para asentir, de modo que le quitó el trapo de la boca-. ¿Quién eres?

– Donna Dougherty.

Le costaba respirar. «Contrólate».

– Donna Dougherty. ¿Dónde está Laura?

Ella abrió más los ojos.

– Muerta -dijo con voz ronca-. Muerta.

La cogió por el cabello y tiró de ella.

– No me mientas, mujer.

– No te miento -sollozó ella-. No te miento. Está muerta. Te lo juro.

Notó el rugido de un animal que luchaba por escapar de su pecho.

– ¿Cuándo?

– Hace dos años, de un ataque al corazón.

La rabia casi lo superaba.

Dio la vuelta al hombre que estaba tumbado al lado de ella. La sangre manaba de la comisura de su boca y Donna gimió.

– Joe. ¡Oh, no!

– Joder.

El hombre era demasiado joven. Tenía que ser el hijo de Joe. Joe Junior. La mujer tenía que morir. Lo había visto. Sentía una furia violenta; lo habían vuelto a engañar. Le dio la vuelta y sujetándola por el cabello le cortó el cuello.

Dejó el huevo en la cama con manos temblorosas. Debería haberse dado cuenta la primera vez que no estaban en casa. Debería haberlo aceptado como el destino. Ella no era tan importante como los demás, pero había sido la pieza incompleta de un rompecabezas acabado, y le había preocupado mientras estaba viva. Pero Laura estaba muerta, muerta desde hacía mucho tiempo, y fuera de su alcance.

Prendió la mecha, esta vez no para castigar ni para celebrar, sino para ocultarse.


Viernes, 1 de diciembre, 3:15 horas

Reed supo el momento en que ella se despertó. Acurrucada contra él, su cuerpo tenso se estiró y se arqueó otra vez contra él.

– Hola -susurró Mia.

Reed tenía la cara hundida en la grácil curva de su hombro y la mano ocupada en el cálido y húmedo calor de su entrepierna.

– ¿Te he despertado? -preguntó el teniente.

Mia jadeó cuando el pulgar de Reed encontró su punto más vulnerable.

– Me preguntaba cómo manejarías esto -dijo ella-. Me refiero, dado el conjunto… -Mia se estremeció contra él de manera brusca-. Destreza, jolín.

– Me las arreglo bien -dijo, acariciándola y disfrutando de la sensación de su cuerpo arqueado-. Me he despertado y volvía a tener ganas de ti.

Se había despertado con ganas de tocarla y su corazón se había calmado cuando sus manos habían tocado la piel de Mia en lugar de aire.

Mia intentó darse la vuelta, pero Reed la sostenía con fuerza en su sitio.

– No. -Colocó la pierna de ella otra vez sobre su cadera-. Déjame a mí. Déjame. -Ella se rindió por completo, gimiendo cuando Reed se hundió en ella-. Déjame, Mia.

Lo cogió por el cuello mientras hacía trabajar sus caderas como pistones.

– Te dejo.

Y lo dejó. Lo dejó hacer todo, respondiendo con una intensidad que le hizo sentirse como si hubiera conquistado un continente. Aquella vez no fue distinto y se corrió de manera formidable alrededor de él, arrastrando a Reed a su propio clímax con tanta fuerza que se preguntó si se le pararía el corazón. Yacían jadeantes y su risa llenaba la habitación.

– Me has despertado.

Reed le dio un beso perezoso en un lado del cuello.

– ¿Debo disculparme?

– ¿Sientes que debes?

– No.

Mia volvió a reír, esta vez más flojo.

– Entonces no te disculpes.

Reed la abrazaba, acariciándole todo el muslo, cuando notó el moretón del brazo en la tenue luz procedente de la farola de la calle. Encendió la luz, asustado.

– ¿Yo te he hecho esto?

– ¿Qué? ¡Ah, eso! No. Me tropecé con algo cuando salía esta noche de la oficina.

– Bien. No pretendía ser rudo contigo.

– No lo has sido. Ha estado bien. -Suspiró, satisfecha-. Creo que ambos teníamos muchas necesidades acumuladas. No hacía seis años, pero para mí también hacía mucho tiempo.

Había estado comprometida. De repente, él necesitó saber por qué no había seguido adelante.

– Mia, ¿por qué no te casaste?

Se quedó callada tanto tiempo que Reed pensó que no le iba a contestar. Se estaba maldiciendo a sí mismo por haber preguntado cuando ella suspiró, esta vez pensativa.

– Quieres saber más sobre mi ex.

– Lo que en realidad deseo saber es por qué has dicho que no querías querer esto. -La besó en el hombro, bajando un poco el tono-. Eres muy buena en esto.

Pero su inflexión seductora no la animó.

– El sexo nunca ha sido un problema para mí, Reed. Guy nunca se quejó de eso.

Entonces se llamaba Guy. Un nombre francés. No veía a Mia con un tipo francés llamado Guy. No era de esas mujeres de rosas y romanticismo. Sin embargo, notó que lo asaltaban los celos y los apartó de su cabeza. Al fin y al cabo Guy se había ido.

– ¿De qué se quejaba entonces?

– De mi trabajo, de las horas que me ocupaba. -Hizo una pausa-. Su madre también se quejaba. Ella no creía que fuera lo bastante buena para su niño.

– Suele pasar con las madres.

– ¿Tu madre creía que Christine era lo bastante buena para ti?

Recordaba su relación con cariño.

– Sí, sí lo creía. Christine y mamá eran amigas. Iban a comprar y a comer juntas y todas esas cosas.

– Bernadette y yo nunca tuvimos ese tipo de relación. -Mia suspiró-. Conocí a Guy en una fiesta. Estaba fascinado con mi trabajo. Todo eso del CSI y tal. Y yo me interesé en el suyo.

– ¿A qué se dedicaba?

Se puso boca arriba y levantó la mirada hacia él.

– Era Guy LeCroix.

Reed tuvo que admitir que estaba impresionado.

– ¿El jugador de hockey? -LeCroix se había retirado la temporada anterior, pero había sido un mago en el hielo-. ¡Uau!

Los labios de Mia se curvaron en media sonrisa.

– Sí. ¡Uau! Tenía asientos justo detrás del banquillo. -La sonrisa se desvaneció-. Le gustaba presentarme como su novia, la poli de Homicidios.

– Entonces, ¿por qué te comprometiste con él?

– Me gustaba de verdad. Guy es un buen tipo y mientras jugaba, las cosas iban bien. No estaba en casa lo suficiente como para exigirme nada. Luego se retiró y las cosas cambiaron. Quería que nos casáramos y yo me dejé arrastrar por su estela. Luego se metió por medio Bernadette. Tenía ideas muy concretas sobre cómo tenían que ser las bodas y las esposas.

– Deduzco que no encajabas en sus requisitos.

– No -dijo Mia con sarcasmo-. Además, yo había cancelado demasiadas pruebas para mi vestido y a Bernadette le dio un berrinche. Lo descubrí la noche siguiente cuando Guy me llevó a ese restaurante tan pijo del centro con manteles de lino, copas de cristal y camareros que aguardan para atenderte.

Mia hizo una mueca. Odiaba ese tipo de sitios. Reed le acarició la barbilla con el pulgar.

– ¿Y?

– Y Guy me informó de que yo había cancelado el setenta y tres por ciento de las citas que su madre había establecido para la boda; entonces él se puso severo y añadió que yo había roto el sesenta y siete por ciento de nuestras citas. Resultaba revelador que nuestras citas fueran secundarias. Además, insistió en que yo «mejorase mi rendimiento». Sí, creo que así es como lo dijo.

– ¿Y te dio algunos consejos de entrenador sobre cómo debías hacerlo?

Los labios de Mia dibujaron una sonrisa divertida.

– Por supuesto. -Otra vez su sonrisa volvió a desvanecerse-. Pero en esencia era que yo tenía que pedir el traslado a otro departamento. O mejor aún, dejarlo por completo. Además, no podría trabajar cuando me quedara embarazada. -Clavó en Reed una mirada desafiante-. Yo había sido sincera con eso todo el tiempo, yo no quería niños. Pero Guy se olvidó convenientemente de ese hecho o pensó que podría convencerme para que cambiara de idea. Yo le refresqué la memoria y tuvimos una riña monumental. Y cuando se acabó, le devolví el anillo. Él no creía que yo lo haría en un lugar público como aquel en medio de la porcelana y la mantelería de lino.

Reed se sintió orgulloso de la postura de Mia.

– Estaba equivocado.

– Sí, pero le hice daño. Yo no quería hacerle daño ni era mi intención hacérselo, pero se lo hice. Él quería un hogar y una esposa y al final lo que tenía era una policía de Homicidios.

Era demasiado para que ella cambiara, pero Reed sintió lástima por LeCroix.

– Debería decir que lo siento.

Mia hizo una mueca.

– ¿Lo sientes?

Reed recorrió con la yema de un dedo la parte más plena de los pechos de Mia, vio cómo la areola se arrugaba y los pezones se ponían duros. Tenía unos senos increíbles.

– No -dijo con voz ronca.

Como reacción, los ojos de Mia se oscurecieron.

– Entonces no lo sientas. Además creo que Guy sintió menos la ruptura que Bobby.

«Ah». Ahora estaban llegando a alguna parte.

– Bobby. Tu padre.

Mia esbozó una sonrisa crispada.

– Mi padre. Le gustaba la idea de tener a Guy LeCroix como yerno. Creo que en su mente era lo mejor que había hecho en mi vida.

Reed frunció el ceño ante la amarga hostilidad que reflejaba la voz de Mia.

– ¿Mejor que ser policía?

– Yo nunca fui una policía para él. Yo era solo una… chica. -Lo escupió como si fuera el peor de los epítetos-. Buena para casarse. Y si él tenía gratis buenos asientos para el hockey, mucho mejor.

Reed alargó la mano por encima de ella y cogió la vieja cadena con las placas de identificación de la mesilla de noche donde las había dejado antes. Le parecía extraño que las llevara pues Mia nunca había estado en el ejército. Las sostuvo a la luz. Mitchell, Robert B.

– Son suyas. ¿Por qué las llevas si lo odiabas?

Mia frunció el ceño.

– Tu madre… ¿Sabía alguien que era una mujer maltratada o ponía buena cara para disimular?

La necesidad de saberlo lo asaltó de repente y lo dejó helado.

– Mia, ¿tu padre te…?

Mia apartó la mirada y luego volvió a dirigirla hacia él, ensombrecida y llena de culpa.

– No. -Pero Reed no la creyó y se le revolvió el estómago ante las imágenes que su mente creaba-. No -repitió ella, con algo más de fuerza-. En general solo me pegaba, cuando se emborrachaba.

Su primer impulso fue apartarse, ante el temor de que ella se quebrase, pero no lo hizo. Sabía que no podía. Se tragó la bilis que ardía en su garganta, porque pensó que ella lo necesitaba, la besó en la sien y dejó los labios allí un buen rato.

– No tienes que contarme más, Mia. Está bien.

Pero ella prosiguió; ahora Reed tenía los ojos fijos en las placas que aún sostenía en la mano.

– Cuando era niña, solía pensar que si era lo bastante rápida, lo bastante lista, lo bastante buena… él dejaría de beber. Sería para nosotras el padre que fingía ser para el resto del mundo. Yo era la atleta estrella del instituto. Pensé que así me querría. Cuando me di cuenta de que no iba a cambiar, los deportes se convirtieron en mi billete de salida.

– Fuiste a la universidad con una beca de fútbol -recordó-. Te libraste.

– Sí, pero Kelsey aún estaba en casa, volviéndose cada vez más salvaje. -Mia frunció los labios y él se preguntó qué era lo que se estaba guardando para sí-. Era su modo de castigar a Bobby. No podía conseguir que lo dejara, pero podía avergonzarlo hasta el límite, y cuando a Kelsey se le mete una cosa en la cabeza, no hay quien se la quite.

«Un rasgo de familia», pensó Reed.

– Se metió en líos.

– ¡Oh, sí! Se juntó con un adicto a las drogas llamado Stone. Intenté detenerla, pero ella… no quería saber nada de mí. Cuando tenía diecisiete años ya estaba enganchada. A los diecinueve, estaba en la cárcel. Durante los tres primeros años que estuvo dentro, ni siquiera me veía. Luego sí y… -Dejó que la idea se desarrollara y después tragó saliva con dificultad-. Es todo lo que me queda. Si Marc no consigue que la trasladen…

– ¿Te ha mentido alguna vez Marc Spinnelli?

– No. Confío en él más que en ningún hombre que haya conocido jamás. Salvo quizá en Abe. -Mia tomó aliento y lo soltó-: Y supongo que en ti. Te he contado cosas que no debería haberte contado.

Algo cambió dentro de él.

– No lo contaré. Te lo prometo.

– Te creo. Creo que esta noche me ha puesto más nerviosa de lo que me gustaría admitir. En realidad odio que me disparen. -Le quitó las placas de la mano a Reed-. Pero no he respondido a tu pregunta. El día que me dieron mi placa, mi padre me llevó con sus colegas policías a su bar. Entonces yo era uno de ellos. Formaba parte de… algo. ¿Entiendes lo que eso significa?

Reed asintió. Ser parte de algo muy unido y que te presta apoyo cuando has estado solo tanto tiempo… A él le pasaba con los Solliday, luego con el cuerpo de bomberos. Más tarde con Christine.

– Era como ser una familia, por fin.

– Sí. Además, Bobby estaba en su elemento, presumiendo. Fue un buen día, dijo él. Y delante de todo el mundo me dio sus placas. Dijo que lo habían mantenido a salvo en Vietnam y esperaba que me mantuvieran a salvo en la policía. ¿Qué le iba a hacer yo? Había crecido con la mayoría de aquellos tipos, pero ninguno de ellos supo nunca lo que ocurría en nuestra casa.

– O prefirieron no saberlo -murmuró Reed y Mia se encogió de hombros.

– ¿Quién sabe? Fuera como fuese, me las puse, con la intención de devolvérselas, pero antes de llegar a casa tuve un accidente. Mi coche fue siniestro total y yo salí andando sin un arañazo. Pensé que tal vez las placas me dieran suerte después de todo. Y con el paso de los años, he tenido suerte en más ocasiones de las que puedo contar.

Reed la besó en el hombro donde se había formado una cicatriz.

– Murphy me contó lo de la otra vez. Cuando le dispararon a tu compañero. Dijo que casi te pierden.

– Entonces también tuve suerte. La bala me dio justo aquí. -Se tocó el abdomen-. Y salió sin tocar ningún órgano importante. Fue entonces cuando descubrí que me faltaba un riñón. Había nacido solo con uno, así que la bala no podía darme en ningún sitio. La bala me atravesó y yo estaba tan fresca. -Apartó la mirada-. Y Ray murió. Después de eso tuve que añadir la placa de alerta médica por lo del riñón. Estuve a punto de quitarme las placas algunas veces, pero al final no lo hice. Supongo que las llevo por superstición.

Mia colocó la que llevaba grabada la alerta médica detrás de las de su padre. Reed se preguntó si ella sabía que hacía eso.

– O tal vez una parte de ti necesita complacer a tu padre -dijo Reed y los ojos de Mia se volvieron inexpresivos. Se puso con cuidado la cadena alrededor del cuello.

– Pareces Dana. Y tal vez tengas razón. Lo cual, teniente Solliday, es el verdadero motivo por el que no quiero ataduras. Estoy demasiado jodida para colgarme de ellas. -Mia rodó en la cama y se sentó en el borde sola; Reed sintió que se le partía el corazón.

– Lo siento, Mia.

– ¿En serio? -preguntó con voz dura.

– Esta vez sí. En serio. Yo… -El teléfono móvil de Mia empezó a sonar-. Maldita sea.

La detective cogió el teléfono de la mesilla de noche.

– Es Spinnelli. -Con los ojos fijos en los de Reed, lo abrió-. Mitchell. -Mia escuchaba y mientras lo hacía se quedaba sin aire en los pulmones-. Yo lo tranquilizaré. Estaremos allí en menos de veinte minutos. -Cerró con violencia el teléfono-. Vístete.

Él ya lo estaba.

– ¿Otro más?

– Sí. Joe y Donna Dougherty están muertos.

Reed cerró los ojos y las manos se le detuvieron en la hebilla del cinturón.

– ¿Qué?

– Sí. Parece ser que se habían trasladado del Beacon Inn. -Se puso la blusa por la cabeza con ojos centelleantes-. Parece ser que ellos eran el blanco definitivo, después de todo.


Viernes, 1 de diciembre, 3:50 horas

Él no había regresado a casa. El niño estaba en la cama, acurrucado hecho una bola, escuchando los amortiguados sonidos del llanto que procedía del recibidor en el piso de abajo. No era la primera vez que su madre lloraba en la cama. Y sabía que no sería la última. A menos que hiciera algo.

No había regresado a casa, pero su cara estaba en las noticias. Lo había visto él mismo. Así que su madre también había tenido que verlo. Por eso lloraba toda la noche. «Tenemos que contárselo, mamá», había dicho, pero ella lo había cogido con los ojos desorbitados y asustados. «No puedes. No digas una palabra. Él se enteraría».

Le miró la garganta, la parte superior de la marca sobresalía por debajo del vestido. El corte era lo bastante largo y profundo como para dejar una cicatriz. Él le había hecho aquello a su madre, la primera noche. Y amenazaba con hacer algo peor si lo contaban. Su madre estaba demasiado asustada para hablar.

Se acurrucó hecho una bola más apretada, temblando. «Yo también».


Viernes, 1 de diciembre, 3:55 horas

La parte delantera de la casa estaba intacta. Dos bomberos salían de la parte trasera, tirando de la manguera. El olor del fuego aún impregnaba el aire. Mia se abrió paso ante el camión de bomberos donde dos policías de uniforme hablaban con el técnico forense. Era Michaels, el tipo que se había ocupado del cadáver del doctor Thompson hacía menos de veinticuatro horas. Detrás de él había dos camillas vacías, cada una con una bolsa negra plegada.

– ¿Qué tiene, Michaels? -preguntó.

– Dos adultos, un hombre y una mujer. Ambos de unos cincuenta años. Al hombre lo han apuñalado en la espalda con una hoja fina y larga, a la mujer la han degollado. Los dos estaban en la cama cuando ocurrió. La cama ha ardido en llamas, pero los aspersores del techo han apagado la mayor parte de las llamas, de modo que los cadáveres están quemados, pero no carbonizados. He dejado los cuerpos en la cama hasta que los investigadores tengan la oportunidad de echar un vistazo. Tengo entendido que están de camino.

– He llamado al teniente Solliday en cuanto me he enterado. De hecho -dijo Mia mirando por encima del hombro-, debería estar aquí ya.

El todoterreno de Solliday aparcó al final de la línea de coches. Reed sacó su maletín de herramientas y se dirigió hacia el camión de bomberos. Se detuvo para charlar con el jefe de la dotación, echando algún vistazo de vez en cuando a la casa. De repente, levantó la mano para saludarla, como si no acabara de salir de su cama. Como si ella no le hubiera contado la maldita historia de su vida de la manera más vergonzosa y humillante. «¿En qué estaría yo pensando?» ¿Qué estaría pensando él en aquel momento?

Mia supuso que Reed trataba la situación de la mejor manera posible. Se volvió hacia los agentes.

– ¿Quién ha identificado a la pareja como los Dougherty? Lo último que sabíamos de ellos es que estaban en el Beacon Inn.

– La propietaria de la casa. Está sentada en el coche patrulla -dijo uno de los policías uniformados-. Se llama Judith Blennard.

El policía acompañó a Mia hasta el coche patrulla y se inclinó, hablando en voz muy fuerte.

– Señora, esta es la detective Mitchell. Quiere hablar con usted.

Judith Blennard tenía unos setenta años y pesaba muchos más kilos, pero tenía ojos intensos y una voz atronadora.

– Detective.

– Tendrá que hablar alto, detective. La han traído sin audífono.

– Gracias. -Mia se acuclilló-. ¿Se encuentra bien, señora? -preguntó en voz alta.

– Estoy bien. ¿Cómo están Joe Junior y Donna? ¿Nadie me lo va a decir?

– Lo siento, señora. Están muertos -dijo Mia y el rostro de la mujer se vino abajo.

Se tapó la boca con una mano pequeña y huesuda.

– ¡Oh, Dios! ¡Oh, Dios mío!

Mia le cogió la mano. Estaba fría como el hielo.

– Señora, ¿por qué estaban en su casa?

– Conozco a Joe Junior desde que tenía cinco años. No había personas en el mundo más buenas que Joe padre y Laura Dougherty. Siempre se ofrecían para labores benéficas, acogiendo niños descarriados. Cuando vi lo que les había pasado a Joe Junior y a Donna, me pareció justo devolverles el favor y acogerlos a ellos. Les ofrecí que usasen esta ampliación de mi casa todo el tiempo que necesitaran. Al principio se negaron, pero… Esto no ha sido una coincidencia, detective.

Mia le apretó la mano.

– No, señora. ¿Ha visto entrar a alguien o ha oído algo?

– Sin mi audífono apenas oigo nada. Me fui a dormir a las diez y no me he despertado hasta las seis. Aún estaría dormida si este amable bombero no hubiera venido a buscarme.

No era la compañía de David Hunter, Mia lo había notado enseguida. Mientras los bomberos recogían su equipo, Reed acabó de hablar con el jefe y se dirigió hacia ellas, hablando por su pequeña grabadora. Se detuvo junto al coche patrulla y Mia le hizo una seña para que se agachara.

– Esta es la señora Blennard. Es la propietaria de la casa. Conocía a los padres de Joe Dougherty.

Solliday se acuclilló junto a ella.

– El fuego solo ha alcanzado la ampliación -comentó en voz alta-. Alguien fue lo bastante listo como para construir cortafuegos y aspersores de sobra.

– Mi yerno es el constructor. Construimos la ampliación para mi madre. Nos daba miedo que se dejara un fuego o algo encendido e instalamos aspersores de más.

– Eso ha salvado su casa, señora -le dijo Reed-. Probablemente pueda volver en unos días, pero nos gustaría que se quedara en algún otro lugar esta noche si no le importa.

La señora Blennard le dirigió una mirada intensa.

– Mi yerno viene a buscarme. No soy una vieja estúpida. Alguien ha matado a Joe Junior y a Donna esta noche. No voy a quedarme aquí para que venga en mi busca. Aunque sería bueno recuperar mi audífono.

– Enviaré a alguien a buscarlo, señora. -Solliday le dio la orden a uno de los agentes y luego le hizo un gesto a Mia-. Los aspersores han causado estragos en lo que respecta a la conservación de pruebas, pero los cuerpos no se han quemado.

– Eso es lo que dijo Michaels. ¿Podemos entrar?

– Sí. Ben ya está dentro y estoy esperando a que llegue Foster con su cámara.

– Y yo he llamado a Jack. Está enviando un equipo. -Mia lo siguió hasta la parte trasera y entró donde Ben Trammell estaba montando los focos.

– El fuego solo ha quemado la habitación, Reed -dijo Ben-. Y no demasiado. Esta vez podemos tener suerte y conseguir algo que vincule a nuestro tipo con el escenario del crimen.

– ¡Ojalá! -dijo Solliday, apuntando con la linterna al techo-. Bonita instalación. White no debió de notar los aspersores.

Los focos se encendieron y todo el mundo miró la cama. El señor Dougherty yacía boca abajo mirando de costado y la señora Dougherty yacía boca arriba en la almohada. La sangre empapaba la ropa de cama.

– Él murió al instante -dijo Michaels detrás de ellos-. La hoja fue directa al corazón. Ella tiene heridas que demuestran que se defendió. -Le levantó el camisón para mostrar un enorme moretón oscuro en la parte baja de la espalda-. Probablemente le puso la rodilla encima.

– ¿Le ha cortado usted el camisón? -preguntó Mia y Michaels negó con la cabeza.

– La han encontrado así. El tejido está cortado limpiamente.

– Le hará un test de violación, ¿verdad?

Él le clavó la mirada.

– No parece haber indicios de que la hayan forzado, detective. A esta dama le salen morados con bastante facilidad, y no hay señales de morados en sus muslos. Pero le haremos la prueba.

– Gracias. ¿Puede llevárselos? -le preguntó a Solliday y él asintió. Frustrada y triste, permaneció con Reed al pie de la cama de los Dougherty mientras Michaels se los llevaba. Luego Mia volvió a centrarse-. Mató primero al señor Dougherty.

– Porque podía intentar proteger a su esposa.

– Justo. Murió sin dolor, pero la señora Dougherty… La ató, le hundió la rodilla en la espalda y en algún momento le dio la vuelta y le cortó el camisón.

– Pero parece que no la violó. Me pregunto por qué. No puedo imaginármelo como un personaje que de repente tiene conmiseración.

– Tal vez desbarataron su plan. Entonces le dio la vuelta y le cortó el cuello desde detrás. Se asustó y salió huyendo. ¿Por qué?

– No lo sé. ¿Por qué los Dougherty para empezar?

– No tiene sentido -coincidió Mia-. Los Dougherty ni siquiera conocían a Penny Hill.

– Y hemos estado toda la semana buscando lazos que no existían -añadió él de modo sombrío.

Pero más que las horas perdidas leyendo expedientes, Mia estaba pensando en Roger Burnette y la pena que encerraban sus ojos cuando la había enfrentado a los pocos progresos que habían hecho.

– Necesitamos contárselo a Burnette. Necesita saber que no es responsable de la muerte de Caitlin.

– ¿Quieres que vaya contigo? -preguntó Reed.

Pensó en la rabia ebria de los ojos de Burnette. Sería buena idea tener a Solliday cerca.

– Si quieres.

– Cuando acabe aquí iremos.

– Llamaré al padre de Joe Dougherty en Florida.

Se dirigía a su coche cuando oyó su nombre. Era uno de los agentes y sostenía un gato blanco.

– ¿Detective? Hemos encontrado este gato fuera y dice la señora Blennard que era de los Dougherty. No puede llevárselo con ella a casa de su hija.

Mia miró el gato.

– ¿Y qué quiere que haga yo con él?

Él se encogió de hombros.

– Puedo llamar a la protectora de animales o… -Sonrió con encanto-. ¿Quiere un gato?

Mia le echó un vistazo al gato. Las placas de identificación de su collar se parecían mucho a las suyas.

– Eres un gato con suerte, Percy. Te has librado de una bala dos veces en esta semana.

El gato parpadeó.

– Le gusto -murmuró Mia-. Por ahora puedes sentarte en mi coche.


Viernes, 1 de diciembre, 5:05 horas

Reed notó que estaba detrás de él antes de que ella hablara.

– ¿Has encontrado algo? -preguntó Mia.

Reed sacudió la cabeza.

– No. No ha usado gas porque no hay. No cubrió el pecho de Donna Dougherty con el catalizador sólido como hizo con Penny y Brooke.

– Usó un huevo con una mecha -dijo Ben desde el rincón donde cribaba escombros-. Eso es lo único que hizo igual.

– Se lo he notificado a Joe padre y he recabado información puerta a puerta.

Reed podía ver lo mucho que le costaba a Mia.

– ¿Le has preguntado qué relación tenían Joe Junior y Donna con Penny Hill?

– Lo he intentado. Después de lo que le he contado sobre sus muertes, ha dejado de hablar. -Mia frunció el ceño-. He tenido que llamar al sheriff local y lo han encontrado desvanecido en el suelo con el teléfono aún en la mano. Lo han llevado corriendo al hospital. Creen que ha tenido un ataque al corazón.

– Esto se pone aún mejor -dijo Reed-. Pobre hombre.

– Lo sé. Me habría gustado saber que tenía una dolencia cardíaca. Iré a buscar información sobre el pariente más próximo de Donna Dougherty a la oficina cuando abra dentro de unas horas. Además, me han dado una descripción de un coche de aspecto sospechoso que anoche estuvo en la calle unas dos horas. Una chica y su novio se estaban magreando en el asiento de atrás del coche del novio y cada vez que salían a tomar aire veían ese coche. Un Saturn azul claro.

– ¿Tomaron el número de la matrícula cuando salieron en busca de aire? -preguntó Jack con sarcasmo.

– Solo la mitad. ¡Ah!, y volvió a soltar al gato.

– ¿Dónde está Percy? -preguntó Reed.

– En mi coche. Esta vez está limpio. Si estás preparado, sigo queriendo ir a casa de Burnette.

– Vamos.

Esperó a que ella saliera primero, luego refunfuñó. Una furgoneta de Action News estaba aparcada a un lado de la calzada, y una bien acicalada Holly Wheaton, de pie en la calle. Notó que Mia se tensaba cerca de él.

– No digas nada -murmuró Reed-. Por favor. Aunque te mueras de ganas de rajarle la cara. No menciones ni a Kelsey ni su historia. Deja que diga: «Sin comentarios».

Holly caminó hacia ellos, con un brillo salvaje en los ojos.

– Este es el cuarto incendio del pirómano en esta semana. ¿Qué está haciendo la policía para mantener a la gente de Chicago a salvo?

– Sin comentarios -dijo Reed y apretó el paso, pero Holly no pensaba detenerse.

– Las víctimas eran el señor y la señora Dougherty, la misma pareja cuya casa fue destruida el pasado sábado por la noche.

Mia se detuvo y Reed quiso protestar, pero él la había aplacado la última vez que las dos se batieron en duelo. Esta vez mantendría la boca cerrada, mientras pudiera, claro.

– No damos los nombres de las víctimas hasta habérselo notificado a sus familias. -Miró directamente a la cámara muy seria-. Es la política de nuestro Departamento de Policía y es lo más humano. Espero que esté de acuerdo conmigo. Ahora, si nos permite volver a nuestro trabajo…

– Detective Mitchell, Caitlin Burnette será enterrada hoy. ¿Irá usted?

Mia siguió caminando y Reed empezó a respirar aliviado.

– Detective Mitchell, algunos dicen que el asesinato de Caitlin Burnette está relacionado con la actividad profesional de su padre. ¿Cree usted que un hijo debe ser castigado por los pecados de su padre?

Mia se detuvo, con el cuerpo rígido. Volvió la cabeza y abrió la boca para escupir lo que sin duda habría sido una mordaz réplica en nombre de Burnette. Luego Reed notó el cambio brusco de sus hombros al relajarse. Aceleró el paso.

– Sígueme -dijo en un tono de voz tan bajo que solo Reed pudo oírla-. Holly puede tener algo.

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