Lido, Illinois, viernes, 1 de diciembre, 14:15 horas
Había olvidado lo mucho que odiaba los maizales. Kilómetros y kilómetros de maizales. Cuando era niño, el maíz se burlaba de él, meciéndose tan suavemente, como si en el mundo todo fuera bien. Ese lugar, esa casa, ese maíz… se habían convertido en la tumba de Shane.
Habían reconstruido la casa empleando los mismos cimientos. La nueva vivienda era luminosa y alegre. En el jardín había un triciclo de niño y dentro una mujer trajinando. Podía verla cuando pasaba por delante de la ventana entregada a sus tareas.
Tareas. Siempre había odiado las tareas de la granja. Odiaba al hombre que lo había llevado a esa casa para contar con otro par de manos con las que alimentar a los cerdos. Odiaba a la mujer que había sabido lo que sucedía bajo su propio techo y no había tratado de ayudar. Odiaba al hermano menor por ser un cobarde. Odiaba al hermano mayor por… Apretó los labios cuando un arrebato de rabia le abrasó la piel. Odiaba al hermano mayor. Odiaba a Penny Hill por ser demasiado estúpida para ver la verdad desde el principio y demasiado perezosa para regresar después e interesarse por su situación.
Penny Hill había pagado por sus pecados. La familia Young estaba a punto de pagar por los suyos. Bajó de su coche nuevo en el momento en que la mujer salía de la casa con un niño pequeño sobre la cadera. Se detuvo en cuanto lo vio, asustada.
Él esbozó su mejor sonrisa.
– Lo siento, señora, no pretendía asustarla. Estoy buscando a un amigo. Vivía aquí y hemos perdido el contacto. Se llama Tyler Young.
Sabía perfectamente dónde estaba Tyler Young. En Indianápolis, vendiendo inmuebles. Pero no sabía dónde estaban los demás Young. La mujer mantuvo la mano en el pomo de la puerta, lista para huir. Una mujer astuta.
– Les compramos la casa a los Young hace cuatro años -dijo-. El marido había muerto y la esposa ya no quería la granja. No sé qué fue de los chicos.
Su rabia aumentó. Otra muerte antes de que pudiera concluir su venganza. Así y todo, mantuvo la calma y adoptó una ligera expresión de decepción.
– Lamento oír eso. Me gustaría hacerle una visita a la señora Young, presentarle mis respetos. ¿Sabe dónde vive?
– Lo último que oí es que tuvieron que ingresarla en una residencia de ancianos de Champaign. Ahora debo irme. -La mujer entró. Podía ver sus dedos en la cortina de la ventana mientras lo observaba.
Regresó al coche. Champaign quedaba a menos de una hora.
Chicago, viernes, 1 de diciembre, 16:20 horas
– Se me van a cerrar los ojos. -A Mia el cansancio y la jaqueca la volvían irascible.
– ¿Qué has averiguado? -le preguntó Solliday, reprimiendo un bostezo.
– De los veintidós chicos que Penny colocó con los Dougherty, tres están muertos, dos en la cárcel y seis con familias de acogida. Del resto, tengo la dirección actual de dos.
Reed se acarició el borde de la perilla con el pulgar.
– ¿Alguna de Detroit?
– Según las partidas de nacimiento no. -Mia se levantó para desperezarse. Al percatarse de que él seguía sus movimientos con la mirada, dejó caer los brazos-. Perdona.
– No hay nada que perdonar -murmuró Reed-. No pares por mí.
Mia no se permitió sonreír. Igualdad de condiciones. Rodeó la mesa y se colocó a su lado. Reed había estado comprobando el registro de llamadas del Beacon Inn.
– ¿Qué has encontrado?
– El hotel recibe a diario un montón de llamadas. Ninguna del Centro de la Esperanza, aunque tampoco lo esperaba. Imagino que si nuestro hombre llamó preguntando por los Dougherty, lo hizo desde un móvil de usar y tirar o desde un teléfono público de la zona. Estos son los números con los que todavía estoy trabajando.
Mia deslizó un dedo por la lista.
– Este pertenece al área que Murphy está rastreando.
Reed tecleó el número en la pantalla de búsqueda inversa.
– Tienes buen ojo, Mia. Es un teléfono público.
Marcó el número del hotel y puso el manos libres.
– Beacon Inn, soy Chester. ¿En qué puedo ayudarle?
– Chester, soy el teniente Solliday, de la OFI. La detective Mitchell y yo queremos preguntarle algo más. Tenemos una llamada telefónica hecha a su recepción el martes a las dieciséis treinta y ocho horas. Pudo hacerla alguien que quería conseguir el número de habitación de los Dougherty.
– Nadie se lo habría dado -repuso-. Va contra las normas.
– Chester, soy la detective Mitchell. ¿Podría averiguar quién atendió la llamada?
– Si es del martes por la tarde tuvo que atenderla Tania Sladerman. Pero no puede hablar con ella. Hoy no se ha presentado al trabajo… -La voz de Chester se apagó-. Dios mío, hoy no se ha presentado al trabajo.
Solliday aguzó la mirada.
– Denos su dirección, deprisa.
Viernes, 1 de diciembre, 17:35 horas
– Porras, Reed. -Mia estaba en el dormitorio de Tania Sladerman, mirando fijamente el cadáver de la mujer mientras los técnicos forenses la subían a la camilla y cerraban la bolsa-. Con esta son diez.
La subdirectora del Beacon Inn había sido violada y atada de pies y manos. Tenía las piernas rotas. Un tajo en la garganta.
– Espero que sea eso lo que nuestro hombre estaba contando, Mia, porque eso significaría que ha terminado. Aunque lo dudo mucho.
– Lleva aquí desde el miércoles por la mañana. ¿Cómo es posible que nadie la haya echado de menos? -La voz de Mia tembló de emoción. Se aclaró la garganta-. ¿Que nadie comprobara si estaba bien?
Reed quiso pasarle un brazo por los hombros, pero no podía.
– Deja que te lleve a casa.
Mia enderezó la espalda.
– Estoy bien. Regresaré a la comisaría con la CSU. Vete tú a casa, Reed. Tienes una hija que está deseando ver tu bonita cara.
Reed frunció el entrecejo.
– No lo creo. Ayer tuvimos una discusión bastante fuerte.
– ¿Sobre qué?
– Sobre una fiesta este fin de semana en casa de Jenny Q. No me gustó su actitud, así que le dije que no podía ir.
– Amor de padre. Anda, vete a casa y pasa un rato con tu hija. Te llamaré si surge algo. -Reed titubeó y Mia le propinó un pequeño empujón-. Hablo en serio. Vete. Me hará sentirme mejor saber que tú y Beth estáis intentando arreglar las cosas. Necesita a su padre.
Mia echó a andar hacia la puerta y él supo que lo estaba despidiendo. Todavía no quería irse.
– ¿Y Olivia y tú? -preguntó con voz queda.
– Hemos estado intercambiando mensajes de voz. Creo que trataremos de vernos esta noche. Te llamaré de todos modos. Lo prometo. -Mia se inclinó ligeramente, tambaleándose sobre los dos pies, y él no deseó otra cosa que abrazarla y consolarla. Y que ella lo consolara a él.
Bajó la voz.
– He encontrado mi llave del otro lado. -Los ojos de ella brillaron por el recuerdo. Satisfecho de haberla tentado lo suficiente para mantener su promesa, añadió en su tono de voz normal-: Muy bien. Hasta mañana entonces.
Viernes, 1 de diciembre, 18:20 horas
Aidan ya se había ido cuando Mia regresó, pero Murphy seguía allí, tecleando su informe con dos dedos.
– Reed tenía razón -dijo-, hay tres tiendas de animales en la zona. Dos de ellas tienen consulta veterinaria, ya sea dentro o cerca. Petsville ha sido mi última parada, y adivina qué faltaba en su armario de existencias.
– La d-turbonosequé. El veneno de la selva amazónica -dijo Mia, y Murphy sonrió.
– Bingo. Después de amenazarlos con una citación, me han facilitado una lista de empleados y ahora mismo acabo de trazar el mapa de sus direcciones. Esta gente vive en un radio de dos kilómetros del lugar donde encontramos el coche que nuestro hombre abandonó tras matar a Brooke y Roxanne. Habría podido llegar andando a cualquiera de ellas.
– Catorce hogares. Creo que podré hacerme cinco o seis esta tarde.
Murphy se levantó.
– Podremos.
– Murphy…
– Mia… No puedes ir sola. ¿Y si te topas con él?
Mia pensó en los cadáveres que había visto aquella semana.
– Tienes razón. Si voy sola, podría matarlo yo misma. Debería llamar a Solliday, pero esta tarde está con su hija.
– Y tú y yo no tenemos ataduras.
Mia arrugó la frente. No tenía ataduras. Ni compromisos.
– Murphy, ¿te gustaría tenerlas?
Murphy dejó de subirse la cremallera del abrigo y le lanzó una sonrisa.
– El tema está empezando a afectarte, ¿verdad? Todos tus amigos viven en pareja.
Abe, Dana, Jack y Aidan. Ya solo quedaban ella y Murphy.
– Sí. ¿Y a ti?
Murphy asintió con la cabeza.
– Sí, pero yo ya he estado casado. -Le pasó un brazo fraternal por los hombros-. Ya conoces el dicho. No hay burro que tropiece dos veces…
– Con la misma piedra.
– Vamos.
Viernes, 1 de diciembre, 18:55 horas
Los golpes en la puerta rompieron el silencio. Su madre levantó la vista. Tenía el miedo reflejado en los ojos.
– No es él, mamá. Él tiene llave. -Que ella le había dado. Por qué, no lograba entenderlo. Pero una vez que se la dio, ya no hubo nada que hacer.
Ella se levantó, se alisó el pelo y abrió la puerta.
– ¿Qué desean?
– Lamentamos molestarla, señora. Soy la detective Mitchell y este es el detective Murphy. Estamos buscando por el barrio a este hombre.
Asomó la cabeza por la esquina. Solo veía piernas. Un par de zapatos y un par de botas. Más pequeñas. Pero podía oírlos. La señora parecía… simpática.
– ¿Es el hombre que salió en la tele? -preguntó su madre con voz débil y asustada.
– Sí, señora -dijo la detective-. ¿Lo ha visto?
– No, lo siento, no lo hemos visto.
– Si lo ven, ¿podría llamar a este número? Y no le abra la puerta. Es muy peligroso.
«Sé que es peligroso. Lo sé. Por favor, mamá, por favor, díselo».
Pero la mujer asintió con la cabeza y aceptó el folleto que le tendía el policía.
– Si lo veo, llamaré -dijo. Cerró la puerta y durante un minuto se quedó inmóvil, con excepción del puño que estrujaba el papel. Luego caminó hasta el sofá, se hizo un ovillo y lloró.
Él fue a su cuarto, cerró la puerta y lloró también.
Mia apoyó la espalda en el coche, sin apartar la mirada de la casa pequeña y bien cuidada. Murphy se recostó a su lado.
– Sabe algo -dijo.
– Es cierto. Y está aterrorizada. Tiene un hijo.
– Lo sé. Le he visto asomar la cabeza por la esquina.
– Yo también. -Mia respiró hondo-. Él podría estar ahí dentro ahora mismo.
– Me ha parecido que la mesa estaba puesta solo para dos. Si está ahí, se está escondiendo. Ella trabaja en una tienda de animales, por lo que, técnicamente, no debería tener acceso a la consulta veterinaria. Supongo que una cara aterrorizada no basta para conseguir una orden de registro.
– Comprobemos las casas de esta calle. Puede que alguien lo haya visto, lo cual bastaría para conseguir la orden. -Mia se enderezó cuando algo atrajo su atención-. Murphy, mira esa ventana de arriba. -Unos dedos pequeños estaban descorriendo las cortinas.
– El niño nos está observando.
Mia agitó una mano y sonrió con dulzura. Los pequeños dedos desaparecieron al instante y las cortinas regresaron a su lugar. La sonrisa de Mia se apagó.
– Quiero hablar con ese niño.
– Para eso necesitamos entrar en la casa. Vayamos a llamar a las otras puertas.
Viernes, 1 de diciembre, 19:30 horas
– ¿Y? -preguntó Murphy-. Yo no he conseguido nada.
– Nadie lo ha visto. A ella ni siquiera la conocen. Una persona recordaba haber visto al niño ir al colegio en bicicleta. ¿Sabes? Cuando yo era niña, todo el mundo conocía a todo el mundo. Nos daba miedo hacer travesuras por si alguien se lo contaba a nuestros padres. -Mia removió las llaves del coche en su bolsillo-. ¿Y ahora qué?
– Ahora te vas a casa a dormir. Yo me quedaré vigilando. Te llamaré si surge algo.
– No debería aceptar, pero estoy muy cansada para discutir.
– Lo cual es todo un acontecimiento -repuso suavemente Murphy-. Mia, ¿estás bien?
Eran viejos amigos.
– La verdad es que no. -Para su bochorno, los ojos se le llenaron de lágrimas. Parpadeó para ahuyentarlas-. Debo de estar más cansada de lo que creía.
Murphy le acarició el brazo.
– Si me necesitas, ya sabes dónde encontrarme.
Mia sonrió.
– Sí, aquí, congelándote el trasero toda la noche. Gracias, Murphy. -Era un buen amigo. Esa noche quería algo más que un amigo. Esa noche quería… más. «Compromisos -se mofó la voz en su cabeza-. Vamos, reconócelo».
Vale. Quería compromisos. Pero bien sabía Dios que no siempre conseguía lo que quería.
Viernes, 1 de diciembre, 20:15 horas
Mia reconoció el coche que esperaba en el bordillo y le entraron ganas de gruñir. Maldita sea, esa noche no tenía ganas de una charla íntima con su hermanita. Oliva la recibió en la acera, frente al pareado de Solliday, con una pizza en la mano.
– Así que me has encontrado.
– He tirado de algunos hilos y he conseguido la dirección de tu compañero. Espero que no te importe.
«Sí, me importa -quiso gritar-. Vuelve cuando las cosas… se hayan calmado». Pero no iban a calmarse y Olivia tenía que regresar pronto a casa. Además, la otra hija de Bobby necesitaba conocer la verdad. O, por lo menos, parte de ella.
– No, no me importa. Entra. -La casa de Lauren estaba tranquila y en penumbra, pero de la puerta de al lado le llegaba música y la tele. Reed estaba en casa. Primero, no obstante, se ocuparía de aquel otro asunto.
Reed la oyó entrar. Estaba sentado frente al televisor, viendo algo trivial, simplemente aguardando a oír el golpe de la puerta contigua. Beth se encontraba en su habitación, enfurruñada. Lauren estaba estudiando. Estaba solo. Y, reconoció, se sentía solo. Pero Mia se encontraba allí, al otro lado de la pared, y aunque se limitara a verla comer restos de pastel de carne, si estaba con ella no estaría solo.
Con ayuda de las manoplas, sacó del horno la fuente de cristal y salió por la puerta de atrás. Sosteniendo la fuente bajo el brazo como una pelota de fútbol, alargó una mano hasta el pomo y frenó en seco. Mia no estaba sola. La otra voz era de Olivia Sutherland.
Debería irse a casa. Respetar su intimidad. Pero recordó la mirada de Mia la noche que le desveló sus secretos. Y ahora se le había escurrido de las manos. Solo.
Eran dos personas caminado solas por la vida. Se preguntó por qué dos personas inteligentes insistían en hacer esa elección.
Mia condujo a Olivia hasta la cocina y le cogió la pizza.
– Está helada.
– He estado esperando un buen rato.
Mia suspiró.
– Lo siento. Este caso…
– Lo sé. -Olivia se bajó la cremallera de la chaqueta y se quitó el pañuelo que lucía en la cabeza y le daba cierto aire a actriz de los cincuenta. Elegante y algo insegura. Y tan joven…
E intacta. Mia sintió una punzada de resentimiento y al instante se avergonzó de ello. Olivia no tenía la culpa de haberse librado de Bobby Mitchell. Puso la pizza en una bandeja y la metió en el horno.
– De modo que el Departamento de Policía de Minneapolis. Tú también eres detective.
– Obtuve la placa el año pasado -explicó Olivia-. Tú llevas más tiempo trabajando en esto.
Mia se sentó y empujó la otra silla con el pie.
– Soy bastante mayor que tú.
Olivia se sentó. Sus gestos eran gráciles.
– Aún no tienes treinta y cinco años.
– Hoy me siento como si tuviera setenta.
– Un mal caso, entonces.
Diez rostros cruzaron por la mente de Mia.
– Ajá, pero si no te importa preferiría no pensar en eso ahora. -Miró la mano de Olivia-. No te has casado.
– Todavía no. -Sonrió-. Primero quiero forjarme una carrera.
– Hum. No esperes demasiado, ¿eh?
– ¿Consejo de hermana?
Mia soltó un bufido.
– En absoluto. Ya lo hice lo bastante mal con la primera.
– Te refieres a Kelsey.
Algo en la mirada de Olivia provocó en Mia un escalofrío.
– Sabes algo de ella.
– Sé que está en la cárcel por robo a mano armada. -Había un atisbo de crítica en su voz.
Mia apretó los dientes.
– Está pagando su deuda.
– Está bien.
Pero no, no estaba bien. Esa noche nada estaba bien.
– En cambio tú -continuó Olivia- eres una poli condecorada y estuviste prometida a un macizo jugador de hockey.
Mia parpadeó.
– ¿Has estado siguiendo mi vida?
– Solo últimamente. De hecho, no he sabido de tu existencia hasta hace poco.
– Pero dijiste que me habías odiado toda tu vida.
– Y es cierto. Pero no tuve un nombre o una cara que ponerte hasta que él murió.
– ¿Qué te contó tu madre?
– Durante años, nada. No hablábamos de mi padre y yo me imaginaba que estaba ahí y que algún día vendría a buscarme. A los ocho años mamá me contó la verdad, o casi toda la verdad.
Había dolor en su voz. Mia se preguntó de qué modo le había sido desvelada la verdad.
– ¿Y cuál es?
– Mi madre tenía diecinueve años cuando yo nací. Conoció a mi padre en el bar de aquí de Chicago donde servía mesas. Me dijo que era un buen hombre, un policía. Empezaron a hablar y una cosa llevó a la otra. Mi madre creía que estaba enamorada. Entonces descubrió que estaba embarazada y cuando se lo contó, él le dijo que estaba casado. Ella lo había ignorado todo ese tiempo.
– Le creo -dijo Mia con voz queda, y advirtió que los hombros de Olivia se hundían-. Pero tú no la creíste.
– Quería creerla. No quería creer que mi madre era capaz de jugar con un hombre casado. Pero, conscientemente o no, el caso es que lo hizo. Él le dijo que dejaría a su esposa y se casaría con ella.
– Pero no lo hizo.
– No. Mi madre me contó que después de que yo naciera, él fue a verla y le dijo que no podía abandonar a su esposa e hijas, que lo lamentaba.
«Bobby lamentaba que ella hubiera nacido Olivia y no Oliver», pensó Mia, pero asintió con la cabeza.
– Fue entonces cuando tu madre te llevó a Minnesota.
– Poco después. Había terminado mal con sus padres. Querían que me diera en adopción pero mi madre no lo hizo. Pasó un tiempo antes de recuperar la relación con mis abuelos, pero poco a poco las cosas fueron mejorando. Cuando venía a Chicago de vacaciones, me fijaba en todos los policías que veía, preguntándome si alguno de ellos era él.
– ¿No sabías su nombre?
– No, hasta que murió. Mamá se negaba a decírmelo y nadie más parecía saberlo.
– ¿Tu madre vive aún?
El dolor se reflejó en los ojos azules de Olivia.
– No, murió el año pasado. Pensaba que la identidad de mi padre había muerto con ella, pero mi madre se la había desvelado a su hermana. Tía Didi me llamó el día que la esquela de mi padre apareció en el periódico. Fui directamente del aeropuerto al cementerio.
Suspiró.
– Fue entonces cuando te vi, al lado de tu madre, con tu uniforme. Te entregó la bandera de tu padre y entonces me viste. Ignorabas que yo existiera.
– Sí. Fue… todo un impacto.
Olivia bajó la mirada.
– Me lo imagino. La primera vez que vi tu nombre fue en la esquela. No mencionaba a Kelsey.
– Porque así lo solicité. En la esquela oficial del departamento aparecía su nombre, pero les pedí que lo retiraran. No quería que nadie nos relacionara.
– Es comprensible. No puede ser bueno para tu carrera tener a una hermana en la cárcel.
Mia se puso rígida.
– No es bueno para ella tener una hermana policía. No juzgues a Kelsey, Olivia. No la juzgues hasta que la conozcas. -«No la juzgues hasta que lo sepas todo».
– Está bien. Cuando te vi, me quedé de piedra. Guardamos cierto… parecido.
– Me di cuenta -dijo secamente Mia-. ¿Por qué no te acercaste a hablar conmigo?
– Al principio estaba tan desconcertada que no sabía qué hacer. Tú eras la persona a la que había odiado toda mi vida. Tú eras la persona que tenía un padre, un hogar, una familia. Mi madre y yo no teníamos nada, no teníamos a nadie. Y ahí estabas, vestida de poli, mirándome. Tan parecida a mí. Luego fui a casa de tía Didi, me metí en internet y averigüé todo lo que pude sobre ti. -Se levantó y comprobó la pizza-. Te has olvidado de encender el horno. -Pulsó el botón con gesto impaciente.
– No soy la clase de persona a la que le gusta la cocina.
Olivia se volvió. Tenía la mirada grave.
– ¿Qué clase de persona eres?
– Tú hiciste las indagaciones. Dímelo tú.
Olivia se detuvo a reflexionar.
– Esta semana te he investigado a fondo. En primer lugar, eres policía.
– Por encima de todo -concluyó Mia, con la voz tan grave como la mirada de Olivia.
– Pero eres compasiva. Y entregada. Los periodistas te odian, lo que significa que debes de estar haciendo algo bien. -Mia soltó una risita y los labios de Olivia se curvaron-. Tienes algunos amigos íntimos y eres profundamente leal. Has tenido algunos novios y un prometido. Que estaba como un tren, por cierto.
– Gracias.
– Acabas de iniciar una relación con el teniente Solliday y no quieres que nadie se entere, aunque me temo que casi todo el mundo lo sabe.
Mia arrugó la frente.
– ¿Qué quieres decir?
– Es imposible no verlo. Parece que lleves sobre la cabeza un gran letrero luminoso que dice: «Me gusta, no os acerquéis, es mío». Oh, por fin he tocado una fibra sensible. Te has puesto roja. Él también está como un tren, por cierto.
Mia puso los ojos en blanco.
– Gracias.
Olivia recuperó la seriedad.
– De nada. -Se volvió hacia la nevera, la abrió, miró dentro y cerró-. Estoy impresionada, resentida y celosa al mismo tiempo. -Se dio la vuelta y miró a Mia directamente a los ojos-. ¿Soy lo bastante sincera para tu gusto, hermana mayor?
Mia asintió.
– Ajá. Pero no estoy segura de que vaya a gustarte que yo también lo sea.
Olivia respiró hondo.
– Adelante.
– Tu padre no es el hombre que imaginas.
Olivia pestañeó.
– Nadie es perfecto.
– No, pero Bobby Mitchell rozaba el extremo de la imperfección. Bebía demasiado y les pegaba a sus hijas.
Olivia entrecerró los ojos.
– No es cierto.
– Sí lo es. ¿Sabes qué he pensado cuando te he visto esta noche? Que estaba impresionada, resentida y celosa, todo al mismo tiempo. Puede que no hayas tenido nada, pero nada es preferible a lo que tuvimos que soportar en casa.
– ¿Cómo puede nada ser preferible a algo? -preguntó amargamente Olivia.
– Cicatrizo con rapidez, lo cual es bueno, porque Bobby tenía unos puños fuertes y los utilizaba a menudo. Conmigo no tanto. Sobre todo con Kelsey. Puntos y huesos rotos y mentiras a los médicos de toda la ciudad. -Olivia la miraba horrorizada-. Te estoy contando la verdad.
– Es…
– ¿Horrible? ¿Increíble? ¿Inconcebible?
– Sí. Él no pudo…
– ¿Ser tan terrible? ¿Crees que miento?
– No quería decir eso -respondió Olivia-. Kelsey era una niña muy rebelde. A lo mejor…
Mia se levantó de un salto.
– ¿A lo mejor se lo merecía?
Olivia levantó el mentón.
– Está en la cárcel, Mia. Se declaró culpable.
– Cierto. Se escapó de casa a los dieciséis años y se mezcló con mala gente. No era una santa, pero no era como ellos.
– Pero lo hizo. Oye, eres su hermana, entiendo que sientas compasión por ella.
Mia notó un nudo en la garganta y los ojos le escocieron.
– No tienes ni idea de lo que siento.
– Llevas suficiente tiempo ejerciendo de poli para saber que la gente elige. Kelsey eligió escaparse de casa. Y el hecho de que su padre le pegara no justifica que le apuntara con una pistola al empleado de aquella tienda mientras su novio mataba a dos personas. Un padre y su hijo murieron y Kelsey es responsable. No puedes justificar algo así.
Mia sentía que la cabeza iba a estallarle. Sí, su hermanita pequeña había leído los periódicos, incluso los más viejos.
– No, no lo justifico, y tampoco Kelsey. Quizá te sorprenda saber que no ha solicitado la libertad condicional. Cumplirá su condena hasta el final. Y cuando salga, habrá pasado más de la mitad de su vida entre rejas.
Olivia la miró sorprendida, pero mantuvo la mandíbula apretada.
– Se lo merece.
Mia torció el gesto.
– No tienes ni idea de lo que Kelsey merece. No sabes nada.
Olivia la fulminó con la mirada.
– Sé que tenía una familia. Un hogar donde vivir. Comida que llevarse a la boca. Una hermana que la quería. Eso es más de lo que yo tuve y no por eso acabé como ella.
Algo se desató dentro de Mia.
– Tampoco tuviste un padre que ofrecía protección a cambio de sexo. -En cuanto las palabras salieron de su boca, Mia lo lamentó-. Maldita sea -farfulló.
Olivia estaba pálida.
– ¿Qué?
– Mierda. -Mia se agarró al borde del fregadero y dejó caer la cabeza, pero Olivia le tiró del brazo hasta hacerle levantar la vista.
– ¿Qué has dicho?
– Nada, no he dicho nada. La conversación ha terminado. No puedo seguir con esto.
– ¿Fue eso lo que Kelsey te contó?
De repente se hizo el silencio. La acusación tácita de que Kelsey mentía quedó flotando entre las dos.
– Sí, eso fue lo que me contó. -Mia tragó saliva-. Y es lo que sé.
Los ojos de Olivia parecían negros sobre el pálido rostro.
– No puede ser verdad.
– Lo es. Puedes creer lo que quieras sobre tu padre, pero por lo que respecta al mío, es cierto.
Temblando, Olivia dio un paso atrás.
– Entonces, ¿por qué te hiciste policía como él?
Y como Olivia antes, Mia comprendió y sintió el dolor de su pérdida como si hubiera sido suyo.
– Como él no -repuso cansinamente-. Yo crecí rodeada de policías. Hombres buenos, decentes. Tenían un sentido de la familia que yo no tenía. Y lo necesitaba. Y supongo que quería salvar a otras chicas como Kelsey, dado que no pude salvarla a ella. Hay tantos chicos ahí fuera como Kelsey… Tú eres policía, los has visto. Empecé ayudando a chicos como ella, chicos que se escapaban de casa. Luego me especialicé en atrapar a los tipos malos que les hacían daño. Y eso es lo que hago ahora. Eso es todo lo que soy.
– Lo siento. -Las lágrimas rodaban por las mejillas de Olivia-. No lo sabía.
– No podías saberlo y yo no quería que lo supieras. Creía que podría hacerte comprender la clase de hombre que era sin necesidad de contarte todo eso. Pero no quería que lloraras por un hombre que no merece ni que escupan en su tumba. O que te sintieras inferior porque no te eligió.
– Tengo que irme. -Olivia cogió el abrigo y el pañuelo-. Necesito irme.
Mia vio cómo se marchaba a toda prisa. El portazo la estremeció. Luego sacó la pizza del horno. Quería tirarla. Pero no era su cocina. Era la cocina de Lauren, con las bonitas teteras y flores de punto de cruz enmarcadas y con las iniciales «CS» bordadas en las esquinas. Quizá por la esposa de Reed. Que no había encontrado a ninguna mujer lo bastante buena para reemplazarla.
«Incluida yo». Temblorosa, dejó la bandeja sobre el fogón, abrió el agua y puso en marcha el triturador de basura. Luego, protegida por el ruido, rompió a llorar.
Reed estaba de pie frente a la ventana. El corazón le latía con fuerza. «Dios santo». Su vida antes de los Solliday había sido oscura, fría, deprimente. Había pasado hambre y miedo. Su madre había utilizado los puños. Pero aquello… La noche antes había temido aquello. Ella lo había negado con demasiada vehemencia. Su padre había abusado de sus hijas. La ira se mezcló con el odio y Reed deseó con todas sus fuerzas poder resucitar a Bobby Mitchell únicamente para poder matarlo de nuevo. Pero eso no era lo que Mia necesitaba. Observó cómo le temblaban los hombros por el llanto y sus propios ojos le escocieron. Ella siempre hacía eso. Llorar de manera que nadie pudiera oírla. Que nadie pudiera acudir. Que nadie pudiera ayudarla.
Pues esa noche tendría que aceptar su ayuda. Reed abrió la puerta, dejó la fuente de cristal sobre el fogón, cerró el agua y el triturador, se volvió hacia ella y la rodeó con los brazos. Ella se puso tensa, quiso apartarlo, pero él la sostuvo con firmeza, hasta que Mia deslizó los dedos por su camisa y se apretó contra él.
Cruzó la cocina tirando suavemente de ella, tomó asiento y la sentó en su regazo. Mia se aferró a su cuello, llorando tan desconsoladamente que Reed pensó que también a él se le iba a romper el corazón. La estrechó con fuerza, la meció, le besó el cabello, hasta que las lágrimas se agotaron. Mia permaneció acurrucada contra él, la frente pegada a su pecho, la cara escondida. Era su última defensa y pensaba respetársela.
Mia estuvo callada un largo rato.
– Has vuelto a poner la oreja.
– Venía a traerte pastel de carne. Yo no tengo la culpa de que las paredes sean tan delgadas.
– Debería enfadarme, pero ya no me quedan fuerzas.
Reed le acarició la espalda.
– Lo mataría si no estuviera ya muerto.
– No lo entiendes.
– Entonces explícamelo. Deja que te ayude.
Mia negó con la cabeza.
– Hicimos un trato, Solliday. Estamos yendo demasiado lejos.
Reed le levantó el mentón y la obligó a mirarlo.
– Lo estás pasando mal. Deja que te ayude.
Ella le mantuvo la mirada.
– No es lo que imaginas. Él nunca me tocó.
– ¿Kelsey?
– Sí. -Mia se levantó, caminó hasta la puerta de atrás y miró por la ventana-. Recuerdo el día que comprendí que Bobby nunca cambiaría. Yo tenía quince años y él estaba borracho. Kelsey había hecho algo y él le había pegado con el cinturón. Le supliqué que no volviera a hacerle daño y me propuso un trato. -Hizo una pausa y suspiró-. Me rodeó con sus brazos… y entonces comprendí. Dijo que si lo hacía, dejaría en paz a Kelsey.
Reed tragó saliva.
– Pero no lo hiciste.
– No. En lugar de eso, de día empecé a romperme el culo para conseguir una beca y de noche cogía una de sus pistolas y dormía con ella bajo la almohada. Él había estado tan borracho que no creía que recordara lo que me había dicho, pero no quería correr riesgos. Le pedí a Kelsey que fuera con cuidado, que no le hiciera enfadarse, pero se negaba a escucharme. En aquel entonces me odiaba, o eso pensaba yo. -Se volvió bruscamente-. ¿Conoces el significado de la palabra sacrificio, Reed?
– No sé cómo contestar a esa pregunta.
Mia esbozó una sonrisa amarga.
– Sabia respuesta. El caso es que yo siempre pensé que escapaba a las palizas porque era más rápida que Kelsey, porque, en cierto modo, era mejor, más lista. Yo no le hacía enfadarse y él me dejaba tranquila. Lo que Kelsey no me contó hasta hace unos años es que a ella le había propuesto el mismo trato. -Mia enarcó las cejas y no dijo más.
– Dios mío -musitó Reed, tratando de asimilarlo-. Oh, Mia.
– Lo sé. Todo ese tiempo insistiéndole en que se enmendara, en que dejara de provocarlo… todo ese tiempo… -Su voz se apagó-. Kelsey aceptó el trato. Por mí. Hasta que me marché a la universidad. Entonces huyó con un punki llamado Stone y echó a perder su vida. Ahora está en la cárcel. Olivia tiene razón: Kelsey lo hizo. No obstante, ¿lo habría hecho si las cosas hubieran sido diferentes? Si la situación hubiera sido al revés, ¿sería ella la poli? ¿Estaría yo en la cárcel?
– Tú no lo habrías hecho. No habrías podido.
– Eso no lo sabes -espetó duramente Mia, presa de la ira-. Te has pasado la semana hablando con Miles sobre naturaleza y educación, pero deja que te diga que la cosa no es tan sencilla, Reed. A veces las personas toman el camino malo cuando, si las cosas hubieran sido diferentes, habrían tomado el bueno. Tú mismo dijiste que casi terminaste en un lugar como el Centro de la Esperanza. ¿Y si hubiese sido así? ¿Y si los Solliday no te hubieran acogido? ¿Dónde estarías ahora?
– Nunca infringí la ley -repuso él con firmeza-. Ni siquiera cuando tenía hambre robé un solo céntimo. Lo que soy es obra mía.
– Y los Solliday no tuvieron nada que ver.
– Ellos me dieron un hogar. El resto lo hice yo.
Mia lo miró casi con desprecio y Reed sintió la necesidad de hacérselo comprender.
– Llevaba tres años fugándome periódicamente de casa. Me junté con unos chicos que robaban bolsos. Yo nunca robaba. Un día uno de los chicos robó un bolso y me lo pasó. La señora empezó a gritar que yo se lo había robado y llamó a la policía. Estuvieron a punto de detenerme, pero una mujer salió en mi defensa. Lo había visto todo y juró que yo era inocente. Se llamaba Nancy Solliday. Ella y su marido me acogieron.
– Y yo se lo agradezco -dijo Mia con voz queda y la mirada algo más tranquila-. Pero seamos realistas, Reed. ¿Cuánto tiempo crees que habrías durado en la calle?
– Habría encontrado una salida.
– Ya. Oye, te agradezco mucho el consuelo, pero ahora mismo necesito estar sola. Hace días que no salgo a correr, así que voy a dar unas vueltas a la manzana.
Había vuelto a zanjar el tema.
– ¿Qué piensas cenar? -preguntó Reed.
– Ya me calentaré algo más tarde. -Le dio un beso en la mejilla-. Gracias, en serio. Te llamaré cuando haya vuelto.
Reed permaneció sentado mientras ella subía a cambiarse. Mia salió de casa sin decir palabra y él se quedó mirando las paredes de la cocina. Christine había decorado esa estancia, al igual que todas las demás. Belleza y elegancia con toques hogareños para compensar el efecto. Si dependiera de Mia, la cocina tendría un microondas, un horno-tostadora para sus tartaletas y un montón de platos de papel.
Se levantó para guardar la comida, preguntándose cuánto más necesitaba realmente un hombre.
Viernes, 1 de diciembre, 21:15 horas
Mia rodeó la manzana y puso rumbo a casa de Solliday por segunda vez. Al día siguiente, cuando buscara apartamento, lo haría en barrios antiguos y agradables como aquel. Por lo menos tres personas que estaban paseando a sus perros le habían sonreído y saludado con la mano cuando pasaba por su lado. Nada que ver con su barrio, donde nadie miraba a nadie, ni con los barrios donde los niños asomaban la cabecita por detrás de la cortina y nadie sabía quién era su vecino. Lo que le hizo recordar que había olvidado comentarle a Solliday que su presentimiento sobre las tiendas de animales podía resultar provechoso. Sacó el móvil para comprobar cómo estaba Murphy cuando vio algo extraño.
La ventana de uno de los dormitorios de la casa de Solliday se abrió y una cabeza morena asomó por ella y miró a derecha e izquierda. A continuación, un cuerpo siguió a la cabeza y se deslizó por el árbol de delante como si fuera una barra de descenso. Por lo visto, Beth Solliday no estaba dispuesta a perderse la fiesta. Kelsey acostumbraba hacer eso, recordó. Salir por la ventana para reunirse con quién sabe quién y hacer quién sabe qué. «Pero mi querida Beth, me temo que ese no va a ser tu caso».
Beth se alisó el abrigo, se puso los guantes y echó a correr por jardines traseros, saltando vallas como una profesional. Mia la seguía a cierta distancia.
Viernes, 1 de diciembre, 21:55 horas
– Llegas tarde -susurró una chica con un aro en la nariz al tiempo que tiraba de Beth-. Un poco más y pierdes tu turno.
Esa, supuso Mia, debía de ser la infame Jenny Q.
Había seguido a Beth en el tren elevado hasta una especie de club llamado Rendezvous, situado en el centro de la ciudad. Le había costado mucho seguirla. Pensó que debería dedicarse al atletismo.
Beth se quitó el abrigo.
– He tenido que esperar. Mi padre había ido a la casa de al lado y me he quedado esperando a que regresara, pero no ha regresado. Supongo que otra vez pasará la noche allí.
«¿Otra vez? Al cuerno con la discreción», pensó Mia. Solliday pensaba que su hija era una inocente. Cierto que no había ido a una fiesta, pero había salido de casa a hurtadillas. No sabía muy bien dónde estaba. No era un bar, porque no había nadie comprobando la edad. Había un escenario y unas cincuenta mesas pequeñas ocupadas por gente variopinta. Jenny y Beth desaparecieron entre la multitud, pero cuando Mia intentó seguirlas, un hombre le dio una palmadita en el hombro.
– Diez pavos, por favor. -La insignia indicaba que era de seguridad. No tenía pinta de drogadicto.
Buscó en el bolsillo y sacó su billete de veinte para imprevistos.
– ¿Qué dan aquí?
El hombre le entregó el cambio y un programa.
– Hoy hay competición.
– ¿Y quién compite?
El vigilante sonrió.
– Todo el que lo desee. ¿Quiere que compruebe si queda algún espacio vacío?
– No, gracias. Estoy buscando a alguien. Beth Solliday.
Consultó su hoja.
– Tenemos una Liz Solliday. Dese prisa, está a punto de salir.
Sintiéndose como Alicia en el país de las maravillas, Mia se apresuró a entrar. Las luces se atenuaron y un foco iluminó el escenario. Y por él caminó Beth Solliday, con minifalda de cuero y acompañada de un educado aplauso.
– Me llamo Liz Solliday y mi poema se titula «Casper».
¿Un poema? Mia acercó el programa a la luz roja de la señal de salida y pestañeó. Fuera lo que fuese el Concurso de Poesía, Beth había llegado a la semifinal. Y en cuanto abrió la boca, comprendió por qué. La muchacha tenía presencia escénica.
no sé si he dicho que vivo con un fantasma
la llamamos Casper
me sigue
me mira
sus ojos… mis ojos… sus ojos
me ha robado los ojos
es papá quien la ha invitado
a veces cuando me mira
papá da un respingo
como si la viera… pero soy yo
y me juego a que papá desea
hacer un trato con ella aunque solo sea por un día
Casper era Christine. Mia sintió un nudo en la garganta, pero la voz de Beth era poderosa. Musical. Y mientras hablaba, sus palabras tocaron la llaga que a Mia más le dolía.
no soy más que la doble fantasmagórica
que le recuerda al mundo la versión mejorada que antaño
revoloteó por la vida de mi padre
casi invisible
con sus ojos más oscuros
cada día los míos se apagan un poco más
cada día mi propósito es menos cierto
hasta que me pregunto quién es el fantasma
y quién merece algo mejor
El foco se apagó y Mia respiró hondo. Uau. Agradeciendo la oscuridad, se secó las mejillas. La hija de Reed tenía un don. Un don bello, exquisito.
Se levantó. Y la hija de Reed estaba metida en un aprieto. En un serio aprieto. Empujó la silla y fue a buscar a «Liz», la cual tenía mucho que explicar.
Viernes, 1 de diciembre, 22:15 horas
El policía seguía allí. La señora se había marchado unas horas antes. No sabía qué hacer. Sí, sí sabía qué hacer, pero estaba demasiado asustado.
«Pero los policías son tus amigos. -Eso decía su profesor-. Si tienes problemas, puedes acudir a la policía». Se apartó de la ventana y se sentó en la cama. Tenía que pensar. Si se lo contaba a la poli, puede que él volviera para hacerles daño. Aunque es posible que lo hiciera de todos modos. La señora de las noticias había dicho que había matado a gente, y él la creía.
«Puedo esperar aquí a que venga a por mí y tener miedo el resto de mi vida, o contarlo y confiar en que los policías sean realmente mis amigos». Era una elección difícil, pero con siete años de edad, el resto de su vida era mucho tiempo.
Viernes, 1 de diciembre, 22:45 horas
Beth se arrimó un poco más a la ventanilla del tren elevado que las devolvía a casa. «Papá me va a matar». Se le revolvía el estómago cada vez que pensaba en lo que haría su padre. Miró de reojo a Mitchell, que tenía los brazos cruzados y guardaba silencio. Beth podía ver el bulto de la funda en la sudadera. Llevaba una pistola. Normal, era policía.
Seguía sin poder creer que esa mujer la hubiera seguido. «Me ha seguido», por el amor de Dios. Esa noche había tenido su gran momento: bajar del escenario envuelta en todos esos aplausos. Y no aplausos corteses. Aplausos de verdad. Jenny Q y todo el grupo estaba allí, abrazándola y dando saltos de alegría. Entonces levantó la vista y vio a Mitchell, algo apartada, con las cejas enarcadas. No dijo nada, pero a Beth se le cayó el alma a los pies. Y ahora seguía en algún lugar a la altura del estómago. «Papá me va a matar». Había tenido claro lo que debía hacer. Salir discretamente del local para que la poli no le montara una escenita. De modo que ahí estaba, en el tren elevado, camino de casa y de una muerte segura.
– Lo creas o no, es la primera vez que hago algo así -farfulló.
– ¿Qué? ¿Participar en un concurso de poesía o bajar por un árbol para callejear por la ciudad cuando tu padre te había dicho que te quedaras en casa?
– Las dos cosas -respondió, apesadumbrada, Beth-. Papá me va a matar.
– Alguien podría hacerlo si te paseas por la ciudad a estas horas de la noche.
Beth se volvió bruscamente hacia Mitchell.
– No soy ninguna niña. Sé lo que hago.
– Vale, vale.
– Es cierto.
– Vale.
Beth puso los ojos en blanco.
– De acuerdo, el Rendezvous no está en muy buena zona que digamos.
– No.
– ¿Puedes comunicarte con algo más que monosílabos?
Mitchell se volvió y le clavó una mirada fría.
– Eres una idiota. Una idiota con mucho talento. ¿Te parecen suficientes sílabas? Aunque, técnicamente, «vale» es una palabra bisílaba.
Aunque reconfortada por el cumplido, Beth espetó:
– No soy ninguna idiota. Saco sobresalientes. Estoy en el cuadro de honor. -Meneó la cabeza, enfurecida. Luego suspiró-. Pero ¿te ha gustado?
La mirada de Mitchell cambió, pasando de la frialdad a la impotencia.
– Sí, me ha gustado mucho.
– Nunca te habría tenido por una amante de la poesía.
Mitchell esbozó una débil sonrisa.
– Ni yo tampoco. Los limericks me van más.
Beth ahogó una risita.
– A mí también me molan. -Se puso seria y respiró hondo-. ¿Piensas contárselo a mi padre?
Mitchell alzó sus cejas rubias.
– ¿No debería?
– Le dará un ataque.
– Como debe ser. Es un buen padre, Beth, y te quiere.
– Me tiene encerrada como a una prisionera.
Mitchell parpadeó.
– No eres ninguna prisionera, créeme. ¿Quieres a tu padre?
Beth notó un escozor en los ojos.
– Sí -susurró.
– Entonces, ¿por qué no le contaste lo del concurso de poesía?
– Porque esas cosas no le van. Lo suyo son los deportes. No lo entendería.
– Estoy segura de que lo habría intentado. -Mitchell suspiró-. Oye, no quiero entrometerme entre vosotros dos. Te doy hasta mañana para que se lo digas. Si no lo haces, lo haré yo.