Martes, 28 de noviembre, 18:45 horas
Reed bostezó al tiempo que se introducía en la plaza de aparcamiento contigua a la del pequeño Alfa Romeo de Mitchell.
– No me hagas esto -protestó Mia-. Todavía tengo toneladas de lectura pendientes.
– No volverás a tu escritorio. Sé que necesito descansar y tú también, Mia.
– No volveré enseguida. Antes tengo algo que hacer. Es imprescindible examinar los expedientes, ya que de momento no tenemos ni una sola pista.
– La información obtenida en la residencia estudiantil es decepcionante -coincidió Solliday con expresión taciturna.
– Las chicas no pueden decirnos lo que no vieron. Si acechó a Caitlin, ese tío fue muy cuidadoso. Al menos podemos excluir a Doug Davis y a Joel Rebinowitz.
– Doug ha sido afortunado al tener malos modales. Su coartada es indiscutible porque está en una cárcel de Milwaukee, retenido sin fianza, por agresión con agravantes. Le diremos a Margaret Hill que su ex marido es inocente.
– Hemos tenido la suerte de que en el salón recreativo hubiese cámaras de seguridad. -En la grabación se veía con toda claridad a Joel jugando a la máquina del millón durante el horario de los hechos. Mia se frotó las mejillas con las manos y, cansada, miró a Reed-. Solliday, vete a ver a tu hija. Fluffy está muerto, por lo que ya no charla como antes. En casa no se me ha perdido nada.
El teniente no sonrió. La fatiga y el desaliento hicieron mella en él y se puso nervioso.
– Ni lo sueñes. Las personas cansadas tienen accidentes y mueren. Haz el favor de irte a casa.
Sorprendida, Mia lo miró y parpadeó.
– No estoy tan cansada.
– Eso mismo dijo el que se saltó el semáforo en rojo y se llevó por delante a mi esposa.
Solliday se arrepintió instantáneamente de haberlo dicho, pero ya era demasiado tarde.
Los ojos azules de Mia transmitieron comprensión.
– ¿Falleció?
– Sí.
Esa escueta palabra vibró con una cólera que lo sorprendió aunque, de momento, Reed no supo con quién estaba más enfadado.
– Lo siento sinceramente -dijo Mia y suspiró.
Reed también lo lamentaba.
– Sucedió hace mucho tiempo. -Solliday suavizó el tono de voz-. Mia, por favor, vete a casa.
La detective asintió.
– De acuerdo. Me iré a casa.
Su respuesta había sido demasiado afable y no hacía falta un investigador para saber que Mia no le haría caso.
Algo perverso asaltó a Reed. Esa mujer se las ingeniaría para que la matasen y, maldita sea, empezaba a caerle estupendamente bien. Comprendió por qué Spinnelli tenía tan buena opinión de ella. No le quedó más remedio que reconocer que Mitchell había despertado su curiosidad.
Solliday esperó a que la detective se alejara y la siguió. En el primer semáforo tuvo claro que no lo había detectado y que debía de estar agotada. Cogió el móvil, dijo «casa» y esperó a que el reconocimiento de voz cumpliese su función.
– Hola, papá -saludó Beth.
Solliday se sobresaltó porque aún había momentos en los que el identificador de llamadas le sorprendía.
– Hola, cielo. ¿Cómo ha ido la escuela?
El semáforo se puso en verde y Mitchell arrancó sin intentar quitárselo de encima. De momento, todo iba bien.
– Sobre ruedas. ¿Cuándo estarás en casa?
– Tardaré un rato. Ha habido novedades en el caso que investigo.
– ¿Qué has dicho? Aseguraste que me acompañarías a casa de Jenny Q para ver a su madre y así este fin de semana podré asistir a la fiesta. ¿Lo has olvidado?
La vehemencia del tono de su hija lo desconcertó.
– Bueno, también puedo ir mañana.
– ¡Pero si esta noche tengo que estudiar con Jenny!
Reed tuvo la sensación de que su hija escupía las palabras.
– Beth, ¿qué te pasa?
– Lo que me pasa es que me fastidia que no cumplas tu palabra. ¡Vaya!
Solliday tuvo la sensación de que su hija refrenaba un sollozo, se inquietó y se irguió en el asiento. ¡Otra vez las hormonas! Nunca recordaba cuál era la semana en la que tenía que ser más cuidadoso que nunca.
– Cielo, no te preocupes. Si para ti es tan importante le pediré a la tía Lauren que te acompañe.
– Está bien. -Beth se estremeció y suspiró-. Lo siento, papá.
Reed parpadeó.
– No te preocupes, cielo. Ponme con tía Lauren.
– ¿Qué ha pasado? -preguntó Lauren al cabo de un minuto.
– Este fin de semana Beth quiere ir a una fiesta a casa de su amiga y quedé con ella en ver esta noche a su madre, pero trabajo hasta tarde. -Se trataba de una pequeña mentira, de una mentira piadosa, y se sintió contrariado, pero no hizo ademán de emprender el regreso-. ¿Puedes llevarla esta noche e interrogar a la madre?
– ¿Tengo que utilizar los focos más potentes y las mangueras de goma?
Solliday rio entre dientes.
– No fastidies. No sé a qué hora volveré.
– Reed, ¿estás investigando el incendio en el que murió la trabajadora social?
Solliday puso mala cara.
– ¿Cómo lo sabes?
– Los telediarios no hablan de otro tema. Por favor, pobre mujer.
– ¿A qué telediarios te refieres?
– Al local. Fue una de las noticias principales. ¿Quieres que te grabe el de las diez?
– Me encantaría. Recuerda que Beth tiene que estar en casa a las nueve.
– Reed, hace mucho tiempo que me ocupo de tu hija -puntualizó Lauren con paciencia-. No deberías preocuparte por mi manera de cuidar a Beth, sino por la posibilidad de que me case.
– ¿Tienes previsto celebrar un gran bodorrio en un futuro inmediato? -bromeó el teniente.
– Hablo en serio. El día menos pensado me iré y tendrás que buscarme una sustituta.
– Vaya, de modo que estás hablando de que salga con alguien.
Lauren era experta en soltar indirectas.
– Encontrar a una buena esposa es mucho más fácil que contratar a una buena niñera. Mi reloj biológico empieza a funcionar y tengo que encontrar marido antes de que los cojan a todos. Hablaremos más tarde.
Reed colgó y frunció el ceño. Se preguntó qué haría con Beth cuando Lauren abandonase el nido. Sabía que no estaba dispuesto a casarse solo para conseguir una criada y niñera que viviese en casa. Ya había tenido un buen matrimonio y nada lo convencería de aceptar algo inferior. Divagó mientras seguía el coche de Mia Mitchell y recordó a Christine. Había sido la esposa perfecta: guapa, inteligente y sexy. Suspiró y se repitió que Christine había sido sexy. Decidió dejar de divagar porque solo acababa pensando en el sexo.
Cuando estaba tan cansado le costaba controlar su mente, por no hablar de su cuerpo. Recordaba todo con gran intensidad, el semblante de la mujer y lo que había sentido al hacer el amor con ella en el silencio de la noche. Recordaba haberle acariciado la piel y el pelo, la forma en la que ella pronunciaba su nombre cuando se pegaba a su cuerpo y le suplicaba que la llevase hasta el sol. También recordaba lo que había sentido cuando ella llegaba a la cumbre y lo arrastraba consigo. Lo que recordó con más claridad fue la sorprendente paz que sentía después de hacer el amor, cuando la tenía pegada a su cuerpo.
«¡Ya está bien!», se regañó. Algo fallaba en esa fantasía, era distinta. Reed parpadeó varias veces y volvió a ver con claridad los pilotos traseros de los coches que lo precedían. «¡Caramba!» Agitado, volvió a abrir y cerrar los ojos, pero la imagen no cambió. La mujer de sus divagaciones no era alta, morena y con el cuerpo esbelto de una bailarina, sino rubia, de cuerpo fuerte y atlético, los pechos… las piernas… era distinta. No tenía los ojos oscuros y misteriosos, sino grandes y azules como el cielo en verano.
«¡Joder!» La mujer con la que había imaginado que hacía el amor no era Christine, sino Mia Mitchell. Se removió inquieto, pero la imagen de Mitchell siguió ocupando su mente. Estaba desnuda y lo esperaba. Después de haberla visto así, aunque solo fuese imaginariamente, le costaría lo suyo contemplarla desde otra perspectiva.
– Bueno, lo que me faltaba -masculló.
Hacer el amor con un recuerdo era seguro y fantasear con una mujer de carne y hueso resultaba demasiado peligroso. Por lo tanto, descartaría ese pensamiento. Podía hacerlo; ya lo había hecho con anterioridad. Para eso servía la disciplina.
Cuatro coches más adelante, Mia señaló su entrada a la interestatal en dirección sur. Solliday se dijo que, si tenía dos dedos de frente, seguiría su camino hasta la salida siguiente, daría media vuelta y regresaría a su casa. No lo hizo. Por algún motivo que ni siquiera trató de averiguar la siguió al tiempo que se preguntaba dónde acabarían.
Martes, 28 de noviembre, 19:00 horas
Depositó el jarrón lleno de flores en el mostrador de la recepción del hotel.
– Traigo una entrega, señora.
Una mujer menuda tecleaba al otro lado del mostrador. En su placa se leía Tania y debajo, en letra más pequeña, Subdirectora. De su cuello colgaba una tarjeta identificativa con foto y detrás una tarjeta que el individuo supuso que hacía las veces de llave maestra. Era precisamente lo que necesitaba.
La mujer levantó la cabeza y esbozó una sonrisa cansina antes de musitar:
– Enseguida lo atiendo.
El individuo bostezó y se acomodó las gafas de montura oscura. Solo eran gafas de lectura de diez dólares, pero le daban otro aspecto. Si a ello sumaba la peluca de pelo largo que había comprado por una cifra modesta, la diferencia bastaría para engañar a la cámara de seguridad.
– Tarde lo que necesite.
– Veo que trabaja hasta tarde -comentó la mujer con actitud comprensiva.
El bostezo del individuo había sido de verdad. Últimamente había trabajado hasta muy tarde un par de noches.
– A última hora recibimos varios pedidos, aunque esta es mi última entrega de hoy. Necesito irme a casa.
La sonrisa de la subdirectora fue pesarosa.
– ¡Qué suerte!
El individuo le permitió teclear treinta segundos más antes de comentar:
– Las calles están muy resbaladizas, así que tenga cuidado cuando conduzca hasta su casa. Se prevé que habrá más nieve.
– Se lo agradezco, pero no iré pronto a casa. Pasaré toda la noche aquí.
El individuo hizo una mueca.
– ¿Ha dicho toda la noche? ¡Caray!
«¿Toda la noche? ¡Maldición!» Necesitaba la tarjeta para abrir las puertas.
La mujer se encogió de hombros y siguió tecleando a toda pastilla.
– Hay dos empleados con gripe, por lo que haré doble turno. No salgo hasta mañana a las siete. -La subdirectora terminó de teclear, lo miró y le dedicó su plena atención-. ¡Vaya, qué flores tan bonitas!
No podía ser de otra manera: le habían costado cincuenta dólares.
– Son para… -Sacó un papel del bolsillo-. Para Dougherty. ¿Puede confirmar si estoy en el sitio correcto?
– Lo está -replicó-. Los Dougherty se hospedan aquí.
– ¿Las entregarán esta misma noche?
– Las entregaré personalmente en cuanto pueda escaparme un momento de la recepción.
Martes, 28 de noviembre, 20:15 horas
Al cabo de doce años, Mia ya tendría que haberse acostumbrado a ver a su hermana menor caminar por la zona de visitas ataviada con el uniforme carcelario. Kelsey se dejó caer en la silla y esperó.
La detective cogió el auricular situado junto al plexiglás y, tras unos instantes de vacilación, Kelsey hizo lo mismo.
– Ya está enterrado -afirmó Mia y Kelsey esbozó una sonrisa.
– Es lo que esperaba. Ojalá se pudra.
Mia también sonrió, aunque con pesar.
– Me habría gustado que asistieras.
– Dana te acompañó.
– Sí, acudió y se lo agradezco, pero es a ti a quien necesitaba.
Kelsey parpadeó.
– Habría ido por ti, jamás por él.
La detective lo consideró comprensible.
– Eme, ¿qué haces aquí?
Jamás le decía «Mia» sino, simplemente, «Eme». Kelsey intentaba guardar las distancias por si alguna reclusa reconocía a Mia como agente de policía. Por suerte no se parecían. Kelsey era clavada a su madre y Mia, la imagen de Bobby Mitchell. En su juventud Bobby había sido un rubio encantador que parpadeaba y abría desmesuradamente los ojos azules para parecer sincero cuando la ocasión lo requería. Mia siempre había sospechado que era mujeriego y ahora lo sabía con certeza.
– Ha ocurrido algo y tienes que saberlo. El día del funeral de Bobby fui al cementerio y… -Mitchell evocó mentalmente la pequeña lápida. Se había llevado una sorpresa mayúscula: otra traición que añadir a las precedentes-. La parcela contigua está ocupada.
Kelsey echó la cabeza hacia atrás y entornó los ojos.
– Por el bueno de Liam.
Mia se quedó boquiabierta y finalmente recuperó la voz para preguntar:
– ¿Lo sabías?
Kelsey enarcó las cejas y su mirada fue fría.
– ¿No estabas enterada? Qué interesante.
– ¿Cómo lo supiste?
– Cierta vez buscaba dinero en su armario y encontré una caja con una foto. Era de un crío encantador, sentado en nuestra mecedora. Supongo que se trataba del «auténtico heredero» del reino.
Mia estaba apabullada.
– Yo encontré la caja cuando fui a recoger uno de sus trajes para llevarlo a la funeraria. No la abrí hasta que volví a casa después del entierro. Cuando fui al cementerio vi el nombre de Liam en la parcela contigua a la de Bobby. Hasta entonces ni siquiera sabía que Liam existía.
En la lápida decía: Liam Charles Mitchell, querido hijo.
Una sombra oscureció el rostro de Kelsey.
– Lo lamento. Habría preferido que te enterases por otra vía. Francamente, pensaba que lo sabías. ¿Qué hizo ella?
«Ella» era su madre.
– ¿Qué hizo en el cementerio? Se aisló. -Después le dio por hablar. Mia no había tenido paciencia con su madre. Pasaría mucho tiempo antes de que volviesen a hablar con cordialidad. Mia pensó que la situación debería preocuparle más de lo que realmente le inquietaba-. Nació cuando yo tenía diez meses y murió un año después. He visto la partida de nacimiento de Liam, donde dice que su madre se llama Bridget Condon.
– Ya lo sé.
Mia se sorprendió.
– ¿Te lo contó Bobby?
Kelsey se encogió de hombros.
– Un día esperé a que se emborrachara y se lo pregunté.
Mia cerró los ojos.
– ¿Cuándo?
– Poco antes de las navidades, cuando yo tenía trece años.
Mia se acordó.
– Tuvieron que darte seis puntos en el labio.
– En el hospital ella dijo que me había caído del monopatín.
Era la forma de actuar de su madre. Hacía juegos malabares tanto en las urgencias como con las mentiras, lo que hiciera falta con tal de mantener el secreto.
– ¡Mierda, Kelsey!
– Es pasado, Eme. Ahora él está en su infierno particular.
– Le dio su apellido al niño. -Hacía tres semanas que ese tema afectaba a Mia.
– Se había ido a vivir con Bridget y pensaba casarse con la madre de su hijo.
– Quería dejarnos porque Bridget había tenido un varón y Annabelle no.
– Pero regresó después de la muerte del pequeño.
– Así es. Lo sé porque Annabelle me lo contó. -Su madre se lo explicó después de que Mia le hubiese plantado cara una vez celebrado el funeral-. Annabelle lo acogió.
– Y nueve meses después nací yo, otra niña.
– Rechazó a dos hijas porque no tenían polla. -Mitchell apretó los dientes para contener la cólera-. Y pensar en todos los años durante los cuales intenté satisfacerlo y aplacarlo. -Mia suspiró-. ¿Qué sabes de la otra hija?
Kelsey parpadeó.
– No sé de qué hablas.
Mia también agitó las pestañas.
– En el cementerio… en el cementerio vi a una mujer. Se parece a mí, aunque es un poco más joven. Tiene mis ojos. -«Y los de Bobby», se dijo la detective-. Fue muy extraño.
Era evidente que Kelsey estaba desconcertada.
– No lo sabía. Eme, en ese tema no puedo ayudarte.
– De todos modos, te agradezco que me creas. Sé que parece un disparate.
– Jamás me has mentido. -Kelsey se apoyó en el respaldo de la silla y recapacitó-. Por lo tanto, somos tres engendros bastardos que no han salido varones.
– Que sepamos, tal vez hay más. Vete a saber cuántas veces intentó tener un varón.
Kelsey rio divertida.
– Por lo visto, Bobby disparó principalmente X. No produjo pequeñas Y que engendrasen pequeños Bobby.
Mia sonrió a pesar del lastre que cargaba sobre sus hombros.
– Por favor, no sabes cuánto te echo de menos.
Kelsey tragó saliva con dificultad.
– Calla, no me hagas… -Respiró hondo y miró subrepticiamente de un lado a otro-. Eme, no quiero hacerme ilusiones.
– Dentro de tres meses podrás volver a solicitar la libertad condicional.
– ¿Crees que no sé exactamente cuánto falta? No servirá de nada.
– Te prometo que allí estaré.
– Siempre has estado, has acudido a cada vista por la condicional y te lo agradezco. De todos modos, Shayla Kaufmann también asiste y su dolor tiene más peso que tus buenas palabras.
Mia apretó los puños.
– Kelsey, han pasado doce años.
– Su marido y su hijo siguen muertos.
– Tú no les disparaste. El vídeo de la tienda lo muestra claramente.
Kelsey había permanecido paralizada y la mano le temblaba tanto que estuvo a punto de soltar el arma. Su amigo Stone fue el autor de los disparos y por eso cumplía cadena perpetua sin posibilidad de solicitar la condicional. Kelsey había cooperado, lo que le permitió hacer un trato: de ocho a veinticinco años. En su momento, Mia se alegró de que la condena de Kelsey no fuese más dura. Doce años después, la detective conocía perfectamente la lentitud con la que el tiempo podía llegar a transcurrir.
La expresión de Kelsey se mantuvo impasible, pero su mirada se oscureció a causa de un tormento que casi nunca manifestaba en presencia de su hermana.
– No disparé, pero me quedé quieta mientras Stone lo hacía. No hice nada por salvar a ese hombre y a su hijo. El último acto del padre consistió en proteger al niño con su cuerpo.
La hermana menor se quedó rígida y clavó la mirada en un punto situado por encima del hombro de Mia. La detective supo que ambas pensaban que era algo que su padre jamás habría hecho.
– Maldita sea, Kelsey. Eras joven, estabas asustada y te habías drogado.
– Era culpable y sigo siéndolo. -Le temblaron tanto los labios que los apretó.
Mia se mordió con fuerza un carrillo.
– Asistiré a la vista por la condicional.
Kelsey cerró los ojos durante unos segundos y al abrirlos su mirada se tornó fría y distante.
– Chica, me he enterado de que te pegaron un balazo.
Mia se dio cuenta de que el tema de la libertad condicional estaba cerrado.
– Así es, ocurrió hace dos semanas.
– ¿Cómo está tu compañero?
– ¿Te refieres a Abe? Sigue hospitalizado, pero se recuperará.
– No bajes la guardia. -Kelsey esbozó una ligera sonrisa-. Eres la única que viene a visitarme a la cárcel, por lo que no quiero que te pase nada.
Mia carraspeó.
– De acuerdo.
– Ay, antes de que se me olvide. Dile a Dana que gracias, pero que no, gracias.
– ¿De qué hablas?
– Me envió una postal desde la playa. Es la foto de una langosta enorme y horrible y decía que le habría gustado que yo estuviese allí para ayudarles a comérsela. Las langostas me parecen desagradables.
– Se lo diré. Tengo que irme. Me esperan unas cuantas horas de lectura después de ponerle los puntos sobre las íes a alguien.
Aunque enarcó las cejas con apacible interés, la mirada de Kelsey fue aguda cuando preguntó:
– ¿Brutalidad policial?
– No. Se trata de mi compañero provisional. Me ha seguido y espera en el aparcamiento. -La detective carraspeó-. Cree que no me he dado cuenta de que me seguía.
La mirada que Kelsey le dirigió a su hermana fue risueña.
– ¿Por qué te ha seguido?
– Porque… -Mia pensó en todas las actitudes amables que Reed Solliday había tenido con ella durante los dos últimos días: café, analgésicos, abrirle la puerta como si fuera… como si fuera una dama. Al parecer, Reed Solliday era un caballero de los de antes y un tío agradable que había jugado al fútbol, al que le gustaba la poesía y que parecía sentir el dolor de las víctimas tan agudamente como ella. Suspiró y prosiguió-: Está preocupado por mí. Por lo que ha dicho, alguien se empotró en el coche de su esposa porque estaba demasiado cansado para conducir.
– ¿Está casado? -Kelsey meneó la cabeza en actitud reprobadora-. Eme, Eme.
– Es viudo y tiene una hija. ¡No me mires con esa cara! -apostilló cuando Kelsey la observó significativamente-. No es más que un compañero provisional, hasta que Abe regrese.
– ¿Cómo es?
Era un hombre corpulento y fornido.
– Guarda cierto parecido con Satán -dijo Mia y se pasó el pulgar y el índice alrededor de la boca al tiempo que explicaba-: Lleva perilla.
– Suena a guapo. -Kelsey levantó una ceja-. ¿Satán es un ángel caído o una gárgola?
Inquieta, Mia se acomodó en la silla.
– Entra… entra bien por los ojos.
Kelsey asintió con la expresión cargada de curiosidad.
– ¿Y qué más?
«Es un hombre honrado y me cae bien». Mia respiró hondo. «¡Mierda!»
– Eso es todo.
Kelsey se puso de pie.
– De acuerdo, si prefieres plantearlo así tendré que esperar la próxima carta de Dana, en la que me contará la exclusiva de pe a pa.
Sin despedirse, Kelsey colgó y se alejó. Nunca decía adiós, se limitaba a despedirse.
Afligida, Mia permaneció sentada un minuto más en la sala de visita. Al final colgó el auricular y se dispuso a darle a Solliday su merecido.
Martes, 28 de noviembre, 20:30 horas
Cuando Tania salió de la recepción con las flores, el individuo pensó que ya estaba bien de esperar El habitáculo del coche que había robado era agradable y estaba caldeado, por lo que pegó más de una cabezada mientras aguardaba. Todas las puertas del motel daban al exterior, por lo que sabía que, tarde o temprano, Tania tendría que pasar por allí.
Condujo lentamente por el aparcamiento y no la perdió de vista. Al final la mujer se detuvo y llamó a una puerta, que apenas entreabrieron, lo que impidió que el individuo avistase el interior. No tenía la menor importancia. Cogió los prismáticos y enfocó habitación 129. «¡Allá vamos!»
Volvió a bostezar. Estaba agotado. Quería atrapar a la vieja Dougherty, pero le disgustaba estar tan cansado como para no disfrutar o, peor aún, como para cometer un error. Tonto era el que corría riesgos porque estaba fatigado. Además, necesitaba la tarjeta que abría puertas y Tania seguiría al pie del cañón hasta las siete de la mañana. Podía quitársela ahora mismo, pero alguien se percataría de su ausencia en la recepción, ya que, tras quitarle la tarjeta, la pequeña Tania y su boquita de piñón no irían a ninguna parte.
El individuo se dijo que disponía de tiempo. Al fin y al cabo, los Dougherty no tenían adónde ir. Por lo tanto, volvería a su casa, descansaría y regresaría a la mañana siguiente para cerciorarse de que la señorita Tania llegaba sana y salva a casa.
Martes, 28 de noviembre, 20:45 horas
Reed soñaba. Dentro del sueño sabía que estaba soñando, por lo cual era todavía mejor, ya que, incluso mientras soñaba, sabía que no se haría realidad. No se llevaría a Mia Mitchell a la cama. No le arrancaría la ropa. No besaría cada centímetro de su piel cremosa. Y, por descontado, no la penetraría con tanta intensidad como para empañar sus ojos azules.
Como nada de eso ocurriría, sabía que era mejor disfrutar del sueño mientras durase. ¡Vaya si lo disfrutaba! Gozaba tanto como ella. El cuerpo tenso de Mia se había arqueado y lo ceñía con sus músculos internos.
– ¡Por favor, Reed! -gemía la detective. No fueron los delicados susurros de Christine, sino una voz firme, lo bastante fuerte como para atravesar su placentero estupor-. ¡Reed!
Solliday despertó sobresaltado y dirigió la mirada a la ventanilla del todoterreno, cuyo cristal Mitchell aporreaba. Mia puso los ojos en blanco al verlo incorporarse con cara de sorpresa.
– Maldita sea, Solliday, pensaba que te habías desmayado por culpa del monóxido de carbono.
El teniente abrió la ventanilla, todavía aturdido a causa del sueño que había sido demasiado real como para sentirse cómodo. Estuvo a punto de estrecharla, ya que ahora sabía lo que sentiría al tener la cara de Mia entre sus manos. En realidad, no lo sabía… ni llegaría a saberlo.
– Creo que me he quedado dormido.
Mitchell parecía furiosa. ¿Por qué?
– ¿Qué haces aquí?
Reed se preguntó dónde estaba. Miró a su alrededor y reparó en la alambrada y en el puesto de seguridad de la cárcel. «Ah, claro». Recordó claramente la salida de la ciudad. Vaya con el seguimiento discreto. «¡Maldición!». Lo había pillado.
– Humm…
Se dio cuenta de que tenía la mente en blanco y el cuerpo absolutamente rígido.
Mia lo miró con expresión furibunda.
– ¿De verdad pensabas que no te había visto?
La circulación sanguínea retornó al cerebro de Solliday, por lo que se sintió más cómodo.
– Tal vez. Está bien, tienes razón, pensaba que no me habías visto. La he fastidiado, ¿no?
Mitchell suavizó su mala cara.
– Sí, pero tenías buenas intenciones. ¿Ha ido bien la cabezada?
Reed notó que le ardían las mejillas, como si el sueño que había tenido fuera un anuncio pornográfico que pasaba por su frente.
– Sí, muy bien. -Miró el edificio de la cárcel, cuyos focos resaltaban contra el firmamento, y volvió a observar a su compañera-. Si te pregunto a qué has venido, ¿me responderás que me meta en mis asuntos?
Mia entrecerró ligeramente los ojos.
– Eres muy entrometido.
– Perdona.
– Claro que también pareces agradable y relativamente inofensivo.
Reed evocó el sueño con gran intensidad, claridad y en tecnicolor. Llegó a la conclusión de que lo que Mia no supiese tampoco le haría daño.
– La mayor parte del tiempo sí.
– Hoy me has traído dos cafés y ayer un frankfurt.
Los comentarios eran cada vez más prometedores.
– Y los dos días te he dejado elegir dónde comimos.
Mia esbozó una sonrisa.
– Sí, tienes razón. -Repentinamente se puso seria-. Acabo de visitar a mi hermana.
Solliday no estaba preparado para esa respuesta.
– ¿Cómo dices?
– Ya me has oído. Mi hermana menor está en la cárcel por robo a mano armada. ¿Te sorprende?
– Sí, debo reconocer que estoy sorprendido. ¿Cuánto tiempo lleva entre rejas?
– Doce años. Vengo en el horario de visitas, como todo el mundo. No quiero que las reclusas sepan que su hermana es policía.
Reed se quedó azorado y no supo qué decir. Mia sonrió a medias, probablemente porque comprendía la mudez de su compañero.
– Como dijiste ayer, a veces es incluso peor en el caso de los hijos de los policías. Mi hermana cumple condena por haber tomado varias decisiones realmente malas. Si no sale en libertad condicional, tendrá que seguir trece años más en la cárcel.
– En ese caso, entiendes realmente lo que Margaret Hill sintió en relación con su madre. -Mitchell se limitó a mirarlo sin hacer el menor comentario-. Bueno… -Solliday se rascó la mejilla, ya que le molestaba la barba que comenzaba a crecer-. ¿Qué hacemos?
– Yo vuelvo a leer expedientes.
Reed reparó en que Mia estaba muy ojerosa y propuso:
– También podríamos cenar.
Mitchell lo observó con atención.
– ¿Por qué?
– Porque mi estómago se queja tanto que me sorprende que no lo oigas.
La detective volvió a sonreír.
– En realidad, lo oigo. Lo que te preguntaba es por qué me has seguido.
– Porque estabas cansada y te sentías culpable debido a que en una noche no has procesado la información de los expedientes, archivos que a los dos nos llevará varios días examinar. -Mia no se tragó la explicación, por lo que Solliday dio la única respuesta satisfactoria-: No me preguntes por qué, pero me caes bien y no quiero que te pase nada. Eso es todo.
Mitchell se estremeció y sus ojos adquirieron un brillo de desconfianza que lo dejó petrificado cuando la detective retrocedió un paso de gigante. Giró la cabeza para mirar el edificio de la cárcel y, cuando la volvió, su mirada era diáfana y su sonrisa ligeramente burlona.
– En ese caso, vayamos a cenar, pero no por aquí, ¿de acuerdo?
Solliday asintió.
– Me parece bien. Esta vez eres tú la que me sigue.
Martes, 28 de noviembre, 22:15 horas
Reed salió del garaje y esperó a que el pequeño Alfa Romeo de Mitchell entrase en la calzada de acceso a su casa. Se sorprendió ligeramente al ver que lo seguía cuando quedó claro que se iban a su casa, pero allí estaba, con la chaqueta gastada y lo demás. Al fin y al cabo, no era la primera vez que llevaba a cenar a compañeros de trabajo. El solterón Foster acudía regularmente a comer caliente.
Estaba claro que Foster no se parecía en nada a Mia Mitchell. Reed tuvo la sensación de que el corazón se le escapaba del pecho cuando la vio apearse. Desde donde se encontraba divisó cada una de sus curvas. «Te has vuelto loco. Es una mala idea, una idea pésima», pensó. Claro que en la mirada de la detective había percibido algo, una especie de delicada vulnerabilidad. La mañana anterior había pensado que no poseía la más mínima delicadeza, pero se había percatado de hasta qué punto estaba equivocado.
Mia se detuvo a un metro y enarcó las rubias cejas.
– ¿Vamos al Café du Solliday?
– No sé qué opinas, pero estoy harto de tomar hamburguesas en el coche.
Mitchell sonrió divertida.
– ¿Vas a cocinar para mí?
– Depende de lo que para ti signifique la palabra cocinar. Vamos. -La condujo a la cocina a través del garaje. Beth estaba junto al microondas, preparando palomitas-. Hola, cariño. -Su hija se limitó a volver la cabeza y mirarlo con furia. Puso los ojos en blanco y apartó la mirada. Consciente de que Mitchell estaba a sus espaldas, Solliday avanzó un paso-. ¡Beth!
– ¿Qué?
– ¿Qué te pasa?
Beth apretó los dientes.
– Nada.
– Será mejor que me vaya -murmuró Mitchell.
Reed levantó la mano y replicó:
– No, está bien. Beth, te presento a la detective Mitchell, mi compañera provisional. Esta es mi hija Beth, mi educada hija Beth.
La adolescente meneó la cabeza y dejó escapar un gruñido de contrariedad.
– Encantada de conocerla, detective.
– Lo mismo digo, Beth. Oye, Solliday, puedo…
La sonrisa de Reed fue forzada.
– Puedes sentarte. Beth, si eres incapaz de explicarme lo que ocurre de manera sensata, retírate a tu habitación.
– Lo que pasa es que todos me tratan como si tuviera cuatro años. Lo único que quería era quedarme a dormir en casa de Jenny. Ya está bien, incluso llevé el cepillo de dientes, pero Lauren… -Apretó los labios-. Lauren me avergonzó en presencia de todo el mundo.
– ¿Quién es todo el mundo?
– Da igual.
Las palomitas estallaron y cada chasquido fue como un puñetazo de tensión.
– Lauren cumplía mis instrucciones. Ya sabes que entre semana no duermes fuera de casa.
El microondas pitó y Beth aferró la bolsa.
– De acuerdo. -Cerró violentamente la puerta del electrodoméstico y segundos después hizo lo propio con la de su dormitorio.
Reed se volvió hacia Mitchell e hizo una mueca de dolor.
– Te aseguro que antes tenía una hija encantadora.
Mia sonrió apesadumbrada.
– Alienígenas, extraterrestres y ladrones de cuerpos, es la única explicación.
Solliday rio cansinamente, se quitó el abrigo y la americana y los dejó en una silla.
– Le daré la posibilidad de serenarse antes de hablar de los privilegios que perderá por ese berrinche. Mia, quítate el abrigo y quédate un rato.
Mia llegó a la conclusión de que ir a casa de Solliday había sido una pésima idea pero, al verlo moverse por la cocina, le importó realmente muy poco. Reed había dejado los zapatos fuera; aún tenían restos del barro de la mañana, pero estaba segura de que a las ocho en punto de la mañana siguiente brillarían como un espejo.
Fue interesante conocer a su hija; Beth tenía catorce años y se dijo que con eso estaba todo dicho. La reacción de Solliday fue más reveladora si cabe: una actitud paciente, firme y desconcertada. Bobby la habría arrojado al suelo de un revés. Ni siquiera Kelsey se había atrevido a desafiarlo en presencia de terceros. Mia apartó a Bobby de su mente y se centró en la reflexión distinta pero igualmente inquietante acerca de Reed Solliday.
El teniente se tironeaba la corbata y a Mia le pareció un gesto mucho más íntimo de lo que le habría gustado. El movimiento de los músculos bajo la camisa cuando se quitó la corbata y se desabotonó la camisa le produjo cosquillas en el estómago y un agudo pinchazo descendente.
Reed Solliday era un hombre digno de ser contemplado y, en el silencio de la cocina, a Mia no le quedó más remedio que reconocer que le interesaba. «Ten cuidado, nunca te enrollas con policías», se dijo severamente. «Pero si no es policía», razonó mientras hacía denodados esfuerzos por no clavar la mirada en el vello oscuro que asomó por el cuello abierto de la camisa. «A la mierda con los tecnicismos, domínate». Alzó la mirada y lo pilló observándola con los ojos casi negros.
– ¿Qué te pasa? -preguntó Reed en un tono bajo y grave, como si le hubiese adivinado el pensamiento.
Lo que le pasaba era que Reed Solliday resultaba demasiado apetecible con la camisa desabrochada, que había pasado mucho tiempo desde la última vez que estuvo con un hombre y que el deseo llamaba repentinamente y sin proponérselo a su puerta. Mejor dicho, la aporreaba con todas sus fuerzas. Dado que esas no eran las respuestas adecuadas, Mia se encogió de hombros y replicó:
– No sé muy bien por qué estoy aquí.
Solliday enarcó las cejas en una actitud desafiante y no dejó de contemplarla.
– ¿No has venido a cenar?
Mitchell tragó saliva.
– Supuse que iríamos a un restaurante cercano a la comisaría.
Reed desvió la mirada y cortó el hilo invisible que hasta entonces los había conectado. Sacó de la nevera una fuente de cristal y explicó.
– Siempre que puedo me gusta tomar comida de verdad.
Mia apreciaba realmente la comida casera.
– ¿Qué contiene?
Solliday retiró el papel de aluminio y respondió.
– Parece lasaña.
– ¿La has hecho tú?
– No. -El teniente metió la fuente en el horno-. La ha preparado mi hermana Lauren. Es muy buena cocinera.
De modo que su hermana era la que cuidaba a Beth cuando trabajaba hasta tarde. Mia se lo había preguntado y se sintió aliviada. También le fastidió que ese asunto le importara. Lo miró y lo vio buscar lechuga en la nevera.
– ¿Quieres que te ayude?
– No, gracias. No soy tan buen cocinero como lo era mi madre, pero sé preparar una ensalada.
«Como lo era…»
– ¿Tu madre está muerta?
– Falleció de cáncer hace cinco años.
– Lo siento. -Mia lo lamentó sinceramente. A juzgar por el tono nostálgico, estaba claro que Solliday quería a su madre y la echaba de menos. Pensó en Bobby y le habría gustado experimentar una fracción del pesar de Solliday, pero no lo sintió ni jamás lo sentiría-. ¿Y tu padre?
– Volvió a casarse y cuando se retiró se fue a Hilton Head. Juega al golf cada día. -Las palabras estaban cargadas de afecto y Mia se avergonzó porque sintió una punzada de envidia. Reed dejó la ensaladera a un lado y sacó de la nevera una jarra de té-. He oído mis mensajes mientras te esperaba en la… bueno, donde estabas. Ben me ha pasado el análisis del catalizador encontrado en casa de Hill. Es nitrato amónico, como el que se empleó en casa de los Dougherty. Se trata de un artículo comercial, por lo que pudieron adquirirlo en cualquier tienda de productos agrícolas. No quiero pedirle a Ben que emprenda una búsqueda infructuosa a menos que tengamos algo en lo que basarnos.
– En cuanto obtengamos pistas de los expedientes mostraremos las fotos. Les preguntaremos a los distribuidores locales de fertilizantes si recuerdan algo. ¿Qué hay de los huevos de plástico? He intentado recordar la última vez que vi huevos con panties. -Mia puso mala cara-. Tampoco es que me dedique a buscar esos artículos de tortura.
Solliday sonrió y se sentó tras servir dos vasos de té helado.
– El domingo los busqué en Google. La compañía cambió los huevos de plástico por cajitas de cartón en el noventa y uno.
– Pues nuestro chico tenía, como mínimo, tres huevos.
– Las páginas que consulté dicen que los huevos de plástico se usan para actividades artísticas y artesanas pero, como no hay un sospechoso, es como buscar una aguja en un pajar. Le pedí a Ben que llamase a todas las tiendas de arte y artesanías de la zona, pero no ha conseguido averiguar nada. Ocasionalmente los huevos se venden en eBay, por lo que es posible que su proveedor ni siquiera sea local. En realidad, lo único que tenemos es sangre y pelo pertenecientes a la víctima y huellas de calzado que podrían ser de cualquiera.
Mia reparó en el tono desalentado del teniente.
– Dale tiempo a Jack. Si nuestro hombre dejó caer algo, seguro que Jack lo encuentra. -Miró la hora y la preocupación la asaltó desde el fondo de la mente-. Pronto será medianoche. ¿Crees que volverá a actuar?
– Si no actúa esta noche, pronto lo hará. El fuego le atrae demasiado.
Mia se mordisqueó el labio inferior.
– ¿Por qué? ¿Por qué le gusta el fuego?
– Porque puede resultar fascinante e hipnótico. Destruye con aparente facilidad.
– Es poderoso -apostilló Mitchell y Solliday asintió.
– Esgrimir ese poder vuelve invencible al pirómano, aunque solo sea por un rato. Desata el caos y logra que camiones llenos de bomberos se desplacen a toda pastilla hasta el escenario. El incendiario decide los actos de los demás. Para él es como hacer bailar títeres colgados de una cuerda.
– Se trata de una compulsión -murmuró Mia y los ojos de Reed relampaguearon.
– No. Plantearlo así hace que parezca que no pueden evitarlo, pero pueden. Lo que ocurre es que optan por no evitarlo.
Mia recordó las palabras que Solliday había cruzado con Miles.
– ¿No crees en la compulsión?
– Las personas dicen que son compulsivas cuando en realidad se refieren a que la gratificación es más importante que los seres a los que hacen daño. Es lo que afirman cuando no quieren que las consideren responsables.
Mia frunció el ceño.
– ¿Crees que las enfermedades mentales no existen?
Solliday también arrugó las cejas.
– Mia, no me hagas decir lo que no digo. Creo que algunas personas padecen una enfermedad mental y realmente oyen voces o sienten que las persiguen. Jamás he conocido a un pirómano al que declarasen mentalmente incapaz. No se trata de una compulsión, sino de una elección.
En esas palabras había algo muy profundo pero, como en ese momento estaba demasiado cansada para verlo con claridad, Mia lo dejó estar e inquirió:
– ¿Hace mucho que te dedicas a esto?
Solliday hizo un verdadero esfuerzo para relajarse.
– Más o menos trece años.
La detective trazó un dibujo en la condensación de su vaso de té.
– Fuiste bombero antes de pasarte a la OFI. Si te preguntara por qué cambiaste de trabajo, ¿dirías que me meta en mis asuntos?
– Detective, diría que te debo la revelación de un secreto. Christine me lo pidió porque tenía miedo de que yo sufriera un accidente. La investigación siempre me ha interesado y acababa de terminar los estudios universitarios. Era el momento oportuno y la hice feliz.
Mitchell pensó que seguramente Christine había sido su esposa. Los celos volvieron a aguijonearla, pero se trataba de una actitud irracional.
– Pensaba que tenía que ver con tus manos.
– Eso sería revelar dos secretos y lo haré. No se trata de algo de lo que esté muy orgulloso. Después de la muerte de Christine, estuve dando tumbos durante una temporada y acabé bebiendo demasiado. Una noche reparaba el coche y no tendría que haber bebido, pero lo hice. La batería se cayó, se partió, el ácido goteó en mis manos y dañó los nervios de las yemas de los dedos. En realidad, fue una estupidez.
Mia era capaz de comprender las estupideces.
– Todos hacemos tonterías cuando estamos aturdidos.
Solliday la miró a los ojos durante la larga pausa en silencio.
– Mia, ¿qué es lo que te aturde?
Insegura, Mitchell abrió la boca. Se sintió afectada porque de repente quiso contarle todo, revelarle sus secretos, pero la salvó una voz soñolienta que dijo:
– Reed…
En la puerta de la cocina había una mujer que aferraba una cinta de vídeo al tiempo que se frotaba los ojos. Mia la miró y observó rápidamente a Solliday. Decir que entre ellos había parecidos familiares habría sido el eufemismo del año. La mujer cruzó la cocina con la mano extendida y una sonrisa de oreja a oreja en su rostro de ébano.
– Debes de ser la detective Mitchell. Soy Lauren Solliday.
Mia se sobrepuso a la sorpresa y le estrechó la mano.
– Encantada de conocerte. Espero no abusar al presentarme tan tarde.
– En absoluto. -Lauren carraspeó-. ¿Has encontrado la lasaña?
Solliday asintió y apostilló:
– También he preparado una ensalada.
A Lauren se le escapó una sonrisa.
– La domesticidad en un hombre… ¿Hay algo que la supere?
– Su domesticidad es mejor que la mía -reconoció Mia.
– Crecimos en el seno de una gran familia en la que todos tuvimos que cocinar, incluido Reed. -Le pasó la cinta-. He grabado todo por si me quedaba dormida que, desde luego, es lo que ha ocurrido.
– ¿Qué has grabado? -quiso saber Mia.
– Lauren me contó que en el telediario se refirieron al incendio en casa de Hill. Echémosle un vistazo.
Reed las condujo a la sala e introdujo el vídeo en el reproductor mientras Mia miraba a su alrededor. La estancia era elegante sin llegar a intimidar y guardaba un delicado equilibrio. Se preguntó quién la había decorado, Lauren o Christine. La repisa de la chimenea estaba atiborrada de fotos y de media docena de obras de arte en punto de cruz y enmarcadas. La del extremo mostraba rosas silvestres con las iniciales «CS» bordadas en un ángulo. Por lo tanto, era obra de Christine. Solliday reparó en su mirada y, por error, pensó que centraba su atención en el retrato que parecía una foto de la ONU.
– Fue la última reunión antes de la muerte de mamá -explicó Reed-. Mis padres… y todos nosotros.
Mia parpadeó al contarlos por encima.
– ¡Santo cielo!
El teniente rio entre dientes.
– Formamos una pandilla temible.
– Deduzco que vuestros padres hicieron numerosas adopciones.
Lauren sonrió.
– Oficialmente adoptaron seis. Reed fue el primero.
Mia desechó la sensación de nostalgia.
– Mi mejor amiga también es madre adoptiva.
– La amiga cuyos hijos bautizaron tu pez con el nombre de Fluffy -observó Solliday irónicamente.
– La misma. Esto es lo que Dana quiere crear. Habéis tenido una familia feliz.
Lauren cogió la foto y con cariñosa precisión volvió a dejarla en la repisa de la chimenea.
– Ni más ni menos. -Le sonrió a su hermano-. Y aún la tenemos. -Lauren miró a Mia de la cabeza a los pies y vuelta a empezar. Se le escapó la sonrisa antes de afirmar-: Mia Mitchell, me alegro sinceramente de conocerte.
– Lauren… -Aunque pareció una advertencia, la mujer se limitó a sonreírle a Reed-. Veamos las noticias.
El teniente ocupó un extremo del sofá y Lauren se apresuró a sentarse en el otro, por lo que Mia quedó en el medio, perturbadoramente cerca de Reed. Estaba convencida de que la habían manipulado, pero centró su atención en el televisor cuando en la pantalla apareció la casa calcinada de Penny Hill.
En la acera había una reportera vivaracha, con la casa de Hill al fondo, y a Mia se le aceleró el pulso.
– Es Holly Wheaton -masculló Mia, disgustada, pues la odiaba realmente.
– El año pasado me volvió loco mientras investigaba el incendio de un apartamento. No le caigo muy bien -comentó Reed.
– Ya somos dos. Lauren, ¿han dado en directo la noticia en el telediario de las seis o en el de las diez? -quiso saber Mia.
– Sé que a las seis la han dado en directo. Parece la repetición de la misma noticia.
Holly Wheaton miró a la cámara con actitud franca y dijo: «A mis espaldas se encuentran los restos de lo que fue el hogar de la trabajadora social Penny Hill. Anoche su casa ardió por obra de un pirómano. El incendiario no solo acabó con el hogar de la señora Hill sino que, según los testigos, la policía cree que también le arrebató la vida».
La imagen pasó a un vídeo doméstico del incendio. «Este es el aspecto que anoche presentaba el escenario de los hechos, después de que las llamas consumieran la vivienda -prosiguió Wheaton-. Un vecino que reaccionó con rapidez filmó este vídeo pese a que estaba aterrorizado ante la posibilidad de que el incendio se propagase a su casa».
Uno de los espabilados vecinos de Penny Hill había vendido el vídeo a la prensa. Mia apretó los dientes y masculló:
– ¡Hijo de mala madre!
A su lado, en el sofá, Solliday exhaló y musitó:
– Estamos de acuerdo.
«Se trata del segundo incendio sospechoso en menos de una semana -añadió la reportera cuando el vídeo doméstico terminó y volvieron a mostrar los escombros-. En ambos casos hubo víctimas. Nos han dicho que la policía considera las muertes como homicidios».
La cámara retrocedió mientras la reportera seguía hablando; vieron la casa de Hill acordonada con el precinto amarillo de los escenarios de crímenes, a continuación las casas a uno y otro lado de la calle y los vecinos que se habían dado la vuelta para observar las cámaras. Mia se echó bruscamente hacia delante. Una mujer se encontraba al borde mismo de la imagen, junto a su coche, y miraba hacia la casa. Había algo peculiar en la posición de su cuerpo mientras contemplaba la vivienda ennegrecida. La cámara había captado una tensión sutil que trascendía la mera curiosidad.
– Mira -dijo Mia.
– La he visto -replicó Solliday con tono tenso.
«El teniente de la policía Marc Spinnelli ha presentado esta tarde una declaración «sin comentarios», pero ha programado una rueda de prensa para mañana. Les mantendremos informados de las novedades. Holly Wheaton para Action News».
Mia estaba clavada a la pantalla y dijo:
– Rebobina.
Solliday ya había empezado a hacerlo. Pasó la cinta a cámara lenta y luego imagen por imagen.
– No se ve el número de matrícula del coche de la mujer, pero es un Hyundai… de color azul y de cuatro o cinco años de antigüedad.
– Podría ser una curiosa o alguien que busca sensaciones fuertes -intervino Lauren con tono dubitativo.
A Mia le escocía la piel y el cansancio había desaparecido.
– Lo dudo mucho. ¿Te gustaría visitar mañana a Holly Wheaton? Tal vez tiene más metraje.
Solliday sonrió, mejor dicho, esbozó una mueca feroz que le indicó a Mia que el teniente también tenía el instinto a flor de piel.
– Es posible que todavía esté en la cadena. Propongo que la llamemos.
Mia negó con la cabeza.
– Son casi las once. Nadie contestará al teléfono.
La expresión de Reed cambió cuando reconoció:
– Tengo su número del trabajo, el del móvil y el de su casa.
Un pellizco de contrariedad llevó a Mia a fruncir el entrecejo.
– Habías dicho que no le caías bien.
– Tenía entendido que el año pasado te volvió loco -afirmó Lauren con la lengua más suelta y Reed la fulminó con la mirada. Su hermana se limitó a sonreír-. Empaquetaré la lasaña para que os la llevéis.
Cuando Lauren abandonó la sala, Reed observó a Mia con expresión furibunda.
– En el incendio de ese apartamento murieron cinco personas. -El sufrimiento sacó chispas de sus ojos oscuros-. Tres eran niños, entre ellos un bebé que dormía en la cuna. A Wheaton no le importó lo más mínimo. Intentó hacerme la pelota para conseguir la exclusiva. No me interesó. Aunque así hubiera sido, no me habría apetecido después de esa actitud. Mia, no soy esa clase de hombre. -Calló bruscamente y no le quitó ojo de encima-. Tengo su tarjeta simplemente porque nunca tiro nada.
Mia llegó a la conclusión de que era uno de esos instantes en los que se veía realmente la profundidad de una persona. A Solliday no le interesaba una mujer cuya única inquietud era el ángulo de la cámara y los minutos que estaba en el aire. No era esa clase de hombre. La contrariedad se esfumó y fue reemplazada por un gran respeto y por el resurgimiento del deseo, más intenso que antes. Pisaba terreno peligroso. Relegó su pensamiento y propuso:
– En ese caso, vayamos a visitarla.
Solliday asintió con firmeza.
– En marcha.