11

Los lunes, miércoles y viernes eran los días que Noni daba clases a Sai.

El cocinero la llevaba e iba a recogerla a Mon Ami, acercándose al mercado y a correos mientras tanto, donde aprovechaba para vender su chhang.

Había puesto en marcha el negocio del licor para ganar algún dinerillo en aras de Biju, ya que su sueldo apenas había cambiado en años. Su último aumento había sido de veinticinco rupias.

– Pero sahib -suplicó-, ¿cómo voy a vivir con esto?

– Todos tus gastos están pagados: casa, ropa, comida, medicamentos. Esto es extra -refunfuñó el juez.

– ¿Y qué hay de Biju?

– ¿Qué hay de Biju? Biju tiene que abrirse camino por sí mismo. ¿Qué le ocurre?

El cocinero, renombrado por la excelente calidad de su producto, compraba mijo, lo lavaba y cocinaba como el arroz, y luego, tras añadirle levadura, lo dejaba fermentar durante la noche en época de calor, más tiempo en invierno. Un día o dos en un saco de arpillera, y cuando adquiría ese sabor acre y seco como un zumbido, lo vendía en un restaurante abierto en una choza llamado Gompu's. Le enorgullecía ver a los hombres sentados entre el humo y el vapor con sus tazas de bambú llenas de su licor de grano rebajado con agua caliente. Sorbían la bebida, filtrando el mijo con un taño de bambú a guisa de cañita: aaaaah… El cocinero instaba a sus clientes a tener un poco de chhang cerca de la cama por si les entraba sed de noche, y aseguraba que reconstituía tras una enfermedad. Aquella empresa llevó a otra más lucrativa incluso, ya que el cocinero hizo contactos en el mercado negro de artículos de marca y se convirtió en un eslabón crucial -si bien pequeño- en el negocio clandestino del licor y los suministros de combustible subvencionados para el ejército. Los vehículos hacían un alto y los cajones se vaciaban rápidamente: Teacher's, Old Monk, Gilby's, Gymkhana; los llevaba hasta su choza y luego a ciertos comerciantes en la ciudad que vendían las botellas. Todos se llevaban una tajada de dinero, el cocinero el que menos, cincuenta rupias, cien rupias; los conductores de los camiones una cantidad más elevada; los hombres del comedor militar más incluso; la mayor tajada era para el comandante Aloo, amigo de Lola y Noni, que les facilitaba, por medios similares, su ron Black Cat preferido y brandy de cereza de Sikkim.


Todo eso lo había hecho el cocinero por Biju, pero también por sí mismo, ya que lo atraía la modernidad: tostadoras, máquinas de afeitar eléctricas, relojes, cámaras, colores de dibujos animados. Por la noche no soñaba con los símbolos freudianos que aún tenían entre sus redes a otros, sino con códigos modernos, los dígitos de un teléfono remontando el vuelo antes de que pudiera marcarlos, una incoherente televisión.

Descubrió que no había nada tan horrendo como estar al servicio de una familia de la que no se podía estar orgulloso, que te defraudaba, te dejaba en evidencia, te hacía quedar como un necio. Cómo se reían los demás cocineros y criadas, vigilantes y jardineros de la ladera, alardeando de paso de lo bien que los trataban a ellos sus patrones: dinero, comodidades, incluso pensiones en cuentas bancarias especiales. De hecho, tanto apreciaban a algunos de estos criados que les rogaban que no trabajasen; sus patrones les suplicaban que comiesen nata de leche y ghee, que se cuidaran los sabañones y tomaran el sol cual varanos las tardes de invierno. El vigilante de MetalBox le aseguró que todas las mañanas se comía un huevo frito, con tostadas de pan blanco, cuando el pan blanco había estado de moda, y ahora que lo más elegante era el pan moreno, con pan moreno.

Tan feroz era esta rivalidad que el cocinero se sorprendió contando mentiras. Sobre todo acerca del pasado, ya que el presente se podía desbrozar con demasiada facilidad. Avivó un rumor sobre la gloria perdida del juez, y por tanto la suya propia, de manera que prendiera y se propagara por todo el mercado. Un gran estadista, les decía, un acaudalado propietario que se deshizo de las propiedades de su familia, un luchador por la libertad que abandonó una posición de inmenso poder en los tribunales porque no quería juzgar a sus semejantes; no podía, no con aquella clase de entusiasmo patriótico, encarcelar a miembros del Partido del Congreso o sofocar manifestaciones. Un hombre que era una inspiración para los demás, pero que acabó de hinojos, reducido a la austeridad y la filosofía, por causa de la pena que le produjo la muerte de su esposa, una madre religiosa y sacrificada de esas capaces de aflojar las piernas a un hindú. «Por eso permanece solo todos los días el día entero», concluía.

El cocinero no había llegado a conocer a la esposa del juez, pero aseguraba que esta información se la habían transmitido los criados más antiguos de la familia, y con el tiempo había llegado a creerse su maravillosa historia. Le producía una sensación de amor propio incluso mientras escogía entre las verduras más baratas y se planteaba regatear el precio de melones con alguna abolladura.

– Era completamente distinto -le dijo también a Sai cuando llegó a Kalimpong-. Es increíble. Nació rico.

– ¿Dónde nació?

– En el seno de una de las familias más importantes de Gujarat. Ahmedabad. ¿O fue Vadodara? Una inmensa haveli como un palacio.

A Sai le gustaba hacerle compañía en la cocina mientras él le contaba historias. Le daba trocitos de masa para que los amasara en forma de chapatis y le enseñó a hacerlos perfectamente redondos, pero los de ella salían con formas estrafalarias. «Mapa de la India», decía él, descartando uno. «Ayayay, ahora has hecho el mapa de Pakistán», y lanzaba otro. Al final le dejaba poner uno al fuego para que se hinchara, y si no lo hacía: «Bueno, Roti Especial para Perro», decía.

– Pero cuéntame algo más -le pedía ella, mientras él le permitía untar mermelada sobre una tarta o rallar queso para añadirlo a una salsa.

– Lo enviaron a Inglaterra y diez mil personas fueron a despedirlo a la estación. ¡Lo montaron en un elefante! Le habían otorgado una beca del maharajá, nada menos…


El sonido de la charla del cocinero llegó a oídos del juez, que estaba en el estudio, absorto en el tablero de ajedrez. Cuando pensaba en su pasado le entraba una misteriosa comezón. Notaba por todo el cuerpo una especie de escozor que se agitaba en su interior hasta que apenas podía soportarlo.


En realidad, Jemubhai Popadal Patel había nacido en una familia de casta campesina, en una casucha vacilante bajo una techumbre de palmas por la que las ratas correteaban, en las afueras de Piphit, donde la ciudad adquiría de nuevo el aspecto de un pueblo. Corría el año 1919 y los Patel aún alcanzaban a recordar los tiempos en que Piphit ofrecía un aspecto de eterna juventud. Primero había estado en manos de la dinastía Gaekwad de Vadodara y luego de los británicos, pero aunque los beneficios iban a parar a un propietario y luego al otro, el paisaje no se había visto afectado; en pleno centro había un templo y a su lado una higuera con varias raíces columnares; bajo la sombra de sus pilares, hombres de barba cana regurgitaban recuerdos; mugían las vacas, mu uuu mu uuu; las mujeres atravesaban los algodonales para aprovisionarse de agua en el río turbio de barro, un río lento, prácticamente dormido.

Pero luego habían tendido vías a través de las salinas para traer trenes de vapor desde los muelles de Surat y Bombay a fin de transportar algodón desde el interior. Habían surgido amplias viviendas en ordenadas hileras, un palacio de justicia con una torre de reloj para mantener el nuevo tiempo tan presuroso, y las calles estaban atestadas de toda clase de gente: hindúes, cristianos, jainistas, musulmanes, funcionarios, jóvenes soldados, mujeres de tribus. En el mercado, desde los cuchitriles donde estaban sentados, los tenderos dirigían negocios que describían arcos entre Kobe y Panamá, Puerto Príncipe, Shangai, Manila, y también hasta puestos con techo de hojalata demasiado pequeños para entrar en ellos, a muchas jornadas de allí en carro de bueyes. Aquí, en el mercado, en un estrecho parapeto que asomaba de una tienda de chucherías, el padre de Jemubhai era dueño de un modesto negocio que consistía en facilitar falsos testigos para declarar ante los tribunales. (¿Quién iba a pensar que su hijo, muchos años después, llegaría a ser juez?)

Las típicas historias: marido celoso que le cortaba la nariz a su mujer o documento falsificado que atestiguaba la muerte de una viuda que aún seguía viva para que su propiedad se dividiera entre sus codiciosos descendientes.

Preparaba a los pobres, los desesperados, los sinvergüenzas, les hacía ensayar rigurosamente:

– ¿Qué sabe usted del búfalo de Manubhai?

– En realidad, Manubhai nunca ha tenido un búfalo.

Se enorgullecía de su habilidad para influir y corromper el devenir de la justicia, cambiar justo por injusto o injusto por justo; no se sentía culpable. Para cuando el caso de una vaca robada llegaba a los tribunales, habían transcurrido siglos de discusiones entre familias enfrentadas, tantas circunvoluciones y ajustes de cuentas que ya no había justicia ni injusticia. La pureza de la respuesta era un objetivo falso. ¿Hasta dónde podía remontarse uno, aclarando las cosas?

El negocio tuvo éxito. Compró una bicicleta Hercules de segunda mano por 35 rupias y se convirtió en una estampa familiar paseando por la ciudad. El nacimiento de su primer y único hijo alentó sus esperanzas de inmediato. El pequeño Jemubhai rodeó con cinco dedos en miniatura uno de los de su padre; su manera de aferrarse era decidida y un tanto severa, pero su padre interpretó el gesto como prueba de buena salud y no consiguió disimular su sonrisa con el bigote. Cuando su hijo fue lo bastante mayor, lo envió a la escuela de la misión.


Todas las mañanas, la madre de Jamubhai lo zarandeaba hasta despertarlo en la oscuridad para que repasara la lección.

– No, por favor, un poquito más, un poquito más.

Se retorcía para zafarse de ella, con los ojos aún cerrados, deseoso de volver a sumirse en el sueño, pues nunca se había acostumbrado a aquel despertar intempestivo, aquella hora pertenecía a bandoleros y chacales, a formas y sonidos extraños que, estaba convencido, no eran aptos para que los oyera ni los viera él, un mero alumno de la escuela Bishop Cotton. No había nada salvo negrura frente a sus ojos, aunque era consciente de que en realidad se trataba de una escena atestada, hileras de parientes testarudos dormidos fuera, kakas-ka-kis-masas-masis-phois-phuas, bultos de diversos colores suspendidos del techo de paja de la galería, búfalos atados a los árboles por las argollas del hocico.

Su madre era un fantasma en el patio oscuro, vertiendo agua fría del pozo sobre su cuerpo invisible para luego ensañarse frotando con las gruesas manos de una campesina, echarle aceite al pelo, y aunque él sabía que todo ello le estimularía el cerebro, tenía la sensación de que se lo estaba borrando, borrando a fuerza de frotar.

Era alimentado hasta hartarse. Todos los días le daban un vaso de leche fresca con lentejuelas de grasa dorada. Su madre le acercaba el vaso a los labios y lo apartaba únicamente cuando estaba vacío, de manera que él volvía a emerger como una ballena del mar, boqueando para recobrar el aliento. Con el estómago lleno de nata, el intelecto lleno de estudios, alcanfor colgado del cuello en una bolsita para mantener alejada la enfermedad; el paquete entero había sido objeto de rezos y estaba cubierto de huellas de pulgares rojas y amarillas con marcas tika. Iba a la escuela en la parrilla de la bicicleta de su padre.

A la entrada del colegio había un retrato de la reina Victoria con un vestido semejante a una cortina guarnecida con volantes, una capa ribeteada y un peculiar gorro del que salían flechas plumosas. Todas las mañanas, al pasar Jemubhai por debajo, encontraba su rostro de rana fascinante y le impresionaba que una mujer tan poco atractiva hubiera podido ser tan poderosa. Cuanto más sopesaba aquel hecho tan extraño, mayor era su respeto por ella y por los ingleses.

Era allí, bajo aquella presencia verrugosa, donde él por fin había cumplido la promesa de su estirpe. De su titubeante linaje Patel surgió una inteligencia que parecía moderna en su presteza. Era capaz de leer una página, cerrar el libro, repetirla de carrerilla, retener una docena de números en la memoria, abrirse paso mentalmente a través de un laberinto de cálculos como una máquina infalible para luego soltar la respuesta igual que un producto salido por el tobogán de una cadena de montaje. A veces, cuando su padre lo veía, olvidaba reconocerlo, pues, con los rayos X de su imaginación, veía nítidamente el fértil florecimiento en el interior de su cráneo.

Las hijas no tardaron en sufrir privaciones para tener la seguridad de que él recibiera lo mejor de todo, desde amor hasta comida. Los años transcurrieron desdibujados.

Pero las aspiraciones de Jemubhai seguían confusas y fue su padre el primero en mencionar la Administración Pública.


Cuando Jemu, con catorce años, pasó el examen de ingreso como primero de su promoción, el director, el señor McCooe, llamó a su padre y le sugirió que su hijo se presentara a los exámenes locales para procurador, lo que le permitiría encontrar empleo en los tribunales de magistrados subalternos. «¡Un chico brillante… podría acabar en el tribunal superior!»

El padre se marchó pensando: «Bueno, si puede hacer eso, también puede aspirar a más. Podría llegar a ser el juez mismo, ¿no?»

Su hijo podría, podría, ¡podía! ocupar el lugar opuesto al del padre, orgulloso embarullador del sistema, el más bajo en la jerarquía de los tribunales. Bien podía llegar a ser comisionado de distrito o juez del tribunal superior. Podía llevar una estúpida peluca blanca encima de un rostro moreno en el calor sofocante del verano y dirimir de un mazazo aquellos casos falsos y amañados. El padre abajo, el hijo arriba, estarían a cargo de la justicia, en su totalidad.


Compartió su sueño con Jemubhai. Tan fantásticas eran sus ensoñaciones, que les causaban la misma emoción que un cuento de hadas, y tal vez debido a que ese sueño llegó demasiado alto en el cielo para abordarlo con lógica, cobró forma, empezó a ejercer una presión palpable. Sin ingenuidad, padre e hijo se habrían visto derrotados; si no hubieran sido tan ambiciosos, de acuerdo con la lógica de las probabilidades, habrían fracasado.

El número de indios recomendado en la Administración Pública india era del cincuenta por ciento, y la cuota ni siquiera estaba cerca de cubrirse. Espacio en la cima, espacio en la cima. Desde luego, no había espacio en el fondo.


Jemubhai asistió al colegio mayor Bishop con una beca, y luego se fue a Cambridge en el SS Strathnaver. A su regreso, como miembro de la API, lo pusieron a trabajar en un distrito lejos de su hogar en el estado de Uttar Pradesh.


– ¡Cuántos criados había entonces! -le dijo el cocinero a Sai-. Ahora, claro, sólo quedo yo.

Había empezado a trabajar a los diez años, con un sueldo equivalente a la mitad de su edad, cinco rupias, como el chokra para todo más humilde de un club en el que su padre trabajaba de repostero.

A los catorce, el juez lo contrató por doce rupias al mes. Eran tiempos en los que aún era pertinente saber que si atabas un tarro de nata a una vaca, mientras caminabas hacia el siguiente lugar de acampada iría batiéndose hasta convertirse en mantequilla al final de la jornada. Que se podía hacer una fresquera portátil para carne con un paraguas abierto boca abajo recubierto con una mosquitera.


– Siempre estábamos de viaje -le contó el cocinero-, tres semanas de cada cuatro. Sólo parábamos en los peores días del monzón. Tu abuelo iba en coche si podía, pero el distrito estaba prácticamente desprovisto de carreteras, y casi ningún puente cruzaba los ríos, así que la mayoría de las veces teníamos que ir a caballo. De vez en cuando, por zonas de selva y a través de cauces más profundos y de corriente más rápida, cruzaba en elefante. Nosotros íbamos por delante en una caravana de carros de bueyes cargados con la vajilla, tiendas, mobiliario, alfombras; todo. Había porteadores, ordenanzas, un notario. Había un retrete portátil para la tienda que hacía las veces de cuarto de baño e incluso una murga-murgi en una jaula colgada bajo el carro. Eran de una raza extranjera y esa gallina ponía más huevos que cualquier otra murgi que haya visto en mi vida.

– ¿Dónde dormíais? -preguntó Sai.

– Plantábamos tiendas en pueblos por todo el distrito: una gran tienda dormitorio como una carpa para tu abuelo, y una tienda a guisa de cuarto de baño anexa, vestidor, salón y comedor. Las tiendas eran muy elegantes, alfombras de Cachemira, vajillas de plata, y tu abuelo se vestía para cenar incluso en la jungla, con esmoquin negro y pajarita.

»Como decía, nosotros íbamos delante, de manera que cuando llegaba tu abuelo todo estuviera dispuesto exactamente como en el campamento anterior, los mismos expedientes abiertos por la misma página y formando el mismo ángulo. Si había la más pequeña diferencia, perdía los estribos.

»E1 horario se seguía a rajatabla: no podíamos retrasarnos ni cinco minutos, de manera que todos tuvimos que aprender a leer el reloj. A las seis menos cuarto le llevaba el té a la cama en una bandeja. "El primer té", anunciaba yo al levantar la solapa de la tienda. Primerté, así sonaba. Primerté.

Sai se echó a reír.


El juez seguía con la mirada fija en el tablero de ajedrez, pero tras el escozor provocado por el recuerdo de sus comienzos, experimentaba ahora el dulce alivio de recordar su vida como funcionario itinerante.


El apretado calendario lo había tranquilizado, igual que el ejercicio constante de la autoridad. Cómo saboreaba su poder sobre las clases que habían tenido a su familia sometida durante siglos, como el notario, por ejemplo, que era de casta brahmán. Allí estaba, entrando a rastras en una tienda diminuta hacia un lado, y ahí estaba Jemubhai, recostado como un rey en una cama tallada en madera de teca, cubierta con una mosquitera.

– El primer té -anunciaba el cocinero-. Primerté.

Se incorporaba para tomarlo.

6.30: se bañaba en agua calentada al fuego de manera que despedía una fragancia a humo de madera y estaba salpicada de motas de ceniza. Con un toque de polvos acicalaba su rostro recién lavado; con un poco de pomada, el pelo. Masticaba tostadas carbonizadas sobre la llama, con mermelada encima de la parte quemada.

8.30: salía a los campos con los funcionarios locales y los demás habitantes del pueblo que se sumaban por diversión. Seguido por un ordenanza que sostenía una sombrilla sobre su cabeza para protegerlo del resplandor deslumbrante, medía los campos y hacía comprobaciones para asegurarse de que su rendimiento estimado coincidiera con la declaración del cacique. Las granjas cultivaban menos de diez maunds por acre de arroz o trigo, y a dos rupias la medida de 37 kilos, a veces todos y cada uno de los hombres del pueblo estaban endeudados con el bania. (Nadie sabía que Jemubhai también estaba con la soga al cuello, que mucho tiempo atrás en la pequeña ciudad de Piphit, en Gujarat, los prestamistas habían olfateado en él una combinación afortunada de ambición y pobreza… y aún estaban sentados con las piernas cruzadas sobre una estera mugrienta en el mercado, a la espera, chasqueando los dedos de los pies, haciendo crujir los nudillos en previsión del reembolso…)

14.00: después de comer, el juez se sentaba a su mesa bajo un árbol y se ponía a juzgar los casos, por lo general de mal humor, ya que le desagradaba la informalidad, detestaba las manchas de sombra que el follaje arrojaba sobre él, otorgándole un desaliñado aire de perro mestizo. Asimismo, había otro aspecto más grave de contaminación y corrupción: los juicios se celebraban en hindi, pero las actas las levantaba el notario en urdu y luego el juez las traducía al inglés en un segundo sumario, aunque su dominio del hindi y el urdu no era muy sólido; los testigos que no eran capaces de leer las actas ponían la huella del pulgar debajo de «Leer y ratificar», siguiendo sus instrucciones. Nadie podía saber a ciencia cierta qué parte de la verdad se había perdido entre unos idiomas y otros, entre los idiomas y el analfabetismo; la transparencia que exigía la justicia era inexistente. Aun así, a pesar de la sombra de las hojas y la confusión idiomática, se labró una reputación temible por su discurso, que daba la impresión de no pertenecer a ninguna lengua en absoluto, y por su rostro como una máscara que transmitía algo situado más allá de la falibilidad humana. El semblante y el porte allí forjados lo llevarían, con el tiempo, hasta el tribunal superior en Lucknow, donde, fastidiado por palomas ingobernables que revoloteaban de aquí para allá por las salas altas y umbrías, ejercería de presidente de tribunal, con peluca empolvada de blanco sobre el rostro empolvado de blanco, mazo en mano.

Su fotografía, así ataviado, así fastidiado, seguía colgada en la pared, en un desfile de la historia a mayor gloria del progreso del orden público indio.

16.30: el té tenía que estar perfecto, con bollos preparados en la sartén. Se lanzaba sobre ellos con el ceño fruncido, como si meditara furiosamente algo de gran importancia, y luego, como ocurriría en el transcurso de su jubilación, el brío del dulce se apoderaba de él, y de su adusto semblante de trabajo eclosionaba una expresión de tranquilidad.

17.30: al campo, con la caña de pescar o el arma. El campo estaba lleno de caza; traíllas de aves migratorias lazaban el cielo en octubre; codornices y perdices con hileras de crías a la zaga pasaban rechinando como juguetes de guardería que emitían sonidos con su movimiento; faisanes -necias criaturas sebosas, hechas para ser abatidas- se escabullían entre los arbustos. El retumbo de los disparos se alejaba, temblaban las hojas y él experimentaba el profundo silencio que sólo podía llegar tras la violencia. Sin embargo, siempre faltaba algo, la hora de la verdad, el premio de la acción, la virilidad en la hombría, la perdiz para la cazuela, porque volvía con… ¡nada! Tenía una puntería pésima.

20.00: el cocinero le salvaba la reputación, cocinaba un pollo, lo servía, lo proclamaba «bastarda asada», igual que en el libro cómico preferido por los ingleses sobre nativos que hablan su idioma de manera incorrecta. Pero a veces, al comer esa avutarda asada, el juez sospechaba que él también podía estar pagando la broma, y pedía otro ron, echaba un buen trago y seguía comiendo con la misma sensación que si se estuviera devorando a sí mismo, ya que él también formaba parte de la diversión… (¿no?)

21.00: mientras tomaba cacao Ovaltine a sorbos, cumplimentaba los registros con fragmentos recogidos durante el día. Se encendía la linterna Petromax -con el ruido que hacía- y los insectos vadeaban la oscuridad para bombardearlo en picado con suaves flores (mariposas nocturnas), con iridiscencias (luciérnagas). Líneas, columnas y casillas. Se dio cuenta de que la mejor manera de contemplar la verdad era en diminutos conjuntos, pues muchas pequeñas verdades podían aún constituirse en una repugnante mentira de gran tamaño. Por último, en su diario, que también debía entregar a sus superiores, dejaba constancia de las caprichosas observaciones de un hombre culto, alguien que se mantenía atento, instruido tanto en literatura como en economía; y se inventaba hazañas de cazador: dos perdices, un ciervo con una cornamenta de más de setenta centímetros…

23.00: tenía una bolsa de agua caliente en invierno, y en cualquier estación conciliaba el sueño al arrullo del viento que zarandeaba los árboles y de los ronquidos del cocinero.


Al cocinero lo había decepcionado entrar a trabajar para Jemubhai. Una grave humillación con respecto a su padre, pensaba, que sólo había estado al servicio de blancos.

La Administración Pública se estaba volviendo india y a algunos antiguos sirvientes no les hacía gracia, pero qué remedio. Incluso había tenido un rival para el puesto, un hombre que se presentó con harapientas recomendaciones heredadas de su padre y su abuelo como indicio de un linaje de honradez y buen servicio.

El padre del cocinero, que había hecho toda su carrera sin necesidad de referencias semejantes, había comprado recomendaciones para su hijo en el mercado de documentos, algunas tan anticuadas que mencionaban experiencia en la preparación de pastel dhobi y pollo especiado según la receta «capitán del país».

El juez les echó un vistazo.

– Pero no se llama Solomon Pappiah. No se llama Sampson. No se llama Thomas.

– Tan contentos estaban con él, sabe usted -aseguró el padre del cocinero-, que le dieron un nombre de los suyos. Lo llamaban Thomas por puro cariño.

El juez no daba crédito.

– Necesita preparación -reconoció el padre, al cabo, y abandonó la pretensión de veinte rupias por su hijo-, pero por eso le saldrá barato. Y no hay nadie mejor que él preparando pudines. Es capaz de hacer uno distinto cada día del año.

– ¿Qué sabe cocinar?

– Buñuelosdeplátanobuñuelosdepiñabuñuelosdemanzanasorpresademanzanacompotademanzanamanzanasasadasconmantequillatartadepanymantequillaconmermeladanatillasdecaramelobizcochoborrachopudinalronbrazodegitanopudindejengibrecondátilesalvaportortitasdelimónflandehuevoflandenaranjaflandecaféflandefresadulcedebizcochosufléheladosuflédemangosuflédelimónsuflédecafésuflédechocolatesuflédegrosellapudinalchocolatecalientepudinconcaféfríopudindecocopudindelechebabáalronpastelderonbarquilloaljengibrecompotadeperacompotadeguayabacompotadeciraelacompotademanzanacompotademelocotóncompotadealbaricoquepasteldemangotartadechocolatetartademanzanatartadegrosellatartadelimóntartadeconfituratartademermeladapudinbebincaislaflotantetatíndepiñatatíndemanzanatatíndegrosellatatíndeciruelatatíndemelocotóntatíndepasas…

– Vale. Vale.

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