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Seis meses después de que Sai, Lola y Noni, el tío Potty y el padre Booty hicieran un viaje a la biblioteca del club Gymkhana, éste fue ocupado por el Frente de Liberación Nacional Gorkha, que acampó en el salón de baile y la pista de patinaje, ridiculizando aún más las pretensiones que aún pudiera albergar el club a pesar de lo bajo que lo había hecho caer su personal.

Hombres con armas descansaban en el tocador de señoras, disfrutaban de los espaciosos aparatos sanitarios que aún llevaban estampado barhead, escocia, patentado en letras de tono morado, y se entretenían delante del amplio espejo, porque, como la mayoría de los habitantes de la ciudad, rara vez tenían la oportunidad de verse de cuerpo entero.

El comedor estaba lleno de hombres de caqui que posaban para fotos con un pie encima de la cabeza disecada de un leopardo, whisky en mano, el fuego en la chimenea todavía con azulejos. Se bebieron el bar entero, y en las noches de frío descolgaban las pieles de las paredes y dormían entre el olor a humedad de sus pliegues.

Más tarde los indicios demostraron que habían hecho acopio de armas, elaborado mapas, urdido atentados contra puentes, incubado planes cada vez más audaces a medida que los administradores huían de las plantaciones de té que se prolongaban ondulantes por las montañas de Singalila todo en torno al Gymkhana, desde Happy Valley, Makaibari, Chonglu, Pershok.

Luego, una vez acabado todo, cuando los hombres firmaron un armisticio y se marcharon -aquí, en este preciso lugar del club Gymkhana, en estas mesas colocadas unas junto a otras en hilera-, habían escenificado una entrega pública de armas.

El 2 de octubre de 1988, el día de Gandhi Jayanti, siete mil hombres entregaron cinco mil armas caseras, revólveres fabricados en el país, pistolas, escopetas de uno y dos cañones y metralletas Sten. Entregaron miles de balas, tres mil quinientas bombas, cartuchos de gelatina explosiva, detonadores y minas terrestres, kilos de explosivos, proyectiles de mortero y cañones. Ya sólo los hombres de Ghising tenían más de veinticuatro mil armas. En el montón estaba el fusil BSA del juez, el rifle Springfield y el Holland & Holland de dos cañones con el que había rondado, después del té, por el campo en los alrededores de Bonda.


Pero cuando negaron la entrada a Lola, Noni, el padre Booty, el tío Potty y Sai al comedor del Gymkhana, no esperaban que las cosas le fueran tan mal al club. Atribuyeron la desolación a los problemas del momento, como había sugerido el encargado, y no a una premonición del futuro del restaurante.

¿Dónde iban a comer, entonces?

– ¿En ese sitio nuevo, Seamos Vegetarianos? -propuso el padre Booty.

– ¡Nada de ghas phoos, no nos vengas con ramitas y hojas! -respondió tajante el tío Booty, que jamás comía algo verde si podía evitarlo.

– ¿Lung Fung? -Era un desaliñado establecimiento chino con dragones de papel de aspecto mortecino colgados del techo.

– No es un sitio muy agradable.

– ¿Windamere?

– Muy caro, sólo para extranjeros. De todas maneras, lo único bueno que tienen es el té, la comida es de pensión de misioneros… thunda khitchri) espalda de cordero grasienta, sal y pimienta si tienes suerte…

Al final fue Glenary's, como siempre.

– Al menos tienen mucho donde elegir; todo el mundo puede comer lo que quiera.

De manera que cruzaron en tropel. En una mesa en el rincón estaban sentados el padre Peter Lingdamoo, el padre Pius Marcus y el padre Bonniface D'Souza comiendo strudel de manzana. «Buenas tardes, monseñor», saludaron al padre Booty, dándose un leve aire europeo. Qué elegante: monseñor…

Como siempre, la sala estaba ocupada en su mayoría por escolares que disfrutaban de su comida fuera del centro, ya que los internados eran una de las grandes empresas económicas de Darjeeling junto con el té. Había otros niños celebrando cumpleaños por su cuenta sin supervisión, los más jóvenes acompañados por padres que venían de visita de Calcuta o incluso Bután y Sikkim, o Bangladesh, Nepal o las plantaciones de té de los alrededores. Varios patriarcas de ánimo generoso también preguntaban a sus hijos por sus estudios, pero las madres protestaban: «Déjalo tranquilo aunque sólo sea por una vez, baba», mientras apilaban platos y les acariciaban el pelo, mirando a sus hijos tal como sus hijos miraban la comida, intentando engullir lo máximo posible.

Se sabían el menú de memoria tras tantos años de comidas especiales en Glenary's. India, europea o china; carne a la brasa, sopa de pollo y maíz, helado con chocolate caliente. Aprovechándose sin vacilar de las miradas tiernas de los padres -ya casi era hora de la despedida-, ¿otro helado con chocolate caliente? «Por favor, mamá, por favor, mamita, por favor, mami», la madre volvía la mirada hacia el padre, «Priti, no, ya está bien, no vayas a mimarlo demasiado», para luego ceder, consciente de que mamá, mamita o mami lloraría durante todo el solitario trayecto de regreso a la plantación, el aeropuerto o la estación de tren. ¿Había sido su madre así? ¿Y su padre? De pronto Sai se sintió despojada y envidió a aquellos niños. Había una mujer tibetana tan hermosa con su baku de color azul cielo y un delantal con esas franjas deslavazadas de alegres colores, que a uno le producía la sensación inmediata de ser acogido y querido. «Ay, qué mofletes tan dulces», exclamaba toda la familia, riendo mientras hacían como que devoraban a la criatura, con ademanes de alguna manera tiernos y cariñosos, y la criatura era la que más fuerte reía. ¿Por qué no podía ella formar parte de la familia? ¿Alquilar una habitación en vida ajena?

Las mujeres sacaron brillo a los cubiertos con las servilletas de papel, limpiaron platos y vasos, devolvieron uno que parecía empañado.

– ¿Qué tal una copita, señoras? -propuso el tío Potty.

– Ay, Potty, ya empezamos, tan temprano.

– Como queráis. Un gin tonic -pidió, y untó directamente en el recipiente de la mantequilla el palito de pan, que salió impregnado de una animada masa de tono dorado-. Me gusta tomar una pizca de pan con la mantequilla -aseguró.

– El pescado con patatas fritas y salsa tártara es muy bueno -comentó el padre Booty con un aleteo de esperanza, imaginando pescado de río con dorados y crujientes uniformes de pan rayado.

– ¿Es fresco el pescado? -le preguntó Lola al camarero-. ¿Del Teesta?

– ¿Por qué no? -respondió el camarero.

– ¡¡¿¿¿Por qué no???!! ¡Yo qué sé? ¡¡¡Tú sabrás PORQUÉ si NO LO ES!!!

– Más vale no arriesgarse. ¿Qué tal el pollo en salsa de queso?

– ¿Qué queso? -indagó el padre Booty.

Todo el mundo se quedó de piedra… un silencio gélido.

Sabían que el insulto estaba a punto de caer…

Absolutamente cremoso y delicioso… El paladín de los quesos en toda la India:

– ¡¡AMUL!!

– ¡¡IMPERMEABILIZANTE!! -saltó el padre Booty.

Como siempre, sopesaron las opciones y escogieron la comida china.

– No es que sea auténtica comida china, claro. -Lola recordó a todos que Joydeep, su esposo ya fallecido, había ido a China una vez y aseguraba que la comida china en China era algo distinto por completo. Mucho peor, en realidad. Describió un huevo de cien días (y a veces decía que de doscientos días) enterrado y exhumado como exquisitez, y todo el mundo lanzaba gruñidos mezcla de deleite y horror. Había sido todo un éxito en los cócteles a su regreso. «Tampoco me maravilló su aspecto, precisamente -decía-, tienen rasgos de chapta. Mucho mejores las mujeres indias, las antigüedades indias, la música india, la comida china india…»

Y en toda la India, ¡nada mejor que la comida china de Calcuta! ¿Recordáis el Ta Fa Shun? ¿Donde las mujeres que salían de compras quedaban para tomar sopa acre y picante y la acompañaban con chismorreos acres y picantes…?

– Entonces ¿qué tomamos? -preguntó el tío Potty, que a esas alturas ya había acabado con todos los palitos de pan.

– ¿Pollo o cerdo?

– Chee Chee. No te fíes del cerdo, lleno de solitarias. ¿Quién sabe de qué cerdo ha salido?

– ¿Pollo al chile, entonces?

Desde el exterior llegó el estruendo de la manifestación de jóvenes que volvía a pasar.

– Dios, qué barullo. Dale que te pego con esa actitud de todo o nada.

Llegó el chile y, tras dejarlo en la mesa, el camarero se limpió la nariz con la cortina.

– Hay que ver -dijo Lola-. No me extraña que los indios no progresemos nunca. -Empezaron a comer-. Pero la comida es buena aquí. -Masticando.


Cuando salían del restaurante, la misma manifestación que los había importunado durante la comida y mientras estaban en la biblioteca regresó calle adelante después de haber recorrido toda Darjeeling.


«¡Gorkhaland para los gorkhas!»

«¡Gorkhaland para los gorkhas!»


Se hicieron a un lado para dejarlos pasar, y ¿quién, nada menos, casi le pisó los pies a Sai?

¡¡¡Gyan!!!

Con su jersey rojo tomate, gritando con un vigor que ella era incapaz de reconocer.

¡¿Qué podía estar haciendo en Darjeeling?! ¿Por qué estaba en una protesta del FLNG protestando a favor de la independencia de los indios nepalíes?

Abrió la boca para gritarle, pero en ese momento él también la vio, y la consternación de su rostro vino seguida por un gesto de cabeza levemente fiero y una mirada fría y entornada, una advertencia de que no se acercara. Ella cerró la boca como un pez y el asombro se le derramó por las agallas.

Para entonces Gyan ya había pasado.

– ¿No es ése tu tutor de matemáticas? -preguntó Noni.

– Me parece que no -respondió ella, rebuscando su dignidad, rebuscando algún sentido-. Se le parecía mucho, yo misma he pensado que era él, pero no…


En la acusada pendiente de descenso hacia el Teesta, vieron que Sai había palidecido.

– ¿Te encuentras bien? -le preguntó el padre Booty.

– Me he mareado.

– Mira el horizonte, eso va bien.

Fijó la mirada en la cadena más alejada del Himalaya, en la quietud inmóvil. Pero no supuso la menor diferencia. Había un remolino en su mente y no conseguía asimilar lo que veían sus ojos. Al cabo, le subió por la garganta una bilis mordaz que le quemó la boca, le corroyó los dientes: notó que se le volvían tiza al tiempo que acusaba el ataque del pollo al chile que le repetía en el estómago.

– Para el coche, para el coche -dijo Lola-. Déjala bajar.

Sai sufrió un acceso de arcadas y vomitó sobre la hierba una suerte de caldo de pollo, permitiéndoles echar otro desafortunado vistazo a su comida, ahora muy deslucida. Noni le dio un vaso de agua helada de la plateada cápsula de la era espacial que era su termo, y Sai se tumbó en una roca al sol junto al Teesta, hermoso y transparente.

– Respira hondo unas cuantas veces, querida, la comida era muy grasienta. Han ido de mal en peor, desde luego, qué cocina tan sucia. Ay, con sólo ver el agua debería habernos bastado para estar sobre aviso.

Al otro lado del puente, los guardias del control inspeccionaban los vehículos que lo cruzaban. Cautelosos en tiempos de disturbios, habían abierto los bultos y maletas de todos los pasajeros de un autobús y vuelto sus pertenencias del revés. Éstos aguardaban impasibles en el interior; gente pobre, los rostros aplastados contra el cristal, decenas de pares de ojos medio muertos, con la estampa de animales camino del matadero; como si el viaje hubiera sido agotador, su ánimo ya se había extinguido. El autobús tenía los costados salpicados de vómito, grandes churretes marrón y ocre esparcidos hacia atrás por el viento. Al no poder seguir su camino debido a la barrera de metal cruzada sobre la carretera, varios vehículos más hacían cola detrás del autobús para someterse al mismo tratamiento.

El sol de media tarde se posaba denso y dorado sobre los árboles, y con aquella luz tan intensa, las sombras en el follaje, y junto al coche, y entre las briznas de hierba y las rocas, eran negras como la noche. Hacía calor allí en el valle, pero el río, cuando Sai metió las manos, estaba lo bastante helado como para entumecerle las venas.

– No hay prisa, Sai, de todas maneras nos queda mucho por esperar. Los coches están detenidos.

El padre Booty también salió, para estirar las piernas, contento de poder descansar la espalda dolorida. Se detuvo a contemplar una mariposa extraordinaria.

El valle del Teesta era famoso por sus mariposas, y venían especialistas de todo el mundo para pintarlas y estudiarlas. Criaturas raras y espectaculares, descritas en el volumen de la biblioteca Maravillosas mariposas del Himalaya noroccidental, volaban ante sus ojos. Un verano, cuando tenía doce años, Sai les había inventado nombres -mariposa de máscara japonesa, mariposa de la montaña lejana, mariposa Ícaro precipitándose desde el sol, mariposa liberada por una flauta, mariposa de festival de cometas- y acompañó esos nombres con ilustraciones.

– Asombroso -dijo el padre Booty-. Fíjate en esa de ahí. -Azul pavo real y con largas colas de color esmeralda-. Dios mío, y ésa… -Negra con motas blancas y una llama rosa en el corazón-. Ay, mi cámara… Potty, ¿puedes mirar en la guantera?

El tío Potty estaba leyendo Astérix: «¡Ave, galo! ¡¡¡¡Por Tutatis!!!! ¡¡#@oc***!!», pero se incorporó y le pasó la pequeña Leica por la ventanilla.

Cuando la mariposa revoloteaba seductora justo encima de un cable del puente, el padre Booty tomó la instantánea.

– Madre mía, creo que he temblado, igual ha salido movida.

Iba a intentarlo de nuevo cuando los guardias empezaron a gritar y uno de ellos se acercó a la carrera.

– Está prohibido hacer fotografías del puente. -¿Acaso aquel hombre no lo sabía?

Ay, Dios, lo sabía, lo sabía, qué error, estaba tan emocionado que lo había olvidado.

– Lo siento mucho, agente. -Lo sabía, lo sabía. Era un puente muy importante, aquél, el punto de contacto de la India con el norte, con la frontera en la que quizá algún día tendrían que luchar contra los chinos otra vez, y ahora, claro, también estaba el asunto de la insurgencia gorkha.

El ser extranjero no le benefició en nada.

Le confiscaron la cámara y empezaron a registrar el jeep.

Un olor preocupante.

– ¿A qué huele?

– A queso.

– Kya cheez? -preguntó un individuo de Meerut.

Nunca habían oído hablar del queso. No parecían muy convencidos. El olor era muy sospechoso y uno de ellos dio parte de que le había parecido oler a materiales para la fabricación de explosivos.

– Gas maar raba hai -dijo el muchacho de Meerut.

– ¿Qué ha dicho? -preguntó el padre Booty.

– Algo está soltando gas. Algo está expulsando gas.

– Tira el queso -le dijeron al padre Booty-. Se ha pasado.

– Nada de eso.

– Sí que se ha pasado, huele el vehículo entero.

Los guardias se pusieron a examinar la pila de libros, mirándolos con la misma nariz arrugada que el queso olvidado cuyo destino debería haber sido Glenary's.

– ¿Qué es esto? -Esperaban encontrar literatura antinacional y proselitista.

– Trollope -respondió Lola alegremente, incitada y estimulada por el giro de los acontecimientos-. Yo siempre decía -se volvió hacia los otros con aire frívolo- que reservaría a Trollope para mi dote; sabía que sería un lujo lento y perfecto para cuando no tuviera nada que hacer y, bueno, aquí estoy. Lo que me gusta son los libros a la antigua usanza. No esas historias nuevas, sin principio, sin nudo, sin final, nada más que una ristra de… plasma flotando libremente.

»Un escritor inglés -le dijo al guardia.

Este hojeó el libro: La última crónica de Barset: el arcediano va a Framley, la señora Dobbs Broughton apila leña.

– ¿Sabíais que también inventó el buzón? -les preguntó a los otros.

– ¿Por qué lo está leyendo?

– Para olvidarme de todo lo demás. -Hizo un gesto vago y grosero hacia todo en general y el propio guardia.

Éste tenía su orgullo. Sabía que era alguien. Sabía que su madre sabía que él era alguien. Apenas una hora antes había alimentado tanto su propio convencimiento como a su hijo con puri aloo acompañado de una deliciosa Limca con sabor a lima-limón cuyo burbujeo le había provocado un diminuto alboroto en la nariz.

Furioso ante la insolencia de Lola, su rostro aún despierto gracias a la rociada del refresco, dio orden de que el libro se pusiera en el jeep de la policía.

– No se lo puede llevar -dijo ella-, es un libro de la biblioteca, so necio. Tendré problemas en el Gymkhana. La policía no va a pagarles para que compren otro ejemplar.

– ¿Y éste? -El guardia examinó otro libro.

Noni se había llevado un triste relato sobre la brutalidad policial durante el movimiento Naxalita de Mahashveta Devi, traducido por Spivak, quien, según había leído con interés en el Iridian Express, estaba en el filo de la vanguardia gracias a su atuendo, que combinaba el sari con las botas militares. También había escogido un libro de Amit Chaudhuri que incluía una descripción del apagón en Calcuta que había dado lugar a que por toda la India la tristeza habitual por la escasez energética ablandara el corazón de la gente. Ya lo había leído, pero de vez en cuando le gustaba medio embeberse, medio ahogarse de nuevo en aquellas hermosas imágenes. El padre Booty tenía un tratado sobre esoterismo budista, escrito por un experto de una de las legendarias universidades monásticas de Lhasa, y Cinco cerditos, de Agatha Christie. Y Sai llevaba Cumbres borrascosas en el bolso.

– Tenemos que llevárnoslos a comisaría para inspeccionarlos.

– ¿Por qué? Por favor, señor -le dijo Noni en un intento de persuadirlo-, hemos ido a la biblioteca expresamente… Qué vamos a leer… metidos en casa… tantas horas de toque de queda…

– Pero, agente, le basta con echarnos un vistazo para saber que no somos precisamente la clase de gente con la que deba usted perder el tiempo -dijo el padre Booty-. Con tantos goondas por ahí…

Pero los guardias no tenían la menor simpatía por los ratones de biblioteca, y Lola perdió los nervios:

– Ladrones, eso son los policías. Lo sabe todo el mundo. Conchabados con los goondas. Pienso ir a ver al comandante del ejército, pienso acudir al intendente de subdivisión. Qué clase de situación es ésta, intimidando a la población, hombrecillos como ustedes que van de sargentos. No pienso sobornarlos, si eso es lo que esperan… ya pueden olvidarse. Vámonos -instó a los otros en tono pomposo.

– Chalo yaar -dijo el tío Potty, y miró de soslayo sus botellas para dar a entender que podían coger un par SI…

Pero el hombre respondió:

– Es un problema grave. Ni siquiera cinco botellas serían suficientes. -Y resultó evidente lo que se le venía encima a Kalimpong-. Cálmese, señora -le dijo a Lola el policía, pero sólo consiguió ofenderla más-. Si no hay nada en sus libros, se los devolveremos.

Se llevaron con cautela los sospechosos libros de la biblioteca. La cámara del padre Booty también fue confiscada y llevada a la mesa del oficial; su caso lo revisarían por separado.


Sai no se dio cuenta de gran cosa, porque aún estaba pensando en que Gyan no le había hecho el menor caso, y le traía sin cuidado que se hubieran llevado los libros.

¿Por qué estaba allí? ¿Por qué no había querido saludarla? Le había dicho: «No puedo resistirme a ti… Tengo que volver una y otra vez…»

En casa, el cocinero estaba esperando, pero ella se fue a la cama sin cenar, lo que ofendió al cocinero, que lo interpretó como que había comido a lo grande en un restaurante y ahora despreciaba lo que se le ofrecía en casa.

Como sabía de los celos del cocinero, Sai solía quejarse al llegar a casa: «Las especias no estaban bien molidas, casi me rompo un diente con un grano de pimienta, y la carne era tan dura que he tenido que tragármela sin masticar, toda en un bolo bien grande con ayuda de un vaso de agua.» Él se partía de risa. «Ja, ja, sí, ya nadie se molesta en limpiar y ablandar la carne como es debido, en moler las especias, tostarlas…» Luego se ponía serio de repente y exclamaba, alzando un dedo para reafirmar su argumentación como un político: «¡Y se atreven a cobrar dinero por eso!» Asintiendo con ahínco, al tanto de los horrores del mundo.

Ahora, arruinado el buen ánimo, trataba los platos a golpes.

– ¡Qué ocurre! -exclamó el juez. Una afirmación, no una pregunta, que debía contestarse con silencio.

– Nada -dijo, tan harto que le traía sin cuidado-. ¿Qué va a ocurrir? Babyji se ha acostado. Ha comido en el hotel.

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