El romance entre Gyan y Sai prosperaba y para ellos los problemas políticos seguían estando en segundo plano.
Mientras comía momos untados de salsa picante, Gyan dijo:
– Eres mi momo.
Sai contestó:
– No, tú eres el mío.
Ah, la etapa de los arrumacos: los había precipitado por una pendiente de cariñitos y apodos. Pensaban en ellos en momentos íntimos y se los decían el uno al otro como regalos. El momo, una especie de rolliza empanada de cordero, la carne envuelta por la masa, tenía connotaciones de protección y afecto.
Pero mientras comían juntos en Gompu's, Gyan había utilizado las manos sin darle mayor importancia mientras Sai comía con el único cubierto que había en la mesa, una cuchara, poniendo el roti a un lado para empujar la comida sobre el mismo con la cuchara. Al reparar en la diferencia, se avergonzaron y se abstuvieron de mencionar el detalle.
«Kishmish», la llamó él para disimular, y «Kaju», lo llamó ella, uva pasa y anacardo, dulce, almendrado y caro. Puesto que los albores del amor convierten a las parejas en turistas incluso en su propia ciudad, fueron de excursión a la reserva natural de Mong Pong, al lago Delo; fueron de picnic al Teesta y el Relli. Fueron al instituto de sericultura, del que salía un olor a gusanos hirviendo. El encargado los llevó de visita a ver los montones de capullos amarillentos que se movían sutilmente en una esquina, las máquinas que ponían a prueba impermeabilidad y flexibilidad; y él le contó su sueño de futuro: el sari impermeable e inarrugable, a prueba de manchas, preplisado, con cremallera, reversible, el magnífico sari del nuevo milenio, con nombres de éxitos intemporales de Bollywood como Disco Dancer. Cogieron el famoso Toy Train -el «tren de juguete» construido por los ingleses en 1881 para unir las plantaciones de té- y se fueron al zoo de Darjeeling, donde vieron con los ojos del amor libre, moderno y santurrón los barrotes antiguos y privadores de libertad, detrás de los que vivía un panda rojo, ridículamente solemne para ser algo tan terriblemente hermoso, mascando sus hojas de bambú con la misma cautela que un empleado de banco haciendo cuentas. Visitaron el monasterio de Zang Dog Palri Fo Brang en Durpin Dara, donde los monjes canosos entretenían a los monjecillos, corriendo de aquí para allá para arrastrar a los niños sobre sacos de arroz, haciéndoles planear sobre el suelo pulido del monasterio, ante murales de demonios y del gurú Padmasambhava con su sonrisa iracunda cómodamente instalada bajo un mostacho rizado, su manto carmín, el cetro de diamante, el sombrero de loto con una pluma de buitre; ante un espectro que cabalgaba sobre un león níveo y una diosa Tara verde sobre un yak; haciendo planear a los niños ante puertas que se abrían como alas de pájaro a un escenario de montañas todo en derredor.
Desde Durpin Dara, donde se podía ver tan lejos y tan alto, el mundo parecía un mapa desde una perspectiva divina. Uno alcanzaba a ver el paisaje que se extendía a sus pies, más allá, entre ríos y mesetas. Gyan le preguntó a Sai por su familia, pero ella no sabía a ciencia cierta qué decir, porque creía que si le hablaba del programa espacial, tal vez él se sentiría avergonzado e inferior.
– Mis padres se fugaron y nadie volvió a hablarles. Murieron en Rusia, donde mi padre era científico.
Pero la historia de la familia de él también lo llevaba allende los mares, le dijo a Sai, con orgullo evidente. Tenían más en común de lo que parecía.
La historia era la siguiente:
A principios del siglo XIX sus antepasados abandonaron su pueblo de Nepal y llegaron a Darjeeling, atraídos por promesas de trabajo en una plantación de té. Allí, en una pequeña aldea en el lindero de una de las haciendas de té más remotas, se habían hecho con la propiedad de una búfala famosa por su leche pasmosamente cremosa. Poco después llegó el Ejército Imperial, que medía a los soldados en potencia por los pueblos de las montañas con cinta métrica y regla, y se fijaron en los impresionantes hombros del bisabuelo de Gyan, que gracias a la leche de su búfala se había puesto tan fuerte que venció al hijo del dueño de la tienda de chucherías del pueblo en un combate de lucha libre, un muchacho excepcionalmente sano y atractivo. Un antiguo recluta de su pueblo aseguró que los soldados disfrutaban de todas las comodidades: mantas y calcetines calientes y secos, manteca y mantequilla de búfala, cordero dos veces a la semana, un huevo al día, agua siempre disponible, medicamentos para todas las enfermedades, todos los antojos que tuvieran. Se podía pedir ayuda sin sonrojo por una comezón en el trasero o una picadura de avispa, y todo ello sin otra obligación que marchar arriba y abajo por la Grand Trunk Road, la principal carretera del norte de la India. El ejército ofreció más dinero a aquel muchacho fortalecido a base de leche de búfala del que su padre había ganado en su vida, pues su padre trabajaba de mensajero en la plantación; se marchaba antes del amanecer con una gran cesta cónica dividida en secciones a la espalda y procuraba regresar al anochecer, cuesta arriba con su carga. La cesta iba cargada entonces con un lecho de hortalizas y un pollo vivo que lanzaba picotazos a la urdimbre; huevos, papel higiénico, jabón, horquillas, y papel de carta encima de todo para que la memsahib escribiera: «Querida hija mía, aquí impera una belleza rabiosa que casi, casi compensa la soledad…»
De manera que juró lealtad a la Corona y se marchó, dando comienzo a más de cien años de compromiso familiar con las guerras de los ingleses.
Al principio, la promesa se había mantenido: lo único que hizo el bisabuelo de Gyan fue marchar durante muchos años de prosperidad, y se hizo con una esposa y tres hijos. Pero luego lo enviaron a Mesopotamia, donde las balas turcas le dejaron el corazón como un colador y se desangró hasta morir en el campo de batalla. Como un gesto hacia la familia, de manera que no perdiera sus ingresos, el ejército dio empleo a su primogénito, aunque la famosa búfala, a esas alturas, ya había muerto, y el nuevo recluta era larguirucho. Los soldados indios lucharon en Birmania, en Gibraltar, en Egipto, en Italia.
Cuando faltaban dos meses para su vigésimo tercer cumpleaños, en 1943, el soldado larguirucho murió en Birmania, defendiendo con mano temblorosa a los británicos frente a los japoneses. El puesto le fue ofrecido a su hermano y este muchacho también murió, en Italia, a las afueras de Florencia, pero no luchando, sino mientras hacía mermelada de albaricoque para el comandante del batallón en una villa que daba alojamiento a tropas británicas. Seis limones, le habían enseñado, y cuatro tazas de azúcar. Revolvía la mezcla en la campiña italiana, tan poco amenazadora, mientras los faisanes runruneaban sobre los olivos y las parras y el ejército de la resistencia desenterraba trufas en los bosques. Era una primavera especialmente munificente, y entonces los bombardearon…
Cuando Gyan era bastante pequeño, el último recluta de la familia se apeó un día del autobús en la estación de Kalimpong y llegó con un dedo menos en el pie. Nadie se acordaba de él, pero, al cabo, los recuerdos de infancia de su padre resucitaron y el hombre fue reconocido como un tío. Vivió con la familia de Gyan hasta su muerte, pero nunca descubrieron adónde había viajado ni contra qué países luchó. Venía de una generación, en el mundo entero, para la que era más fácil olvidar que recordar, y cuanto más insistían los niños, más se disipaba su memoria. En cierta ocasión, Gyan le preguntó:
– Tío, pero ¿cómo es Inglaterra?
Y él dijo:
– No lo sé.
– ¿¿Cómo es posible que no lo sepas??
– Es que nunca he estado.
¡Tantos años en el ejército británico y nunca había estado en Inglaterra! ¿Cómo podía ser? Creían que había prosperado y se había olvidado de ellos, viviendo como un lord londinense…
¿Dónde había estado, pues?
El tío no quería decirlo. Una vez cada cuatro semanas iba a correos para recoger su pensión de siete libras al mes. Casi todo el tiempo permanecía sentado en una silla plegable, moviendo en silencio un rostro exento de expresión como un girasol, con una insistencia vaga y disminuida en seguir el sol; el único objetivo que le quedaba en la vida era casar las dos: la esfera de su rostro y la esfera de luz.
La familia había decantado su fortuna por la docencia y el padre de Gyan enseñaba en la escuela de una plantación de té más allá de Darjeeling.
Entonces se interrumpió el relato.
– ¿Qué hay de tu padre? ¿Cómo es? -indagó Sai, pero no lo atosigó. Después de todo, bien sabía de relatos que debían interrumpirse.
Las noches ya estaban refrescando, y oscurecía más temprano. Sai, que regresaba tarde y titubeaba a la hora de posar el pie en el camino, se detuvo en casa del tío Potty para coger una linterna. «¿Dónde está ese chico tan guapo? -le tomaron el pelo el tío Potty y el padre Booty-. Dios santo, esos chicos nepalíes: pómulos marcados, brazos musculosos, anchos de hombros. Son hombres capaces de hacer cosas, Sai, cortar árboles, levantar vallas, llevar cajas pesadas… mmm mmm.»
El cocinero la esperaba en la verja con una lámpara cuando por fin llegó a Cho Oyu. Su rostro malhumorado y surcado de arrugas atisbaba desde un surtido de bufandas y jerséis.
– He estado venga a esperar y esperar… ¡En plena oscuridad y no regresabas a casa! -rezongó, abriendo camino con andares de pato por el sendero que iba de la verja a la casa, con un aspecto orondo y mujeril.
– ¿Por qué no me dejas en paz? -respondió ella, consciente por primera vez de lo insoportablemente molestos que resultaban familiares y amigos ahora que había encontrado libertad y espacio para el amor.
El cocinero se sintió herido en su corazón de mermelada picante.
– Voy a darte un azote -le dijo a voz en cuello-. ¡Te he criado desde niña! ¡Con todo mi cariño! ¿Son ésas maneras de hablar? Pronto estaré muerto y entonces ¿a quién recurrirás? Sí, sí, me moriré pronto. Igual entonces te alegras. Aquí estoy, tan preocupado, y ahí estás tú, divirtiéndote, te trae todo sin cuidado…
– Vamosvamos. -Como siempre, ella terminó intentando apaciguarlo.
Él no se dejaba apaciguar, pero luego empezaba a cejar, un poquito nada más.