18

– Ah, murciélago, murciélago -dijo Lola, presa del pánico, cuando uno pasó rozándole la oreja con su agudo chu chu.

– Qué importa, no es más que un pedazo de cuero de zapato revoloteando -comentó Noni, que con su pálido sari de verano tenía todo el aspecto de un helado de vainilla a punto de deshacerse…

– Anda, calla -dijo Lola-. Hace un bochorno horrible -añadió, a modo de disculpa ante su hermana-. El monzón debe de estar en camino.

No habían pasado más que dos meses desde la llegada de Gyan para dar clases a Sai, y Sai, en un primer momento, había confundido la tensión en el ambiente con la presencia del tutor. Pero ahora todo el mundo se quejaba. El tío Potty estaba sentado con aspecto lánguido.

– Se avecina. Temprano este año. Más vale que me traigas ron, guapa, antes de que el chavalote se quede aislaaaaado.

Lola tomó a sorbos un comprimido de Disprin que producía un ruido efervescente y brincaba en el agua.

Cuando la prensa también informó de la llegada de nubes de tormenta, se alegró mucho:

– Ya te lo dije. Siempre lo sé. Siempre he sido muy intuitiva. Ya sabes cómo soy, la princesa del guisante, querida, qué puedo decir, la princesa del guisante.


En Cho Oyu, el juez y Sai estaban sentados en el jardín. Canija, al ver la sombra de su propia cola, dio un salto y la atrapó. Empezó a girar sobre sí misma, sin tener muy claro a quién pertenecía el rabo. No quería cejar, pero su mirada expresaba una confusión suplicante: ¿cómo iba a parar?, ¿qué debía hacer? Había atrapado una bestia extraña y no sabía que era ella misma. Iba dando saltos por el jardín sin poder evitarlo.

– Qué tonta -comentó Sai.

– Preciosa -dijo el juez cuando se marchó Sai, por si había herido los sentimientos de Canija.


Entonces, en un abrir y cerrar de ojos, se les vino encima. Llegó un revuelo ansioso procedente de los plataneros cuando sus grandes orejas empezaron a aletear, lo que siempre constituía el primer indicio de alarma. Los tallos de bambú entrechocaban y resonaban con los chasquidos de una antigua arte marcial.

En la cocina, el calendario de dioses del cocinero empezó a repiquetear contra la pared como si hubiera cobrado vida, una plétora de brazos, piernas, cabezas demoníacas, ojos centelleantes.

El cocinero cerró todo a cal y canto, puertas y ventanas, pero luego Sai abrió la puerta cuando él estaba cribando la harina para deshacerse de los gorgojos, y la harina se levantó en una nube y los cubrió a ambos.

– Uffff. Mira lo que has hecho.

Diminutos insectos amadrigados echaron a correr libres y sobreexcitados por el suelo y las paredes. Mirándose el uno al otro cubiertos de blanco, se echaron a reír.

– Angrez ke tarah. Como los ingleses.

– Angrez ke tarah. Angrez jaise.

Sai meneó la cabeza.

– Mira -dijo alegremente-, igual que los ingleses.

El juez empezó a toser al dispersarse por el salón una mezcla acre de humo y guindilla.

– Estúpida -le espetó a su nieta-. ¡Cierra la puerta!

Pero la puerta se cerró por voluntad propia junto con todas las demás puertas de la casa. Bum bum bum. El cielo se abrió, iluminado por llamas; un fuego azul envolvió el pino, que chisporroteó objeto de una muerte instantánea que lo redujo a un tocón de carbón vegetal, un olor a quemado, un desbarajuste de ramas cruzadas sobre el jardín. Una lluvia interminable empezó a caerles encima y Canija se convirtió en una forma de vida primitiva, una criatura semejante a una ameba, deslizándose por el suelo.

Un pararrayos encima de Cho Oyu estaba conectado por medio de un cable a un hoyo de sal, cosa que los mantendría a salvo, pero Canija no lo entendía. Con la reanudación de los truenos y una sacudida contra el tejado de hojalata, la perra buscó refugio tras las cortinas, debajo de las camas. Pero le quedaba vulnerable o bien el trasero, o bien el morro, y la asustaba el viento que producía sonidos fantasmagóricos en las botellas vacías de refresco: buuuu uuuu uuuu.

– No te asustes, cachorrillo, ranita, patito, perrita mona. No es más que lluvia.

Canija intentó sonreír, pero la cola se le seguía plegando debajo del cuerpo y sus ojos eran los de un soldado en plena guerra, hartos de aferrarse a estúpidos mitos de valentía. Aguzó las orejas más allá del horizonte, anticipando lo que no dejó de llegar: otra oleada de bombardeo, el estrépito de la civilización al desmoronarse; no tenía la menor idea de que fuera tan grande -se desplomaban ciudades y monumentos-, y se dio a la fuga otra vez.


Aquella estación acuosa duraría tres meses, cuatro, tal vez cinco. En Cho Oyu, una gotera caía en el cuarto de baño a ritmo de honky-tonk, hasta que fue interrumpida por Sai, que se protegió con un paraguas para entrar en el cuarto de baño. El vaho empañaba el vidrio de los relojes, y las prendas puestas a secar en el ático permanecían húmedas una semana. Una suerte de caspa blanca se desprendía de las vigas, un hongo lo cubría todo de un barniz velludo. No obstante, pinceladas de color definían aquella escena apagada: los insectos volaban ataviados de carnaval; el pan, en un día, se volvía verde como la hierba; Sai, al abrir el cajón de la ropa interior, se encontró con que una gelatina rosa intenso festoneaba las capas superpuestas de algodón grisáceo; y los volúmenes encuadernados del National Geographic se abrían por páginas aquejadas de una llamativa dolencia, un moho de tono púrpura amarillento rivalizaba con los capulineros de Nueva Guinea, los habitantes de Nueva Orleans y los anuncios -«¡Se está mejor en las Bahamas!»- incluidos.


Sai siempre había estado tranquila y animada durante esos meses, la única época en que su vida en Kalimpong cobraba perfecto sentido y tenía la oportunidad de experimentar la paz de saber que la comunicación con cualquier otra persona era casi imposible. Se sentaba en la galería, sobrellevando los estados de ánimo de la estación mientras pensaba lo inteligente que era sucumbir mientras por todo Kalimpong la modernidad empezaba a desmoronarse. Los teléfonos emitían un estertor agonizante, las televisiones sintonizaban otra imagen más del aguacero. Y en aquella húmeda estación diarreica flotaba la sensación, liviana y dispersa, de que la vida era algo inestable y disipado, frío y solitario: en absoluto algo que se pudiera comprender. El mundo se desvanecía, la puerta se abría a la nada -ni rastro de Gyan por el recodo de la montaña- y esa terrible sensación de espera desistía de su dominio total. Incluso resultaba imposible visitar al tío Potty, ya que el jhora se había desbordado y había arrastrado el puente corriente abajo.

En Mon Ami, Lola, toqueteando el dial de la radio, tenía que resignarse a no obtener pruebas de que su hija Pixie seguía en un lugar seco, entre noticias de ríos desbordados, cólera, ataques de cocodrilos y bengalíes otra vez encaramados a sus árboles. «Bueno -suspiraba Lola-, igual el agua se lleva a esos gamberros del bazar.»


Recientemente, una serie de huelgas y manifestaciones había dejado constancia del malestar político, cada vez mayor. Y ahora, debido al tiempo, se pospusieron una huelga de tres días y una tentativa raasta roko de obstrucción de las carreteras. ¿Qué sentido tenía impedir que pasaran los suministros si de todas maneras no estaban llegando? ¿Cómo iban a imponer el cierre de las oficinas si iban a estar cerradas? ¿Cómo iban a cerrar las calles si las calles habían desaparecido? Hasta la carretera principal hacia Kalimpong desde Teesta Bazaar sencillamente se había desprendido pendiente abajo y yacía hecha pedazos en el barranco a sus pies.


Entre una tormenta y otra, un sol blanco larva asomaba y todo empezaba a empañarse y despedir vapor mientras la gente se apresuraba camino del mercado.

Gyan, en cambio, caminaba en otra dirección: hacia Cho Oyu.

Estaba preocupado por las clases particulares y preocupado por que se le pudiera negar el sueldo debido a que Sai y él se habían rezagado mucho con respecto al programa de estudios. Eso pensaba mientras resbalaba por las pendientes y se aferraba a las plantas.

Sin embargo, en realidad caminaba en esa dirección porque la tregua de la lluvia había hecho resurgir, una vez más, aquella insoportable ilusión, y bajo su influjo no podía permanecer quieto. Encontró a Sai entre los periódicos que habían llegado en el autobús de Siliguri, ejemplares de dos semanas acumulados. El cocinero había planchado todas y cada una de las páginas por separado. Varias especies de helechos crecían frondosas en la galería, adornados de gotas cual puntillas; las orejas de elefante contenían la progenie de la lluvia en nidadas trémulas; y los cientos de telarañas invisibles en los arbustos en torno a la casa se habían vuelto visibles, recubiertas de plata, entreveradas con el tejido trepador de las nubes. Sai llevaba su quimono, un regalo del tío Potty, que lo había encontrado en un baúl de su madre, un recuerdo de su viaje a Japón para ver los cerezos en flor. Era de seda escarlata, con dragones dorados, y de esa guisa estaba sentada Sai, misteriosa y con reflejos de oro, la emperatriz de un reino agreste, refulgente en contraste con el exuberante escenario.


El país, observó Sai, estaba reventando por las costuras: la policía había descubierto militantes en Assam, Nagaland y Mizoram; el Punjab, tras la muerte de Indira Gandhi en octubre del año anterior, estaba en llamas; y esos sijs con sus Kanga, Kachha, etc., que aún deseaban añadir una sexta «K», Khalistan, a su propio país para vivir con las otras cinco kas.

En Delhi, el gobierno había desvelado su nuevo plan económico tras mucho tiempo de secretismo y debate. Había creído conveniente reducir los impuestos sobre la leche condensada y la lencería femenina e incrementarlos en lo tocante al trigo, el arroz y el queroseno.

«Nuestro querido Piu -un obituario contorneado en negro mostraba la fotografía de un niño sonriente-, han pasado siete años desde que nos dejaste para entrar en tu morada celestial, y el dolor no ha desaparecido. ¿Por qué nos fuiste arrebatado tan cruelmente antes de tu hora? Mamá sigue llorando al recordar tu dulce sonrisa. No conseguimos encontrar sentido a nuestras vidas. Esperamos con ansiedad tu reencarnación.»


– Buenas tardes -dijo Gyan.

Ella levantó la vista y él sintió una honda punzada.

Otra vez sentados a la mesa, con los libros de matemáticas entre uno y otro, torturados por gráficos, por decimales de medición perfecta, Gyan cobró conciencia de que un ser tan espléndido no debería estar sentado ante un libro de texto; era una equivocación por su parte haberle impuesto semejante ordinariez: la bisección y rebisección de la bisección de un ángulo. Luego, como para reiterar que debería haberse quedado en casa, empezó a llover a raudales otra vez y se vio obligado a gritar para hacerse oír por encima del estruendo en el tejado, lo que impartía a la geometría una cualidad épica que a todas luces resultaba ridícula.

Una hora después seguían cayendo chuzos de punta.

– Más vale que me vaya -dijo con desesperación.

– Nada de eso -chilló ella-, podría matarte un rayo.

Empezó a granizar.

– Tengo que irme, de veras -insistió él.

– Ni se te ocurra -le advirtió el cocinero-. En mi pueblo, un hombre asomó la cabeza por la puerta en plena granizada, le cayó encima un buen goli y murió al instante.

La intensidad de la tormenta creció y después fue menguando a medida que anochecía, pero para entonces ya estaba muy oscuro para que Gyan encontrara el camino a casa por una ladera cubierta de huevos de hielo.


El juez lanzó una mirada irritada a Gyan por encima de las chuletas. Su presencia, estaba convencido, era una insolencia, una libertad derivada, si no de la intención, desde luego sí de la necedad.

– ¿Qué te ha hecho venir con semejante tiempo, majadero? -le preguntó-. Es posible que se te den bien las matemáticas, pero parece que el sentido común no es lo tuyo.

No hubo respuesta. Gyan parecía atrapado en sus propios pensamientos.

El juez lo estudió.

Detectó una evidente carencia de familiaridad, indecisión a la hora de utilizar los cubiertos y con la comida, y sin embargo tuvo la sensación de que Gyan era una persona con planes. Lo acompañaba un inconfundible tufillo a viaje, a ambición; y una vieja emoción le sobrevino al juez, una identificación de la debilidad que no era un mero sentimiento, sino también una experiencia, como la fiebre. Estaba claro que Gyan nunca había comido alimentos semejantes de semejante manera. La amargura colmó la boca del juez.

– Bien -dijo, al tiempo que mondaba de carne el hueso con mano experta-, bien, ¿qué poetas estás leyendo en la actualidad, joven? -Sintió un impulso siniestro de coger al muchacho desprevenido.

– Es estudiante de ciencias -terció Sai.

– ¿Y qué? Los científicos no tienen prohibido leer poesía, ¿o sí? ¿Qué fue de la educación equilibrada? -insistió ante el silencio que recibió por respuesta.

Gyan se devanó los sesos. Nunca leía poesía.

– ¿Tagore? -respondió indeciso; seguro que eso era prudente y respetable.

– ¡Tagore! -El juez alanceó un trozo de carne con el tenedor, lo untó en la salsa, amontonó encima un poco de patata y aplastó unos guisantes, y se lo llevó todo a la boca sosteniendo el tenedor con la mano izquierda-. Sobrevalorado -dijo después de masticar bien y tragar, pero, a pesar del tono de rechazo, ordenó con un golpe de cuchillo-: Recítanos algo, ¿quieres?

– «Donde se lleva la cabeza erguida, donde la sabiduría es libre, donde el mundo no ha quedado dividido en fragmentos por estrechos muros internos… A ese paraíso de libertad, Padre mío, llévame y a mí país despierta.» -Todos y cada uno de los escolares de la India sabían eso como mínimo.

El juez se echó a reír de una manera horrible y sombría.

Cómo detestaba esa estación lóbrega. Lo enfurecía por razones que iban más allá de la desdicha de Canija; se mofaba de él, de sus ideales. Cuando miraba en derredor veía que no estaba al mando: moho en el cepillo de dientes, culebras deslizándose tranquilamente por el patio, los muebles cada vez más repletos, y Cho Oyu absorbiendo cada vez más agua, desmigajándose igual que una hogaza harinosa. Con el embate de cada tormenta, quedaba menos parte habitable.

El juez se sentía viejo, muy viejo, y conforme la casa se desmoronaba en torno a él, también su mente parecía estar cediendo y se disolvían puertas que había mantenido firmemente cerradas entre un pensamiento y el siguiente. Habían transcurrido cuarenta años desde los tiempos en que estudiara poesía.


La biblioteca nunca había estado abierta lo suficiente.

Llegaba en cuanto abrían, se marchaba cuando cerraban, pues era la salvación del estudiante extranjero, brindaba intimidad y garantizaba la ausencia de matones.

Leyó un libro titulado Expedición a Gujarat. «La costa de Malabar asciende ondulante como una ola por el flanco occidental de la India, y luego, con un airoso movimiento, hace un quiebro hacia el mar de Omán. Eso es Gujarat. En los deltas fluviales y por las costas palúdicas hay ciudades configuradas para el comercio…»

¿Qué demonios era todo eso? No tenía nada que ver con lo que recordaba de su hogar, de los Patel y su vida en la madriguera de los Patel, y sin embargo, al desplegar el mapa, localizó Piphit. Allí estaba, una mota de mosquito a orillas de un río enfurruñado.

Con asombro, continuó leyendo acerca de la llegada de marinos con escorbuto, los británicos, los franceses, los holandeses, los portugueses. A su cuidado el tomate llegó hasta la India, y también el anacardo. Leyó que la Compañía de las Indias Orientales le había alquilado Bombay por diez libras al año a Carlos II, que se había hecho con ella, una minucia en el conjunto de su dote al casarse con Catalina de Braganza, y averiguó que para mediados del siglo xix se estaba transportando sucedáneo de sopa de tortuga en barcos a través del canal de Suez para alimentar a aquellos que pudieran costeárselo en el país del arroz y el guandú. Un inglés podía tomar asiento con un telón de fondo tropical, la yema amarilla del sol, el brillo derramado sobre las palmeras, y consumir un arenque de Yarmouth, una ostra bretona. Todo aquello le venía de nuevo y sintió avidez por un país que ya era el suyo.


A media mañana dejaba sus libros, iba al cuarto de baño para la prueba diaria de la digestión, donde se sentaba en la taza del váter en tensión y se sumía en dolorosos y prolongados esfuerzos. Al oír que otros caminaban arriba y abajo al otro lado de la puerta a la espera de su turno, se introducía un dedo por el orificio y hurgaba hasta conseguir que una carga almacenada de coprolitos de cabra se desprendiera con un sonoro repiqueteo. ¿Le habrían oído fuera? Intentaba alcanzarlos antes de que cayeran al agua cual proyectiles. Su dedo emergía cubierto de excrementos y sangre, y se lavaba las manos repetidamente, pero el olor persistía, persiguiéndolo por sus estudios como una tenue estela. Con el paso del tiempo, Jemubhai se aplicaba cada vez más. Estableció un calendario de lectura y apuntaba todos los libros, todos los capítulos en un complejo gráfico. La Ley de la propiedad de Topham, Aristóteles, el Procedimiento criminal indio, el Código penal y la Ley de pruebas delictivas.

Trabajaba hasta altas horas de la noche de regreso en su habitación de alquiler, perseguido aún por el persistente olor a mierda, cayendo directamente de la silla a la cama para levantarse aterrado pocas horas después y volver a encaramarse a la silla. Trabajaba dieciocho horas al día, más de un centenar de horas a la semana, parando a veces para dar de comer a la perra de su casera cuando suplicaba un pedazo de empanada de cerdo de la cena y le babeaba sobre el regazo, dejándole corros húmedos mientras le pasaba una pezuña insistente por las rodillas, estropeándole el pliegue de los pantalones de pana. Era la primera vez que entablaba amistad con un animal, ya que en Piphit la personalidad de los perros no se investigaba ni se fomentaba. Las tres noches anteriores a las pruebas de aptitud finales no durmió en absoluto, sino que estuvo leyendo en voz alta para sí mismo, meciéndose adelante y atrás siguiendo el ritmo, venga a repetir y repetir.

Un viaje, una vez comenzado, no tiene fin. El recuerdo de su travesía por el océano rielaba entre las palabras. Más abajo y más allá, merodeaban los monstruos de su inconsciente, a la espera del momento de emerger y demostrar que eran reales, y se preguntó si había soñado con el poder de ahogar que posee el mar antes de verlo por primera vez.

Su casera le llevó la bandeja de la cena hasta la misma puerta. Un obsequio: un cuarteto de hermosas salchichas aceitosas, bien llenas de confianza, relucientes, rebosantes de vida. Todo preparado ya para los tiempos en que la comida cantaría en televisión con el fin de anunciarse.

– No trabajes demasiado.

– Uno tiene que hacerlo, señora Rice.

Había aprendido a refugiarse en la tercera persona y a mantener a raya a todo el mundo, a distanciarse incluso de sí mismo igual que la reina.


Oposiciones públicas, junio de 1942

Tomó asiento ante una hilera de doce examinadores y la primera pregunta se la planteó un profesor de la Universidad de Londres. ¿Sabría decirle cómo funcionaba un tren de vapor?

A Jemubhai se le quedó la mente en blanco.

– ¿No le interesan los trenes? -El hombre pareció decepcionado a título personal.

– Un área fascinante, señor, pero he estado muy ocupado estudiando los temas recomendados.

– ¿No tiene idea de cómo funciona un tren?

Jemu se devanó los sesos hasta donde le fue posible -¿qué impulsaba qué?-, pero nunca había visto el interior de una locomotora.

– No, señor.

Podría describir, entonces, los ritos funerarios de la antigua China.

Era de la misma parte del país que Gandhi. ¿Qué sabía del movimiento de no colaboración? ¿Cuál era su opinión sobre el Partido del Congreso?

El aula estaba en silencio. compre productos ingleses. Jemubhai había visto los carteles el día de su llegada a Inglaterra, y cayó en la cuenta de que si hubiera gritado compre productos indios en las calles de la India, lo habrían encarcelado. Y allá por los años treinta, cuando Jemubhai era todavía un niño, Gandhi había marchado desde el ashram de Sabarmati hasta Dandi donde, en las fauces del océano, había llevado a cabo la actividad subversiva de cosechar sal.

«¿Dónde va a llegar así? ¡Bah! Es posible que tenga el corazón en su sitio, pero el cerebro se le ha escurrido de la cabeza», había dicho el padre de Jemu a pesar de que las cárceles estaban llenas de partidarios de Gandhi. En el SS Strathnaver le había llegado a Jemubhai espuma del mar por el aire y se le había secado en burlonas motas de sal sobre la cara y las manos. Sí que parecía ridículo gravarla con impuestos…

– En el caso de no estar comprometido con la administración actual, caballero, no tendría sentido presentarse hoy aquí.

Por último, ¿quién era su autor preferido?

Un poco nervioso porque no tenía ninguno, contestó que le gustaba sir Walter Scott.

– ¿Qué ha leído?

– Toda su obra publicada, señor.

– ¿Puede recitarnos uno de sus poemas preferidos? -le preguntó un profesor de antropología social.


Oh, el joven Lochinvar del oeste ha salido

por la frontera su corcel era conocido.


Para cuando se presentaban a las oposiciones para la Administración Pública india, la mayoría de los candidatos había matizado su discurso hasta la perfección, pero Jemubhai apenas había abierto la boca durante años y su inglés seguía teniendo el ritmo y la forma del gujarati.


Pero a la puerta de Netherby flamante asomó

dado el sí de la novia, tarde el noble llegó:

un holgazán en el lecho, ruin en el guerrear,

se casaría con la Ellen del bravo Lochinvar…


Cuando levantó la mirada, vio que todos reían con disimulo.


Furioso estaba el padre, la madre se apuraba,

con el gorro y la pluma el pretendiente enredaba…


El juez se estremeció.

– Maldito necio -dijo en voz alta.

Apartó la silla de golpe, se incorporó, dejó caer cuchillo y tenedor a guisa de devastadora sentencia contra sí mismo y abandonó la mesa. Su fuerza, aquel acero mental, se estaba debilitando. Su memoria parecía ponerse en marcha ante el menor estímulo: la incomodidad de Gyan, su recitación de aquel absurdo poema… Pronto todo lo que el juez se había esforzado tanto por separar se ablandaría y lo envolvería en su pesadilla, y al cabo la barrera entre esta vida y la eternidad no sería, sin duda, más que otra construcción fallida.

Canija lo siguió hasta su habitación. Cuando él se sentó con aire melancólico, ella se le apoyó encima con la soltura que tienen los niños para apoyarse en sus padres.


– Lo siento -dijo Sai, sofocada de vergüenza-. Es imposible saber cómo va a reaccionar mi abuelo.

Gyan no dio muestra de oírla.

– Lo siento -insistió Sai, mortificada, pero él siguió sin dar muestra de haberla oído. Por primera vez los ojos de Gyan estaban posados directamente sobre ella como si la estuviera devorando viva en una orgía de la imaginación. ¡Ajá! Por fin, la prueba.


El cocinero limpió todos los platos sucios y metió el cuarto de tazón de guisantes que había sobrado en la alacena. La alacena tenía todo el aspecto de un gallinero, con su malla metálica en torno a una estructura de madera y sus cuatro patas inmersas en cuencos de agua para disuadir a hormigas y demás bichos. Llenó a rebosar de agua los cuencos con uno de los cubos colocados bajo las goteras, vació los demás cubos por la ventana y volvió a dejarlos en las ubicaciones señaladas.

Hizo la cama en una habitación adicional, que en realidad estaba llena de porquerías pero albergaba una cama justo en el centro, y dispuso tenues velas virginales en sendos platillos para que Sai y Gyan se las llevaran a sus habitaciones.

– Ya está preparada su cama, masterji -dijo, y husmeó: ¿había un ambiente extraño en la estancia?

Pero Sai y Gyan parecían absortos de nuevo en los periódicos, y el cocinero confundió la ilusión casi madura de los muchachos con la suya propia, porque esa mañana habían llegado dos cartas de Biju. Las había dejado debajo de una lata de atún vacía junto a su cama, guardadas para el final de la jornada, y durante toda la velada había disfrutado pensando en ellas. Se remangó los pantalones y salió con un paraguas, pues había empezado a llover a cántaros otra vez.


En el salón, sentados con los periódicos, Sai y Gyan se quedaron solos, solos del todo, por primera vez.

La columna de recetas de Kiki de Costa: caléndulas con patatas. Un plato especial con carne. Fideos con filigranas y filigranas de salsa y queso a espuertas.

Consejos de belleza de Fleur Hussein.

El concurso de calvos atractivos en el club Gymkhana de Calcuta había premiado al señor Sunshine, el señor Moonshine y el señor Will Shine.

Sus ojos leían con aplicación, pero sus pensamientos no se ceñían a semejante disciplina, y al cabo, Gyan, incapaz de seguir soportándolo, de seguir soportando aquella tensión de cuerda floja entre ellos, dejó el periódico con un estallido, se volvió bruscamente hacia ella y le soltó:

– ¿Te pones aceite en el cabello?

– No -respondió ella, pasmada-. Nunca.

Tras un breve silencio.

– ¿Por qué lo preguntas? -indagó ella. ¿Le ocurría algo a su pelo?

– No puedo oírte: llueve tanto… -dijo él, al tiempo que se acercaba-. ¿Qué?

– ¿Por qué lo preguntas?

– Se ve tan lustroso que me lo ha parecido.

– No.

– Se ve muy suave. ¿Te lo lavas con champú?

– Sí.

– ¿De qué clase?

– Sunsilk.

Ah, la insoportable intimidad de las marcas, el atrevimiento de las preguntas.

– ¿Qué jabón?

– Lux.

– ¿El jabón de belleza de las estrellas de cine?

Pero estaban demasiado asustados para reír.

Más silencio.

– ¿Y tú?

– Lo que haya en casa. A los chicos nos da igual.

No estaba dispuesto a reconocer que su madre compraba el jabón casero marrón que se encontraba en el mercado en grandes rectángulos, pedazos cortados y vendidos a bajo precio.

Las preguntas empeoraron:

– Déjame ver tus manos. Son tan pequeñas…

– Ah, ¿sí?

– Sí. -Extendió las suyas al lado de las de ella-. ¿Ves? Dedos. Uñas.

– Um. Qué dedos tan largos. Uñas pequeñas. Pero mira, te las muerdes.

Gyan sopesó su mano.

– Liviana como un gorrión. Los huesos deben de estar huecos.

Aquellas palabras que apuntaban directamente a lo inaprensible tenían la premeditación de algo previamente considerado, comprendió ella con una punzada de alegría.

Las luciérnagas multicolores de la estación de las lluvias pasaban volando. De cada agujero en el suelo asomaba un ratón como si estuviera hecho a medida, ratones diminutos de los agujeros diminutos, grandes ratones de los agujeros grandes, y de los muebles salían muchedumbres de termitas, tantas que, al mirar, el mobiliario, el suelo, el techo, todo parecía vacilante.

Pero Gyan no los veía. Su propia mirada era un ratón; se introdujo por la manga de azucena del quimono de Sai y observó su codo.

– Una punta afilada -comentó-. Podrías hacer daño a alguien con eso.

Compararon brazos y piernas. Al divisar el pie de Sai:

– Déjame ver.

Él se quitó el zapato y luego el calcetín raído, del que se avergonzó de inmediato y que se metió hecho un bulto en el bolsillo. Uno al lado del otro, examinaron la desnudez de aquellos pequeños tubérculos en la penumbra.

Los ojos de Sai, observó él, eran extraordinariamente hermosos: enormes, húmedos, llenos de dramatismo, al punto de captar toda la luz de la estancia. Pero no tuvo ánimo para mencionarlo; le resultaba más sencillo ceñirse a lo que lo conmovía en menor medida, a un enfoque más científico.

Con la palma de la mano ahuecada, le asió la nuca…

– ¿Es plana o curva?

Con un dedo trémulo, empezó a seguir el arco de una ceja…

Ah, le costaba creer su valentía, que lo empujaba a seguir sin prestar oídos al miedo que lo instaba a detenerse; era valiente a su pesar. Su dedo descendió por la nariz de Sai.

El sonido del agua llegaba de todas direcciones: grueso contra la ventana, una pistola de aire comprimido al repiquetear sobre los plátanos y el tejado, más liviano y turbio sobre las piedras del patio, un borboteo desde lo más profundo de la garganta en el desagüe que rodeaba la casa como un foso. Se oía el sonido del jhora muy crecido y del agua ahogándose en esa agua, de los canalones que se derramaban en barriles de lluvia, los barriles de lluvia que rebosaban, los diminutos sorbetones que emitía el moho.

La imposibilidad de hablar, cada vez más acusada, facilitaba otra clase de intimidades.

Cuando el dedo estaba a punto de saltar de la punta de la nariz de Sai a sus labios perfectamente torneados… ella se levantó de un brinco.

– ¡Uaaa!-gritó.

Él creyó que se trataba de un ratón.

No lo era. Estaba acostumbrada a los ratones.

– Uuuf -dijo Sai. No soportaba un momento más la sensación picante del dedo de otra persona siguiendo su piel y todo aquel romance inocente que empezaba a retoñar. Al tiempo que se pasaba las manos bruscamente por la cara, sacudió el quimono como para despojar a la velada de su trémula delicadeza-. Bien, buenas noches -dijo en tono formal, lo que cogió a Gyan desprevenido.

Poniendo un pie delante del otro con la prudencia de un borracho, Sai se acercó a la puerta, alcanzó el rectángulo de la entrada y se sumió en la clemente oscuridad seguida por los ojos desposeídos de Gyan.

No volvió.

Pero los ratones sí. Resultaba extraordinario lo tenaces que eran: cualquiera habría pensado que sus frágiles corazones se romperían en pedazos, pero su timidez era engañosa; su miedo no tenía memoria.


En su cama suspendida como una hamaca sobre muelles rotos, con goteras por todas partes, el juez estaba pegado al colchón por el peso de una capa tras otra de mantas con olor a rancio. Su ropa interior estaba puesta a secar encima de la lámpara y había colocado el reloj debajo para que el vaho colado en la esfera se despejara: triste situación para el hombre civilizado. El aire estaba atravesado de pinchazos de humedad que producían la sensación de que también estaba lloviendo de puertas adentro, y sin embargo eso no refrescaba el ambiente. Ejercía presión con la densidad suficiente para sofocar, una mezcla leudada y odorífera de esporas y hongos, humo de leña y excrementos de ratón, queroseno y frío. Se levantó en busca de un par de calcetines y un gorro de lana. Cuando se los estaba poniendo, vio la silueta inconfundible de un escorpión, de un tono llamativo en contraste con la pared deslustrada, y le lanzó un golpe con el matamoscas, pero el bicho percibió su presencia, se enfureció, levantó la cola y huyó. Se desvaneció en la grieta entre el zócalo de la pared y las tablas del suelo. «¡Maldita sea!» Su dentadura postiza le ofreció una lasciva sonrisa de esqueleto desde un vaso de agua. Hurgó en busca de un Calmpose y lo ingirió con un trago de agua del vaso, tan fría -el agua en Kalimpong procedía directamente de la nieve del Himalaya- que transformó sus encías en puro dolor. «Buenas noches, querida chuletita mía», le dijo a Canija cuando fue capaz de volver a utilizar la lengua. Ella ya estaba soñando, pero, ay, la debilidad de un anciano, ni siquiera la pastilla consiguió ahuyentar de regreso a sus guaridas los desagradables pensamientos desencadenados durante la cena.


Una vez hechos públicos los resultados del examen oral, comprobó que su desempeño le había valido cien de los trescientos puntos, la nota de clasificación más baja. La parte escrita de la prueba había incrementado su puntuación y estaba en el puesto cuarenta y ocho de la lista, pero sólo los primeros cuarenta y dos habían sido incluidos con vistas a su admisión en la Administración Pública. Tembloroso, al borde del desmayo, estaba a punto de marcharse dando tumbos cuando salió un hombre con un anuncio suplementario: se había concebido una nueva lista de acuerdo con los intentos de dar un carácter más indio a la administración. La muchedumbre de estudiantes se precipitó hacia el anuncio y, entre las sacudidas, él alcanzó a ver su nombre, Jemubhai Popatlal Patel, al final mismo de la página.

Sin mirar a izquierda ni a derecha, el miembro más reciente, prácticamente inoportuno, de aquellos a quienes se les abrían las puertas del cielo, corrió a casa con los brazos cruzados, se acostó vestido de la cabeza a los pies, incluso calzado, y empapó la almohada con sus lloros. Las lágrimas cubrían sus mejillas como una cortina, se arremolinaban en torno a su nariz, caían en cascada hacia su cuello, y comprobó que era incapaz de controlar sus nervios atormentados y hechos jirones. Permaneció allí llorando durante tres días y tres noches.

– James -llamaba la casera tamborileando sobre la puerta-. ¿Estás bien?

– Cansado nada más. No hay de qué preocuparse.

– ¿James?

– Señora Rice -respondió-, uno ha acabado. Uno ha acabado por fin.

– Enhorabuena, James -lo felicitó, y se alegró sinceramente. Qué progresista, qué audaz y valiente era el mundo. Siempre la sorprendería.

No era el primer puesto, ni el segundo. Pero allí estaba. Envió un telegrama a casa.

«Resultado inequívoco.»

«¿Qué significa eso?», preguntó todo el mundo. Sonaba como si hubiera algún problema, porque las palabras que empezaban por «in» eran palabras negativas, coincidieron todos aquellos con un dominio básico del inglés. Pero entonces, el padre de Jemubhai consultó al ayudante del magistrado y estalló de alegría, se transformó en un rey recibiendo en audiencia a medida que vecinos, amigos e incluso desconocidos llegaban en tropel para comer dulces empapados en almíbar y darle la enhorabuena con voces empapadas en envidia.


No mucho después de que se anunciaran los resultados, Jamubhai, con su baúl en el que se leía «Sr. J. P. Patel, SS Strathnaver», se fue de la casa de Thornton Road en un taxi y volvió la vista para despedirse con la mano de la perra con empanadas de carne de cerdo en los ojillos. Lo miraba desde una ventana y sintió un eco de la antigua congoja que le produjera partir de Piphit.

Jemubhai, que había vivido con diez libras al mes, podía esperar ahora un sueldo de trescientas libras al año abonadas por el Ministerio para Asuntos Indios durante los dos años como funcionario a prueba. Había buscado un alojamiento más caro que ahora podía permitirse, más cerca de la universidad.

La nueva casa de huéspedes se vanagloriaba de tener varias habitaciones para alquilar, y allí, entre los demás huéspedes, encontraría a su único amigo en Inglaterra: Bose.

Tenían ropa inadecuada similar, habitaciones similares melancólicamente vacías, baúles similares de nativo pobre. Intercambiaron una mirada de reconocimiento nada más verse, pero también la garantía de que no revelarían los secretos del otro, ni siquiera entre ellos.

Bose, sin embargo, se diferenciaba del juez en un aspecto crucial: era optimista. Ahora sólo había una dirección a seguir y era hacia delante. Estaba más avanzado en el proceso: «¡Chao!, y que lo digas, de perlas, sencillamente estupendo, ¡chin chin!, ni soñarlo, ¿cómo dices?, ¡salud!, ¡anda!», solía decir. Juntos descendían torpemente por el río cubierto de escarcha hasta Grantchester y tomaban el té entre las moscardas blancas ebrias de mermelada tal como estaba mandado, pasándoselo en grande (aunque no del todo) mientras las gruesas moscardas se desplomaban en sus regazos con el zumbido de un mecanismo falto de potencia.

Tuvieron mejor suerte en Londres, donde vieron el cambio de guardia en el palacio de Buckingham, evitaron a los demás estudiantes indios en Veeraswamy, comieron pastel de carne con patatas, y en el tren de regreso a casa coincidieron en que Trafalgar Square no alcanzaba el estándar británico de higiene, con tantas palomas defecando, una de las cuales le había echado encima a Bose una cagarruta color masala. Fue Bose quien le enseñó qué discos comprar para su nuevo gramófono: Caruso y Gigli. También corrigió su pronunciación: Jheelee, no Giggly. Yorksher. Edinburrah. Jane Aae, una palabra desatada y perdida como el viento en el páramo de Brönte, para nunca volver a encontrarla y terminarla; no Jane Aiyer como alguien del sur de la India. Leyeron juntos Una breve historia del arte occidental, Una breve historia de la filosofía, Una breve historia de Francia, etc., toda la serie. Un ensayo acerca de la construcción del soneto, las variaciones de la composición. Un libro sobre porcelana y vidrio: Waterford, Salviati, Meissen y Limoges. Investigaron crumpets y scones, mermeladas y también confituras.

Fue así como el juez, con el tiempo, se vengó de sus confusiones primeras, su vergüenza enguantada en algo llamado «mantener los principios», su acento oculto tras una máscara de silencio. Observó que empezaban a tomarlo por algo que no era: un hombre investido de dignidad. Ese aplomo accidental adquirió más importancia que cualquier otra cosa. Envidiaba a los ingleses. Detestaba a los indios. Se esforzó por ser inglés con la pasión del odio, y por aquello en lo que se convertiría, sería despreciado por todos, tanto ingleses como indios.

Al final de su período de prueba, el juez y Bose firmaron el convenio de servicio, juraron obedecer a su majestad y al virrey, recogieron circulares con información actualizada sobre picaduras de serpiente y tiendas de campaña, y recibieron la lista de pertrechos que debían adquirir: pantalones de montar, botas de montar, raqueta de tenis, una escopeta del calibre 12, lo que les hizo sentir como si se estuvieran embarcando en una inmensa expedición de boy scouts.

En la travesía de regreso a bordo del Sirathnaver, el juez tomó caldo de carne y leyó Aprenda a hablar indostaní, ya que había sido destinado a una parte de la India donde no conocía el idioma. Permaneció a solas porque aún se sentía incómodo en presencia de los ingleses.


Su nieta pasó por delante de su puerta, entró en el cuarto de baño de ella y él alcanzó a oír el extraño silbido de agua y aire a partes iguales en el grifo.

Sai se lavó los pies con el agua que logró recoger en el cubo, pero se le olvidó la cara, salió sin rumbo, recordó la cara, regresó y se preguntó por qué, recordó los dientes, se metió el cepillo en el bolsillo, volvió a salir, recordó la cara y los dientes, regresó, volvió a lavarse los pies, volvió a salir…

Se paseó arriba y abajo, se mordió las uñas…

Se enorgulleció de ser capaz de encajar cualquier cosa…

Cualquier cosa menos la ternura.

¿Se había lavado la cara? Regresó al cuarto de baño y volvió a lavarse los pies.


El cocinero se sentó con una carta ante sí; olas de tinta azul lamían el papel y se habían desvanecido todas y cada una de las palabras, como a menudo ocurría en el monzón.

Abrió la segunda carta para encontrarse con la misma realidad básica: había literalmente un océano entre él y su hijo. Entonces, una vez más, desplazó la carga de esperanza de ese día al siguiente y se metió en la cama, aferrado a su almohada -había cambiado recientemente el algodón-, y tomó su blandura por serenidad.

En la habitación de invitados, Gyan se estaba preguntando qué había hecho: ¿había hecho lo correcto o se había equivocado?, ¿qué valentía se había adueñado de su necio corazón y lo había empujado a cruzar los límites del decoro? Eran los sorbos de ron que había tomado, era la comida extraña. No podía ser real, pero, increíblemente, lo era. Se sintió atemorizado pero también un tanto orgulloso. «Ai yai yai ai yai yai», se dijo.

Los cuatro habitantes de la casa yacían despiertos mientras fuera la lluvia y el viento ululaban y restallaban, los árboles se mecían y suspiraban y los relámpagos desabrochaban descaradamente el cielo sobre Cho Oyu.

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