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Al día siguiente, el juez envió al cocinero a la comisaría a pesar de sus protestas, basadas en la misma sabiduría ancestral que lo había llevado a decir a los intrusos que aquélla no era una idea sensata.

La policía siempre traía mala suerte, ya que si los había sobornado el ladrón no hacían nada, y en caso contrario era peor, pues los asaltantes podían vengarse. Aquellos muchachos ahora tenían armas que tal vez limpiaran de óxido, cargaran con balas y… ¡dispararan! De una manera u otra, la policía intentaría sacar tajada. El cocinero pensó en las 250 rupias que había obtenido de vender al tío Potty su chhang minuciosamente destilado, que con tanto éxito lograba tumbar de espaldas al viejo solterón en un estado de absoluta ebriedad. La noche anterior había escondido el dinero en un bolsillo de su camisa de muda, pero eso no le pareció bastante seguro. La había atado bien alto a un travesaño de su choza de barro y bambú a los pies de los terrenos del juez, pero luego, al ver que los ratones correteaban por las vigas, le preocupó que se la comieran. Al final puso el dinero en una lata y la escondió en el garaje, debajo del coche que ya no iba a ninguna parte. Se acordó de su hijo, Biju.

En Cho Oyu necesitaban contar con un joven.


En su mensaje tembloroso, expuesto como si lo impulsara a fuerza de retorcerse las manos, intentó hacer hincapié en que él sólo era el mensajero. No tenía nada que ver con el asunto y era de la opinión de que no merecía la pena importunar a la policía; habría preferido hacer caso omiso del robo y, de hecho, de todo el altercado y de cualquier otra cosa que pudiera resultar ofensiva. Era un hombre sin la menor autoridad, con apenas educación suficiente para leer y escribir, había trabajado como un burro toda su vida, sólo esperaba evitar meterse en problemas, vivía únicamente para ver a su hijo.

Por desgracia, los agentes lo interrogaron con dureza al tiempo que le mostraban bien a las claras su desdén. En tanto que criado, estaba muy por debajo de ellos, pero el robo de armas a un miembro jubilado de la judicatura no podía pasarse por alto y estaban obligados a informar al subjefe de policía.

Esa misma tarde, la policía llegó a Cho Oyu en una fila de jeeps color sapo que asomó a través de la temblorosa estática de un aguanieve menuda e inquieta. Dejaron los paraguas abiertos en una hilera en la galería, pero el viento los desordenó y empezaron a rodar de aquí para allá: en su mayoría paraguas negros de los que goteaba un tinte negro, pero también uno rosa sintético hecho en Taiwán y recubierto de flores.


Interrogaron al juez y redactaron un informe para confirmar una denuncia por robo y allanamiento.

– ¿Hicieron alguna amenaza, señor?

– Le pidieron que pusiera la mesa y les sirviera el té -dijo el cocinero con total seriedad.

Los policías se echaron a reír.

La boca del juez era una adusta línea recta.

– Ve a sentarte en la cocina. Bar bar karta rehta hai.

La policía espolvoreó las superficies con polvo para detectar huellas dactilares y puso un tarro de galletas de melamina con huellas de pulgar grasientas de pakora en una bolsa de plástico.

Midieron las huellas en los peldaños de la galería y descubrieron indicios de pies de tallas diversas.

– Uno muy grande, señor, con una zapatilla deportiva Bata.

Principalmente porque el domicilio del juez había sido motivo de curiosidad en el bazar, los policías, al igual que los ladrones de armas, aprovecharon la oportunidad para echar un buen vistazo indiscreto.

Y, al igual que a los ladrones, no les impresionó lo que vieron. Contemplaron el declive de la riqueza con satisfacción, y un agente propinó una patada a un inestable sistema de tuberías proveniente del cauce del jhora, vendado en algunos puntos con trapos empapados. Alumbró con su linterna la cisterna del váter y descubrió que el mecanismo de descarga de agua estaba asegurado con gomas elásticas y astillas de bambú.

– ¿Qué pruebas esperan encontrar en el cuarto de baño? -le preguntó Sai, que, avergonzada, lo seguía de un lado a otro.


La casa la había construido mucho tiempo atrás un escocés, lector apasionado de los relatos de aquel período: Los Alpes indios y cómo los cruzamos, de una pionera. La tierra del Lama. El rikshaw fantasma. Mi hogar en Mercara. La pantera negra de Singrauli. Su auténtico espíritu lo había llamado y luego le había informado que él también era valiente e intrépido, y se negaba a que no le concedieran el derecho a la aventura. Como siempre, el precio de esta actitud tan romántica fue alto y lo pagaron otros. Los porteadores habían acarreado cantos rodados desde el lecho del río -las piernas cada vez más estevadas, las costillas curvándose hasta formar cuevas, las espaldas vencidas, los rostros lentamente inclinados para mirar siempre el suelo- hasta aquel lugar escogido por unas vistas que podían elevar el corazón humano a alturas espirituales. Luego llegaron las cañerías, las tejas y las tuberías, las elegantes verjas de hierro forjado que penderían cual encaje entre las lomas, el maniquí de la costurera, que la policía descubrió al subir estrepitosamente al ático -bum bum, el vigor de sus movimientos hizo que la última taza Meissen que quedaba castañeteara sobre su platito igual que unos dientes-. Un millar de arañas fenecidas yacían dispersas cual flores marchitas en el suelo del ático, y por encima de ellas, en la parte inferior del tejado de hojalata agujereado, esquivando goteras, su prole contemplaba a los policías tal como contemplaba a sus propios antepasados: con una ausencia de compasión gigantesca, del tamaño de un platillo.


Los agentes recogieron sus paraguas y fueron a paso firme hacia la choza del cocinero, con sumo cuidado, con sumo recelo. Todo el mundo sabía que la mayoría de las veces los sirvientes estaban metidos en el ajo cuando se trataba de robos.

Dejaron atrás el garaje, el coche estropeado, el morro contra la tierra, hierba por el suelo, su último trayecto realizado a Darjeeling para que el juez viera a su único amigo, Bose, olvidado hacía ya mucho tiempo. Pasaron por delante de una parcelita curiosamente bien cuidada detrás de la cisterna, donde el aguanieve había derramado y removido un platillo de leche y un montoncito de mithai. Ese rincón sin malas hierbas se remontaba a una ocasión en que el cocinero, vencido por un huevo podrido y arrastrado a la desesperación, había defecado detrás de la casa en vez de en su lugar habitual al otro extremo del jardín, enfureciendo con ello a dos serpientes, mia-bibi, marido y mujer, que vivían en un agujero cercano.

El cocinero relató el drama a los policías.

– No me mordieron, pero misteriosamente mi cuerpo se hinchó hasta alcanzar diez veces mi tamaño. Fui al templo y me dijeron que debía pedir perdón a las serpientes. Así que hice una cobra de arcilla y la puse detrás de la cisterna, limpié el área circundante con estiércol de vaca e hice puja, una ofrenda. La hinchazón remitió de inmediato.

Los policías asintieron.

– Rézales y siempre te protegerán. No te morderán nunca.

– Sí -convino el cocinero-, no muerden, ninguna de las dos, y nunca roban pollos ni huevos. En invierno no se las ve mucho, pero en otras circunstancias salen continuamente y comprueban que todo esté en su sitio. Van de ronda por la propiedad. Íbamos a convertir esta zona en un jardín, pero se la dejamos a ellas. Van siguiendo la verja que rodea todo Cho Oyu y de regreso a su casa.

– ¿Qué clase de serpiente son?

Cobras negras, así de gordas -dijo, y señaló el tarro de melamina que llevaba la policía en una bolsa de plástico-. Marido y mujer.

Pero las serpientes no los habían protegido del robo… Un agente apartó de su mente aquel pensamiento impío. Luego rodearon el área respetuosamente, no fuera a ser que los siguieran las serpientes o sus familiares ofendidos.


El respeto en el semblante de los policías desapareció apenas llegaron a la choza del cocinero, cubierta por una feroz maraña de hierba mora. Allí se sintieron cómodos para dar rienda suelta a su desprecio. Volvieron del revés su estrecho catre y dejaron sus pertenencias amontonadas sin ton ni son.

A Sai le dolió en lo más hondo ver lo poco que poseía: unas cuantas prendas de ropa colgadas de una cuerda, una sola cuchilla de afeitar y una esquirla de jabón pardo barato, una manta de Kulu que una vez le perteneciera a ella, y una caja de cartón duro con cierres metálicos otrora propiedad del juez y que ahora contenía los documentos del cocinero: las recomendaciones que le habían ayudado a conseguir su empleo con el juez, las cartas de Biju, documentos de un caso judicial dirimido en su pueblo, allá en Uttar Pradesh, sobre cinco mangos que habían pasado a ser propiedad de su hermano. En el bolsillo elástico de satén del interior de la caja había un reloj estropeado cuya reparación le hubiera salido muy cara, aunque era demasiado precioso para tirarlo; tal vez pudiera empeñar las piezas, que estaban recogidas en un sobre. La ruedecilla de la cuerda salió despedida hacia la hierba cuando la policía lo abrió.

Dos fotografías colgaban en la pared: una de sí mismo y su esposa el día de su boda, la otra de Biju vestido para marcharse de casa. Eran fotografías de pobre, de esos que no pueden permitirse el riesgo de desperdiciar una foto, pues mientras en el mundo entero la gente posa hoy en día con un abandono nunca conocido por la raza humana, la pareja y el hijo mostraban una rigidez de radiografía.

En cierta ocasión, Sai le había sacado una foto al cocinero con la cámara del tío Potty, lo había cogido desprevenido mientras picaba cebolla, y se había sorprendido al ver que él se sentía profundamente traicionado. Se apresuró a ponerse sus mejores galas, una camisa y unos pantalones limpios, y luego se colocó delante de los National Geographic encuadernados en cuero, un telón de fondo que consideró adecuado.

Sai se preguntó si había querido a su mujer.

Había fallecido diecisiete años antes, cuando Biju tenía cinco, al caer de un árbol mientras recogía hojas para alimentar a la cabra. Un accidente, dijeron, y no había nadie a quien culpar; no era más que el destino con esa tendencia a abastecer a los desfavorecidos con una mayor cuota de accidentes sin culpables. Biju era su único hijo.

– Qué crío tan travieso -solía exclamar el cocinero con alegría-. Pero en general tenía buen carácter. En nuestro pueblo, la mayoría de los perros muerde, y algunos tienen colmillos del tamaño de estacas, pero cuando pasaba Biju ningún animal lo atacaba. Y no había serpiente que le picase cuando salía a segar hierba para la vaca. Tiene una personalidad así -decía el cocinero, rebosante de orgullo-. Nada le da miedo. Incluso cuando era muy pequeño cogía ratones por la cola y levantaba ranas por el cuello…

En aquella foto a Biju no se le veía intrépido sino que parecía petrificado, como sus padres. Estaba flanqueado por un magnetófono y una botella de Campa Cola a modo de atrezzo, con un lago pintado como telón de fondo, y a ambos lados, más allá del lienzo pintado, había campos pardos y retazos de vecinos: un brazo y el dedo de un pie, cabello y una mueca, la puntilla de una cola de gallina, a pesar de que el fotógrafo había intentado sacar a los figurantes del encuadre.

La policía derramó las cartas de la caja y empezó a leer una que se remontaba a tres años atrás. Biju acababa de llegar a Nueva York. «Respetado pitaji, no hay motivo de preocupación. Todo va bien. El gerente me ha ofrecido un trabajo de camarero a jornada completa. El uniforme y la comida me la proporcionan ellos. Sólo angrezi khana, nada de comida india, y el propietario no es de la India. Es de la misma América.»

«Trabaja para los americanos», había informado el cocinero a todo el mundo en el mercado.

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