Llevaron a Canija a la sastrería Apolo Sordo para que le tomaran medidas a fin de confeccionarle un abrigo con la tela de una manta, pues los días habían transcurrido dejando paso al invierno, y aunque no nevaba en Kalimpong, sino que el ambiente se nublaba, estaba descendiendo la cota de nieve, y las altas montañas en torno a la ciudad estaban cubiertas de blanco. Por la mañana se encontraba escarcha en los arroyuelos, escarcha en las cumbres y escarcha en la horcajadura de las colinas.
A través de grietas y agujeros en Cho Oyu entraba un olor estéril a invierno. Los grifos del baño y los interruptores te daban descargas si los tocabas. Jerséis y chales se erizaban con sus fibras alborotadas, derramando relámpagos. «Au, au», exclamaba Sai. Su piel era un escamoso estampado de sequía. Cuando se quitaba la ropa, la piel seca se le desprendía como sal, y el pelo, dejando en ridículo la gravedad, se encrespaba sobre su cráneo cual crepitantes antenas de radio. Cuando sonreía, los labios se le agrietaban y le sangraban.
Tersa y lustrosa de vaselina para Navidad, se sumó al padre Booty y el tío Potty en Mon Ami, donde, además del aroma a vaselina, había olor a oveja mojada, aunque no era más que sus jerséis húmedos. Los adornos de oropel en un abeto plantado en un tiesto relucían a la luz del fuego que crepitaba y se anunciaba a bombo y platillo mientras el frío flagraba más allá.
El padre Booty y el tío Potty cantaban a coro:
«¿Quién tiró el guardapolvo a la sopa de pescado de la señora Murphy?»
Al no responder nadie, elevaron la voz con brío y energía renovada:
«¿quién tiró el guardapolvo a la sopa de pescado de la señora murphy?»
Y todos se sumaron, borrachos y entusiastas.
Ah, qué hermosa velada…
Ah, qué hermosa sopa en la cazuela tibetana de cobre, un foso de caldo sobre la chimenea de brasas, todos con vapor de cordero en el pelo, un animado brillo trémulo de grasa dorada, setas tan escurridizas que escaldaban garganta abajo antes de que uno les hincase el diente. «¿Qué hay de puds?» A Lola, cuando lo preguntó en Inglaterra, la desconcertó que los ingleses no la entendieran. Incluso Pixie fingió estar perpleja…
Pero aquí lo entendieron perfectamente, y Kesang trajo a cuestas un rotundo pudin que conjugaba por medio del brandy su fraternidad de fruta y frutos secos, y lo bendijeron con una corona santificadora de llamas de licor.
Mustafá se encaramó de nuevo a su sitio preferido, sobre el regazo de Sai, volviendo primero la cara hacia el fuego, luego la zaga, amodorrándose lentamente, hasta que su trasero empezó a descolgarse por la silla y el minino dio un brinco acompañado de un maullido de sobresalto, fulminando a Sai con la mirada como si ella tuviese la culpa de semejante indecencia.
Para la ocasión, las hermanas habían sacado sus adornos de Inglaterra, artículos variados que tenían todo el aspecto de saber a hierbabuena: copos de nieve, muñecos de nieve, carámbanos, estrellas. Había pequeños gnomos y zapateros elfos (¿por qué tenían aire navideño los zapateros remendones, los gnomos y los elfos?, se preguntó Sai) que el resto del año permanecían guardados en una caja de zapatos Bata en el ático, junto con la historia del fantasma inglés de vaporoso camisón con que acostumbraban asustar a Sai cuando llegó:
– ¿Qué dice?
– Hmm, creo que hace uuu uuu, como un búho, un silbido profundo, uuu uuu, grave y melodioso. Y de vez en cuando dice: «¿Quieres un poquito de j e r e z, cariño?» Con una voz vacilante pero sumamente culta.
Y de regalo había calcetines hechos a mano en el pueblo de refugiados tibetanos, la lana todavía con trocitos de paja y erizos que les otorgaban autenticidad y granjeaban mayor simpatía a los refugiados a pesar de que irritaran los dedos de los pies. Había pendientes de ámbar y coral, botellas de brandy de albaricoque casero del padre Booty, libros en los que escribir con páginas traslúcidas de papel de arroz y lomos de bambú con nervaduras confeccionados en Bong Busti en una mesa llena de empleadas charlatanas que compartían sus manjares en el almuerzo y a veces dejaban caer un pepinillo… por lo que a veces las páginas tenían un alegre manchurrón amarillo…
Más ron. Lola, cada vez más ebria, cuando el fuego fue menguando se tornó serena y rescató un recuerdo puro de las profundidades:
– En aquellos tiempos, en los cincuenta y los sesenta -dijo-, aún había un largo viaje hasta Sikkim o Bután, porque apenas había carreteras. Solíamos ir a caballo, cargados con sacos de guisantes para los ponis, mapas, petacas de whisky a la cintura. En la estación lluviosa, nos caían encima sanguijuelas de los árboles; calculaban con precisión el momento acrobático perfecto. Nos lavábamos con agua salada para mantenerlas a raya, poníamos sal en los zapatos y los calcetines, incluso en el pelo. Las tormentas nos limpiaban la sal y teníamos que parar y salarnos de nuevo. En aquella época los bosques eran feroces y enormes: si te hubieran dicho que allí moraba una bestia mágica, lo habrías creído. Llegábamos a las cimas de las montañas donde los monasterios se aferraban como lapas a las laderas de roca, rodeados de túmulos religiosos y banderas de oración; las fachadas blancas captaban la luz del atardecer, todo oro pajizo, las montañas líneas escarpadas de color índigo. Nos deteníamos y descansábamos hasta que las sanguijuelas empezaban a abrirse paso hasta nuestros calcetines. Allí el budismo era ancestral, más ancestral que en cualquier otra parte, y fuimos a un monasterio que se había construido, según decían, cuando un lama volador planeó de la cima de una montaña a la de otra, de Menak a Enchey, y a otro que fue construido cuando un arco iris conectó el Kanchenjunga con la cresta de la montaña. A menudo los monasterios estaban vacíos porque los monjes también eran granjeros; se iban a sus campos y sólo se reunían unas cuantas veces al año para hacer pujas y lo único que se alcanzaba a oír era el viento entre el bambú. Las nubes atravesaban las puertas y se entreveraban con las pinturas de nubes. Los interiores eran sombríos, manchados de humo, e intentábamos ver los murales a la luz de lámparas de sebo…
»Nos llevó dos semanas de dura expedición llegar a Timpu. Por el camino, a través de la jungla, nos alojábamos en esas fortalezas con aspecto de barco llamadas dzongs, construidas sin un solo clavo. Enviábamos un hombre de avanzadilla con noticias de nuestra llegada, y ellos enviaban a guisa de respuesta un regalo para darnos la bienvenida a medio camino. Hace un centenar de años habría sido té tibetano, arroz con azafrán, túnicas de seda de la China forradas con el vellón de corderos nonatos, cosas así; a la sazón, para nosotros, solía ser un cesto de picnic con sándwiches de jamón y cerveza Gymkhana. Los dzongs eran plenamente autosuficientes, con sus ejércitos, campesinos, aristócratas, y presos en las mazmorras: asesinos y hombres detenidos cuando pescaban y dinamitaban por igual. Cuando necesitaban un nuevo cocinero o jardinero, tendían una cuerda y sacaban a un hombre. A nuestra llegada nos encontrábamos, en salas iluminadas con lámparas, coliflor al queso y masa de hojaldre con embutido de cerdo. Había un hombre, condenado por un violento asesinato, que se daba tanta maña con la pastelería… Eso que hay que tener, sea lo sea, lo tenía. La mejor tarta de grosella que he probado en mi vida.
– Y los baños -se sumó el padre Booty-, ¿recordáis los baños? Una vez, cuando estaba en un programa destinado a dar a conocer las ayudas que se ofrecían a las vaquerías, me alojé con la madre del rey, la hermana de Jigme Dorji, agente butanés y dirigente de la provincia de Ha, que vivía cerca de ti, Sai, en Tashiding. Llegó a ser tan poderoso que los asesinos del rey lo mataron a pesar de que era hermano de la reina. Los baños en su dzong estaban hechos de troncos de árbol vaciados, con una ranura tallada debajo para que las rocas caldeadas mantuvieran el agua hirviendo, y mientras estabas en remojo los criados entraban para sustituir las piedras calientes y restregarte a fondo. Y si estábamos acampados, cavaban un pozo junto al río, lo llenaban de agua, metían piedras calientes y así podías chapotear con todas las nieves del Himalaya alrededor y los bosques de rododendros.
»Años después, cuando regresé a Bután, la reina insistió en que fuera al cuarto de baño. "Pero es que no tengo ganas."
»"No, es que debe ir."
»"Pero es que no necesito ir."
»"Ah, pero es que debe ir."
»Así que fui, y los cuartos de baño habían sido remodelados, con fontanería moderna, baldosas rosas, duchas rosas y retretes con cadenas rosas.
»Cuando volví a salir, la reina estaba esperando, sonrosada de orgullo igual que el baño. "¿Has visto lo bonito que es? ¿Lo has visto?"
– ¿Por qué no volvemos a ir todos? -propuso Noni-. Vamos a planear un viaje. ¿Por qué no?
Sai se acostó esa noche con los calcetines nuevos, el mismo modelo de tres capas que llevaban los sherpas en las expediciones por la montaña, el mismo que llevara Tenzing para subir al Everest.
Sai y Gyan habían hecho recientemente una excursión para ver los calcetines de Tenzing, extendidos cada uno hacia un lado en el museo de Darjeeling anexo a su monumento conmemorativo, y les habían echado un buen vistazo. También examinaron su gorro, el punzón para hielo, la mochila, muestras de alimentos deshidratados que podría haber llevado consigo, leche malteada Horlicks, linternas y muestras de mariposas y murciélagos de las zonas más altas del Himalaya.
«Él fue el auténtico héroe, Tenzing -había comentado Gyan-. Hillary no lo habría conseguido sin sherpas que le llevaran los bultos.» Todos los que estaban alrededor coincidieron con él. Tenzing fue desde luego el primero, o si no, le hicieron esperar con los bultos para que Hillary pudiera dar el primer paso en nombre de esa empresa colonial que consistía en plantar la bandera sobre lo que no era tuyo.
Sai se había preguntado si los seres humanos deberían conquistar la montaña o anhelar que la montaña los poseyera. Los sherpas subían y bajaban diez, quinces veces en algunos casos, sin gloria alguna, sin reclamar derecho de propiedad, y luego estaban los que decían que era sagrada y no debía hollarse en absoluto.