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Así había continuado la vida de Sai en Kalimpong -Lola y Noni, el tío Potty y el padre Booty, el juez y el cocinero-, hasta que conoció a Gyan.

Conoció a Gyan porque un día, cuando Sai tenía dieciséis años, Noni comprendió que ya no podía enseñarle física.

Había hecho una tarde de verano sumamente calurosa y estaban sentados en la galería de Mon Ami. Por toda la ladera de la montaña, el calor había reducido a los habitantes del pueblo al estupor. Los tejados de estaño crepitaban, docenas de serpientes yacían tostándose sobre las piedras, y las flores se abrían con la lozanía y perfección de un arreglo estival. El tío Potty estaba sentado contemplando la calidez y el lustre, el aceite que rezumaba sobre su nariz, sobre el salami y el queso. Un bocado de queso, un bocado de salami, un trago de Kingfisher helada. Se reclinó de manera que su rostro quedara a la sombra y los pies al sol, y suspiró: todo iba bien en el mundo. Los componentes esenciales estaban en equilibrio, el calor y el frío, lo líquido y lo sólido, el sol y la sombra.

El padre Booty en su vaquería se sintió transportado a un estado meditativo por efecto del murmullo de sus vacas al pastar. ¿A qué sabría el queso de leche de yak…?

Cerca de allí las princesas afganas suspiraban y decidían comer su pollo frío.

La señora Sen, inasequible al calor, enfiló el camino hacia Mon Ami, propulsada por las nuevas de su hija, Mun Mun, en América: iba a contratarla la CNN. Reflexionó alegremente sobre lo mucho que aquello molestaría a Lola. Ja, ¿quién se creía Lola Banerjee que era? Dándose aires… alardeando siempre de su hija en la BBC…

Ajena a las noticias en ciernes, Lola estaba en el jardín limpiando de orugas el brócoli inglés. Las orugas tenían motas verdes y blancas, falsos ojos azules, patas ridículamente gruesas, cola y nariz de elefante. Criaturas espléndidas, pensó mientras observaba una de cerca, pero luego se la lanzó a un pájaro a la espera que la picoteó e hizo brotar de la oruga, como si fuera un garabato, un relleno verde igual que pasta dentífrica de un tubo perforado.

En la galería de Mon Ami, Noni y Sai estaban sentadas ante un libro de texto abierto: neutrones… protones… electrones… De manera que si… ¿¿¿entonces???

Todavía no eran capaces de entender la pregunta pero con la mirada intuían la burla, más allá de la galería, de una perfecta ilustración soleada de la respuesta: diminutas motas suspendidas en una vaina dentro de la que brincaban infatigablemente, sometidos a un hechizo imposible de deshacer.

Noni sintió que le sobrevenía un repentino agotamiento; la respuesta parecía alcanzable a través del milagro, no de la ciencia. Dejaron el libro a un lado cuando el panadero llegó a Mon Ami como todas las tardes, bajó el baúl que llevaba a la cabeza y lo abrió. Por fuera el baúl estaba rayado; por dentro relucía como un cofre del tesoro, con brazos de gitano, bizcochos de pasas, y, según le habían enseñado los misioneros de la ladera, galletitas de mantequilla de cacahuete evocadoras de, a juicio de las señoras, la América de los dibujos animados: caramba, canastos, córcholis, demontres.

Cogieron bizcochos de color rosa y amarillo y se pusieron a charlar.

– Dime, Sai, ¿qué edad tienes ahora? ¿Quince?

– Dieciséis.

Resultaba difícil acertar, pensó Noni. Sai parecía mayor en unos aspectos, más joven en otros.

Más joven, sin duda, porque llevaba una vida tan protegida, y mayor, sin duda, porque pasaba todo el tiempo con gente jubilada. Tal vez tendría siempre ese aspecto, infantil incluso cuando fuera mayor, mayor incluso cuando era joven. Noni la observó con ojo crítico. Sai vestía pantalones caquis y una camiseta con la leyenda «Tíbet libre». Iba descalza y llevaba el pelo corto recogido en dos coletas desaliñadas que terminaban justo antes de alcanzar los hombros. Noni y Lola habían hablado recientemente de lo malo que era para Sai seguir creciendo así: «No aprenderá a tratar con la gente… no hay nadie de su edad… una casa llena de hombres…»

– ¿No te resulta difícil vivir así con tu abuelo?

– El cocinero habla tanto que no me importa -respondió Sai.

Cómo la habían abandonado en manos del cocinero durante años… Si no llega a ser por Lola y ella, pensó Noni, Sai habría caído tiempo atrás al nivel de la clase sirviente.

– ¿De qué habla?

– Bueno, historias sobre su pueblo, cómo murió su esposa, su pleito con su hermano… Espero que Biju gane mucho dinero -reflexionó Sai-, son la familia más pobre del pueblo. Su casa sigue siendo de barro con techo de paja.

Noni no creía que fuera información adecuada para que el cocinero la compartiese con ella. Era importante establecer debidamente los límites entre las clases, so riesgo de que acabara siendo muy pernicioso para todo el mundo a ambos lados de la gran línea divisoria. A los criados se les metía en la cabeza toda suerte de ideas, y luego, cuando comprendían que el mundo no iba a ofrecerles a ellos ni a sus hijos lo que ofrecía a otros, se enfadaban y se volvían unos resentidos. Lola y Noni tenían que desalentar a su criada, Kesang, de que divulgara información personal, pero era difícil, bien lo sabía Noni, mantener las cosas así. Antes de darse cuenta uno podía derivar hacia asuntos íntimos a los que sólo debería hacerse referencia entre iguales. Le vino a la cabeza un episodio de no mucho tiempo atrás, cuando las hermanas se habían visto demasiado fascinadas para impedir a su criada que les contara su romance con el lechero:

«Cómo me gustaba -les dijo Kesang-. Yo soy sherpa, él es rai, pero mentí y les dije a mis padre que era bhutia para que nos dejaran casarnos. Fue una boda muy bonita. A su gente hay que darle muchísimo, cerdo, dinero, tal y cual cosa, aquello que pidan se lo tienes que dar, pero no celebramos una boda así. Él cuidó de mis padres cuando estuvieron enfermos y desde el primer momento hicimos la promesa de que él no me dejaría y de que yo no lo dejaría a él. Las dos cosas. Ninguno de los dos dejará al otro. Él nunca morirá y me dejará y yo nunca moriré y lo dejaré. Hicimos esa promesa. Lo dijimos desde antes de casarnos.»

Y rompió a llorar. Kesang, con sus extravagantes dientes pardos que despuntaban en todas direcciones y su ropa andrajosa y mugrienta y aquel gracioso moño precariamente encaramado a la coronilla. Kesang, a quien habían acogido sin preparación alguna como un gesto de amabilidad y enseñado a preparar saté indonesio con mantequilla de cacahuete y salsa de soja, una salsa agridulce con ketchup y vinagre, y un gulash húngaro con tomate y sebo. Su amor había conmocionado a las hermanas. Lola siempre había creído que los sirvientes no experimentaban el amor de la misma manera que la gente como ellas: «Toda su estructura de relaciones es diferente, es económica, práctica; mucho más sensata, no me cabe duda, si uno es capaz de manejarla por sí mismo.» Ahora incluso Lola se vio obligada a preguntarse si no sería ella la que no había experimentado el amor auténtico; nunca había mantenido con Joydeep una conversación semejante sobre la fe con que daban el salto. No era racional, así que no la habían tenido. Pero por tanto, ¿cabía la posibilidad de que no se hubieran amado? Soterró el pensamiento.

Noni nunca había conocido el amor.

Nunca se había sentado en una habitación en silencio y hablado de esas cosas que podían hacer que te temblara el alma como la llama de una vela. Nunca se había lanzado con coquetería en las fiestas de Calcuta, con el sari bien ceñido a las caderas y el hielo tintineando enloquecidamente en su refresco de lima. Nunca había hecho ondear sobre su existencia la efímera y gloriosa bandera del romance, de color rojo intenso, ni siquiera como un episodio teatral, cierta simulación para alzar el vuelo por encima de su propia vida. ¿Qué tenía? Ni siquiera odios terribles; ni siquiera amargura o pena. Meras irritaciones por cosillas: la manera en que alguien no se sonaba la nariz sino que entraba venga a moquear en la biblioteca, sorbiendo una y otra vez.

Se dio cuenta, para su estupefacción, de que en realidad había tenido celos de Kesang. Los límites se habían desdibujado, la suerte había sido mal repartida.

¿Y quién amaría a Sai?

Nada más llegar la pequeña, Noni se había reconocido en ella, en su timidez. Ése era el resultado de confiar una criatura sensible a un despiadado sistema educativo, pensó. A Noni también la habían enviado a una escuela así: sólo podías evitar que te echaran el lazo pasando a la clandestinidad, guardando silencio cuando te hacían preguntas, no expresando ninguna opinión, con la esperanza de ser invisible; de otra manera te atrapaban, te destrozaban.

Noni había recuperado la confianza cuando ya era tarde. La vida había pasado de largo y en aquellos tiempos las cosas tenían que ocurrirle pronto a una chica, o no le ocurrían en absoluto.

– ¿No quieres conocer gente de tu edad? -le preguntó a Sai.

Pero Sai se mostraba tímida en torno a sus coetáneos. De una cosa, sin embargo, sí estaba segura:

– Quiero viajar.

Los libros la estaban volviendo inquieta. Estaba empezando a leer más aprisa, más, hasta que se introducía en la narración y la narración se introducía en ella, las páginas pasando a toda prisa, el corazón palpitándole. Así había leído Matar un ruiseñor, Sidra con Rosie y La vida con papá de la biblioteca del club Gymkhana. E imágenes de postal del Amazonas, de la inhóspita Patagonia en los National Geographic, un crustáceo mariposa transparente en el mar, incluso de una vieja casa japonesa adormilada entre la nieve… Observó que la afectaban de tal manera que muchas veces apenas era capaz de leer el texto a pie de foto: tan exquisita era la sensación que provocaban, tan doloroso el deseo. Recordaba a sus padres, las esperanzas de su padre de viajar por el espacio. Estudiaba fotografías tomadas por satélite de una tormenta solar que levantaba una nube roja en la superficie del astro, sentía una terrible añoranza del padre a quien no había conocido, e imaginaba que ella misma también debía albergar el mismo anhelo de algo fuera de lo normal. Por entonces, Cho Oyu y las costumbres del juez se le aparecían como restricciones.

– De vez en cuando, desearía vivir a orillas del mar -suspiró Noni-. Al menos las olas nunca están quietas.

Mucho tiempo atrás, cuando todavía era joven, había ido a Digha y averiguado lo que se sentía al ser mecida por el misterioso océano. Se quedó contemplando las montañas, la perfección de su quietud.

– El Himalaya estuvo una vez bajo el agua -dijo Sai; lo sabía por sus lecturas-. Hay amonitas fosilizadas en el Everest.

Ambas retomaron el libro de física.

Luego volvieron a dejarlo.

– Escúchame -le dijo Noni-, si se te presenta una oportunidad en la vida, aprovéchala. Fíjate en mí, debería haber pensado en el futuro cuando era joven. En vez de eso, sólo cuando ya era muy tarde caí en la cuenta de lo que debería haber hecho tiempo atrás. Solía soñar con ser arqueóloga. Iba al British Council y consultaba los libros sobre el rey Tutankamón… Pero mis padres no eran muy comprensivos, ya sabes, mi padre estaba chapado a la antigua, un hombre criado y educado únicamente para dar órdenes… Tienes que hacerlo por ti misma, Sai.

Probaron con la física una vez más, pero Noni no conseguía dilucidar el problema.


«Me temo que he agotado mis dotes para las ciencias y las matemáticas. Sai necesita un tutor más capacitado en estas materias», decía la nota para el juez con la que envió a Sai a casa.

– Qué mujer tan irresponsable, maldita sea -rezongó el juez, malhumorado porque el calor le recordaba su nacionalidad.

Esa misma tarde, poco después, le dictó a Sai una carta para el director del colegio mayor local.

«Si hay algún profesor o alumno de curso superior que dé tutorías, haga el favor de ponerlo en mi conocimiento, porque estamos buscando un auxiliar de matemáticas y ciencias.»

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